Homilias 28975

28 de septiembre de 1975: CANONIZACIÓN DE JUAN MACÍAS

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Venerables Hermanos y amados hijos,

La Iglesia se siente hoy inundada de júbilo. Es el gozo de la madre, que asiste a la exaltación de uno de sus hijos. Y precisamente porque es un hijo pequeño, que no brilló durante su vida con los fulgores de la ciencia, del poder, de la notoriedad humana, de todo eso que hace a uno grande a los ojos del mundo, la Madre Iglesia experimenta un regocijo particular. En esta mañana la Iglesia siente resonar de nuevo en sus oídos las palabras insinuantes y maravillosamente asombradoras del Maestro, que proclaman, de manera inequívoca, su preferencia por los sectores más pobres y humildes: ¡Bienaventurados los pobres de espíritu! A la escucha perenne y atenta de su Divino Fundador y en fidelidad indefectible a su mensaje, la Iglesia fija hoy sus ojos en una figura singular, concreción sublime de ideales evangélicos : ¡Juan Macías! Un humilde pastor hasta los treinta y siete años de Ribera del Fresno, en España; emigrante sin recursos a tierras del Perú; por veintidós años sencillo hermano portero del convento dominico de La Magdalena en Lima. Este es el nuevo Santo, a quien la Iglesia rinde en este día su tributo de exaltación suprema, tras haberlo declarado Beato el veintidós de octubre de mil ochocientos treinta y siete.

En su glorificación, como en la de otras figuras humildes cual el Santo Cura de Ars, San Francisco de Asís, San Martín de Porres, y otras tantas que podríamos citar, se hace visible el amor sin reservas ni distinciones de la Iglesia, que valora y ensalza por igual los méritos ocultos de grandes y pequeños, de pobres o de facultosos, sintiendo particular complacencia acaso al elevar a los más pobres, reflejo más vivo de la presencia y predilecciones de Cristo. Por falta de tiempo, no haremos la exaltación que merecería la humilde y gran figura de Juan Macías que, con la ayuda del Señor y en el pleno ejercicio de nuestro ministerio magisterial, hemos inscrito en el catálogo de los Santos. Solamente aludiremos a las razones que embargan nuestro ánimo durante este acto solemne. Canonizando a San Juan Macías nos parece interpretar la intención del Señor, el cual, siendo rico, se hizo pobre para que nosotros fuésemos ricos por su pobreza (Cfr.
2Co 8,9), existiendo en la forma de Dios, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo (Cfr. Phil. Ph 2,6-7), fue enviado por el Padre «a evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), proclamó bienaventurados a los pobres de espíritu (Mt 5,3), puso la pobreza como condición indispensable para alcanzar la perfección (Cfr. Marc. Mc 10,17-31 Lc 18,18-27) y dio gracias al Padre porque se había complacido en revelar los misterios del Reino a los pequeñuelos (Cfr. Mt 11,26).

Estas son las enseñanzas lineares dejadas por el Señor, y que el Magisterio de la Iglesia nos propone hoy, ilustrándolas con un ejemplo concreto de la historia eclesial. Juan Macías, que fue pobre y vivió para los pobres, es un testimonio admirable y elocuente de pobreza evangélica: el joven huérfano, que con su escasa soldada de pastor ayuda a los pobres «sus hermanos», mientras les comunica su fe; el emigrante que, guiado por su protector San Juan Evangelista, no va en búsqueda de riquezas, como otros tantos, sino para que se cumpla en él la voluntad de Dios; el mozo de posadas y el mayoral de pastores, que prodiga secretamente su caridad en favor de los necesitados, a la vez que les enseña a orar; el religioso que hace de sus votos una forma eminente de amor a Dios y al prójimo; que «no quiere para sí más que a Dios»; que combina desde su portería una intensísima vida de oración y penitencia con la asistencia directa y la distribución de alimentos a verdaderas muchedumbres de pobres; que se priva de buena parte de su propio alimento para darlo al hambriento, en quien su fe descubre la presencia palpitante de Jesucristo; en una palabra, la vida toda de este «padre de los pobres, de los huérfanos y necesitados», (no es una demostración palpable de la fecundidad de la pobreza evangélica, vivida en plenitud?

Cuando decimos que Juan Macías fue pobre, no nos referimos ciertamente a una pobreza -que nunca podría ser querida ni bendecida por Dios- equivalente a culpable miseria o inoperante inercia para la consecución del justo bienestar, sino a esa pobreza, llena de dignidad, que ha de buscar el humilde pan terreno, como fruto de la propia actividad. ¡Con cuánta exactitud y eficiencia se dedicó a su deber, antes y después de ser religioso! Sus dueños y superiores dan claro testimonio de ello. Fueron siempre sus manos las que supieron ganar el propio pan, el pan para su hermana, el pan para la multiplicada caridad. Ese pan, fruto de un esfuerzo socialmente creador y ejemplar, que personaliza, redime y configura a Cristo, mientras deja en lo íntimo del alma la filial confianza de que el Padre, que alimenta a las aves del cielo y viste a los lirios del campo, no dejará de dar lo necesario a sus hijos: «buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura» (Cfr. Mt 6,25-34). Por otra parte, la ardua tarea de Juan Macías no distraía su ánimo del Pan celestial.

El, que desde su niñez había sido introducido en el mundo íntimo de la presencia de Dios, fue en medio de su actividad un alma contemplativa. El campo, el agua, las estrellas, los pájaros, le hablaban de Dios y le hacían sentir su cercanía: «Oh Señor, qué mercedes y regalos me hizo Dios en aquellos campos», mientras guardaba el rebaño. Así exclama ya anciano. Y recordando su vida de convento, aquel jardín a donde con frecuencia se retiraba a orar de noche, dirá: «Muchas veces, orando a deshoras de la noche, llegaban los pajarillos a cantar y yo apostaba con ellos a quién más alababa a Dios». ¡Frases de encantadora poesía, que dejan entrever las largas horas dedicadas a la oración, a la devoción a la Eucaristía y al rezo del rosario! Pero esta vida interior nunca representó para Juan Macías una evasión frente a los problemas de sus hermanos; antes bien, partiendo de su vida religiosa, llegaba a la vida social. Su contacto con Dios no sólo no le hacía retraerse de los hombres, sino que le llevaba a ellos, a sus necesidades, con renovado empeño y fuerza para remediarlos y conducirlos a una vida cada vez más digna, más elevada, más humana y más cristiana.

El no hacía con ello sino seguir las enseñanzas y deseos de la Iglesia, la cual, con su preferencia por los pobres y su amor por la pobreza evangélica, jamás quiso dejarlos en su estado, sino ayudarles y levantarles a formas crecientemente superiores de vida, más conformes con su dignidad de hombres y de hijos de Dios. A través de estos trazos parciales, aparece ante nuestros ojos la figura maravillosa y atractiva de nuestro Santo. Una figura actual. Un ejemplo preclaro para nosotros, para nuestra sociedad. Evidentemente, la cuestión económica se plantea hoy con características bien diversas de las que tenía en tiempos de San Juan Macías. Los nuevos sistemas productivos, la acelerada industrialización, la creciente tecnificación y las conquistas en campo nuclear o electrónico, por más que hayan hecho surgir no indiferentes problemas para el hombre, han determinado ciertamente un superior nivel económico y asistencial en vastas áreas del mundo, por desgracia todavía demasiado limitadas. Por otra parte, la sensibilidad social se ha incrementado, dando paso con frecuencia a un tipo de humanismo radical, disociado de toda referencia al trascendente.

En este contexto se nos ofrece en todo su valor actual el mensaje de Fray Juan Macías. El no miró la humildad de su tarea, sino que la cumplió con entrega total y de manera ejemplar. Se dio siempre a los demás y, en el darse a todos, encontró a Cristo. Su trabajo fue una exigencia de su condición de hombre y de cristiano, un ejercicio de fecunda pobreza, un medio de proveer noblemente a su sustento y al de los pobres. Sin pretender nunca hacer de sus experiencias una elaborada sociología, ni convertirse en un experto economista, hizo cuanto estuvo a su alcance por atenuar necesidades y flagrantes desigualdades. Al pedir a los ricos para sus pobres, les enseñaba a pensar en los demás; al dar al pobre, lo exhortaba a no odiar. Así iba uniendo a todos en la caridad, trabajando en favor de un humanismo pleno. Y todo esto, porque amaba a los hombres, porque en ellos veía la imagen de Dios. ¡Cuánto desearíamos recordar esto a cuantos hoy trabajan entre pobres y marginados! No hay que alejarse del Evangelio, ni hay que romper la ley de la caridad para buscar por caminos de violencia una mayor justicia. Hay en el Evangelio virtualidad suficiente para hacer brotar fuerzas renovadoras que, trasformando desde dentro a los hombres, los muevan a cambiar en todo lo que sea necesario las estructuras, para hacerlas más justas, más humanas.

Juan Macías supo en su vida honrar la pobreza con una doble ejemplaridad: con la búsqueda confiada del pan cotidiano para los pobres, y con la búsqueda constante del Pan de los pobres, Cristo, que a todos conforta y conduce hacia la meta trascendente. ¡Estupendo mensaje para nosotros, para nuestro mundo materializado, tarado con frecuencia por un consumismo desenfrenado y por egoísmo sociales! ¡Ejemplo elocuente de esa «unidad interior», que el cristiano debe realizar en su tarea terrena, imbuyéndola de fe y caridad! (Cfr. Mater et Magistra, MM 51).

Amadísimos hijos, No quisiéramos terminar nuestras palabras sin mencionar algunas características que concurren en la vida de San Juan Macías. La primera es su origen español; hijo de una Nación, cuya historia encuentra sus expresiones más altas y decisivas -que marcan el carácter de su pueblo- en las figuras de sus Santos, como Santo Domingo de Guzmán, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz. Nombres estos que, con sólo recordarlos, constituyen por sí mismos un auténtico homenaje que se tributa a España. Un homenaje que nos sentimos contento de poder subrayar por parte Nuestra, como dirigido a una Nación por Nos tan amada, y que la Iglesia entera, tan bien representada en el cuadro solemne de esta plaza de San Pedro por los millares de peregrinos venidos de todo el mundo, desea rendir con Nos a esa tierra de Santos.

Experimentando en ello un gozo de comunión eclesial, un latido más de espiritualidad entre los muchos del Año Santo, una manifestación de fraterna e intensa alegría. Aunque esta alegría podría ser más plena, si estos días no hubiesen sido ensombrecidos por los acontecimientos por todos conocidos. El nuevo Santo continúa la tradición recibida como por una especie de herencia familiar. Una herencia que crece y se desarrolla en el hogar, en la vida familiar, en el ambiente social y en la sensibilidad religiosa del pueblo. Esta canonización ¿no es, pues, un acontecimiento que glorifica una tan alta y noble tradición, preanunciando al mismo tiempo un nuevo renacer de fervor y de santidad en los hijos de esa amada Nación? Nos así lo esperamos. La secunda característica es que San Juan Macías se hizo peruano y en Perú se santificó. Mientras muchas personas llegaban a América en busca de riquezas materiales, el nuevo Santo supo encontrar allí una riqueza espiritual de la que se alimentaron ya los primeros Santos de aquel Continente. Una riqueza integrada por elementos milenarios del pueblo antiguo, los indios, y del nuevo, los colonizadores, a quienes va el mérito de la evangelización de aquel Continente, y que nuestro Santo incrementó decididamente con su vida.

Desde entonces ¡que vitalidad religiosa a pesar de sus lagunas e imperfecciones! ¡Qué corrientes de vida espiritual han marcado la historia de todas aquellas naciones! A todos sus hijos los exhortamos a ser dignos del ejemplo de santidad dejado por San Juan Macías. Por último, San Juan Macías fue religioso dominico, de esa gran familia que tantos Santos ha dado a la Iglesia y cuya labor al servicio de la Verdad ha sido tan unánimemente reconocida. A ellos dirigimos en este solemne día un saludo especial, exhortándoles a seguir sus grandes tradiciones de santidad, a ejemplo de San Juan Macías, de San Martín de Porres y de Santa Rosa de Lima, síntesis de la santidad dominica en las nobles tierras latinoamericanas. Un ejemplo y exhortación que extendemos a todos los miembros de las otras familias religiosas, para que también ellos sientan una nueva incitación hacia cumbres más altas de cercanía divina, de esmero espiritual, de clima en el que se escucha la voz de Cristo. Y ojalá que el nuevo modelo de santidad que hoy proponemos suscite abundantes fuerzas jóvenes, que se consagren sin reserva a los ideales siempre válidos, siempre atractivos, del Evangelio de Jesucristo.




Domingo 23 de enero de 1977: MISA DE CANONIZACIÓN DE RAFAELA MARIA PORRAS Y AYLLÓN

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Venerables Hermanos y amadísimos hijos,

Un gozo profundo embarga nuestro corazón y un canto de júbilo aflora a nuestros labios en estos momentos que estamos viviendo. Sentimos que en nuestra voz se condensa el himno de alabanza de toda la Iglesia, exultante por los destellos de nuevo esplendor sobrenatural, alentada por una renacida fecundidad de virtud, enriquecida con otro eximio ejemplar de santidad. Son estos los sentimientos que acompañan el acto litúrgico que celebramos: la exaltación al supremo honor de los altares de un modelo singular de humildad, la Beata Rafaela Porras y Ayllón, Madre Rafaela María del Sagrado Corazón.

Estamos ante una figura peculiar, cuyos ricos y múltiples matices personales no dejan de causar impresión, como habéis podido apreciar, a través del relato de la vida, leído hace unos momentos. Nace en el pueblo español de Pedro Abad, cerca de Córdoba, el 1 de marzo de 1850. Perdidos muy pronto sus padres se dedica con su germana Dolores a la oración y a la caridad.

Este género de vida, tan opuesto a las aparentes conveniencias de su alta posición social, suscita el contraste con los deseos de la familia; hasta tal punto que la presión familiar les hace sentir la necesidad de abrazar la vida religiosa.

El 24 de enero de 1886, el Instituto recibe el Decretum Laudis y un año después es aprobado definitivamente con el nombre de Congregación de «Esclavas del Sagrado Corazón».

La Madre Rafaela María dirige el nuevo Instituto durante 16 años con gran dedicación y tacto. Demuestra también claramente su extraordinaria profundidad espiritual y su virtud heroica, cuando por motivos infundados ha de renunciar a la dirección de su obra. En esta humillación aceptada, morirá en Roma, prácticamente olvidada, el día 6 de enero de 1925.

La vida y la obra de la Santa, si las observamos por dentro, son una apología excelente de la vida religiosa, basada en la práctica de los consejos evangélicos, calcada en el esquema ascético-místico tradicional, del que España ha sido maestra con figuras tan señeras como Santa Teresa, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola, Santo Domingo, San Juan de Ávila y otras.

Esta forma de vida consagrada queda como típica en la Iglesia (aunque existen otras formas y van surgiendo otras más), en la que Cristo es el único maestro, el inspirador, el modelo, el motivo de las más generosas donaciones, de las más íntimas confidencias, del más valiente esfuerzo de transformación de la humana existencia. Se trata de la superación de la renuncia a tantas cosas humanas, para sublimarlas en una entrega eclesial, en un vivir únicamente para el Señor, asociándose con la plegaria y el apostolado a la obra de la redención y a la dilatación del reino de Dios (Cfr. Perfectae Caritatis,
PC 5).

Este ha sido el objetivo, este ha sido el ideal egregiamente puesto en práctica por las Esclavas del Sagrado Corazón, Instituto para el que la fundadora quiso como carisma propio el culto público al Santísimo Sacramento expuesto, en actitud de reparación por las ofensas cometidas contra el amor de Cristo, el apostolado de formación de las jóvenes, con preferencia por la educación de las pobres, y el mantenimiento de centros de espiritualidad que faciliten a las personas que así lo deseen un encuentro con Dios.

¡Cómo resulta difícil, cómo puede ser dramático a veces el seguimiento generoso y sin reserva de estos ideales! La historia de la nueva Santa es bien elocuente a este respecto. Pero precisamente en esa dedicación total a una tarea superior en la que se esconde con frecuencia la cruz de Cristo, se encuentra la garantía de fecundidad ejemplar de una vida religiosa, camino siempre válido, siempre actual, siempre digno de ser abrazado, en la fidelidad a las exigencias que impone.

Por esto, a vosotras, Religiosas presentes y ausentes, vaya nuestro saludo paterno y nuestra voz complacida, que hace eco a la de Cristo: ¡Dichosas vosotras, porque habéis elegido la mejor parte! (Cfr. Lc 10,42) ¡Dichosas sobre todo vosotras, hijas de la nueva Santa, si permanecéis fieles al rico y preciso legado que ella os confió; si sabéis dar toda la fecundidad universal que Santa Rafaela María soñó y que la Iglesia espera de vuestro Instituto; si desde la fidelidad a vuestro carisma propio, sabéis mirar con corazón abierto y actualizado el mundo que os rodea!

A este propósito no podemos menos de recordar dos aspectos característicos del Instituto de las Esclavas del Sagrado Corazón, que la nueva Santa pone magníficamente de relieve y que son de palpitante actualidad: la adoración a la Eucaristía y el apostolado pedagógico.

La adoración al Santísimo Sacramento, renovada, no desvirtuada, con la reforma litúrgica, constituye una fisonomía típica de Santa Rafaela María del Sagrado Corazón. En ella centra su espiritualidad, en ella educa a sus hijas, de ahí espera la eficacia del apostolado; por mantener ese punto de su regla, no dudará en tomar decisiones urgentes, aunque muy dolorosas y arriesgadas. Y es que «para ella era inconcebible una obra apostólica desvinculada del deber sagrado de la adoración eucarística». En un momento como el actual en que la vida de fe sufre no pocos quebrantos en medio de la sociedad moderna, es un compromiso de perenne validez el que las Esclavas del Sagrado Corazón, en consonancia con sus esencias fundacionales, sepan dar pleno significado eclesial y modélico a la adoración eucarística.

El apostolado, sobre todo pedagógico, en favor de la formación completa de la joven, es otra característica de la vida y obra de la nueva Santa. Ella lo vio bien claro desde el principio, partiendo de la realidad que la circundaba y buscando con ello «no sólo el bien espiritual de la Iglesia, sino la salvación y regeneración social». Su fina intuición le indicaba cuánto puede esperarse de una formación adecuada de la juventud femenina.

¡Qué maravillosas respuestas pueden venir de una educación en la piedad, en la pureza, en la generosidad de espíritu, en la capacidad de comprensión ! El campo de benéfica aplicación de esas grandes potencialidades del alma femenina se amplía hoy y se hace más expectante, ante el progresivo acceso de la mujer a las funciones profesionales y públicas. Esto mismo nos hace entrever la importancia grandísima de este apostolado para la vida social, en la que hay que poner ideales nobles, esfuerzo generoso de verdadera dignificación colectiva, clarividencia de orientaciones, honestidad de propósitos, valentía en la corrección de criterios aceptados acríticamente, respeto y ayuda efectiva para la completa realización personal de todo ser humano, a comenzar por el menos favorecido; en una palabra, poniendo la animación viva de una genuina caridad, que supera cualquier motivación meramente humana, aun la más digna.

¡Loor y alabanza a vosotras, religiosas Esclavas del Sagrado Corazón por tantos ejemplos y realizaciones también en este campo social! ¡Alabanza y aliento en vuestra tarea, tan esperanzadora y meritoria, para que sea cada vez de mayor contenido eclesial y social! ¡Complacencia por esa multitud de jóvenes, que sentimos presentes y ausentes, y que en vuestro Instituto han hallado formación humana y cristiana, para inserirse luego vitalmente en el contexto de la sociedad. Son frutos y esperanzas, que comportan una obligación de compromiso práctico, de los que Santa Rafaela María se complace, inspirándolos y acompañándolos con su intercesión desde el cielo.

A esa patria feliz, definitiva, dirigimos ahora nuestra mirada, para fundir nuestro júbilo de Iglesia que camina con la dicha perenne de esos hermanos nuestros que, como Santa Rafaela María del Sagrado Corazón, llegaron ya a la meta de la Iglesia triunfante, con María la Madre de Jesús y Madre nuestra, con tantos otros hombres y mujeres que preceden y guían nuestros pasos. Ante la visión extasiante de esa Jerusalén celestial, prometida, abrimos nuestro espíritu en un himno colectivo de fe, de serena y alentada espera, de alegría que confía dilatarse, de inmensa esperanza eclesial.




Domingo 8 de mayo de 1977: MISA DE BEATIFICACIÓN DE MARÍA ROSA MOLAS Y VALLVÉ

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Venerables Hermanos y amadísimos hijos:

La Iglesia, que en estas semanas va repitiendo el grito exultante del aleluya ante el Cristo resucitado, el Cristo presente en la esperanza eclesial, el Cristo que revive su perenne eficacia misteriosa en tantas almas generosas, renueva hoy su alegría incontenible en este acontecimiento que celebramos, no insólito, pero que tiene resonancias siempre conmovedoras, siempre vibrantes, siempre llenas de novedad de contenido.

En el marco litúrgico de esta mañana festiva, nuestros ojos descubren una nueva flor de virtud, un nuevo rayo de luz que viene a hermosear el ya luminoso jardín de la Esposa de Cristo. Se trata, como sabéis, de una religiosa española, hoy gloria de la Iglesia universal: la nueva Beata María Rosa Molas y Vallvé, fundadora de las Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación.

No nos detendremos en recordar la conocida historia biográfica de la nueva Beata, que desde su nativa Reus, donde ve la luz en un humilde ambiente, realiza un admirable camino, sólo impulsada por el amor a Cristo y al prójimo, llenando con una asombrosa vitalidad espiritual una existencia que acaba humildemente en Tortosa, hace casi exactamente un siglo, a los sesenta y un años de edad.

Una vida sencilla, escondida, es hoy elevada en triunfo. ¿Porqué? Pensemos un instante.

Cada vida transcurrida en la entrega heroica, es un misterio del amor de Dios, aceptado en la más íntima correspondencia personal a ese amor. Es un poema evangélico entretejido de sublimes intercambios. Por ello, si queremos rastrear en síntesis la faceta saliente de la vida de María Rosa Molas habremos de acercarnos con reverencia al venero inagotable del Evangelio (Cfr.
Mt 25,31 ss.), allí donde el pobre, el necesitado, el hambriento, el abandonado, el que sufre, es proclamado merecedor del cuidado prioritario, de la solicitud más tierna, del gesto exquisito de un corazón, que no sólo alivia, sino que comparte ese sufrimiento y lucha por evitar sus causas. Y que sabe compartir así el dolor por un motivo fontal: porque allí está Cristo doliente, hecho presencia viva, actual, exigente de todos los socorros de una fe creadora, capaz de engendrar confianza donde no habría motivos humanos para ella.

¿Buscamos el carisma propio, el mensaje personal, el genio peculiar de María Rosa Molas? Lo encontramos ahí. En un dificilísimo momento histórico, local y nacional, marcado por las luchas, las múltiples facciones, en el que la desesperanza marcaba tantas vidas, de niños, de jóvenes sin instrucción ni porvenir, de ancianos sin asistencia, ella supo inclinarse hacia el necesitado sin distinción alguna, hecha caridad vivida, hecha amor que se olvida de sí mismo, hecha toda para todos, a fin de seguir el ejemplo de Cristo y ser artífice de esperanza y de elevación social. No únicamente para dar algo, sino para darse a sí misma en el amor y sólo así poder dar –como su ejemplo elegido, María- el don precioso de una completa entrega en la misericordia y en el consuelo a quien lo buscaba o a quien, aun sin saberlo, lo necesitaba. Así María Rosa hacía caridad; así se hacía maestra en humanidad.

En el lento peregrinar humano hacia metas de anhelada superación, constatamos hoy que Instituciones nacionales e internacionales, asociaciones de distinto tipo e inspiración, así como personas de diversas procedencias, proclaman de modo solemne o en documentos públicos su voluntad de crear una sociedad nueva y un hombre nuevo, más dignificado.¡Ojalá que ello significara que las esperanzas más nobles, anidadas en los repliegues íntimos del corazón humano van hallando expresión completa! Una realidad acometida con tesón, capaz de abrir los ánimos al gozo ilusionado de un mañana mejor que la Iglesia no cesa de proclamar, ansiar y alentar para la humanidad.

Pero ¡ay! observamos con no rara frecuencia que un humanismo bien intencionado, pero sin raíces más hondas, sin la garantía de una consistente y superior motivación, que descubra en el fondo del ser humano la dignidad inconmensurable de la imagen divina y la presencia del Cristo que exalta, libera, une al hombre, queda en un humanismo débil, parcial, ambiguo, formal, cuando no falseado.

Si es justo reconocer que este objetivo ineludible de defender, promover y cuidar «la sacralidad» de la vida humana, auspiciado y alentado continuamente por el cristianismo, ha hallado resonancia efectiva en nuestra sociedad moderna que ha prodigado sus servicios en campos tan apremiantes como la sanidad, la higiene, la asistencia social y otros, no es menos cierto que el respeto de la vida humana está también amenazado, si no ultrajado y lesionado, por el creciente deterioro y por las desviaciones tremendas que en bastantes sociedades crean serios motivos de alarma.

Pensemos en el fenómeno de la violencia criminal, que hoy cobra dimensiones y formas verdaderamente preocupantes; pensemos en el difundido flagelo de la droga, organizado por intereses que no tienen en cuenta las graves tragedias que crean en tantas personas inexpertas y en tantas familias; recordemos la carrera de armamentos, capaces de destruir la humanidad y que paralizan recursos ingentes que deberían servir para el armónico progreso humano. No olvidemos tampoco la violación, culpable y voluntaria, de la vida mediante el aborto legalmente admitido, ni pasemos por alto las situaciones de gravísima miseria, que son una triste realidad en bastantes países del mundo, como en Asia, en África . . . Y junto a todo esto, como un latigazo para la conciencia sensible del hombre recto, contemplemos el lamentable comercio de armas, instrumentos de muerte, de destrucción, de horror, de ofensa al hombre y al Creador de la vida . ¡ Tristes senderos, estos, embocados por una parte de la humanidad desorientada!

Hagamos finalmente referencia al sentimiento de inseguridad colectiva que crean los frecuentes secuestros de personas (veintiocho casos en lo que llevamos de año, diez de ellos aún sin resolver). En medio de tales sucesos, que infunden tristeza y temor en los ánimos, nuestro corazón de Pastor universal se siente y se ve particularmente solicitado. Incluso desde Centro América nos llega urgente la petición confiada de una palabra en favor de la liberación del Ministro de Relaciones Exteriores de El Salvador, secuestrado hace algunas semanas. Sí, en este día de la exaltación de un alma, entregada en todo y por todo a aliviar las penas de los hermanos que sufren, nos sale de lo más hondo del alma un llamamiento vibrante y acuciante -que ponemos como súplica a los pies de la nueva Beata- para que cesen para siempre tales dramas humanos.

Frente a este cuadro sombrío, ante el que la mente se nubla y el corazón se oprime, la Iglesia no cesa de levantar una antorcha que el cristianismo mantiene enhiesta desde siglos. Una antorcha que hoy nos muestra, con carácter y valentía admirables, a una humilde religiosa, que hizo del respeto, del amor generalizado, de la preocupación por la mujer, de la caridad sin confines, del ideal de consuelo aplicado a los demás, un programa, un gesto válido, hoy más que nunca, para el ser humano que quiere ser verdaderamente tal sin traicionar su condición. Sublime lección, una más, de un corazón dominado por la humildad y la fortaleza. Un ser que vivió el desafío humanizarte de la civilización del amor. Esa civilización que espera siempre nuevos adeptos, indefensos pero invencibles.

Sea la nueva Beata nuestra guía, sea nuestra intercesora ante Dios, para que las Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación y el mundo religioso en general, las almas de buena voluntad que aún creen en los recursos creadores del corazón humano, los dirigentes de los países, y particularmente de la Patria, España, que le dio el origen -aquí tan dignamente representada por sus Autoridades-, sepan recoger su mensaje de amor efectivo, de esperanza cristiana, de dedicación a la creación de un mundo más humano y más hermanado. Un mundo consciente de que es dando, con nobleza y elevación de miras, como más se recibe.




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