Mulieris dignitatem 20

La virginidad por el Reino

20 En las enseñanzas de Cristo la maternidad está unida a la virginidad, aunque son cosas distintas. A este propósito, es fundamental la frase de Jesús dicha en el coloquio sobre la indisolubilidad del matrimonio. Al oír la respuesta que el Señor dio a los fariseos, los discípulos le dicen: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19,10). Prescindiendo del sentido que aquel «no trae cuenta» tuviera entonces en la mente de los discípulos, Cristo aprovecha la ocasión de aquella opinión errónea para instruirles sobre el valor del celibato; distingue el celibato debido a defectos naturales —incluidos los causados por el hombre— del «celibato por el Reino de los cielos». Cristo dice: «Hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos» (Mt 19,12). Por consiguiente, se trata de un celibato libre, elegido por el Reino de los cielos, en consideración de la vocación escatológica del hombre a la unión con Dios. Y añade: «Quien pueda entender, que entienda». Estas palabras son reiteración de lo que había dicho al comenzar a hablar del celibato (cf. Mt 19,11). Por tanto este celibato por el Reino de los cielos no es solamente fruto de una opción libre por parte del hombre, sino también de una gracia especial por parte de Dios, que llama a una persona determinada a vivir el celibato. Si éste es un signo especial del Reino de Dios que ha de venir, al mismo tiempo sirve para dedicar a este Reino escatológico todas las energías del alma y del cuerpo de un modo exclusivo, durante la vida temporal.

Las palabras de Jesús son la respuesta a la pregunta de los discípulos. Están dirigidas directamente a aquellos que hicieron la pregunta y que en este caso eran sólo hombres. No obstante, la respuesta de Cristo, en sí misma, tiene valor tanto para los hombres como para las mujeres y, en este contexto, indica también el ideal evangélico de la virginidad, que constituye una clara «novedad» en relación con la tradición del Antiguo Testamento. Esta tradición ciertamente enlazaba de alguna manera con la esperanza de Israel, y especialmente de la mujer de Israel, por la venida del Mesías, que debía ser de la «estirpe de la mujer». En efecto, el ideal del celibato y de la virginidad como expresión de una mayor cercanía a Dios no era totalmente ajeno en ciertos ambientes judíos, sobre todo en los tiempos que precedieron inmediatamente a la venida de Jesús. Sin embargo, el celibato por el Reino, o sea, la virginidad, es una novedad innegable vinculada a la Encarnación de Dios.

Desde el momento de la venida de Cristo la espera del Pueblo de Dios debe dirigirse al Reino escatológico que ha de venir y en el cual él mismo ha de introducir «al nuevo Israel». En efecto, para realizar un cambio tan profundo en la escala de valores, es indispensable una nueva conciencia de la fe, que Cristo subraya por dos veces: «Quien pueda entender, que entienda»; esto lo comprenden solamente «aquellos a quienes se les ha concedido» (Mt 19,11). María es la primera persona en la que se ha manifestado esta nueva conciencia, ya que pregunta al ángel: «¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1,34). Aunque «estaba desposada con un hombre llamado José» (cf. Lc 1,27), ella estaba firme en su propósito de virginidad, y la maternidad que se realizó en ella provenía exclusivamente del «poder del Altísimo», era fruto de la venida del Espíritu Santo sobre ella (cf. Lc 1,35). Esta maternidad divina, por tanto, es la respuesta totalmente imprevisible a la esperanza humana de la mujer en Israel: esta maternidad llega a María como un don de Dios mismo. Este don se ha convertido en el principio y el prototipo de una nueva esperanza para todos los hombres según la Alianza eterna, según la nueva y definitiva promesa de Dios: signo de la esperanza escatológica.

Teniendo como base el Evangelio se ha desarrollado y profundizado el sentido de la virginidad como vocación también de la mujer, con la que se reafirma su dignidad a semejanza de la Virgen de Nazaret. El Evangelio propone el ideal de la consagración de la persona, es decir, su dedicación exclusiva a Dios en virtud de los consejos evangélicos, en particular los de castidad, pobreza y obediencia, cuya encarnación más perfecta es Jesucristo mismo. Quien desee seguirlo de modo radical opta por una vida según estos consejos, que se distinguen de los mandamientos e indican al cristiano el camino de la radicalidad evangélica. Ya desde los comienzos del cristianismo hombres y mujeres se han orientado por este camino, pues el ideal evangélico se dirige al ser humano sin ninguna diferencia en razón del sexo.

En este contexto más amplio hay que considerar la virginidad también como un camino para la mujer; un camino en el que, de un modo diverso al matrimonio, ella realiza su personalidad de mujer. Para comprender esta opción es necesario recurrir una vez más al concepto fundamental de la antropología cristiana. En la virginidad libremente elegida la mujer se reafirma a sí misma como persona, es decir, como un ser que el Creador ha amado por sí misma desde el principio (41 - GS 24) y, al mismo tiempo, realiza el valor personal de la propia femineidad, convirtiéndose en «don sincero» a Dios, que se ha revelado en Cristo; un don a Cristo, Redentor del hombre y Esposo de las almas: un don «esponsal». No se puede comprender rectamente la virginidad, la consagración de la mujer en la virginidad, sin recurrir al amor esponsal; en efecto, en tal amor la persona se convierte en don para el otro.(42) Por otra parte, de modo análogo ha de entenderse la consagración del hombre en el celibato sacerdotal o en el estado religioso.

La natural disposición esponsal de la personalidad femenina halla una respuesta en la virginidad entendida así. La mujer, llamada desde el «principio» a ser amada y a amar, en la vocación a la virginidad encuentra sobre todo a Cristo, como el Redentor que «amó hasta el extremo» por medio del don total de sí mismo y ella responde a este don con el «don sincero»de toda su vida. Se da al Esposo divino y esta entrega personal tiende a una unión de carácter propiamente espiritual: mediante la acción del Espíritu Santo se convierte en «un solo espíritu» con Cristo-Esposo (cf. 1Co 6,17).

Este es el ideal evangélico de la virginidad, en el que se realizan de modo especial tanto la dignidad como la vocación de la mujer. En la virginidad entendida así se expresa el llamadoradicalismo del Evangelio: Dejarlo todo y seguir a Cristo (cf. Mt 19,27), lo cual no puede compararse con el simple quedarse soltera o célibe, pues la virginidad no se limita únicamente al «no», sino que contiene un profundo «sí» en el orden esponsal: el entregarse por amor de un modo total e indiviso.

42. Cf. Allocutiones diebus Mercurii habitae 7 et 21 Aprilis 1982: Insegnamenti V, 1 1982, 1126-1131 et 1175-1179.


La maternidad según el espíritu

21 La virginidad en el sentido evangélico comporta la renuncia al matrimonio y, por tanto, también a la maternidad física. Sin embargo la renuncia a este tipo de maternidad, que puede comportar incluso un gran sacrificio para el corazón de la mujer, se abre a la experiencia de una maternidad en sentido diverso: la maternidad «según el espíritu» (cf. Rm 8,4). En efecto, la virginidad no priva a la mujer de sus prerrogativas. La maternidad espiritual reviste formas múltiples. En la vida de las mujeres consagradas que, por ejemplo, viven según el carisma y las reglas de los diferentes Institutos de carácter apostólico, dicha maternidad se podrá expresar como solicitud por los hombres, especialmente por los más necesitados: los enfermos, los minusválidos, los abandonados, los huérfanos, los ancianos, los niños, los jóvenes, los encarcelados y, en general, los marginados. Una mujer consagrada encuentra de esta manera al Esposo, diferente y único en todos y en cada uno, según sus mismas palabras: «Cuanto hicisteis a uno de éstos ... a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El amor esponsal comporta siempre una disponibilidad singular para volcarse sobre cuantos se hallan en el radio de su acción. En el matrimonio esta disponibilidad —aún estando abierta a todos— consiste de modo particular en el amor que los padres dan a sus hijos. En la virginidad esta disponibilidad está abierta a todos los hombres, abrazados por el amor de Cristo Esposo.

En relación con Cristo, que es el Redentor de todos y de cada uno, el amor esponsal, cuyo potencial materno se halla en el corazón de la mujer-esposa virginal, también está dispuesto a abrirse a todos y a cada uno. Esto se verifica en las Comunidades religiosas de vida apostólica de modo diverso que en las de vida contemplativa o de clausura. Existen además otras formas de vocación a la virginidad por el Reino, como, por ejemplo, los Institutos Seculares, o las Comunidades de consagrados que florecen dentro de los Movimientos, Grupos o Asociaciones; en todas estas realidades, la misma verdad sobre la maternidad espiritual de las personas que viven la virginidad halla una configuración multiforme. Pero no se trata aquí solamente de formas comunitarias, sino también de formas extracomunitarias. En definitiva la virginidad, como vocación de la mujer, es siempre la vocación de una persona concreta e irrepetible. Por tanto, también la maternidad espiritual, que se expresa en esta vocación, es profundamente personal.

Sobre esta base se verifica también un acercamiento específico entre la virginidad de la mujer no casada y la maternidad de la mujer casada. Este acercamiento va no sólo de la maternidad a la virginidad —como ha sido puesto de relieve anteriormente— sino que va también de la virginidad hacia el matrimonio, entendido como forma de vocación de la mujer por el que ésta se convierte en madre de los hijos nacidos de su seno. El punto de partida de esta segunda analogía es el sentido de las nupcias. En efecto, una mujer «se casa» tanto mediante el sacramento del matrimonio como, espiritualmente, mediante las nupcias con Cristo. En uno y otro caso las nupcias indican la «entrega sincera de la persona» de la esposa al esposo. De este modo puede decirse que el perfil del matrimonio tiene su raíz espiritual en la virginidad. Y si se trata de la maternidad física ¿no debe quizás ser ésta también una maternidad espiritual, para responder a la verdad global sobre el hombre que es unidad de cuerpo y espíritu? Existen, por lo tanto, muchas razones para entrever en estos dos caminos diversos —dos vocaciones diferentes de vida en la mujer— una profunda complementariedad e incluso una profunda unión en el interior de la persona.



«Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto»

22 El Evangelio revela y permite entender precisamente este modo de ser de la persona humana. El Evangelio ayuda a cada mujer y a cada hombre a vivirlo y, de este modo, a realizarse. Existe, en efecto, una total igualdad respecto a los dones del Espíritu Santo y las «maravillas de Dios» (Ac 2,11). Y no sólo esto. Precisamente ante las «maravillas de Dios» el Apóstol-hombre siente la necesidad de recurrir a lo que es por esencia femenino, para expresar la verdad sobre su propio servicio apostólico. Así se expresa Pablo de Tarso cuando se dirige a los Gálatas con estas palabras: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto» (Ga 4,19). En la primera Carta a los Corintios (1Co 7,38) el apóstol anuncia la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio —doctrina constante de la Iglesia según las palabras de Cristo, como leemos en el evangelio de San Mateo (Mt 19,10-12)—, pero sin ofuscar de ningún modo la importancia de la maternidad física y espiritual. En efecto, para ilustrar la misión fundamental de la Iglesia, el Apóstol no encuentra algo mejor que la referencia a la maternidad.

Un reflejo de la misma analogía —y de la misma verdad— lo hallamos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia. María es la «figura» de la Iglesia:(43) «Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre (...) Engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre (...) a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8,29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno».(44 - GS 63) «La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios».(45 - GS 64) Se trata de la maternidad «según el espíritu» en relación con los hijos y las hijas del género humano. Y tal maternidad —como ya se ha dicho— es también la «parte» de la mujer en la virginidad. La Iglesia «es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo».(46 - GS 64) Esto se realiza plenamente en María. La Iglesia, por consiguiente, «a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera».(47)

El Concilio ha confirmado que si no se recurre a la Madre de Dios no es posible comprender el misterio de la Iglesia, su realidad, su vitalidad esencial. Indirectamente hallamos aquí lareferencia al paradigma bíblico de la «mujer», como se delinea claramente ya en la descripción del «principio» (cf. Gn 3,15) y a lo largo del camino que va de la creación —pasando por el pecado— hasta la redención. De este modo se confirma la profunda unión entre lo que es humano y lo que constituye la economía divina de la salvación en la historia del hombre. La Biblia nos persuade del hecho de que no se puede lograr una auténtica hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es «humano», sin una adecuada referencia a lo que es «femenino». Así sucede, de modo análogo, en la economía salvífica de Dios; si queremos comprenderla plenamente en relación con toda la historia del hombre no podemos dejar de lado, desde la óptica de nuestra fe, el misterio de la «mujer»: virgen-madre-esposa.

43. Cf. CONO. OEC. VAT. Il, Const. dogm. Lumen gentium de Ecclesia, 63; S. AMBROSIUS, In Lc I I , 7: S. Ch. 45, 74; De instit. virg. X I V , 87-89: PL 16, 326-327; S. CYRILLUS ALEXANDRINUS, Hom. 4: PO 77, 996; S . ISIDORUS HISPALENSIS, Allegoriae 139: PL 83, 117.
47. Ibid., GS 64. Quod ad rationem Mariam-Ecclesiam attinet, quae constanter repetitur in meditationibus Patrum Ecclesiae totiusque Traditionis Christianae, cf. Litt. Enc. Redemptoris Mater (25 Martii 1987), RMA 42-44 et notae 117-127 : L. mem., 418-422. Cf. insuper: CLEMENS ALEXANDRINUS, Paed. 1, 6 : S. Ch. 70, 186 s.; S. AMBROSIUS, In Lc II, 7: S. Ch. 45, 74 ; S. AUGUSTINUS, Sermo 192, 2: PL 38, 1012 ; Sermo 195, 2: PL 38, 1018 ; Sermo 25, 8: PL 46, 938 ; S. LEO MAGNUS, Sermo 25, 5: PL 54, 211 ; Sermo 26, 2: PL 5 4 , 21 3 ; BEDA VENERABILIS, In Lc I, 2 : PL 92, 330. «utraque Mater — ita scribit ISAAC DE STELLA, discipulus S. Bernardi —, utraque virgo; utraque de eodem Spiritu... concipit... Illa [Maria]... corpori caput peperit; ista [Ecclesia]... capiti corpus edidit. Utraque Christi mater, sed neutra sine altera totum parit. Unde ... quod de virgine matre Ecclesia universaliter, hoc de virgine Maria singulariter; et quod de virgine matre Maria specialiter, id de virgine matre Ecclesia generaliter iure intelligitur, et cum de alterutra sermo texitur, fere permistim et indifferenter de utraque sententia intelligitur » (Sermo 51, 7-8 : S. Ch. 339, 202-205.

VII - LA IGLESIA - ESPOSA DE CRISTO


«Gran misterio»

23 Las palabras de la Carta a los Efesios tienen una importancia fundamental en relación con este tema: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ep 5,25-32).

En esta Carta el autor expresa la verdad sobre la Iglesia como esposa de Cristo, indicando además que esta verdad se basa en la realidad bíblica de la creación del hombre, varón y mujer. Creados a imagen y semejanza de Dios como «unidad de los dos», ambos han sido llamados a un amor de carácter esponsal. Puede también decirse, siguiendo la descripción de la creación en el Libro del Génesis (Gn 2,18-25), que esta llamada fundamental aparece juntamente con la creación de la mujer y es llevada a cabo por el Creador en la institución del matrimonio, que según el Génesis Gn 2,24 tiene desde el principio el carácter de unión de las personas («communio personarum»). Aunque no de modo directo, la misma descripción del «principio» (cf. Gn 1,27 Gn 2,24) indica que todo el «ethos» de las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer debe corresponder a la verdad personal de su ser.

Todo esto ya ha sido considerado anteriormente. El texto de la Carta a los Efesios confirma de nuevo la verdad anterior y al mismo tiempo compara el carácter esponsal del amor entre el hombre y la mujer con el misterio de Cristo y de la Iglesia. Cristo es el esposo de la Iglesia, la Iglesia es la esposa de Cristo. Esta analogía tiene sus precedentes; traslada al Nuevo Testamento lo que estaba contenido en el Antiguo Testamento, de modo particular en los profetas Oseas, Jeremías, Ezequiel e Isaías.(48) Cada uno de estos textos merecerá un análisis por separado. Citemos al menos un texto. Dios, por medio del profeta, habla a su pueblo elegido de esta manera: «No temas, que no te avergonzarás, ni te sonrojes, que no quedarás confundida, pues la vergüenza de tu mocedad olvidarás y la afrenta de tu viudez no recordarás jamás. Porque tu Esposo es tu hacedor, Yahveh Sebaot es su nombre; y el que te rescata, el Santo de Israel, Dios de toda la tierra se llama (...). La mujer de la juventud ¿es repudiada? dice tu Dios. Por un breve instante te abandoné pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he compadecido, dice Yahveh tu Redentor (...) Porque los montes se correrán y las colinas se moverán mas mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá» (Is 54,4-8 Is 54,10).

Por haber sido creado el ser humano —hombre y mujer— a imagen y semejanza de Dios, Dios puede hablar de sí por boca del profeta, sirviéndose de un lenguaje que es humano por esencia. En el texto de Isaías que hemos citado, es «humano» el modo de expresarse el amor de Dios, pero el amor mismo es divino. Al ser amor de Dios, tiene un carácter esponsal propiamente divino, aunque sea expresado mediante la analogía del amor del hombre hacia la mujer. Esta mujer-esposa es Israel, como pueblo elegido por Dios, y esta elección tiene su origen exclusivamente en el amor gratuito de Dios. Precisamente mediante este amor se explica la Alianza, presentada con frecuencia como una alianza matrimonial que Dios, una y otra vez, hace con su pueblo elegido. Por parte de Dios es un «compromiso» duradero; Él permanece fiel a su amor esponsal, aunque la esposa le haya sido infiel repetidamente.

Esta imagen del amor esponsal junto con la figura del Esposo divino —imagen muy clara en los textos proféticos— encuentra su afirmación y plenitud en la Carta a los Efesios (Ep 5,23-32).Cristo es saludado como esposo por Juan el Bautista (cf. Jn 3,27-29); más aún, Cristo se aplica esta comparación tomada de los profetas (cf. Mc 2,19-20). El apóstol Pablo, que es portador del patrimonio del Antiguo Testamento, escribe a los Corintios: «Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2Co 11,2). Pero la plena expresión de la verdad sobre el amor de Cristo Redentor, según la analogía del amor esponsal en el matrimonio, se encuentra en laCarta a los Efesios: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ep 5,25); con esto recibe plena confirmación el hecho de que la Iglesia es la Esposa de Cristo: «El que te rescata es el Santo de Israel» (Is 54,5). En el texto paulino la analogía de la relación esponsal va contemporáneamente en dos direcciones que constituyen la totalidad del «gran misterio» («sacramentum magnum»). La alianza propia de los esposos «explica» el carácter esponsal de la unión de Cristo con la Iglesia y, a su vez, esta unión —como «gran sacramento»— determina la sacramentalidad del matrimonio como alianza santa de los esposos, hombre y mujer. Leyendo este pasaje rico y complejo, que en su conjunto es una gran analogía, hemos de distinguir lo que en él expresa la realidad humana de las relaciones interpersonales, de lo que, con lenguaje simbólico, expresa el «gran misterio» divino.

48. Cf. ex. gr., Os 1,2 Os 2,16-18 Jr 2,2 Ep 16,8 Is 50,1 Is 54,5-8.


La «novedad» evangélica

24 El texto se dirige a los esposos, como mujeres y hombres concretos, y les recuerda el «ethos» del amor esponsal que se remonta a la institución divina del matrimonio desde el «principio». A la verdad de esta institución responde la exhortación «maridos, amad a vuestras mujeres», amadlas como exigencia de esa unión especial y única, mediante la cual el hombre y la mujer llegan a ser «una sola carne» en el matrimonio (Gn 2,24 Ep 5,31). En este amor se da una afirmación fundamental de la mujer como persona, una afirmación gracias a la cual la personalidad femenina puede desarrollarse y enriquecerse plenamente. Así actúa Cristo como esposo de la Iglesia, deseando que ella sea «resplandeciente, sin mancha ni arruga» (Ep 5,27). Se puede decir que aquí se recoge plenamente todo lo que constituye «el estilo» de Cristo al tratar a la mujer. El marido tendría que hacer suyos los elementos de este estilo con su esposa; y, de modo análogo, debería hacerlo el hombre, en cualquier situación, con la mujer. De esta manera ambos, mujer y hombre, realizan el «don sincero de sí mismos».

El autor de la Carta a los Efesios no ve ninguna contradicción entre una exhortación formulada de esta manera y la constatación de que «las mujeres (estén sumisas) a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer» (Ep 5,22-23a). El autor sabe que este planteamiento, tan profundamente arraigado en la costumbre y en la tradición religiosa de su tiempo, ha de entenderse y realizarse de un modo nuevo: como una «sumisión recíproca en el temor de Cristo» (cf. Ep 5,21), tanto más que al marido se le llama «cabeza» de la mujer, comoCristo es cabeza de la Iglesia, y lo es para entregarse «a sí mismo por ella» (Ep 5,25), e incluso para dar la propia vida por ella. Pero mientras que en la relación Cristo-Iglesia la sumisión es sólo de la Iglesia, en la relación marido-mujer la «sumisión» no es unilateral, sino recíproca.

En relación a lo «antiguo», esto es evidentemente «nuevo»: es la novedad evangélica. Encontramos diversos textos en los cuales los escritos apostólicos expresan esta novedad, si bien en ellos se percibe aún lo «antiguo», es decir, lo que está enraizado en la tradición religiosa de Israel, en su modo de comprender y de explicar los textos sagrados, como por ejemplo el del Génesis (c. Gn 2).(49)

Las cartas apostólicas van dirigidas a personas que viven en un ambiente con el mismo modo de pensar y de actuar. La «novedad» de Cristo es un hecho; constituye el inequivocable contenido del mensaje evangélico y es fruto de la redención. Pero al mismo tiempo, la convicción de que en el matrimonio se da la «recíproca sumisión de los esposos en el temor de Cristo» y no solamente la «sumisión» de la mujer al marido, ha de abrirse camino gradualmente en los corazones, en las conciencias, en el comportamiento, en las costumbres. Se trata de una llamada que, desde entonces, no cesa de apremiar a las generaciones que se han ido sucediendo, una llamada que los hombres deben acoger siempre de nuevo. El Apóstol escribió no solamente que: «En Jesucristo (...) no hay ya hombre ni mujer», sino también «no hay esclavo ni libre». Y sin embargo ¡cuántas generaciones han sido necesarias para que, en la historia de la humanidad, este principio se llevara a la práctica con la abolición de la esclavitud! Y ¿qué decir de tantas formas de esclavitud a las que están sometidos hombres y pueblos, y que todavía no han desaparecido de la escena de la historia?

Pero el desafío del «ethos» de la redención es claro y definitivo. Todas las razones en favor de la «sumisión» de la mujer al hombre en el matrimonio se deben interpretar en el sentido de una sumisión recíproca de ambos en el «temor de Cristo». La medida de un verdadero amor esponsal encuentra su fuente más profunda en Cristo, que es el Esposo de la Iglesia, su Esposa.

49. Cf. Col 3,18 1Th 3,1-6 Tt 2,4-5 Ep 5,22-24 1Co 11,3-16 1Co 14,33-35 1Tm 2,11-15.


La dimensión simbólica del «gran misterio»

25 En el texto de la Carta a los Efesios encontramos una segunda dimensión de la analogía que en su conjunto debe servir para revelar «el gran misterio». Se trata de una dimensión simbólica. Si el amor de Dios hacia el hombre, hacia el pueblo elegido, Israel, es presentado por los profetas como el amor del esposo a la esposa, tal analogía expresa la condición «esponsal» y el carácter divino y no humano del amor de Dios: «Tu esposo es tu Hacedor (...), Dios de toda la tierra se llama» (Is 54,5). Lo mismo podemos decir del amor esponsal de Cristo redentor: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Se trata, por consiguiente, del amor de Dios expresado mediante la redención realizada por Cristo. Según la carta paulina, este amor es «semejante» al amor esponsal de los esposos pero naturalmente no es «igual». La analogía, en efecto, implica una semejanza, pero deja un margen adecuado de no-semejanza.

Lo anterior se pone fácilmente de manifiesto si consideramos la figura de la «esposa». Según laCarta a los Efesios la esposa es la Iglesia, lo mismo que para los profetas la esposa era Israel; se trata, por consiguiente, de un sujeto colectivo y no de una persona singular. Este sujeto colectivo es el pueblo de Dios, es decir, una comunidad compuesta por muchas personas, tanto mujeres como hombres. «Cristo ha amado a la Iglesia» precisamente como comunidad, como Pueblo de Dios; y, al mismo tiempo, en esta Iglesia, que en el mismo texto es llamada también su «cuerpo» (cf. Ep 5,23), él ha amado a cada persona singularmente. En efecto, Cristo ha redimido a todos sin excepción, a cada hombre y a cada mujer. En la redención se manifiesta precisamente este amor de Dios y llega a su cumplimiento el carácter esponsal de este amor en la historia del hombre y del mundo.

Cristo entró en esta historia y permanece en ella como el Esposo que «se ha dado a sí mismo». «Darse» quiere decir «convertirse en un don sincero» del modo más completo y radical: «Nadie tiene mayor amor» (Jn 15,13). En esta concepción, por medio de la Iglesia, todos los seres humanos —hombres y mujeres— están llamados a ser la «Esposa» de Cristo, redentor del mundo. De este modo «ser esposa» y, por consiguiente, lo «femenino», se convierte en símbolo de todo lo «humano», según las palabras de Pablo: «Ya no hay hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28).

Desde el punto de vista lingüístico se puede decir que la analogía del amor esponsal según laCarta a los Efesios relaciona lo «masculino» con lo «femenino», dado que, como miembros de la Iglesia, también los hombres están incluidos en el concepto de «Esposa». Y esto no puede causar asombro, pues el Apóstol, para expresar su misión en Cristo y en la Iglesia, habla de sus «hijos por quienes sufre dolores de parto» (cf. Ga 4,19). En el ámbito de lo que es humano, es decir, de lo que es humanamente personal, la «masculinidad» y la «femineidad» se distinguen y, a la vez, se completan y se explican mutuamente. Esto se constata también en la gran analogía de la «Esposa», en la Carta a los Efesios. En la Iglesia cada ser humano —hombre y mujer— es la «Esposa», en cuanto recibe el amor de Cristo Redentor como un don y también en cuanto intenta corresponder con el don de la propia persona.

Cristo es el Esposo. De esta manera se expresa la verdad sobre el amor de Dios, «que ha amado primero» (cf. 1Jn 4,19) y que, con el don que engendra este amor esponsal al hombre, ha superado todas las expectativas humanas: «Amó hasta el extremo» (Jn 13,1). El Esposo —el Hijo consubstancial al Padre en cuanto Dios— se ha convertido en el hijo de María, «hijo del hombre», verdadero hombre, varón. El símbolo del Esposo es de género masculino. En este símbolo masculino está representado el carácter humano del amor con el cual Dios ha expresado su amor divino a Israel, a la Iglesia, a todos los hombres. Meditando todo lo que los Evangelios dicen sobre la actitud de Cristo hacia las mujeres, podemos concluir que como hombre —hijo de Israel— reveló la dignidad de las «hijas de Abraham» (cf. Lc 13,16), la dignidad que la mujer posee desde el «principio» igual que el hombre. Al mismo tiempo, Cristo puso de relieve toda la originalidad que distingue a la mujer del hombre, toda la riqueza que le fue otorgada a ella en el misterio de la creación. En la actitud de Cristo hacia la mujer se encuentra realizado de modo ejemplar lo que el texto de la Carta a los Efesios expresa mediante el concepto de «esposo». Precisamente porque el amor divino de Cristo es amor de Esposo, este amor es paradigma y ejemplo para todo amor humano, en particular para el amor del varón.


La Eucaristía

26 En el vasto trasfondo del «gran misterio», que se expresa en la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia, es posible también comprender de modo adecuado el hecho de la llamada de los «Doce». Cristo, llamando como apóstoles suyos sólo a hombres, lo hizo de un modo totalmente libre y soberano. Y lo hizo con la misma libertad con que en todo su comportamiento puso en evidencia la dignidad y la vocación de la mujer, sin amoldarse al uso dominante y a la tradición avalada por la legislación de su tiempo. Por lo tanto, la hipótesis de que haya llamado como apóstoles a unos hombres, siguiendo la mentalidad difundida en su tiempo, no refleja completamente el modo de obrar de Cristo. «Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza..., porque no miras la condición de las personas» (Mt 22,16). Estas palabras caracterizan plenamente el comportamiento de Jesús de Nazaret, en esto se encuentra también una explicación a la llamada de los «Doce». Todos ellos estaban con Cristo durante la última Cena y sólo ellos recibieron el mandato sacramental: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19 1Co 11,24), que está unido a la institución de la Eucaristía. Ellos, la tarde del día de la resurrección, recibieron el Espíritu Santo para perdonar los pecados: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,23).

Nos encontramos en el centro mismo del Misterio pascual, que revela hasta el fondo el amor esponsal de Dios. Cristo es el Esposo, porque «se ha entregado a sí mismo»: su cuerpo ha sido «dado», su sangre ha sido «derramada» (cf. Lc 22,19-20). De este modo «amó hasta el extremo» (Jn 13,1). El «don sincero», contenido en el sacrificio de la Cruz, hace resaltar de manera definitiva el sentido esponsal del amor de Dios. Cristo es el Esposo de la Iglesia, como Redentor del mundo. La Eucaristía es el sacramento de nuestra redención. Es el sacramento del Esposo, de la Esposa. La Eucaristía hace presente y realiza de nuevo, de modo sacramental, el acto redentor de Cristo, que «crea» la Iglesia, su cuerpo. Cristo está unido a este «cuerpo», como el esposo a la esposa. Todo esto está contenido en la Carta a los Efesios. En este «gran misterio» de Cristo y de la Iglesia se introduce la perenne «unidad de los dos», constituida desde el «principio» entre el hombre y la mujer.

Si Cristo, al instituir la Eucaristía, la ha unido de una manera tan explícita al servicio sacerdotal de los apóstoles, es lícito pensar que de este modo deseaba expresar la relación entre el hombre y la mujer, entre lo que es «femenino» y lo que es «masculino», querida por Dios, tanto en el misterio de la creación como en el de la redención. Ante todo en la Eucaristía se expresa de modo sacramental el acto redentor de Cristo Esposo en relación con la Iglesia Esposa. Esto se hace transparente y unívoco cuando el servicio sacramental de la Eucaristía —en la que el sacerdote actúa «in persona Christi»— es realizado por el hombre. Esta es una explicación que confìrma la enseñanza de la Declaración Inter insigniores, publicada por disposición de Pablo VI, para responder a la interpelación sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial.(50)

50. Cf. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Declaratio Inter insigniores circa quaestionem admissionis mulierum ad sacerdotium ministeriale (15 Octobris 1976): AAS 69 (1977), 98-116.


Mulieris dignitatem 20