Mulieris dignitatem


CARTA APOSTÓLICA

MULIERIS DIGNITATEM

DEL SUMO PONTÍFICE

JUAN PABLO II

SOBRE LA DIGNIDAD Y LA VOCACIÓN DE LA MUJER CON OCASIÓN DEL AÑO MARIANO




Venerables Hermanos,
amadísimos hijos e hijas,
salud y Bendición Apostólica



I - INTRODUCCIÓN


Un signo de los tiempos

1 LA DIGNIDAD DE LA MUJER y su vocación, objeto constante de la reflexión humana y cristiana, ha asumido en estos últimos años una importancia muy particular. Esto lo demuestran, entre otras cosas, las intervenciones del Magisterio de la Iglesia, reflejadas en varios documentos del Concilio Vaticano II, que en el Mensaje final afirma: «Llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga».(1) Las palabras de este Mensaje resumen lo que ya se había expresado en el Magisterio conciliar, especialmente en la Constitución Pastoral Gaudium et spes (2 - GS 8 GS 9 GS 60) y en el Decreto Apostolicam actuositatem,sobre el apostolado de los seglares.(3 - AA 9)

Tomas de posición similares se habían manifestado ya en el período preconciliar, por ejemplo, en varios discursos del Papa Pío XII (4) y en la Encíclica Pacem in terris del Papa Juan XXIII.(5 - PT 267-268) Después del Concilio Vaticano II, mi predecesor Pablo VI expresó también el alcance de este «signo de los tiempos», atribuyendo el título de Doctoras de la Iglesia a Santa Teresa de Jesús y a Santa Catalina de Siena,(6) y además instituyendo, a petición de la Asamblea del Sínodo de los Obispos en 1971, una Comisión especial cuya finalidad era el estudio de los problemas contemporáneos en relación con la «efectiva promoción de la dignidad y de la responsabilidad de las mujeres».7 Pablo VI, en uno de sus discursos, decía entre otras cosas: «En efecto, en el cristianismo, más que en cualquier otra religión, la mujer tiene desde los orígenes un estatuto especial de dignidad, del cual el Nuevo Testamento da testimonio en no pocos de sus importantes aspectos (...); es evidente que la mujer está llamada a formar parte de la estructura viva y operante del Cristianismo de un modo tan prominente que acaso no se hayan todavía puesto en evidencia todas sus virtualidades».(8)

Los Padres de la reciente Asamblea del Sínodo de los Obispos (octubre de 1987), que fue dedicada a «la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II», se ocuparon nuevamente de la dignidad y de la vocación de la mujer. Entre otras cosas, abogaron por la profundización de los fundamentos antropológicos y teológicos necesarios para resolver los problemas referentes al significado y dignidad del ser mujer y del ser hombre. Se trata de comprender la razón y las consecuencias de la decisión del Creador que ha hecho que el ser humano pueda existir sólo como mujer o como varón. Solamente partiendo de estos fundamentos, que permiten descubrir la profundidad de la dignidad y vocación de la mujer, es posible hablar de la presencia activa que desempeña en la Iglesia y en la sociedad.

Esto es lo que deseo tratar en el presente Documento. La Exhortación postsinodal, que se hará pública después de éste, presentará las propuestas de carácter pastoral sobre el cometido de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, sobre las que los Padres sinodales han hecho importantes consideraciones, teniendo también en cuenta los testimonios de los Auditores seglares —tanto mujeres como hombres— provenientes de las Iglesias particulares de todos los continentes.

1. Nuntius Concilii ad Mulieres (8 Decembris 1965): AAS 58 (1966), 13-14
4. Cf. Pius PP. XII , Allocutio ad mulieres e Societatibus Christianis Italiae delegatas (21 Octobris 1945): AAS 37 (1945), 284-295; Allocutio ad delegatas Conventui Unionis universali Sodalitatum mulierum catholicarum (24 Aprilis 1952): AAS 44 (1952), 420-424; Allocutio ad eas quae interfuerunt XIV Conventui Internationali ex «Union Mondiale des Organisations féminines catholiques» (29 Septembris 1957): AAS 49 (1957), 906-922.
6. Declaratio S. Teresiae de Avila, Virginis, «Doctoris universalis Ecclesiae» (27 Septembris 1970): AAS 62 (1970), 590-596; Declaratio S. Catharinae Senensis, Virginis, «Doctoris universalis Ecclesiae» (4 Octobris 1970): AAS 62 (1970), 673-678.
7. AAS 65 (1973), 284 s.
8. PAULUS P P . VI, Allocutio ad eas quae interfuerunt Nationali Conventui Consociationis Italicamm Mulierum (C I F), (6 Decembris 1976): Insegnamenti di Paolo VI, XIV (1976), 1017.

El Año Mariano

2 El último Sínodo se ha desarrollado durante el Año Mariano, lo cual ofrece un particular impulso para afrontar este tema, como lo indica también la Encíclica Redemptoris Mater.(9 - RMA 46) Esta Encíclica desarrolla y actualiza la enseñanza del Concilio Vaticano II contenida en el capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia. Dicho capítulo lleva un título significativo: «La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el Misterio de Cristo y de la Iglesia». María —esta «mujer» de la Biblia (cf. Gn 3,15 Jn 2,4 Jn 19,26)— pertenece íntimamente al misterio salvífico de Cristo y por esto está presente también de un modo especial en el misterio de la Iglesia. Puesto que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento (...) de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»,(10 - LG 1) la presencia especial de la Madre de Dios en el Misterio de la Iglesia nos hace pensar en elvínculo excepcional entre esta «mujer» y toda la familia humana. Se trata aquí de todos y cada uno de los hijos e hijas del género humano, en los que, en el transcurso de las generaciones, se realiza aquella herencia fundamental de la humanidad entera, unida al misterio del principio bíblico: «creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó» (Gn 1,27).(11)

Esta eterna verdad sobre el ser humano,hombre y mujer —verdad que está también impresa de modo inmutable en la experiencia de todos— constituye en nuestros días el misterio que sólo en el «Verbo encarnado encuentra verdadera luz (...). Cristo desvela plenamente el hombre al hombre y le hace consciente de su altísima vocación», como enseña el Concilio.(12 - GS 22) En este «desvelar el hombre al hombre» ¿no se debe quizás descubrir un puesto particular para aquella «mujer» que fue la Madre de Cristo? El mensaje de Cristo, contenido en el Evangelio, que tiene como fondo toda la Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, ¿no puede quizá decir mucho a la Iglesia y a la humanidad sobre la dignidad y la vocación de la mujer?

Precisamente ésta quiere ser la trama del presente Documento, que se sitúa en el más amplio contexto del Año Mariano, mientras nos encaminamos hacia el final del segundo milenio del nacimiento de Cristo y el inicio del tercero. Por otra parte, me ha parecido lo más convenientedar a este documento el estilo y el carácter de una meditación.

11. Explanatio significationis anthropologiae ac theologicae huiusce « principii » inveniri potest in priore parte Allocutionum die Mercurii habitarum, quarum argumentum fuit «theologia corporis», ex die 5 Sept. 1979: Insegnamenti II, 2 (1979), 234-236.

II - MUJER - MADRE DE DIOS (THEOTÓKOS)


Unión con Dios

3 «Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». Con estas palabras de la Carta a los Gálatas (Ga 4,4) el apóstol Pablo relaciona entre sí los momentos principales que determinan de modo esencial el cumplimiento del misterio «preestablecido en Dios» (cf. Ep 1,9). El Hijo,Verbo consubstancial al Padre, nace como hombre de una mujer cuando llega «la plenitud de los tiempos». Este acontecimiento nos lleva al punto clave en la historia del hombre en la tierra, entendida como historia de la salvación. Es significativo que el Apóstol no llama a la Madre de Cristo con el nombre propio de «María», sino que la llama «mujer», lo cual establece una concordancia con las palabras del Protoevangelio en el Libro del Génesis (cf. Gn 3,15). Precisamente aquella «mujer» está presente en el acontecimiento salvífico central, que decide la «plenitud de los tiempos» y que se realiza en ella y por medio de ella.

De esta manera inicia el acontecimiento central, acontecimiento clave en la historia de la salvación: la Pascua del Señor. Sin embargo, quizás vale la pena considerarlo a partir de la historia espiritual del hombre entendida de un modo más amplio, como se manifiesta a través de las diversas religiones del mundo. Citamos aquí las palabras del Concilio Vaticano II: «Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, ayer como hoy, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué es el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y cuál la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?».(13 - NAE 1) «Ya desde la antigüedad y hasta nuestros días se encuentra en los distintos pueblos una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el conocimiento de la suma Divinidad e incluso del Padre».(14 - NAE 2)

Desde la perspectiva de este vasto panorama, que pone en evidencia las aspiraciones del espíritu humano a la búsqueda de Dios —a veces casi como «caminando a tientas» (cf. Ac 17,27)—, la «plenitud de los tiempos», de la que habla Pablo en su Carta, pone de relieve la respuesta de Dios mismo «en el cual vivimos, nos movemos y existimos» (cf. Ac 17,28). Este es el Dios que «muchas veces y de muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (cf. He 1,1-2). El envío de este Hijo, consubstancial al Padre, como hombre «nacido de mujer», constituye el punto culminante y definitivo de la autorrevelación de Dios a la humanidad.Esta autorrevelación posee un carácter salvífico, como enseña en otro lugar el Concilio Vaticano II: «Quiso Dios con su bondad y sabiduría revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ep 1,9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina (cf. Ep 2,18 2P 1,4)».(15 - DV 2)

La mujer se encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico. La autorrevelación de Dios, que es la inescrutable unidad de la Trinidad, está contenida, en sus líneas fundamentales, en la anunciación de Nazaret. «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo». «¿Cómo será esto puesto que no conozco varón?» «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios (...) ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1,31 Lc 1,37).(16)

Es fácil recordar este acontecimiento en la perspectiva de la historia de Israel —el pueblo elegido del cual es hija María—, aunque también es fácil recordarlo en la perspectiva de todos aquellos caminos en los que la humanidad desde siempre busca una respuesta a las preguntas fundamentales y, a la vez, definitivas que más le angustian. ¿No se encuentra quizás en la Anunciación de Nazaret el comienzo de aquella respuesta definitiva, mediante la cual Dios mismo sale al encuentro de las inquietudes del corazón del hombre?(17 - NAE 2) Aquí no se trata solamente de palabras reveladas por Dios a través de los Profetas, sino que con la respuesta de María realmente «el Verbo se hace carne» (cf. Jn 1,14).De esta manera, María alcanza tal unión con Dios que supera todas las expectativas del espíritu humano. Supera incluso las expectativas de todo Israel y, en particular, de las hijas del pueblo elegido, las cuales, basándose en la promesa, podían esperar que una de ellas llegaría a ser un día madre del Mesías. Sin embargo, ¿quién podía suponer que el Mesías prometido sería el «Hijo del Altísimo»? Esto era algo difícilmente imaginable según la fe monoteísta veterotestamentaria. Solamente en virtud del Espíritu Santo, que «extendió su sombra» sobre ella, María pudo aceptar lo que era «imposible para los hombres, pero posible para Dios» (cf. Mc 10,27).

16. Iuxta Ecclesiae Patres, prima revelatio Trinitatis in Novo Testamento, facta est in Annuntiatione. In quadam homilia, quae S. GREGORIO THAUMATURGO ascribitur, legitur : « Tu in summis spiritalibus regnis, lucis splendore coruscas : ubi glorificatur Pater omnis principii expers, cuius obumbrantem habuisti potentiam ; adoratur Filius, quem secundum carnem peperisti; celebratur Spiritus sanctus, qui in tuo utero nativitatem magni Regis peregit. Per te, o gratia plena, Trinitas sancta et consubstantialis in mundo cognoscitur» (Horn. II in Annuntiat. Virg. Mariae: PO 10, 1169). Cf. etiam S. ANDREAS CRETENSIS, In Annuntiat. B. Mariae: PC 97, 909.

Theotókos

4 De esta manera «la plenitud de los tiempos» manifiesta la dignidad extraordinaria de la «mujer». Esta dignidad consiste, por una parte, en la elevación sobrenatural a la unión con Dios en Jesucristo, que determina la finalidad tan profunda de la existencia de cada hombre tanto sobre la tierra como en la eternidad. Desde este punto de vista, la «mujer» es la representante y arquetipo de todo el género humano, es decir, representa aquella humanidadque es propia de todos los seres humanos, ya sean hombres o mujeres. Por otra parte, el acontecimiento de Nazaret pone en evidencia un modo de unión con el Dios vivo, que es propiosólo de la «mujer», de María, esto es, la unión entre madre e hijo. En efecto, la Virgen de Nazaret se convierte en la Madre de Dios.

Esta verdad, asumida desde el principio por la fe cristiana, tuvo una formulación solemne en el Concilio de Efeso (a. 431).(18) En contraposición a Nestorio, que consideraba a María exclusivamente como madre de Jesús-hombre, este Concilio puso de relieve el significado esencial de la maternidad de la Virgen María. En el momento de la Anunciación, pronunciando su «fiat», María concibió un hombre que era Hijo de Dios, consubstancial al Padre. Por consiguiente, es verdaderamente la Madre de Dios, puesto que la maternidad abarca toda la persona y no sólo el cuerpo, así como tampoco la «naturaleza» humana. De este modo, el nombre «Theotókos» —Madre de Dios— viene a ser el nombre propio de la unión con Dios, concedido a la Virgen María.

La unión particular de la «Theotókos» con Dios, —que realiza del modo más eminente la predestinación sobrenatural a la unión con el Padre concedida a todos los hombres («filii in Filio»)— es pura gracia y, como tal, un don del Espíritu. Sin embargo, y mediante una respuesta desde la fe, María expresa al mismo tiempo su libre voluntad y, por consiguiente, la participación plena del «yo» personal y femenino en el hecho de la encarnación. Con su «fiat» María se convirtió en el sujeto auténtico de aquella unión con Dios que se realizó en el Misterio de la encarnación del Verbo consubstancial al Padre. Toda la acción de Dios en la historia de los hombres respeta siempre la voluntad libre del «yo» humano. Lo mismo acontece en la anunciación de Nazaret.

18. Theologica doctrina de Dei Matre (Theotokos) a plurimis asserta Patribus Ecclesiae, explanata ac definita in Conciliis Ephesino (DS 251) et Chalcedonensi (
DS 301), iterum est proposita a Concilio Vaticano II in cap. VIII Const. Lumen gentium de Ecclesia, LG 52-69. Cf. Litt. Enc. Redemptoris Mater (25 Martii 1987), RMA 4 RMA 31-32, et notae 9. RMA 78-83 : l. mem., 365, 402-404.


«Servir quiere decir reinar»

5 Este acontecimiento posee un claro carácter interpersonal: es un diálogo. No lo comprendemos plenamente si no situamos toda la conversación entre el ángel y María en el saludo: «llena de gracia».(19) Todo el diálogo de la anunciación revela la dimensión esencial del acontecimiento: la dimensión sobrenatural (***). Pero la gracia no prescinde nunca de la naturaleza ni la anula, antes bien la perfecciona y la ennoblece. Por lo tanto, aquella «plenitud de gracia» concedida a la Virgen de Nazaret, en previsión de que llegaría a ser «Theotókos»,significa al mismo tiempo la plenitud de la perfección de lo «que es característico de la mujer», de «lo que es femenino». Nos encontramos aquí, en cierto sentido, en el punto culminante, el arquetipo de la dignidad personal de la mujer.

Cuando María, la «llena de gracia», responde a las palabras del mensajero celestial con su «fiat», siente la necesidad de expresar su relación personal ante el don que le ha sido revelado diciendo: «He aquí la esclava del Señor» (
Lc 1,38). A esta frase no se la puede privar ni disminuir de su sentido profundo, sacándola artificialmente del contexto del acontecimiento y de todo el contenido de la verdad revelada sobre Dios y sobre el hombre. En la expresión «esclava del Señor» se deja traslucir toda la conciencia que María tiene de ser criatura en relación con Dios. Sin embargo, la palabra «esclava», que encontramos hacia el final del diálogo de la Anunciación, se encuadra en la perspectiva de la historia de la Madre y del Hijo. De hecho, este Hijo, que es el verdadero y consubstancial «Hijo del Altísimo», dirá muchas veces de sí mismo, especialmente en el momento culminante de su misión: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45).

Cristo es siempre consciente de ser el «Siervo del Señor», según la profecía de Isaías (cf. Is 42,1 Is 49,3 Is 49,6 Is 52,13), en la cual se encierra el contenido esencial de su misión mesiánica: la conciencia de ser el Redentor del mundo. María, desde el primer momento de su maternidad divina, de su unión con el Hijo que «el Padre ha enviado al mundo, para que el mundo se salve por él» (cf. Jn 3,17), se inserta en el servicio mesiánico de Cristo.(20) Precisamente este servicio constituye el fundamento mismo de aquel Reino, en el cual «servir» (...) quiere decir «reinar».(21 - Cf. LG 36) Cristo, «Siervo del Señor», manifestará a todos los hombres la dignidad real del servicio, con la cual se relaciona directamente la vocación de cada hombre.

De esta manera, considerando la realidad mujer-Madre de Dios, entramos del modo más oportuno en la presente meditación del Año Mariano. Esta realidad determina también el horizonte esencial de la reflexión sobre la dignidad y sobre la vocación de la mujer. Al pensar, decir o hacer algo en orden a la dignidad y vocación de la mujer, no se deben separar de esta perspectiva el pensamiento, el corazón y las obras. La dignidad de cada hombre y su vocación correspondiente encuentran su realización definitiva en la unión con Dios. María —la mujer de la Biblia— es la expresión más completa de esta dignidad y de esta vocación. En efecto, cada hombre —varón o mujer— creado a imagen y semejanza de Dios, no puede llegar a realizarse fuera de la dimensión de esta imagen y semejanza.

19. Cf. Litt. Enc. Redemptoris Mater (25 Martii 1987), RMA 7-11, atque textus Patrum ibi memorati in nota 31: l. mem., 367-373.
0. Cf. ibid., RMA 39-41: l. mem., 412-418.

III - IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS


Libro del Génesis

6 Hemos de situarnos en el contexto de aquel «principio» bíblico según el cual la verdad revelada sobre el hombre como «imagen y semejanza de Dios» constituye la base inmutable de toda la antropología cristiana.(22) «Creó pues Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó» (Gn 1,27). Este conciso fragmento contiene las verdades antropológicas fundamentales: el hombre es el ápice de todo lo creado en el mundo visible, y el género humano, que tiene su origen en la llamada a la existencia del hombre y de la mujer, corona todo la obra de la creación; ambos son seres humanos en el mismo grado, tanto el hombre como la mujer; ambos fueron creados a imagen de Dios. Esta imagen y semejanza con Dios, esencial al ser humano, es transmitida a sus descendientes por el hombre y la mujer, como esposos y padres: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gn 1,28). El Creador confía el «dominio» de la tierra al género humano, a todas las personas, tanto hombres como mujeres, que reciben su dignidad y vocación de aquel «principio» común.

En el Génesis encontramos aún otra descripción de la creación del hombre —varón y mujer (cf. Gn 2,18-25)— de la que nos ocuparemos a continuación. Sin embargo, ya desde ahora, conviene afirmar que de la reflexión bíblica emerge la verdad sobre el carácter personal del ser humano.El hombre —ya sea hombre o mujer— es persona igualmente; en efecto, ambos, han sido creados a imagen y semejanza del Dios personal. Lo que hace al hombre semejante a Dios es el hecho de que —a diferencia del mundo de los seres vivientes, incluso los dotados de sentidos(animalia)— sea también un ser racional (animal rationale).(23) Gracias a esta propiedad, el hombre y la mujer pueden «dominar» a las demás criaturas del mundo visible (cf. Gn 1,28).

En la segunda descripción de la creación del hombre (cf. Gn 2,18-25) el lenguaje con el que se expresa la verdad sobre la creación del hombre, y especialmente de la mujer, es diverso, y en cierto sentido menos preciso; es, podríamos decir, más descriptivo y metafórico, más cercano al lenguaje de los mitos conocidos en aquel tiempo. Sin embargo, no existe una contradicción esencial entre los dos textos. El texto del Génesis Gn 2,18-25 ayuda a la comprensión de lo que encontramos en el fragmento conciso del Génesis Gn 1,27-28 y, al mismo tiempo, si se leen juntos, nos ayudan a comprender de un modo todavía más profundo laverdad fundamental, encerrada en el mismo, sobre el ser humano creado a imagen y semejanza de Dios, como hombre y mujer.

En la descripción del Génesis (Gn 2,18-25) la mujer es creada por Dios «de la costilla» del hombre y es puesta como otro «yo», es decir, como un interlocutor junto al hombre, el cual se siente solo en el mundo de las criaturas animadas que lo circunda y no halla en ninguna de ellas una «ayuda» adecuada a él. La mujer, llamada así a la existencia, es reconocida inmediatamente por el hombre como «carne de su carne y hueso de sus huesos» (cf. Gn 2,25) y por eso es llamada «mujer». En el lenguaje bíblico este nombre indica la identidad esencial con el hombre: 'is - issah, cosa que, por lo general, las lenguas modernas, desgraciadamente, no logran expresar. «Esta será llamada mujer ('issah), porque del varón ('is) ha sido tomada» (Gn 2,25).

El texto bíblico proporciona bases suficientes para reconocer la igualdad esencial entre el hombre y la mujer desde el punto de vista de su humanidad.(24) Ambos desde el comienzo son personas, a diferencia de los demás seres vivientes del mundo que los circunda. La mujer esotro «yo» en la humanidad común. Desde el principio aparecen como «unidad de los dos», y esto significa la superación de la soledad original, en la que el hombre no encontraba «una ayuda que fuese semejante a él» (Gn 2,20). ¿Se trata aquí solamente de la «ayuda» en orden a la acción, a «someter la tierra» (cf. Gn 1,28)? Ciertamente se trata de la compañera de la vida con la que el hombre se puede unir, como esposa, llegando a ser con ella «una sola carne» y abandonando por esto a «su padre y a su madre» (cf. Gn 2,24). La descripción «bíblica» habla, por consiguiente, de la institución del matrimonio por parte de Dios en el contexto de la creación del hombre y de la mujer, como condición indispensable para la transmisión de la vida a las nuevas generaciones de los hombres, a la que el matrimonio y el amor conyugal están ordenados: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gn 1,28).

22. Cf. S. IRENAEUS, Adv. haer. V, 6, 1; V, 16, 2-3: S. Ch. 153, 72-81 et 216-221; S. GREGORIUS NYSSENUS, De hom. op. 16: PO 44, 180; In Cani. hom. 2: PG 44, 805-808; S. AUGUSTINUS, In Ps. 4, 8: CCL 38. 17.
23. « Persona est naturae rationalis individua substantia » : MANIBUS SEVERINUS BOËTHIUS, Liber de persona et duabus naturis, III : PL 64, 1343; cf. S. THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae I 29,1.


Persona - Comunión - Don

7 Penetrando con el pensamiento el conjunto de la descripción del Libro del Génesis Gn 2,18-25, e interpretándola a la luz de la verdad sobre la imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27), podemos comprender mejor en qué consiste el carácter personal del ser humano, gracias al cual ambos —hombre y mujer— son semejantes a Dios. En efecto, cada hombre es imagen de Dios como criatura racional y libre, capaz de conocerlo y amarlo. Leemos además que el hombre no puede existir «solo» (cf. Gn 2,18); puede existir solamente como «unidad de los dos» y, por consiguiente, en relación con otra persona humana. Se trata de una relación recíproca, del hombre con la mujer y de la mujer con el hombre. Ser persona a imagen y semejanza de Dios comporta también existir en relación al otro «yo». Esto es preludio de la definitiva autorrevelación de Dios, Uno y Trino: unidad viviente en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Al comienzo de la Biblia no se dice esto de modo directo. El Antiguo Testamento es, sobre todo, la revelación de la verdad acerca de la unicidad y unidad de Dios. En esta verdad fundamental sobre Dios, el Nuevo Testamento introducirá la revelación del inescrutable misterio de su vida íntima. Dios, que se deja conocer por los hombres por medio de Cristo, esunidad en la Trinidad: es unidad en la comunión. De este modo se proyecta también una nueva luz sobre aquella semejanza e imagen de Dios en el hombre de la que habla el Libro del Génesis. El hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios no significa solamente que cada uno de ellos individualmente es semejante a Dios como ser racional y libre; significa además que el hombre y la mujer, creados como «unidad de los dos» en su común humanidad, están llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —un solo Dios en la unidad de la divinidad— existen como personas por las inexcrutables relaciones divinas. Solamente así se hace comprensible la verdad de que Dios en sí mismo es amor (cf. 1Jn 4,16).

La imagen y semejanza de Dios en el hombre, creado como hombre y mujer (por la analogía que se presupone entre el Creador y la criatura), expresa también, por consiguiente, la «unidad de los dos» en la común humanidad. Esta «unidad de los dos», que es signo de la comunión interpersonal, indica que en la creación del hombre se da también una cierta semejanza con la comunión divina («communio»). Esta semejanza se da como cualidad del ser personal de ambos, del hombre y de la mujer, y al mismo tiempo como una llamada y tarea. Sobre la imagen y semejanza de Dios, que el género humano lleva consigo desde el «principio», se halla el fundamento de todo el «ethos» humano. El Antiguo y el Nuevo Testamento desarrollarán este «ethos», cuyo vértice es el mandamiento del amor .(25)

En la «unidad de los dos» el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a existir «uno al lado del otro», o simplemente «juntos», sino que son llamados también a existir recíprocamente, «el uno para el otro».

De esta manera se explica también el significado de aquella «ayuda» de la que se habla en elGénesis 2, 18-25: «Voy a hacerle una ayuda adecuada». El contexto bíblico permite entenderlo también en el sentido de que la mujer debe «ayudar» al hombre, así como éste debe ayudar a aquella; en primer lugar por el hecho mismo de «ser persona humana», lo cual les permite, en cierto sentido, descubrir y confirmar siempre el sentido integral de su propia humanidad. Se entiende fácilmente que —desde esta perspectiva fundamental— se trata de una «ayuda» de ambas partes, que ha de ser «ayuda» recíproca. Humanidad significa llamada a la comunión interpersonal. El texto del Génesis 2, 18-25 indica que el matrimonio es la dimensión primera y, en cierto sentido, fundamental de esta llamada. Pero no es la única. Toda la historia del hombre sobre la tierra se realiza en el ámbito de esta llamada. Basándose en el principio del ser recíproco «para» el otro en la «comunión» interpersonal, se desarrolla en esta historia la integración en la humanidad misma, querida por Dios, de lo «masculino» y de lo «femenino». Los textos bíblicos, comenzando por el Génesis, nos permiten encontrar constantemente el terreno sobre el que radica la verdad sobre el hombre, terreno sólido e inviolable en medio de tantos cambios de la existencia humana.

Esta verdad concierne también a la historia de la salvación. A este respecto es particularmente significativa una afirmación del Concilio Vaticano II. En el capítulo sobre la «comunidad de los hombres», de la Constitución pastoral Gaudium et spes, leemos: «El Señor, cuando ruega al Padre que "todos sean uno, como nosotros también somos uno" (Jn 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás».(26 - GS 24)

Con estas palabras el texto conciliar presenta sintéticamente el conjunto de la verdad sobre el hombre y sobre la mujer (verdad que se delinea ya en los primeros capítulos del Libro del Genesis) como estructura de la antropología bíblica y cristiana. El ser humano —ya sea hombre o mujer— es el único ser entre las criaturas del mundo visible que Dios Creador «ha amado por sí mismo»; es, por consiguiente, una persona. El ser persona significa tender a su realización (el texto conciliar habla de «encontrar su propia plenitud»), cosa que no puede llevar a cabo si no es «en la entrega sincera de sí mismo a los demás». El modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir «para» los demás, a convertirse en un don.

Esto concierne a cada ser humano, tanto mujer como hombre, los cuales lo llevan a cabo según su propia peculiaridad. En el ámbito de la presente meditación acerca de la dignidad y vocación de la mujer, esta verdad sobre el ser humano constituye el punto de partida indispensable. Ya el Libro del Génesis permite captar, como un primer esbozo, este carácter esponsal de la relación entre las personas, sobre el que se desarrollará a su vez la verdad sobre la maternidad, así como sobre la virginidad, como dos dimensiones particulares de la vocación de la mujer a la luz de la Revelación divina. Estas dos dimensiones encontrarán su expresión más elevada en el cumplimiento de la «plenitud de los tiempos» (cf. Ga 4,4), esto es, en la figura de la «mujer» de Nazaret: Madre-Virgen.

24. Inter Ecclesiae Patres qui affirmant aequalitatem fundamentalem hominis atque mulieris coram Deo cf. ORIGENES, In Iesu nave IX, 9: PG 12, 878 ; CLEMENS ALEXANDRINUS, Paed. I, 4: S. Ch. 70, 128-131 ; S. AUGUSTINUS, Sermo 51, II, 3 : PL 38, 334-335.
25. Affirmat S. GREGORIUS NYSSENUS: «Deus item charitas est, et fons ipse amoris mutui. Sic enim magnus ille Ioannes loquitur, cum ait: " Ex Deo est charitas" et "Deus ipse nihil est aliud quam charitas". Etiam hanc faciei nostrae notam rerum Creator impressiti itaque inquit: " E x eo intelligent omnes, vos meos esse discipulos, si mutuo vos amore complectimini". Idcirco si mutuus hic amor in nobis desideretur, totius imaginis notae mutatae scilicet erunt» (De hom. op. 5: PO 44, 137).



Mulieris dignitatem