Mulieris dignitatem 27

El don de la Esposa

27 El Concilio Vaticano II ha renovado en la Iglesia la conciencia de la universalidad del sacerdocio. En la Nueva Alianza hay un solo sacrificio y un solo sacerdote: Cristo. De esteúnico sacerdocio participan todos los bautizados, ya sean hombres o mujeres, en cuanto deben «ofrecerse a sí mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios» (cf. Rm 12,1), dar en todo lugar testimonio de Cristo y dar razón de su esperanza en la vida eterna a quien lo pida (cf. 1P 3,15). (51 - cf. LG 10) La participación universal en el sacrificio de Cristo, con el que el Redentor ha ofrecido al Padre el mundo entero y, en particular, la humanidad, hace que todos en la Iglesia constituyan «un reino de sacerdotes» (Ap 5,10 cf. 1P 2,9), esto es, que participen no solamente en la misión sacerdotal, sino también en la misión profética y real de Cristo Mesías. Esta participación determina, además, la unión orgánica de la Iglesia, como Pueblo de Dios, con Cristo. Con ella se expresa a la vez el «gran misterio» de la Carta a los Efesios: laEsposa unida a su Esposo; unida, porque vive su vida; unida, porque participa de su triple misión («tria munera Christi»); unida de tal manera que responda con un «don sincero» de síal inefable don del amor del Esposo, Redentor del mundo. Esto concierne a todos en la Iglesia, tanto a las mujeres como a los hombres, y concierne obviamente también a aquellos que participan del «sacerdocio ministerial»,(52 - cf. LG 10) que tiene el carácter de servicio. En el ámbito del «gran misterio» de Cristo y de la Iglesia todos están llamados a responder —como una esposa— con el don de la vida al don inefable del amor de Cristo, el cual, como Redentor del mundo, es el único Esposo de la Iglesia. En el «sacerdocio real», que es universal, se expresa a la vez el don de la Esposa.

Esto tiene una importancia fundamental para entender la Iglesia misma en su esencia,evitando trasladar a la Iglesia —incluso en su ser una «institución» compuesta por hombres y mujeres insertos en la historia— criterios de comprensión y de juicio que no afecten a su naturaleza. Aunque la Iglesia posee una estructura «jerárquica»,(53 - cf. LG 18-29) sin embargo esta estructura está ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo. La santidad, por otra parte, se mide según el «gran misterio», en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo, y lo hace «en el Espíritu Santo», porque «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). El Concilio Vaticano II, confirmando la enseñanza de toda la tradición, ha recordado que en la jerarquía de la santidad precisamente la «mujer», María de Nazaret, es «figura» de la Iglesia. Ella «precede» a todos en el camino de la santidad; en su persona la «Iglesia ha alcanzado ya la perfección con la que existe inmaculada y sin mancha» (cf. Ep 5,27).(54) En este sentido se puede decir que la Iglesia es, a la vez, «mariana» y «apostólico-petrina».(55)

En la historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos, había, junto a los hombres, numerosas mujeres, para quienes la respuesta de la Esposa al amor redentor del Esposo adquiría plena fuerza expresiva. En primer lugar, vemos a aquellas mujeres que personalmente se habían encontrado con Cristo y le habían seguido, y después de su partida «eran asiduas en la oración» juntamente con los Apóstoles en el cenáculo de Jerusalén hasta el día de Pentecostés. Aquel día, el Espíritu Santo habló por medio de «hijos e hijas» del Pueblo de Dios cumpliéndose así el anuncio del profeta Joel (cf. Ac 2,17). Aquellas mujeres, y después otras, tuvieron una parte activa e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la edificación de la primera comunidad desde los cimientos —así como de las comunidades sucesivas— mediante los propios carismas y con su servicio multiforme. Los escritos apostólicos anotan sus nombres, como Febe, «diaconisa de Cencreas» (cf. Rm 16,1), Prisca con su marido Aquila (cf. 2Tm 4,19), Evodia y Síntique (cf. Ph 4,2), María, Trifena, Pérside, Trifosa (cf. Rm 16,6 Rm 16,12). El Apóstol habla de los «trabajos» de ellas por Cristo, y estos trabajos indican el servicio apostólico de la Iglesia en varios campos, comenzando por la «iglesia doméstica»; es aquí, en efecto, donde la «fe sencilla» pasa de la madre a los hijos y a los nietos, como se verificó en casa de Timoteo (cf. 2Tm 1,5).

Lo mismo se repite en el curso de los siglos, generación tras generación, como lo demuestra la historia de la Iglesia. En efecto, la Iglesia defendiendo la dignidad de la mujer y su vocación ha mostrado honor y gratitud para aquellas que —fieles al Evangelio— han participado en todo tiempo en la misión apostólica del Pueblo de Dios. Se trata de santas mártires, de vírgenes, de madres de familia, que valientemente han dado testimonio de su fe, y que educando a los propios hijos en el espíritu del Evangelio han transmitido la fe y la tradición de la Iglesia.

En cada época y en cada país encontramos numerosas mujeres «perfectas» (cf. Pr 31,10) que, a pesar de las persecuciones, dificultades o discriminaciones, han participado en la misión de la Iglesia. Basta mencionar a Mónica, madre de Agustín, Macrina, Olga de Kiev, Matilde de Toscana, Eduvigis de Silesia y Eduvigis de Cracovia, Isabel de Turingia, Brígida de Suecia, Juana de Arco, Rosa de Lima, Elizabeth Seton y Mary Ward.

El testimonio y las obras de mujeres cristianas han incidido significativamente tanto en la vida de la Iglesia como en la sociedad. También ante graves discriminaciones sociales las mujeres santas han actuado «con libertad», fortalecidas por su unión con Cristo. Una unión y libertad radicada así en Dios explica, por ejemplo, la gran obra de Santa Catalina de Siena en la vida de la Iglesia, y de Santa Teresa de Jesús en la vida monástica.

También en nuestros días la Iglesia no cesa de enriquecerse con el testimonio de tantas mujeres que realizan su vocación a la santidad.

Las mujeres santas son una encarnación del ideal femenino, pero son también un modelo para todos los cristianos, un modelo de la «sequela Christi» —seguimiento de Cristo—, un ejemplo de cómo la Esposa ha de responder con amor al amor del Esposo.

54. Cf. ibid., LG 65 cf. quoque LG 63; cf. Litt. Enc. Redemptoris Mater (25 Martii 1987), RMA 2-6: I. mem., 362-367
55. « Hic marianus aspectus est tantundem — si non magis — fundamentalis a«c praecipuus Ecclesiae quantum aspectus apostolicus et petrinus, cum quo arctissime coniungitur... mariana ratio Ecclesiae petrinam praecedit rationem, etiamsi sit cum ea penitus coniuncta et complementaris. Maria, Immaculata, omnem alium praecedit, et, ut patet, ipsum Petrum et apostolos: non solum quod Petrus et Apostoli, orti e multitudine humani generis quod nascitur sub peccato, membra sunt Ecclesiae, quae est "sancta ex peccatoribus", sed etiam quia triplex eorum munus ad nil aliud spectat quam ut efformet Ecclesiam ad illam perfectam formam sanctitatis, quae iam praeformata et praefigurata est in Maria. Sicut probe dixit quidam theologus nostrae aetatis: "Maria est 'regina Apostolorum' neque sibi apostolicas petivit potestates. Ipsa aliud et plus habet" (I. U. von BALTHSAB, Neue Klarstellungen)»: Allocutio ad Patres Cardinales Romanaeque Curiae Praelatos die 22 Dec. 1987 habita: AAS 80 (1988), pp. 1025-1034.

VIII - LA MAYOR ES LA CARIDAD


Ante los cambios

28 «Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su máxima vocación».(56 - GS 10) Estas palabras de la Constitución conciliar Gaudium et spes las podemos aplicar al tema de la presente reflexión. La llamada particular a la dignidad de la mujer y a su vocación, propia de los tiempos en los que vivimos, puede y debe ser acogida con la «luz y fuerza» que el Espíritu da generosamente al hombre, también al hombre de nuestra época, tan rica de múltiples transformaciones. La Iglesia «cree que la clave, el centro y el fin» del hombre, así como «de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro» y afirma que «bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre».(57 - GS 10)

Con estas palabras la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual nos indica el camino a seguir al asumir las tareas relativas a la dignidad de la mujer y a su vocación, bajo el trasfondo de los cambios significativos de nuestra época. Podemos afrontar tales cambios de modo correcto y adecuado solamente si volvemos de nuevo a la base que se encuentra en Cristo, aquellas verdades y aquellos valores «inmutables» de los que él mismo es «Testigo fiel» (cf. Ap 1,5) y Maestro. Un modo diverso de actuar conduciría a resultados dudosos, por no decir erróneos y falaces.


La dignidad de la mujer y el orden del amor

29 El texto anteriormente citado de la Carta a los Efesios (Ep 5,21-33), donde la relación entre Cristo y la Iglesia es presentada como el vínculo entre el Esposo y la Esposa, se refiere también a la institución del matrimonio según las palabras del Libro del Génesis (cf. Gn 2,24). El mismo texto une la verdad sobre el matrimonio, como sacramento primordial, con la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,27 Gn 5,1). Con la significativa comparación contenida en la Carta a los Efesios adquiere plena claridad lo que determina la dignidad de la mujer tanto a los ojos de Dios —Creador y Redentor— como a los ojos del hombre, varón y mujer. Sobre el fundamento del designio eterno de Dios, la mujer es aquella en quien el orden del amor en el mundo creado de las personas halla un terreno para su primera raíz. El orden del amor pertenece a la vida íntima de Dios mismo, a la vida trinitaria. En la vida íntima de Dios, el Espíritu Santo es la hipóstasis personal del amor. Mediante el Espíritu, Don increado, el amor se convierte en un don para las personas creadas. El amor, que viene de Dios, se comunica a las criaturas: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

La llamada a la existencia de la mujer al lado del hombre —«una ayuda adecuada» (Gn 2,18)— en la «unidad de los dos» ofrece en el mundo visible de las criaturas condiciones particulares para que «el amor de Dios se derrame en los corazones» de los seres creados a su imagen. Si el autor de la Carta a los Efesios llama a Cristo Esposo y a la Iglesia Esposa, confirma indirectamente mediante esta analogía la verdad sobre la mujer como esposa. El Esposo es el que ama. La Esposa es amada; es la que recibe el amor, para amar a su vez.

El texto del Génesis —leído a la luz del símbolo esponsal de la Carta a los Efesios— nos permite intuir una verdad que parece decidir de modo esencial la cuestión de la dignidad de la mujer y, a continuación, la de su vocación: la dignidad de la mujer es medida en razón del amor, que es esencialmente orden de justicia y caridad.(58)

Sólo la persona puede amar y sólo la persona puede ser amada. Esta es ante todo una afirmación de naturaleza ontológica, de la que surge una afirmación de naturaleza ética. El amor es una exigencia ontológica y ética de la persona. La persona debe ser amada ya que sólo el amor corresponde a lo que es la persona. Así se explica el mandamiento del amor, conocido ya en el Antiguo Testamento (cf. Dt 6,5 Lv 19,18) y puesto por Cristo en el centro mismo del «ethos» evangélico (cf. Mt 22,36-40 Mc 12,28-34). De este modo se explica también aquelprimado del amor expresado por las palabras de Pablo en la Carta a los Corintios: «La mayor es la caridad» (cf. 1Co 13,13).

Si no recurrimos a este orden y a este primado no se puede dar una respuesta completa y adecuada a la cuestión sobre la dignidad de la mujer y su vocación. Cuando afirmamos que la mujer es la que recibe amor para amar a su vez, no expresamos sólo o sobre todo la específica relación esponsal del matrimonio. Expresamos algo más universal, basado sobre el hecho mismo de ser mujer en el conjunto de las relaciones interpersonales, que de modo diverso estructuran la convivencia y la colaboración entre las personas, hombres y mujeres. En este contexto amplio y diversificado la mujer representa un valor particular como persona humana y, al mismo tiempo, como aquella persona concreta, por el hecho de su femineidad.Esto se refiere a todas y cada una de las mujeres, independientemente del contexto cultural en el que vive cada una y de sus características espirituales, psíquicas y corporales, como, por ejemplo, la edad, la instrucción, la salud, el trabajo, la condición de casada o soltera.

El texto de la Carta a los Efesios que analizamos nos permite pensar en una especie de «profetismo» particular de la mujer en su femineidad. La analogía del Esposo y de la Esposa habla del amor con el que todo hombre es amado por Dios en Cristo, es decir, todo hombre y toda mujer. Sin embargo, en el contexto de la analogía bíblica y en base a la lógica interior del texto, es precisamente la mujer la que manifiesta a todos esta verdad: ser esposa. Estacaracterística «profética» de la mujer en su femineidad halla su más alta expresión en la Virgen Madre de Dios. Respecto a ella se pone de relieve, de modo pleno y directo, el íntimo unirse del orden del amor —que entra en el ámbito del mundo de las personas humanas a través de una Mujer— con el Espíritu Santo. María escucha en la Anunciación: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1,35).

58. Cf. S. AUGUSTINUS, De Trinitate, L. VIII , VII , 10 - X, 14: CCL 50, 284-291.


Conciencia de una misión

30 La dignidad de la mujer se relaciona íntimamente con el amor que recibe por su femineidad y también con el amor que, a su vez, ella da. Así se confirma la verdad sobre la persona y sobre el amor. Sobre la verdad de la persona se debe recurrir una vez más al Concilio Vaticano II: «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás».(59 - GS 24) Esto se refiere a todo hombre, como persona creada a imagen de Dios, ya sea hombre o mujer. La afirmación de naturaleza ontológica contenida aquí indica también la dimensión ética de la vocación de la persona. La mujer no puede encontrarse a sí misma si no es dando amor a los demás.

Desde el «principio» la mujer, al igual que el hombre, ha sido creada y «puesta» por Dios precisamente en este orden del amor. El pecado de los orígenes no ha anulado este orden, no lo ha cancelado de modo irreversible; lo prueban las palabras bíblicas del Protoevangelio (cf. Gn 3,15). En la presente reflexión hemos señalado el puesto singular de la «mujer» en este texto clave de la Revelación. Es preciso manifestar también cómo la misma mujer, que llega a ser «paradigma» bíblico, se halla asimismo en la perspectiva escatológica del mundo y del hombre expresada por el Apocalipsis.(60) Es «una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12,1). Se podría decir: una mujer a la medida del cosmos, a la medida de toda la obra de la creación. Al mismo tiempo sufre «con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz» (Ap 12,2), como Eva «madre de todos los vivientes» (Gn 3,20). Sufre también porque «delante de la mujer que está para dar a luz» (cf. Ap 12,4) se pone «el gran dragón, la serpiente antigua» (Ap 12,9), conocida ya por el Protoevangelio: el Maligno, «padre de la mentira» y del pecado (cf. Jn 8,44). Pues la «serpiente antigua» quiere devorar «al niño». Si vemos en este texto el reflejo del evangelio de la infancia (cf. Mt 2,13 Mt 2,16) podemos pensar que en el paradigma bíblico de la «mujer» se encuadra, desde el inicio hasta el final de la historia, la lucha contra el mal y contra el Maligno. Es también la lucha a favor del hombre, de su verdadero bien, de su salvación. ¿No quiere decir la Biblia que precisamente en la «mujer», Eva-María, la historia constata una dramática lucha por cada hombre, la lucha por su fundamental «sí» o «no» a Dios y a su designio eterno sobre el hombre?

Si la dignidad de la mujer testimonia el amor, que ella recibe para amar a su vez, el paradigma bíblico de la «mujer» parece desvelar también cuál es el verdadero orden del amor que constituye la vocación de la mujer misma. Se trata aquí de la vocación en su significado fundamental, —podríamos decir universal— que se concreta y se expresa después en las múltiples «vocaciones» de la mujer, tanto en la Iglesia como en el mundo.

La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer —sobre todo en razón de su femineidad— y ello decide principalmente su vocación.

Tomando pie de esta conciencia y de esta entrega, la fuerza moral de la mujer se expresa en numerosas figuras femeninas del Antiguo Testamento, del tiempo de Cristo, y de las épocas posteriores hasta nuestros días.

La mujer es fuerte por la conciencia de esta entrega, es fuerte por el hecho de que Dios «le confía el hombre», siempre y en cualquier caso, incluso en las condiciones de discriminación social en la que pueda encontrarse. Esta conciencia y esta vocación fundamental hablan a la mujer de la dignidad que recibe de parte de Dios mismo, y todo ello la hace «fuerte» y la reafirma en su vocación. De este modo, la «mujer perfecta» (cf. Pr 31,10) se convierte en un apoyo insustituible y en una fuente de fuerza espiritual para los demás, que perciben la gran energía de su espíritu. A estas «mujeres perfectas» deben mucho sus familias y, a veces, también las Naciones.

En nuestros días los éxitos de la ciencia y de la técnica permiten alcanzar de modo hasta ahora desconocido un grado de bienestar material que, mientras favorece a algunos, conduce a otros a la marginación. De ese modo, este progreso unilateral puede llevar también a una gradualpérdida de la sensibilidad por el hombre, por todo aquello que es esencialmente humano. En este sentido, sobre todo el momento presente espera la manifestación de aquel «genio» de la mujer, que asegure en toda circunstancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser humano. Y porque «la mayor es la caridad» (1Co 13,13).

Así pues, una atenta lectura del paradigma bíblico de la «mujer» —desde el Libro del Génesis hasta el Apocalipsis— nos confirma en que consisten la dignidad y la vocación de la mujer y todo lo que en ella es inmutable y no pierde vigencia, poniendo «su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre».(61 - GS 10) Si el hombre es confiado de modo particular por Dios a la mujer, ¿no significa esto tal vez que Cristo espera de ella la realización de aquel «sacerdocio real» (1P 2,9) que es la riqueza dada por Él a los hombres? Cristo, sumo y único sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, y Esposo de la Iglesia, no deja de someter esta misma herencia al Padre mediante el Espíritu Santo, para que Dios sea «todo en todos» (1Co 15,28).(62 - cf. LG 36)

Entonces se cumplirá definitivamente la verdad de que «la mayor es la caridad» (1Co 13,13).

60. Cf. Ad opera Sancti Ambrosii appendix, In Apoc. IV, 3-4: PL 17, 876; Ps. AUGUSTINUS, De symö. ad catech. sermo IV: PL 40, 661.


IX - CONCLUSIÓN


«Si conocieras el don de Dios»

31 «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4,10), dice Jesús a la samaritana en el transcurso de uno de aquellos admirables coloquios que muestran la gran estima que Cristo tiene por la dignidad de la mujer y por la vocación que le permite tomar parte en su misión mesiánica.

La presente reflexión, que llega ahora a su fin, está orientada a reconocer desde el interior del «don de Dios» lo que Él, creador y redentor, confía a la mujer, a toda mujer. En el Espíritu de Cristo ella puede descubrir el significado pleno de su femineidad y, de esta manera, disponerse al «don sincero de sí misma» a los demás, y de este modo encontrarse a sí misma.

En el Año Mariano la Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el «misterio de la mujer» y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las «maravillas de Dios», que en la historia de la humanidad se han cumplido en ella y por medio de ella. En definitiva, ¿no se ha obrado en ella y por medio de ella lo más grande que existe en la historia del hombre sobre la tierra, es decir, el acontecimiento de que Dios mismo se ha hecho hombre?

La Iglesia, por consiguiente, da gracias por todas las mujeres y por cada una: por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las mujeres «débiles». Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es «la patria» de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable.

La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del «genio» femeninoaparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina.

La Iglesia pide, al mismo tiempo, que estas inestimables «manifestaciones del Espíritu» (cf. 1Co 12,4 ss.), que con grande generosidad han sido dadas a las «hijas» de la Jerusalén eterna, sean reconocidas debidamente, valorizadas, para que redunden en común beneficio de la Iglesia y de la humanidad, especialmente en nuestros días. Al meditar sobre el misterio bíblico de la «mujer», la Iglesia ora para que todas las mujeres se hallen de nuevo a sí mismas en este misterio y hallen su «vocación suprema».

Que María, que «precede a toda la Iglesia en el camino de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo»,(63 - cf. LG 63) nos obtenga también este «fruto» en el Año que le hemos dedicado, en el umbral del tercer milenio de la venida de Cristo.

Con estos deseos imparto a todos los fieles y, de modo especial, a las mujeres, hermanas en Cristo, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la Virgen María, del año 1988, décimo de mi Pontificado.





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