PAULO VI-MENSAJES DE LA PAZ





MENSAJE DE SU SANTIDAD


PABLO VI


PARA LA CELEBRACIÓN DEL «DIA DE LA PAZ»






1 de enero de 1968: EL DIA DE LA PAZ



Nos dirigimos a todos los hombres de buena voluntad para exhortarlos a celebrar «El Día de la Paz» en todo el mundo, el primer día del año civil, 1 de enero de 1968. Sería nuestro deseo que después, cada año, esta celebración se repitiese como presagio y como promesa, al principio del calendario que mide y describe el camino de la vida en el tiempo, de que sea la Paz con su justo y benéfico equilibrio la que domine el desarrollo de la historia futura.

Nos pensamos que esta propuesta interprete las aspiraciones de los Pueblos, de sus Gobernantes, de las Entidades internacionales que intentan conservar la Paz en el mundo, de las Instituciones religiosas tan interesadas en promover la Paz, de los Movimientos culturales, políticos y sociales que hacen de la Paz su ideal, de la Juventud, —en quien es más viva la perspicacia de los nuevos caminos de la civilización, necesariamente orientados hacia un pacífico desarrollo—, de los hombres sabios que ven cuán necesaria sea hoy la Paz y al mismo tiempo cuán amenazada.

La proposición de dedicar a la Paz el primer día del año nuevo no intenta calificarse como exclusivamente nuestra, religiosa, es decir católica; querría encontrar la adhesión de todos los amigos de la Paz, como si fuese iniciativa suya propia, y expresarse en formas diversas, correspondientes al carácter particular de cuantos advierten cuán hermosa e importante es la armonía de todas las voces en el mundo para la exaltación de este primer bien, que es la Paz, en el múltiple concierto de la humanidad moderna.

La Iglesia Católica, con intención de servicio y de ejemplo, quiere simplemente «lanzar la idea», con la esperanza que alcance no sólo el más amplio asentimiento del mundo civil, sino que tal idea encuentre en todas partes múltiples promotores, hábiles y capaces de expresar en la «Jornada de la Paz», a celebrarse al principio de cada nuevo año, aquel sincero y fuerte carácter de humanidad consciente y redimida de sus tristes y funestos conflictos bélicos, que sepa dar a la historia del mundo un desarrollo ordenado y civil más feliz.

La Iglesia Católica procurará llamar a sus fieles a celebrar «la Jornada de la Paz» con las expresiones religiosas y morales de la fe cristiana; pero considera necesario recordar a todos aquellos, que querrán compartir la oportunidad de tal «Jornada», algunos puntos que deben caracterizarla; y primero entre ellos: la necesidad de defender la paz frente a los peligros que siempre la amenazan: el peligro de supervivencia de los egoismos en las relaciones entre las naciones; el peligro de las violencias a que algunos pueblos pueden dejarse arrastrar por la desesperación, al no ver reconocido y respetado su derecho a la vida y a la dignidad humana; el peligro, hoy tremendamente acrecentado, del recurso a los terribles armamentos exterminadores de los que algunas Potencias disponen, empleando en ello enormes medios financieros, cuyo dispendio es motivo de penosa reflexión ante las graves necesidades que afligen el desarrollo de tantos otros pueblos; el peligro de creer que las controversias internacionales no se pueden resolver por los caminos de la razón, es decir de las negociaciones fundadas en el derecho, la justicia, la equidad, sino sólo por los de las fuerzas espantosas y mortíferas.

La Paz se funda subjetivamente sobre un nuevo espíritu que debe animar la convivencia de los Pueblos una nueva mentalidad acerca del hombre, de sus deberes y sus destinos. Largo camino es aún necesario para hacer universal y activa esta mentalidad; una nueva pedagogía debe educar las nuevas generaciones en el mutuo respeto de las Naciones, en la hermandad de los Pueblos, en la colaboración de las gentes entre sí y también respecto a su progreso y desarrollo. Los organismos internacionales, instituídos para este fin, deben ser sostenidos por todos, mejor conocidos, dotados de autoridad y de medios idóneos para su gran misión. La «Jornada de la Paz» debe hacer honor a estas Instituciones y rodear su trabajo de prestigio, de confianza y de aquel sentido de expectación que debe tener en ellas vigilante el sentido de sus gravísimas responsabilidades y fuerte la conciencia del mandato que se les ha confiado.

Una advertencia hay que recordar. La paz no puede estar basada sobre una falsa retórica de palabras, bien recibidas porque responden a las profundas y genuinas aspiraciones de los hombres, pero que pueden también servir y han servido a veces, por desgracia, para esconder el vacío del verdadero espíritu y de reales intenciones de paz, si no directamente para cubrir sentimientos y acciones de prepotencia o intereses de parte. Ni se puede hablar legítimamente de paz, donde no se reconocen y no se respetan los sólidos fundamentos de la paz: la sinceridad, es decir, la justicia y el amor en las relaciones entre los Estatos y, en el ámbito de cada una de las Naciones, de los ciudadanos entre sí y con sus gobernantes; la libertad de los individuos y de los pueblos, en todas sus expresiones. cívicas, culturales, morales, religiosas; de otro modo no se tendrá la paz —aun cuando la opresión sea capaz de crear un aspecto exterior de orden y de legalidad—, sino el brotar continuo e insofocable de revueltas y de guerras.

Es, pues, a la paz verdadera, a la paz justa y equilibrada, en el reconocimiento sincero de los derechos de la persona humana y de la independencia de cada Nación que Nos invitamos a los hombres sabios y fuertes a dedicar esta Jornada.

Así, finalmente, es de augurar que la exaltación del ideal de la Paz no favorezca la cobardía de aquellos que temen deber dar la vida al servicio del proprio País y de los propios hermanos cuando estos están empeñados en la defensa de la justicia y de la libertad, y que buscan sólamente la huída de la responsabilidad y de los peligros necesarios para el cumplimiento de grandes deberes y empresas generosas: Paz no es pacifismo, no oculta una concepción vil y negligente de la vida, sino proclama los más altos y universales valores de la vida: la verdad, la justicia, la libertad, el amor.

Y es por la tutela de estos valores que nosotros los colocamos bajo la bandera de la Paz e invitamos hombres y Naciones a levantar, al amanecer del año nuevo, esta bandera que debe guiar la nave de la civilización, a través de las inevitables tempestades de la historia, al puerto de sus más altas metas.

A vosotros, venerables Hermanos en el Episcopado,
a vosotros, Hijos y Fieles queridísimos de nuestra Santa Iglesia Católica,

Dirigimos la invitación que arriba hemos anunciado; la de dedicar a los pensamientos y a los propósitos de la Paz una celebración particular en el día primero del año civil, el uno de Enero del próximo año.

Esta celebración no debe alterar el calendario litúrgico que reserva el primer día del año al culto de la maternidad divina de María y al nombre santísimo de Jesús; antes bien, estas santas y suaves memorias religiosas deben proyectar su luz de bondad, de sabiduría y de esperanza sobre la imploración, la meditación, la promoción del grande y deseado don de la paz de que el mundo tiene tanta necesidad.

Os habréis percatado, venerables Hermanos y queridos Hijos, con cuánta frecuencia nuestras palabras repiten consideraciones y exhortaciones sobre el tema de la Paz; no lo hacemos para ceder a una costumbre fácil, ni para servirnos de un argumento de pura actualidad; lo hacemos porque pensamos que lo exige nuestro deber de Pastor universal; lo hacemos porque vemos amenazada la Paz en forma grave y con previsiones de acontecimientos terribles que pueden resultar catastróficos para naciones enteras y quizá también para gran parte de la humanidad; lo hacemos porque en los últimos años de la historia de nuestro siglo ha aparecido finalmente con mucha claridad que la Paz es la línea única y verdadera del progreso humano (no las tensiones de nacionalismos ambiciosos, ni las conquistas violentas, ni las represiones portadoras de un falso orden civil); lo hacemos porque la Paz está en la entraña de la religión cristiana, puesto que para el cristiano proclamar la paz es anunciar a Cristo; «El es nuestra paz» (Ef.2, 14); el suyo es «Evangelio de paz» (Ef. 6, 15) : mediante su sacrificio en la Cruz, El realizó la reconciliación universal y nosotros, sus seguidores, estamos llamados a ser «operadores de la Paz» (Mt 5,9); y sólo del Evangelio, al fin, puede efectivamente brotar la Paz, no para hacer débiles ni flojos a los hombres sino para sustituir, en sus espíritus, los impulsos de la violencia y de los abusos por las virtudes viriles de la razón y del corazón de un humanismo verdadero; lo hacemos finalmente porque querríamos que jamás nos acusasen Dios ni la historia de haber callado ante el peligro de un nuevo conflicto entre los pueblos, el cual, como todos saben, podría revestir formas imprevistas de terror apocaliptico.

En necesario siempre hablar de Paz. Es necesario educar al mundo para que ame la Paz, la construya y la defienda; contra las premisas de la guerra que renacen (emulaciones nacionalistas, armamentos, provocaciones revolucionarias, odio de razas, espíritu de venganza, etc.) y contra las insidias de una táctica de pacifismo que adormece al adversario o debilita en los espíritus el sentido de la justicia, del deber y del sacrificio, es preciso suscitar en los hombres de nuestro tiempo y de las generaciones futuras el sentido y el amor de la Paz fundada sobre la verdad, sobre la justicia, sobre la libertad, sobre el amor (cfr. Juan XXIII, Pacem in terris ).

La grande idea de la Paz tenga, especialmente para nosotros, seguidores de Cristo, su Jornada solemne, en el comienzo del año nuevo 1968.

Nosotros, los creyentes del Evangelio, podemos infundir en esta celebración un tesoro maravilloso de ideas originales y poderosas: como la de la hermandad intangible y universal de todos los hombres que deriva de la Paternidad de Dios única, soberana y amabilísima; y que proviene de la comunión que, in re vel in spe, nos une a todos a Cristo; y también de la vocación profética que en el Espíritu Santo llama al género humano a la unidad no sólo de conciencia sino de obras y de destinos. Nosotros podemos, como ninguno, hablar del amor al prójimo. Nosotros podemos sacar del precepto evangélico del perdón y de la misericordia gérmenes regeneradores de la sociedad. Nosotros, sobre todo, Hermanos venerabilísimos e Hijos dilectísimos, podemos tener un arma singular para la Paz, la oración, con sus maravillosas energías de tonificación moral y de impetración de trascendentes factores divinos de innovaciones espirituales y políticas; y con la posibilidad que ella ofrece a cada uno para examinarse individualmente y sinceramente acerca de las raíces del rencor y de la violencia que pudieran encontrarse en el corazón de cada uno.

Tratemos, por tanto, de inaugurar el año de gracia 1968 (año de la fe que se convierte en esperanza) orando por la Paz; todos, posiblemente juntos en nuestras Iglesias y en nuestras casas; es lo que por ahora os pedimos; que no falte la voz de nadie en el gran coro de la Iglesia y del mundo que invoca de Cristo, inmolado por nosotros, dona nobis pacem.

A todos vosotros nuestra bendición apostólica.

El Vaticano, 8 de diciembre de 1967.

PAULUS PP. VI



1 de enero de 1969: LA PAZ ES UN DEBER

A todos los hombres de buena voluntad, a todos los responsables del curso de la historia de hoy y del mañana;
a los guías, por tanto, de la política, de la opinión pública, de la orientación social, de la cultura, de la escuela;
a toda la juventud que surge con el ansia de una renovación mundial,
con voz humilde y libre, que sale del desierto de cualquier interés terreno,
nosotros anunciamos una vez más la palabra implorante y solemne: Paz.

La Paz se encuentra hoy intrínsecamente vinculada al reconocimiento ideal y a la instauración efectiva de los Derechos del Hombre. A estos derechos fundamentales corresponde un deber fundamental: el de la Paz, precisamente.

La Paz es un deber.

Todo lo que el mundo contemporáneo está comentando sobre el desarrollo de las relaciones internacionales, sobre la interdependencia de los intereses de los Pueblos, sobre el acceso de los nuevos Estados a la libertad y a la independencia, sobre los esfuerzos que la civilización realiza para encaminarse a una organización jurídica unitaria y mundial, sobre los peligros de catástrofes incalculables en la eventualidad de nuevos conflictos armados, sobre la sicología del hombre moderno deseoso de una prosperidad serena y de contactos humanos universales, sobre el progreso del ecumenismo y del respeto recíproco de las libertades personales y sociales, nos persuade de que la Paz es un bien supremo de la vida del hombre sobre la tierra, un interés de primer orden, una aspiración común, un ideal digno de la humanidad dueña de sí y del mundo, una necesidad para mantener las conquistas logradas y para alcanzar otras, una ley fundamental para la difusión del pensamiento, de la cultura, de la economía y del arte, una exigencia que ya no se puede suprimir en la visión de los destinos humanos. Porque la Paz es la seguridad, la Paz es el orden. Un orden justo y dinámico, decimos, que se debe construir continuamente. Sin la Paz, ninguna confianza; sin confianza, ningún progreso. Una confianza, decimos, fundada en la justicia y en la lealtad.

Sólo en el clima de la Paz se atestigua el derecho, progresa la justicia, respira la libertad. Si tal es el sentido de la Paz, si tal es el valor de la Paz, la Paz es un deber.

Es el deber de la historia presente. Quien sabe reflexionar sobre las enseñanzas que la historia del pasado nos da, concluye enseguida declarando absurdo el retorno a las guerras, a las luchas, a los estragos, a las ruinas producidas por la sicología de las armas y de las fuerzas enfrentadas hasta la muerte de los hombres ciudadanos de la tierra, patria común de nuestra vida en el tiempo. Quien posee el sentido del hombre no puede menos de ser un partidario de la Paz. Quien reflexiona sobre las causas de los conflictos entre los hombres debe reconocer que ellas denuncian carencias del ánimo humano y no virtudes auténticas de su grandeza moral. La necesidad de la guerra podía tener una justificación sólo en condiciones excepcionales y deprecables de hecho y de derecho que no deberían verificarse jamás en la moderna sociedad mundial. La razón y no la fuerza debe decidir la suerte de los pueblos. El acuerdo, las negociaciones, el arbitraje, y no el ultraje, ni la sangre o la esclavitud deben mediar en las relaciones difíciles entre los hombres. Y ni siquiera una tregua precaria, un equilibrio inestable, un terror de represalia y de venganza, un atropello bien logrado, una prepotencia afortunada pueden ser garantías de Paz, digna de tal nombre. Es necesario querer la Paz. Es necesario amar la Paz. Es necesario producir la Paz. La Paz debe ser un resultado moral, debe brotar de los espíritus libres y generosos. Quizá pueda ella parecer un sueño; un sueño que se convierte en realidad, en virtud de una concepción humana nueva y superior.

Un sueño, decimos, porque la experiencia de estos últimos años y el brote de recientes corrientes enturbiadas por pensamientos desordenados: sobre la contestación radical y anárquica, sobre la violencia lícita y necesaria en todos los casos, sobre la política de potencia y de dominio, sobre la carrera de los armamentos y la confianza puesta en los métodos de insidia y de engaño, sobre la imposibilidad de eludir las pruebas de la fuerza, etc., parecen ahogar la esperanza en un ordenamiento pacífico del mundo. Pero esta esperanza permanece, porque debe permanecer. Es la luz del progreso y de la civilización. El mundo no puede renunciar a su sueño de Paz universal. Y precisamente porque la Paz es siempre un continuo hacerse, porque es siempre incompleta, porque es siempre frágil, porque está siempre asediada, porque es siempre difícil, nosotros la proclamamos. Como un deber. Un deber insoslayable. Un deber de los responsables de la suerte de los Pueblos. Un deber de todo ciudadano del mundo: porque todos deben amar la Paz; todos deben contribuir a formar esa mentalidad pública, esa conciencia común que la hacen deseable y posible. La Paz debe existir primero en los ánimos, para que exista después en los acontecimientos.

Sí, la Paz es un deber universal y perenne. Para recordar este axioma de la civilización moderna, invitamos a todo el mundo a celebrar también para el nuevo año 1969 la «Jornada de la Paz», el día 1 de enero. Es un deseo, es una esperanza, es un empeño: el primer sol del año nuevo debe irradiar sobre la tierra la luz de la Paz.

Nos osamos esperar que, entre todos, sean los jóvenes quienes recojan esta invitación como una llamada capaz de interpretar cuanto de nuevo, de vivo, de grande se agita en sus ánimos exacerbados, porque la Paz exige la revisión de los abusos y coincide con la causa de la justicia.

En efecto, este año presenta una circunstancia favorable a nuestra propuesta: se acaba de conmemorar el vigésimo aniversario de la proclamación de los Derechos del Hombre. Es éste un acontecimiento que abarca a todos los hombres: a los individuos, a las familias, a los grupos, a las asociaciones, a las Naciones. Nadie lo debe echar en olvido ni pasar por alto, porque a todos llama a ese reconocimiento fundamental de una digna y plena ciudadanía de cada hombre sobre la tierra. De este reconocimiento nace el título primordial para la Paz: he ahí el tema de la Jornada mundial de la Paz, cuya formulación es: «la promoción de los Derechos del Hombre, camino hacia la Paz». Para que el hombre tenga garantía del derecho a la vida, a la libertad, a la igualdad, a la cultura, al disfrute de los bienes de la civilización, a la dignidad personal y social, es necesaria la Paz; donde ésta pierde su equilibrio y su eficacia, los Derechos del Hombre resultan precarios y comprometidos; donde no hay Paz, el derecho pierde su aspecto humano. Donde no hay respeto, defensa, promoción de los Derechos del Hombre —allí donde se violentan o defraudan sus libertades inalienables, donde se ignora o se degrada su personalidad, donde se ejercen la discriminación, la esclavitud, la intolerancia—, allí no puede haber verdadera Paz. Porque la Paz y el Derecho son recíprocamente causa y efecto; la Paz favorece el Derecho; y, a su vez, el Derecho la Paz.

Queremos esperar que estas razones tengan validez para todas las personas, para todos los grupos, para todas las Naciones; y que la importancia trascendental de la causa de la Paz difunda su reflexión y promueva su aplicación.

Paz y Derechos del Hombre, he aquí el objeto de los pensamientos con los que quisiéramos que los hombres inaugurasen el naciente año. Nuestra invitación es sincera y no encubre otra finalidad que el bien de la humanidad. Nuestra voz es débil, pero clara; es la de un amigo que quisiera saberla escuchada, no tanto por quien la profiere como por lo que dice. Es al mundo a quien se dirige; al mundo que piensa, al mundo que tiene poder, al mundo que crece, al mundo que trabaja, al mundo que sufre, al mundo que espera. ¡Ojalá no se pierda! ¡\La Paz es un deber!

A este nuestro mensaje no puede faltar la fuerza que le proviene del Evangelio, el Evangelio de Cristo, del cual somos ministro.

A todos en el mundo, como el Evangelio, también aquel se dirige.

Pero más directamente a vosotros, venerables Hermanos en el Episcopado, a vosotros, Hijos y Fieles queridísinios de la Iglesia Católica, renovamos la invitación para celebrar la «Jornada de la Paz»: invitación que se convierte en precepto, no nuestro, sino del Señor, quien nos quiere operadores convencidos y diligentes de la paz como condición para contarnos entre los bienaventurados marcados con el nombre de hijos de Dios (cfr. Mt. Mt 5,9). A vosotros se dirige nuestra voz; y se convierte en un grito, ya que para nosotros, los creyentes, la paz adquiere un significado todavía más profundo y misterioso y asume un valor de plenitud espiritual y de salvación personal, además de colectiva y social; para nosotros, la Paz terrena y temporal es reflejo y preludio de la Paz celestial y eterna.

La Paz para nosotros los Cristianos no es solamente un equilibrio exterior, un orden jurídico, un conjunto de relaciones públicas disciplinadas; sino que es, ante todo, el resultado de la actuación del designio de sabiduría y amor, con que Dios ha querido instaurar las relaciones sobrenaturales con la humanidad. La Paz es el primer efecto de esta nueva economía divina, que llamamos gracia; «gracia y paz», repite el Apóstol; es un don de Dios, que se convierte en estilo del vivir cristiano, es una fase mesiánica, que refleja su luz y su esperanza aun sobre la ciudad temporal y que corrobora con sus más altas razones aquellas sobre las que ésta funda su propia Paz. La Paz de Cristo añade a la dignidad de los ciudadanos del mundo la de hijos del Padre celestial; a la igualdad natural de los hombres, la de la fraternidad cristiana; a las contiendas humanas, que comprometen y violan siempre la Paz, la de Cristo les debilita sus pretextos e impugna sus motivos, indicando las ventajas de un orden moral, ideal y superior, y revela la prodigiosa virtud religiosa y civil del perdón generoso; a la incapacidad del arte humano para engendrar una Paz sólida y estable, la de Cristo presta la ayuda de su inagotable optimismo; a la falacia de la política del prestigio orgulloso y del interés material, la Paz de Cristo sugiere la política de la caridad; a la justicia con demasiada frecuencia tímida e impaciente, que sostiene sus exigencias con el furor de las armas, la Paz de Cristo infunde la energía invicta del derecho que deriva de las profundas razones de la naturaleza humana y del destino transcendental del hombre. Y no es miedo de la fuerza ni de la resistencia la Paz de Cristo la cual recaba su espíritu del sacrificio que redime; ni tampoco la Paz de Cristo, que conoce el dolor y las necesidades humanas y sabe encontrar amor y donación para los pequeños, los pobres, los débiles, los desheredados, los que sufren, los humillados, los vencidos, es vileza que transige con las desgracias e insuficiencias de los hombres sin fortuna y sin defensa. Es decir, la Paz de Cristo, más que cualquiera otra fórmula humanitaria, se preocupa de los Derechos del Hombre.

Esto es lo que querríamos que vosotros, Hermanos e Hijos todos, recordárais y anunciárais en la «Jornada de la Paz», bajo cuyo signo se abre el nuevo año, en el nombre de Cristo, Rey de la Paz, defensor de todo auténtico derecho humano. Os acompañe nuestra bendición apostólica.

El Vaticano, 8 de diciembre de 1968.

PAULUS PP. VI



1 de enero de 1970: ¡CIUDADANOS DEL MUNDO!

que os despertáis en el amanecer
de este nuevo año 1970,
pensad por unos instantes:
¿dónde se dirige el camino de la humanidad?
Es posible hoy dar una mirada de conjunto,
una mirada profética.

La humanidad camina, es decir, progresa hacia un dominio cada vez mayor del mundo; el pensamiento, el estudio, la ciencia, guían a la humanidad en esa conquista; el trabajo, los instrumentos, la técnica, realizan esa maravillosa conquista. Y ésta, ¿para qué sirve? Para vivir mejor, para vivir más. La humanidad busca su plenitud de vida en el horizonte del tiempo y la obtiene. Pero advierte que esta plenitud no sería tal si no fuese universal, es decir, si no abarcase a todos los hombres. Por esto la humanidad tiende a alargar los beneficios del progreso a todos los Pueblos; tiende a la unidad, tiende a la justicia, tiende a un equilibrio y a una perfección que llamamos Paz.

También cuando los hombres obran contra la Paz, la humanidad tiende a la Paz. «Mirando a la paz, aun las guerras se hacen» (De Civ. Dei, XIX, c. XII; PL 7, 637). La Paz es el fin lógico del mundo presente; es el destino del progreso; es el orden terminal de los grandes esfuerzos de la civilización moderna (cfr. Lumen Gentium LG 36).

Nos anunciamos por esto hoy, una vez más, la Paz como el augurio mejor para el tiempo que viene. ¡Paz a vosotros, hombres del año 1970! Nos anunciamos la Paz como idea dominante de la vida consciente del hombre que quiere mirar la perspectiva de su próximo y futuro itinerario. Nos, una vez más, anunciamos la Paz porque ella es al mismo tiempo y bajo aspectos diversos principio y fin del desarrollo normal y progresivo de la sociedad moderna. Es principio, esto es, condición: como una máquina no puede funcionar bien si todas sus estructuras no corresponden al diseño según el cual fue concebida, tampoco la humanidad podrá desarrollarse eficiente y armoniosamente si la Paz no le confiere su propio equilibrio inicial. La Paz es la idea que dirige el progreso humano; es la concepción verdadera y fecunda de donde procede la mejor vida y la historia lógica de nosotros los hombres. Es fin, esto es, coronación del esfuerzo con frecuencia laborioso y doloroso, mediante el cual nosotros los hombres tratamos de someter el mundo exterior a nuestro servicio y de organizar nuestra sociedad según un orden que refleje justicia y bienestar.

Nos insistimos: la Paz es la vida real del cuadro ideal del mundo humano. Pero advertimos: la Paz no es propiamente una posición estática que puede adquirirse de una vez para siempre, no es una tranquilidad inmóvil. Se entendería mal la célebre definición agustiniana que llama a la Paz «la tranquilidad del orden» (De Civ. Dei, XIX, c. XIII; PL 7, 640) si del orden tuviésemos un concepto abstracto y no supiésemos que el orden humano es un acto más que un estado; que depende de la conciencia y de la voluntad de quien lo compone y lo disfruta más que de las circunstancias que lo favorecen; y para ser en verdad orden humano, ha de perfeccionarse siempre, es decir, ha de engendrarse y evolucionar constantemente; esto es, consiste en un movimiento progresivo, como el equilibrio del vuelo que ha de ser sostenido cada instante por un dinamismo propulsor.

¿Por qué esto? Porque nuestro discurso se dirige especialmente a los espíritus jóvenes. Cuando hablamos de Paz, no os proponemos, amigos, un inmovilismo mortificante y egoísta. La Paz no se goza; se crea. La Paz no es una meta ya alcanzada; es un nivel superior, al que todos y cada uno debemos aspirar siempre. No es una ideología soporífera; es una concepción deontológica, que nos hace a todos responsables del bien común y nos obliga a ofrecer cualquier esfuerzo nuestro a su causa; la causa verdadera de la humanidad.

Quien desee penetrar con su propio pensamiento en esta convicción descubrirá muchas cosas. Descubrirá que es necesario sobre todo reformar las ideas que guían el mundo. Descubrirá que estas ideas fuerza son al menos parcialmente falsas, porque son particulares, restringidas y egoístas. Descubrirá que solamente una idea es, en el fondo, verdadera y buena: la del amor universal; es decir la de la Paz. Y descubrirá cómo esta idea es al mismo tiempo sencillísima y dificilísima; sencillísima en sí misma: el hombre está hecho para el amor, está hecho para la paz; dificilísima: ¿cómo se puede amar? ¿cómo se puede elevar el amor a la dignidad de principio universal? ¿cómo puede el amor tener cabida en la mentalidad del hombre moderno, envuelta en luchas, egoísmo y odio? ¿Quién puede decir de sí mismo que tiene el amor en su corazón? ¿el amor por la humanidad entera? ¿el amor por la humanidad in fieri, la humanidad del mañana, la humanidad del progreso, la humanidad auténtica, que no puede ser tal, si no está unida; pero no por la fuerza, ni por el cálculo interesado, egoísta y explotador, sino por la fraterna y amorosa concordia?

Descubrirá entonces este alumno de la gran idea de la Paz que es necesario hoy, inmediatamente, una educación ideológica nueva, la educación para la Paz. Sí, la Paz comienza en el interior de los corazones. En primer lugar hay que conocer la Paz, reconocerla, desearla, amarla; después la expresaremos y la grabaremos en la conducta renovada de la humanidad; en su filosofía, en su sociología, en su política.

Démonos cuenta, Hombres Hermanos, de la grandeza de esta visión futurística; y afrontemos valerosamente el primer programa: educarnos para la Paz.

Nos somos conscientes de la apariencia paradójica de este programa; parece encontrarse como fuera de la realidad; fuera de toda realidad instintiva, filosófica, social, histórica... La lucha es la ley. La lucha es la fuerza del éxito. Y también: la lucha es la justicia. Ley inexorable: renace en cada una de las etapas del progreso humano; también hoy, después de las horrorosas experiencias de las últimas guerras, impera la lucha, no la Paz. Hasta la violencia encuentra sus seguidores y sus aduladores. La revolución da nombre y prestigio a cualquier reivindicación de la justicia, a toda renovación del progreso. Es fatal: solamente la fuerza abre el camino a los destinos humanos. Hombres Hermanos: ésta es la gran dificultad que hay que considerar y solucionar. No negamos que la lucha pueda ser necesaria, que pueda ser el arma de la justicia, que pueda erigirse en deber magnánimo y heroico. Nadie puede negar que la lucha pueda conseguir éxitos. Pero Nos decimos que no puede costituir la idea-luz, que necesita la humanidad. Decimos que es ya hora de que la civilización se inspire en una concepción diferente de la de la lucha, de la violencia, de la guerra, del avasallamiento para hacer caminar el mundo hacia una justicia verdadera y común. Decimos que la Paz no es vileza, no es debilidad cobarde; la Paz debe sustituir gradualmente y enseguida, si ello es posible, con la fuerza moral la fuerza brutal; debe sustituir con la razón, la palabra, la superioridad moral la eficacia fatal y frecuentemente falaz de las armas y de los medios violentos y del poder material y económico.

La Paz es el Hombre, que ha cesado de ser lobo para otro hombre, el Hombre en su invencible poder moral. Este debe prevalecer hoy en el mundo.

Y prevalece. Saludamos con entusiasmo los esfuerzos del hombre moderno por afirmar en el mundo y en la historia actual la Paz como método, como institución internacional, como negociación leal, como autodisciplina en los litigios territoriales y sociales, como cuestión superior al prestigio de las represalias y de las venganzas. Grandes cuestiones para la victoria de la Paz están ya sobre la mesa: el desarme, en primer lugar, la limitación de las armas nucleares, la hipótesis del recurso al arbitraje, la sustitución de la concurrencia por la colaboración, la convivencia pacífica en la diversidad de ideologías y de regímenes, la esperanza de que sea devuelta una parte alícuota de los gastos militares para socorrer a los pueblos en vía de desarrollo. Así advertimos una contribución a la Paz en la deploración ya universal del terrorismo, de la tortura a los prisioneros, de las represiones vengativas sobre poblaciones inocentes, de los campos de concentración, de los detenidos civiles, de la matanza de rehenes, etc. La conciencia del mundo no tolera más semejantes delitos que retuercen su feroz inhumanidad en deshonor de quienes los cometen.

No es incumbencia nuestra juzgar las disensiones todavía existentes entre las Naciones, las razas, las tribus, las clases sociales. Pero es misión nuestra lanzar la palabra «Paz» en medio de los hombres que luchan entre sí. Es misión nuestra recordar a los hombres que son hermanos. Es misión nuestra enseñar a los hombres a amarse, a reconciliarse, a educarse para la Paz. Por esto damos nuestro aplauso y expresamos nuestro aliento, nuestra esperanza a cuantos se hacen promotores de esta pedagogía de la Paz. Invitamos también este año a las personas y a las entidades responsables, a los órganos de la opinión pública, a los Políticos, Maestros, Artistas y especialmente a la juventud a caminar resueltamente por este camino de la civilización verdadera y universal. Es necesario llegar a la celebración efectiva de la profecía bíblica: la Justicia y la Paz se han encontrado y se han besado.

Para vosotros, Hermanos e Hijos en la misma fe de Cristo, añadimos una palabra más sobre nuestro deber, como decíamos, de educar a los hombres para amarse, reconciliarse y perdonarse recíprocamente. De esto hemos recibido una enseñanza precisa del Maestro Jesús; tenemos su ejemplo, tenemos el empeño que El capta de nuestros labios cuando recitamos la oración al Padre, según las palabras bien conocidas: «perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» . Este «así como» es tremendo; establece una ecuación que, si se realiza, constituye nuestra fortuna en la economía de la salvación; si no se realiza, puede ser nuestra condenación (cfr. Mat Mt 18,21-35).

Predicar el evangelio del perdón parece absurdo a la política humana porque en la economía natural a veces la justicia no lo consiente. Pero en una economía cristiana, es decir, sobrehumana, no es absurdo. Es difícil, pero no absurdo. ¿Cómo terminan los conflictos en el mundo secular? ¿Cual es la Paz, que ellos al final consiguen? En la dialéctica insidiosa y furiosa de esta nuestra historia de hombres llenos de pasiones, de orgullo, de rencores, la Paz que concluye un conflicto es habitualmente una imposición, un avasallamiento, un juego por el que la parte más débil y que sucumbe sufre una tolerancia forzada que, no pocas veces, es un aplazamiento hasta una revancha futura, y acepta el estatuto protocolar que cubre la hipocresía de corazones enemigos todavía. A esta Paz, demasiado frecuentemente fingida e inestable, le falta la completa solución del conflicto, esto es, el sacrificio del vencedor en aquellas ventajas logradas que humillan y hacen inexorablemente infeliz al vencido; y falta al vencido la fuerza de ánimo de la reconciliación.

Una Paz, sin clemencia, ¿cómo puede llamarse tal? Paz saturada de espíritu de venganza, ¿cómo puede serverdadera? De una parte y de otra es necesario el recurso a aquella justicia superior que es el perdón, el cual hace desaparecer las cuestiones insolubles de prestigio y hace todavía posible la amistad.

Lección difícil; pero ¿no es quizá magnífica? ¿no es quizá de actualidad? ¿no es quizá cristiana? Eduquémonos para esta escuela superior de la Paz, en primer lugar, a nosotros mismos, Hermanos e Hijos cristianos; leamos de nuevo el Sermón de la montaña (cfr. Mat Mt 5,21-26 Mt 38-48 Mt 6, 12, Mt 14-15) y procuremos después dar, mediante el ejemplo y la palabra, su anuncio al mundo.

Con nuestra Bendición Apostólica.

El Vaticano, 30 de noviembre de 1969.

PAULUS PP. VI

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