Novo millenio ineunte ES 54

Diálogo y misión

54 Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su “reflejo”. Es el mysterium lunae tan querido por la contemplación de los Padres, los cuales indicaron con esta imagen que la Iglesia dependía de Cristo, Sol del cual ella refleja la luz. (38) Era un modo de expresar lo que Cristo mismo dice, al presentarse como “luz del mundo” (Jn 8,12) y al pedir a la vez a sus discípulos que fueran “la luz del mundo” (cf. Mt 5,14). Ésta es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a su gracia que nos hace hombres nuevos.

(38) Así, por ejemplo, S. Agustín: “También la luna representa a la Iglesia, porque no tiene luz propia, sino que la recibe del Hijo unigénito de Dios, el cual en muchas pasajes de la Escritura alegóricamente es llamado sol”: Enarr. in Ps. 10, 3: CCL 38, 42.



55 En esta perspectiva se sitúa también el gran desafío del diálogo interreligioso, en el cual estaremos todavía comprometidos durante el nuevo siglo, en la línea indicada por el Concilio Vaticano II. (39) En los años de preparación al Gran Jubileo la Iglesia, mediante encuentros de notable interés simbólico, ha tratado de establecer una relación de apertura y diálogo con representantes de otras religiones. El diálogo debe continuar. En la situación de un marcado pluralismo cultural y religioso, tal como se va presentando en la sociedad del nuevo milenio, este diálogo es también importante para proponer una firme base de paz y alejar el espectro funesto de las guerras de religión que han bañado de sangre tantos períodos en la historia de la humanidad. El nombre del único Dios tiene que ser cada vez más, como ya es de por sí, un nombre de paz y un imperativo de paz.


(39) Cf. Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas
NAE 1


56 Pero el diálogo no puede basarse en la indiferencia religiosa, y nosotros como cristianos tenemos el deber de desarrollarlo ofreciendo el pleno testimonio de la esperanza que está en nosotros (cf. 1P 3,15). No debemos temer que pueda constituir una ofensa a la identidad del otro lo que, en cambio, es anuncio gozoso de un don para todos, y que se propone a todos con el mayor respeto a la libertad de cada uno: el don de la revelación del Dios-Amor, que “tanto amó al mundo que le dio su Hijo unigénito” (Jn 3,16). Todo esto, como también ha sido subrayado recientemente por la Declaración Dominus Iesus, no puede ser objeto de una especie de negociación dialogística, como si para nosotros fuese una simple opinión. Al contrario, para nosotros es una gracia que nos llena de alegría, una noticia que debemos anunciar. La Iglesia, por tanto, no puede sustraerse a la actividad misionera hacia los pueblos, y una tarea prioritaria de la missio ad gentes sigue siendo anunciar a Cristo, “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14,6), en el cual los hombres encuentran la salvación. El diálogo interreligioso “tampoco puede sustituir al anuncio; de todos modos, aquél sigue orientándose hacia el anuncio”. (40) Por otra parte, el deber misionero no nos impide entablar el diálogo íntimamente dispuestos a la escucha. En efecto, sabemos que, frente al misterio de gracia infinitamente rico por sus dimensiones e implicaciones para la vida y la historia del hombre, la Iglesia misma nunca dejará de escudriñar, contando con la ayuda del Paráclito, el Espíritu de verdad (cf. Jn 14,17), al que compete precisamente llevarla a la “plenitud de la verdad” (Jn 16,13). Este principio es la base no sólo de la inagotable profundización teológica de la verdad cristiana, sino también del diálogo cristiano con las filosofías, las culturas y las religiones. No es raro que el Espíritu de Dios, que “sopla donde quiere” (Jn 3,8), suscite en la experiencia humana universal, a pesar de sus múltiples contradicciones, signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo a comprender más profundamente el mensaje del que son portadores. ¿No ha sido quizás esta humilde y confiada apertura con la que el Concilio Vaticano II se esforzó en leer los “signos de los tiempos”? (41) Incluso llevando a cabo un laborioso y atento discernimiento, para captar los “verdaderos signos de la presencia o del designio de Dios”, (42) la Iglesia reconoce que no sólo ha dado, sino que también ha “recibido de la historia y del desarrollo del género humano”. (43) Esta actitud de apertura, y también de atento discernimiento respecto a las otras religiones, la inauguró el Concilio. A nosotros nos corresponde seguir con gran fidelidad sus enseñanzas y sus indicaciones.

(40) Pont. Cons. para el Diálogo Interreligioso y Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio: reflexiones y orientaciones (19 mayo 1991), 82: AAS 84 (1992), 444.
(41) Cf. GS 4.
(42) GS 11.
(43) GS 44.


A la luz del Concilio

57 ¡Cuánta riqueza, queridos hermanos y hermanas, en las orientaciones que nos dio el Concilio Vaticano II! Por eso, en la preparación del Gran Jubileo, he pedido a la Iglesia que se interrogase sobre la acogida del Concilio. (44) ¿Se ha hecho? El Congreso que se ha tenido aquí en el Vaticano ha sido un momento de esta reflexión, y espero que, de diferentes modos, se haya realizado igualmente en todas las Iglesias particulares. A medida que pasan los años, aquellos textos no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. Después de concluir el Jubileo siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza.

(44) Cf.
TMA 36.



CONCLUSIÓN: ¡DUC IN ALTUM!

58 ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos. ¿No ha sido quizás para tomar contacto con este manantial vivo de nuestra esperanza, por lo que hemos celebrado el Año jubilar? El Cristo contemplado y amado ahora nos invita una vez más a ponernos en camino: “Id pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza “que no defrauda” (Rm 5,5). Nuestra andadura, al principio de este nuevo siglo, debe hacerse más rápida al recorrer los senderos del mundo. Los caminos, por los que cada uno de nosotros y cada una de nuestras Iglesias camina, son muchos, pero no hay distancias entre quienes están unidos por la única comunión, la comunión que cada día se nutre de la mesa del Pan eucarístico y de la Palabra de vida. Cada domingo Cristo resucitado nos convoca de nuevo como en el Cenáculo, donde al atardecer del día “primero de la semana” (Jn 20,19) se presentó a los suyos para “exhalar” sobre de ellos el don vivificante del Espíritu e iniciarlos en la gran aventura de la evangelización. Nos acompaña en este camino la Santísima Virgen, a la que hace algunos meses, junto con muchos Obispos llegados a Roma desde todas las partes del mundo, he confiado el tercer milenio. Muchas veces en estos años la he presentado e invocado como “Estrella de la nueva evangelización”. La indico aún como aurora luminosa y guía segura de nuestro camino. “Mujer, he aquí tus hijos”, le repito, evocando la voz misma de Jesús (cf. Jn 19,26), y haciéndome voz, ante ella, del cariño filial de toda la Iglesia.


59 ¡Queridos hermanos y hermanas! El símbolo de la Puerta Santa se cierra a nuestras espaldas, pero para dejar abierta más que nunca la puerta viva que es Cristo. Después del entusiasmo jubilar ya no volvemos a un anodino día a día. Al contrario, si nuestra peregrinación ha sido auténtica debe como desentumecer nuestras piernas para el camino que nos espera. Tenemos que imitar la intrepidez del apóstol Pablo: “Lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto, en Cristo Jesús” (Ph 13,14). Al mismo tiempo, hemos de imitar la contemplación de María, la cual, después de la peregrinación a la ciudad santa de Jerusalén, volvió a su casa de Nazareth meditando en su corazón el misterio del Hijo (cf. Lc 2,51). Que Jesús resucitado, el cual nos acompaña en nuestro camino, dejándose reconocer como a los discípulos de Emaús “al partir el pan” (Lc 24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: “¡Hemos visto al Señor!” (Jn 20,25). Éste es el fruto tan deseado del Jubileo del Año dos mil, Jubileo que nos ha presentado de manera palpable el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y Redentor del hombre. Mientras se concluye y nos abre a un futuro de esperanza, suba hasta el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, la alabanza y el agradecimiento de toda la Iglesia.

Con estos augurios y desde lo más profundo del corazón, imparto a todos mi Bendición.

Vaticano, 6 de enero, Solemnidad de la Epifanía del Señor, del año 2001, vigésimo tercero de Pontificado.


JUAN PABLO II





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