Homilias





HOMILÍA-MENSAJE DEL SANTO PADRE PABLO VI AL CONGRESO DE LA UNIÓN INTERNACIONAL DEL NOTARIADO LATINO

Domingo 3 de octubre de 1965

Amadísimos Hijos:

La Unión Internacional del Notariado Latino ha querido que en el programa de su octavo Congreso, inaugurado en la hospitalaria Tierra Mexicana con la presencia de sus máximas Autoridades, figure en puesto central la Santa Misa, a que vosotros, Ilustres Señores y Amigos, estáis participando en este domingo, décimo séptimo de Pentecostés.

Las palabras mismas que la Liturgia pone en el canto de entrada a la celebración eucarística del día: «Bienaventurados aquellos que siguen un camino inmaculado, los que andan en la ley de Yahvé» (Ps 118, l), nos introducen en la reflexión espiritual, irradiando luz y esperanza sobre vuestra profesión.

La función notarial, aunque diversa en sus modalidades prácticas, según los diversos ordenamientos civiles de los pueblos, tiene su intrínseca razón de ser en la sociabilidad y solidaridad humanas, las cuales exigen plena seguridad en la formación de las relaciones de derecho, exacta constatación de los hechos y de los actos jurídicos, y fiel conservación y pública disponibilidad de sus pruebas, como condiciones para la actuación y preservación del orden civil y social en la armonía de la justicia.

Por eso, la primera cualidad moral de vuestra profesión, la más consustancial a ella, la que dignifica en grado sumo vuestra competencia técnica, la constituye el culto de la verdad, presupuesto básico para el mantenimiento de la justicia en el delicadísimo sector de la actividad humana confiado a vuestra fidelidad y responsabilidad.

El ejercicio de vuestra misión, por otra parte, exige un cuidado exquisito - casi diríamos veneración - por el cumplimiento de las disposiciones y formalidades del derecho positivo, por las que, en vuestra calidad de oficiales públicos, aseguráis la validez y licitud, y acreditáis auténticamente los hechos y actos que forman la trama de la vida.

Sin embargo, por encima de las prescripciones legales particulares, que siempre deben ser respetadas, el Notario ve su sentido profundo y el espíritu que las anima en el cuadro completo del ordenamiento del que forman parte, el cual, por perfecto que sea, no puede abarcar en sus moldes estrictos la inmensa complejidad de la realidad humana y social que tiende a regular. Por eso, el Notario, manteniéndose, por una parte, fiel al derecho positivo, pero evitando a la vez el caer en el formalismo jurídico, alarga su mirada más allá de la ley y de la justicia humanas, para inspirarse y guiarse por ia Ley y la Justicia divinas, ideal de toda perfección, en frase del salmista: «A todo lo perfecto veo un límite, pero tus mandamientos son amplísimos» (Ps 118,96).

Acabáis de oír la lectura del evangelio de la Misa, en el que un doctor de la ley pregunta a Jesús cuál es el mayor de los mandamientos. Sabéis la respuesta del Divino Maestro, que a todos los compendia en el amor de Dios y del prójimo. De ahí que vuestra fidelidad a la verdad, vuestra actitud de obsequio a los preceptos y ordenanzas del derecho positivo, vuestra tensión espiritual en la búsqueda de la justicia y equidad transcendentes, deben ir vivificadas por la ley suprema del amor. Cuando el derecho y la justicia se inspiran en él, dejan de ser una cosa fría y mecánica; cuando las leyes y prescripciones humanas se consideran a la luz de la Ley Eterna del amor, de la que deben ser un destello y aplicación concreta, el campo del derecho adquiere calor, sentido y dinamismo insospechados.

Por eso la consideración y respeto a las exigencias inmutables de la justicia divina y de la caridad, lejos de estorbar o deformar la actividad del oficial público en la tutela y actuación de la justicia humana, le dan espíritu y vida, amplían inmensamente el horizonte para la solución de casos oscuros o no previstos por el legislador, y ofrecen segura salvaguarda contra la rigidez excesiva en la interpretación de las prescripciones positivas.

Amados Hijos: La exhortación de San Pablo que se acaba de proclamar en la lectura de su Carta a los cristianos de Efeso, es particularmente válida para vosotros: «Os exhorto, dice Pablo, . . . a caminar de un modo digno de la vocación con que fuisteis llamados, . . . cuidando de conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz» (Ep 4, l-3). Es precisamente la fuerza comunitaria, que en alto grado anima e informa a vuestra vocación la que enriquece también con notas preciosas su espiritualidad. Sois cristianos, y ésta es ya una vocación excelsa que os coloca en la categoría de hijos de Dios. Circunstancias que pertenecen tal vez a la historia íntima de cada uno de vosotros, pero movidas sin duda por la mano delicada y eficaz de la Providencia, os han llevado a abrazar esta profesión, que, por las dotes que supone de ciencia, diligencia, probidad y rectitud, y por el compromiso con que os sella de mentores y custodios del orden legal, os confiere una misión nobilísima y os hace acreedores de la estima y respeto de la sociedad.

Mas esta vuestra vocación específica, dadas sus peculiares características, si bien es verdad que os impone una exigente donación de vosotros mismos y una continua renuncia a otras opciones de orden material, da a vuestra actividad profesional un altísimo valor espiritual, moral y social. Mediadores entre el orden jurídico establecido y la sociedad, y ricos de experiencia humana, no os limitáis a una simple intervención formalista. ¡Cuántas veces desde vuestro Estudio podéis devolver la paz a las familias, apagar rencores arreglar pleitos, defender patrimonios, evitar dispendios en litigios inútiles, tutelar a los débiles en sus intereses morales y materiales! De este modo vuestro trabajo se trasforma y eleva más y más; así os convertís en ejecutores de un programa superior de bondad y de justicia; vuestra vida se hace testimonio de la benevolencia y de la justicia misma de Dios. Que os aliente en el cumplimiento de esta vuestra altísima misión el saber que la Iglesia descubre en ella un sentido teológico, y una significación religiosa y trascendente.

Antes de terminar queremos poner vuestra profesión ante Cristo Salvador y Pacificador de los hombres, quien con su muerte canceló, clavándolo en la Cruz, el documento de la deuda de la humanidad (cfr. Col 2,14), y sello la Nueva Alianza con el testimonio de su Sangre; ante Cristo, que vino no a destruir la Ley sino a darle su total significado y cumplimiento; ante Cristo, que proclamó bienaventurados a cuantos tienen hambre y sed de justicia.

Que con la mirada bondadosa del Divino Redentor presente en el Altar y por su Preciosa Sangre, desciendan a raudales sobre vuestra benemérita «Unión», sobre vuestras personas y familias, sobre México católico las gracias de las que es prenda nuestra más cordial Bendición Apostólica.



Sábado 24 de agosto de 1968: PELLEGRINAGGIO APOSTOLICO A BOGOTÀ: MISA EN LA PARROQUIA DE SANTA CECILIA

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Queridísimos enfermos aquí presentes, leprosos de Agua de Dios que nos escucháis, enfermos de Colombia y del mundo:

NOS DISPONEMOS a celebrar, dentro de unos instantes, la Santa Misa. Antes queremos deciros que os llevamos dentro del corazón, que ocuparéis un puesto de predilección en nuestro recuerdo de Altar porque en vosotros vemos a Cristo doliente, que vamos a pedir intensamente por vuestra mejoría y a depositar en el Cáliz de Redención vuestros sufrimientos y vuestras ansias para que en vosotros tengan el valor de un mérito que contribuye, con vuestro generoso ofrecimiento, a la santificación de la Iglesia y del mundo.

Cuando llegue el momento del Ofertorio, sabed que el Papa os presenta a Cristo; en el silencio de la Elevación, sabed que pide muchos destellos de fortaleza y de amor para vosotros y vuestros familiares; en el momento de la Comunión, sabed que os desea que Jesús, Huésped Divino, difunda para siempre su paz en vuestros corazones.

Entretanto, y como prenda de esos dones, os anticipamos una cordialísima Bendición.

* * *

Carísimos Hijos:

ANTE TODO, hagamos nuestras presentaciones. ¿Quiénes sois vosotros? Vosotros sois cristianos, católicos, hijos de la Iglesia; por tanto sois mis hijos, y como a tales yo os saludo.

Saludo al Clero presente y, en primer lugar, al Párroco. Veo en él no sólo al hijo sino también al hermano, puesto que él es sacerdote; él es el colaborador del ministerio pastoral; y yo quiero honrar el grande y devoto servicio que él lleva a cabo en esta Parroquia que es una porción de la Iglesia católica y quiero ver en su persona a todos los Párrocos, a todos los Sacerdotes entregados a la cura de almas; y deseo enviar desde aquí mi saludo y mi bendición a todos los Sacerdotes que consagran su vida al culto de Dios y a la asistencia religiosa y caritativa de la comunidad eclesial: les doy gracias, los aliento y los bendigo.

Saludo también a vosotros, fieles de esta Parroquia; a vosotras, familias cristianas; a vosotros, trabajadores y campesinos; a vosotros, jóvenes; y especialmente a vosotros, niños que recibiréis hoy la primera Comunión.

Y, ¿quién soy yo ? Bien lo sabéis: soy, como vosotros, un hombre; un hombre modesto y necesitado; necesitado de la misericordia de Dios y de vuestras oraciones. Porque he sido encargado, sin mérito o elección por mi parte, de representar al Señor Jesús; soy el sucesor de San Pedro, el apóstol a quien el Señor entregó las llaves, esto es, los poderes para dirigir santificar la Iglesia y para guiar a todos los fieles hacia su salvación en el paraíso. Soy el Papa que quiere decir: padre de todos. Por ello llego a vosotros en el nombre del Señor; y querría que vosotros, al mirarme, pensaseis no en mi humilde persona sino en El, en Jesús, presente en mi ministerio.

Una sola palabra tengo que deciros: que me siento, feliz de encontrarme hoy entre vosotros! ¿Por qué me siento feliz? Porque también Jesús, si estuviese aquí personal y visiblemente, como lo estaba durante su vida temporal del Evangelio, se sentiría feliz. El amaba a los niños; El amaba a la gente sencilla y pobre; El amaba a quienes lo escuchaban. Vosotros, hijos queridísimos, sois los preferidos del Señor y, por tanto, los preferidos míos, del Papa, el cual tiene el gozo de hallarse entre vosotros, de conoceros, de consolaros, de honraros, de bendeciros.

Más aún, os diré que mi alegría ha de ser la vuestra, porque estáis los más cercanos a Cristo, precisamente por las condiciones de vuestra vida, y sois los que mejor podéis entender que Cristo es nuestro gozo, nuestra verdadera y suprema felicidad.

Yo querría que esta palabra quedase en vuestras almas, como recuerdo de este encuentro: Cristo es el gozo y el consuelo de la vida. El es el gozo porque da a nuestra vida su verdadero significado, su dignidad, su seguridad. Es nuestro consuelo porque también El, el Señor, ha sufrido, ha sido pobre, ha trabajado con fatiga, y hasta fue puesto en la cruz. El nos entiende, El es nuestro compañero, El es nuestro consolador. Jesús, hijos carísimos, es el defensor de la gente pobre, Jesús es la esperanza de los míseros y de los desvalidos! Es Jesús quien nos hace buenos, quien nos hermana, quien nos da el sentido de la justicia, quien nos hace fuertes en el sufrir y en el querer. Es Jesús quien perdona nuestros pecados. Es El quien santifica nuestros dolores. Es El quien nos enseña a amar. Es Jesús quien nos da la paz, la verdadera paz, con el pan para esta vida y con el pan para la vida eterna, mejor que ésta. Es Jesús el profeta de las bienaventuranzas.

Pues bien. Recordad este encuentro con Jesús y también estas palabras para siempre: ¡Jesús es el gozo de nuestra vida!

Está para llegar El. Bajo las apariencias del Pan eucarístico, Jesús, dentro de poco, se encontrará aquí.

¡Estará aquí para vosotros, niños!

¡para vosotros, enfermos!

¡para todos vosotros, fieles de Santa Cecilia!

¡Estará aquí para decir a cada uno de vosotros: Yo soy el pan de la vida! Yo soy vuestro alimento, vuestro conforto, vuestra esperanza, vuestra felicidad.

¡Jesús es el gozo de nuestra vida!




Domingo 3 de noviembre de 1974: XV ASAMBLEA ORDINARIA DEL CELAM

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Venerables hermanos en el Episcopado:

Un gozo incontenible embarga hoy nuestro corazón en esta solemne celebración eucarística. Es el gozo del encuentro entre hermanos, de la experiencia del «afecto colegial», de la manifestación fraterna de la comunión entre las Iglesias particulares y la Cabeza de la Iglesia universal, garantía de la auténtica colegialidad. El mismo que nos encomendó la grave misión de regir a toda la Iglesia, os hizo también a vosotros Pastores para compartir la gran responsabilidad de «promover la obediencia a la fe para gloria de su nombre en todas las naciones» (
Rm 1,5).

Viéndonos en medio de vosotros, no podemos menos de evocar la Conferencia General que celebrasteis hace ya seis años y cuya sesión inaugural tuvimos el honor de presidir en Bogotá. Ahora, al conmemorar el vigésimo aniversario de la institución del Consejo Episcopal Latinoamericano, una mirada retrospectiva nos hace ver que la semilla, sembrada en Río de Janeiro, ha crecido y echado profundas raíces. Un mutuo y continuo intercambio de información y de experiencias para servir con mayor eficacia al Evangelio, ha favorecido providencialmente una ulterior toma de conciencia de los problemas que a todos os afectan y un mejor conocimiento de las realidades concretas de vuestro continente.

Nos conforta mucho saber que, en esta reunión de Roma, os habéis propuesto dar un nuevo impulso a la tarea evangelizadora, dentro del clima espiritual del Año Santo. Esto, así como la humilde convicción de que «ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios el que da el crecimiento» (1Co 3,7), alimenta nuestra esperanza y debe servir de estímulo a las actividades del Celam, dentro de su carácter específico de organismo episcopal al servicio de la comunión del pueblo de Dios.

No se nos oculta el profundo significado que tiene el haberos reunido aquí, después del Sínodo de los Obispos, en el que muchos de vosotros habéis participado. Ha sido éste un acontecimiento de tanto relieve en la vida de la Iglesia y su desarrollo –comunión intensa en torno a la Eucaristía y a la Palabra, reflexión y diálogo, intercambio de experiencias y de sugerencias, renovación del compromiso evangelizador y generosos propósitos- que nos ha satisfecho sobremanera. No cabe duda que en esta reunión del Celam habréis repetido muchas de vuestras aportaciones, teniendo en cuenta las de otros hermanos en el Episcopado, y habréis reiterado, con la mente y el corazón puestos en vuestro continente, las exigencias de vuestra misión ante Dios y ante los hombres.

De aquí que nuestro gozo colmado por el completo y fructuoso éxito del Sínodo, quede ratificado ahora al comprobar que vosotros, en intima comunión con Nos, seguís trabajando en la búsqueda de soluciones a los grandes problemas que se plantean ante la evangelización en vuestros países.

Nuestro tiempo exige una intensificación de la conciencia evangelizadora, que dé prioridad al anuncio explícito del Evangelio y a la virtualidad salvadora de su mensaje para el hombre de hoy; que acreciente la confianza en el Magisterio social de la Iglesia y en su capacidad de inspiración y de iluminación; y sobre todo, que deje siempre en claro que la auténtica liberación es la del pecado y de la muerte. La liberación no es simplemente un término de moda, sino una palabra familiar para el cristiano; en efecto, pertenece a su vocabulario y debemos recordarla día tras día, haciendo referencia a la obra redentora de Cristo Salvador, por quien hemos sido admitidos a la reconciliación con Dios y regenerados a una nueva vida que exige de nuestra libre personalidad dedicarse, mediante los postulados que surgen de la caridad, a la obra social en favor de nuestros hermanos.

Transformando al hombre desde dentro, haciéndolo portador consciente de los valores que la fe y la gracia han engendrado en su alma, implantando el dinamismo del amor en su corazón, se conseguirá sin duda la promoción integral de una sociedad donde la verdadera libertad y la auténtica justicia constituyan la base del progreso (Cfr. Discurso audiencia general, 31 julio 1974).

Que vuestro renovado impulso apostólico no se vea frenado por la insensibilidad de algunos cristianos ante situaciones de injusticia, ni por las divisiones -a veces radicalizadas- en el interior de las propias comunidades eclesiales; y que ese mismo impulso sea capaz de conjurar la tentación -que a veces se insinúa en algunos- de entregarse a ideologías ajenas al espíritu cristiano, o de recurrir a la violencia, engendradora de males mayores que los que se desean remediar (Cfr. Populorum Progressio, PP 31); «ni el odio ni la violencia son la fuerza de nuestra caridad» (Discurso a la Asamblea del Episcopado Latinoamericano, Bogotá, 24 agosto 1968).

Vuestras comunidades esperan con ansia una respuesta a sus problemas, a sus inquietudes, una ayuda ante situaciones difíciles. Seguid ofreciendo a todos la palabra salvadora y el testimonio de vuestra vida evangélica; pero no os detengáis en el mero anuncio de la fe con un lenguaje accesible; es necesario provocar en la conciencia individual y social un movimiento propulsor, capaz de hacer opciones serenas, de tomar decisiones valientes, dejando que el Señor «abra una puerta amplia» (Cfr. 1Co 16,9 2Co 2,12) por donde el Evangelio penetre libre y decisivamente en el hombre y en su historia, en la sociedad y en sus estructuras.

El ministro de la Iglesia, en cuanto colaborador de Dios, ha de sentirse despojado de toda clase de ataduras inútiles o peligrosas, prisionero sólo del Evangelio (Cfr. Ep 3,1 1Co 9,19), a fin de liberar el «labrantío de Dios» y salvaguardar los preciosos valores depositados en el «edificio de Dios» (Cfr. 1Co 3,9), los hom res, b para que a Imedida que crecen y se enriquecen con el desarrollo y progreso humanos, queden también impregnados y configurados a Cristo.

Que vuestros colaboradores, sacerdotes y religiosos, mantengan y corroboren, con vitalidad creciente, este compromiso. A todos ellos, confortadlos siempre para que su ánimo no desmaye ante las dificultades. A todos ellos va nuestro recuerdo, nuestro aliento, nuestro afecto y nuestra gratitud.

Sabemos que prestáis una atención esmerada a la juventud que constituye una mayoría en vuestro continente y cuya generosa disponibilidad ha de incorporarse a las tareas evangelizadoras. Los jóvenes son no sólo los hombres del mañana, sino los cristianos de hoy, los que con su intuición, fuerza y alegría, y hasta con su sana crítica esperanzada constituyen un fermento de vuestra sociedad. Ellos esperan que se les proponga no la utopía del mundo que no llegarán a conocer, sino la realidad viva de algo que se debe ir perfeccionando y que ya está entre nosotros: el reino de Cristo con su llamada a la justicia, al amor, a la paz.

Venerables hermanos: no queremos concluir estas palabras sin extender una vez más nuestra mirada sobre el inmenso campo de la Iglesia por vosotros aquí representada.

Nuestra solicitud pastoral por todas las Iglesias se reviste de una especial atención cuando se proyecta hacia América Latina. En sus comunidades orantes, fraternas, misioneras, descubrimos -os lo decimos con gozo y emoción- un verdadero tesoro cristiano, cuya pujanza se va poniendo de manifiesto, cada día más, en obras de caridad, de apostolado, de educación; y también en el apoyo y participación al desarrollo integral de vuestros países.

Sois vosotros, obispos hermanos de América Latina, quienes, siguiendo el camino que trazaron aquellos santos pastores que implantaron y propagaron la fe en el Nuevo Continente, habéis mantenido ardiente la llama del apostolado, edificando, con la preciosa colaboración de tantos sacerdotes, religiosos y seglares beneméritos, la Iglesia de Cristo con todo esmero y lucidez.

Que esta riqueza humana y espiritual no se quede estancada en meras fórmulas, sino que, convenientemente encauzada, constituya un caudal vivo, capaz de fertilizar en generosa comunicación otros campos de la Iglesia, de esa misma Iglesia que tan fielmente servida y tan profundamente amada se vio por los Santos que en vuestra América vivieron y cuya intercesión imploramos, especialmente -por conmemorarse hoy su fiesta- la de San Martín de Porres.

En esta hora de gracia, el Espíritu Santo, Alma de la Iglesia, sigue presente y actuando en ella. Es El quien le presta las fuerzas necesarias para lograr una constante renovación y creciente fidelidad a su Divino Fundador. Es la hora de la fe. Es la hora de la esperanza, que no quedará defraudada (Cfr. Rm 5,5).

Que María, Madre de la Iglesia, a quien vuestros pueblos invocan bajo diversas advocaciones, con fe tierna y sencilla, os obtenga siempre este clima de esperanza.


25 maggio 1975: CANONIZZAZIONE DEI BEATI GIOVANNI BATTISTA DELLA CONCEZIONE E VINCENZA MARIA LÓPEZ Y VICUÑA

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La figura de San Juan Bautista de la Concepción, lejos de haberse desgastado con el paso de los siglos, sigue inalterable ofreciendo la entereza y frescura de su testimonio de hijo de la Iglesia. Nació Juan Bautista el año 1561, en un hogar profundamente cristiano de Almodóvar del Campo. Allí había nacido un insigne maestro del espíritu, también canonizado por Nos, San Juan de Avila. Parece como si estas dos existencias, plasmadas en el mismo ambiente, hubiesen sido, por designio divino, una prolongación ininterrumpida no tanto en el tiempo cuanto en un común empeño reformador: el Maestro Avila murió precisamente cuando Juan Bautista iba a cumplir ocho años. Hay otro dato significativo y curioso. Tiene Juan Bautista quince años cuando una gran Santa reformadora, Teresa de Jesús -a quien Nos hemos proclamado Doctora de la Iglesia-, va a Almodóvar y se hospeda en la casa del futuro Santo trinitario. Este florecimiento de Santos con temple renovador al comienzo de una etapa postconciliar, la de Trento, ¿no resulta aleccionadora para nuestros tiempos de resurgimiento y creciente desarrollo eclesial? Porque es claro que un determinado período de la Iglesia no puede caracterizarse como época de reforma auténtica y fructuosa si no produce una constelación de Santos.

Con ocasión de estas canonizaciones del Año Jubilar, ¿no es oportuno recordar el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen Gentium, que nos habla de la vocación universal a la santidad en la Iglesia? Sí, nos parece un momento propicio para lanzar a todos nuestros colaboradores en la evangelización, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y seglares el reto de la santidad, sabiendo bien que sin ella la renovación quedaría comprometida y se perdería el fruto primero y fundamental, tanto del Jubileo como del Concilio (Cfr. etiam Christus Dominus,
CD 15). No es mera coincidencia, carente de sentido, el hecho de que Juan Bautista de la Concepción sea canonizado, casi cuatro siglos después de su muerte, en este Año Santo y en el X aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II. Este Concilio ha puesto a la Iglesia al ritmo de la renovacion. Pero, ¿de qué renovación se trata? Evidentemente no puede ser una renovación sin discernimiento. Son los Pastores de la Iglesia los que, reunidos en Concilio, bajo la presidencia del sucesor de Pedro, han señalado el sentido de la renovación que necesita nuestro tiempo. Los actuales problemas eclesiales encontrarán solución, en la fidelidad a las enseñanzas del Concilio, siguiendo las sabias directrices de la jerarquía.

De una manera concreta, San Juan Bautista de la Concepción nos enseña con su vida cuáles han de ser las disposiciones y actitudes de los auténticos renovadores. Y particularmente en lo que se refiere a las familias religiosas, ya que él ha pasado a la historia como el reformador de la Orden de la Santísima Trinidad. Nuestro Santo, que viste el hábito de la Orden a los diecinueve años, se prepara a su misión, entregándose con generosidad al Señor, cultivando en su alma la piedad eucarística y mariana, con un deseo grande de imitar las austeridades de los Santos reseñadas en el Flos Sanctorum que .lee con fruición. Se afana en el estudio para obtener una sólida formación teológica, a base sobre todo de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres, que le servirán en su ministerio de predicador incansable. Se propone ser un religioso observante que quiere abrazar la regla primitiva, austera y pobre de la Orden y, para ello, rompe decididamente con la «tiranía de los cumplimientos del mundo» (Obras, VIII, 29). ¿No es ése el camino de los Santos?

Para realizar la reforma de su Orden, peregrina a Roma; y su obra, tanto en España como fuera, se ve sometida a graves pruebas. Pero no le importa: «Claro está -dice- que si yo te amo, Señor, no tengo de querer en esta vida honra, ni gloria, sino padecer por tu amor» (Obras, VIII, 128). Cuando el Papa Clemente VIII aprueba la reforma de la Orden Trinitaria, nuestro Santo vuelve a España para aplicar con total fidelidad las normas que le ha dado la Santa Sede. Exige a los frailes que abrazan la vida reformada la exacta observancia de la regla, profunda vida de oración, de penitencia y de pobreza, siempre en un clima de alegría que no está reñida con la austeridad. El se muestra siempre humano y delicado en sus intervenciones; pero al mismo tiempo firme, recto y obediente a sus superiores. Y he aquí los frutos: su obra tiene éxito y las vocaciones se multiplican.

Cuando su vida declina, vuelven las pruebas y contradicciones; ¿cómo reaccionar? Como lo hacen los Santos. Sí, con la caridad; así, su alma se purifica en la renovación personal y asciende a mayor santidad. Cuando muere en Córdoba, a los cincuenta y un anos de edad, deja en su obra y en sus escritos una lección perenne: ¡No hay auténtica reforma eclesial sin la renovación interior, sin obediencia, sin cruz. Sólo la santidad produce frutos de renovación! Que el Señor siga bendiciendo a la Orden de San Juan de Mata y de San Juan Bautista de la Concepción que tiene precisamente como finalidad el culto a la Santísima Trinidad y el apostolado liberador entre los cristianos que por sus circunstancias sociales especiales se encuentran en mayor peligro de perder la fe. Este apostolado caracteriza también en cierto sentido la obra de la nueva Santa.

Vicenta María López y Vicuña está más cerca de nosotros en el tiempo. Nació en las nobles y cristianas tierras de Navarra, el día 24 de marzo de 1847, para morir en los umbrales de este siglo. Trascurrió una juventud serena, durante la cual fueron madurando en ella los frutos de una esmerada educación cristiana, en la que dejó huellas inconfundibles el ambiente familiar: la madre, un tío sacerdote, una tía religiosa. ¡Oh! Nunca ponderaremos bastante la importancia formativa del núcleo familiar; esa labor ejemplar, insustituible, de siembra y cultivo de conocimientos y virtudes. Y Dios bendice con predilección (a las familias auténticamente cristianas; son ellas, por su parte, la mejor cantera de vocaciones para el servicio de la Iglesia. En España tenéis, a este respecto, una tradición espléndida, gloriosa, fecunda. Os recordamos esto ahora, amadísimos hijos, porque abrigamos la esperanza de que el Año Santo se distinga también por un despertar de las vocaciones, por «un incremento numérico de aquellos que sirven a la Iglesia con particular dedicación de su vida, es decir, de los sacerdotes y religiosos» (Apostolorum Limina, IV).

Nuestra Santa es muy joven aún, cuando oye en sus adentros la llamada divina. No fue una decisión fácil de realizar. Con sencillez v dulzura, con sacrificio y caridad logra verse liberada de la perspectiva que le ofrece una vida en el mundo tranquila, acomodada, halagadora. En la fiesta de la Santísima Trinidad de 1876 recibe el hábito religioso junto con dos compañeras; nace así la congregación de las Religiosas de María Inmaculada; una familia que tiene por misión la santificación personal de sus miembros y la ayuda a las jóvenes que trabajan fuera de sus propios hogares. A esas jóvenes, rodeadas con frecuencia de no pequeñas dificultades y peligros, Vicenta María entrega su vida entera. Al poner en ia balanza el futuro de su vocación, podrá decir: «¡Las chicas han vencido!». Y a ellas se dará sin reservas, para hacerles encontrar un hogar acogedor, donde hallen una voz amiga, la palabra alentadora v desinteresada, el calor de un corazón, donde descubran la riqueza inmensa humano-divina de sus vidas, el secreto de los valores perennes, de la paz interior y donde, a la vez, aprendan a promoverse integralmente, para hacerse cada vez más dignas ante Dios y realizarse mejor como jóvenes.

¡De qué maravillosas intuiciones es capaz quien ama de veras! ¡Qué fina pedagogía sabe aplicar quien habla ese lenguaje sublime que se aprende en el corazón de Cristo! Nuestra Santa tenía ya una experiencia personal en este apostolado específico. Sus mismos familiares de Madrid la habían puesto en contacto con esa clase trabajadora, tan necesitada. El deseo de entregarse a Dios hace lo demás. Ella misma siente en su alma la exigencia insaciable de renuncia genuina, deliberada, amorosa, que se le pide al discípulo de Cristo «para gloria de Dios más palpable. Más pobreza. Más mortificación de mis naturales inclinaciones. Mucho peligro de sufrir desprecios. ¡ Cuántos la vituperarán! Continuo esfuerzo, continuo sacrificio. Necesidad de la época». Son éstos precisamente los motivos que la impulsan a hacer la fundación, según ella misma ha dejado escrito (Cfr. Escritos de la fundadora, Cuaderno t. f. 80 r. O. c. 124-130). A pesar de su muerte prematura, a los cuarenta y tres años, no sin sufrimientos físicos y sobre todo morales -¡la cruz es la compañera inseparable de los Santos!-, la madre Vicuña vio aprobada su Obra por la Santa Sede; tenía ya casas repartidas por España y estaba ilusionada con fundar en Buenos Aires. La congregación se abría así a todos los horizontes de la Iglesia, como lo está hoy con numerosas comunidades esparcidas por Europa, América, Africa y Asia.

Recordamos bien cuando fue beatificada por nuestro venerable predecesor Pío XII en el anterior Año Santo. Y en este Año Santo, que coincide además con el Año Internacional de la Mujer, podríamos preguntarnos: ¿qué mensaje trae Santa Vicenta María para la Iglesia y para el mundo de nuestro tiempo? Al iniciar el ciclo de beatificaciones de este Año Santo con María Eugenia Milleret decíamos que «la santidad, buscada en todos los estados de vida, es la promoción más origina1 y más llamativa a I'a que pueden aspirar y acceder las mujeres». Santa Vicenta María ha sentido, imperioso, el reclamo de la caridad hecha servicio, algo que le está invitando a prodigar su atención hacia la mujer, sobre todo la joven, necesitada de cuidadcs religiosos, de asistencia social, de la auténtica sublimación cristiana, en una palabra, de promoción en el sentido más completo y elevado del término. Una tarea que, con las diversas modalidades que van presentando los tiempos, constituye también una exigencia importante del mundo actual.

El carisma de la fundadora tiene así en nuestra época una vivencia singular. Esto mismo os exige a vosotras, religiosas de María Inmaculada, un empeño y un compromiso: un empeño de constante y auténtica renovación (Cfr. Perfectae Caritatis, PC 2), fijando la mirada en vuestra santa Madre, para imitar su ejemplo de perfección evangélica (Cfr. Mt 5,48), centrada en la caridad y alimentada con la adoración eucarística y la devecion a la Santísima Virgen, características sobresalientes de la espiritualidad de Vicenta María; así como su fidelidad y amor a la Iglesia; en una palabra, para seguir sus pasos en la vida espiritual y en la vida apostólica. Un compromiso también: el de la caridad social que constituye la herencia principal de vuestra Fundadora. En casi cien años de vida, ¡qué bien ha sabido emplear vuestra congregación esta herencia en favor de la promoción de las jóvenes, con residencias, escuelas profesionales, centros sociales y misionales! Os lo decimos con gozosa complacencia a vosotras, queridas religiosas de María Inmaculada aquí presentes y a todas las que, no habiendo podido venir, tienen en estos momentos su mirada puesta en esta asamblea eclesial. ¡ Animo! ¡Siempre adelante!

Amadísímos hijos: La Iglesia rebosa hoy de gozo. Su vítalidad perenne es fruto de la presencia divina. Se difunda el canto de acción de gracias que la Iglesia dedica al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo que la guían y la embellecen constantemente, sembrando de Santos los senderos del mundo. Sí, alegrémonos porque Dios ha hecho maravillas en las almas de San Juan Bautista de la Concepción y de Santa Vicenta María, cuyo paso por esta tierra atraen nuestras miradas, nuestras aspiraciones de conquistas más sublimes, nuestros anhelos más apremiantes de transformación terrena y transcendente. Gracias sean dadas a la Trinidad Santa desde lo más hondo de nuestros corazones. Nos quisiéramos que este canto de alegría se tradujera ahora en un ferviente mensaje de felicitación a España entera. Lo merece, porque en su secular trayectoria eclesíal nos ofrece dos nuevos testimonios de su espiritual y religiosa fecundidad, que deben servir de constante estímulo, de compromiso perenne para las actuales y futuras generaciones.

A ejemplo de vuestros Santos, ¡manteneos siempre fieles a la Iglesia ! Todos unidos, sacerdotes, religiosos y fieles de España, continuad por el camino de la adhesión y fidelidad al mensaje de Cristo, promoviendo con vuestra conducta obras generosas que sirvan a la causa del bien espiritual y del progreso social de vuestra patria. Est'a es nuestra esperanza, éstos son nuestros deseos, que en este día luminoso encomendamos de manera particular a San Juan Bautista de la Concepción y a Santa Vicenta María López y Vicuña, para gloria de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.




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