Luis de León - Nombres de Cristo - E S P O S O

E S P O S O


(Llámase Cristo Esposo, y explícase cómo lo es de la Iglesia, y las circunstancias de este desposorio. )

-Tres cosas son, Juliano y Sabino, las que este nombre de Esposo nos da a entender, y las de que nos obliga a tratar: el ayuntamiento y la unidad estrecha que hay entre Cristo y la Iglesia; la dulzura y deleite que en ella nace de aquesta unidad; los accidentes y, como si dijésemos, los aparatos y circunstancias del desposorio. Porque, si Cristo es Esposo de toda la Iglesia y de cada una de las ánimas justas, como de hecho lo es, manifiesto es que han de concurrir en ello aquestas tres cosas. Porque el desposorio, o es un estrecho ñudo, en que dos diferentes se reducen en uno, o no se entiende sin él; y es ñudo por muchas maneras dulce, y ñudo que quiere su cierto aparato, y a quien le anteceden siempre y le siguen algunas cosas dignas de consideración. Y, aunque entre lo hombres hay otros t ítulos y otros conciertos, u ordenados por su voluntad de ellos mismos, o con que naturalmente nacen así, con que se ayuntan en uno unas veces más, y otras menos -porque el título de deudo o de padre es unidad que hace la naturaleza con el parentesco; y lo s títulos de rey y de ciudadano y de amigo son respetos de estrechezas, con que por su voluntad los hombres se adunan-, mas aunque esto es así, el nombre de Esposo y la verdad de este nombre hace ventaja a los demás en dos cosas: la primera, en que es más estrecho y de más unidad que ninguno; la segunda, en que es lazo más dulce y causador de mayor deleite que todos los otros.

Y en aqueste artículo es muy digna de considerar la maravillosa blandura con que ha tratado Cristo a los hombres; que con ser nuestro Padre, y con hacerse nuestra Cabeza y con regirnos como Pastor, y curar nuestra salud como médico, y allegarse a nosotros, y ayuntarnos a sí, con otros mil títulos de estrecha amistad, no contento con todos, añadió a todos ellos aqueste ñudo y aqueste lazo también, y quiso decirse y ser nuestro Esposo. Que para lazo es el más apretado lazo; y para deleite, el más apacible y más dulce; y para unidad de vida, el de mayor familiaridad; y para conformidad de voluntades, el más uno; y para amor, el más ardiente y el más encendido de todos.

Y no sólo en las palabras, mas en el hecho es así nuestro Esposo, que toda la estrecheza de amor y de conversación y de unidad de cuerpos, que en el suelo hay entre dos, marido y mujer, comparada con aquella con que se enla za con nuestra alma este Esposo, es frialdad y tibieza pura. Porque en el otro ayuntamiento no se comunica el espíritu, mas en éste su mismo espíritu de Cristo se da y se traspasa a los justos, como dice San Pablo (114): "El que se ayunta a Dios, hácese un mismo espíritu con Dios." En el otro, así dos cuerpos se hacen uno, que se quedan diferentes en todas sus cualidades, mas aquí así se ayuntó la Persona del Verbo a nuestra carne, que osa decir San Juan (115) "que se hizo carne". Allí no recibe vida el un cuerpo del otro; aquí vive y vivirá nuestra carne por medio del ayuntamiento de la carne de Cristo. Allí al fin son dos cuerpos en humores e inclinaciones diversos; aquí, ayuntando Cristo su Cuerpo a los nuestros, los hace de las condiciones del suyo, hasta venir a ser con Él cuasi un cuerpo mismo, por una tan estrecha y secreta manera que apenas explicarse puede. Y así lo afirma y encarece San Pablo (116): "Ninguno -dice- aborreció jamás a su carne, antes la alimenta y la abriga, como Cristo a la Iglesia; porque somos miembros de su cuerpo, de su carne de Él y de sus huesos de Él. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se ayuntará a su mujer, y serán dos en una carne. Este es un secreto y un sacramento grandísimo, mas entiéndolo yo en la Igles ia con Cristo."

Pero vamos declarando poco a poco, cuanto nos fuere posible, cada una de las partes de aquesta unidad maravillosa por la cual todo el hombre se enlaza estrechamente con Cristo, y todo Cristo con él.

Porque, primeramente, el ánima del hombre justo se ayunta y se hace una con la divinidad y con el alma de Cristo, no solamente porque las añuda el amor, esto es, porque el justo ama a Cristo entrañablemente, y es amado de Cristo por no menos cordial y entrañable manera, sino también por otras muchas razones.

Lo uno, porque imprime Cristo en su alma de Él, y le dibuja una semejanza de sí mismo viva y un retrato eficaz de aquel grande bien, que en sí mismo contienen sus dos naturalezas, humana y divina. Con la cual semejanza figurado nuestro ánimo y como vestido de Cristo, parece otro Él, como poco ha que decíamos, hablando de la virtud de la gracia. Lo otro, porque demás de esta imagen de gracia, que pone Cristo como de asiento en nuestra alma, le aplica también su fuerza y su vigor vivo, y q ue obra y lánzalo por ella toda; y apoderado así de ella, dale movimiento y despiértala y hácela que no repose, sino que, conforme a la santa imagen suya que impresa en sí tiene, así obre y se menee y bulla siempre, y como fuego arda y levante llama y suba hasta el cielo ensalzándose. Y como el artífice que, como alguna vez acontece, primero hace de la materia que le conviene lo que le ha de ser instrumento en su arte, figurándolo en la manera que debe para el fin que pretende, y después, cuando lo toma en la mano, queriendo usar de él, le aplica su fuerza y le menea, y le hace que obre conforme a la forma de instrumento que tiene y conforme a su cualidad y manera; y en cuanto está así el instrumento, es como un otro artífice vivo, porque el artífice vive en él y le comunica, cuanto es posible, la virtud de su arte, así Cristo, después que con la gracia, semejanza suya, nos figura y concierta en la manera que cumple, aplica su mano a nosotros, y lanza en nosotros su virtud obradora, y dejándonos llevar de ella nosotros, sin le hacer resistencia, obra Él y obramos con Él y por Él lo que es debido al ser suyo que en nuestra alma está puesto, y a las condiciones hidalgas y al nacimiento noble que nos ha dado; y hechos así otro Él, o por mejor decir, envestidos en Él, nace de Él y de nosotros una obra misma, y ésa cual conviene que sea la que es obra de Cristo.

Mas ¿por ventura parará aquí el lazo con que se añuda Cristo a nuestra alma? Antes pasa adelante; porque -y sea esto lo tercero, y lo que ha de ser forzosamente lo último - no solamente nos comunica su fuerza y el movimiento de su virtud en la forma que he dicho, mas también, por una manera que apenas se puede decir, pone presente su mismo Espíritu en cada uno de los ánimos justos. Y no solamente se junta con ellos por los buenos efectos de gracia y de virtud y de bien obrar que allí nace, sino porque el mismo Espíritu divino suyo está dentro de ellos presente, abrazado y ayuntado con ellos por dulce y bienaventurada manera. Que así como en la divinidad del Es píritu Santo, inspirado juntamente de las personas del Padre y del Hijo, es el amor, y como si dijésemos, el ñudo dulce y estrecho de ambos, así Él mismo, inspirado a la Iglesia y con todas las partes justas de ella enlazado y en ellas morando, las vivific a y las enciende y las enamora y las deleita y las hace entre sí y con Él una cosa misma: "Quien me amare -dice Cristo (117) -, será amado de mi Padre, y vendremos a Él, y haremos morada en Él." Y San Pablo (118): "La caridad de Dios nos es infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos es dado." Y en otra parte dice (119) que nuestros cuerpos son templo suyo, y que vive en ellos y en nuestros espíritus". Y en otra (120), "que nos dio el Espíritu de su Hijo", que en nuestras almas y corazones a boca llena le llama Padre y más Padre..

Y como aconteció a Eliseo (121) con el hijo de la huéspeda muerto, que le aplicó primero su báculo y se ajustó con él después, y lo último de todo le comunicó su aliento y espíritu, así en su manera es lo que pasa en este ayuntamiento y en este abrazo de Dios; que primero pone Di s en el alma sus dones, y después aplica a ella sus manos y rostro, y últimamente le infunde su aliento y espíritu, con el cual la vuelve a la vida del todo, y, viviendo a la manera que Dios vive en el cielo, y viviendo por Él, dice con San Pablo (122): "Vivo yo, mas no yo, sino vive en mí Jesucristo."

Esto, pues, es lo que hace en el alma; y no es menos maravilloso que esto lo que hace con el cuerpo, con el cual ayunta el suyo estrechísimamente. Porque, demás de que tomó nuestra carne en la naturaleza de su humanidad, y la ayuntó con su persona divina con ayuntamiento tan firme que no será suelto jamás, el cual ayuntamiento es un verdadero desposorio, o por mejor decir un matrimonio in disoluble, celebrado entre nuestra carne y el Verbo, y el tálamo donde se celebró fue, como dice San Agustín (123), el vientre purísimo; así que, dejando esta unión aparte, que hizo con nuestra carne haciéndola carne suya, y vistiéndose de ella, y saliendo en pública plaza en los ojos de todos los hombres abrazado con ella, también esta misma carne y cuerpo suyo, que tomó de nosotros, lo ayunta con el cuerpo de su Iglesia y con todos los miembros de ella, que debidamente le reciben en el Sacramento del altar, allegando su carne a la carne de ellos, y haciéndola, cuanto es posible, con la suya una misma (124): "Y serán -dice- dos en una carne. Gran sacramento es éste, pero entiéndolo yo de Cristo y de la Iglesia." No niega San Pablo decirse con verdad de Eva y de Adán aquello, y serán una carne los dos, de los cuales al principio se dijo, pero dice que aquella verdad fue semejanza de aqueste otro hecho secreto. Y dice que en aquello la razón de ello era manifiesta y descubierta razón; mas aquí dice que es oculto misterio.

Y a este ayuntamiento real y verdadero de su cuerpo y el nuestro miran también claramente aquellas palabras de Cristo (125): "Si no comiéredes mi carne y bebiéredes mi sangre, no tendréis vida en vosotros." Y luego, o en el mismo lugar: "El q ue come mi carne, y bebe mi sangre, quede en Mí y Yo en él." Y, ni más ni menos, lo que dice San Pablo (126):

"Todos somos un cuerpo, los que participamos de un mismo mantenimiento." De lo cual se concluye que, así como por razón de aquel tocamiento son dichos ser una carne Eva y Adán, así y con mayor razón de verdad, Cristo Esposo fiel de su Iglesia, y ella, Esposa querida y amada suya, por razón de este ayuntamiento que entre ellos se celebra, cuando reciben los fieles dignamente en la hostia su carne, son una carne y un cuerpo entre sí.

Bien brevemente Teodoreto (127) sobre el principio de los Cantares, y sobre aquellas palabras de ellos (128):

111. (Ps 101,26-27).
112. (Ps 44,7).
113. (Ps 102,5).
114. (1Co 6,17).
115. (Jn 1,14).
116. (Ep 5,29-32).
117. (Jn 14,23).
118. (Rm 5,5).
119. (1Co 3,16 1Co 6,19).
120. (Rm 8,15).
121. (2R 4,31).
122. (Ga 2,20).
123. In Io. Evang. tr.8
124. (Ep 5,31-32).
125. (Jn 6,54-55).
126. (1Co 10,17).
127. L. 1
128. (Ct 1 Ct 1).


"Béseme de besos de su boca", en este propósito dice de esta manera: "No es razón que ninguno se ofenda de aquesta palabra de beso, pues es verdad que al tiempo que se dice la misa y al tiempo que se comulga en ella, tocamos al cuerpo de nuestro ESPOSO, y le besamos y le abrazamos, y como ESPOSO así nos ayuntamos con Él."

Y San Crisóstomo dice más larga y más claramente lo mismo (129): "Somos -dice- un cuerpo, y somos miembros suyos hechos de su carne, y hechos de sus huesos. Y no sólo por medio del amor somos uno con Él realmente nos ayunta y convierte en su carne por medio del manjar de que nos ha hecho merced. Porque, como quisiese declararnos su amor, enlazó y como mezcló con su cuerpo el nuestro, e hizo que todo fuese uno, para que así quedase el cuerpo unido con su cabeza, lo cual es muy propio de los que mucho se aman. Y así Cristo, para obligarnos con mayor amor y para mostrar más para con nosotros su buen deseo, no solamente se deja ver de los que le aman, sino quiere ser también tocado de ellos, y ser comido, y que con su carne se engiera la de ellos, como diciéndoles: Yo deseé y procuré ser vuestro hermano, y así por este fin me vestí como vosotros de carne y de sangre, y eso mismo con que me hice vuestro deudo y pariente, eso mismo yo ahora os lo doy y comunico."

Aquí Juliano, asiendo de la mano a Marcelo, dijo:

-No os canséis en esto, Marcelo, que lo mi smo que dicen Teodoreto y Crisóstomo, cuyas palabras nos habéis referido lo dicen por la misma manera casi toda la antigüedad de los santos: San Ireneo, San Hilario, San Cipriano, San Agustín, Tertuliano, Ignacio, Gregorio Niseno, Cirilo, León, Focio y Teofilacto. Porque, así como es cosa notoria a los fieles que la carne de Cristo, debajo de los accidentes de la hostia, recibida por los cristianos y pasada al estómago, por medio de aquellas especies toca a nuestra carne, y es nuestra carne tocada de ella, así también es cosa en que ninguno que lo hubiere leído puede dudar, que así las Sagradas Letras como los santos doctores usan por esta causa de aquesta forma de hablar, que es decir, que somos un cuerpo con Cristo, y que nuestra carne es de su carne, y de sus huesos los nuestros, y que no solamente en los espíritus, mas también en los cuerpos estamos todos ayuntados y unidos. Así que estas dos cosas ciertas son, y fuera de toda duda están puestas.

Lo que ahora, Marcelo, os conviene decir, si nos queréis satisfacer, o por mejor decir, si deseáis satisfacer al sujeto que habéis tomado y a la verdad de las cosas, es declarar cómo por sólo que se toque una carne con otra, y sólo porque el un cuerpo con el otro cuerpo se toquen, se puede decir con verdad que son ambos cuerpos un cuerpo, y ambas carnes una misma carne, como las Sagradas Letras y los santos doctores, que así las entienden, lo dicen. ¿Por ventura no toco yo ahora con mi mano a la vuestra, mas no por eso son luego un mismo cuerpo y una misma carne vuestra mano y mi mano?

-No lo son sin duda -dijo Marcelo entonces -, ni menos es un cuerpo y una carne la de Cristo y la nuestra solamente porque se tocan, cuando recibimos su cuerpo. Ni los santos por sólo este tocamiento ponen esta unidad de cuerpo entre Él y nosotros; que los pecadores, que indignamente le reciben, también se tocan con Él, sino porque, tocándose ambos, por razón de haber recibido dignamente la carne de Cristo, y por medio de la gracia que se da por ella, viene nuestra carne a remedar en algo a la de Cristo, haciéndosele semejante.

-Eso -dijo Juliano entonces, dejando a Marcelo -, nos dad más a entender. Y Marcelo, callando un poco, respondió luego de esta manera:

-Quedará muy entendido si yo, Juliano, hiciere ahora clara la verdad de dos cosas: la primera, que para que se diga con verdad que dos cosas son una misma, basta que sean muy semejantes entre sí; la segunda, que la carne de Cristo, tocando a la carne del que la recibe dignamente en el Sacramento, por medio de la gracia que pro duce en el alma, hace en cierta manera semejante nuestra carne a la suya.

-Si vos probáis eso, Marcelo -respondió Juliano-, no quedará lugar de dudar. Porque si una grande semejanza es bastante para que se digan ser unos los que son dos, y si la carne de Cristo, tocando a la nuestra, la asemeja mucho a sí misma, clara cosa es que se puede decir con verdad que, por medio de este tocamiento, venimos a ser con Él un cuerpo y una carne. Y a lo que a mí me parece, Marcelo, en la primera de esas dos cosas propuestas no tenéis mucho que trabajar ni probar. Porque cosa razonable y conveniente parece que lo muy semejante se llame uno mismo, y así lo solemos decir.

-Es conveniente -respondió Marcelo -, y conforme a razón, y recibido en el uso común de los que bien sienten y hablan. De dos, cuando mucho se aman, ¿por ventura no decimos que son uno mismo, y no por más de porque se conforman en la voluntad y querer? Luego si nuestra carne se despojare de sus cualidades y se vistiere de las condiciones de la carne de Cris to, serán como una ella y la carne de Cristo; y demás de muchas otras razones, será también por esta razón carne de Cristo la nuestra, y como parte de su cuerpo, y parte muy ayuntada con Él. De un hierro muy encendido decimos que es fuego, no porque en substancia lo sea, sino porque en las cualidades, en el ardor, en el encendimiento, en la color y en los efectos lo es; pues así, para que nuestro cuerpo se diga cuerpo de Cristo, aunque no sea una substancia misma con Él, bien le debe bastar el estar acondic ionado como Él.

Y para traer a comparación lo que más vecino es y más semejante, ¿no dice a boca llena San Pablo (130) que "el que se ayunta con Dios se hace un espíritu con Él?" ¿Y no es cosa cierta que el ayuntarse con Dios el hombre no es otra cosa sino recibir en su alma la virtud de la gracia, que, como ya tenemos dicho otras veces, es una cualidad celestial que, puesta en el alma, pone en ella mucho de las condiciones de Dios y la figura muy a su semejanza? Pues si al espíritu de Dios y al nuestro espíritu los dice ser uno el Predicador de las gentes, por la semejanza suya que hace en el nuestro el de Dios, bien bastará para que se digan nuestra carne y la carne de Cristo ser una carne, el tener la nuestra, si lo tuviere, algo de lo que es propio y n atural a la carne de Cristo.

Son un cuerpo de república y de pueblo mil hombres en linajes extraños, en condiciones diversos, en oficios diferentes y en voluntades e intentos contrarios entre sí mismos, porque los ciñe un muro, y porque los gobierna una ley; y dos carnes tan juntas, que traspasa por medio de la gracia mucho de su virtud y de su propiedad la una en la otra, y cuasi la embebe en Sí misma, ¿no serán dichas ser una?

Y si en esto no hay que probar por ser manifiesto, como, Juliano, decís, ¿cómo puede ser obscuro o dudoso lo segundo que propuse y que después de aquesto se sigue? Un guante oloroso, traído por un breve tiempo en la mano, pone su buen olor en ella, y apartando de ella lo deja allí puesto; y la carne de Cristo, virtuosísima y eficacísima estando ayuntada con nuestro cuerpo e hinchiendo de gracia nuestra alma, ¿no comunicará su virtud a nuestra carne? ¿Qué cuerpo, estando junto a otro cuerpo, no le comunica sus condiciones? Este aire fresco que ahora nos toca, nos refresca; y poco antes de ahora cuando estaba encendido, nos comunicaba su calor y encendía.

Y no quiero decir que ésta es obra de naturaleza, ni digo que es virtud que naturalmente obra, la que acondiciona nuestro cuerpo y le asemeja al cuerpo de Cristo; porque, si fuese as í, siempre y con todos aquellos a quien tocase, sucedería lo mismo; mas no es con todos así, como parece en aquellos que le reciben indignos. En los cuales el pasar atrevidamente a sus pechos sucios el cuerpo santísimo de Jesucristo, demás de los daños del alma, les es causa en el cuerpo de malos accidentas y de enfermedades, y a las veces de muerte, como claramente nos lo enseña San Pablo.

Así que no es obra de naturaleza aquésta, mas es muy conforme a ella y a lo que naturalmente acontece a los cuerpos cuando entre sí mismos se ayuntan. Y si por entrar la carne de Cristo en el pecho no limpio ni convenientemente dispuesto, como ahora decía, justamente se le destempla la salud corporal a quien así le recibe, cuando, por el contrario, estuviere bien dispues to el que la recibiere, ¿cómo no será justo que con maravillosa virtud, no sólo le santifique el alma, mas también con la abundancia de la gracia que en ella pone, le apure el cuerpo, y le avecine a sí mismo todo cuanto pudiere? Que no es más inclinado al daño que al bien el que es la misma bondad; ni el bien hacer le es dificultoso al que con el querer solo lo hace.

Y no solamente es conforme a lo que la naturaleza acostumbra, mas es muy conveniente y muy debido a lo que piden nuestras necesidades. ¿No decíamos esta mañana que el soplo de la serpiente y aquel manjar vedado y comido nos desconcertó el alma y nos emponzoñó el cuerpo? Luego convino que este manjar, que se ordenó contra aquél, pusiese no solamente justicia en el alma, sino también, por medio d e ella, santidad y pureza celestial en la carne; pureza digo que resistiese a la ponzoña primera y la desarraigase poco a poco del cuerpo. Como dice San Pablo (131): "Así como en Adán murieron todos, así cobraron vida en Jesucristo." En Adán hubo daño de carne y de espíritu; y hubo inspiración del demonio, espiritual para el alma, y manjar corporal para el cuerpo. Pues si la vida se contrapone a la muerte y el remedio ha de ir por las pisadas del daño, necesario es que Cristo, en ambas a dos cosas, produzca salud y vida, en el alma con su espíritu, y en la carne ayuntando a ella su cuerpo. Aquella manzana, pasada al estómago, así destempló el cuerpo, que luego se descubrieron en él mil malas cualidades, más ardientes que el fuego, esta carne santa allegada d ebidamente a la nuestra por virtud de su gracia, produzca en ella frescor y templanza. Aquel fruto atoxicó nuestro cuerpo, con que viene a la muerte; esta carne, comida, enriquézcanos así con su gracia, que aun descienda su tesoro a la carne, que la apure y le dé vida y la resucite.

Bien dice acerca de esto San Gregorio Niseno (132): "Así como en aquellos que han bebido ponzoña, y que amatan su fuerza mortífera con algún remedio contrario, conviene que conforme a como hizo el veneno, asimismo la medicina p enetre por las entrañas, para que se derrame por todo el cuerpo el remedio, así nos conviene hacer a nosotros, que, pues comimos la ponzoña que nos desata, recibamos la medicina que nos repara, para que con la virtud de ésta desechemos el veneno de aquélla . Mas esta medicina, ¿cuál es? Ninguna otra sino aquel santo cuerpo que sobrepujó a la muerte y nos fue causa de vida. Porque así como un poco de levadura, como dice el Apóstol (133), asemeja a sí a toda la masa, así aquel cuerpo a quien Dios dotó de inmortalidad, entrando en el nuestro, le traspasa en sí todo y le muda. Y así como lo ponzoñoso con lo saludable mezclado hace a lo saludable dañoso, así al contrario, este cuerpo inmortal, a aquel de quien es recibido, le vuelve semejantemente inmortal." Esto dice Niseno.

Mas entre todos, San Cirilo lo dice muy bien (134): "No podía -dice- este cuerpo corruptible traspasarse por otra manera a la inmortalidad y a la vida sino siendo ayuntado a aquel cuerpo a quien es como suyo el vivir. Y si a mí no me crees, d a fe a Cristo, que dice (135): 'Sin duda os digo que, si no comiéredes la carne del Hijo del hombre, y si no bebiéredes su sangre, no tendréis vida en vosotros. Que el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el postrero d ía. Bien oyes cuán abiertamente te dice que no tendrás vida, si no comes su carne y si no bebes su sangre'. No la tendréis -dice- en vosotros; esto es, dentro de vuestro cuerpo no la tendréis Mas ¿a quién no tendréis? A la vida. Vida llama convenientemente a su carne de vida, porque ella es la que en el día último nos ha de resucitar. Y deciros he cómo. Esta carne viva, por ser carne del Verbo unigénito, posee la vida, y así no la puede vencer el morir; por donde, si se junta a la nuestra, alanza de nosotros la muerte; porque nunca se aparta de su carne el Hijo de Dios. Y porque está junto y es como uno con ella, por eso dice: 'Y yo le resucitaré en el día postrero'."

Y en otro lugar, el mismo doctor dice así (136): "Es de advertir que el agua, aunque es d e naturaleza muy fría, sobreviniéndole el fuego, olvidada de su frialdad natural, no cabe en sí de calor. Pues nosotros por la misma manera, dado que por la naturaleza de nuestra carne somos mortales, participando de aquella vida que nos retira de nuestra natural flaqueza, tornamos a vivir por su virtud propia de ella. Porque convino que no solamente el alma alcanzase la vida por comunicársele el Espíritu Santo, mas que también este cuerpo tosco y terreno fuese hecho inmortal, con el gusto de su metal, y con el tacto de ello y con el mantenimiento. Pues como la carne del Salvador es carne vivífica, por razón de estar ayuntada al Verbo, que es vida por naturaleza, por eso, cuando la comemos, tenemos vida en nosotros, porque estamos unidos con aquello que está hecho vida. Y por esta causa Cristo, cuando resucitaba a los muertos, no solamente usaba de palabra y de mando como Dios, mas algunas veces les aplicaba su carne como juntamente obradora, para mostrar con el hecho que también su carne, por ser suya y por estar ayuntada con él, tenía virtud de dar vida." Esto es de Cirilo.

129. Ad Pop. Antioch. hom. 61
130. (1Co 6,17).
131. (1Co 15,22).
132. Orat. Catech. quae dicitur magna, c.37
133. (1Co 5,8).
134. CYRIL. ALEX, In Jn Evang. 1.4 C. 14-15
135. (Jn 6,54-55).
136. In Jn Evang. 1.4 c. 14.


Así que la mala disposición que puso en nosotros el primer manjar nos obliga a decir que el cuerpo de Cristo, que es su contrario, es causa que haya en el nuestro, por secreta y maravillosa virtud, nueva pureza y nueva vida.

Y lo mismo podemos ver, si ponemos los ojos en lo que se puso por blanco Cristo en cuanto hizo, que es declararnos su amor por todas las maneras posibles. Porque el amor, como platicábades ahora, Juliano y Sabino, es unidad, o todo su oficio es hacer unidad; y cuanto es mayor y mejor la unidad, tanto es mayor y más excelente el amor. Por donde, cuanto por más particulares maneras fueren uno mismo dos entre sí, tanto sin duda ninguna se tendrán más amor. Pues si en n osotros hay carne y espíritu, y si con el espíritu ayunta el suyo Cristo por tantas maneras, poniendo en él su semejanza y comunicándole su vigor y derramando por él su espíritu mismo, ¿no os parecerá, Juliano, forzoso el decir, o que hay falta en su amor para con nosotros, o que ayunta también su cuerpo con el nuestro, cuanto es posible ayuntarse dos cuerpos?

Mas ¿quién se atreverá a poner mengua en su amor en esta parte, el cual por todas las demás partes es sobre todo encarecimiento extremado? Porque pregunto: ¿O no le es posible a Dios hacer esta unión, o hecha, no declara ni engrandece su amor, o no se precia Dios de engrandecerle? Claro es que es posible y manifiesto que añade quilates, y notorio y sin duda que se precia Dios de ser en todo lo que hace perfecto. Pues si esto es cierto, ¿cómo puede ser dudoso, si hace Dios lo que puede ser hecho, y lo que importa que se haga para el fin que pretende? El mismo Cristo dice, rogando a su Padre (137): "Señor, quiero que Yo y los míos seamos una misma cosa, así como Yo soy una misma cosa contigo." No son una misma cosa el Padre y el Hijo solamente porque se quieren bien entre sí ni sólo porque son así en voluntades como en juicios conformes, sino también porque son una misma substancia de manera que el Padre vive en el Hijo, y es un mismo ser y vivir el de entrambos.

Pues así, para que la semejanza sea perfecta cuanto ser puede, conviene sin duda que a nosotros los fieles entre nosotros, y a cada uno de nosotros con Cristo, no solamente nos añude y haga uno la caridad, que el Espíritu en nuestros corazones derrama, sino que también en la manera del ser, así en la del cuerpo como en la manera del alma, seamos todos uno cuanto es hacedero y posible. Y conviene que, siendo muchos en personas, como de hecho lo somos, empero por razón de que mora en nuestras almas un Espíritu mismo, y por razón que nos mantiene un individuo y solo manjar, seamos todos uno en un Espíritu y en un Cuerpo divino; los cuales Espíritu y Cuerpo divino, ayuntándose estrechamente con nuestro s propios cuerpos y espíritus, los cualifiquen y los acondicionen a todos de una misma manera; y a todos de aquella condición y manera que le es propia a aquel divino Cuerpo y Espíritu, que es la mayor unidad que se puede hacer o pensar en cosas tan apartadas de suyo. De manera que, como una nube en quien ha lanzado la fuerza de su claridad y de sus rayos el sol, llena de luz, y -si aquesta palabra aquí se permite- en luz empapada, por dondequiera que se mire es un sol; así, ayuntando Cristo, no solamente s u virtud y su luz sino su mismo Espíritu y su mismo Cuerpo con los fieles y justos. y como mezclando en cierta manera su alma con la suya de ellos, y con el cuerpo de ellos su Cuerpo, en la forma que he dicho, les brota Cristo y les sale afuera por los ojo s y por la boca y por los sentidos; y sus figuras todas y sus semblantes y sus movimientos son Cristo, que los ocupa así a todos y se enseñorea de ellos tan íntimamente, que sin destruirles o corromperles su ser, no se verá en ellos en el último día ni se descubrirá otro ser más del suyo, y un mismo ser en todos. Por lo cual así Él como ellos, sin dejar de ser Él y ellos, serían un Él y uno mismo.

Grande ñudo es aquéste, Sabino, y lazo de unidad tan estrecho, que en ninguna cosa de las que, o la naturaleza ha compuesto o el arte inventado, las partes diversas que tiene se juntaron jamás con juntura tan delicada, o que así huyese la vista, como es esta juntura. Y cierto es ayuntamiento de matrimonio tanto mayor y mejor, cuanto se celebra por modo más uno y más limpio. Y la ventaja que hace al matrimonio o desposorio de la carne en limpieza, ésa o mucho mayor ventaja le hace en unidad y estrecheza. Que allí se inficionan los cuerpos; y aquí se deifica el alma y la carne. Allí se aficionan las voluntades; aquí todo es una voluntad y un querer. Allí adquieren derecho el uno sobre el cuerpo del otro; aquí, sin destruir su substancia, convierte en su cuerpo, en la manera que he dicho, el Esposo Cristo a su Esposa. Allí se yerra de ordinario; aquí se acierta siempre . Allí de contino hay solicitud y cuidado, enemigo de la conformidad y unidad; aquí seguridad y reposo ayudador y favorecedor de aquello que es uno. Allí se ayuntan para sacar a luz a otro tercero; aquí por un ayuntamiento se camina a otro, y el fruto de aquesta unidad es afinarse en ser uno, y el abrazarse es para más abrazarse. Allí el contento es aguado, y el deleite breve y de bajo metal; aquí lo uno y lo otro tan grande, que baña el cuerpo y el alma; tan noble, que es gloria; tan puro, que ni antes le precede, ni después se le sigue, ni con él jamás se mezcla o se ayunta el dolor.

Del cual deleite -pues habemos dicho ya del ayuntamiento, que es lo que propusimos primero - lo que el Señor nos ha comunicado, será bien que digamos ahora lo que se pudiere decir, aunque no sé si es de las cosas que no se han de decir; a lo menos, cierto es que, cómo ello es y cómo pasa, ninguno jamás lo supo ni pudo decir.

Y así sea ésta la primera prueba y el argumento primero de su no medida grandeza, que nunca cupo en lengua humana, y que el que más lo prueba lo calla más, y que su experiencia enmudece la habla, y que tiene tanto de bien que sentir, que ocupa el alma toda su fuerza en sentirlo, sin dejar ninguna parte de ella libre para hacer otra cosa. De donde la Sagra da Escritura, en una parte adonde trata de aqueste gozo y deleite, le llama "maná abscondido" (138), y en otra "nombre nuevo", que no lo sabe leer sino aquel sólo que lo recibe; y en otra (139), introduciendo como en imagen una figura de aquestos abrazos, venido a este punto de declarar sus deleites de ellos, hace que se desmaye y que quede muda y sin sentido la Esposa que lo representa. Porque, así como en el desmayo se recoge el vigor del alma a lo secreto del cuerpo, y ni la lengua, ni los ojos, ni los p ies, ni las manos hacen su oficio, así este gozo, al punto que se derrama en el alma, con su grandeza increíble la lleva toda a sí, por manera que no le deja comunicar lo que siente a la lengua.

Mas ¿qué necesidad hay de rastrear por indicios lo que abiertamente testifican las Sagradas Letras, y lo que por clara y llana razón se convence? David dice en su divina Escritura (140): "¡Cuán grande es, Señor, la muchedumbre de tu dulzura, la que escondiste para los que te temen!" Y en otra parte (141): "Serán, Señor, vuestros siervos embriagados con el abundancia de los bienes de vuestra casa, y daréisles a beber del arroyo impetuoso de vuestros deleites." Y en otra parte (142): "Gustad y ved cuán dulce es el Señor." Y en otra (143): "Un río de avenida baña con d eleite la ciudad de Dios." Y (144): "Voz de salud y alegría suena en las moradas de los justos." Y (145): "Bienaventurado es el pueblo que sabe qué es jubilación." Y, finalmente, Esaías (146): "Ni los ojos lo vieron, ni lo oyeron los oídos, ni pudo caber en humano corazón lo que Dios tiene aparejado para los que esperan en Él."

137. (Jn 17,21-22).
138. (Ap 2,17).
139. (Ct 2,4-6).
140. ().


Y conviene que, como aquí se dice, así sea por necesaria razón y tan clara que se tocará con las manos, si primero entendiéramos qué es y cómo se hace aquesto que llamamos deleite. Porque deleite es un sentimiento y movimiento dulce que acompaña y como remata todas aquellas obras en que nuestras potencias y fuerzas, conforme a sus naturalezas o a sus deseos sin impedimento ni estorbo se emplean. Porque todas las veces que obramos así, por el medio de aquestas obras alcanzamos alguna cosa que, o por naturaleza o por disposición y costumbre, o por elección y juicio nuestro, nos es conveniente y amable. Y como, cuando no se posee y se conoce algún bien, la ausencia de él causa en el cora zón una agonía y deseo, así es necesario decir que, por el contrario, cuando se posee y se tiene, la presencia de él en nosotros y el estar ayuntado y como abrazado con nuestro apetito y sentidos, conociéndolo nosotros así, los halaga y regala. Por manera que el deleite es un movimiento dulce del apetito.

Y la causa del deleite son: lo primero, la presencia, y como si dijésemos, el abrazo del bien deseado; al cual abrazo se viene por medio de alguna obra conveniente que hacemos, y es como si dijésemos el t ercero de esta concordia, o por mejor decir, el que la saborea y sazona, el conocimiento y el sentido de ella. Porque a quien no siente ni conoce el bien que posee ni si lo posee, no le puede ser el bien ni deleitoso ni apacible. Pues esto presupuesto de aquesta manera, vamos ahora mirando estas fuentes de adonde mana el deleite, y examinando a cada una de ellas por sí, que adondequiera que las descubriéremos más, y en todas aquellas cosas adonde halláremos mayores y más abundantes mineros de él, en aquella s cosas sin duda el deleite de ellas será de mayores quilates.

Es, pues, necesario para el deleite, y como fuente suya de donde nace, lo primero, el conocimiento y sentido; lo segundo, la obra, por medio de la cual se alcanza el bien deseado; lo tercero, ese mismo bien; lo cuarto y lo último, su presencia y el ayuntamiento de él con el alma. Y digamos del conocimiento primero, y después diremos de lo demás por su orden.

El conocimiento, cuanto fuere más vivo, tanto -cuanto es de su parte- será causa de más vivo y más acendrado deleite. Porque, por la razón que no pueden gozar de él todas aquellas cosas, que no tienen sentido, por esa misma se convence que las que le tienen, cuanto más de él tuvieren tanto sentirán la dulzura más, conforme a como la experiencia lo demuestra en los animales. Que en la manera que a cada uno de ellos, conforme a su naturaleza y especie, o más o menos se les comunica el sentido, así más o menos les es deleitable y gustoso el bien que poseen. Y cuanto en cada una orden de ellos está la fuerza del sentido más bota, tanto cuanto se deleitan es menor su deleite.

Y no solamente se ve esto entre las cosas que son diferentes, comparándolas entre sí mismas, mas en un linaje mismo de cosas y en los particulares que en sí contiene se ve. Porque los hombres, los que son de más bien sentido, gustan más del deleite; y en un hombre solo, si o por acaso o por enfermedad tiene amortecido el sentido del tacto en la mano, aunque la tenga fría y la allegue a la lumbre, no le hará gusto el calor. Y como se fuere en ella, por medio de la medicina, o por otra alguna manera, despertando el sentir, así, por los mismos pasos y por la medida misma, crecerá en ella el poder gozar del deleite. Por donde, si esto es así, ¿quién no sabe ya cuán más subido y agudo sentido es aquel con que se comprenden y sienten los gozos de la virtud, que no aquel de quien nacen los deleites del cuerpo? Porque el uno es conocimiento de razón y el otro es sentido de carne; el uno penetra hasta lo último de las cosas que conoce, el otro para en la sobrehaz de lo que siente; el uno es sentir bruto y de aldea, el otro es entender espiritual y de alma. Y conforme a esta diferencia y ventaja, así son diferentes y se aventajan entre sí los deleites que hacen.

Porque el deleite que n ace del conocer del sentido es deleite ligero o como sombra de deleite, y que tiene de él como una vislumbre o sobrehaz solamente, y es tosco y aldeano deleite; mas el que nos viene del entendimiento y razón es vivo gozo, y macizo gozo, y gozo de substancia y verdad.

Y así como se prueba la grande substancia de aquestos deleites del alma por la viveza del entendimiento que los siente y conoce, así también se ve su nobleza por el metal de la obra que nos ayunta al bien de do nacen. Porque las obras por cuya mano metemos a Dios en nuestra casa, que, puesto en ella, la hinche de gozo, son el contemplarle y el amarle y el ocupar en él nuestro pensamiento y deseo, con todo lo demás que es santidad y virtud. Las cuales obras, ellas en sí mismas, son, por una part e, tan propias de aquello que en nosotros verdaderamente es ser hombre, y, por otra, tan nobles en sí, que ellas mismas por sí, dejado aparte el bien que nos traen, que es Dios, deleitan el alma, que con sola su posesión de ellas se perfecciona y se goza. Como, al revés, todas las obras que el cuerpo hace, por donde consigue aquello con que se deleita el sentido, sean obras o no propias del hombre, o así toscas y viles, que nadie las estimaría ni se alegraría con ellas por sí solas si o la necesidad pura o la costumbre dañada no le forzase.

Así que en lo bueno, antes que ello deleite, hay deleite y eso mismo que va en busca del bien y que lo halla y le echa las manos, es ello en sí bien que deleita, y por un gozo se camina a otro gozo; por el contrario de lo que acontece en el deleite del cuerpo, adonde los principios son intolerable trabajo; los fines, enfado y hastío; los frutos, dolor y arrepentimiento.

Mas cuando acerca de esto faltase todo lo que hasta ahora se ha dicho para conocer que es verdad, basta la ventaja sola que hace el bien de donde nacen estos espirituales deleites a los demás bienes que son cebo de los sentidos. Porque, si la pintura hermosa, presente a la vista, deleita los ojos, y si los oídos se alegran con la suave armonía, y si el bie n que hay en lo dulce, o en lo sabroso, o en lo blando, causa contentamiento en el tacto, y si otras cosas menores y menos dignas de ser nombradas pueden dar gusto al sentido, injuria será que se hace a Dios poner en cuestión si deleita o qué tanto deleita al alma que se abraza con Él. Bien lo sentía esto aquel que decía (147): "¿Qué hay para mí en el cielo, y fuera de Vos, Señor, que puedo desear en la tierra?" Porque si miramos lo que, Señor, sois en Vos, sois un océano infinito de bien; y el mayor de los que por acá se conocen y entienden, es una pequeña gota, comparada con Vos, y es como una sombra vuestra obscura y ligera. Y si miramos lo que para nosotros sois y en nuestro respeto, sois el deseo del alma, el único paradero de nuestra vida, el propio y solo bien nuestro, para cuya posesión somos criados, y en quien sólo hallamos descanso, y a quien, aun sin conoceros, buscamos en todo cuanto hacemos.

Que a los bienes del cuerpo y casi a todos los demás bienes que el hombre apetece, apetécelos como a medios para conseguir algún fin y como a remedios y medicinas de alguna falta o enfermedad que padece, busca el manjar porque le atormenta la hambre; allega riquezas por salir de pobreza; sigue el son dulce y vase en pos de lo proporcionado y hermoso porque s in esto padecen mengua el oído y la vista.

Y por esta razón, los deleites que nos dan estos bienes son deleites menguados y no puros; lo uno, porque se fundan en mengua y en necesidad y tristeza; y lo otro, porque no duran más de lo que ella dura, por donde siempre la traen junto a sí y como mezclada consigo. Porque, si no hubiese hambre, no sería deleite el comer, y, en faltando ella, falta él juntamente. Y así no tienen más bien de cuanto dura el mal para cuyo remedio se ordenan. Y por la misma razón no puede entregarse ninguno a ellos sin rienda, antes es necesario que los use, el que de ellos usar quisiere, con tasa, si le han de ser, conforme a como se nombran, deleites; porque lo son hasta llegar a un punto cierto, y, en pasando de él, no lo son.

Mas Vos, Señor, sois todo el bien nuestro y nuestro soberano fin verdadero, y, aunque sois el remedio de nuestras necesidades y aunque hacéis llenos todos nuestros vacíos, para que os ame el alma mucho más que a sí misma no le es necesario que padezca mengua, que Vos por Vos merecéis todo lo que es el querer y el amor. Y cuanto el que os amare, Señor, estuviere más rico y más abastado de Vos, tanto os amará con más veras. Y así como Vos, en Vos, no tenéis fin ni medida, así el deleite que nace de Vos en el alma, que consigo os abraza dichosa, es deleite que no tiene fin; y que cuanto más crece es más dulce; y deleite en quien el deseo, sin recelo de caer en hartura, puede alargar la rienda cuanto quisiere, porque, como testificáis de Vos mismo (148): "Quien bebiere de vuestra dulzura, cuanto más bebiere, tendrá de ella más sed."

Y por esta misma razón -si, Juliano, no os desagrada, y según que ahora a la imaginación se me ofrece- en la Sagrada Escritura aqueste deleite que Dios en los suyos produce, es llamado con nombres de avenida y de río, como cuando el salmista decía que da de beber Dios a los suyos un río de deleite grandísimo. Porque en decirlo así, no solamente quiere decir que les dará Dios a los suyos grande abundancia de gozo, sino también nos dice y declara que ni tiene límite aqueste gozo, ni menos es gozo, que hasta un cierto punto es sabroso; y, pasado de él, no lo es; ni es como lo son los deleites que vemos, agua encerrada en vaso que tiene su hondo, y que fuera de aquellos términos, con que se cerca, no hay agua, y que se agota y se acaba bebiéndola, sino que es agua en río que corre siempre, y que no se agota, bebida, y que, por más que se beba, siempre viene fresca a la boca, sin poder jamás llegar a algún paso, adonde no haya agua, esto es.

adonde aquel dulzor no lo sea. De manera que, por razón de ser Dios bien infinito y bien que sobrepuja sin ninguna comparación a todos los bienes, se entiende que en el alma que le posee, el deleite que hace es entre todos los deleites el mayor deleite, y por razón de ser nuestro último fin, se convence que jamás aqueste deleite da en cara.

Y si esto es por ser Dios el que es, ¿qué será por razón del querer que nos tiene, y por el estrecho ñudo de amor con que con los suyos se enlaza? Que si el bien presente y poseído deleita, cuanto más presente y más ayuntado estuviere. sin ninguna duda deleitará más.

Pues ¿quién podrá decir la estrecheza no comparable de aqueste ayuntamiento de Dios? No quiero decir lo que ahora he ya dicho, repitiendo las muchas y divers as maneras como se ayunta Dios con nuestros cuerpos y almas; mas digo que, cuando estamos más metidos en la posesión de los bienes del cuerpo, y somos hechos mas de ellos señores, toda aquella unión y estrechez es una cosa floja y como desatada en comparación de este lazo. Porque el sentido y lo que se junta con el sentido solamente se tocan en los accidentes de fuera, que ni veo sino lo colorado, ni oigo sino el retintín del sonido, ni gusto sino lo dulce o amargo, ni percibo tocando si no es la aspereza o blandura, mas Dios, abrazado con nuestra alma, penetra por ella todo, y se lanza a sí mismo por todos sus apartados secretos hasta ayuntarse con su más íntimo ser; adonde hecho como alma de ella, y enlazada con ella, la abraza estrechísimamente. Por cuya causa en muchos lugares la Escritura dice que mora Dios en el medio del corazón". Y David en el salmo (149) le compara al aceite, que, puesto "en la cabeza del sacerdote, viene al cuello, y se extiende a la barba", y desciende corriendo "por las vestiduras todas hasta los pies". Y en el libro de la Sabiduría (150), por aquesta misma razón es comparado Dios a la niebla, que por todo penetra.

Y no solamente se ayunta mucho Dios con el alma, sino ayúntase todo; y no todo, sucediéndose unas partes a otras, sin o todo junto y como de un golpe, y sin esperarse lo uno a lo otro; lo que es al revés en el cuerpo, a quien sus bienes -los que él llama bienes - se le allegan de espacio y repartidamente, y sucediéndose unas partes a otras, ahora una, y después de ésta, otra; y cuando goza de la segunda, ha perdido ya la primera. Y cómo se reparten y dividen aquéllos, ni más ni menos, se corrompen y acaban, y cuales ellos son, tal es el deleite que hacen: deleite como exprimido por fuerza, y como regateado, y como dado blanca a blanca con escasez; y deleite, al fin, qué vuela ligerísimo, y que se desvanece como humo y se acaba. Mas el deleite que hace Dios, viene junto y persevera junto y estable, y es como un todo no divisible, presente siempre todo a sí mismo; y por eso dice la Escritura en el salmo (151) que "deleita Dios con río y con ímpetu a los vecinos de su ciudad", no gota a gota, sino con todo el ímpetu del río así junto.

De todo lo cual se concluye, no solamente que hay deleite en este desposorio y ayuntamiento del alma y de Dios, sino que es un deleite que, por dondequiera que se mire, vence a cualquier otro deleite. Porque ni se mezcla con necesidad, ni se agua con tristeza, ni se da por partes, ni se corrompe en un punto, ni nace de bienes pequeños, ni de abrazo s tibios o flojos, ni es deleite tosco o que se siente a la ligera, como es tosco y superficial el sentido, sino divino bien y gozo íntimo y deleite abundante, y alegría no contaminada, que baña el alma toda, y la embriaga y anega por tal manera que, cómo ello es, no se puede declarar por ninguna.

Y así la Escritura divina, cuando nos quiere ofrecer alguna como imagen de aqueste deleite, porque no hay una que se le asemeje del todo, usa de muchas semejanzas e imágenes. Que unas veces, como antes de ahora d ecíamos, le llama maná escondido: maná, porque es deleite dulcísimo, y dulcísimo no de una sola manera, ni sabroso con un solo sabor, sino como del maná se escribe en la Sabiduría (152), hecho al gusto del deseo, y lleno de innumerables sabores. Maná escondido, porque está secreto en el alma, y porque, si no es quien lo gusta, ninguno otro entiende bien lo que es. Otras veces le llama aposento de vino, como en el libro de los Cantares (153); y otras (154) el vino mismo; y otras (155) licuor mejor mucho que el vino. Aposento de vino, como quien dice amontonamiento y tesoro de todo lo que es alegría. Más que el vino, porque ninguna alegría, ni todas juntas, se igualan con ésta.

Otras veces nos le figura, como en el mismo libro (156), por nombre de pechos. Porque no son los pechos tan dulces ni tan sabrosos al niño, como los deleites de Dios son deleitables a aquel que los gusta. Y porque no son deleites que dañan la vida, o que debilitan las fuerzas del cuerpo, sino deleites que alimentan el espíritu y le hacen que crezca, y deleites que cuyo medio comunica Dios al alma la virtud de su sangre hecha leche, esto es, por manera sabrosa y dulce. Otras veces son dichos mesa y banquete, como por Salomón (157) y David (158), para significar su abastanza y la grandeza y variedad de sus gustos, y la confianza y el descanso y el regocijo y la seguridad y esperanzas ricas que ponen en el alma del hombre.

Otras los nombra sueño, porque se repara en ellos el espíritu de cuanto padece y lacera en la continua contradicción que la carne y el demonio le hace. Otras (159) los compara a "guija, o a piedrecilla pequeña y blanca, y escrita de un nombre que sólo el que lo tiene le lee". Porque así como, según la costumbre antigua, en las causas criminales, cuando echaba el juez una p iedra blanca en el cántaro, era dar vida; y como los días buenos y de sucesos alegres los antiguos los contaban con pedrezuelas de aquesta manera, asimismo el deleite que da Dios a los suyos es como una prenda sensible de su amistad, y como una sentencia q ue nos absuelve de su ira, que por nuestra culpa nos condenaba al dolor y a la muerte; y es voz de vida en nuestra alma, y día de regocijo para nuestro espíritu, y de suceso bienaventurado y feliz.

Y, finalmente, otras veces significa aquestos deleites con nombre de embriaguez (160) y de desmayo y de enajenamiento de sí, porque ocupan toda el alma, que con el gusto de ellos se mete tan adelante en los brazos y sentimientos de Dios, que desfallece al cuerpo y cuasi no comunica con él su sentido, y dice y hace cosas el hombre que parecen fuera de toda naturaleza y razón.

141. (Ps 35,9).
142. (Ps 33,9).
143. (Ps 45,5).
144. ().
145. (Ps 88,16).
146. (Is 64,4).
147. (Ps 72,25).
148. Eccl. 24,29; (Ps 35,9).
149. (Ps 132,2).
150. (Si 24,6).
151. (Ps 45,5).
152. (Sg 16,20).
153. (Ct 2,4).
154. (Ct 5,1).
155. (Ct 1,1 Ct 4,10).
156. (Ct 1,1 Ct 4,10).
157. (Pr 9,5).
158. (Ps 22,5).
159. (Ap 2,17).
160. (Ct 5,1).


Y a la verdad, Juliano, de las señales que podemos tener de grandeza de estos deleites, los que deseamos conocerlos y no merecemos tener su experiencia, una de las más señaladas y ciertas es el de ver los efectos y las obras maravillosas y fuera de toda orden común que hacen en aquellos que experimentan su gusto. Porque, si no fuera dulcísimo incomparablemente el deleite que halla el bueno con Dios, ¿cómo hubiera sido posible, o a los mártires padecer los tormentos que padecieron, o a los ermitaños durar en los yermos por tan luengos años en la vida que todos sabemos?

Por manera que la grandeza no medida de este dulzor, y la violencia dulce con que enajena y roba para sí toda el alma, fue q uien sacó a la soledad a los hombres, y los apartó de cuasi todo aquello que es necesario al vivir. Y fue quien los mantuvo con yerbas y sin comer muchos días, desnudos al frío y cubiertos al calor y sujetos a todas las injurias del cielo. Y fue quien hizo fácil y hacedero y usado, lo que parecía en ninguna manera posible. Y no pudo tanto, ni la naturaleza con sus necesidades, ni la tiranía y crueldad con sus no oídas cruezas para retraerlos del bien, que no pudiese mucho más para detenerlos en él aqueste d eleite; y todo aquel dolor que pudo hacer el artificio y el cielo, la naturaleza y el arte, el ánimo encrudelescido Y, y la ley natural poderosa, fue mucho menor que este gozo. Con el cual esforzada el alma y cebada y levantada sobre sí mismo, y hecha superior sobre todas las cosas, llevando su cuerpo tras sí, le dio que no pareciese ser cuerpo.

Y si quisiésemos ahora contar por menudo los ejemplos particulares y extraños que de esto tenemos, primero que la historia se acabaría la vida; y así baste por todos uno, y éste sea el que es la imagen común de todos, que el Espíritu Santo nos dibujó en el libro de los Cantares, para que, por las palabras y acontecimientos que conocemos, veamos como en idea todo lo que hace Dios con sus escogidos. Porque ¿qué es lo que no hace la Esposa allí para encarecer aqueste su deleite que siente, o lo que el Esposo no dice para este mismo propósito? No hay palabra blanda, ni dulzura regalada, ni requiebro amoroso, ni encarecimiento dulce, de cuantos en el amor jamás se dijeron o se pueden decir, que o no lo diga allí o no lo oiga la Esposa. Y si por palabras o por demostraciones exteriores se puede declarar el deleite del alma, todas las que significan un deleite grandísimo, todas ellas se dicen y hacen allí; y comenzando de me nores principios, van siempre subiendo, y esforzándose siempre más el soplo del gozo, al fin, las velas llenas, navega el alma justa por un mar de dulzor, y viene a la fin a abrasarse en llamas de dulcísimo fuego, por parte de las secretas centellas que re cibió al principio de sí misma.

Y acontécele, cuanto a este propósito, al alma con Dios como al madero no bien seco, cuando se le avecina el fuego, le aviene. El cual, así como se va calentando del fuego y recibiendo en sí su calor, así se va haciendo sujeto apto y dispuesto para recibir más calor, y lo recibe de hecho. Con el cual calentado, comienza primero a despedir humo de sí, y a dar de cuando en cuando algún estallido; y corren algunas veces gotas de agua por él; y procediendo en esta contienda y tomando por momentos el fuego en él mayor fuerza, el humo que salía se enciende de improviso en llama que luego se acaba.

Y dende a poco se torna a encender otra vez, y a apagarse también; y así hace la tercera y la cuarta, hasta que al fin el fuego, ya lanzado en lo íntimo del madero y hecho señor de todo él, sale todo junto y por todas partes afuera levantando sus llamas, las cuales, prestas y poderosas y a la redonda bullendo hacen parecer un fuego el madero.

Y por la misma manera cuando Dios se avecina al alma y se junta con ella y le comienza a comunicar su dulzura, ella, así como la va gustando, así la va deseando más, y con el deseo se hace a sí misma más hábil para gustarla, y luego la gusta más; y así creciendo en ella aqueste deleite por puntos, al principio la estremece toda, y luego la comienza a ablandar, y suenan de rato en rato unos tiernos suspiros, y corren por las mejillas a veces y sin sentir algunas dulcísimas lágrimas, y procediendo adelante, enciéndese de improviso como una llama compuesta de luz y de amor, y luego desaparece volando, y torna a repetirse el suspiro, y torna a lucir y cesar otro no sé qué resplandor, y acreciéntase el lloro dulce, y anda así por un espacio haciendo mudanzas el alma traspasándose unas veces, y otras tornándose a sí, hasta que, sujeta ya del todo al dulzor, se traspasa del todo, y levantada enteramente sobre sí misma y no cabiendo en sí misma, espira amor y terneza y derretimiento por todas sus partes, y no entiende ni dice otra cosa si no es: ¡Luz, amor, vida, descanso sumo, belleza infinita, bien inmenso y dulcísimo, dame que me deshaga yo, y que me convierta en Ti toda, Señor!

Mas callemos, Juliano, lo que por mucho que hablemos no se puede hablar. Y calló, diciendo esto, Marcelo un poco, y tornó luego a decir:

-Dicho he del ñudo y del deleite de este desposorio lo que he podido; quédame por decir lo que supiere de las demás circunstancias y requisitos suyos.

Y no quiero referir yo ahora las causas que movieron a Cristo, ni los accidentes de donde tomó ocasión para ser nuestro Esposo, porque ya en otros lugares habemos dicho hoy acerca de esto lo que conviene, ni diré de los terceros que entrevinieron en estos conciertos, porque el mayor y el que a todos nos es manifiesto, fue la grandeza de su piedad y bondad; mas diré de la manera cómo se ha habido con esta su Esposa por todo el espacio que, desde que se prometieron, corre hasta el día del matrimonio legítimo; y diré de los regalos y dulces tratamientos que por este tiempo le hace, y de las prendas y jo yas ricas, y por ventura de las leyes de amor y del tálamo, y de las fiestas y cantares ordenados para aquel día.

Porque así como acontece a algunos hombres que se desposan con mujeres muy niñas, y que para casarse con ellas aguardan a que lleguen a legítima edad, así nos conviene entender que Cristo se desposó con La Iglesia luego en naciendo ella, o por mejor decir, que la crió e hizo nacer para Esposa suya y que se ha de casar con ella a su tiempo.

Y habemos de entender que, como aquellos cuyas esposas son niñas las regalan y les hacen caricias primero como a niñas, y así por consiguiente, como va creciendo la edad, van ellos también creciendo en la manera de amor que les tienen y en las demostraciones de él que les hacen, así Cristo a su Esposa, la Iglesia, le ha ido criando y acariciando conforme a sus edades, y diferentemente según sus diferencias de tiempos; primero como a niña, y después como a algo mayor, y ahora la trata como a doncelleja ya bien entendida y crecida y cuasi ya casadera.

Porque toda la edad de la Iglesia, desde su primer nacimiento hasta el día de la celebridad de sus bodas, que es todo el tiempo que hay desde el principio del mundo hasta su fin, se divide en tres estados de la Iglesia y tres tiempos: el primero que llamamos de naturaleza, y el segundo de ley, y el tercero y postrero de gracia.

El primero fue como la niñez de esta Esposa, en el segundo vino a algún mayor ser; en este tercero que ahora corre, se va acercando mucho a la edad de casar. Pues como ha ido creciendo la edad y el saber, así se ha habido con ella diferentemente su Esposo, midiendo con la edad los favores y ajustándolos siempre con ella por maravillosa manera, aunque siempre por manera llena de amor y de regalo, como se ve claramente en el libro, de quien poco antes decía de los Cantares, el cual no es sino un dibujo vivo de todo aqueste trato amoroso y dulce que ha habido hasta ahora, y de aquí adelante ha de haber entre estos dos, Esposo y Esposa, hasta que llegue el dichoso día del matrimonio, que será el d ía cuando se cerraren los siglos.

Digo que es una imagen compuesta por la mano de Dios, en que se nos muestran por señales y semejanzas visibles, y muy familiares al hombre, las dulzuras que entre estos dos esposos pasan, y las diferencias de ellas conforme a los tres estados y edades diferentes que he dicho. Porque en la primera parte del libro, que es hasta casi la mitad del segundo capítulo, dice Dios lo que hace significación de las condiciones de esta su Esposa en aquel su estado primero de naturaleza , y la manera de los amores que le hizo entonces su Esposo. Y desde aquel lugar, que es donde se dice en el segundo capítulo: "Veis, mi Amado me habla" y dice: "Levántate, y apresúrate y ven", hasta el capítulo 5, adonde torna a decir: "Yo duermo y mi cora zón vela", se pone lo que pertenece a la edad de la ley. Mas desde allí hasta el fin, todo cuanto entre aquestos dos se platica es imagen de las dulzuras de amor que hace Cristo a su Esposa en aqueste postrero estado de gracia.

Porque comenzando por el primero, y tocando tan solamente las cosas y como señalándolas desde lejos -porque decirlas enteramente sería negocio muy largo, y no de aqueste breve tiempo que resta-, así que, diciendo de lo que pertenece a aquel estado primero, como era entonces niña la Esposa, y le era nueva y reciente la promesa de Dios de hacerse carne como ella, y de casarse con ella, como tierna y como deseosa de un bien tan nunca esperado, del cual entonces comenzaba a gustar, entra con la licencia que le da su niñez, y con la imp aciencia que en aquella edad suele causar el deseo, pidiendo apresuradamente sus besos. Béseme -dice- de besos de su boca, que mejores son los tus pechos que el vino." En que debajo de este nombre de besos le pide ya su palabra, y el aceleramiento de la promesa de desposarla en su carne, que apenas le acaba de hacer. Porque desde el tiempo que puso Dios con el hombre de vestirse de su carne de él y de, así vestido, ser nuestro Esposo, desde ese punto el corazón del hombre comenzó a haberse regalada y familiarmente con Dios, y comenzaron desde entonces a bullir en él unos sentimientos de Dios nuevos y blandos, y por manera nunca antes vista dulcísimos. Y hace significación de aquesta misma niñez lo que luego dice y prosigue: "Las niñas doncellicas te aman", p orque las doncellicas y la Esposa son una misma. Y el aficionarse al olor, y el comparar y amar al Esposo como a un ramillete florido, y el no poderse aún tener bien en los pies, y el pedir al Esposo que le dé la mano diciendo: "Llévame en pos de ti; corre remos"; y el prometerle el Esposo tortolicas y sartalejos; todo ello demuestra lo niño y lo imperfecto de aquel amor y conocimiento primero.

Y porque tenía entonces la Iglesia presente y como delante de los ojos dos cosas, la una su culpa y pérdida, y la otra la promesa dichosa de su remedio, como mirándose a sí, por eso dice allí así: "Negra soy, mas hermosa, hijas de Jerusalén, como los tabernáculos de Cedar, y como las tiendas de Salomón." Negra por el desastre de mi culpa primera, por quien he quedado sujeta a las injurias de mis penalidades; mas hermosa por la grandeza de dignidad y de rica esperanza, a que por ocasión de este mal he subido. Y si el aire y el agua me maltratan de fuera, la palabra que me es dada y la prenda que de ella en el alma tengo, me enriquece y alegra. Y si los hijos de mi madre se encendieron contra mí, porque viniendo de un mismo Padre el ángel y yo, el ángel malo, encendido de envidia, convirtió su ingenio en mi daño, y si me pusieron por guarda de viñas, sacándome de mi felic idad al polvo y al sudor y al desastre continuo de esta larga miseria, y si la mi viña, esto es, la mi buena dicha primera no la supe guardar, como sepa yo ahora adónde, ¡oh Esposo!, sesteas, y como tenga noticia y favor para ir a los lugares bienaventurados adonde está de tu rebaño su pasto, yo quedaré mejorada.

Y así, por esta causa misma el Esposo entonces no se le descubre del todo, ni le ofrece luego su presencia y su guía, sino dícele que, si le ama como dice y si le quiere hallar, que siga la huella de sus cabritos. Porque la luz y el conocimiento que en aquella edad dio guía a la Iglesia, fue muy pequeño y muy flaco conocimiento en comparación del de ahora. Y porque ella era pequeña entonces, esto es, de pocas personas en número, y ésas esparcidas p or muchos lugares y rodeadas por todas partes de infidelidad, por eso la llama allí, y por regalo la compara a la rosa, que las espinas la cercan".

Y también es rosa entre espinas, porque cuasi ya al fin de aquesta niñez suya, y cuando comenzaba a florecer y brotaba ya afuera su hermosa figura, haciendo ya cuerpo de república y de pueblo fiel con muchedumbre grandísima, que fue estando en Egipto y poco antes que saliese de allí, fue rosa entre espinas, así por razón de los egipcios infieles que la cercaban, como por causa de los errores y daños que se le pegaban de su trato y conversación, como también por respeto de la servidumbre con que la oprimían. Y no es lejos de aquesto, que en sola aquella parte del libro la compara el Esposo a cosas de las que en Egipto nacían, como cuando le dice (161): "A la mi yegua en los carros de Faraón te asemejé, amiga mía"; porque estaba sujeta ella a Faraón entonces, y como juncida al carro trabajoso de su servidumbre.

Mas llegando a este punto, que es el fin de su edad la primera y el principio de la segunda, la manera como Dios la trató es lo que luego y en el principio de la segunda parte del libro se dice (162): "Levántate, y apresúrate, amiga mía, y ven, que ya se pasó el invierno, y la lluvia ya se fue", con lo que después de esto se sigue. Lo cual todo por hermosas figuras declara la salida de esta santa Esposa, de Egipto. Porque llamándola el Esposa a que salga, significa el Espíritu Santo no sólo que el Esposo la saca de allí, mas también la manera como le hace s alir. Levántate -dice- porque con la carga del duro tratamiento estaba abatida y caída. Y apresúrate, porque salió con grandísima priesa de Egipto, como se cuenta en el Éxodo. Y ven, porque salió siguiendo a su Esposo. Y dice luego todo aquello que la convida a salir. "Porque ya -dice- el invierno" y los tiempos ásperos de su servidumbre "han pasado, y ya comienza a aparecer la primavera" de su mejor suerte. Y ya -dice- no quiero que te me demuestres como rosa entre espinas, sino como paloma en los agujeros de la barranca, para significar el lugar desierto, y libre de compañías malas a do la sacó.

Y así ella, como ya más crecida y osada, responde alegremente a este llamamiento divino, y deja su casa y sale en busca de aquel a quien ama. Y para declarárnoslo , dice (163): "En mi lecho, y en la noche, de mi servidumbre y trabajo, busqué, y levanté el corazón a mi Esposo, busquéle, mas no le hallé. Levantéme, y rodeé la ciudad, y pregunté a las guardas de ella por él". Y dice esto así para declarar todas las dificultades y trabajos nuevos que se le recrecieron con los de Egipto, y con sus príncipes de ellos desde que comenzó a tratar de salir de su tierra hasta que de hecho salió.

Mas luego, en saliendo, halló como presente su figura de nube y en figura de fuego a su Esposo; y así añade, y le dice (164): "En pasando las guardas, hallé al que ama mi alma, asíle, y no le dejaré hasta que le encierre en la casa de mi madre, y en la recámara de la que me engendró." Porque hasta que entró con él en la tierra prometida, adonde caminaba por el desierto, siempre le llevó como delante de sí. Y porque se entienda que se habla aquí de aquel tiempo y camino, poco más abajo le dicen (165): "¿Quién es esta que sube por el desierto como varilla de humo de mirra y de incienso, y de todos los buenos olores?" Y lo que después se dice del lecho de Salomón (166), y de las guardas de él, con quien es comparada la Esposa, es la guarda grande, y las velas que puso el Esposo para la salud y defensa suya por todo aquel camino y desierto. Y lo de la litera que Salomón hizo (167), y la pintura de sus riquezas y obra, es imagen de la obra del arca y del santuario, que en aquel mismo lugar y camino ordenó para regalo de aquesta su Esposa.

Y cuando luego, por todo el capítulo 4, dice de ella su Esposo encarecidos loores, cantando una por una todas sus figuras y partes; en la manera del loor y en la cualidad de las comparaciones que usa, bien se deja entender que el que allí habló aquello de que habla, lo concebía como una grande muchedumbre de ejército asentado en su real, y levantadas sus tiendas y divididas en sus estanzas por orden, en la manera como seguía su viaje entonces el pueblo desposado con Dios. Porque, como en el libro de los Números (168) vemos, el asiento del real de aquel pueblo cuando peregrinó en el desierto, estaba repartido en cuatro cuarteles, de aquesta manera: en la delantera tenían sus tiendas y asientos los de la tribu de Judá, con los de Isacar y Zabulón a sus lados; a la mano derecha tenían su cuartel los de Rubén, con los de Simeón y de Gad juntamente; a la izquierda moraban con los de Dan, los de Aser y Neftalí; lo postrero ocupaban Efraím con las tribus de Benjamín y de Manasés. Y en medio de este cuadrado estaba fijado el Tabernáculo del testimonio, y al derredor de él por todas sus partes tenían sus tiendas los levitas y sacerdotes. Y conforme a esta orden de asiento seguían su camino cuando levantaban real. Porque lo primero de todo iba la columna, que les era su guía (169). En pos de ella seguían, sus banderas tendidas, Judá con sus compañeros. A éstos sucedían luego los que pertenecían al cuartel de Rubén. Luego iba el Tabernáculo con todas sus partes, las cuales llevaban repartidas entre sí los levitas. Efraím y los suyos iban después. Y los de Dan iban en la retaguarda de todos.

Pues teniendo como delante los ojos el Esposo esta orden y como deleitándose en contemplar esta imagen, en el lugar que digo, lo va loando, como si loara en una persona sola y hermosa sus miembros. Porque dice que sus ojos, que eran la nube y el fuego que les servían de guía, eran como de paloma. Y sus cabellos, que es lo que se descubre primero, y el cuartel de los que iban delante, como hatos de cabras. Y sus dientes, que son Gad y Rubén, como manadas de ovejas. Y sus labios y habla, que eran los levitas y sacerdotes, por quien Dios les hablaba, como hilo de carmesí. Y por la misma manera llama mejillas a los de Efraím, y a los de Dan cuello. Y a los unos y a los otros los alaba con hermosos apodos. Y a la postre dice maravillas de sus dos pechos, esto es, de Moisés y Aarón, que eran como el sustento de ellos, y como los caminos por donde venía a aquel pueblo, lo que los mantenía en vida y en bien.

Y porque el paradero de este viaje era el llegar a la tierra que les estaba guardada y el alcanzar la posesión pacífica de ella, por eso en habiendo alabado la orden hermosa que guardaban en su real y camino, llégalos a la fin del camino y mételos como de la mano en sus casas y tierras. Y por esto le dice: "¡Ven del Líbano, Amiga mía, Esposa mía! Ven del Líbano, ven, y serás coronada, de la cumbre de Amana y de la altura de Sanir y de Hermón, de las cuevas de los leones, de los montes de las onzas, que es como una descripción de la región de Judea. En la cual región, después que de ella se apoderó Dios y su pueblo, creció y fructificó por muchos siglos con grandes acrecentamiento de santidad y virtudes la Iglesia.

Por donde el Esposo, luego que puso a la Esposa en la posesión de esta tierra, contemplando los muchos frutos de religión que en ella p rodujo, para darlo a entender, le dice que es huerto, y le dice que es fuente, y de lo uno y de lo otro dice en esta manera (170): "Huerto cercado, hermana mía, Esposa; huerto cercado, fuente sellada. Tus plantas, vergeles son de granados y de lindos frutales; el cipro y el nardo, y la canela y el cinamomo con todos los árboles del Líbano, la mirra, y el sándalo, con los demás árboles del incienso." Y finalmente diciendo y respondiéndose a veces, concluyen todo lo que a la segunda edad pertenece.

Y, concluido, luego se comienza el cuento de lo que en esta tercera gracia pasa entre Cristo y su Esposa. Y comienza diciendo (171): "Voz de mi Amado que llama: ¡Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, que mi cabeza llena está de rocío, y las mis guedejas con las gotas de la noche!" Que por cuanto Cristo, en el principio de esta edad que decimos, nació cubierto de nuestra carne y vino así a descubrirse visiblemente a su Esposa, vestido de su librea de ella y sujeto, como ella lo es, a los trabajos y a las mala s noches que en la obscuridad de esta vida se pasan, por eso dice que viene maltratado de la noche y calado del agua y del rocío. Lo cual hasta aquel punto nunca de sí dijo el Esposo, ni menos dijo otra cosa que se pareciese a ello, o que tuviese significación de lo mismo. Pues ruégale que le abra la puerta, porque sabía la dificultad con que aquel pueblo donde nació, y donde en aquel tiempo se sustentaba aqueste nombre de Esposa, le había de recibir en su casa. Y esta dificultad y mal acogimiento es lo que luego incontinente se sigue: "Desnudéme la mi camisa; ¿cómo tornaré a vestírmela? Lavé los mis pies, ¿cómo los ensuciaré?" Y así, mal recibido, se pasa adelante a buscar otra gente.

161. (Ct 1,8).
162. (Ct 2,10).
163. (Ct 3,1).
164. (Ct 3,4).
165. (Ct 3,6).
166. (Ct 3,7).
167. (Ct 3,9-10).
168. (Nb 2,1 Nb 34).
169. (Nb 10,11-27).
170. (Ct 4,12).
171. (Ct 5,2).


Y porque algunos de los de aquel pueblo, aunque los menos de ellos, le recibieron, por eso dice que, al fin, salió la Esposa en su busca. Y porque los que le recibieron padecieron por la confesión y predicación de su fe muchos y muy luengos trabajos, por eso dice que lo rodeó todo buscándole, y que no le halló; y que la hallaron a ella las guardas que hacían la ronda, y que la despojaron, y que la hirieron con golpes". Y las voces que da llamando a su Esposo escondido, y las gentes que movidas de sus voces acuden a ella, y le preguntan qué busca y por quién vocea con ansia tan grande, no es otra cosa sino la predicación de Cristo, que ardiendo en su amor, hicieron por toda la gentilidad los apóstoles; y los que se allegan a la Esposa y los que le ofrecen su ayuda y compañía para buscar al que ama, son los mismos gentiles, todos aquellos que abriendo los oídos del alma a la voz del santo Evangelio, y dando asiento a las palabras de salud en su corazón se juntaron con fe viva a la Esposa y se encendieron con ella en un mismo amor y deseo de ir en seguimiento de Cristo.

Y como llegaba ya la Iglesia a su debido vigor. y estaba como si dijésemos, en la flor de su edad, y había conforme a la edad crecido en conocimiento, y el Esposo mismo se le había manifestado hecho hombre, da señas de el allí la Esposa y hace pintura de sus facciones todas, lo que nunca antes hizo en ninguna parte del libro. Porque el conocimiento pasado, en comparación de la luz presente, y lo que supo de su Esposo la Iglesia en la naturaleza y la ley, puesto con lo que ahora sabe y conoce, fue como una niebla cerra da y como una sombra obscurísima.

Pues como es ahora su amor de la Esposa y su conocimiento mayor que antes, así ella en esta tercera parte está más aventajada que nunca en todo género de espiritual hermosura; y no está, como estaba antes, encogida en un pueblo solo, sino extendida por todas las naciones del mundo. En significación de lo cual el Esposo en esta parte, lo que no había hecho en las partes primeras, la compara a ciudades, y dice que es semejante a un grande y bien ordenado escuadrón (172) y re pite todo lo que había dicho antes loándola, y añade sobre lo dicho otros nuevos y más soberanos loores. Y no solamente Él la alaba, sino también como a cosa ya hecha pública por todas las gentes y puesta en los ojos de todas ellas, alábanla con el Esposo otros muchos. Y la que antes de ahora no era alabada sino desde la cabeza hasta el cuello, es loada ahora de la cabeza a los pies, y aun de los pies es loada primero, porque lo humilde es lo más alto en la Iglesia. Y la que antes de ahora no tenía hermana, porque estaba. como he dicho, sola en un pueblo, ahora ya tiene hermana y casa y solicitud y cuidado de ella, extendiéndose por innumerables naciones. Y ama ya a su Bien, y es amada de Él por diferente y más subida manera; que no se contenta con verle y abrazarle a sus solas, como antes hacía, sino en público y en los ojos de todos, y sin mirar en respetos y en puntos, como trae una mozuela a su niño y hermano en los brazos, y como se abalanza a el, a doquier que le ve desea traerle ella así siempre y públicamente anudado con su corazón, como de hecho le trae en la Iglesia todo lo que merece perfectamente aqueste nombre de Esposa. Que es lo que da a entender cuando dice (173):

"¿Quién te me diese como hermano mamante pechos de mi madre? Hallaríate fuera, y besaríate y cierto no me despreciarían a mí. Asiré de ti, y te llevaré a casa de la mi madre, y tú me avezarás, y yo te regalaré."

Y porque, llegando aquí, ha venido a todo lo que en razón de Esposa puede llegar, no le queda sino que desee y que pida la v enida de su Esposo a las bodas y el día feliz en que se celebrará aqueste matrimonio dichoso. Y así lo pide finalmente diciendo (174): "Huye, Amado mío, y aseméjate a la cabra, y al cervatico sobre los montes. Porque el huir es venir apriesa y volando; y el venir sobre los montes es hacer que el sol, que sobre ellos amanece, nos descubra aquel día. Del cual día y de su luz, a quien nunca sucede noche, y de sus fiestas, que no tendrán fin, y del aparato soberano del tálamo y de los ricos arreos con que saldrán en público el novio y novia, dice San Juan en el Apocalipsi cosas maravillosas, que no quiero yo ahora decir, ni, si va a decir verdad, puedo decirlas, porque las fuerzas me faltan. Y valga por todo lo que David acerca de esto dice en el salmo 44, que es propio y verdadero cantar de estas bodas, y cantar adonde el Espíritu Santo habla con los dos novios por divina y elegante manera.

Y dígalo Sabino por mí, pues yo no puedo ya, y el decirlo le toca a él. Y con esto Marcelo acabó, y Sabino dijo luego:

Un rico y soberano pensamiento me bulle dentro el pecho.

A Ti, divino Rey, mi entendimiento dedico, y cuanto he hecho a Ti yo lo enderezo y celebrando mi lengua tu grandeza, irá, como escribano, volteando la pluma con presteza.

Traspasas en beldad a los nacidos:

en gracia estás bañado;

que Dios en Ti a sus bienes escogidos eterno asiento ha dado.

¡ Sus ! Ciñe ya tu espada, poderoso, tu prez y hermosura, tu prez, y sobre carro glorïoso, con próspera ventura.

Ceñido de verdad y de clemencia y de bien soberano, con hechos hazañosos su potencia dirá tu diestra mano.

Los pechos enemigos tus saetas traspasen herboladas y besen tus pisadas las sujetas naciones derrocadas.

Y durará, Señor, tu trono erguido por más de mil edades;

y de tu reino el cetro esclarecido cercado de igualdades.

Prosigues con amor lo justo y bueno;

lo malo es tu enemigo;

y así te colmó, ¡oh Dios!, tu Dios el seno más que a ningún tu amigo.

Las ropas de tu fiesta, producidas de los ricos marfiles despiden. en Ti puestas, descogidas olores mil gentiles.

Son ámbar, y son mirra, y son preciosa algalia sus olores;

rodéate de infantas copia hermosa ardiendo en tus amores.

Y la querida Reina está a tu lado, vestida de oro fino.

Pues, ¡oh tú!, ilustre hija, pon cuidado atiende de contino;

Atiende y mira y oye lo que digo:

si amas tu grandeza, olvidarás de hoy más tu pueblo amigo, y tu naturaleza.

Que el Rey por ti se abrasa; y tú le adora, que Él solo es señor tuvo;

y tú también por Él serás señora de todo el gran bien suyo. El Tiro y los más ricos mercaderes, delante ti humillados, te ofrecen, desplegando sus haberes, los dones más preciados.

Y anidará en ti toda la hermosura, y vestirás tesoro.

Y al Rey serás llevada en vestidura y en recamados de oro.

Y juntamente al Rey serán llevadas contigo otras doncellas irán siguiendo todas tus pisadas y tú delante de ellas.

Y con divina fiesta y regocijos te llevarán al lecho do, en vez de tus abuelos, tendrás hijos, de claro y alto hecho;

A quien del mundo todo repartido darás el cetro y mando.

Mi canto, por los siglos extendido, tu nombre irá ensalzando.

Celebrarán tu gloria eternamente toda nación y gente.

Y dicho esto, y ya muy de noche, los tres se volvieron a su lugar.

172. (Ct 6,3).


Luis de León - Nombres de Cristo - E S P O S O