MANUSCRITO A 9999

Deseos de entrar en el Carmelo

Cuando un jardinero rodea de cuidados a una fruta que quiere que madure antes de tiempo, no es para dejarla colgada en el árbol, sino para presentarla en una mesa ricamente servida. Con parecida intención prodigaba Jesús sus gracias a su florecita... El, que en los días de su vida mortal exclamó en un transporte de alegría: «Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla», quería hacer resplandecer en mí su misericordia. Porque yo era débil y pequeña, se abajaba hasta mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor. Si los sabios que se pasan la vida estudiando hubiesen venido a preguntarme, se hubieran quedado asombrados al ver a una niña de catorce años comprender los secretos de la perfección, unos secretos que toda su ciencia no puede descubrirles a ellos porque para poseerlos es necesario ser pobres de espíritu...

Como dice san Juan de la Cruz en su Cántico:

«Sin otra luz ni guía

sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba

más cierto que la luz del mediodía adonde me esperaba

quien yo bien me sabía».

Ese lugar era el Carmelo. Pero antes de «sentarme a la sombra de Aquel a quien deseaba», tenía que pasar por muchas pruebas. Pero la llamada divina era tan apremiante, que si hubiera tenido que pasar entre llamas, lo habría hecho por ser fiel a Jesús...

Sólo encontré un alma que me animase en mi vocación: la de mi Madre querida... Mi corazón encontró en el suyo un eco fiel; y sin ella, yo no habría llegado en modo alguno a la ribera bendita que la había acogido a ella cinco años antes en su suelo impregnado del rocío celestial...

Sí, hacía cinco años que yo estaba separada de ti, Madre querida, y creía que te había perdido. Pero en el momento de la prueba fue tu mano la que me indicó el camino que debía seguir... Necesitaba ese consuelo, pues las visitas al locutorio del Carmelo me resultaban cada vez más penosas; no podía hablar de mis deseos de entrar, sin verme rechazada. María pensaba que era demasiado joven y hacía todo lo posible por impedirme entrar; y tú misma, Madre, a fin de probarme, tratabas a veces de moderar mi entusiasmo . En fin, que si no hubiese tenido verdadera vocación, me hubiera vuelto atrás desde el primer momento, pues en cuanto empecé a responder a la llamada de Jesús me encontré con obstáculos.

No quise hablarle a Celina de mis deseos de entrar tan joven en el Carmelo, y eso aumentó mi sufrimiento, pues me resultaba muy difícil ocultarle nada... Pero este sufrimiento no duró mucho, pues pronto mi hermanita querida se enteró de mi determinación, y, lejos de intentar disuadirme, aceptó con un valor admirable el sacrificio que Dios le pedía; para entender cuán grande era ese sacrificio, habría que saber hasta qué punto estábamos unidas...

Una misma alma, por así decirlo, nos hacía vivir. Desde hacía algunos meses, disfrutábamos juntas de la vida más dulce que unas jóvenes puedan soñar. Todo alrededor de nosotras respondía a nuestros gustos. Teníamos una gran libertad. En una palabra, yo solía decir que nuestra vida era en la tierra el ideal de la felicidad...

Pero apenas habíamos comenzado a saborear este ideal de la felicidad, tuvimos que renunciar libremente a él, y mi querida Celina no se rebeló ni por un instante.

Sin embargo, podría haberse quejado, ya que Jesús no la llamaba a ella la primera... Tenía la misma vocación que yo, por lo cual le tocaba a ella partir antes... Pero así como, en tiempos de los mártires, los que quedaban en la cárcel daban gozosos el beso de paz a sus hermanos que partían primero para combatir en la arena, y se consolaban pensando que tal vez a ellos se les reservaba para combates todavía mayores, igualmente Celina dejó alejarse a su Teresa y se quedó sola para el glorioso y sangriento combate al que Jesús la tenía destinada como privilegiada de su amor...

Celina, pues, se convirtió en confidente de mis luchas y de mis sufrimientos, y tomó en ellos tanta parte como si se hubiera tratado de su propia vocación. De parte de ella no temía yo ninguna oposición.

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Confidencia a mi padre

Lo que no sabía era qué medio emplear para decírselo a papá... ¿Cómo hablarle de separarse de su reina, a él que acababa de sacrificar a sus tres hijas mayores...? ¡Cuántas luchas interiores no tuve que sufrir antes de sentirme con ánimos para hablar...! Sin embargo, tenía que decidirme. Yo iba cumplir catorce años y medio, y sólo seis meses nos separaban de la hermosa noche de Navidad, en que había decidido ingresar a la misma hora en que el año anterior había recibido «mi gracia».

Escogí el día de Pentecostés para hacerle a papá mi gran confidencia. Todo el día estuve suplicando a los santos apóstoles que intercedieran por mí y que me inspiraran ellos las palabras que habría de decir... ¿No eran ellos, en efecto, quienes tenían que ayudar a aquella niña tímida que Dios tenía destinada a ser apóstol de apóstoles por medio de la oración y el sacrificio...?

Hasta por la tarde, al volver de Vísperas, no encontré la ocasión de hablar a mi papaíto querido. Había ido a sentarse al borde del aljibe, y desde allí, con las manos juntas, contemplaba las maravillas de la naturaleza. El sol, cuyos rayos habían perdido ya su ardor, doraba las copas de los altos árboles, en los que los pajarillos cantaban alegres su oración de la tarde.

El hermoso rostro de papá tenía una expresión celestial. Comprendí que la paz inundaba su corazón. Sin decir una sola palabra, fui a sentarme a su lado, con los ojos bañados ya en lágrimas. Me miró con ternura, y cogiendo mi cabeza la apoyó en su pecho, diciéndome: »¿Qué te pasa, reinecita... Cuéntamelo...» Luego, levantándose, como para disimular su propia emoción, echó a andar lentamente, manteniendo mi cabeza apoyada en su pecho.

A través de las lágrimas, le confié mi deseo de entrar en el Carmelo, y entonces sus lágrimas se mezclaron con las mías; pero no dijo ni una palabra para hacerme desistir de mi vocación. Simplemente se contentó con hacerme notar que yo era todavía muy joven para tomar una decisión tan grave.

Pero yo defendí tan bien mi causa, que papá, con su modo de ser sencillo y recto, quedó pronto convencido de que mi deseo era el de Dios; y con su fe profunda, me dijo que Dios le hacía un gran honor al pedirle así a sus hijas.

Seguimos paseando un largo rato. Mi corazón, confortado por la bondad con que aquel padre incomparable había acogido mis confidencias, se volcó dulcemente en el suyo. Papá parecía gozar de esa alegría serena que da el sacrificio consumado. Me habló como un santo, y me gustaría acordarme de sus palabras para transcribirlas aquí, pero sólo conservo de ellas un recuerdo demasiado perfumado para poderlo expresar.

De lo que sí me acuerdo perfectamente es de la acción simbólica que mi querido rey realizó sin saberlo. Acercándose a un muro poco elevado, me mostró unas florecillas blancas, parecidas a lirios en miniatura ; y tomando una de aquellas flores, me la dio, explicándome con cuánto esmero Dios la había hecho nacer y la había conservado hasta aquel día. Al oírle hablar, me parecía estar escuchando mi propia historia, tanta semejanza había entre lo que Jesús había hecho con aquella florecilla y con Teresita ...

Recibí aquella flor como una reliquia, y observé que, al querer cogerla, papá había arrancado todas sus raíces sin troncharlas, como si estuviera destinada a seguir viviendo en otra tierra más fértil que el blando musgo en el que habían transcurrido sus primeras alboradas... Era exactamente lo mismo que papá acababa de hacer conmigo poco antes al permitirme subir a la montaña del Carmelo y abandonar el dulce valle testigo de mis primeros pasos por la vida.

Puse mi florecita blanca en mi libro de la Imitación, en el capítulo titulado: «Del amor a Jesús sobre todas las cosas», y todavía sigue allí. Sólo el tallo se ha roto muy cerca de la raíz, y Dios parece decirme con eso que pronto romperá los lazos de su florecita y que no la dejará marchitarse en la tierra.

Una vez obtenido el consentimiento de papá, pensé que podría volar ya sin temor alguno hacia el Carmelo. Pero muchos y muy dolorosos contratiempos debían aún someter a prueba mi vocación.

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Mi tío cambia de opinión

Cuando fui a comunicarle a mi tío la decisión que había tomado, lo hice temblando. Me prodigó las mayores muestras de ternura, pero no me dio permiso para irme; al contrario, me prohibió hablarle de mi vocación antes de cumplir los 17 años. Era un atentado a la prudencia humana, decía, dejar entrar en el Carmelo a una niña de 15 años. Siendo la vida de las carmelitas a los ojos del mundo una vida propia de filósofos, sería hacer un grave daño a la religión permitir que la abrazase una niña sin experiencia... Todo el mundo hablaría, etc... etc... Hasta llegó a decir que para decidirle a dejarme partir haría falta un milagro.

Vi claro que todos mis razonamientos serían inútiles, así que me fui con el corazón sumido en la más profunda amargura.

Mi único consuelo era la oración. Suplicaba a Jesús que hiciese el milagro que exigía mi tío, ya que sólo a ese precio podría yo responder a su llamada.

Pasó bastante tiempo hasta que me atreví a volver a hablarle a mi tío; me costaba horrores ir a su casa. El, por su parte, no parecía pensar ya en mi vocación; pero supe más tarde que mi enorme tristeza lo predispuso mucho a mi favor.

Antes de hacer brillar en mi alma un rayo de esperanza, Dios quiso enviarme un martirio sumamente doloroso, que duró tres días. Nunca como en aquella prueba comprendí de bien el dolor de la Santísima Virgen y de san José mientras buscaban al divino Niño Jesús... Me encontraba en un triste desierto, o, mejor, mi alma parecía un frágil esquife, abandonado sin piloto a merced de las olas tempestuosas...

Lo sé, Jesús estaba allí, dormido en mi barquilla; pero la noche era tan negra, que me era imposible verle. Ni una luz. Ni siquiera un relámpago que viniese a surcar las sombrías nubes... Es cierto que es muy triste el resplandor de los relámpagos; pero, al menos, si la tormenta hubiese estallado abiertamente, habría podido ver por un momento a Jesús... Pero era la noche, la noche profunda del alma... Y como Jesús en el huerto de la agonía, me sentía sola, sin encontrar consuelo alguno ni en la tierra ni en el cielo. ¡¡¡Como si el mismo Dios me hubiese abandonado...!!!

La naturaleza parecía participar también de mi amarga tristeza: durante esos tres días, el sol no hizo brillar ni uno de sus rayos y la lluvia cayó a torrentes. (He observado que en todas las ocasiones importantes de mi vida la naturaleza ha sido como una imagen de mi alma. En los días de lágrimas el cielo lloraba conmigo; en los días de alegría el cielo enviaba con profusión sus alegres rayos y ni una sola nube oscurecía el cielo azul...)

Por fin, al cuarto día, que era sábado, día dedicado a la dulce Reina del cielo, fui a ver a mi tío. ¡Y cuál no sería mi sorpresa al ver que me miraba y que me hacía entrar en su despacho sin que yo le hubiese manifestado deseo alguno de hacerlo...! Empezó dirigiéndome tiernos reproches por portarme con él como si le tuviera miedo, y luego me dijo que no hacía falta pedir un milagro: que él sólo había pedido a Dios que le diera «una simple inclinación del corazón», y que había sido escuchado...

Ya no sentí la tentación de pedir un milagro, pues para mí el milagro ya estaba concedido: mi tío no era el mismo.

Sin hacer la menor alusión a la «prudencia humana», me dijo que yo era una florecita que Dios quería cortar, y que él no seguiría oponiéndose a ello...

Esta respuesta definitiva era realmente digna de él. Por tercera vez, este cristiano de otros tiempos permitía que una de las hijas adoptivas de su corazón fuera a sepultarse lejos del mundo.

También mi tía fue admirable por su ternura y su prudencia. No recuerdo que, durante el tiempo de mi prueba, me haya dicho una sola palabra que pudiera aumentarla. Yo veía que le daba mucha pena su pobre Teresita. Por eso, cuando obtuve el consentimiento de mi tío, también ella me dio el suyo, aunque no sin hacerme ver de mil maneras que mi partida le iba a costar mucho... ¡Ay, qué lejos estaban nuestros queridos parientes de sospechar entonces que tendrían que renovar otras dos veces ese mismo sacrificio...! Pero Dios, al tender la mano para seguir pidiendo, no la presentó vacía: sus amigos más queridos pudieron beber en ella, y con abundancia, la fuerza y el valor que tanto necesitaban...

Pero mi corazón me ha llevado muy lejos del tema; vuelvo a él casi a disgusto.

Después de la respuesta de mi tío, ya comprenderás, Madre mía, con qué alegría emprendí el camino de regreso a los Buissonnets bajo «un hermoso cielo en el que las nubes se habían disipado por completo»...

También en mi alma había cesado la noche. Jesús, despertándose, me había devuelto la alegría, el ruido de la olas se había calmado. En lugar del viento de la prueba, henchía mi vela una brisa ligera, y yo creía que pronto llegaría a la ribera bendita que ya divisaba muy cerca de mí. Y esa ribera estaba, en efecto, muy cerca de mi barquilla; pero aún debía levantarse más de una tormenta, que ocultaría a su vista el faro luminoso, haciéndole temer que se había alejado para siempre de la playa tan ardientemente deseada...

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Oposición del superior

Pocos días después de haber conseguido el consentimiento de mi tío, fui a verte, Madre querida, y te hablé de mi alegría por que todas mis pruebas hubiesen ya pasado. Pero ¡cuáles no fueron mi sorpresa y mi aflicción al oírte decir que el Superior no permitía que entrara antes de los 21 años...!

Nadie había pensado en esta oposición, la más invencible de todas. Sin embargo, sin desanimarme, yo misma fui con papá y con Celina a ver a nuestro Padre, para intentar conmoverle haciéndole ver que tenía verdadera vocación de carmelita.

Nos recibió con gran frialdad. Y por más que mi incomparable papaíto unió sus instancias a las mías, nada pudo hacerle cambiar de parecer. Me dijo que no había ningún peligro en esperar, que yo podía llevar vida de carmelita en mi casa, que no estaría todo perdido porque no me diera disciplina, etc... etc... Por último, añadió que él no era más que el delegado de Monseñor, y que si éste quería permitirme entrar en el Carmelo, él no tendría nada que decir...

Salí de la rectoral hecha un mar de lágrimas; gracias a Dios, estaba escondida bajo el paraguas, pues la lluvia caía torrencialmente.

Papá no sabía cómo consolarme... Me prometió llevarme a Bayeux en cuanto se lo pedí, pues estaba decidida a conseguir mi propósito. Llegué incluso a decir que iría hasta el Santo Padre, si Monseñor no quería permitirme entrar en el Carmelo a los 15 años...

Muchas cosas pasaron antes del viaje a Bayeux. Exteriormente, mi vida parecía la misma. Seguía estudiando, Celina me daba clases de dibujo, y mi experta profesora encontraba en mí muchas cualidades para su arte.

Sobre todo, crecía en el amor de Dios. Sentía en mi corazón unos ímpetus que hasta entonces no conocía. A veces tenía verdaderos transportes de amor. Una noche, no sabiendo cómo decirle a Jesús que le amaba y cómo deseaba que fuese amado y glorificado en todas partes, pensé con dolor que él nunca podría recibir en el infierno un solo acto de amor; y entonces le dije a Dios que, por agradarle, aceptaría gustosa verme sumergida allí, a fin de que fuese amado eternamente en ese lugar de blasfemias... Yo sabía bien que eso no podía glorificarle, porque él sólo desea nuestra felicidad. Pero cuando se ama, una siente necesidad de decir mil locuras.

Si hablaba de esa manera, no era porque el cielo no atrajera mis deseos, sino porque en aquel entonces mi único cielo era el amor, y sentía, como san Pablo, que nada podría apartarme del objeto divino que me había hechizado...

Antes de abandonar el mundo, Dios me concedió el consuelo de contemplar de cerca las almas de los niños . Al ser la más pequeña de la familia, nunca había tenido esta suerte. He aquí las tristes circunstancias que me la depararon.

Una buena mujer, pariente de nuestra sirvienta, murió en la flor de la edad, dejando tres niños muy pequeños. Durante su enfermedad, trajimos a nuestra casa a las dos niñas pequeñas, la mayor de la cuales no tenía todavía seis años. Yo me encargaba de cuidarlas durante todo el día, y era para mí un auténtico placer ver con qué candor creían todo lo que les decía. Tiene que dejar el santo bautismo en las almas un germen muy profundo de las virtudes teologales, ya que aparecen ya desde la infancia, y basta la esperanza de los bienes futuros para hacerles aceptar los sacrificios.

Cuando quería ver a mis dos niñas haciendo buenas migas entre ellas, en vez de prometer juguetes o bombones a la que cediese primero, les hablaba de las recompensas eternas que el Niño Jesús daría en el cielo a los niñitos buenos. La mayor, cuya razón empezaba ya a despertarse, me miraba con ojos resplandecientes de alegría, me hacía mil preguntas encantadoras sobre el Niño Jesús y su hermoso cielo, y me prometía entusiasmada ceder siempre ante su hermana. Y me decía que jamás en la vida olvidaría lo que la «gran señorita», como ella me llamaba, le había enseñado...

Viendo de cerca a estas almas inocentes, comprendí la desgracia que supone el no formarlas bien desde su mismo despertar, cuando se asemejan a la cera blanda sobre la que se puede dejar grabada la huella de las virtudes, pero también la huella del mal... Comprendí lo que dice Jesús en el Evangelio: «Mejor sería ser arrojado al mar que escandalizar a uno solo de estos pequeños».

¡Cuántas almas llegarían a la santidad si fuesen bien dirigidas...!

Sé muy bien que Dios no tiene necesidad de nadie para realizar su obra. Pero así como permite a un hábil jardinero cultivar plantas delicadas y le da para ello los conocimientos necesarios, reservándose para sí la misión de fecundarlas, de la misma manera quiere Jesús ser ayudado en su divino cultivo de las almas.

¿Qué ocurriría si un jardinero desmañado no injertase bien los árboles? ¿Si no conociese bien la naturaleza de cada uno de ellos y se empeñase en hacer brotar rosas de un melocotonero...? Haría morir al árbol, que, sin embargo, era bueno y capaz de producir frutos.

De la misma manera hay que saber reconocer desde la infancia lo que Dios pide a las almas y secundar la acción de su gracia, sin acelerarla ni frenarla nunca.

Como los pajaritos aprender a cantar escuchando a sus padres, así los niños aprenden la ciencia de las virtudes, el canto sublime del amor de Dios, de las almas encargadas de formarles para la vida.

Recuerdo que entre mis pájaros tenía un canario que cantaba de maravilla. Tenía también un pardillo al que le prodigaba cuidados verdaderamente maternales porque lo había adoptado antes que pudiese gozar la dicha de la libertad. Este pobre prisionerito no tenía padres que le enseñasen a cantar, pero como oía de la mañana a la noche a su compañero el canario lanzar sus alegres trinos, quiso imitarlo... Empresa difícil para un pardillo, por lo que a su dulce voz le costó mucho acordarse a la voz vibrante de su profesor de música. Era asombroso ver los esfuerzos que hacía el pobrecito, pero al fin se vieron coronados por el éxito, pues su canto, aunque un poco más apagado, era absolutamente idéntico al del canario.

¡Madre mía querida! Tu fuiste quien me enseñó a mí a cantar... Tu voz me cautivó desde la infancia, y ahora ¡¡¡me encanta oír decir que me parezco a ti!!! Sé cuánto me falta para ello, pero, a pesar de mi debilidad, espero cantar eternamente el mismo cántico que tú...

Antes de mi entrada en el Carmelo, tuve también otras muchas experiencias sobre la vida y las miserias del mundo. Pero esos detalles me llevarían demasiado lejos. Voy a reanudar el relato de mi vocación.

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Viaje a Bayeux

El 31 de octubre fue el día fijado para mi viaje a Bayeux. Partí sola con papá, con el corazón henchido de esperanza, pero también muy emocionada al pensar que iba a presentarme al obispo. Por primera vez en mi vida iba a hacer un visita sin que me acompañaran mis hermanas, ¡y esta visita era nada menos que a un obispo! Yo, que nunca hablaba, a no ser para contestar a las preguntas que me hacían, tenía que explicar por mí misma el motivo de mi visita y exponer las razones que me movían a solicitar la entrada en el Carmelo. En una palabra, iba a tener que demostrar la solidez de mi vocación.

¡Cuánto me costó hacer ese viaje! Tuvo que concederme Dios una gracia muy especial para que pudiera vencer mi gran timidez... Aunque también es verdad que «para el amor nada hay imposible, porque todo lo cree posible y permitido». Y realmente sólo el amor de Jesús podía hacerme vencer aquellas dificultades y las que vendrían más tarde, pues quiso hacerme comprar mi vocación a costa de pruebas muy grandes...

Hoy, que gozo de la soledad del Carmelo (descansando a la sombra de Aquel a quien tan ardientemente deseé), creo que he comprado mi dicha a muy bajo precio y estaría dispuesta a soportar sufrimientos mucho mayores para alcanzarla si aún no la tuviese.

Cuando llegamos a Bayeux, llovía a cántaros. Papá, que no quería ver a su reinecita entrar en el obispado con su hermoso vestido hecho una sopa, la hizo subir a un ómnibus que nos llevó a la catedral. Allí comenzaron mis desgracias.

Monseñor, con todo su presbiterio, estaba asistiendo a un solemne funeral. La iglesia estaba llena de señoras vestidas de luto, y todo el mundo me miraba a mí con mi vestido claro y mi sombrero blanco. Hubiera querido salir de la iglesia, pero no había ni que pensarlo a causa de la lluvia. Y para humillarme más todavía, Dios permitió que papá, con su sencillez patriarcal, me hiciese pasar hasta el fondo de la catedral; yo, por no disgustarlo, obedecí de buen grado y ofrecí aquella distracción a los habitantes de Bayeux, a los que deseaba no haber conocido en mi vida...

Por fin pude respirar tranquila en una capilla que había detrás del altar mayor, y allí me quedé un largo rato rezando con fervor, en espera de que la lluvia cesase y nos dejase salir.

Al salir, papá me hizo admirar la belleza del edificio, que al estar vacío parecía mucho mayor. Pero a mí sólo una idea me ocupaba el pensamiento, y no podía encontrarle gusto a nada.

Fuimos directamente a ver al Sr. Révérony, que estaba informado de nuestra llegada y que había fijado él mismo la fecha del viaje; pero estaba ausente. Así que tuvimos que andar errando por las calles, que me parecieron muy tristes.

Por fin, volvimos cerca del obispado, y papá me llevó a un hotel en el que no hice honor al buen cocinero.

Mi pobre papaíto me demostraba una ternura casi increíble. Me decía que no me preocupase, que seguro que Monseñor me concedería lo que iba a pedirle.

Después de descansar un poco, volvimos en busca del Sr. Révérony. Llegó al mismo tiempo que nosotros un señor, pero el Vicario general le pidió cortésmente que esperara y nos hizo entrar a nosotros primero en su despacho (el pobre señor tuvo tiempo de aburrirse, pues nuestra visita fue larga).

El Sr. Révérony se mostró muy amable, pero creo que le sorprendió mucho el motivo de nuestro viaje. Después de mirarme sonriente y de hacerme algunas preguntas, nos dijo: «Voy a presentarles a Monseñor, tengan la bondad de acompañarme». Y al ver brillar lágrimas en mis ojos, añadió: «¡Pero bueno!, estoy viendo diamantes... ¡No podemos enseñárselos a Monseñor...!»

Nos hizo atravesar varios aposentos muy amplios, adornados con retratos de obispos. Viéndome en aquellos enormes salones, me sentía como una pobre hormiguita y me preguntaba qué me atrevería a decirle a Monseñor.

El estaba paseando por una galería con dos sacerdotes. Vi que el Sr. Révérony le decía unas palabras y volvía con él. Nosotros lo esperábamos en su despacho, donde había tres enormes sillones colocados delante de la chimenea en la que chisporroteaba un buen fuego.

Al ver entrar a Su Excelencia, papá se arrodilló a mi lado para recibir su bendición. Luego Monseñor hizo tomar asiento a papá en uno de los sillones, se sentó frente a él, y el Sr. Révérony quiso que yo ocupara el del medio. Rehusé cortésmente, pero él insistió, diciéndome que tenía que demostrar si era capaz de obedecer. Me senté enseguida, sin pensarlo dos veces, y tuve que pasar por la vergüenza de verle a él tomar una silla mientras yo me veía arrellanada en un sillón donde habrían cabido cómodamente cuatro como yo (y más cómodas que yo, ¡pues me hallaba muy lejos de estarlo...!)

Yo esperaba que hablaría papá, pero me dijo que explicara yo misma a Monseñor el motivo de nuestra visita. Lo hice lo más elocuentemente que pude. Pero Su Excelencia, acostumbrado a la elocuencia, no pareció conmoverse mayormente por mis razones. Una sola palabra del Superior me hubiera valido mucho más que todas ellas, pero lamentablemente no la tenía y su oposición no abogaba precisamente en mi favor...

Monseñor me preguntó si hacía mucho tiempo que deseaba entrar en el Carmelo. -«Sí, Monseñor, muchísimo tiempo...» -«¡Vamos!, replicó riendo el Sr. Révérony, ¿no dirás que hace quince años que lo estás deseando?» -«Desde luego, respondí yo riendo también. Pero no hay que quitar muchos años, porque deseo ser religiosa desde que tengo uso de razón, y deseé el Carmelo desde que lo conocí, porque me parecía que en esta Orden se verían satisfechas todas las aspiraciones de mi alma».

No sé, Madre querida, si fueron éstas exactamente mis palabras, creo que lo dije todavía peor; pero, bueno, ese fue el sentido.

Monseñor, creyendo agradar a papá, intentó hacer que me quedara con él algunos años más. Por eso, no fue poca su sorpresa y su edificación al verlo ponerse de mi parte e interceder para que me concediera permiso para volar a los quince años.

Sin embargo, todo fue inútil. Dijo que antes de tomar una decisión, era indispensable tener una entrevista con el Superior del Carmelo.

Nada podía yo escuchar que me causase una pena mayor, pues conocía la abierta oposición de nuestro Padre. Así que, sin tener en cuenta ya la recomendación del Sr. Révérony, hice algo más que enseñar diamantes a Monseñor: ¡se los regalé...!

Vi muy bien que estaba emocionado. Poniendo su mano en mi cuello, apoyó mi cabeza sobre su hombro y me acarició como creo que nunca había acariciado a nadie. Me dijo que no todo estaba perdido, que estaba muy contento de que hiciese el viaje a Roma para afianzar mi vocación, y que, en vez de llorar, debería alegrarme. Añadió que, a la semana siguiente, tenía que ir a Lisieux y que le hablaría de mí al párroco de Santiago, y que no dudase que en Italia recibiría su respuesta.

Comprendí que era inútil seguir insistiendo. Además, ya no tenía nada más que decir, pues había agotado todos los recursos de mi elocuencia.

Monseñor nos acompañó hasta el jardín. Papá le hizo reír mucho contándole que, para aparentar más edad, me había hecho recoger el pelo. (Este detalle no lo echó Monseñor en saco roto, pues cuando habla de su «hijita» nunca deja de contar las historia de su pelo...)

El Sr. Révérony quiso acompañarnos hasta la puerta del jardín del obispado, y dijo a papá que nunca se había visto una cosa así: «¡Un padre tan deseoso de entregar a Dios su hija como ésta de ofrecerse a él!»

Papá le pidió algunas explicaciones sobre la peregrinación, entre otras cómo había que ir vestidos para presentarse ante el Santo Padre. Aún lo estoy viendo darse vuelta ante el Sr. Révérony, diciéndole: «¿Estaré bien así...?»

El le había dicho también a Monseñor que si él no me daba permiso para entrar en el Carmelo, yo pediría esta gracia al Sumo Pontífice.

Era muy sencillo en sus palabras y en sus modales mi querido rey, pero era tan guapo... Tenía una distinción tan natural, que debió de agradarle mucho a Monseñor, acostumbrado a verse rodeado de personajes que conocían todas las reglas de la etiqueta, pero no al Rey de Francia y de Navarra en persona con su reinecita ...

Cuando llegué a la calle, volvieron a correr las lágrimas, pero no tanto a causa de mi disgusto cuanto por ver que mi papaíto querido acababa de hacer un viaje inútil... El, que saboreaba ya por adelantado la alegría de enviar un telegrama al Carmelo anunciando la feliz respuesta de Monseñor, se veía obligado a volver sin respuesta de ninguna clase...

¡Qué disgusto tan grande tenía yo...! Me parecía que mi futuro estaba roto para siempre. Cuanto más me acercaba a la meta, más veía embrollarse mis asuntos.

Mi alma estaba hundida en la amargura, pero también en la paz, pues lo único que buscaba era la voluntad de Dios.

En cuanto llegamos a Lisieux, fui a buscar consuelo en el Carmelo, y lo encontré a tu lado, Madre querida. ¡No!, nunca olvidaré todo lo que tú sufriste por mi causa. Si no temiera profanarlas sirviéndome de ellas, podría repetir las palabras que Jesús dirigió a los apóstoles la noche de su Pasión: «Tú has permanecido siempre conmigo en mis pruebas...»

También mis queridísimas hermanas me ofrecieron muy dulces consuelos...

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CAPÍTULO VI EL VIAJE A ROMA (1887)

Tres días después del viaje a Bayeux, tenía que emprender otro mucho más largo: el viaje a la ciudad eterna...

¡Qué viaje aquél...! Sólo en él aprendí más que en largos años de estudios, y me hizo ver la vanidad de todo lo pasajero y que todo es aflicción de espíritu bajo el sol...

Sin embargo, vi cosas muy hermosas; contemplé todas las maravillas del arte y de la religión; y, sobre todo, pisé la misma tierra que los santos apóstoles y la tierra regada con la sangre de los mártires, y mi alma se ensanchó al contacto con las cosas santas...

Me alegro mucho de haber estado en Roma; pero comprendo a quienes, en el mundo, pensaron que papá me había hecho hacer este largo viaje para hacerme cambiar de idea sobre la vida religiosa. Y la verdad es que hubo cosas en él capaces de hacer vacilar una vocación poco firme.

Celina y yo, que nunca habíamos vivido entre gentes del gran mundo, nos encontramos metidas en medio de la nobleza, de la cual se componía casi exclusivamente la peregrinación. Pero todos aquellos títulos y aquellos «de», lejos de deslumbrarnos, no nos parecían más que humo...Vistos de lejos, me habían ofuscado un poco alguna vez, pero de cerca, vi que «no todo lo que brilla es oro» y comprendí estas palabras de la Imitación: «No vayas tras esa sombra que se llama el gran nombre, ni desees tener muchas e importantes relaciones, ni la amistad especial de ningún hombre».

Comprendí que la verdadera grandeza está en el alma, y no en el nombre, pues como dice Isaías: «El Señor dará otro nombre a sus elegidos», y san Juan dice también: «Al vencedor le daré una piedra blanca, en la que hay escrito un nombre nuevo que sólo conoce quien lo recibe». Sólo en el cielo conoceremos, pues, nuestros títulos de nobleza. Entonces cada cual recibirá de Dios la alabanza que merece. Y el que en la tierra haya querido ser el más pobre y el más olvidado, por amor a Jesús, ¡ése será el primero y el más noble y el más rico...!

La segunda experiencia que viví se refiere a los sacerdotes. Como nunca había vivido en su intimidad, no podía comprender el fin principal de la reforma del Carmelo. Orar por los pecadores me encantaba; ¡pero orar por las almas de los sacerdotes, que yo creía más puras que el cristal, me parecía muy extraño...!

En Italia comprendí mi vocación. Y no era ir a buscar demasiado lejos un conocimiento tan importante...

Durante un mes conviví con muchos sacerdotes santos, y pude ver que si su sublime dignidad los eleva por encima de los ángeles, no por eso dejan de ser hombres débiles y frágiles... Si los sacerdotes santos, a los que Jesús llama en el Evangelio «sal de la tierra», muestran en su conducta que tienen una enorme necesidad de que se rece por ellos, ¿qué habrá que decir de los que son tibios? ¿No ha dicho también Jesús: «Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?»

¡Qué hermosa es, Madre querida, la vocación que tiene como objeto conservar la sal destinada a las almas! Y ésta es la vocación del Carmelo, pues el único fin de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios es ser apóstoles de apóstoles, rezando por ellos mientras ellos evangelizan a las almas con su palabra, y sobre todo con su ejemplo...

He de detenerme, pues si continuase hablando de este tema, ¡no acabaría nunca...!

Voy a contarte mi viaje, Madre querida, con algún detalle; perdóname si te doy demasiados, pues no pienso lo que voy a escribir, y lo hago en tantos ratos perdidos, debido al poco tiempo libre que tengo, que mi narración quizás te resulte aburrida... Me consuela pensar que en el cielo volveré a hablarte de las gracias que he recibido y que entonces podré hacerlo con palabras amenas y arrobadoras... Allí nada vendrá ya a interrumpir nuestros desahogos íntimos y con una sola mirada lo comprenderás todo... Mas como ahora necesito todavía emplear el lenguaje de esta triste tierra, trataré de hacerlo con la sencillez de un niño que conoce el amor de su madre...

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MANUSCRITO A 9999