PAULO VI-MENSAJES DE LA PAZ


1 de enero de 1974: LA PAZ DEPENDE TAMBIEN DE TI


Escuchadme una vez más, hombres llegados al umbral del nuevo año 1974.

Escuchadme una vez más: estoy ante vosotros en actitud de humilde súplica, de enérgica súplica. Naturalmente, lo estáis intuyendo ya: quiero hablaros una vez más de la Paz.

Sí, de la Paz. Quizá creais conocer todo respecto de la Paz; se ha hablado tanto de ella, por parte de todos. Posiblemente este nombre invadiente provoca en vosotros una sensación de saciedad, de hastío, incluso quizá de temor de que, dentro del encanto de su palabra, se esconda una magia ilusoria, un nominalismo ya manido y retórico, y hasta un encantamiento peligroso. La historia presente caracterizada por feroces episodios de conflictos internacionales, por implacables luchas de clase, por explosiones de libertades revolucionarias, por represiones de los derechos y de las libertades fundamentales del hombre, y por imprevistos síntomas de precariedad económica mundial, parece echar abajo el ideal triunfante de la Paz, como si se tratase de la estatua de un ídolo. Al nominalismo huero y débil, que parece adoptar la Paz en medio de la experiencia política e ideológica de estos últimos tiempos, se prefiere ahora nuevamente el realismo de los hechos y de los intereses y se vuelve a pensar en el hombre como el eterno problema insoluble de un autoconflicto viviente: el hombre es así; un ser que lleva en su corazón un destino de lucha fraterna.

Frente a este crudo y renaciente realismo proponemos no un nominalismo, derrotado por nuevas y prepotentes experiencias, sino un invicto idealismo, el de la Paz, destinado a un progresivo afianzamiento.

Hombres hermanos, hombres de buena voluntad, hombres de prudencia, hombres que sufrís: creed en nuestra reiterada y humilde llamada, creed en nuestro grito incansable. La Paz es el ideal de la humanidad. La Paz es necesaria. La Paz es un deber. La Paz es ventajosa. No se trata de una idea fija e ilógica nuestra; no es una obsesión, una ilusión. Es una certeza; sí, una esperanza; tiene en su favor el porvenir de la civilización, el destino del mundo; sí, la Paz.

Estamos tan convencido de que la Paz constituye la meta de la humanidad en vías de alcanzar conciencia de sí misma y en vías hacia un desarrollo civil sobre la faz de la tierra, que hoy, como ya lo hicimos el año pasado, nos atrevemos a proclamar para el año nuevo y los años futuros: la Paz es posible.

Porque, en el fondo, lo que compromete la solidez de la Paz y el favorable desenvolvimiento de la historia es la secreta y escéptica convicción de que es prácticamente irrealizable. Bellísimo concepto se piensa, sin decirlo; óptima síntesis de las aspiraciones humanas; pero un sueño poético y una utopía falaz. Una droga embriagante, pero que debilita. Hasta renace en los ánimos como una lógica inevitable: lo que cuenta es la fuerza; el hombre, a lo sumo, reducirá el conjunto de las fuerzas al equilibrio de su confrontación, pero la organización humana no puede prescindir de la fuerza.

Debemos detenernos un momento ante esta objeción capital para resolver un posible equívoco, el de confundir la Paz con la debilidad no sólo física sino moral, con la renuncia al verdadero derecho y a la justicia ecuánime, con la huída del riesgo y del sacrificio, con la resignación pávida y acomplejada de los demás y por lo mismo remisiva ante su propia esclavitud. No es ésta la Paz auténtica. La represión no es la Paz. La indolencia no es la Paz. El mero arreglo externo e impuesto por el miedo no es la Paz. La reciente celebración del XXV Aniversario de la Declaración de los Derechos del Hombre nos recuerda que la Paz verdadera debe fundarse sobre el sentido de la intangible dignidad de la persona humana, de donde brotan inviolables derechos y correlativos deberes.

Es verdad también que la Paz aceptará obedecer a la ley justa y a la autoridad legítima, pero no permanecerá extraña a la razón del bien común y a la libertad humana moral. La Paz podrá llegar a hacer graves renuncias en la competición por el prestigio, en la carrera de armamentos, en el olvido de las ofensas, en la condonación de las deudas; llegará incluso a la generosidad del perdón y de la reconciliación; pero nunca mercantilizando con la dignidad humana, ni para tutelar el propio interés egoístico en perjuicio del legítimo interés de los demás; nunca por villanía; no podrá llevarse a cabo sin el hambre y sed de justicia; no se olvidará de los sudores necesarios para defender a los débiles, para socorrer a los pobres, para promover la causa de los humildes; para vivir no traicionará jamás las razones superiores de la vida (cf. Jn. 12, 25).

No por eso la Paz debe considerarse una utopía. La certeza de la Paz no consiste solamente en el ser sino también en el devenir. Lo mismo que la vida del hombre, es dinámica. Su reino continúa extendiéndose principalmente en el campo deontológico, es decir, en la esfera de las obligaciones. La Paz se debe no sólo mantener, sino también realizar. La Paz está, y por tanto debe seguir siempre, en fase de continuo y progresivo afianzamiento. Diríamos más aún: la Paz es posible sólo si se la considera como un deber. No basta que se asiente sobre la mera convicción, normalmente justa, de que la Paz es ventajosa. Debe entrar en la conciencia de los hombres como supremo objetivo ético, como una necesidad moral, una áváyxn, que dimana de la exigencia intrínseca de la convivencia humana.

Este descubrimiento, tal es en el proceso positivo de nuestra racionalidad, nos enseña algunos principios de los que jamás deberemos desviarnos.

En primer lugar, nos da luz acerca de la naturaleza primordial de la Paz: es ante todo una idea. Es un axioma interior, un tesoro del espíritu. La Paz debe brotar de una concepción fundamental y espiritual de la humanidad: la humanidad debe ser pacífica, es decir, unida, coherente consigo misma, solidaria en lo más profundo de su ser. La falta de esta concepción radical ha sido y es todavía el origen profundo de las desgracias que han devastado la historia. Concebir la lucha entre los hombres como exigencia estructural de la sociedad, no constituye solamente un error óptico-filosófico, sino un delito potencial y permanente contra la humanidad. La civilización debe redimirse finalmente de la antigua falacia todavía viva y siempre operante: homo homini lupus. Esta falacia funciona desde Caín. El hombre de hoy debe tener la valentía moral y profética de liberarse de esta original ferocidad y llegar a la conclusión, que es precisamente la idea de la paz, de que se trata de algo esencialmente natural, necesario, obligatorio y, por tanto, posible. De ahora en adelante hay que ver la humanidad, la historia, el trabajo, la política, la cultura, el progreso en función de la Paz.

Pero ¿qué valor tiene esta idea, espiritual, subjetiva, interior y personal; qué valor tiene así, tan inerme, tan distante de las vicisitudes vividas, eficaces y formidables de nuestra historia? Desafortunadamente, a medida que la trágica experiencia de la última guerra mundial va declinando en la esfera de los recuerdos, tenemos que registrar un recrudecimiento del espíritu contencioso entre las Naciones y en la dialéctica política de la sociedad; hoy el potencial de guerra y de lucha ha aumentado considerablemente, lejos de disminuir, en comparación con aquél de que disponía la humanidad antes de las guerras mundiales. ¿No estais viendo, puede objetar cualquier observador, que el mundo camina hacia conflictos más terribles y horrendos que los de ayer? ¿No os dais cuenta de la escasa eficacia de la propaganda pacifista y del influjo insuficiente de las instituciones internacionales, nacidas durante la convalecencia del mundo ensangrentado y extenuado a causa de las guerras mundiales? ¿Dónde va el mundo? ¿No se estará aún preparando a conflictos más catastróficos y execrables? ¡Ay! ¡Deberíamos enmudecer ante tan apremiantes y despiadados razonamientos, lo mismo que frente a un desesperado destino!

¡Pero, no! ¿También nosotros estaremos ciegos? ¿Seremos unos ingenuos? ¡No, hombres Hermanos! Estamos seguro de que nuestra causa, la de la Paz, deberá prevalecer. En primer lugar, porque, no obstante las locuras de una política en contra, la idea de la Paz aparece actualmente victoriosa en el pensamiento de todos los hombres responsables. Tenemos confianza en su moderna sabiduría, en su enérgica habilidad: ningún Jefe de Nación puede querer hoy la guerra; todos aspiran a la Paz general del mundo. ¡Esto es algo muy grande! Nos osamos instarlos insistentemente a no desmentir nunca más su programa, más aún, el programa común de la Paz!

Punto segundo. Son las ideas, por encima y con anterioridad a los intereses particulares, las que guían el mundo, no obstante las apariencias en contrario. Si la idea de la Paz ganará efectivamente los corazones de los hombres, la Paz quedará a salvo; es más, salvará a los hombres. Resulta superfluo que en este discurso nuestro gastemos el tiempo en demostrar la potencia actual de una idea hecha pensamiento del Pueblo, es decir, de la opinión pública; ésta es hoy la reina que de hecho gobierna los Pueblos; su influjo imponderable los forma y los guía; y son después los Pueblos, es decir, la opinión pública operante, la que gobierna a los mismos gobernantes. En gran parte al menos es así.

Punto tercero. Si la opinión pública eleva a coeficiente determinante el destino de los Pueblos, el destino de la Paz depende también de cada uno de nosotros. Porque cada uno de nosotros forma parte del cuerpo civil operante con sistema democrático, que de diversas formas y en distinta medida, caracteriza hoy la vida de toda Nación modernamente organizada, Esto queríamos decir: la Paz es posible, si cada uno de nosotros la quiere; si cada uno de nosotros ama la Paz, educa y forma la propia mentalidad en la Paz, defiende la Paz, trabaja por la Paz. Cada uno de nosotros debe escuchar en su propia conciencia la llamada imperiosa: «La Paz depende también de ti».

Ciertamente el influjo individual sobre la opinión no puede ser más que infinitesimal, nunca vano. La Paz vive de las adhesiones, aunque sean singulares y anónimas, que le dan las personas. Todos sabemos cómo se forma y se manifiesta el fenómeno de la opinión pública: una afirmación seria y fuerte se difunde fácilmente. El afianzamiento de la Paz debe pasar de individual a colectivo y comunitario; debe consolidarse en el Pueblo y en la Comunidad de los Pueblos; debe hacerse convicción, ideología, acción; debe aspirar a penetrar el pensamiento y la actividad de las nuevas generaciones e invadir el mundo, la política, la economía, la pedagogía, el porvenir, la civilización. No por instinto de miedo y de fuga, sino por impulso creador de la historia nueva y de la construcción nueva del mundo; no por indolencia o por egoísmo, sino por vigor moral y creciente amor a la humanidad. La Paz es valentía, es sabiduría, es deber; y finalmente es, sobre todo, interés y felicidad.

Todo esto osamos deciros a vosotros, hombres Hermanos; a vosotros, hombres de este mundo, si es que por algún título tenéis en vuestras manos el timón del mundo: hombres de gobierno, hombres de cultura, hombres de negocios: tenéis que imprimir a vuestra acción una orientación robusta y sagaz hacia la Paz; ésta tiene necesidad de vosotros. ¡Si queréis, podéis! La Paz depende también y especialmente de vosotros.

* * *

Reservaremos sobre todo a nuestros Hermanos en la fe y en la caridad unas palabras más confiadas y apremiantes: ¿No tenemos quizá posibilidades propias, originales y sobrehumanas, para concurrir con los promotores de la Paz a hacer válida su obra, la obra común, a fin de que Cristo en unión con ellos, según las bienaventuranzas del Evangelio, nos califique a todos como hijos de Dios? (). ¿No podemos predicar la Paz, sobre todo en las conciencias? Y ¿quién está más obligado que nosotros a ser maestro de paz con la palabra y el ejemplo? ¿Cómo podremos favorecer la obra de la Paz, en la que la causalidad humana se eleva a su más alto nivel, sino mediante la inserción en la causalidad divina, disponible a la invocación de nuestras plegarias? ¿Quedaremos insensibles a la herencia de paz, que Cristo, sólo Cristo, nos ha dejado a nosotros, que vivimos en un mundo que no nos puede dar con perfección la paz trascendente e inefable? ¿No podríamos impregnar nuestra súplica de Paz con aquel vigor humilde y amoroso al que no resiste la divina misericordia? (). Es maravilloso: la Paz es posible, y depende también de nosotros por mediación de Cristo, que es nuestra Paz (Ep 2,4).

Sea prenda de ella nuestra pacificadora Bendición Apostólica.

Vaticano, 8 de diciembre de 1973.

PAULUS PP. VI







1 de enero de 1975: LA RECONCILIACIÓN, CAMINO HACIA LA PAZ



A todos los hombres de buena voluntad.

He aquí nuestro Mensaje para el Año 1975.
Todos lo conocéis y no puede ser otro:
Hermanos, hagamos la paz.

Nuestro mensaje es muy sencillo, pero tan serio y exigente a la vez que pudiera parecer ofensivo: ¿no existe ya la paz? ¿qué más se puede añadir a lo que ya se ha hecho y se está haciendo en favor de la paz? ¿La historia de la humanidad no está caminando, por sus propios medios, hacia la paz universal?

Sí, así es; o mejor, así lo parece. Pero la paz debe ser «hecha», debe ser engendrada y producida continuamente; es el resultado de un equilibrio inestable que sólo el movimiento puede asegurar. Las mismas instituciones que en el orden jurídico y en el concierto internacional tienen la función y el mérito de proclamar y de conservar la paz alcanzan su providencial finalidad cuando están continuamente en acción, cuando en todo momento saben engendrar la paz, hacer la paz.

Esta necesidad brota principalmente del devenir humano, del incesante proceso evolutivo de la humanidad. Los hombres suceden a los hombres, las generaciones a las generaciones. Aunque no se verificase ningún cambio en las situaciones jurídicas e históricas existentes, sería en todo caso necesaria una obra siempre «in fieri» para educar a la humanidad a permanecer fiel a los derechos fundamentales de la sociedad: éstos tienen que permanecer y guiarán la historia durante un tiempo indefinido, a condición de que los hombres que cambian, y los jóvenes que vienen a ocupar el puesto de los ancianos que desaparecen, sean educados sin cesar en la disciplina del orden que tutela el bien común y en el ideal de la paz. En este sentido, hacer la paz significa educar para la paz. Y no es una empresa pequeña ni tampoco fácil.

Pero todos sabemos que en la escena de la historia no cambian únicamente los hombres. Lo hacen también las cosas, es decir, las cuestiones, de cuya equilibrada solución depende la convivencia pacífica entre los hombres. Nadie puede sostener que hoy en día la organización de la sociedad civil y del contexto internacional es perfecta. Quedan todavía potencialmente abiertos muchos, muchísimos problemas; quedan los de ayer y surgen los de hoy; mañana brotarán otros nuevos, y todos esperan una solución. Esta solución, afirmamos, no puede ni debe venir de conflictos egoístas o violentos, y tanto menos de guerras sangrientas entre los hombres. Lo han dicho hombres sabios, estudiosos de la historia de los Pueblos. Nos también, inerme en medio de las rivalidades del mundo, pero fortalecido con la Palabra divina, lo hemos dicho: todos los hombres son hermanos. Finalmente, la civilización entera ha admitido este principio fundamental. Por lo tanto, si los hombres son hermanos, pero surgen todavía entre ellos nuevas causas de conflicto, es necesario que la paz se convierta en una realidad operante y orientadora. Hay que hacer la paz, hay que producirla, hay que inventarla, hay que crearla con ingenio siempre vigilante, con voluntad siempre nueva e incansable. Por eso estamos todos persuadidos del principio que informa la sociedad contemporánea: la paz no puede ser ni pasiva, ni opresiva; debe ser inventiva, preventiva, operativa.

Vemos con satisfacción que estos criterios orientadores de la vida colectiva en el mundo son universalmente reconocidos hoy día, al menos en línea de principio. De ahí que nos sintamos en el deber de dar las gracias, de hacer el elogio, de animar a los hombres responsables y a las instituciones destinadas actualmente a promover la paz en la tierra por haber escogido, como primer artículo de su programa de acción, este axioma fundamental: sólo la paz engendra la paz.

Dejadnos pues, Hombres todos, repetir de manera profética el mensaje del reciente Concilio ecuménico, hasta los confines del horizonte: «Debemos empeñarnos con todas nuestras fuerzas a preparar una época en que, por acuerdo de las naciones, pueda prohibirse absolutamente cualquier tipo de recurso a la guerra... la paz ha de nacer de la mutua confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por el terror de las armas».

«... Los que gobiernan a los pueblos, que son garantes del bien común de la propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de todo el mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los sentimientos de las multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la construcción de la paz mientras los sentimientos de hostilidad, de menosprecio y de desconfianza, los odios raciales y las ideologías obstinadas, dividen a los hombres y los enfrentan entre sí. Es de suma urgencia proceder a una renovación en la educación de la mentalidad y a una nueva orientación en la opinión pública».

«Los que se entregan a la tarea de la educación, principalmente de la juventud, o forman la opinión pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos».

«Tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que todos juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore» (Constitución Gaudium et Spes GS 82).

Y es precisamente con vistas a esto por lo que nuestro mensaje se despliega en torno a su punto característico e inspirador, afirmando que la Paz en tanto vale en cuanto aspira a ser interior antes de ser exterior. Hay que desarmar los espíritus, si es que queremos impedir de manera eficaz el recurso a las armas que hieren los cuerpos. Hay que proporcionar a la Paz, es decir, a los hombres todos, las raíces espirituales de una forma común de pensar y de amar: «No basta, escribe Agustín, maestro ideador de una Ciudad nueva, no basta para asociar a los hombres entre sí la identidad de naturaleza; se hace necesario enseñarles a hablar un mismo lenguaje, es decir, a comprenderse, a poseer una cultura común, a compartir los mismos sentimientos; de lo contrario, «el hombre preferirá encontrarse con su perro antes que con un hombre extraño» (cfr. De Civitate Dei, XIX, VII; PL 41, 634).

Esta interiorización de la Paz es verdadero humanismo, verdadera civilización. Afortunadamente está ya en camino. Madura con el progreso del mundo. Halla su poder de persuasión en las dimensiones universales de las relaciones de toda clase que los hombres están estableciendo entre sí. Es una labor lenta y complicada, pero que, por muchas razones, se impone por sí misma: el mundo camina hacia la unidad. Sin embargo no podemos hacernos ilusiones : al mismo tiempo que la pacífica concordia entre los hombres se va difundiendo, a través del progresivo descubrimiento de la función complementaria e interdependiente de los Países; de los intercambios comerciales; de la difusión de una misma visión del hombre, por lo demás siempre respetuosa de la originalidad y de los específico de las diversas culturas; a través de la facilidad de los viajes y de los medios de comunicación social, etc., debemos notar que en la actualidad se van consolidando nuevas formas de recelosos nacionalismos cerrados en sus manifestaciones, de toscas rivalidades basadas en la raza, la lengua, la tradición; hemos de notar también que permanecen situaciones tristísimas de miseria y de hambre, surgen potentes expresiones económicas multinacionales, cargadas de antagonismos egoístas; se organizan socialmente ideologías exclusivistas y dominadoras; hacen su explosión conflictos territoriales con impresionante facilidad; y sobre todo las armas mortíferas, capaces de hacer destrucciones catastróficas, aumentan de número y de potencia, imponiendo de este modo al terror el nombre de Paz. Sí, el mundo camina hacia su unidad, pero a la vez aumentan terroríficas hipótesis que proyectan un horizonte con mayor posibilidad, mayor facilidad, mayor terror de choques fatales, los cuales, bajo ciertos aspectos, son considerados inevitables y necesarios, como si los reclamara la justicia. ¿Llegará el día en que la justicia no sea hermana de la paz, sino de la guerra? (cfr. S. Agustín, ib.).

No jugamos a las utopías, ya sean optimistas o pesimistas. Queremos atenernos a la realidad, la cual, con esa fenomenología de esperanza ilusoria y de lamentable desesperación, nos advierte una vez más que algo no funciona bien en la máquina monumental de nuestra civilización; ésta podría explotar en una indescriptible conflagración por un defecto en su construcción. Decimos defecto y no falta; es decir, el defecto del coeficiente espiritual, que sin embargo admitimos que éstá ya presente y operante en la economía general del pacífico desarrollo de la historia contemporánea y que es digno de todo favorable reconocimiento y aliento; ¿no hemos asignado a la UNESCO nuestro premio que lleva el nombre del Papa Juan XXIII, autor de la Encíclica Pacem in terris?

Pero nos atrevemos a decir que hay que hacer más, hay que valorizar de este forma y aplicar el coeficiente espiritual para hacerlo capaz no solo de impedir los conflictos entre los hombres y de predisponerlos a sentimientos pacíficos y civiles, sino también de producir la reconciliación entre los mismos hombres, es decir, de engendrar la Paz. No basta reprimir las guerras, suspender las luchas, imponer treguas y armisticios, definir confines y relaciones, crear fuentes de intereses comunes, paralizar las hipótesis de contiendas radicales mediante el terror de inauditas destrucciones y sufrimientos; no basta una Paz impuesta, una Paz utilitaria y provisoria; hay que tender a una Paz amada, libre, fraterna, es decir, fundada en la reconciliación de los ánimos.

Lo sabemos que es difícil; más difícil que cualquier otro método pero no es imposible; no es pura fantasía. Nuestra confianza está puesta en una bondad fundamental de los hombres y de los Pueblos. Dios ha hecho saludables las generaciones (Sab. 1, 14). El esfuerzo inteligente y perseverante por la mutua comprensión de los hombres, de las clases sociales, de las Ciudades, de los Pueblos, de las civilizaciones entre sí, no es estéril.

Nos alegramos, de manera especial en vísperas del Año Internacional de la Mujer, proclamado por las Naciones Unidas, de la participación cada vez más amplia de las mujeres en la vida de la sociedad, a la que ofrecen una aportación específica de gran valor, gracias a las cualidades con que Dios las ha adornado: intuición, creatividad, sensibilidad, sentido de piedad y de compasión, amplia capacidad de comprensión y de amor permiten a la mujer ser, de manera muy particular, artífice de la reconciliación dentro de las familias y de la sociedad.

Asímismo, es para Nos motivo de especial satisfacción el poder comprobar que la educación de los jóvenes para una nueva mentalidad universal de la convivencia humana, mentalidad no escéptica, no vil, no inepta, no olvidadiza de la justicia, sino generosa y amorosa, ha comenzado ya y ha hecho progresos; posee imprevisibles recursos para la reconciliación y ésta puede indicar el camino de la Paz, en la verdad, en el honor, en la justicia, en el amor, y por tanto en la estabilidad y en la nueva historia de la humanidad.

¡Reconciliación! Hombres jóvenes, hombres fuertes, hombres responsables, hombres libres, hombres buenos: ¿pensais en ella? ¿No podrá esta mágica palabra entrar en el diccionario de vuestras esperanzas, de vuestros éxitos?

Este, éste es para vosotros nuestro mensaje de esperanza: ¡la reconciliación es el camino hacia la paz!

¡Para vosotros, Hombres de Iglesia!
¡Hermanos en el Episcopado, Sacerdotes, Religiosos y Religiosas!
¡Para vosotros, miembros de nuestro Laicado y Fieles todos!

El mensaje sobre la reconciliación como camino hacia la Paz exige un complemento, por más que esto vosotros ya lo sabéis y lo tenéis presente.

No es solo una parte integrante, sino esencial de nuestro mensaje, como sabéis. Porque nos recuerda a todos que la primera e indispensable reconciliación que hay que conseguir es la reconciliación con Dios. Para nosotros, los creyentes, no puede haber otro camino hacia la paz distinto de éste; es más, en la definición de nuestra salvación coinciden reconciliación con Dios y paz nuestra, la una es causa de la otra. Esta es la obra de Cristo. El ha reparado la ruptura que produce el pecado en nuestras relaciones vitales con Dios. Recordemos a este respecto, entre otras, aquellas palabras de San Pablo: «Todo es de Dios que nos ha reconciliado con El por medio de Cristo» (2 Cor 2Co 5,18).

El Año Santo que estamos para comenzar quiere suscitar nuestro interés por esta primera y feliz reconciliación: Cristo es la paz; El es el principio de la reconciliación en la unidad de su cuerpo místico (cfr. Efes. 2, 14-16). A 10 años de la conclusión del Concilio Vaticano II haríamos bien en meditar más profundamente el sentido teológico y eclesiológico de estas verdades básicas de nuestra fe y de nuestra vida cristiana.

De ahí, una consecuencia lógica y obligada, y al mismo tiempo fácil, si de veras estamos en Cristo: debemos perfeccionar el sentido de nuestra unidad; unidad en la Iglesia, unidad de la Iglesia; comunión mística, constitutiva la primera (cfr. 1 Cor 1Co 1,10 1Co 12,12-27); restauración ecuménica de la unidad entre todos los cristianos la segunda (cfr. Decreto conciliar Unitatis redintegratio ); una y otra exigen una propia reconciliación que debe aportar a la colectividad cristiana aquella paz que es un fruto del Espíritu, consiguiente a la caridad y a su gozo (cfr. Gal Ga 5,22).

También en estos campos debemos «hacer la paz». Llegará ciertamente a vuestras manos el texto de nuestra «Exhortación sobre la reconciliación dentro de la Iglesia» publicada en estos días; os pedimos en nombre de Jesucristo que meditéis este documento y que saquéis propósitos de reconciliación y de paz. Que nadie piense en eludir esta indeclinable exigencia de la comunión con Cristo, la reconciliación y la paz, aferrándose a sus habituales posturas de contestación para con la Iglesia; procuremos por el contrario que todos y cada uno den una nueva y leal contribución a esta filial, humilde, positiva edificación de esta Iglesia suya. ¿No recordaremos las postreras palabras del Señor, como apología de su evangelio: «Para que alcancen la unidad perfecta; y conozca el mundo que Tú me enviaste» (Jn 17,23)? ¿No tendremos el gozo de ver a los hermanos resentidos y lejanos que vuelven a la antigua y gozosa concordia?

Deberíamos orar para que este Año Santo dé a la Iglesia Católica la inefable experiencia de la restauración de la unidad de algún grupo de Hermanos, tan próximos ya al único rebaño, pero que titubean aún a traspasar el umbral. Y oraremos por los seguidores sinceros de otras Religiones para que se desarrolle el amistoso diálogo iniciado con ellos y para que juntos podamos colaborar por la paz mundial.

Y ante todo deberemos pedir a Dios para nosotros mismos humildad y amor, con el fin de dar a la profesión límpida y constante de nuestra fe la virtud atrayente de la reconciliación y el carisma fortalecedor y grandioso de la paz.

Y terminamos con este saludo de bendición: «la paz de Dios que sobrepasa toda inteligencia guarde vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil. 4, 7).

Vaticano, 8 de diciembre de 1974.

PAULUS PP. VI


1 de enero de 1976: LAS VERDADERAS ARMAS DE LA PAZ



¡A vosotros, Hombres de Estado!

¡A vosotros, Representantes y Promotores de las grandes Instituciones internacionales!

¡A vosotros, Políticos! ¡A vosotros, Estudiosos de los problemas de la convivencia internacional —Publicistas, Ejecutores, Sociólogos y Economistas— que gira en torno a las relaciones entre los pueblos!

¡A vosotros, Ciudadanos del mundo, fascinados por el ideal de una fraternidad universal o desilusionados y escépticos acerca de las posibilidades de establecer entre las Gentes relaciones de equilibrio, de justicia, de colaboración!

¡Y a vosotros, finalmente, seguidores de Religiones promotoras de amistad entre los hombres; a vosotros, Cristianos; a vosotros, Católicos, que hacéis de la paz en el mundo un principio de vuestra fe y una meta de vuestro amor universal!

También este año de 1976 nos atrevemos a presentarnos respetuosamente, como en años anteriores, con nuestro mensaje de Paz.

Lo precede una invitación: estad atentos; tened un poco de paciencia. La gran causa de la Paz merece vuestra atención, vuestra reflexión, aunque pueda parecer que nuestra voz se repite, tratando un tema ya manido, en el alba del año nuevo; y aunque vosotros, instruidos por vuestros estudios y quizá aún más por vuestra experiencia, penséis que conocéis de sobra todo lo que concierne a la Paz en el mundo.

Sin embargo, quizá pueda ser interesante para vosotros conocer cuáles son nuestros espontáneos sentimientos, originados por inmediatas experiencias del acontecer histórico en el cual todos estamos sumergidos, acerca de este implacable tema de la Paz.

Nuestros primeros sentimientos a este respecto son dos y además discordes. Ante todo, vemos con placer y con esperanza cómo progresa la idea de la Paz. Esta va ganando importancia y espacio en la conciencia de la humanidad; y con ella se desarrollan las estructuras de la organización de la Paz; se multiplican las celebraciones responsables y académicas a su favor; las costumbres se desenvuelven en el sentido indicado por la Paz: viajes, congresos, convenios, intercambios, estudios, amistades, colaboraciones, ayudas... La Paz gana terreno. A este respecto la Conferencia de Helsinski, de julio-agosto de 1975, ha sido un acontecimiento que ofrece buenas esperanzas.

Pero, por desgracia, vemos al mismo tiempo afirmarse fenómenos contrarios al contenido y al objetivo de la Paz; y también estos fenómenos progresan, aunque limitados muchas veces a un estado latente, pero con indudables síntomas de incipientes o de futuras conflagraciones. Renace, por ejemplo, con el sentido nacional, legítima y deseable expresión de la polivalente comunión de un pueblo, el nacionalismo, que al acentuar dicha expresión hasta formas de egoísmo colectivo y de antagonismo exclusivista, hace renacer en la conciencia gérmenes peligrosos y hasta formidables de rivalidad y de luchas muy probables.

Crece desmesuradamente —y el ejemplo produce escalofríos de temor— la dotación de armamentos de todo tipo, en todas y cada una de las Naciones; tenemos la justificada sospecha de que el comercio de armas alcanza con frecuencia niveles de primado en los mercados internacionales, con este obsesionante sofisma: la defensa, aun proyectada como sencillamente hipotética y potencial, exige una carrera creciente de armamentos, que solo con su contrapuesto equilibrio pueden asegurar la Paz.

No es completa la lista de los factores negativos que corroen la estabilidad de la Paz. ¿Podemos llamar pacífico a un mundo radicalmente dividido por irreductibles ideologías, poderosa y ferozmente organizadas, que se dividen los Pueblos y, cuando a éstos se les concede la libertad, los dividen en el interior de su trabazón en facciones, en partidos, que encuentran su razón de ser y de obrar en envenenar sus filas con odio irreductible y con lucha sistemática en el interior mismo de su propio tejido social? La aparente normalidad de semejantes situaciones políticas ¿no esconde la tensión de una mutua confrontación, pronta a hacer desaparecer al adversario apenas dé señales de fatal debilidad? ¿Es esto Paz? ¿Es civilización? ¿Es Pueblo una aglomeración de ciudadanos, opuestos los unos a los otros hasta las extremas consecuencias?

Y ¿cómo encontrar la Paz en los focos de conflictos armados, o apenas contenidos por la impotencia de explosiones más violentas? Nos seguimos con admiración los esfuerzos que se realizan para apagar estos focos de guerras y de guerrillas, que desde hace años funestan la faz de la tierra y que amenazan por momentos con explotar en luchas gigantescas de dimensión continental, de razas, de religiones, de ideologías sociales. Pero no podemos ocultar la fragilidad de una Paz, que es sólo tregua de futuros conflictos ya delineados, es decir, la hipocresía de una tranquilidad, que sólo con frías palabras de disimulada y respetuosa reciprocidad se define pacífica.

La Paz, lo reconocemos, es, en la realidad histórica, obra de una continua cura terapéutica; su salud es por su misma naturaleza precaria, compuesta como está por relaciones entre hombres prepotentes y volubles; reclama un continuo y prudente esfuerzo de aquella superior fantasía creativa que llamamos diplomacia, orden internacional, dinámica de las negociaciones. ¡Pobre Paz! ¿Cuáles son entonces tus armas? ¿El terror de inauditas y fatales conflagraciones, que podrían diezmar, más aún, casi aniquilar a la humanidad? ¿la resignación ante un cierto estado de pasivos atropellos, como el colonialismo, o el imperialismo, o la revolución que de violenta se ha convertido inexorablemente en estática y terriblemente autoconservadora? ¿los armamentos preventivos y secretos? ¿una organización capitalista, es decir, egoísta, del mundo económico, obligado por el hambre a mantenerse sometido y tranquilo? ¿el hechizo narcisista de una cultura histórica, presuntuosa y persuadida de los propios perennes y triunfantes destinos? O bien ¿las magnficas estructuras organizativas, programadas para racionalizar y organizar la vida internacional?

¿Es suficiente, es segura, es fecunda, es feliz una Paz sostenida solamente por estos fundamentos?

Hay que hacer más. He aquí nuestro mensaje. Ante todo, hay que dar a la Paz otras armas que no sean las destinadas a matar y a exterminar a la humanidad. Son necesarias, sobre todo, las armas morales, que den fuerza y prestigio al derecho internacional; primeramente, la de observar los pactos. Pacta sunt servanda: es el axioma todavía válido para la consistencia del diálogo efectivo entre los Estados, para la estabilidad de la justicia entre las Naciones, para la conciencia honesta de los Pueblos. La Paz hace de ello su escudo. Y ¿qué sucede donde los Pactos no reflejan la justicia? Entonces se hace la apología de las nuevas Instituciones internacionales, mediadoras de consultas, de estudios, de deliberaciones, que deben excluir absolutamente la llamada vía del hecho consumado, es decir, el litigio de fuerzas ciegas y desenfrenadas, que siempre llevan consigo víctimas humanas y ruinas sin número ni culpa, y que difícilmente alcanzan el objetivo puro de reivindicar efectivamente una causa verdaderamente justa; en una palabra, las armas, las guerras hay que excluirlas de los programas de la civilización. El juicioso desarme es otra armadura de la Paz. Como decía el Profeta Isaías: «El juzgará a las gentes y dictará sus leyes a numerosos pueblos, y de sus espadas harán rejas de arado, y de sus lanzas, hoces» (Is 2,4). Y escuchemos la Palabra de Cristo: «Vuelve la espada a la vaina, pues quien toma la espada a espada morirá» (Mt 26,52). ¿Utopía? ¿Hasta cuándo?

Aquí entramos en el campo futurible de la humanidad ideal, de la humanidad nueva que hay que crear y educar; de la humanidad despojada de sus potentísimas y mortíferas armaduras militares, pero mucho más revestida y reforzada con connaturales principios morales. Son principios ya existentes, en estado teórico e infantiles prácticamente, débiles y delicados todavía, casi al principio de su inserción en la conciencia profunda y eficaz de los Pueblos. La debilidad de los mismos, que parece incurable para los diagnósticos llamados realistas de los estudios históricos y antropológicos, proviene especialmente del hecho de que el desarme militar, si no quiere constituir un imperdonable error de imposible optimismo, de ciega ingenuidad, de excitante ocasión propicia para la prepotencia ajena, debería ser común y general. El desarme o es de todos o es un delito de frustrada defensa: la espada, en el concierto de convivencia humana, histórica y concreta, ¿no tiene quizá su razón de ser en servir a la justicia y a la paz? (cf. Rom. 13, 4): Sí, debemos admitirlo. Pero ¿no ha entrado en el mundo una dinámica transformadora, una esperanza que ya no es inverosímil, un progreso nuevo y efectivo, una historia futura y soñada, que puede hacerse presente y real desde que el Maestro, el Profeta del Nuevo Testamento proclamó la decadencia de la costumbre arcaica, primitiva e instintiva y anunció, con Palabras que encierran potestad en sí mismas, no sólo de denunciar y de anunciar, sino de crear, a ciertas condiciones, una humanidad nueva: «No penséis que he venido a abrogar la ley y los profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla... Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, el que matare será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio...»? (Mt 5,17 Mt 5,21-22).

Ya no se trata de una simple, ingenua y peligrosa utopía. Es la nueva Ley de la humanidad que progresa y arma a la Paz con un formidable principio: «Todos vosotros sois hermanos» (Mt 23,8). Si la conciencia de la hermandad universal penetrara verdaderamente en el corazón de los hombres, estos ¿tendrían todavía necesidad de armarse hasta convertirse en ciegos y fanáticos homicidas de hermanos, en sí inocentes, y hasta perpetrar, en obsequio a la Paz, mortandades de inaudita extensión, como la de Hirosima del 6 de agosto de 1945? Por lo demás, ¿no ha tenido nuestro tiempo un ejemplo de lo que puede hacer un hombre débil, armado solamente con el principio de la no violencia, Gandhi, para conducir a una Nación de centenares de millones de seres humanos a la libertad y a la dignidad de Pueblo nuevo?

La civilización camina en pos de una Paz armada únicamente con un ramo de olivo. Tras ella siguen los Doctores con sus pesados tomos sobre el Derecho evolutivo de la humanidad ideal; detrás vienen los Políticos, expertos no sólo en cálculos de ejércitos omnipotentes para vencer guerras y subyugar a los hombres vencidos y envilecidos, sino en los recursos de la psicología del bien y de la amistad. La justicia sigue también este sereno cortejo, pero no altanera y cruel, sino decidida a defender a los débiles, a castigar a los violentos, a asegurar un orden extremamente difícil, pero el único que puede llevar aquel nombre divino: el orden en la libertad y en el deber responsable.

Alegrémonos: este cortejo, aunque entorpecido por ataques obstinados y por incidentes inesperados, prosigue bajo nuestra mirada, en este trágico tiempo nuestro, con paso quizá un poco lento pero seguro y benéfico para el mundo entero. Es un cortejo decidido a usar las verdaderas armas de la paz.

También este mensaje debe tener su apéndice para los seguidores del Evangelio, en sentido propio y a su servicio. Un apéndice que nos recuerda lo explícito y exigente que es Cristo Señor en este tema de la paz desarmada de todo instrumento y armada únicamente con la bondad y el amor.

El Señor llega a afirmaciones, lo sabemos bien, que parecen paradójicas. No nos será difícil encontrar en el Evangelio los cánones de una Paz, que podríamos llamar renunciataria. Recordemos, por ejemplo: «Y al que quiera litigar contigo para quitarte la tunica, déjale también el manto» (Mt 5,40). Y, además, la conocida prohibición de vengarse ¿no debilita la Paz? Más aún, en vez de defenderle ¿no agrava la condición del ofendido?: «si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra» (Mt 39). Por lo tanto, nada de represalias, nada de venganzas (¡y ello con más razón si estas fueran hechas para prevenir ofensas no recibidas!), ¡Cuántas veces recomienda el Evangelio el perdón, no como acto de vil debilidad ni de abdicación frente a la justicia, sino como signo de fraterna caridad, erigida como condición para obtener nosotros mismos el perdón, mucho más generoso y para nosotros más necesario, por parte de Dios! (cf. Mat Mt 18,23 ss.; 5, 44; Mc 11,25 Lc 6,37 Rom Lc 12,14 etc. ).

Recordemos el compromiso de indulgencia y de perdón que hemos adquirido, y que invocamos en el Pater Noster, al poner nosotros mismos la condición y la medida de la misericordia que deseamos obtener: «Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12).

Así pues, esta lección es también para nosotros, discípulos de la escuela de Cristo; una lección que debemos meditar siempre, que debemos aplicar con confiada valentía.

La Paz se afianza solamente con la paz; la paz no separada de los deberes de la justicia, sino alimentada por el propio sacrificio, por la clemencia, por la misericordia, por la caridad.

Vaticano, 18 de octubre de 1975.

PAULUS PP. VI

PAULO VI-MENSAJES DE LA PAZ