MANUSCRITO C 9999

Los misioneros

Pero Jesús no se limita a hacérmelo presentir y desear cuando quiere probarme.

Desde hacía mucho tiempo, yo venía deseando algo que me parecía totalmente irrealizable: el de tener un hermano sacerdote. Pensaba con frecuencia que, si mis hermanitos no hubiesen volado al cielo, yo tendría la dicha de verles subir al altar. Pero como Dios los escogió para convertirlos en angelitos, ya no podía esperar ver mi sueño hecho realidad.

Y he aquí que Jesús no sólo me ha concedido la gracia que deseaba, sino que me ha unido con los lazos del alma a dos de sus apóstoles, que se han convertido en hermanos míos...

Quiero contarle detalladamente, Madre querida, cómo Jesús colmó mi deseo, e incluso lo superó, pues yo sólo deseaba un hermano sacerdote que se acordase de mí a diario en el altar santo.

Fue nuestra Madre santa Teresa quien, en 1895, me envió como ramillete de fiesta a mi primer hermanito. Estaba yo en el lavadero, muy ocupada en mi faena, cuando la madre Inés de Jesús me llamó aparte y me leyó una carta que acababa de recibir. Se trataba de un joven seminarista que, inspirado por santa Teresa -decía él-, pedía una hermana que se dedicase especialmente a la salvación de su alma y que, cuando fuese misionero, le ayudase con sus oraciones y sacrificios a salvar muchas almas. Por su parte, él prometía tener siempre un recuerdo por la que fuese su hermana cuando pudiera ofrecer el santo sacrificio. Y la madre Inés de Jesús me dijo que quería que fuese yo la hermana de ese futuro misionero.

Imposible, Madre, decirle la dicha que sentí. El ver mi deseo colmado de manera inesperada hizo nacer en mi corazón una alegría que yo llamaría infantil, pues tengo que remontarme a los días de mi niñez para encontrarme con el recuerdo de unas alegrías tan intensas que el alma es demasiado pequeña para contenerlas.

Hacía muchos años que no saboreaba esta clase de felicidad. Sentía que, en ese aspecto, mi alma estaba sin estrenar. Era como si alguien hubiese pulsado por primera vez en ella unas cuerdas musicales hasta entonces olvidadas.

Sabía las obligaciones que asumía, así que puse manos a la obra, tratando de redoblar mi fervor. Tengo que confesar que al principio no conté con ningún consuelo que estimulara mi celo. Mi hermanito, tras escribir una carta preciosa, muy emotiva y llena de nobles sentimientos, para darle las gracias a la madre Inés de Jesús, no dio más señales de vida hasta el mes de julio siguiente, excepto una tarjeta que envió en el mes de noviembre para decirnos que se incorporaba al servicio militar.

Dios le reservaba a usted, Madre querida, la consumación de la obra comenzada. Es muy cierto que a los misioneros podemos ayudarlos por medio de la oración y el sacrificio. Pero a veces, cuando Jesús quiere unir dos almas para su gloria, permite que de tanto en tanto puedan comunicarse sus pensamientos y animarse así mutuamente a amar más a Dios.

Pero para ello se requiere la voluntad expresa de la autoridad, pues me parece que de lo contrario esa correspondencia haría más mal que bien, si no al misionero, sí al menos a la carmelita, llamada de continuo por su género de vida a vivir replegada sobre sí misma. Y entonces esa correspondencia (incluso esporádica) pedida por ella, en vez de unirla a Dios, ocuparía su espíritu; imaginándose el oro y el moro, no haría otra cosa que buscarse, bajo color de celo, una distracción inútil.

A mi modo de ver, ocurre con esto como con todo lo demás. Creo que, para que mis cartas hagan provecho, he de escribirlas por obediencia y experimentar, al escribirlas, más repugnancia que placer.

De la misma manera, cuando hablo con una novicia, procuro hacerlo mortificándome y evito hacerle preguntas que puedan satisfacer mi curiosidad. Si ella empieza a hablar de una cosa interesante y luego, sin terminar la primera, pasa a otra que me aburre, me guardo muy bien de recordarle el tema que ha dejado a un lado, pues creo que no se puede hacer bien alguno cuando uno se busca a sí mismo.

Madre querida, veo que nunca me corregiré. Una vez más, con mis disertaciones, me he ido muy lejos del tema que estaba tratando. Le ruego que me perdone, y disculpe si a la primera ocasión vuelvo a caer otra vez, pues no lo puedo remediar....

Usted hace como Dios, que nunca se cansa de escucharme cuando le cuento con sencillez mis penas y mis alegrías como si él no las conociera ya... Usted, Madre, también conoce desde hace mucho tiempo lo que pienso y todos los acontecimientos un poco señalados de mi vida, por lo que no puede contarle nada nuevo.

Cuando pienso que le estoy escribiendo pormenorizadamente tantas cosas que usted conoce tan bien como yo, no puedo evitar la risa. En fin, Madre querida, no hago más que obedecerla. Y si ahora no le encuentra el menor interés a leer estas páginas, quizás le sirvan de distracción en los días de su vejez y la ayuden también a avivar el fuego del amor, y así no habré perdido el tiempo... Pero me divierto hablando como un niño. No crea, Madre, que me pregunto por la utilidad que pueda tener mi humilde trabajo. Lo hago por obediencia, y eso me basta. Y si usted lo quemase ante mis ojos antes de leerlo, no lo sentiría lo más mínimo.

Es hora ya de que reanude la historia de mis hermanos, que ocupan ahora un lugar tan importante en mi vida.

Recuerdo que el año pasado, un día de finales del mes de mayo, usted me mandó llamar antes de ir al refectorio. Cuando entré en su celda, Madre querida, me latía muy fuerte el corazón; me preguntaba a mí misma qué sería lo que tenía que decirme, pues era la primera vez que me mandaba llamar de esa manera. Después de decirme que me sentara, me hizo esta propuesta: «¿Quieres encargarte de los intereses espirituales de un misionero que se va a ordenar de sacerdote y que partirá dentro de poco»? Y a continuación, me leyó la carta de ese joven Padre para que supiera exactamente lo que pedía.

Mi primer sentimiento fue un sentimiento de alegría, que inmediatamente dio paso al de miedo. Yo le expliqué, Madre querida, que, al haber ofrecido ya mis pobres méritos por un futuro apóstol, no creía poder ofrecerlos también por las intenciones de otro, y que, además, había muchas hermanas mejores que yo, que podrían responder a sus deseos.

Todas mis objeciones fueron inútiles. Usted me contestó que se podían tener varios hermanos. Entonces yo le pregunté si la obediencia no podría duplicar mis méritos. Usted me respondió que sí, añadiendo varias razones que me hicieron ver que debía aceptar sin ningún escrúpulo un nuevo hermano.

En el fondo, Madre, yo pensaba igual que usted. Es más: ya que «el celo de una carmelita debe abarcar el mundo entero», espero, con la gracia de Dios, ser útil a más de dos misioneros y nunca me olvidaré de rezar por todos, sin dejar de lado a los simples sacerdotes, cuya misión es a veces tan difícil de cumplir como la de los apóstoles que predican a los infieles.

En una palabra, quiero ser hija de la Iglesia, como nuestra Madre santa Teresa, y rogar por las intenciones de nuestro Santo Padre el papa, sabiendo que sus intenciones abarcan todo el universo.

Esta es la meta global de mi vida. Pero esto no me habría impedido rezar y unirme de una manera muy especial a la actividad de mis angelitos queridos si ellos hubiesen sido sacerdotes.

Pues bien, así es como me he unido espiritualmente a los apóstoles que Jesús me ha dado por hermanos: todo lo mío es de cada uno de ellos. Sé muy bien que Dios es demasiado bueno para andarse con repartos. Es tan rico, que me da sin medida todo lo que le pido... Pero no vaya a creer, Madre, que me pierdo en largas enumeraciones.

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Atráeme, y correremos

Si desde que tengo a estos dos hermanos y a mis hermanitas, las novicias, quisiera pedir para cada alma lo que cada una necesita y detallarlo todo bien, los días se me harían demasiado cortos y temería olvidarme de alguna cosa importante.

Las almas sencillas no necesitan usar medios complicados. Y como yo soy una de ellas, una mañana, durante la acción de gracias, Jesús me inspiró un medio muy sencillo de cumplir mi misión. Me hizo comprender estas palabras del Cantar de los Cantares: «Atráeme, y correremos tras el olor de tus perfumes».

¡Oh, Jesús!, ni siquiera es, pues, necesario decir: Al atraerme a mí, atrae también a las almas que amo. Esta simple palabra, «Atráeme», basta.

Lo entiendo, Señor. Cuando un alma se ha dejado fascinar por el perfume embriagador de tus perfumes, ya no puede correr sola, todas las almas que ama se ven arrastradas tras de ella. Y eso se hace sin tensiones, sin esfuerzos, como una consecuencia natural de su propia atracción hacia ti. Como un torrente que se lanza impetuosamente hacia el océano arrastrando tras de sí todo lo que encuentra a su paso, así, Jesús mío, el alma que se hunde en el océano sin riberas de tu amor atrae tras de sí todos los tesoros que posee...

Señor, tu sabes que yo no tengo más tesoros que las almas que tú has querido unir a la mía. Estos tesoros tú me los has confiado. Por eso, me atrevo a hacer mías las palabras que tú dirigiste al Padre celestial la última noche que te vio, peregrino y mortal, en nuestra tierra. Jesús, Amado mío, yo no sé cuándo acabará mi destierro... Más de una noche me verá todavía cantar en el destierro tus misericordias. Pero, finalmente, también para mí llegará la última noche, y entonces quisiera poder decirte, Dios mío: «Yo te he glorificado en la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. He dado a conocer tu nombre a los que me diste. Tuyos eran y tú me los diste. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido y han creído que tú me has enviado. Te ruego por éstos que tú me diste y que son tuyos.

Yo no voy a estar ya en el mundo, pero ellos están en el mundo mientras yo voy a ti. Padre santo, guárdalos en tu nombre a los que me has dado. Ahora voy a ti, y digo esto mientras estoy en el mundo para que ellos puedan participar plenamente de mi alegría. No te ruego que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Pero no sólo por ellos ruego, sino también por los que creerán en ti gracias a su palabra.

Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo y que el mundo sepa que tú los has amado como me has amado a mí».

Sí, Señor, esto es lo que yo quisiera repetir contigo antes de volar a tus brazos. ¿Es tal vez una temeridad? No, no. Hace ya mucho tiempo que tú me has permitido ser audaz contigo. Como el padre del hijo pródigo cuando hablaba con su hijo mayor, tú me dijiste: «Todo lo mío es tuyo». Por tanto, tus palabras son mías, y yo puedo servirme de ellas para atraer sobre las almas que están unidas a mí las gracias del Padre celestial.

Pero, Señor, cuando digo que deseo que los que tú me diste están también donde yo esté, no pretendo que ellos no puedan llegar a una gloria mucho más alta de la que quieras darme a mí. Quiero simplemente pedir que un día nos veamos todos reunidos en tu hermoso cielo.

Tú sabes, Dios mío, que yo nunca he deseado otra cosa que amarte. No ambiciono otra gloria. Tu amor me ha acompañado desde la infancia, ha ido creciendo conmigo, y ahora es un abismo cuyas profundidades no puedo sondear.

El amor llama al amor. Por eso, Jesús mío, mi amor se lanza hacia ti y quisiera colmar el abismo que lo atrae. Pero, ¡ay!, no es ni siquiera una gota de rocío perdida en el océano... Para amarme como tú me amas, necesito pedirte prestado tu propio amor. Sólo entonces encontraré reposo.

Jesús mío, tal vez sea una ilusión, pero creo que no podrás colmar a un alma de más amor del que has colmado la mía. Por eso me atrevo a pedirte que ames a los que me has dado como me has amado a mí. Si un día en el cielo descubro que los amas más que a mí, me alegraré, pues desde ahora mismo reconozco que esas almas merecen mucho más amor que la mía. Pero aquí abajo no puedo concebir una mayor inmensidad de amor del que te has dignado prodigarme a mí gratuitamente y sin mérito alguno de mi parte.

Madre querida, vuelvo a estar con usted. Estoy asombrada de lo que acabo de escribir, pues no tenía intención de hacerlo. Ya que está escrito, habrá que dejarlo.

Pero antes de volver a la historia de mis hermanos, quiero decirle, Madre, que las primeras palabras que he tomado del Evangelio -«Yo les he comunicado las palabras que tú me diste», etc.- no se las aplico a ellos, sino a mis hermanitas, pues no me creo capaz de enseñar nada a un misionero. ¡Gracias a Dios, todavía no soy tan orgullosa como para eso! Ni hubiera sido tampoco capaz de dar ningún consejo a mis hermanas si usted, madre, que representa a Dios, no me hubiese confiado esa misión.

Pero sí que pensaba en sus queridos hijos, que son ya mis hermanos, cuando escribía estas palabras de Jesús y las que va a continuación de ellas: «No te ruego que los saques del mundo... Te ruego también por los que creerán en ti gracias a su palabra». En efecto, ¿cómo podría yo dejar de rezar por las almas que ellos salvarán en sus misiones lejanas mediante el sufrimiento y la predicación?

Madre, creo necesario darle alguna explicación más sobre aquel pasaje del Cantar de los Cantares: «Atráeme y correremos», pues me parece que no quedó muy claro lo que quería decir.

«Nadie puede venir a mí, dice Jesús, si no lo trae mi Padre que me ha enviado». Y a continuación, con parábolas sublimes -y muchas veces incluso sin servirse de este medio, tan familiar para el pueblo-, nos enseña que basta llamar para que nos abran, buscar para encontrar, y tender humildemente la mano para recibir lo que pedimos...Dice también que todo lo que pidamos al Padre en su nombre nos lo concederá. Sin duda, por eso el Espíritu Santo, antes del nacimiento de Jesús, dictó esta oración profética: Atráeme y correremos.

¿Qué quiere decir, entonces, pedir ser atraídos, sino unirnos de una manera íntima al objeto que nos cautiva el corazón? Si el fuego y el hierro tuvieran inteligencia, y éste último dijera al otro «Atráeme», ¿no estaría demostrando que quiere identificarse con el fuego de tal manera que éste lo penetre y lo empape de su ardiente sustancia hasta parecer una sola cosa con él?

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Fin del Manuscrito C

Madre querida, ésa es mi oración. Yo pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su amor, que me una tan íntimamente a él que sea él quien viva y quien actúe en mí. Siento que cuanto más abrase mi corazón el fuego del amor, con mayor fuerza diré «Atráeme»; y que cuanto más se acerquen las almas a mí (pobre trocito de hierro, si me alejase de la hoguera divina), más ligeras correrán tras los perfumes de su Amado.

Porque un alma abrasada de amor no puede estarse inactiva. Es cierto que, como santa María Magdalena, permanece a los pies de Jesús, escuchando sus palabras dulces e inflamadas. Parece que no da nada, pero da mucho más que Marta, que anda inquieta y nerviosa con muchas cosas y quisiera que su hermana la imitase.

Lo que Jesús censura no son los trabajos de Marta. A trabajos como ésos se sometió humildemente su divina Madre durante toda su vida, pues tenía que preparar la comida de la Sagrada Familia. Lo único que Jesús quisiera corregir es la inquietud de su ardiente anfitriona.

Así lo entendieron todos los santos, y más especialmente los que han llenado el universo con la luz de la doctrina evangélica. ¿No fue en la oración donde san Pablo, san Agustín, san Juan de la Cruz, santo Tomás de Aquino, san Francisco, santo Domingo y tantos otros amigos ilustres de Dios bebieron aquella ciencia divina que cautivaba a los más grandes genios?

Un sabio decía: «Dadme una palanca, un punto de apoyo, y levantaré el mundo».

Lo que Arquímedes no pudo lograr, porque su petición no se dirigía a Dios y porque la hacía desde un punto de vista material, los santos lo lograron en toda su plenitud. El Todopoderoso les dio un punto de apoyo: El mismo, El solo. Y una palanca: la oración, que abrasa con fuego de amor. Y así levantaron el mundo. Y así lo siguen levantando los santos que aún militan en la tierra. Y así lo seguirán levantando hasta el fin del mundo los santos que vendrán.

Madre querida, quisiera decirle ahora lo que yo entiendo por el olor de los perfumes del Amado.

Dado que Jesús ascendió al cielo, yo sólo puedo seguirle siguiendo las huellas que él dejó. ¡Pero qué luminosas y perfumadas son esas huellas! Sólo tengo que poner los ojos en el santo Evangelio para respirar los perfumes de la vida de Jesús y saber hacia dónde correr... No me abalanzo al primer puesto, sino al último; en vez de adelantarme con el fariseo, repito llena de confianza la humilde oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de la Magdalena. Su asombrosa, o, mejor dicho, su amorosa audacia, que cautiva el corazón de Jesús, seduce al mío.

Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él.

Es cierto que Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado mi alma del pecado mortal. Pero no es ésa la razón de que yo me eleve a él por la confianza y el amor.






MANUSCRITO C 9999