Pastores gregis ES 17

Oración y Liturgia de las Horas

17 Un segundo medio indicado por los Padres sinodales es la oración, especialmente la que se dirige al Señor con el rezo de la Liturgia de las Horas, que es siempre y específicamente oración de la comunidad cristiana en nombre de Cristo y bajo la guía del Espíritu.

La oración es en sí misma un deber particular para el Obispo, como lo es para cuantos « han recibido el don de la vocación a una vida de especial consagración [...]: por su naturaleza, la consagración les hace más disponibles para la experiencia contemplativa ».75 El Obispo no puede olvidar que es sucesor de aquellos Apóstoles que fueron instituidos por Cristo ante todo « para que estuvieran con él » (
Mc 3,14) y que, al comienzo de su misión, hicieron una declaración solemne, que es todo un programa de vida: « nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra » (Ac 6,4). Así pues, el Obispo sólo llegará a ser maestro de oración para los fieles si tiene experiencia propia de diálogo personal con Dios. Debe poder dirigirse a Dios en cada momento con las palabras del Salmista: « Yo espero en tu palabra » (Ps 119,114). Precisamente en la oración podrá obtener la esperanza con la cual debe contagiar en cierto modo a los fieles. En efecto, en la oración se manifiesta y se alimenta de manera privilegiada la esperanza, pues, según una expresión de santo Tomás de Aquino, es la « intérprete de la esperanza ».76

La oración personal del Obispo ha de ser especialmente una plegaria típicamente « apostólica », es decir, elevada al Padre como intercesión por todas las necesidades del pueblo que le ha sido confiado. En el Pontifical Romano, éste es el último compromiso que asume el elegido al episcopado antes de la imposición de la manos: « ¿Perseverarás en la oración a Dios Padre Todopoderoso y ejercerás el sumo sacerdocio con toda fidelidad? ».77 El Obispo ora muy en particular por la santidad de sus sacerdotes, por las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada y para que en la Iglesia sea cada vez más ardiente la entrega misionera y apostólica.

Por lo que se refiere a la Liturgia de las Horas, destinada a consagrar y orientar toda la jornada mediante la alabanza de Dios, ¿cómo no recordar las magníficas palabras del Concilio?: « Cuando los sacerdotes y los que han sido destinados a esta tarea por la Iglesia, o los fieles juntamente con el sacerdote, oran en la forma establecida, entonces realmente es la voz de la misma Esposa la que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su mismo cuerpo, al Padre. Por eso, todos los que ejercen esta función no sólo cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo honor de la Esposa de Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia ».78 Escribiendo sobre el rezo del Oficio Divino, mi predecesor Pablo VI decía que es « oración de la Iglesia local », en la cual se manifiesta « la verdadera naturaleza de la Iglesia orante ».79 En la consecratio temporis, que hace la Liturgia de las Horas, se realiza esa laus perennis que anticipa y prefigura la Liturgia celeste, vínculo de unión con los ángeles y los santos que glorifican por siempre el nombre de Dios. Así pues, el Obispo, cuanto más se imbuye del dinamismo escatológico de la oración del salterio, tanto más se manifiesta y realiza como hombre de esperanza. En los Salmos resuena la Vox sponsae que invoca al Esposo.

Cada Obispo, pues, ora con su pueblo y por su pueblo. A su vez, es edificado y ayudado por la oración de sus fieles, sacerdotes, diáconos, personas de vida consagrada y laicos de toda edad. Para ellos es educador y promotor de la oración. No solamente transmite lo que ha contemplado, sino que abre a los cristianos el camino mismo de la contemplación. De este modo, el conocido lema contemplata aliis tradere se convierte así en contemplationem aliis tradere.

75 Novo millennio ineunte (6 enero 2001), NM 34: AAS 93 (2001), 290.
76 S. Th. II-II 17,2.
77 Ordenación episcopal: examen.
78 Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, SC 84-85.
79 Const. ap. Laudis canticum (1 noviembre 1970): AAS 63 (1971), 532.


La vía de los consejos evangélicos y de las bienaventuranzas

18 El Señor propone a todos sus discípulos, pero de modo particular a quienes ya durante esta vida quieren seguirlo más de cerca, como los Apóstoles, la vía de los consejos evangélicos. Éstos, además de ser un don de la Trinidad a la Iglesia, son un reflejo de la vida trinitaria en el creyente.80 Lo son de manera especial en el Obispo que, como sucesor de los Apóstoles, está llamado a seguir a Cristo por la vía de la perfección de la caridad. Por esto él es consagrado como es consagrado Jesús. Su vida es dependencia radical de Él y total transparencia suya ante la Iglesia y el mundo. En la vida del Obispo debe resplandecer la vida de Jesús y, por tanto, su obediencia al Padre hasta la muerte y muerte de cruz (cf. Ph 2,8), su amor casto y virginal, su pobreza que es libertad absoluta ante los bienes terrenos.

De este modo, los Obispos pueden guiar con su ejemplo no sólo a los que en la Iglesia han sido llamados a seguir a Cristo en la vida consagrada, sino también a los presbíteros, a los cuales se les propone también el radicalismo de la santidad según el espíritu de los consejos evangélicos. Dicho radicalismo, por lo demás, concierne a todos los fieles, incluso a los laicos, puesto que « es una exigencia fundamental e irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima comunión de vida con Él, realizada por el Espíritu ».81

En definitiva, en el rostro del Obispo los fieles han de contemplar las cualidades que son don de la gracia y que, en las Bienaventuranzas, son como un autorretrato de Cristo: el rostro de la pobreza, de la mansedumbre y de la pasión por la justicia; el rostro misericordioso del Padre y del hombre pacífico y pacificador; el rostro de la pureza de quien pone su atención constante y únicamente en Dios. Los fieles han de poder ver también en su Obispo el rostro de quien vive la compasión de Jesús con los afligidos y, a veces, como ha ocurrido en la historia y ocurre también hoy, el rostro lleno de fortaleza y gozo interior de quien es perseguido a causa de la verdad del Evangelio.

80 Cf. Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 marzo 1996), VC 20-21: AAS 88 (1996), 393-395.
81 Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), PDV 27: AAS 84 (1992), 701.


La virtud de la obediencia

19 Reflejando en sí mismo estos rasgos tan humanos de Jesús, el Obispo se convierte además en modelo y promotor de una espiritualidad de comunión, orientada con solícita atención a construir la Iglesia, de modo que todo, palabras y obras, se realice bajo el signo de la sumisión filial en Cristo y en el Espíritu al amoroso designio del Padre. Como maestro de santidad y ministro de la santificación de su pueblo, el Obispo está llamado a cumplir fielmente la voluntad del Padre. La obediencia del Obispo ha de ser vivida teniendo como modelo –y no podría ser de otro modo– la obediencia misma de Cristo, el cual dijo varias veces que había bajado del cielo no para hacer su voluntad, sino la de Quien la había enviado (cf. Jn 6,38 Jn 8,29 Ph 2,7-8).

Siguiendo las huellas de Cristo, el Obispo es obediente al Evangelio y a la Tradición de la Iglesia; sabe interpretar los signos de los tiempos y reconocer la voz del Espíritu Santo en el ministerio petrino y en la colegialidad episcopal. En la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis puse de relieve el carácter apostólico, comunitario y pastoral de la obediencia presbiteral.82 Como es obvio, estas características se encuentran de manera más intensa en la obediencia del Obispo. En efecto, la plenitud del sacramento del Orden que él ha recibido lo sitúa en una relación especial con el Sucesor de Pedro, con los miembros del Colegio episcopal y con su misma Iglesia particular. Debe sentirse comprometido a vivir intensamente estas relaciones con el Papa y con sus hermanos Obispos en un estrecho vínculo de unidad y colaboración, respondiendo de este modo al designio divino que ha querido unir inseparablemente a los Apóstoles en torno a Pedro. Esta comunión jerárquica del Obispo con el Sumo Pontífice refuerza, gracias al Orden recibido, su capacidad de hacer presente a Jesucristo, Cabeza invisible de toda la Iglesia.

Al aspecto apostólico de la obediencia ha de añadirse también el comunitario, ya que el episcopado es por su naturaleza « uno e indiviso ».83 Gracias a este carácter comunitario, el Obispo está llamado a vivir su obediencia venciendo toda tentación de individualismo y haciéndose cargo, en el conjunto de la misión del Colegio episcopal, de la solicitud por el bien de toda la Iglesia.

Como modelo de escucha, el Obispo ha de estar también atento a comprender, por medio de la oración y el discernimiento, la voluntad de Dios a través de lo que el Espíritu dice a la Iglesia. Ejerciendo evangélicamente su autoridad, debe saber dialogar con sus colaboradores y con los fieles para hacer crecer eficazmente el entendimiento recíproco.84 Esto le permitirá valorar pastoralmente la dignidad y responsabilidad de cada miembro del Pueblo de Dios, favoreciendo con equilibrio y serenidad el espíritu de iniciativa de cada uno. En efecto, se ha de ayudar a los fieles a progresar en una obediencia responsable que los haga activos a nivel pastoral.85 A este respecto, es siempre actual la exhortación que san Ignacio de Antioquía dirigía a Policarpo: « Que no se haga nada sin tu consentimiento, pero tú no debes hacer nada sin el consentimiento de Dios ».86

82 Cf. n. PDV 28: l.c., 701-703.
83 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 18.
84 Cf. ibíd., LG 27 LG 37.
85 Cf. Propositio 10
86 A Policarpo, IV: PG 5, 721.


Espíritu y práctica de la pobreza en el Obispo

20 Los Padres sinodales, como signo de sintonía colegial, acogieron la invitación que hice en la Liturgia de apertura del Sínodo, para que la bienaventuranza evangélica de la pobreza fuese considerada como una de las condiciones necesarias, en la situación actual, para llevar a cabo un fecundo ministerio episcopal. También en esta ocasión, en la asamblea de los Obispos quedó como impresa la figura de Cristo el Señor, que « realizó la obra de la redención en la pobreza y en la persecución » e invita a la Iglesia, con sus pastores al frente, « a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación ».87

Por tanto, el Obispo, que quiere ser auténtico testigo y ministro del evangelio de la esperanza, ha de ser vir pauper. Lo exige el testimonio que debe dar de Cristo pobre; lo exige también la solicitud de la Iglesia para con los pobres, por los cuales se debe hacer una opción preferencial. La opción del Obispo de vivir el propio ministerio en la pobreza contribuye decididamente a hacer de la Iglesia la « casa de los pobres ».

Además, dicha opción da al Obispo una gran libertad interior en el ejercicio del ministerio, favoreciendo una comunicación eficaz de los frutos de la salvación. La autoridad episcopal se ha de ejercer con una incansable generosidad y una inagotable gratuidad. Eso requiere por parte del Obispo una confianza plena en la providencia del Padre celestial, una comunión magnánima de bienes, un estilo de vida austero y una conversión personal permanente. Sólo de este modo podrá participar en las angustias y los sufrimientos del Pueblo de Dios, al que no sólo debe guiar y alentar, sino con el cual debe ser solidario, compartiendo sus problemas y alentando su esperanza.

Llevará a cabo este servicio con eficacia si su vida es sencilla, sobria y, a la vez, activa y generosa, y si pone en el centro de la comunidad cristiana, y no al margen, a quienes son considerados como los últimos de nuestra sociedad.88 Debe favorecer casi de modo natural la « fantasía de la caridad », que pondrá de relieve, más que la eficacia de las ayudas prestadas, la capacidad de compartir de manera fraterna. En efecto, en la Iglesia apostólica, como atestiguan abundantemente los Hechos, la pobreza de algunos provocaba la solidaridad de los otros con el resultado sorprendente de que « no había entre ellos ningún necesitado » (
Ac 4,34). La Iglesia es deudora de esta profecía a un mundo angustiado por los problemas del hambre y de la desigualdad entre los pueblos. En esta perspectiva de compartir y de sencillez, el Obispo administra los bienes de la Iglesia como el « buen padre de familia » y vigila que sean empleados según los fines propios de la Iglesia: el culto de Dios, la manutención de sus ministros, las obras de apostolado y las iniciativas de caridad con los pobres.

Procurator pauperum ha sido siempre un título de los pastores de la Iglesia y debe serlo también hoy de manera concreta, para hacer presente y elocuente el mensaje del Evangelio de Jesucristo como fundamento de la esperanza de todos, pero especialmente de los que sólo pueden esperar de Dios una vida más digna y un futuro mejor. Atraídas por el ejemplo de los Pastores, la Iglesia y las Iglesias han de poner en práctica la « opción preferencial por los pobres », que he indicado como programa para el tercer milenio.89

87 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 8.
88 Cf. Propositio 9.
89 Cf. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), NM 49: AAS 93 (2001), 302.


Con la castidad al servicio de una Iglesia que refleja la pureza de Cristo

21 « Recibe este anillo, signo de fidelidad, y permanece fiel a la Iglesia, Esposa santa de Dios ». Con estas palabras del Pontifical Romano de la Ordenación,90 se invita al Obispo a tomar conciencia de que asume el compromiso de reflejar en sí mismo el amor virginal de Cristo por todos sus fieles. Está llamado ante todo a suscitar entre ellos relaciones recíprocas inspiradas en el respeto y la estima propias de una familia donde florece el amor en el sentido de la exhortación del apóstol Pedro: « Amaos unos a otros de corazón e intensamente. Mirad que habéis vuelto a nacer, y no de un padre mortal, sino de uno inmortal, por medio de la Palabra de Dios viva y duradera » (1P 1,22).

Mientras con su ejemplo y su palabra exhorta a los cristianos a ofrecer sus cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1), recuerda a todos que « la apariencia de este mundo pasa » (1Co 7,31), y por esto se debe vivir « aguardando la feliz esperanza » del retorno glorioso de Cristo (cf. Tt 2,13). En particular, en su solicitud pastoral está cercano con su afecto paterno a cuantos han abrazado la vida religiosa con la profesión de los consejos evangélicos y ofrecen su precioso servicio a la Iglesia. Además, sostiene y anima a los sacerdotes que, llamados por la divina gracia, han asumido libremente el compromiso del celibato por el Reino de los cielos, recordándoles a ellos y a sí mismo las motivaciones evangélicas y espirituales de dicha opción, tan importante para el servicio del Pueblo de Dios. En la Iglesia actual y en el mundo, el testimonio del amor casto es, por un lado, una especie de terapia espiritual para la humanidad y, por otro, una denuncia de la idolatría del instinto sexual.

En el contexto social actual, el Obispo debe estar particularmente cercano a su grey, y ante todo a sus sacerdotes, atento paternalmente a sus dificultades ascéticas y espirituales, dándoles el apoyo oportuno para favorecer su fidelidad a la vocación y a las exigencias de una ejemplar santidad de vida en el ejercicio del ministerio. Además, en los casos de faltas graves y sobre todo de delitos que perjudican el testimonio mismo del Evangelio, especialmente por parte de los ministros de la Iglesia, el Obispo ha de ser firme y decidido, justo y sereno. Debe intervenir en seguida, según establecen las normas canónicas, tanto para la corrección y el bien espiritual del ministro sagrado, como para la reparación del escándalo y el restablecimiento de la justicia, así como por lo que concierne a la protección y ayuda de las víctimas.

Con su palabra y su actuación atenta y paternal, el Obispo cumple el compromiso de ofrecer al mundo la verdad de una Iglesia santa y casta en sus ministros y en sus fieles. Actuando de este modo, el pastor va delante de su grey como hizo Cristo, el Esposo, que entregó su vida por nosotros y dejó a todos el ejemplo de un amor puro y virginal y, por eso mismo, también fecundo y universal.

90 Ordenación episcopal: Imposición del anillo.


Animador de una espiritualidad de comunión y de misión

22 En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he subrayado la necesidad de « hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión ».91 Esta observación ha tenido amplio eco y ha sido recogida en la Asamblea sinodal. Obviamente, el Obispo es el primero que, en su camino espiritual, tiene el cometido de ser promotor y animador de una espiritualidad de comunión, esforzándose incansablemente para que ésta sea uno de los principios educativos de fondo en todos los ámbitos en que se modela al hombre y al cristiano: en la parroquia, asociaciones católicas, movimientos eclesiales, escuelas católicas o los oratorios. De modo particular el Obispo ha de cuidar que la espiritualidad de comunión se favorezca y desarrolle donde se educan los futuros presbíteros, es decir, en los seminarios, así como en los noviciados y casas religiosas, en los Institutos y en las Facultades teológicas.

Los puntos más importantes de esta promoción de la espiritualidad de comunión los he indicado sintéticamente en la misma Carta apostólica. Ahora es suficiente añadir que el Obispo ha de alentarla de manera especial en su presbiterio, como también entre los diáconos, los consagrados y las consagradas. Lo ha de hacer en el diálogo y encuentro personal, pero también en encuentros comunitarios, por lo que debe favorecer en la propia Iglesia particular momentos especiales para disponerse mejor a la escucha de « lo que el Espíritu dice a las Iglesias » (
Ap 2,7, etc.). Así ocurre en los retiros, ejercicios espirituales y jornadas de espiritualidad, como también con el uso prudente de los nuevos instrumentos de comunicación social, si eso fuere oportuno para una mayor eficacia.

Para un Obispo, cultivar una espiritualidad de comunión quiere decir también alimentar la comunión con el Romano Pontífice y con los demás hermanos Obispos, especialmente dentro de la misma Conferencia Episcopal y Provincia eclesiástica. Además, para superar el riesgo de la soledad y el desaliento ante la magnitud y la desproporción de los problemas, el Obispo necesita recurrir de buen grado, no sólo a la oración, sino también a la amistad y comunión fraterna con sus Hermanos en el episcopado.

Tanto en su fuente como en su modelo trinitario, la comunión se manifiesta siempre en la misión, que es su fruto y consecuencia lógica. Se favorece el dinamismo de comunión cuando se abre al horizonte y a las urgencias de la misión, garantizando siempre el testimonio de la unidad para que el mundo crea y ampliando la perspectiva del amor para que todos alcancen la comunión trinitaria, de la cual proceden y a la cual están destinados. Cuanto más intensa es la comunión, tanto más se favorece la misión, especialmente cuando se vive en la pobreza del amor, que es la capacidad de ir al encuentro de cada persona, grupo y cultura sólo con la fuerza de la Cruz, spes unica y testimonio supremo del amor de Dios, que se manifiesta también como amor de fraternidad universal.

91 N. NM 43: AAS 93 (2001), 296.


Caminar en lo cotidiano

23 El realismo espiritual lleva a reconocer que el Obispo ha de vivir la propia vocación a la santidad en el contexto de dificultades externas e internas, de debilidades propias y ajenas, de imprevistos cotidianos, de problemas personales e institucionales. Ésta es una situación constante en la vida de los pastores, de la que san Gregorio Magno da testimonio cuando constata con dolor: « Desde que he cargado sobre mis hombros la responsabilidad, me es imposible guardar el recogimiento que yo querría, solicitado como estoy por tantos asuntos. Me veo, en efecto, obligado a dirimir las causas, ora de las diversas Iglesias, ora de los monasterios, y a juzgar con frecuencia de la vida y actuación de los individuos en particular [...]. Estando mi espíritu disperso y desgarrado con tan diversas preocupaciones, ¿cómo voy a poder reconcentrarme para dedicarme por entero a la predicación y al ministerio de la palabra? [...] ¿Qué soy yo, por tanto, o qué clase de atalaya soy, que no estoy situado, por mis obras, en lo alto de la montaña? ».92

Para contrarrestar las tendencias dispersivas que intentan fragmentar la unidad interior, el Obispo necesita cultivar un ritmo de vida sereno, que favorezca el equilibrio mental, psicológico y afectivo, y lo haga capaz de estar abierto para acoger a las personas y sus interrogantes, en un contexto de auténtica participación en las situaciones más diversas, alegres o tristes. El cuidado de la propia salud en todas sus dimensiones es también para el Obispo un acto de amor a los fieles y una garantía de mayor apertura y disponibilidad a las mociones del Espíritu. A este respecto, son conocidas las recomendaciones de san Carlos Borromeo, brillante figura de pastor, en el discurso que pronunció en su último Sínodo: « ¿Ejerces la cura de almas? No por ello olvides la cura de ti mismo, ni te entregues tan pródigamente a los demás que no quede para ti nada de ti mismo; porque es necesario, ciertamente, que te acuerdes de las almas a cuyo frente estás, pero no de manera que te olvides de ti ».93

El Obispo debe afrontar, pues, con equilibrio los múltiples compromisos armonizándolos entre sí: la celebración de los misterios divinos y la oración privada, el estudio personal y la programación pastoral, el recogimiento y el descanso necesario. Con la ayuda de estos medios para su vida espiritual, encontrará la paz del corazón experimentando la profundidad de la comunión con la Trinidad, que lo ha elegido y consagrado. Con la gracia que Dios le concede, debe desempeñar cada día su ministerio, atento a las necesidades de la Iglesia y del mundo, como testigo de la esperanza.

92 Hom. in Ez., I, 11: PL 76, 908.
93 Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán, 1599, p. 1178.


Formación permanente del Obispo

24 En estrecha relación con el deber del Obispo de seguir incansablemente la vía de la santidad viviendo una espiritualidad cristocéntrica y eclesial, la Asamblea sinodal planteó también la cuestión de su formación permanente. Ésta, necesaria para todos los fieles, como se subrayó en los Sínodos anteriores y recordaron las sucesivas Exhortaciones apostólicasChristifideles laici, Pastores dabo vobis y Vita consecrata, debe considerarse necesaria especialmente para el Obispo, que tiene la responsabilidad del progreso común y concorde de la Iglesia.

Como en el caso de los sacerdotes y las personas de vida consagrada, la formación permanente es también para el Obispo una exigencia intrínseca de su vocación y misión. En efecto, le permite discernir mejor las nuevas indicaciones con las que Dios precisa y actualiza la llamada inicial. El apóstol Pedro, después del « sígueme » del primer encuentro con Cristo (cf.
Mt 4,19), volvió a oír que el Resucitado, antes de dejar la tierra, le repetía la misma invitación, anunciándole las fatigas y tribulaciones del futuro ministerio, añadiendo: « Tú, sígueme » (Jn 21,22). « Por tanto, hay un 'sígueme' que acompaña toda la vida y la misión del apóstol. Es un 'sígueme' que atestigua la llamada y la exigencia de fidelidad hasta a la muerte (cf. ibíd.), un 'sígueme' que puede significar una sequela Christi con el don total de sí en el martirio ».94 Evidentemente, no se trata sólo de una adecuada puesta al día, como exige un conocimiento realista de la situación de la Iglesia y del mundo, que capacite al Pastor a vivir el presente con mente abierta y corazón compasivo. A esta buena razón para una formación permanente actualizada, se añaden otros motivos tanto de índole antropológica, derivados del hecho de que la vida misma es un incesante camino hacia la madurez, como de índole teológica, vinculados profundamente a la naturaleza sacramental. En efecto, el Obispo debe « custodiar con amor vigilante el 'misterio' del que es portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad ».95

Para una puesta al día periódica, especialmente sobre algunos temas de gran importancia, se requieren tiempos sosegados de escucha atenta, comunión y diálogo con personas expertas –Obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos, laicos–, en un intercambio de experiencias pastorales, conocimientos doctrinales y recursos espirituales que proporcionarán un auténtico enriquecimiento personal. Para ello, los Padres sinodales subrayaron la utilidad de cursos especiales de formación para los Obispos, como los encuentros anuales promovidos por la Congregación para los Obispos o por la de la Evangelización de los Pueblos, para los Obispos ordenados recientemente. Al mismo tiempo, se estimó conveniente que los Sínodos patriarcales, las Conferencias nacionales y regionales, e incluso las Asambleas continentales de Obispos organicen breves cursos de formación o jornadas de estudio, o de actualización, así como también de ejercicios espirituales para los Obispos.

Convendrá que la misma Presidencia de la Conferencia episcopal asuma la tarea de preparar y realizar dichos programas de formación permanente, animando a los Obispos a participar en estos cursos, a fin de alcanzar también de este modo una más estrecha comunión entre los Pastores, con vistas a una mayor eficacia pastoral en cada diócesis.96

En cualquier caso, es evidente que, como la vida de la Iglesia, el estilo de actuar, las iniciativas pastorales y las formas del ministerio del Obispo evolucionan con el tiempo. Desde este punto de vista se necesitaría también una actualización, en conformidad con las disposiciones del Código de Derecho Canónico y en relación con los nuevos desafíos y compromisos de la Iglesia en la sociedad. En este contexto, la Asamblea sinodal propuso que se revisara el DirectorioEcclesiae imago, publicado ya por la Congregación para los Obispos el 22 de febrero de 1973, adaptándolo a las nuevas exigencias de los tiempos y a los cambios producidos en la Iglesia y en la vida pastoral.97

94 Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), PDV 70: AAS 84 (1992), 781.
95 Ibíd., PDV 72: l.c. 787.
96 Cf. Propositio 12.
97 Cf. Propositio 13.


El ejemplo de los Obispos santos

25 Los Obispos encuentran siempre aliento en el ejemplo de Pastores santos, tanto para su vida y su ministerio como para la propia espiritualidad y su esfuerzo por adaptar la acción apostólica. En la homilía de la Celebración eucarística de clausura del Sínodo, yo mismo propuse la figura de santos Pastores, canonizados durante el último siglo, como testimonio de una gracia del Espíritu que nunca ha faltado y jamás faltará a la Iglesia.98

La historia de la Iglesia, ya desde los Apóstoles, está plagada de Pastores cuya doctrina y santidad, pueden iluminar y orientar el camino espiritual de los Obispos del tercer milenio. Los testimonios gloriosos de los grandes Pastores de los primeros siglos de la Iglesia, los Fundadores de Iglesias particulares, los confesores de la fe y los mártires que han dado la vida por Cristo en tiempos de persecución, siguen siendo punto de referencia luminoso para los Obispos de nuestro tiempo y en los que pueden encontrar indicaciones y estímulos en su servicio al Evangelio.

En particular, muchos de ellos han sido ejemplares en la virtud de la esperanza, cuando han alentado a su pueblo en tiempos difíciles, han reconstruido las iglesias tras épocas de persecución y calamidad, edificado hospicios para acoger a peregrinos y menesterosos, abierto hospitales donde atender a enfermos y ancianos. Muchos Obispos han sido guías clarividentes, que han abierto nuevos derroteros para su pueblo; con la mirada fija en Cristo crucificado y resucitado, esperanza nuestra, han dado respuestas positivas y creativas a los desafíos del momento durante tiempos difíciles. Al principio del tercer milenio hay también Pastores como éstos, que tienen una historia que contar, hecha de fe anclada firmemente en la Cruz. Pastores que saben percibir las aspiraciones humanas, asumirlas, purificarlas e interpretarlas a la luz del Evangelio y que, por tanto, tienen también una historia que construir junto con todo el pueblo confiado a ellos.

Por eso, cada Iglesia particular procurará celebrar a sus propios santos Obispos y recordar también a los Pastores que han dejado en el pueblo una huella especial de admiración y cariño por su vida santa y su preclara doctrina. Ellos son los vigías espirituales que desde el cielo orientan el camino de la Iglesia peregrina en el tiempo. Por eso la Asamblea sinodal, para que se conserve siempre viva la memoria de la fidelidad de los Obispos eminentes en el ejercicio de su ministerio, recomendó que las Iglesias particulares o, según el caso, las Conferencias episcopales, se preocupasen de dar a conocer su figura a los fieles con biografías actualizadas y, en los casos oportunos, tomen en consideración la conveniencia de introducir sus causas de canonización.99

El testimonio de una vida espiritual y apostólica plenamente realizada sigue siendo hoy la gran prueba de la fuerza del Evangelio para transformar a las personas y comunidades, dando entrada en el mundo y en la historia a la santidad misma de Dios. Esto es también un motivo de esperanza, especialmente para las nuevas generaciones, que esperan de la Iglesia propuestas estimulantes en las cuales inspirarse para el compromiso de renovar en Cristo a la sociedad de nuestro tiempo.

98 Cf. n. 6: AAS 94 (2002), 116.
99 Cf. Propositio 11.


CAPÍTULO III: MAESTRO DE LA FE Y HERALDO DE LA PALABRA


« Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva »

(Mc 16,15)
26 Jesús resucitado confió a sus apóstoles la misión de « hacer discípulos » a todas las gentes, enseñándoles a guardar todo lo que Él mismo había mandado. Así pues, se ha encomendado solemnemente a la Iglesia, comunidad de los discípulos del Señor crucificado y resucitado, la tarea de predicar el Evangelio a todas las criaturas. Es un cometido que durará hasta al final de los tiempos. Desde aquel primer momento, ya no es posible pensar en la Iglesia sin esta misión evangelizadora. Es una convicción que el apóstol Pablo expresó con las conocidas palabras: « Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1Co 9,16).

Aunque el deber de anunciar el Evangelio es propio de toda la Iglesia y de cada uno de sus hijos, lo es por un título especial de los Obispos que, en el día de la sagrada Ordenación, la cual los introduce en la sucesión apostólica, asumen como compromiso principal predicar el Evangelio a los hombres y hacerlo « invitándoles a creer por la fuerza del Espíritu o confirmándolos en la fe viva ».100

La actividad evangelizadora del Obispo, orientada a conducir a los hombres a la fe o robustecerlos en ella, es una manifestación preeminente de su paternidad. Por tanto, puede repetir con Pablo: « Pues aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús » (1Co 4,15). Precisamente por este dinamismo generador de vida nueva según el Espíritu, el ministerio episcopal se manifiesta en el mundo como un signo de esperanza para los pueblos y para cada persona.

Por eso, los Padres sinodales recordaron muy oportunamente que el anuncio de Cristo ocupa siempre el primer lugar y que el Obispo es el primer predicador del Evangelio con la palabra y con el testimonio de vida. Debe ser consciente de los desafíos que el momento actual lleva consigo y tener la valentía de afrontarlos. Todos los Obispos, como ministros de la verdad, han de cumplir este cometido con vigor y confianza.101

100 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral de los Obispos, CD 12; cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 25.
101 Cf. Propositiones 14 y 15.



Pastores gregis ES 17