MANUSCRITO A 9999

CAPÍTULO IV PRIMERA COMUNION - EN EL COLEGIO (1883-1886)

Al hablar de las visitas a las carmelitas, me viene a la memoria la primera, que tuvo lugar poco después de la entrada de Paulina. Me olvidé de hablar de ella más arriba, pero hay un detalle que no quiero omitir.

La mañana del día en que debía ir al locutorio, reflexionando sola en la cama (pues era allí donde hacía yo mis meditaciones más profundas y donde, a diferencia de la esposa del Cantar de los Cantares, encontraba yo siempre a mi Amado), me preguntaba cómo me llamaría en el Carmelo. Sabía que había ya en él una sor Teresa de Jesús; sin embargo, no podían quitarme mi bonito nombre de Teresa. De pronto, pensé en el Niño Jesús, a quien tanto quería, y me dije: «¡Cómo me gustaría llamarme Teresa del Niño Jesús!»

En el locutorio no dije nada del sueño que había tenido completamente despierta. Pero al preguntar la madre María de Gonzaga a las hermanas qué nombre me pondrían, se le ocurrió darme el nombre que yo había soñado... Me alegré enormemente, y aquella feliz coincidencia de pensamientos me pareció una delicadeza de mi Amado, el Niño Jesús.

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Estampas y lecturas

Me he olvidado también de algunos pequeños detalles de ni niñez de antes de tu entrada en el Carmelo. No te he hablado de mi amor a las estampas y a la lectura... Y, sin embargo, a las preciosas estampas que tú me dabas como premio debo una de las más dulces alegrías y de las más fuertes impresiones que me han incitado a la práctica de la virtud... Me pasaba las horas muertas mirándolas. Por ejemplo, la «florecita del divino Prisionero» era tan sugestiva, que me quedaba ensimismada mirándola. Al ver que el nombre de Paulina estaba escrito al pie de la florecita, me hubiera gustado que el de Teresa estuviera también allí, y me ofrecía a Jesús para ser su florecita...

No sabía jugar, pero me gustaba mucho la lectura, y me hubiera pasado la vida leyendo. Afortunadamente tenía unos ángeles de la tierra que me elegían unos libros que, a la vez que me distraían, alimentaban mi espíritu y mi corazón. Además, no podía dedicar a la lectura más que un determinado tiempo, lo cual era para mí motivo de grandes sacrificios, pues muchas veces tenía que interrumpirla en lo más interesante de un pasaje...

Esta afición a la lectura duró hasta mi entrada en el Carmelo. Me sería imposible decir el número de libros que pasaron por mis manos; pero nunca permitió Dios que leyera ni uno sólo que pudiera hacerme daño. Es cierto que, al leer ciertos relatos caballerescos, no siempre percibía en un primer momento la realidad de la vida; pero pronto Dios me daba a entender que la verdadera gloria es la que ha de durar para siempre y que para alcanzarla no es necesario hacer obras deslumbrantes, sino esconderse y practicar la virtud de manera que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha...

Así, al leer los relatos de las hazañas patrióticas de las heroínas francesas, y en especial las de la venerable JUANA DE ARCO, me venían grandes deseos de imitarlas. Me parecía sentir en mi interior el mismo ardor que las había animado a ellas y la misma inspiración celestial.

Por entonces recibí una gracia que siempre he considerado como una de las más grandes de mi vida, ya que en esa edad no recibía las luces de que ahora me veo inundada. Pensé que había nacido para la gloria, y, buscando la forma de alcanzarla, Dios me inspiró los sentimientos que acabo de escribir. Me hizo también comprender que mi gloria no brillaría ante los ojos de los mortales, sino que consistiría en ¡¡¡llegar a ser una gran santa...!!!

Este deseo podría parecer temerario, si se tiene en cuenta lo débil e imperfecta que yo era, y que aún soy después de siete años vividos en religión. No obstante, sigo teniendo la misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa, pues no me apoyo en mis méritos -que no tengo ninguno-, sino en Aquel que es la Virtud y la Santidad mismas. Sólo él, contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta él y, cubriéndome con sus méritos infinitos, me hará santa.

Yo no pensaba entonces que para llegar a la santidad había que sufrir mucho. Dios no tardó en mostrármelo, enviándome las pruebas que he contado antes...

Ahora he de reanudar mi relato en el punto en que lo había dejado.

Tres meses después de mi curación, papá nos llevó de viaje a Alençon. Era la primera vez que volvía allí, y fue muy grande mi alegría al volver a ver los parajes en los que había transcurrido ni niñez, y sobre todo al poder rezar sobre la tumba de mamá y pedirle que me protegiera siempre...

Dios me concedió la gracia de no conocer el mundo, a no ser justo para despreciarlo y alejarme de él. Podría decir que durante mi estancia en Alençon fue cuando hice mi presentación en sociedad. Todo era alegría y felicidad en torno a mí. Me veía festejada, mimada, admirada. En una palabra, durante quince días mi vida sólo se vio sembrada de flores... Y confieso que aquella vida tenía sus encantos para mí. La Sabiduría tiene mucha razón cuando dice: «El hechizo de las bagatelas del mundo seduce hasta a las mentes sin malicia». A los diez años, el corazón se deja fácilmente deslumbrar. Por eso considero como una gracia muy grande el no haberme quedado en Alençon. Los amigos que teníamos allí eran demasiado mundanos y compaginaban demasiado las alegrías de la tierra con el servicio de Dios. No pensaban lo bastante en la muerte, y sin embargo la muerte ha venido a visitar a un gran número de personas a las que yo conocí, ¡¡¡jóvenes, ricas y felices!!! Me gusta volver con el pensamiento a los lugares encantadores donde vivieron, preguntarme dónde están, qué les queda hoy de los castillos y los parques donde las vi disfrutar de las comodidades de la vida... Y veo que todo es vanidad y aflicción de espíritu bajo el sol..., y que el único bien que vale la pena es amar a Dios con todo el corazón y ser pobres de espíritu aquí en la tierra...

Tal vez Jesús quiso mostrarme el mundo antes de hacerme la primera visita, para que eligiera más libremente el camino que iba a prometerle seguir.

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Primera comunión

La época de mi primera comunión ha quedado grabada en mi corazón como un recuerdo sin nubes. Creo que no podía estar mejor preparada de lo que lo estuve, y mis sufrimientos del alma desaparecieron durante casi un año. Jesús quería darme a gustar la alegría más plena posible en este valle de lágrimas...

¿Recuerdas, Madre querida, el precioso librito que me preparaste tres meses antes de mi primera comunión...? Aquel librito me ayudó a preparar metódica y rápidamente mi corazón; pues si bien es cierto que ya lo venía preparando desde hacía mucho tiempo, era necesario darle un nuevo impulso, llenarlo de flores nuevas para que Jesús pudiese descansar a gusto en él...

Todos los días hacía un gran número de prácticas, que eran otras tantas flores. Decía también un número todavía mayor de jaculatorias, que tú me habías escrito para cada día en el librito, y esos actos de amor eran los capullos de las flores...

Todas las semanas tú me escribías una linda cartita, que me llenaba el alma de pensamientos profundos y me ayudaba a practicar la virtud. Aquella carta era un consuelo para tu pobre hijita, que hacía un sacrificio tan grande al aceptar que no fueras tú quien la preparara cada tarde en tu regazo, como lo habías hecho con Celina....

María reemplazó a Paulina. Me sentaba en su regazo y allí escuchaba con avidez lo que me decía. Creo que todo su corazón, tan grande y tan generoso, se volcaba en el mío. Como los grandes guerreros enseñan a sus hijos el oficio de las armas, así me hablaba ella de las luchas de la vida y de la palma que se entregará a los vencedores... María me hablaba también de las riquezas inmortales que podemos atesorar fácilmente cada día, y de la desgracia que sería pasar junto a ellas sin querer tomarse la molestia de extender la mano para cogerlas. Luego me enseñaba la forma de ser santa por la fidelidad en las cosas más pequeñas. Me dio la hojita «El renunciamiento», que yo meditaba con auténtico placer...

¡Y qué elocuente que era mi querida madrina! Me hubiera gustado no ser yo la única que escuchase sus profundas enseñanzas. Me llegaban tan a lo hondo, que, en mi ingenuidad, pensaba que hasta los más grandes pecadores se habrían conmovido como yo, y que, abandonando sus riquezas perecederas, sólo querrían ganar ya las del cielo...

Hasta entonces, nadie me había enseñado todavía la forma de hacer oración, a pesar de que tenía muchas ganas. Pero María pensaba que era ya bastante piadosa, y no me dejaba hacer más que mis oraciones.

Un día, una de las profesoras de la Abadía me preguntó qué hacía los días libres cuando estaba sola. Yo le contesté que me metía en un espacio vacío que había detrás de mi cama y que podía cerrar fácilmente con la cortina, y que allí «pensaba». -¿Y en qué piensas?, me dijo. -Pienso, en Dios, en la vida..., en la ETERNIDAD, bueno, pienso... La religiosa se rió mucho de mí. Más tarde, le gustaba recordarme aquel tiempo en que yo pensaba, y me preguntaba si todavía seguía pensando... Ahora comprendo que, sin saberlo, hacía oración y que ya Dios me instruía en lo secreto.

Los tres meses de preparación pasaron rápidamente, y pronto tuve que entrar en ejercicios, y para ello hacerme pensionista interna y dormir en la Abadía.

Me resulta imposible expresar el dulce recuerdo que me dejaron estos ejercicios. Verdaderamente, si había sufrido mucho en el internado, la dicha inefable de aquellos pocos días pasados a la espera de Jesús me compensó abundantemente... No creo que se puedan saborear estas alegrías en otra parte que en las comunidades religiosas.

Como éramos pocas niñas, era fácil ocuparse de cada una en particular, y nuestras profesoras nos prodigaron en esos días unos cuidados verdaderamente maternales. De mí se ocupaban aún más que de las otras. Todas las noches, la primera profesora venía con su linternita a darme un beso en la cama y me demostraba un gran cariño. Una noche, ganada por su bondad, le dije que iba a confiarle un secreto; y sacando misteriosamente mi precioso librito de debajo de la almohada, se lo enseñé con los ojos resplandecientes de alegría...

Por la mañana, me resultaba muy divertido ver a todas las alumnas levantarse apenas nos despertaban , y hacer lo que todas. Pero yo no estaba acostumbrada a arreglarme sola, y María no estaba allí para rizarme el pelo. Así que tenía ir tímidamente a presentar mi peine a la profesora encargada del cuarto de tocador, la cual se reía al ver a una jovencita de once años que no sabía arreglarse por sí sola; pero me peinaba, aunque no con la delicadeza de María; sin embargo, no me atrevía a chillar, como hacía todos los días bajo la delicada mano de mi madrina...

Durante estos ejercicios pude comprobar que era una niña mimada y rodeada de cariño como pocas en el mundo, sobre todo entre las niñas huérfanas de madre... Todos los días, María y Leonia venían a verme con papá, que me colmaba de caricias. Así que no sufrí por estar lejos de la familia y no hubo nada que oscureciese el hermoso cielo de mis ejercicios.

Escuchaba con mucha atención las pláticas que nos daba el Sr. abate Domin, y hasta escribía un resumen de las mismas. En cuanto a mis propios pensamientos, no quise escribir ninguno, segura de que me acordaría bien de ellos, como así fue...

Me gustaba mucho ir con las religiosas a todos los oficios. Llamaba la atención entre mis compañeras por un gran crucifijo que me había regalado Leonia y que llevaba puesto en el cinturón como los misioneros. Aquel crucifijo despertaba la envidia de las religiosas, que pensaban que, al llevarlo, yo quería imitar a mi hermana la carmelita...

¡Y sí, hacia ella volaban mis pensamientos! Yo sabía que mi Paulina estaba de ejercicios como yo, no para que Jesús se entregase a ella, sino para entregarse ella a Jesús, y aquella soledad, pasada en la espera, me resultaba por eso doblemente grata...

Recuerdo que una mañana me habían llevado a la enfermería porque tosía mucho (desde mi enfermedad, las profesoras se preocupaban mucho por mi salud: por un ligero dolor de cabeza, o si me veían más pálida que de costumbre, me mandaban ya a tomar el aire o a descansar en la enfermería). Vi entrar a mi Celina querida; había conseguido permiso para verme, a pesar de estar en ejercicios, para regalarme una estampa que me gustó mucho; era «La florecita del Divino Prisionero». ¡Cómo me gustó recibir este recuerdo de manos de Celina...! ¡Cuántos sentimientos de amor no me ha inspirado...!

La víspera del gran día recibí por segunda vez la absolución. La confesión general me dejó una gran paz en el alma, y Dios no permitió que viniera a turbarla ni la más ligera nube.

Por la tarde pedí perdón a toda la familia, que fue a verme, pero sólo pude hablar el lenguaje de las lágrimas, pues estaba demasiado emocionada... Paulina no estaba allí, pero sabía que estaba muy cerca de mí con el corazón. Me había mandado con María un preciosa estampa, que no me cansaba de admirar y de hacer admirar a todo el mundo...

Había escrito al P. Pichon para encomendarme a sus oraciones, y diciéndole también que pronto sería carmelita y que entonces él sería mi director espiritual. (Y así ocurrió efectivamente cuatro años más tarde, pues en el Carmelo pude abrirle mi alma...). María me entregó una carta suya. ¡Realmente, era feliz...! Todas las alegrías me llegaban juntas. Lo que más me gustó de su carta fue esta frase: «¡Mañana celebraré el santo sacrifico por ti y por Paulina!» El 8 de mayo Paulina y Teresa quedaron más unidas que nunca, pues Jesús parecía fundirlas en una, inundándolas de sus gracias...

Finamente llegó el más hermoso de los días. ¡Qué inefables recuerdos han dejado en mi alma hasta los más pequeños detalles de esta jornada de cielo...! El gozoso despertar de la aurora, los besos respetuosos y tiernos de las profesoras y de las compañeras mayores... La gran sala repleta de copos de nieve, con los que nos iban vistiendo a las niñas una tras otra. Y sobre todo, la entrada en la capilla y el precioso canto matinal «¡Oh altar sagrado, que rodean los ángeles!»

Pero no quiero entrar en detalles. Hay cosas que si se exponen al aire pierden su perfume, y hay sentimientos del alma que no pueden traducirse al lenguaje de la tierra sin que pierdan su sentido íntimo y celestial. Son como aquella «piedra blanca que se dará al vencedor, en la que hay escrito un nombre nuevo que sólo conoce el que la recibe».

¡Qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma...! Fue un beso de amor. Me sentía amada, y decía a mi vez: «Te amo y me entrego a ti para siempre».

No hubo preguntas, ni luchas, ni sacrificios. Desde hacía mucho tiempo, Jesús y la pobre Teresita se habían mirado y se habían comprendido... Aquel día no fue ya una mirada, sino una fusión. Ya no eran dos: Teresa había desaparecido como la gota de agua que se pierde en medio del océano. Sólo quedaba Jesús, él era el dueño, el rey. ¿No le había pedido Teresa que le quitara su libertad, pues su libertad le daba miedo? ¡Se sentía tan débil, tan frágil, que quería unirse para siempre a la Fuerza divina...!

Su alegría era demasiado grande y demasiado profunda para poder contenerla. Pronto la inundaron lágrimas deliciosas, con gran asombro de sus compañeras, que más tarde comentaban entre ellas: «-¿Por qué lloraba? ¿Habría algo que la atormentaba? -No, sería porque no tenía a su madre a su lado, o a su hermana la carmelita a la que tanto quiere». No comprendían que cuando toda la alegría del cielo baja a un corazón, este corazón desterrado no puede soportarlo sin deshacerse en lágrimas...

No, el día de mi primera comunión, no me entristecía la ausencia de mamá: ¿no estaba el cielo dentro de mi alma, y no ocupaba en él un lugar mi mamá desde hacía mucho tiempo? Entonces, al recibir la visita de Jesús, recibía también la de mi madre querida, que me bendecía y se alegraba de mi felicidad...

Y no lloraba tampoco la ausencia de Paulina. Qué duda cabe que me habría encantado verla a mi lado, pero hacía mucho tiempo que había aceptado ese sacrificio. Aquel día, sólo la alegría llenaba mi corazón; y yo me unía a mi Paulina, que se estaba entregando de manera irrevocable a Quien tan amorosamente se entregaba a mí...

Por la tarde, fui yo la encargada de pronunciar el acto de consagración a la Santísima Virgen. Era justo que yo, que había sido privada tan joven de la madre de la tierra, hablase en nombre de mis compañeras a mi Madre del cielo. Puse toda mi alma al hablarle y al consagrarme a ella, como una niña que se arroja en los brazos de su Madre y le pide que vele por ella. Y creo que la Santísima Virgen debió de mirar a su florecita y sonreírle. ¿No la había curado ella con su sonrisa visible...? ¿No había ella depositado en el cáliz de su florecita a su Jesús, la Flor de los campos y el Lirio de los valles...?

Al atardecer de aquel hermoso día, volví a encontrarme con mi familia de la tierra. Ya por la mañana, después de Misa, había abrazado a papá y a todos mis queridos parientes. Pero ahora fue la verdadera reunión. Papá, tomando de la mano a su reinecita, se dirigió al Carmelo... Allí vi a mi Paulina, convertida en esposa de Cristo. La vi con su velo, blanco como el mío, y con su corona de rosas... ¡Fue una alegría sin amarguras! ¡Esperaba reunirme pronto con ella, y esperar juntas el cielo!

No fui insensible a la fiesta de familia que tuvo lugar en aquel atardecer de mi primera comunión. El precioso reloj que me regaló mi rey me gustó muchísimo. Pero mi alegría era serena, y nada vino a turbar mi paz interior.

María me acostó con ella la noche que siguió a aquel hermoso día, pues a los días más radiantes les sigue la oscuridad, y sólo el día de la primera, de la única, de la eterna comunión del cielo será un día sin ocaso...

El día siguiente a mi primera comunión fue también un día hermoso, pero estuvo teñido de melancolía. Ni el precioso vestido que María me había comprado, ni todos los regalos que había recibido me llenaban el corazón. Sólo Jesús podía saciarme. Ansiaba el momento de poder recibirle por segunda vez.

Aproximadamente un mes después de mi primera comunión, fui a confesarme para la fiesta de la Ascensión, y me atreví a pedir permiso para comulgar. Contra toda esperanza, el Sr. abate me lo concedió, y tuve la dicha de arrodillarme a la Sagrada Mesa entre papá y María. ¡Qué dulce recuerdo he conservado de esta segunda visita de Jesús! De nuevo corrieron las lágrimas con inefable dulzura. Me repetía a mí misma sin cesar estas palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, ¡es Jesús quien vive en mí...!»

A partir de esta comunión, se fue haciendo cada vez mayor mi deseo de recibir al Señor. Obtuve permiso para comulgar en todas las fiestas importantes. La víspera de estos días dichosos, María me ponía al atardecer en su regazo y me preparaba como lo había hecho para mi primera comunión. Recuerdo que una vez me habló del sufrimiento, diciéndome que probablemente yo no transitaría por ese camino, sino que Dios me llevaría siempre como a una niña...

Al día siguiente, después de comulgar, me volvieron a la memoria las palabras de María. Y sentí nacer en mi corazón un gran deseo de sufrir, y, al mismo tiempo, la íntima convicción que Jesús me tenía reservado un gran número de cruces. Y me sentí inundada de tan grandes consuelos, que los considero como una de las mayores gracias de mi vida.

El sufrimiento se convirtió en mi sueño dorado. Tenía un hechizo que me fascinaba, aun sin acabar de conocerlo. Hasta entonces, había sufrido sin amar el sufrimiento; a partir de ese día, sentí por él un verdadero amor.

Sentía también el deseo de no amar más que a Dios y de no hallar alegría fuera de él. Con frecuencia, durante las comuniones, le repetía estas palabras de la Imitación: «¡Oh, Jesús, dulzura infinita, cámbiame en amargura todos los consuelos de la tierra...!» Esta oración brotaba de mis labios sin esfuerzo y sin dificultad alguna. Me parecía repetirla, no por propia voluntad, sino como una niña que repite las palabras que le inspira un amigo...

Más adelante te diré, Madre querida, cómo tuvo a bien Jesús hacer realidad mi deseo y cómo sólo él fue siempre mi dulzura inefable. Si te hablase de ello ahora, tendría que anticipar el relato de mis años de juventud, y aún me quedan por contar muchos detalles de mi vida de niña.

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Confirmación

Poco después de mi primera comunión entré de nuevo en ejercicios espirituales para la confirmación. Me preparé con gran esmero para recibir la visita del Espíritu Santo. No entendía cómo no se cuidaba mucho la recepción de este sacramento de amor. Normalmente, para la confirmación sólo se hacía un día de retiro. Pero como Monseñor no pudo venir para el día fijado, tuve el consuelo de pasar dos días de soledad. Para distraernos, la profesora nos llevó al Monte Casino, donde cogí a manos llenas margaritas gigantes para la fiesta del Corpus.

¡Qué gozo sentía en el alma! Al igual que los apóstoles, esperaba jubilosa la visita del Espíritu Santo... Me alegraba al pensar que pronto sería una cristiana perfecta, y, sobre todo, que iba a llevar eternamente marcada en la frente la cruz misteriosa que traza el obispo al administrar este sacramento...

Por fin, llego el momento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb...

Aquel día recibí la fortaleza para sufrir, ya que pronto iba a comenzar el martirio de mi alma...

Mi Leonia querida fue la madrina, y estaba tan emocionada, que no dejó de llorar durante toda la ceremonia. Recibió conmigo la sagrada comunión, pues aquel día feliz tuve la dicha de volver a unirme a Jesús.

Pasadas estas fiestas deliciosas e inolvidables, mi vida volvió a la normalidad; es decir, tuve que reanudar la vida de pensionista, que tan penosa me resultaba.

Aquellos días que rodearon mi primera comunión, me gustaba convivir con las niñas de mi edad, todas ellas llenas de buena voluntad y decididas, como yo, a tomar en serio la práctica de la virtud. Pero ahora tenía que volver a ponerme en contacto con alumnas muy diferentes, disipadas, que no querían guardar el reglamento, y eso me hacía muy desgraciada.

Yo era de carácter alegre, pero no sabía jugar a los juegos de las niñas de mi edad. Muchas veces, en el recreo, me apoyaba en un árbol y desde allí contemplaba el espectáculo sumida en profundas reflexiones.

Había inventado un juego que me gustaba mucho. Consistía en enterrar a los pobres pajaritos que encontrábamos muertos bajo los árboles. Muchas alumnas se animaron a ayudarme, de forma que nuestro cementerio quedó muy bonito, todo plantado de árboles y flores proporcionados al tamaño de nuestros pajaritos.

También me gustaba contar historietas que yo misma inventaba a medida que me iban viniendo a la imaginación. Entonces mis compañeras me rodeaban presurosas, y a veces algunas de las mayores se unían al grupo de las oyentes. Una misma historia solía durar varios días, pues me gustaba hacerla cada vez más interesante a medida que iba viendo en los rostros de mis compañeras la impresión que producía. Pero la profesora no tardó en prohibirme ese oficio de orador, pues quería vernos jugar y correr, en lugar de discurrir...

Retenía con facilidad el sentido de lo que estudiaba, pero me costaba trabajo aprender de memoria. Por eso, el año que precedió a mi primera comunión, pedía permiso casi todos los días para estudiar el catecismo durante el recreo. Mi esfuerzos se vieron coronados por el éxito, y fui siempre la primera. Si, por casualidad, perdía ese puesto por una sola palabra que hubiera olvidado, mi dolor se exteriorizaba en lágrimas amargas que el Sr. abate Domin no sabía cómo calmar... Estaba muy contento de mí (excepto cuando lloraba) y me llamaba su doctorcito, debido a mi nombre de Teresa.

Una vez, la alumna que me seguía no supo hacer a su compañera la pregunta del catecismo. El Sr. abate preguntó en vano a toda la fila de alumnas, hasta llegar a mí, y entonces dijo que quería ver si merecía el primer puesto. Yo, en mi profunda humildad, no deseaba otra cosa, y, levantándome, muy segura de mí misma, contesté a lo que se me preguntaba sin cometer ni un solo error, con gran asombro de toda la clase...

Mi interés por el catecismo continuó, después de mi primera comunión, hasta que salí del internado.

Me iba muy bien en los estudios y era casi siempre la primera. En lo que más descollaba era en historia y en redacción. Todas mis profesoras me tenían por una alumna muy inteligente. Pero no sucedía lo mismo en casa de mi tío, donde pasaba por ser una pequeña ignorante, buena y dulce, sí, pero poco capaz y torpe...

No me extraña esa opinión que mis tíos tenían de mí, y que sin duda aún siguen teniendo, pues apenas hablaba y era muy tímida, y cuando escribía, mi letra de gato y mi ortografía, que no es más que normalita, no eran para entusiasmar a nadie...

Verdad es que las pequeñas labores de costura, de bordado y otras por el estilo se me daban bien y a gusto de mis profesoras. Pero la manera torpe y desmañada de sujetar la labor justificaba la opinión poco favorable que tenían de mí.

Todo esto lo considero como una gracia, pues Dios, que quería mi corazón sólo para él, escuchaba ya mi súplica, «cambiándome en amargura todos los consuelos de la tierra». Y, por cierto, que tenía una gran necesidad de ello, pues no era precisamente insensible a los elogios. Con bastante frecuencia alababan delante de mí la inteligencia de las demás, pero nunca la mía, por lo que llegué a la conclusión de que no era inteligente, y me resigné a no serlo...

Mi corazón sensible y cariñoso se hubiera entregado fácilmente si hubiera encontrado un corazón capaz de comprenderlo.

Intenté trabar amistad con algunas niñas de mi edad, sobre todo con dos de ellas. Yo las quería, y también ellas me querían a mí en la medida en que podían. Pero, ¡¡¡ay, qué raquítico y voluble es el corazón de las criaturas...!!! Pronto comprobé que mi amor no era correspondido. Una de mis amigas tuvo que irse a su casa, y regresó pocos meses después. Durante su ausencia, yo la había recordado y había guardado cuidadosamente un pequeña sortija que me había regalado. Al ver de nuevo a mi compañera, me alegré mucho, pero, ¡ay!, sólo logré de ella una mirada indiferente... Mi amor no era comprendido. Lo sentí mucho, y no quise mendigar un cariño que me negaban. Pero Dios me ha dado un corazón tan fiel, que cuando ama a alguien limpiamente, lo ama para siempre; por eso, seguí rezando por mi compañera y aún la sigo queriendo...

Al ver que Celina se había encariñado de una de nuestras profesoras, yo quise imitarla; pero como no sabía ganarme la simpatía de las criaturas, no pude conseguirlo.

¡Feliz ignorancia, que me ha librado de tantos males...! ¡Cómo le agradezco a Jesús que no me haya hecho encontrar más que «amargura en las amistades de la tierra»! Con un corazón como el mío, me habría dejado atrapar y cortar las alas, y entonces ¿cómo hubiera podido «volar y hallar reposo»? ¿Cómo va a poder unirse íntimamente a Dios un corazón entregado al afecto de las criaturas?... Pienso que es imposible. Aunque no he llegado a beber de la copa emponzoñada del amor demasiado ardiente de las criaturas, sé que no me equivoco. ¡He visto a tantas almas volar como pobres mariposas y quemarse las alas, seducidas por esta luz engañosa, y luego volver a la verdadera, a la dulce luz del amor, que les daba nuevas alas, más brillantes y más ligeras, para poder volar hacia Jesús, ese Fuego divino «que arde sin consumirse»!

¡Sí, lo sé! Jesús me veía demasiado débil para exponerme a la tentación. Tal vez me hubiera dejado quemar toda entera por esa luz engañosa, si la hubiera visto brillar ante mis ojos... Pero no fue así. Yo sólo he encontrado amargura donde otras almas más fuertes encuentran alegría y se desasen de ella por fidelidad.

No tengo, pues, ningún mérito por no haberme entregado al amor de las criaturas, ya que sólo la misericordia de Dios me preservó de hacerlo... Reconozco que, sin El, habría podido caer tan bajo como santa María Magdalena, y las profundas palabras de Nuestro Señor a Simón resuenan con gran dulzura en mi alma... Lo sé muy bien: «Al que poco se le perdona, poco ama». Pero sé también que a mí Jesús me ha perdonado mucho más que a santa María Magdalena, pues me ha perdonado por adelantado, impidiéndome caer.

¡Cómo me gustaría saber explicar lo que pienso...! Voy a poner un ejemplo.

Supongamos que el hijo de un doctor muy competente encuentra en su camino una piedra que le hace caer, y que en la caída se rompe un miembro. Su padre acude enseguida, lo levanta con amor y cura sus heridas, valiéndose para ello de todos los recursos de su ciencia; y pronto su hijo, completamente curado, le demuestra su gratitud. ¡Qué duda cabe de que a ese hijo le sobran motivos para amar a su padre!

Pero voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino de su hijo hay una piedra, se apresura a ir antes que él y la retira (sin que nadie lo vea). Ciertamente que el hijo, objeto de la ternura previsora de su padre, si DESCONOCE la desgracia de que su padre lo ha librado, no le manifestará su gratitud y le amará menos que si lo hubiese curado... Pero si llega a saber el peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará todavía mucho más?

Pues bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere que yo le ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le ame mucho, como santa María Magdalena, sino que ha querido que YO SEPA hasta qué punto él me ha amado a mí, con un amor de admirable prevención, para que ahora yo le ame a él ¡con locura...!

He oído decir que no se ha encontrado todavía un alma pura que haya amado más que un alma arrepentida. ¡Cómo me gustaría desmentir esas palabras...!

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Enfermedad de los escrúpulos

Veo que me he alejado mucho del tema, así que me apresuro a volver a él.

El año que siguió a mi primera comunión transcurrió, casi todo él, sin pruebas interiores para mi alma. Pero durante el retiro para la segunda comunión me vi asaltada por la terrible enfermedad de los escrúpulos... Hay que pasar por ese martirio para saber lo que es. ¡Imposible decir lo que sufrí durante un año y medio...! Todos mis pensamientos y mis acciones, aun los más sencillos, se me convertían en motivo de turbación. La única forma de recobrar la paz era contárselo a María, lo cual me costaba mucho, pues me creía obligada a decirle hasta los pensamientos extravagantes que tenía acerca de ella misma. En cuanto soltaba mi carga, disfrutaba por un momento de paz; pero esa paz pasaba como un relámpago, y enseguida volvía a comenzar mi martirio.

¡Cuánta paciencia tuvo que tener mi querida María para escucharme sin dar nunca muestras de cansancio...!

Apenas volvía de la Abadía, ya se ponía a rizarme el pelo para el día siguiente (pues, para dar gusto a papá, la reinecita llevaba todos los días el pelo rizado, con gran admiración de sus compañeras, y especialmente de las profesoras, que no veían a niñas tan bien atendidas por sus padres). Durante la sesión, yo no dejaba de llorar, contando todos mis escrúpulos.

Al terminar el año, Celina terminó sus estudios y regresó a casa. Y la pobre Teresa, que tuvo que volver sola al colegio, no tardó en caer enferma. El único atractivo que la retenía en el internado era vivir con su inseparable Celina; sin ella, «su hijita» ya no podía seguir allí...

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Señora de Papinau

Salí, pues, de la Abadía a la edad de 13 años, y continué mi educación recibiendo varias clases a la semana en casa de la «Sra. de Papinau». Era una persona muy buena, y muy culta, pero con ciertos aires de solterona. Vivía con su madre, y era una maravilla ver las buenas migas que hacían las tres (pues la gata era también de la familia, y yo tenía que soportar que ronronease sobre mis cuadernos, e incluso admirar su linda figura).

Tenía la ventaja de vivir en la intimidad de la familia. Como los Buissonnets quedaban demasiado lejos para las piernas ya un poco viejas de mi profesora, había pedido que fuera yo a su casa para las clases.

Cuando llegaba, normalmente no encontraba más que a la anciana señora de Cochain, que me miraba «con sus grandes ojos claros» y luego llamaba con voz serena y juiciosa: «¡Señora de Papinau..., la se...ñorita Te...resa está aquí...!» Su hija le contestaba inmediatamente, con voz infantil: «Ya voy, mamá». Y luego empezaba la clase.

Estas clases tenían también la ventaja (además de la instrucción que en ellas recibía) de hacerme conocer el mundo... ¡Quién lo hubiera creído...! En aquella sala, amueblada a la antigua, yo asistía con frecuencia, rodeada de libros y de cuadernos, a visitas de toda índole: sacerdotes, señoras, señoritas, etc. La señora de Cochain llevaba la batuta de la conversación todo lo que podía, para que su hija pudiera darme la clase; pero esos días no aprendía apenas nada: con la nariz encima del libro, escuchaba todo lo que decían, e incluso lo que más me valiera no haber escuchado, pues la vanidad se desliza muy fácilmente en el corazón... Una señora decía que yo tenía un pelo precioso; otra, al despedirse, creyendo que yo no la oía, preguntaba quién era aquella muchacha tan bonita. Y esas palabras, tanto más halagadoras cuanto que no se decían delante de mí, dejaban en mi alma una sensación de placer que me demostraba a las claras lo llena de amor propio que yo estaba.

¡Qué lástima me dan las almas que se pierden...! Es tan fácil extraviarse por los senderos floridos del mundo... Ciertamente, para un alma un tanto elevada, la dulzura que él ofrece va mezclada de amargura, y el vacío inmenso de los deseos nunca podrá llenarse con las alabanzas de un instante... Pero si mi corazón no se hubiese elevado hacia Dios desde su primer despertar, si el mundo me hubiese sonreído desde mi entrada en la vida, ¿qué habría sido de mí...?

¡Madre querida, con cuánta gratitud canto las misericordias del Señor...! ¿No me retiró él del mundo, según las palabras de la Sabiduría, «antes que la malicia pervirtiera mi conciencia y que la perfidia sedujera mi alma...»?

También la Santísima Virgen velaba por su florecita, y no queriendo que se marchitase al contacto con las cosas de la tierra, se la llevó a su montaña antes de que se abriese su corola... Mientras esperaba la llegada de ese momento feliz, Teresita iba creciendo en el amor a su Madre del cielo, y para demostrarle ese amor hizo algo que le costó mucho y que voy a contar en pocas palabras a pesar de su extensión.

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MANUSCRITO A 9999