Pastores gregis ES 9

Carácter misionero y unitario del ministerio episcopal

9 El Evangelio según san Lucas narra que Jesús dio a los Doce el nombre de Apóstoles, que literalmente significa enviados, mandados (cf. Lc 6,13). En el Evangelio según san Marcos leemos también que Jesús instituyó a los Doce « para enviar los a predicar » (Mc 3,14). Eso significa que la elección y la institución de los Doce como Apóstoles tiene como fin la misión. Este primer envío (cf. Mt 10,5 Mc 6,7 Lc 9,1-2), alcanza su plenitud en la misión que Jesús les confía, después de la Resurrección, en el momento de la Ascensión al Cielo. Son palabras que conservan toda su actualidad: « Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,18-20). Esta misión apostólica fue confirmada solemnemente el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo.

En el texto del Evangelio de san Mateo, se puede ver cómo todo el ministerio pastoral se articula según la triple función de enseñar, santificar y regir. Es un reflejo de la triple dimensión del servicio y de la misión de Cristo. En efecto, nosotros, como cristianos y, de manera cualitativamente nueva, como sacerdotes, participamos en la misión de nuestro Maestro, que es Profeta, Sacerdote y Rey, y estamos llamados a dar un testimonio peculiar de Él en la Iglesia y ante el mundo.

Estas tres funciones (triplex munus), y las potestades subsiguientes, expresan el ministerio pastoral en su ejercicio (munus pastorale), que cada Obispo recibe con la Consagración episcopal. Por esta consagración se comunica el mismo amor de Cristo, que se concretiza en el anuncio del Evangelio de la esperanza a todas las gentes (cf. Lc 4,16-19), en la administración de los Sacramentos a quien acoge la salvación y en la guía del Pueblo santo hacia la vida eterna. En efecto, se trata de funciones relacionadas íntimamente entre sí, que se explican recíprocamente, se condicionan y se esclarecen.43

Precisamente por eso el Obispo, cuando enseña, al mismo tiempo santifica y gobierna el Pueblo de Dios; mientras santifica, también enseña y gobierna; cuando gobierna, enseña y santifica. San Agustín define la totalidad de este ministerio episcopal como amoris officium.44 Esto da la seguridad de que en la Iglesia nunca faltará la caridad pastoral de Jesucristo.

43 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 21 LG 27; Juan Pablo II,Carta a los Sacerdotes (8 abril 1979), 3: AAS 71 (1979), 397.
44 Cf. In Io tract. 123, 5: PL 35,1967.


« ...llamó a los que él quiso »

(Mc 3,13)
10 La muchedumbre seguía a Jesús cuando Él decidió subir al monte y llamar hacia sí a los Apóstoles. Los discípulos eran muchos, pero Él eligió solamente a Doce para el cometido específico de Apóstoles (cf. Mc 3,13-19). En el Aula Sinodal se escuchó frecuentemente el dicho de san Agustín: « Soy Obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros ».45

Como don que el Espíritu da a la Iglesia, el Obispo es ante todo, como cualquier otro cristiano, hijo y miembro de la Iglesia. De esta Santa Madre ha recibido el don de la vida divina en el sacramento del Bautismo y la primera enseñanza de la fe. Comparte con todos los demás fieles la insuperable dignidad de hijo de Dios, que ha de vivir en comunión y espíritu de gozosa hermandad. Por otro lado, por la plenitud del sacramento del Orden, el Obispo es también quien, ante los fieles, es maestro, santificador y pastor, encargado de actuar en nombre y en la persona de Cristo.

Evidentemente, no se trata de dos relaciones simplemente superpuestas entre sí, sino en recíproca e íntima conexión, al estar ordenadas una a otra, dado que ambas se alimentan de Cristo, único y sumo sacerdote. No obstante, el Obispo se convierte en « padre » precisamente porque es plenamente « hijo » de la Iglesia. Se plantea así la relación entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial: dos modos de participación en el único sacerdocio de Cristo, en el que hay dos dimensiones que se unen en el acto supremo del sacrificio de la cruz.

Esto se refleja en la relación que, en la Iglesia, hay entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. El hecho de que, aunque difieran esencialmente entre sí, estén ordenados uno al otro,46 crea una reciprocidad que estructura armónicamente la vida de la Iglesia como lugar de actualización histórica de la salvación realizada por Cristo. Dicha reciprocidad se da precisamente en la persona misma del Obispo, que es y sigue siendo un bautizado, pero constituido en la plenitud del sacerdocio. Esta realidad profunda del Obispo es el fundamento de su « ser entre » los otros fieles y de su « ser ante » ellos.

Lo recuerda el Concilio Vaticano II en un texto muy bello: « Aunque en la Iglesia no todos vayan por el mismo camino, sin embargo todos están llamados a la santidad y les ha tocado en suerte la misma fe por la justicia de Dios (cf. 2P 1,1). Aunque algunos por voluntad de Cristo sean maestros, administradores de los misterios y pastores de los demás, sin embargo existe entre todos una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y la actividad común para todos los fieles en la construcción del Cuerpo de Cristo. En efecto, la diferencia que estableció el Señor entre los ministros sagrados y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la unión, pues los Pastores y demás fieles están unidos entre sí porque se necesitan mutuamente. Los Pastores de la Iglesia, a ejemplo de su Señor, deben estar al servicio los unos de los otros y al servicio de los demás fieles. Éstos, por su parte, han de colaborar con entusiasmo con los maestros y los pastores ».47

El ministerio pastoral recibido en la consagración, que pone al Obispo « ante » los demás fieles, se expresa en un « ser para » los otros fieles, lo cual no lo separa de « ser con » ellos. Eso vale tanto para su santificación personal, que ha de buscar en el ejercicio de su ministerio, como para el estilo con que lleva a cabo el ministerio mismo en todas sus funciones.

La reciprocidad que existe entre sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial, y que se encuentra en el mismo ministerio episcopal, muestra una especie de « circularidad » entre las dos formas de sacerdocio: circularidad entre el testimonio de fe de todos los fieles y el testimonio de fe auténtica del Obispo en sus actuaciones magisteriales; circularidad entre la vida santa de los fieles y los medios de santificación que el Obispo les ofrece; circularidad, por fin, entre la responsabilidad personal del Obispo respecto al bien de la Iglesia que se le ha confiado y la corresponsabilidad de todos los fieles respecto al bien de la misma.

45 Sermo 340,1: PL 38, 1483: « Vobis enim sum episcopus; vobiscum sum christianus ».
46 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 10.
47 Ibíd., LG 32.


CAPÍTULO II: LA VIDA ESPIRITUAL DEL OBISPO


« Instituyó Doce, para que estuvieran con él »

(Mc 3,14)
11 Con el mismo acto de amor con el que libremente los instituye Apóstoles, Jesús llama a los Doce a compartir su misma vida. Esta participación, que es comunión de sentimientos y deseos con Él, es también una exigencia inherente a la participación en su misma misión. Las funciones del Obispo no se deben reducir a una tarea meramente organizativa. Precisamente para evitar este riesgo, tanto los documentos preparatorios del Sínodo como numerosas intervenciones en el Aula de los Padres sinodales insistieron sobre lo que comporta, para la vida personal del Obispo y el ejercicio del ministerio a él confiado, la realidad del episcopado como plenitud del sacramento del Orden, en sus fundamentos teológicos, cristológicos y pneumatólogicos.

La santificación objetiva, que por medio de Cristo se recibe en el Sacramento con la efusión del Espíritu, se ha de corresponder con la santidad subjetiva, en la que, con la ayuda de la gracia, el Obispo debe progresar cada día más con el ejercicio de su ministerio. La transformación ontológica realizada por la consagración, como configuración con Cristo, requiere un estilo de vida que manifieste el « estar con él ». En consecuencia, en el Aula del Sínodo se insistió varias veces en la caridad pastoral, tanto como fruto del carácter impreso por el sacramento como de la gracia que le es propia. La caridad, se dijo, es como el alma del ministerio del Obispo, el cual se ve implicado en un proceso de pro-existentia pastoral, que le impulsa a vivir en el don cotidiano de sí para el Padre y para los hermanos como Cristo, el Buen Pastor.

El Obispo está llamado a santificarse y a santificar sobre todo en el ejercicio de su ministerio, visto como la imitación de la caridad del Buen Pastor, teniendo como principio unificador la contemplación del rostro de Cristo y el anuncio del Evangelio de la salvación.48 Su espiritualidad, pues, además del sacramento del Bautismo y de la Confirmación, toma orientación e impulso de la Ordenación episcopal misma, que lo compromete a vivir en fe, esperanza y caridad el propio ministerio de evangelizador, sacerdote y guía en la comunidad. Por tanto, la espiritualidad del Obispo es una espiritualidad eclesial, porque todo en su vida se orienta a la edificación amorosa de la Santa Iglesia.

Esto exige en el Obispo una actitud de servicio caracterizada por la fuerza de ánimo, el espíritu apostólico y un confiado abandono a la acción interior del Espíritu. Por tanto, se esforzará en adoptar un estilo de vida que imite la kénosis de Cristo siervo, pobre y humilde, de manera que el ejercicio de su ministerio pastoral sea un reflejo coherente de Jesús, Siervo de Dios, y lo lleve a ser, como Él, cercano a todos, desde el más grande al más pequeño. En definitiva, una vez más con una especie de reciprocidad, el ejercicio fiel y afable del ministerio santifica al Obispo y lo transforma en el plano subjetivo cada vez más conforme a la riqueza ontológica de santidad que el Sacramento le ha infundido.

No obstante, la santidad personal del Obispo nunca se limita al mero ámbito subjetivo, puesto que su frutos redundan siempre en beneficio de los fieles confiados a su cura pastoral. Al practicar la caridad propia del ministerio pastoral recibido, el Obispo se convierte en signo de Cristo y adquiere la autoridad moral necesaria para que, en el ejercicio de la autoridad jurídica, incida eficazmente en su entorno. En efecto, si el oficio episcopal no se apoya en el testimonio de santidad manifestado en la caridad pastoral, en la humildad y en la sencillez de vida, acaba por reducirse a un papel casi exclusivamente funcional y pierde fatalmente credibilidad ante el clero y los fieles.

48 Cf. Propositio 8.


Vocación a la santidad en la Iglesia de nuestro tiempo

12 Hay una figura bíblica que parece particularmente idónea para ilustrar la semblanza del Obispo como amigo de Dios, pastor y guía del pueblo. Se trata de Moisés. Fijándose en él, el Obispo puede encontrar inspiración para su ser y actuar como pastor, elegido y enviado por el Señor, valiente al conducir su pueblo hacia la tierra prometida, intérprete fiel de la palabra y de la ley del Dios vivo, mediador de la alianza, ferviente y confiado en la oración en favor de su gente. Como Moisés, que tras el coloquio con Dios en la montaña santa volvió a su pueblo con el rostro radiante (cf. Ex 34,29-30), el Obispo podrá también llevar a sus hermanos los signos de su ser padre, hermano y amigo sólo si ha entrado en la nube oscura y luminosa del misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Iluminado por la luz de la Trinidad, será signo de la bondad misericordiosa del Padre, imagen viva de la caridad del Hijo, transparente hombre del Espíritu, consagrado y enviado para conducir al Pueblo de Dios por las sendas del tiempo en la peregrinación hacia la eternidad.

Los Padres sinodales destacaron la importancia del compromiso espiritual en la vida, el ministerio y el itinerario del Obispo. Yo mismo he indicado esta prioridad, en sintonía con las exigencias de la vida de la Iglesia y la llamada del Espíritu Santo, que en estos años ha recordado a todos la primacía de la gracia, la gran exigencia de espiritualidad y la urgencia de testimoniar la santidad.

La llamada a la espiritualidad surge de la consideración de la acción del Espíritu Santo en la historia de la salvación. Su presencia es activa y dinámica, profética y misionera. El don de la plenitud del Espíritu Santo, que el Obispo recibe en la Ordenación episcopal, es una llamada valiosa y urgente a cooperar con su acción en la comunión eclesial y en la misión universal.

La Asamblea sinodal, celebrada tras el Gran Jubileo del 2000, asumió desde el principio el proyecto de una vida santa que yo mismo he indicado a toda la Iglesia: « La perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad [...]. Terminado el Jubileo empieza de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es más que nunca una urgencia pastoral ».49 La acogida entusiasta y generosa de mi exhortación a poner en primer lugar la vocación a la santidad fue el clima en que se desarrollaron los trabajos sinodales y el contexto que, en cierto modo, unificó las intervenciones y las reflexiones de los Padres. Parecían vibrar en sus corazones aquellas palabras de san Gregorio Nacianceno: « Antes purificarse, después purificar; antes dejarse instruir por la sabiduría, después instruir; convertirse primero en luz y después iluminar; primero acercarse a Dios y después conducir los otros a Él; primero ser santos y después santificar ».50

Por esta razón surgió repetidamente en la Asamblea sinodal el deseo de definir claramente la especificidad « episcopal » del camino de santidad de un Obispo. Será siempre una santidad vivida con el pueblo y por el pueblo, en una comunión que se convierte en estímulo y edificación recíproca en la caridad. No se trata de aspectos secundarios o marginales. En efecto, la vida espiritual del Obispo favorece precisamente la fecundidad de su obra pastoral. El fundamento de toda acción pastoral eficaz, ¿no reside acaso en la meditación asidua del misterio de Cristo, en la contemplación apasionada de su rostro, en la imitación generosa de la vida del Buen Pastor? Si bien es cierto que nuestra época está en continuo movimiento y frecuentemente agitada con el riesgo fácil del « hacer por hacer », el Obispo debe ser el primero en mostrar, con el ejemplo de su vida, que es preciso restablecer la primacía del « ser » sobre el « hacer » y, más aún, la primacía de la gracia, que en la visión cristiana de la vida es también principio esencial para una « programación » del ministerio pastoral.51

49 Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), NM 30: AAS 93 (2001), 287.
50 Oración II, n. 71: PG 35, 479.
51 Cf. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), NM 15 NM 31: AAS 93 (2001), 276.288.


El camino espiritual del Obispo

13 Sólo cuando camina en la presencia del Señor, el Obispo puede considerarse verdaderamente ministro de la comunión y de la esperanza para el pueblo santo de Dios. En efecto, no es posible estar al servicio de los hombres sin ser antes « siervo de Dios ». Y no se puede ser siervo de Dios si antes no se es « hombre de Dios ». Por eso dije en la homilía de apertura del Sínodo: « El pastor debe ser hombre de Dios; su existencia y su ministerio están completamente bajo el señorío divino, y en el excelso misterio de Dios encuentran luz y fuerza ».52

Para el Obispo, la llamada a la santidad proviene del mismo hecho sacramental que da origen a su ministerio, o sea, la Ordenación episcopal. El antiguo Eucologio de Serapión formula la invocación ritual de la consagración en estos términos: « Dios de la verdad, haz de tu siervo un Obispo vital, un Obispo santo en la sucesión de los santos apóstoles ».53 No obstante, dado que la Ordenación episcopal no infunde la perfección de las virtudes, « el Obispo está llamado a proseguir su camino de santificación con mayor intensidad, para alcanzar la estatura de Cristo, hombre perfecto ».54

La misma índole cristológica y trinitaria de su misterio y ministerio exige del Obispo un camino de santidad, que consiste en avanzar progresivamente hacia una madurez espiritual y apostólica cada vez más profunda, caracterizada por la primacía de la caridad pastoral. Un camino vivido, evidentemente, en unión con su pueblo, en un itinerario que es al mismo tiempo personal y comunitario, como la vida misma de la Iglesia. En este recorrido, el Obispo se convierte además, en íntima comunión con Cristo y solícita docilidad al Espíritu, en testigo, modelo, promotor y animador. Así se expresa también la ley canónica: « El Obispo diocesano, consciente de que está obligado a dar ejemplo de santidad con su caridad, humildad y sencillez de vida, debe procurar con todas sus fuerzas promover la santidad de los fieles, según la vocación propia de cada uno; y, por ser el dispensador principal de los misterios de Dios, ha de cuidar incesantemente de que los fieles que le están encomendados crezcan en la gracia por la celebración de los sacramentos, y conozcan y vivan el misterio pascual ».55

El proceso espiritual del Obispo, como el de cada fiel cristiano, tiene ciertamente su raíz en la gracia sacramental del Bautismo y de la Confirmación. Esta gracia lo acomuna a todos los fieles, ya que, como hace notar el Concilio Vaticano II, « todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor ».56 Puede aplicarse a este propósito la notoria afirmación de san Agustín, llena de realismo y sabiduría sobrenatural: « Mas, si por un lado me aterroriza lo que soy para vosotros, por otro me consuela lo que soy con vosotros. Soy obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros. La condición de obispo connota una obligación, la del cristiano un don; la primera comporta un peligro, la segunda una salvación ».57 Aun así, merced a la caridad pastoral, la obligación se transforma en servicio y el peligro en oportunidad de progreso y maduración. El ministerio episcopal no sólo es fuente de santidad para los otros, sino también motivo de santificación para quien deja pasar por su propio corazón y su propia vida la caridad de Dios.

Los Padres sinodales sintetizaron algunas exigencias de este proceso. Ante todo resaltaron el carácter bautismal y crismal que, ya desde el inicio de la existencia cristiana, mediante las virtudes teologales, capacita para creer en Dios, esperar en Él y amarlo. El Espíritu Santo, por su parte, infunde sus dones favoreciendo que se crezca en el bien a través del ejercicio de las virtudes morales, que dan a la vida espiritual una concreción también humana.58 Gracias al Bautismo que ha recibido, el Obispo participa, como todo cristiano, de la espiritualidad que se arraiga en la incorporación a Cristo y se manifiesta en su seguimiento según el Evangelio. Por eso comparte la vocación de todos los fieles a la santidad. Debe, por tanto, cultivar una vida de oración y de fe profunda, y poner toda su confianza en Dios, dando testimonio del Evangelio, obedeciendo dócilmente a las sugerencias del Espíritu Santo y manifestando una especial preferencia y filial devoción a la Virgen María, que es maestra perfecta de vida espiritual.59

La espiritualidad del Obispo debe ser, pues, una espiritualidad de comunión, vivida en sintonía con los demás bautizados, hijos, igual que él, del único Padre del cielo y de la única Madre sobre la tierra, la Santa Iglesia. Como todos los creyentes en Cristo, necesita alimentar su vida espiritual con la palabra viva y eficaz del Evangelio y el pan de vida de la santa Eucaristía, alimento de vida eterna. Por su fragilidad humana, el Obispo también ha de recurrir frecuente y regularmente al sacramento de la Penitencia para obtener el don de esa misericordia, de la cual él mismo ha sido instituido también ministro. Consciente, pues, de la propia debilidad humana y de los propios pecados, el Obispo, al igual que sus sacerdotes, vive el sacramento de la Reconciliación ante todo para sí mismo, como una exigencia profunda y una gracia siempre esperada, para dar un renovado impulso al propio deber de santificación en el ejercicio del ministerio. De este modo, expresa además visiblemente el misterio de una Iglesia santa en sí misma, pero compuesta también de pecadores que necesitan ser perdonados.

Como todos los sacerdotes y, obviamente, en especial comunión con los del presbiterio diocesano, el Obispo se ha de esforzar en seguir un camino específico de espiritualidad. En efecto, él está llamado a la santidad por el nuevo título que deriva del Orden sagrado. Por tanto, vive de fe, esperanza y caridad en cuanto es ministro de la palabra del Señor, de la santificación y del progreso espiritual del Pueblo de Dios. Debe ser santo porque tiene que servir a la Iglesia como maestro, santificador y guía. Y, en cuanto tal, debe amar también profunda e intensamente a la Iglesia. El Obispo es configurado con Cristo para amar a la Iglesia con el amor de Cristo esposo y para ser en la Iglesia ministro de su unidad, esto es, para hacer de ella « un pueblo convocado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo ».60

Los Padres sinodales subrayaron repetidamente que la espiritualidad específica del Obispo se enriquece ulteriormente con la gracia inherente a la plenitud del Sacerdocio y que se le otorga en el momento de su Ordenación. En cuanto pastor de la grey y siervo del Evangelio de Jesucristo en la esperanza, el Obispo debe reflejar y en cierto modo hacer transparente en sí mismo la persona de Cristo, Pastor supremo. En el Pontifical Romano se recuerda explícitamente esta exigencia: « Recibe la mitra, brille en ti el resplandor de la santidad, para que, cuando aparezca el Príncipe de los pastores, merezcas recibir la corona de gloria que no se marchita ».61

Para ello el Obispo necesita constantemente la gracia de Dios, que refuerce y perfeccione su naturaleza humana. Puede afirmar con el apóstol Pablo: « Nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza » (
2Co 3,5-6). Por esto, se debe subrayar que el ministerio apostólico es una fuente de espiritualidad para el Obispo, el cual debe encontrar en él los recursos espirituales que lo hagan crecer en la santidad y le permitan descubrir la acción del Espíritu Santo en el Pueblo de Dios confiado a sus cuidados pastorales.62

En esta perspectiva, el camino espiritual del Obispo coincide con la misma caridad pastoral, que debe considerarse fundadamente como el alma de su apostolado, como lo es también para el presbítero y el diácono. No se trata solamente de una existentia, sino también de una pro-existentia, esto es, de un vivir inspirado en el modelo supremo que es Cristo Señor, y que, por tanto, se entrega totalmente a la adoración del Padre y al servicio de los hermanos. A este respecto, el Concilio Vaticano II afirma precisamente que los Pastores, a imagen de Cristo, deben realizar con santidad y valentía, con humildad y fortaleza, el propio ministerio, el cual será así para ellos « un excelente medio de santificación ».63 Ningún Obispo puede ignorar que la meta de la santidad siempre es Cristo crucificado, en su entrega total al Padre y a los hermanos en el Espíritu Santo. Por eso la configuración con Cristo y la participación en sus sufrimientos (cf. 1P 4,13), es el camino real de la santidad del Obispo en medio de su pueblo.

52 N. 5: AAS 94 (2002), 111.
53 Sacramentarium Serapionis, 28: ed. F.X. Funk, II, 191.
54 Homilía en la Misa de apertura de la X Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos (30 septiembre 2001), 5: AAS 94 (2002), 111.
55 Código de Derecho Canónico, c. CIC 387; cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. CIO 197.
56 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 40.
57 Sermo 340, 1: PL 38, 1483.
58 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1804 CEC 1839.
59 Cf. Propositio 7.
60 S. Cipriano, De oratione dominica, 23: PL 4,553; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 4.
61 Ordenación Episcopal: imposición de la mitra.
62 Cf. Propositio 7.
63 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 41.


María, Madre de la esperanza y maestra de vida espiritual

14 La presencia maternal de la Virgen María, Mater spei et spes nostra, como la invoca la Iglesia, debe ser también un apoyo para la vida espiritual del Obispo. Ha de sentir, pues, por ella una devoción auténtica y filial, considerándose llamado a hacer suyo el fiat de María, a revivir y actualizar cada día la entrega que hizo Jesús de María al discípulo, al pie de la Cruz, así como la del discípulo amado a María (cf. Jn 19,26-27). Igualmente, ha de sentirse reflejado en la oración unánime y perseverante de los discípulos y apóstoles del Hijo, con su Madre, cuando esperaban Pentecostés. En este icono de la Iglesia naciente se expresa la unión indisoluble entre María y los sucesores de los apóstoles (cf. Ac 1,14).

La santa Madre de Dios debe ser, pues, para el Obispo maestra en escuchar y cumplir prontamente la Palabra de Dios, en ser discípulo fiel al único Maestro, en la estabilidad de la fe, en la confiada esperanza y en la ardiente caridad. Como María, « memoria » de la encarnación del Verbo en la primera comunidad cristiana, el Obispo ha de ser custodio y transmisor de la Tradición viva de la Iglesia, en comunión con los demás Obispos, unidos bajo la autoridad del Sucesor de Pedro.

La sólida devoción mariana del Obispo debe estar siempre orientada por la Liturgia, en la cual la Virgen María está particularmente presente en la celebración de los misterios de la salvación y es para toda la Iglesia modelo ejemplar de escucha y de oración, de entrega y de maternidad espiritual. Más aún, el Obispo debe procurar que « con respecto a la piedad mariana del pueblo de Dios, la Liturgia aparezca como 'forma ejemplar', fuente de inspiración, punto de referencia constante y meta última ».64 Respetando este principio, el Obispo ha de alimentar su piedad mariana personal y comunitaria con los ejercicios piadosos aprobados y recomendados por la Iglesia, especialmente con el rezo de ese compendio del Evangelio que es el Santo Rosario. Además de experto de esta oración, basada en la contemplación de los acontecimientos salvadores de la vida de Cristo, a los que su santa Madre estuvo íntimamente asociada, cada Obispo está invitado también a promoverla diligentemente.65

64 Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones, (17 diciembre 2001), 184.
65 Cf. Carta ap. Rosarium Virginis Mariae (16 octubre 2002), RVM 43: AAS 95 (2003), 35-36.


Encomendarse a la Palabra

15 La Asamblea del Sínodo de los Obispos indicó algunos medios necesarios para alimentar y hacer progresar la propia vida espiritual.66 Entre ellos está, en primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios. Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse encomendado « a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados » (Ac 20,32). Por tanto, antes de ser transmisor de la Palabra, el Obispo, al igual que sus sacerdotes y los fieles, e incluso como la Iglesia misma,67 tiene que ser oyente de la Palabra. Ha de estar como « dentro de » la Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un regazo materno. Con san Ignacio de Antioquía, el Obispo exclama también: « me he refugiado en el Evangelio, como si en él estuviera corporalmente presente el mismo Cristo ».68 Así pues, tendrá siempre presente aquella conocida exhortación de san Jerónimo, citada por el Concilio Vaticano II: « Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo ».69 En efecto, no hay primacía de la santidad sin escucha de la Palabra de Dios, que es guía y alimento de la santidad.

Encomendarse a la Palabra de Dios y custodiarla, como la Virgen María que fue Virgo audiens,70 comporta algunas prácticas útiles que la tradición y la experiencia espiritual de la Iglesia han sugerido siempre. Se trata, ante todo, de la lectura personal frecuente y del estudio atento y asiduo de la Sagrada Escritura. El Obispo sería un predicador vano de la Palabra hacia fuera, si antes no la escuchara en su interior.71 Sería incluso un ministro poco creíble de la esperanza sin el contacto frecuente con la Sagrada Escritura, pues, como exhorta san Pablo, « con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza » (Rm 15,4). Así pues, sigue siendo válido lo que escribió Orígenes: « Estas son las dos actividades del Pontífice: o aprender de Dios, leyendo las Escrituras divinas y meditándolas repetidamente, o enseñar al pueblo. En todo caso, que enseñe lo que él mismo ha aprendido de Dios ».72

El Sínodo recordó la importancia de la lectio y de la meditatio de la Palabra de Dios en la vida de los Pastores y en su ministerio al servicio de la comunidad. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, « es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia ».73 En los momentos de la meditación y de la lectio, el corazón que ya ha acogido la Palabra se abre a la contemplación de la obra de Dios y, por consiguiente, a la conversión a Él tanto de pensamiento como de obra, acompañada por la petición suplicante de su perdón y su gracia.

66 Cf. Propositio 8.
67 Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), EN 59: AAS 68 (1976), 50.
68 A los Filadelfios, 5: PG 5, 700.
69 Comm. in Is., Prol.: PL 24, 17; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, DV 25.
70 Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Marialis cultus (2 febrero 1974), 17: AAS 66 (1974), 128.
71 Cf. S. Agustín, Sermo 179, 1: PL 38, 966.
72 Homilías sobre Lev., VI: PG 12, 474 C.
73 N. NM 39: AAS 93 (2001), 294.


Alimentarse de la Eucaristía

16 Así como el misterio pascual es el centro de la vida y misión del Buen Pastor, la Eucaristía es también el centro de la vida y misión del Obispo, como la de todo sacerdote.

Con la celebración cotidiana de la Santa Misa, el Obispo se ofrece a sí mismo junto con Cristo. Cuando esta celebración se hace en la catedral, o en otras iglesias, especialmente parroquiales, con asistencia y participación activa de los fieles, el Obispo aparece además ante todos tal cual es, es decir, como Sacerdos et Pontifex, ya que actúa en la persona de Cristo y con la fuerza de su Espíritu, y como el hiereus, el sacerdote santo, dedicado a realizar los sagrados misterios del altar, que anuncia y explica con la predicación.74

El Obispo muestra también su amor a la Eucaristía cuando, durante el día, dedica largos ratos de su tiempo a la adoración ante el Sagrario. Entonces abre su alma al Señor para impregnarse totalmente y configurarse por la caridad derramada en la Cruz por el gran Pastor de las ovejas, que dio su sangre por ellas al entregar la propia vida. A Él eleva también su oración, intercediendo por las ovejas que le han sido confiadas.

74 Cf. Pseudo Dionisio Areopagita, Sobre la jerarquía eclesiástica, III: PG 3, 512; S. Tomás de Aquino, S. Th.
II-II 184,5.



Pastores gregis ES 9