MANUSCRITO A 9999

Trouville

Tenía yo seis o siete años cuando papá nos llevó a Trouville. Nunca olvidaré la impresión que me causó el mar. No me cansaba de mirarlo. Su majestuosidad, el rugido de las olas, todo le hablaba a mi alma de la grandeza y del poder de Dios.

Recuerdo que, durante el paseo que dimos por la playa, un señor y una señora me miraban correr feliz junto a papá y, acercándose, le preguntaron si era suya, y dijeron que era una niña muy guapa. Papá les respondió que sí, pero me di cuenta de que les hizo señas de que no me dirigiesen elogios...

Era la primera vez que yo oía decir que era guapa, y me gustó, pues no creía serlo. Tú ponías gran cuidado, Madre querida, en alejar de mí todo lo que pudiese empañar mi inocencia, y sobre todo en no dejarme escuchar ninguna palabra por la pudiese deslizarse la vanidad en mi corazón. Y como yo sólo hacía caso a tus palabras y a las de María, y vosotras nunca me habíais dirigido un solo piropo, no di mayor importancia a las palabras y a las miradas de admiración de aquella señora.

Al atardecer, a esa hora en la que el sol parece querer bañarse en la inmensidad de las olas, dejando tras de sí un surco luminoso, iba a sentarme, a solas con Paulina, en una roca... Y allí recordé el cuento conmovedor de «El surco de oro»...

Estuve contemplando durante mucho tiempo aquel surco luminoso, imagen de la gracia que ilumina el camino que debe recorrer la barquilla de airosa vela blanca... Allí, al lado de Paulina, hice el propósito de no alejar nunca mi alma de la mirada de Jesús, para que pueda navegar en paz hacia la patria del cielo...

Mi vida discurría serena y feliz. El cariño de que vivía rodeada en los Buissonnets me hacía, por decirlo así, crecer. Pero ya era, sin duda, lo suficientemente grande para empezar a luchar, para empezar a conocer el mundo y las miserias de que está lleno...

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CAPÍTULO III AÑOS DOLOROSOS (1881 - 1883)

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Alumna en la Abadía

Tenía yo ocho años y medio cuando Leonia salió del internado y yo ocupé su lugar en la Abadía.

He oído decir muchas veces que el tiempo pasado en el internado es el mejor y el más feliz de la vida. Para mí no lo fue. Los cinco años que pasé en él fueron los más tristes de toda mi vida. Si no hubiera tenido a mi lado a mi querida Celina, no habría aguantado allí ni un mes sin caer enferma... La pobre florecita había sido acostumbrada a hundir sus frágiles raíces en una tierra selecta, hecha expresamente para ella. Por eso se le hizo muy duro verse en medio de flores de toda especie, que tenían a menudo raíces muy poco delicadas, y obligada a encontrar en una tierra ordinaria la savia que necesitaba para vivir...

Tú me habías educado tan bien, Madre querida, que cuando llegué al internado era la más adelantada de las niñas de mi edad. Me pusieron en una clase en la que todas las alumnas eran mayores que yo.

Una de ellas, de 13 a 14 años de edad, era poco inteligente, pero sabía imponerse a las alumnas, e incluso a las profesoras. Al verme tan joven, casi siempre la primera de la clase y querida por todas las religiosas, se ve que sintió envidia -muy comprensible en una pensionista- y me hizo pagar de mil maneras mis pequeños éxitos...

Dado mi natural tímido y delicado, no sabía defenderme, y me contentaba con sufrir en silencio, sin quejarme ni siquiera a ti de lo que sufría. Pero no tenía la suficiente virtud para sobreponerme a esas miserias de la vida y mi pobre corazoncito sufría mucho...

Gracias a Dios, todas las tardes volvía al hogar paterno, y allí se expansionaba mi corazón. Saltaba al regazo de mi rey, diciéndole las notas que me habían dado, y sus besos me hacían olvidar todas las penas...

¡Con qué alegría anuncié el resultado de mi primera composición (una composición sobre la Historia Sagrada)! Sólo me faltó un punto para llegar al máximo, por no haber sabido el nombre del padre de Moisés. Era, por lo tanto, la primera de la clase y traía un hermosa condecoración de plata. Como premio, papá me regaló una preciosa monedita de veinte céntimos que eché en un bote destinado a recibir casi todos los jueves una nueva moneda, siempre del mismo valor... (De este bote sacaba yo dinero en determinadas fiestas solemnes, cuando quería dar de mi bolsillo una limosna para la colecta de la Propagación de la Fe u otras obras parecidas.) Paulina, encantada con el triunfo de su pequeña alumna, le regaló un aro muy bonito, para animarla a seguir siendo tan estudiosa.

Buena necesidad tenía la pobre niña de estas alegrías de la familia. Sin ellas, la vida del internado habría sido demasiado dura para ella.

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Días de vacación

Los jueves por la tarde nos daban asueto. Pero no era como los asuetos de Paulina, y no los pasaba con papa en el mirador... Tenía que jugar, no con mi Celina, cosa que me gustaba mucho cuando estábamos las dos solas, sino con mis primitas y con las pequeñas Maudelonde. Era para mí un verdadero martirio, y como no sabía jugar como las demás niñas, no era una compañera agradable. Sin embargo, hacía todo lo posible por imitar a las otras, sin conseguirlo, y me aburría enormemente, sobre todo cuando había que pasarse toda la tarde bailando cuadrillas. Lo único que me gustaba era ir al jardín de la estrella. Allí era la primera en todo: como cogía flores en cantidad y sabía encontrar las más bonitas, despertaba la envidia de mis compañeras...

Otra cosa que también me gustaba era quedarme sola con María, lo cual sólo ocurría por casualidad: como entonces no tenía a Celina Maudelonde que la arrastrase a juegos corrientes, me dejaba elegir a mí, y yo elegía alguno totalmente nuevo. María y Teresa se convertían en ermitañas, que no tenían más que una pobre cabaña, un pequeño campo de trigo y unas pocas legumbres que cultivar. Su vida transcurría en continua contemplación; o sea, una de las ermitañas reemplazaba a la otra en la oración cuando había que ocuparse de la vida activa. Todo se hacía con tal armonía, con tal silencio y con un estilo tan religioso, que resultaba perfecto. Cuando nuestra tía venía a buscarnos para ir a dar un paseo, continuábamos el juego también en la calle. Las dos ermitañas rezaban juntas el rosario, sirviéndose de los dedos para no exhibir su devoción ante un público indiscreto. Pero un día, la más joven de las ermitañas se olvidó: le habían dado un pastel para la merienda, y ella, antes de comerlo, hizo una gran señal de la cruz, lo que hizo reír a todos los profanos del siglo...

María y yo nos entendíamos a la perfección. Hasta tal punto teníamos los mismos gustos, que una vez nuestra unión de voluntades se pasó de la raya. Volviendo una tarde de la Abadía, yo le dije a María: «Guíame, voy a cerrar los ojos». «Yo también quiero cerrarlos», me respondió. Dicho y hecho. Cada una hizo su propia voluntad sin discutir... Ibamos por la acera, por lo que no teníamos por qué temer a los coches. Tras un delicioso paseo de varios minutos, y de saborear el placer de caminar a ciegas, las dos pequeñas atolondradas cayeron sobre unas cajas colocadas a la puerta de una tienda, o, mejor dicho, las tiraron al suelo. El tendero salió, todo furioso, a recoger su mercancía. Las dos ciegas voluntarias se levantaron ellas solas y escaparon a todo correr, con los ojos bien abiertos y perseguidas por los justos reproches de Juana, que estaba tan enfadada como el tendero...

En consecuencia, como castigo, decidió separarnos, y desde aquel día María y Celina fueron juntas, mientras que yo iba con Juana. Eso puso fin a nuestra excesiva unión de voluntades y no les vino mal a las mayores, que nunca estaban de acuerdo y se pasaban todo el camino discutiendo. De esa manera, la paz fue completa.

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Primera comunión de Celina

Aún no he dicho nada de mi íntima relación con Celina. Si fuera a contarlo todo, nunca acabaría...

En Lisieux se cambiaron los papeles: Celina se convirtió en un travieso diablillo y Teresa ya no era más que una niñita muy buena, pero excesivamente llorona... Eso no era obstáculo para que Celina y Teresa se quisiesen cada día más. A veces había entre ellas pequeñas discusiones, pero no era nada serio, y en el fondo estaban siempre de acuerdo.

Puedo decir que nunca mi querida hermanita me dio el menor disgusto, sino que fue para mí como un rayo de sol, una fuente continua de alegría y de consuelo... ¿Quién podrá decir con qué intrepidez me defendía en la Abadía cuando alguien me acusaba...? Se preocupaba tanto por mi salud, que a veces me cansaba. De lo que no me cansaba era de verla jugar. Ponía en fila a toda la tropa de nuestras muñecas y les daba clase como una maestra consumada; sólo que tenía mucho cuidado de que las suyas se portasen siempre bien, mientras que a las mías las echaba a menudo de clase por su mala conducta...

Me contaba todas las cosas nuevas que aprendía en clase, lo cual me divertía mucho, y la tenía por un pozo de ciencia.

Me había dado el título de «hijita de Celina», y así, cuando se enfadaba conmigo, su mejor muestra de que estaba enojada era decirme: «¡Ya no eres mi hijita, se acabó, me acordaré por toda la vida...!» Entonces yo no tenía más remedio que echarme a llorar como una Magdalena, suplicándole que me volviese a admitir como su hijita. Inmediatamente me besaba y me prometía que ya no se volvería a acordar de nada... Y para consolarme, cogía una de sus muñecas y le decía: «Cariño, besa a tu tía». Una vez, la muñeca tenía tanta prisa por besarme tiernamente, que me metió sus dos bracitos por la nariz... Celina, que no lo había hecho adrede, me miraba estupefacta, viendo a la muñeca colgándome de la nariz. La tía no tardó mucho en rechazar las efusiones demasiado tiernas de su sobrina, y se echó a reír con todas las ganas ante tan singular aventura.

Lo más divertido era vernos comprar las dos a la vez, en la tienda, los aguinaldos. Nos escondíamos cuidadosamente la una de la otra. Con sólo 50 céntimos teníamos que comprar, por lo menos, cinco o seis objetos diferentes, y la cuestión era quién compraría las cosas más bonitas. Encantadas con nuestras compras, esperábamos con impaciencia el primer día del año para poder ofrecernos una a otra nuestros magníficos regalos. La primera que se despertaba se apresuraba a felicitarle a la otra el año nuevo. Luego nos entregábamos los aguinaldos y las dos nos quedábamos extasiadas ante los tesoros que la otra había conseguido con 50 céntimos...

Esos regalitos nos causaban casi tanto placer como los ricos aguinaldos de mi tío.

Por lo demás, eso no era más que el principio de nuestras alegrías. Aquel día nos vestíamos a toda prisa y estábamos al acecho para saltar al cuello de papá. En cuanto salía de su habitación, toda la casa se llenaba de gritos de alegría y nuestro papaíto se mostraba feliz de vernos tan contentas...

Los aguinaldos que María y Paulina daban a sus hijitas no eran de gran valor, pero les causaban también una gran alegría... Y es que en esa edad aún no estábamos embotadas; nuestra alma, en toda su lozanía, se abría como una flor, feliz de recibir el rocío de la mañana... Un mismo soplo mecía nuestras corolas, y lo que hacía gozar o sufrir a una hacía gozar o sufrir a la vez a la otra.

Sí, nuestras alegrías eran comunes. Lo comprobé muy bien el día de la primera comunión de mi querida Celina. Yo no iba aún a la Abadía, pues sólo tenía siete años; pero conservo en mi corazón el dulcísimo recuerdo de la preparación que tú, Madre querida, le hiciste hacer a Celina. Todas las tardes la sentabas en tu regazo y le hablabas del acto tan importante que iba a realizar. Yo escuchaba, ávida de prepararme también, pero muy frecuentemente me decías que me fuera porque era todavía demasiado pequeña. Entonces me ponía muy triste y pensaba que cuatro años no eran demasiados para prepararse a recibir a Dios...

Una tarde, te oí decir que a partir de la primera comunión había que empezar una nueva vida. En ese mismo momento decidí no esperar a ese día, sino comenzarla al mismo tiempo que Celina...

Nunca supe cuánto la quería como durante su retiro de tres días. Era la primera vez en mi vida que estaba lejos de ella y que no me acostaba en su cama... El primer día me olvidé de que no iba a volver, y guardé un manojito de cerezas, que papá me había comprado, para comerlo con ella; cuando vi que no llegaba, sentí mucha pena. Papá me consoló diciéndome que al día siguiente me llevaría a la Abadía para ver a mi Celina y que podría darle otro manojo de cerezas...

El día de la primera comunión de Celina me dejó una impresión parecida a la de la mía. Al despertarme por la mañana, yo sola en aquella cama tan grande, me sentí inundada de alegría. «¡Es hoy...! Ha llegado el gran día...» No me cansaba de repetir estas palabras. Me parecía que era yo la que iba a hacer la primera comunión. Creo que ese día recibí grandes gracias, y lo considero como uno de los más hermosos de mi vida...

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Paulina en el Carmelo

He vuelto un poco atrás para evocar este delicioso y dulce recuerdo. Ahora quiero hablarte de la dolorosa prueba que vino a destrozar el corazón de Teresita cuando Jesús le arrebató a su querida mamá, a su Paulina ¡a la que tan tiernamente quería...!

Un día, yo había dicho a Paulina que me gustaría ser solitaria, irme con ella a un desierto lejano. Ella me contestó que ése era también su deseo y que esperaría a que yo fuese mayor para marcharnos. La verdad es que aquello no lo dijo en serio, pero Teresita sí lo había tomado en serio. Por eso, ¿cuál no sería su dolor al oír un día hablar a su querida Paulina con María de su próxima entrada en el Carmelo...?

Yo no sabía lo que era el Carmelo, pero comprendí que Paulina iba a dejarme para entrar en un convento, comprendí que no me esperaría y que iba a perder a mi segunda madre... ¿Cómo podré expresar la angustia de mi corazón...? En un instante comprendí lo que era la vida. Hasta entonces no me había parecido tan triste, pero entonces se me apareció en todo su realismo, y vi que no era más que un puro sufrimiento y una continua separación. Lloré lágrimas muy amargas, pues aún no comprendía la alegría del sacrificio. Era débil, tan débil, que considero una gracia muy grande el haber podido soportar una prueba como aquella, que parecía muy superior a mis fuerzas... Si me hubiese ido enterando poco a poco de la partida de mi Paulina querida, tal vez no hubiera sufrido tanto; pero al saberlo de repente, fue como si me hubieran clavado una espada en el corazón.

Siempre recordaré, Madre querida, con qué ternura me consolaste... Luego me explicaste la vida del Carmelo, que me pareció muy hermosa. Evocando en mi interior todo lo que me habías dicho, comprendí que el Carmelo era el desierto adonde Dios quería que yo fuese también a esconderme... Lo comprendí con tanta evidencia, que no quedó la menor duda en mi corazón. No era un sueño de niña que se deja entusiasmar fácilmente, sino la certeza de una llamada de Dios: quería ir al Carmelo, no por Paulina, sino sólo por Jesús... Pensé muchas cosas que las palabras no pueden traducir, pero que dejaron una gran paz en mi alma.

Al día siguiente, confié mi secreto a Paulina, quien, viendo en mis deseos la voluntad del cielo, me dijo que pronto iría con ella a ver a la madre priora del Carmelo y que tendríamos que decirle lo que Dios me hacía sentir...

Se escogió un domingo para esta solemne visita, y mi apuro fue grande cuando supe que María G. debería acompañarme, por ser yo aún demasiado pequeña para ver a las carmelitas. Sin embargo, yo tenía que encontrar la forma de quedarme a solas con la priora, y he aquí lo que se me ocurrió. Le dije a María que, ya que teníamos el privilegio de ver a la madre priora, debíamos ser muy amables y educadas con ella, y que por eso debíamos confiarle nuestros secretos; así que cada una tendría que salir un momento, y dejar a la otra a solas con la Madre. María creyó lo que le decía, y, a pesar de su repugnancia a confiar secretos que no tenía, nos quedamos a solas, una después de otra, con la madre María de Gonzaga.

Después de escuchar mis importantes confidencias, la Madre creyó en mi vocación, pero me dijo que no recibían postulantes de nueve años, y que tendría que esperar hasta los dieciséis... Yo me resigné, a pesar de mis vivos deseos de entrar cuanto antes y de hacer la primera comunión el día de la toma de hábito de Paulina...

Ese día me echaron piropos por segunda vez. Sor Teresa de San Agustín, que había bajado a verme, no se cansaba de llamarme guapa. Yo no pensaba venir al Carmelo para recibir alabanzas; así que, después de la visita, no cesaba de repetirle a Dios que yo quería ser carmelita sólo por él.

Durante las pocas semanas que mi querida Paulina permaneció todavía en el mundo, procuré aprovecharme bien de ella. Todo los días, Celina y yo le comprábamos un pastel y bombones, pensando que ya pronto no volvería a comerlos. Estábamos continuamente a su lado, sin dejarle ni un minuto de descanso.

Por fin, llegó el 2 de octubre, día de lágrimas y de bendiciones, en que Jesús cortó la primera de su flores, destinada a ser la madre de las que pocos años después irían a reunirse con ella.

Aún me parece estar viendo el lugar donde recibí el último beso de Paulina. Luego, mi tía nos llevó a todas a Misa, mientras papá subía a la montaña del Carmelo para ofrecer su primer sacrificio...

Toda la familia lloraba, de modo que, al vernos entrar en la iglesia, la gente nos miraba extrañada. A mí me daba igual, y no por eso dejé de llorar. Creo que, si el mundo entero se hubiera derrumbado a mi alrededor, no me habría dado cuenta. Miraba al hermoso cielo azul, y me maravillaba de que el sol pudiese seguir brillando con tanto resplandor mientras mi alma estaba inundada de tristeza...

Tal vez, Madre querida, te parezca que exagero la pena que sentí... Comprendo muy bien que no debiera haber sido tan grande, pues tenía la esperanza de volver a encontrarte en el Carmelo, pero mi alma estaba LEJOS de estar madura y tenía que pasar por muchos crisoles antes de alcanzar la meta que tanto deseaba...

El 2 de octubre era el día fijado para volver a la Abadía, y no tuve más remedio que ir, a pesar de mi tristeza...

Por la tarde, nuestra tía vino a buscarnos para ir al Carmelo, y vi a mi Paulina querida detrás de las rejas... ¡Ay, cuánto he sufrido en ese locutorio del Carmelo...!

Como estoy escribiendo la historia de mi alma, debo decírselo todo a mi Madre querida, y confieso que los sufrimientos que precedieron a su entrada no fueron nada en comparación con los que vinieron después...

Todos los jueves, íbamos en familia al Carmelo. Y yo, que estaba acostumbrada a hablar con Paulina de corazón a corazón, apenas si conseguía dos o tres minutos al final de la visita, que, por supuesto, me pasaba llorando, y luego me iba con el corazón desgarrado... No comprendía que si tú dirigías preferentemente la palabra a Juana y María, en vez de hablar con tus hijitas, era por delicadeza hacia nuestra tía... No lo comprendía, y pensaba en lo más hondo del corazón: «¡¡¡He perdido a Paulina!!!»

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Extraña enfermedad

Es asombroso ver cómo se desarrolló mi espíritu en medio del sufrimiento. Se desarrolló de tal manera, que no tardé en caer enferma.

La enfermedad que me aquejó provenía, ciertamente, del demonio. Furioso por tu entrada en el Carmelo, quiso vengarse en mí del daño que nuestra familia iba a causarle en el futuro. Pero lo que él no sabía era que la amorosa Reina del cielo velaba por su frágil florecilla, que ella le sonreía desde lo alto de su trono y que se aprestaba a calmar la tempestad en el mismo momento en que su flor iba a quebrarse sin remedio...

Hacia finales de año, me sobrevino un continuo dolor de cabeza, pero que se podía aguantar bien. Podía seguir estudiando, y nadie se preocupó por mí. Esto duró hasta el día de Pascua de 1883.

Papá había ido a París con María y Leonia, y nuestra tía nos llevó a su casa a Celina y a mí. Una tarde, nuestro tío me llevó con él y empezó a hablarme de mamá y de recuerdos pasados con tal bondad, que me emocionó profundamente y me hizo llorar. Entonces me dijo que era demasiado sensible y que necesitaba mucho distraerme, y que mi tía y él habían decidido tratar de hacérnoslo pasar bien durante las vacaciones de Pascua. Esa tarde teníamos que ir al Círculo Católico; pero viendo que estaba demasiado cansada, mi tía me hizo acostar. Al desnudarme, me entró un extraño temblor. Creyendo que tenía frío, mi tía me envolvió entre mantas y me puso botellas calientes, pero nada pudo reducir mi agitación, que duró casi toda la noche. Al volver mi tío del Círculo Católico con mis primas y Celina, se quedo muy sorprendido al encontrarme en aquel estado, que juzgó muy grave, pero no quiso decirlo por no asustar a mi tía. Al día siguiente, fue a buscar al doctor Notta, el cual coincidió con mi tío en que tenía una enfermedad muy grave, que nunca había padecido una niña tan joven como yo.

Todos estaban consternados. Mi tía tuvo que dejarme en su casa y me cuidó con una solicitud verdaderamente maternal.

Cuando papá volvió de París con mis hermanas mayores, Amada los recibió con una cara tan triste, que María creyó que me había muerto... Pero esta enfermedad no era de muerte, sino, como la de Lázaro, para que Dios fuera glorificado...

Y así lo fue, en efecto, por la admirable resignación de mi pobre papaíto, que creyó que «su hijita se iba a volver loca o que se iba a morir».

¡Lo fue también por la de María...! ¡Cuánto sufrió por causa mía...! ¡Y qué agradecida le estoy por los cuidados que tan desinteresadamente me prodigó...! Su corazón le dictaba lo que yo necesitaba, y, verdaderamente, un corazón de madre es mucho más sabio que el de un médico y sabe adivinar lo que conviene para la enfermedad de su hijo...

La pobre María tuvo que venir a instalarse en casa de mi tío, pues era imposible trasladarme por entonces a los Buissonnets.

Entretanto, se acercaba la toma de hábito de Paulina. Delante de mí evitaban hablar de ello, pues sabían la pena que sentía por no poder ir; pero yo hablaba de ello con frecuencia, diciendo que para entonces ya estaría lo bastante bien para ir a ver a mi Paulina querida.

Y en efecto, Dios no quiso negarme ese consuelo, o, mejor, quiso consolar a su querida prometida, que tanto había sufrido con la enfermedad de su hijita... He observado que Jesús no quiere probar a su hijas en el día de sus esponsales, esta fiesta debe ser una fiesta sin nubes, un anticipo de las alegrías del paraíso. ¿No lo ha demostrado ya cinco veces...?

Pude, pues, abrazar a mi Madre querida, sentarme en su regazo y colmarla de caricias... Pude contemplarla radiante con su blanco vestido de desposada... ¡Sí, fue un hermoso día, en medio de mi oscura prueba! Pero aquel día pasó veloz... Pronto hube de subir al coche que me llevó muy lejos de Paulina..., muy lejos de mi Carmelo querido.

Al llegar a los Buissonnets, me hicieron acostar a mi pesar, pues aseguraba que estaba totalmente curada y que ya no necesitaba más cuidados. ¡Pero, ay, sólo estaba todavía en los comienzos de mi prueba...! Al día siguiente, volví a estar igual que antes, y la enfermedad se agravó tanto, que, según los cálculos humanos, no tenía remedio...

No sé cómo describir una enfermedad tan extraña. Hoy estoy convencida de que fue obra del demonio, pero durante mucho tiempo después de mi curación creí que había fingido estar enferma, y eso fue para mi alma un verdadero martirio.

Se lo dije así a María, que me tranquilizó lo mejor que pudo con su bondad habitual. Lo dije en la confesión, y también mi confesor intentó tranquilizarme, diciéndome que no era posible que hubiese simulado estar enferma hasta el punto que yo lo había estado. Dios, que, sin duda, quería purificarme, y sobre todo humillarme, me dejó en este martirio íntimo hasta mi entrada en el Carmelo, donde el Padre de nuestras almas barrió como con la mano todas mis dudas, y desde entonces quedé totalmente tranquila.

No es extraño que temiese haber fingido estar enferma sin estarlo de verdad, pues decía y hacía cosas que no pensaba. Parecía estar en un continuo delirio, diciendo palabras que no tenían sentido, y sin embargo estoy segura de que no perdí ni un solo instante el uso de la razón... Con frecuencia me quedaba como desmayada, sin hacer el menor movimiento; en esos momentos, me habría dejado hacer todo lo que hubieran querido, incluso matarme; sin embargo, oía todo lo que se decía a mi alrededor, y todavía me acuerdo de todo. En una ocasión me aconteció estar mucho tiempo sin poder abrir los ojos, y abrirlos un instante al encontrarme sola...

Pienso que el demonio había recibido un poder exterior sobre mí, pero que no podía acercarse a mi alma ni a mi espíritu, a no ser para inspirarme grandísimos terrores a ciertas cosas, por ejemplo a las medicinas sencillísimas que intentaban en vano hacerme tomar..

Pero si Dios permitía al demonio acercarse a mí, me enviaba también ángeles visibles...

María no se separaba de mi cama, cuidándome y consolándome con la ternura de una madre. Nunca me demostró el más ligero enfado, y eso que yo le daba mucho trabajo, pues no soportaba que se alejase de mi lado. Sin embargo, tenía necesariamente que ir a comer con papá, pero yo no cesaba de llamarla durante todo el tiempo que no estaba. Victoria, que se quedaba a mi cuidado, a veces no tenía más remedio que ir a buscar a mi querida «mamá», como yo la llamaba... Si María quería salir, tenía que ser para ir a Misa o para ver a Paulina; sólo entonces yo no decía nada...

Nuestros tíos eran también muy buenos conmigo. Mi querida tiíta venía todos los días a verme y me traía mil golosinas.

También fueron a visitarme otras personas amigas de la familia; pero yo pedí a María que les dijese que no quería recibir visitas. No me gustaba «ver a la gente sentada alrededor de mi cama como ristras de cebollas y mirándome como a un bicho raro». La única visita que me gustaba era la de nuestros tíos.

Me sería imposible decir cuánto creció mi cariño hacia ellos a partir de esta enfermedad. Comprendí como nunca que ellos no eran para nosotros unos parientes cualquiera. ¡Qué razón tenía nuestro papaíto cuando nos repetía tantas veces estas palabras que acabo de escribir! Más tarde él mismo supo por experiencia que no se había equivocado, y seguro que ahora protege y bendice a quienes le prodigaron tan generosos cuidados... Yo todavía estoy en el destierro, y no sabiendo cómo demostrarles mi gratitud, sólo tengo una manera de aligerar mi corazón: ¡rezar por estos familiares tan queridos que fueron y que siguen siendo tan buenos conmigo!

También Leonia era muy buena conmigo, y hacía todo lo posible por distraerme. Yo, a veces, la hacía sufrir, pues se daba perfectamente cuenta de que María era insustituible a mi lado...

¿Y mi Celina querida? ¿Qué no hizo por su Teresa...? Los domingos, en vez de salir de paseo, venía a encerrarse horas enteras con una pobre niña que parecía idiota. Verdaderamente, se necesitaba mucho amor para no huir de mí... ¡Hermanitas queridas, cuánto os hice sufrir...! Nadie os hizo sufrir tanto como yo, y nadie recibió nunca tanto amor como el que vosotras me prodigasteis... Gracias a Dios, tendré el cielo para resarcirme. Mi Esposo es enormemente rico, y yo meteré la mano en sus tesoros de amor para poder devolveros centuplicado todo lo que sufristeis por causa mía...

Mi mayor consuelo mientras estuve enferma era recibir carta de Paulina. La leía y la releía hasta sabérmela de memoria... Un día, Madre querida, me mandaste un reloj de arena y una de mis muñecas vestida de carmelita. Es imposible decir la alegría que sentí... A mi tío no le gustó. Decía que, en vez de hacerme pensar en el Carmelo, habría que alejarlo de mi mente. Yo, por el contrario, pensaba que la esperanza de ser un día carmelita era lo único que me hacía vivir...

Me encantaba trabajar para Paulina. Le hacía pequeños trabajos en cartulina, y mi ocupación preferida era hacer coronas de margaritas y de miosotis para la Santísima Virgen. Estábamos en el mes de mayo. Toda la naturaleza se vestía de flores y respiraba alegría. Sólo la «florecita» languidecía y parecía marchita para siempre...

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La sonrisa de la Virgen

Sin embargo, tenía un sol cerca de ella. Ese sol era la estatua milagrosa de la Santísima Virgen, que le había hablado por dos veces a mamá, y la florecita volvía muchas, muchas veces su corola hacia aquel astro bendito...

Un día vi que papá entraba en la habitación de María, donde yo estaba acostada, y, dándole varias monedas de oro con expresión muy triste, le dijo que escribiera a París y encargase unas misas a Nuestra Señora de las Victorias para que le curase a su pobre hijita. ¡Cómo me emocionó ver la fe y el amor de mi querido rey! Hubiera deseado poder decirle que estaba curada, ¡pero le había dado ya tantas alegrías falsas! No eran mis deseos los que podían hacer ese milagro, pues la verdad es que para curarme se necesitaba un milagro...

Se necesitaba un milagro, y fue Nuestra Señora de las Victorias quien lo hizo.

Un domingo (durante el novenario de misas), María salió al jardín, dejándome con Leonia, que estaba leyendo al lado de la ventana.

Al cabo de unos minutos, me puse a llamar muy bajito: «Mamá... mamá». Leonia, acostumbrada a oírme llamar siempre así, no hizo caso. Aquello duró un largo rato. Entonces llamé más fuerte, y, por fin, volvió María. La vi perfectamente entrar, pero no podía decir que la reconociera, y seguí llamando, cada vez más fuerte: «Mamá...» Sufría mucho con aquella lucha violenta e inexplicable, y María sufría quizás todavía más que yo. Tras intentar inútilmente hacerme ver que estaba allí a mi lado, se puso de rodillas junto a mi cama con Leonia y Celina. Luego, volviéndose hacia la Santísima Virgen e invocándola con el fervor de una madre que pide la vida de su hija, María alcanzó lo que deseaba...

También la pobre Teresita, al no encontrar ninguna ayuda en la tierra, se había vuelto hacia su Madre del cielo, suplicándole con toda su alma que tuviese por fin piedad de ella...

De repente, la Santísima Virgen me pareció hermosa, tan hermosa, que yo nunca había visto nada tan bello. Su rostro respiraba una bondad y una ternura inefables. Pero lo que me caló hasta el fondo del alma fue la «encantadora sonrisa de la Santísima Virgen».

En aquel momento, todas mis penas se disiparon. Dos gruesas lágrimas brotaron de mis párpados y se deslizaron silenciosamente por mis mejillas, pero eran lágrimas de pura alegría... ¡La Santísima Virgen, pensé, me ha sonreído! ¡Qué feliz soy...! Sí, pero no se lo diré nunca a nadie, porque entonces desaparecería mi felicidad.

Bajé los ojos sin esfuerzo y vi a María que me miraba con amor. Se la veía emocionada, y parecía sospechar la merced que la Santísima Virgen me había concedido... Precisamente a ella y a sus súplicas fervientes debía yo la gracia de las sonrisa de la Reina de los cielos. Al ver mi mirada fija en la Santísima Virgen, pensó: «¡Teresa está curada!» Sí, la florecita iba a renacer a la vida. El rayo luminoso que la había reanimado no iba ya a interrumpir sus favores. No actuó de golpe, sino que lentamente, suavemente fue levantando a su flor y la fortaleció de tal suerte, que cinco años más tarde abría sus pétalos en la montaña del Carmelo.

Como he dicho, María había adivinado que la Santísima Virgen me había concedido alguna gracia secreta. Así que, cuando me quedé a solas con ella, me preguntó qué había visto. No pude resistirme a sus tiernas e insistentes preguntas; y sorprendida de ver que mi secreto había sido descubierto sin que yo lo revelara, se lo confié enteramente a mi querida María...

Pero, ¡ay!, como lo había imaginado, mi dicha iba a desaparecer y a convertirse en amargura... El recuerdo de aquella gracia inefable que había recibido fue para mí, durante cuatro años, un verdadero sufrimiento del alma. Sólo volvería en encontrar mi dicha a los pies de Nuestra Señora de las Victorias, y entonces la recibí en toda su plenitud... Más adelante volveré a hablar de esta segunda gracia de la Santísima Virgen. Ahora quiero contarte, Madre mía, cómo mi dicha se convirtió en tristeza.

María, después de escuchar el ingenuo y sincero relato de «mi gracia», me pidió permiso para contarlo en el Carmelo, y no podía decirle que no....

En mi primera visita a ese Carmelo querido me sentí inundada de gozo al ver a mi Paulina vestida con el hábito de la Virgen. Fue un momento muy dulce para las dos... Teníamos tantas cosas que decirnos, que a mí no me salía nada, me ahogaba de emoción...

La madre María de Gonzaga también estaba allí y me daba mil muestras de cariño. Vi también a otras hermanas, y delante de ellas me preguntaron por la gracia que había recibido, y me preguntó si la Santísima Virgen llevaba al Niño Jesús, y si había mucha luz, etc.

Todas estas preguntas me turbaron y me hicieron sufrir. Yo no podía decir más que una cosa: «La Santísima Virgen me había parecido muy hermosa..., y la había visto sonreírme. Lo único que me había impresionado era su rostro.

Por eso, al ver que las carmelitas se imaginaban otra cosa muy distinta (mis sufrimientos del alma respecto a mi enfermedad ya había comenzado), me imaginé que había mentido...

Seguramente, si hubiera guardado mi secreto, habría conservado también mi felicidad. Pero la Santísima Virgen permitió este tormento para bien de mi alma. Sin él, tal vez hubiera tenido algún pensamiento de vanidad, mientras que, tocándome en suerte la humillación, no podía mirarme a mí misma sin un sentimiento de profundo horror...

¡Sólo en el cielo podré decir cuánto sufrí...!

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MANUSCRITO A 9999