Pastores gregis ES 36

Carácter central del Día del Señor y del año litúrgico

36 La vida y el ministerio del Obispo han de estar impregnados de la presencia del Señor y de su misterio. En efecto, la promoción en toda la diócesis de la convicción de que la liturgia es el centro espiritual, catequético y pastoral depende en buena medida del ejemplo del Obispo.

La celebración del misterio pascual de Cristo en el Día del Señor o domingo ocupa el centro de este ministerio. Como he repetido varias veces, algunas recientemente, para remarcar la identidad cristiana en nuestro tiempo hace falta dar renovada centralidad a la celebración del Día del Señor y, en él, a la celebración de la Eucaristía. Debe sentirse el domingo como « día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana ».138

La presencia del Obispo que el domingo, día también de la Iglesia, preside la Eucaristía en su catedral o en las parroquias de la diócesis, puede ser un signo ejemplar de fidelidad al misterio de la Resurrección y un motivo de esperanza para el Pueblo de Dios en su peregrinación, de domingo en domingo, hasta el octavo día, día que no conoce ocaso, de la Pascua eterna.139

Durante el año litúrgico la Iglesia revive todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y el Nacimiento del Señor hasta la Ascensión y el día de Pentecostés, a la espera de su venida gloriosa.140 Naturalmente, el Obispo dará especial importancia a la preparación y celebración del Triduo Pascual, corazón de todo el año litúrgico, con la solemne Vigilia pascual y su prolongación durante los cincuenta días del tiempo pascual.

El año litúrgico, con su cadencia cíclica, puede ser valorizado con una programación pastoral de la vida de la diócesis en torno al misterio de Cristo. En cuanto itinerario de fe, la Iglesia es alentada por la memoria de la Virgen María que, « glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma [...], brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo ».141 Es una espera sustentada también con la memoria de los mártires y demás santos que, « llevados a la perfección por medio de la multiforme gracia de Dios y habiendo alcanzado ya la salvación eterna, entonan la perfecta alabanza a Dios en los cielos e interceden por nosotros ».142

138 Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001),
NM 35: AAS 93 (2001), 291.
139 Cf. Propositio 17.
140 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, SC 102.
141 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 68.
142 Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, SC 104.


Ministro de la celebración eucarística

37 En el centro del munus sanctificandi del Obispo está la Eucaristía, que él mismo ofrece o encarga ofrecer, y en la que se manifiesta especialmente su función de « ecónomo » o ministro de la gracia del supremo sacerdocio.143

El Obispo contribuye a la edificación de la Iglesia, misterio de comunión y misión, sobre todo presidiendo la asamblea eucarística. En efecto, la Eucaristía no sólo es el principio esencial de la vida de cada fiel, sino también de la comunidad misma en Cristo. Reunidos por la predicación del Evangelio, los fieles forman comunidades en las que está realmente presente la Iglesia de Cristo, y eso se pone de manifiesto particularmente en la celebración misma del Sacrificio eucarístico.144 Es conocido a este respecto lo que enseña el Concilio: « En toda comunidad en torno al altar, presidida por el ministerio sagrado del Obispo, se manifiesta el símbolo de aquel gran amor y de 'la unidad del cuerpo místico sin la que no puede uno salvarse'. En estas comunidades, aunque muchas veces sean pequeñas y pobres o vivan dispersas, está presente Cristo, quien con su poder constituye a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. En efecto, 'la participación en el cuerpo y la sangre de Cristo hace precisamente que nos convirtamos en aquello que recibimos' ».145

Además, de la celebración eucarística, que es « la fuente y la cumbre de toda evangelización »,146 brota todo compromiso misionero de la Iglesia, que tiende a manifestar a otros, con el testimonio de vida, el misterio vivido en la fe.

El deber de celebrar la Eucaristía es el cometido principal y más apremiante del ministerio pastoral del Obispo. A él corresponde también, como una de sus principales tareas, procurar que los fieles tengan la posibilidad de acceder a la mesa del Señor, sobre todo el domingo que, como acabamos de recordar, es el día en que la Iglesia, comunidad y familia de los hijos de Dios, expresa su específica identidad cristiana en torno a sus propios presbíteros.147

No obstante, bien por falta de sacerdotes, bien por otras razones graves y persistentes, puede ser que en ciertas regiones no sea posible celebrar la Eucaristía con la debida regularidad. Esta eventualidad agudiza el deber del Obispo, como padre de familia y ministro de la gracia, de estar siempre atento para discernir las necesidades efectivas y la gravedad de las situaciones. Así, será preciso recurrir a una mejor distribución de los miembros del presbiterio, de modo que, incluso en casos semejantes, las comunidades no se vean privadas de la celebración eucarística durante demasiado tiempo.

A falta de la Santa Misa, el Obispo ha de procurar que la comunidad, aun estando siempre en espera de la plenitud del encuentro con Cristo en la celebración del Misterio pascual, pueda tener una celebración especial al menos los domingos y días festivos. En estos casos los fieles, presididos por ministros responsables, pueden beneficiarse del don de la Palabra proclamada y de la comunión eucarística mediante celebraciones de asambleas dominicales, previstas y adecuadas, en ausencia de un presbítero.148

143 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
LG 26.
144 Cf. Carta Enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), EE 21: AAS 95 (2003), 447-448.
145 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 26.
146 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, PO 5.
147 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 28; Juan Pablo II, Carta Enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), EE 41-42: AAS 95 (2003), 460-461.
148 Cf. Congregación para el Clero (et aliae), Instr. interdicasterial Ecclesiae de mysterio, sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes (15 agosto 1997), « Disposiciones prácticas », art. 7: AAS 89 (1997), 869-870.


Responsable de la iniciación cristiana

38 En las circunstancias actuales de la Iglesia y del mundo, tanto en las Iglesias jóvenes como en los Países donde el cristianismo se ha establecido desde siglos, resulta providencial la recuperación, sobre todo para los adultos, de la gran tradición de la disciplina sobre la iniciación cristiana. Ésta ha sido una disposición oportuna del Concilio Vaticano II,149 que de este modo quiso ofrecer un camino de encuentro con Cristo y con la Iglesia a muchos hombres y mujeres tocados por la gracia del Espíritu y deseosos de entrar en comunión con el misterio de la salvación en Cristo, muerto y resucitado por nosotros.

Mediante el itinerario de la iniciación cristiana se introduce progresivamente a los catecúmenos en el conocimiento del misterio de Cristo y de la Iglesia, análogamente a lo que ocurre en el origen, desarrollo y maduración de la vida natural. En efecto, por el Bautismo los fieles renacen y participan del sacerdocio real. Por la Confirmación, cuyo ministro originario es el Obispo, se corrobora su fe y reciben una especial efusión de los dones del Espíritu. Al participar de la Eucaristía, se alimentan con el manjar de vida eterna y se insertan plenamente en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. De este modo, « por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, están en disposición de gustar cada vez más y mejor los tesoros de la vida divina y progresar hasta la consecución de la perfección de la caridad ».150

Así pues, los Obispos, teniendo en cuenta las circunstancias actuales han de poner en práctica las prescripciones del Rito de la iniciación cristiana de adultos. Por tanto, han de procurar que en cada diócesis existan las estructuras y agentes de pastoral necesarios para asegurar de la manera más digna y eficaz la observancia de las disposiciones y disciplina litúrgica, catequética y pastoral de la iniciación cristiana, adaptada a las necesidades de nuestros tiempos.

Por su propia naturaleza de inserción progresiva en el misterio de Cristo y de la Iglesia, misterio que vive y actúa en cada Iglesia particular, el itinerario de la iniciación cristiana requiere la presencia y el ministerio del Obispo diocesano, especialmente en su fase final, es decir, en la administración de los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía, como tiene lugar normalmente en la Vigilia pascual.

El Obispo debe regular también, según las leyes de la Iglesia, lo que se refiere a la iniciación cristiana de los niños y jóvenes, dando disposiciones sobre su apropiada preparación catequética y su compromiso gradual en la vida de la comunidad. Además, ha de estar atento a que eventuales itinerarios de catecumenado, de recuperación y fortalecimiento del camino de la iniciación cristiana o de acercamiento a los fieles que se han alejado de la vida normal de fe comunitaria, se desarrollen según las normas de la Iglesia y en plena sintonía con la vida de las comunidades parroquiales en la diócesis.

Finalmente, el Obispo, ministro originario del Sacramento de la Confirmación, ha de ser quien lo administre normalmente. Su presencia en la comunidad parroquial que, por la pila bautismal y la Mesa eucarística, es el ambiente natural y ordinario del camino de la iniciación cristiana, evoca eficazmente el misterio de Pentecostés y se demuestra sumamente útil para consolidar los vínculos de comunión eclesial entre el pastor y los fieles.

149 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia,
SC 64.
150 Pablo VI, Const. ap. Divinae consortium naturae (15 agosto 1971): AAS 63 (1971), 657.


Responsabilidad del Obispo en la disciplina penitencial

39 En sus intervenciones, los Padres sinodales pusieron especial atención en la disciplina penitencial, subrayando su importancia y el cuidado especial que los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, deben prestar a la pastoral y a la disciplina del sacramento de la Penitencia. Me complace haber oído de ellos lo que es una profunda convicción mía, esto es, que se ha de poner sumo interés en la pastoral de este sacramento de la Iglesia, fuente de reconciliación, de paz y alegría para todos nosotros, necesitados de la misericordia del Señor y de la curación de las heridas del pecado.

Como primer responsable de la disciplina penitencial en su Iglesia particular, corresponde ante todo al Obispo dirigir una invitación kerygmatica a la conversión y a la penitencia. Tiene el deber de proclamar con libertad evangélica la presencia triste y dañosa del pecado en la vida de los hombres y en la historia de las comunidades. Al mismo tiempo, ha de anunciar el misterio insondable de la misericordia que Dios nos ha prodigado en la Cruz y en la Resurrección de su Hijo, Jesucristo, y en la efusión del Espíritu, para la remisión de los pecados. Este anuncio, invitación a la reconciliación y llamada a la esperanza, está en el corazón del Evangelio. Es el primer anuncio de los Apóstoles el día del Pentecostés, anuncio en que se revela el sentido mismo de la gracia y de la salvación comunicada por los Sacramentos.

El Obispo ha de ser un ministro ejemplar del sacramento de la Penitencia y debe recurrir asidua y fielmente al mismo. No se cansará de exhortar a sus sacerdotes a que tengan en gran estima el ministerio de la reconciliación recibido en la Ordenación sacerdotal, animándolos a ejercerlo con generosidad y sentido sobrenatural, imitando al Padre que acoge a los que vuelven a la casa paterna y a Cristo, Buen Pastor, que lleva sobre sus hombros a la oveja extraviada.151

La responsabilidad del Obispo incluye también el deber de velar para que la absolución general no se imparta más allá de las normas del derecho. A este respecto, en el Motu proprioMisericordia Dei he subrayado que los Obispos han de insistir en la disciplina vigente, según la cual la confesión, individual e íntegra, y la absolución son el único modo ordinario por el que el fiel consciente de pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia. Sólo una imposibilidad física o moral dispensa de este modo ordinario, en cuyo caso la reconciliación se puede obtener de otras maneras. Además, el Obispo ha de recordar a todos los que por oficio tienen cura de almas el deber de brindar a los fieles la oportunidad de acudir a la confesión individual.152 Y se cuidará de verificar que se den a los fieles las máximas facilidades para poder confesarse.

Considerada a la luz de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia la íntima unión entre el sacramento de la Reconciliación y la participación en la Eucaristía, es cada vez más necesario formar la conciencia de los fieles para que participen digna y fructuosamente en el Banquete eucarístico en estado de gracia.153

Es útil recordar también que corresponde al Obispo el cometido de reglamentar, convenientemente y con una cuidadosa elección de los ministros adecuados, la disciplina sobre el ejercicio de los exorcismos y de las celebraciones de oración para obtener curaciones, respetando los recientes documentos de la Santa Sede.154

151 Cf. Propositio 18.
152 Cf. Motu proprio Misericordia Dei (7 abril 2002), 1: AAS 94 (2002), 453-454.
153 Cf. Propositio 18.
154 Cf. Ritual Romano, Rito de los exorcismos (22 noviembre 1998); Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre las oraciones para obtener de Dios la curación (14 septiembre 2000): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (1 diciembre 2001), pp. 17-19.


Cuidado de la piedad popular

40 Los Padres sinodales confirmaron la importancia de la piedad popular en la transmisión y el desarrollo de la fe. En efecto, como dijo mi predecesor Pablo VI, ésta piedad comporta grandes valores, tanto respecto a Dios como a los hermanos,155 llegando a constituir así un verdadero tesoro de espiritualidad en la vida de las comunidades cristianas.

En nuestro tiempo, en que se nota una gran sed de espiritualidad, que a veces induce a muchos a hacerse adeptos de sectas religiosas o de otras formas vagas de espiritualismo, los Obispos han de discernir y favorecer también los valores y las formas de la auténtica piedad popular.

Sigue siendo actual lo que se dice en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi: « La caridad pastoral debe dictar, a cuantos el Señor ha colocado como jefes de las comunidades eclesiales, las normas de conducta con respecto a esta realidad, a la vez tan rica y tan amenazada. Ante todo hay que ser sensibles a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores innegables, estar dispuestos a ayudarla a superar sus riesgos de desviación. Bien orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo ».156

Es preciso, pues, orientar esta religiosidad, purificando eventualmente sus formas expresivas según los principios de la fe y de la vida cristiana. Por medio de la piedad popular, se ha de conducir a los fieles al encuentro personal con Cristo, a la comunión con la Santísima Virgen María y los Santos, mediante la escucha de la palabra de Dios, la vida de oración, la participación en los sacramentos, el testimonio de la caridad y de las obras de misericordia.157

Para una reflexión más amplia a este respecto, me complace indicar los documentos emanados por esta Sede Apostólica, en los que, además de contener valiosas sugerencias teológicas, pastorales y espirituales, se recuerda que todas las manifestaciones de piedad popular están bajo la responsabilidad del Obispo, en su propia diócesis. A él compete regularlas, animarlas en su función de ayuda a los fieles para la vida cristiana, purificarlas en lo que fuere necesario y evangelizarlas.158

155 Cf. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975),
EN 48: AAS 68 (1976), 37-38.
156 Ibíd. EN 48
157 Cf. propositio 19.
158 Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia (17 diciembre 2001), 21.


Promover la santidad de todos los fieles

41 La santidad del pueblo de Dios, a la cual se ordena el ministerio de santificación del Obispo, es don de la gracia divina y manifestación de la primacía de Dios en la vida de la Iglesia. Por eso, en su ministerio debe promover incansablemente una auténtica pastoral y pedagogía de la santidad, para realizar así el programa propuesto en el capítulo quinto de la Constitución Lumen gentium sobre la vocación universal a la santidad.

Yo mismo he propuesto este programa a toda la Iglesia al principio del tercer milenio como prioridad pastoral y fruto del gran Jubileo de la Encarnación.159 En efecto, también hoy la santidad es un signo de los tiempos, una prueba de la verdad del cristianismo que brilla en sus mejores fieles, tanto en los muchos que han sido elevados al honor de los altares como en aquellos, más numerosos aún, que calladamente han vivificado y vivifican la historia humana con la humilde y gozosa santidad cotidiana. De hecho, en nuestro tiempo hay también testimonios preciosos de santidad personal y comunitaria que son para todos, incluidas las nuevas generaciones, un signo de esperanza.

Así pues, para resaltar el testimonio de la santidad, exhorto a mis Hermanos Obispos a buscar y destacar los signos de santidad y virtudes heroicas que también hoy se dan, sobre todo cuando se refieren a fieles laicos de sus diócesis y, especialmente, a esposos cristianos. En los casos en que se considere verdaderamente oportuno, les animo a promover los correspondientes procesos de canonización.160 Eso sería para todos un signo de esperanza y un impulso en el camino del Pueblo de Dios, un motivo que estimula su testimonio de la perenne presencia de la gracia en las vicisitudes humanas, ante al mundo.

159 Cf. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), nn.
NM 29-41: AAS 93 (2001), 285-295.
160 Cf. propositio 48.


CAPÍTULO V: GOBIERNO PASTORAL DEL OBISPO


« Os he dado ejemplo... »

(Jn 13,15)
42 El Concilio Vaticano II, al tratar del deber de gobernar la familia de Dios y de cuidar habitual y cotidianamente la grey del Señor Jesús, explica que los Obispos, en el ejercicio de su ministerio de padres y pastores de sus fieles, han de comportarse como « quien sirve », inspirándose siempre en el ejemplo del Buen Pastor, que vino no para ser servido sino para servir y dar su vida por las ovejas (cf. Mt 20,28 Mc 10,45 Lc 22,26-27 Jn 10,11).161

Esta imagen de Jesús, modelo supremo para el Obispo, tiene una elocuente expresión en el gesto del lavatorio de los pies, narrado en el Evangelio según san Juan: « Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando... se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido... Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo... os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis » (Jn 13,1-15).

Contemplemos, pues, a Jesús en este gesto que parece darnos la clave para comprender su propio ser y su misión, su vida y su muerte. Contemplemos además el amor de Jesús, que se traduce en acción, en gestos concretos. Contemplemos a Jesús que asume totalmente, con radicalidad absoluta, la forma de siervo (cf. Ph 2,7). Él, el Maestro y Señor, que ha recibido todo del Padre, nos ha amado hasta al final, hasta ponerse enteramente en manos de los hombres, aceptando todo lo que después harían con Él. El gesto de Jesús indica un amor completo, en el contexto de la institución de la Eucaristía y en la clara perspectiva de su pasión y muerte. Un gesto que revela el sentido de la Encarnación y, más aún, de la esencia misma de Dios. Dios es amor y por eso ha asumido la condición de siervo: Dios se pone al servicio del hombre para llevar al hombre a la plena comunión con Él.

Por tanto, si éste es el Maestro y Señor, el sentido del ministerio y del ser mismo de quien, como los Doce, ha sido llamado a tener mayor intimidad con Jesús, debe consistir en la disponibilidad entera e incondicional para con los demás, tanto para con los que ya son parte de la grey como los que todavía no lo son (cf. Jn 10,16).

161 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 27; Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral de los Obispos, CD 16.


Autoridad del servicio pastoral del Obispo

43 El Obispo es enviado como pastor, en nombre de Cristo, para cuidar de una porción del Pueblo de Dios. Por medio del Evangelio y la Eucaristía debe hacerla crecer como una realidad de comunión en el Espíritu Santo.162 De esto se deriva que el Obispo representa y gobierna la Iglesia confiada a él, con la potestad necesaria para ejercer el ministerio pastoral sacramentalmente recibido (« munus pastorale »), que es participación en la misma consagración y misión de Cristo.163 Por eso, los Obispos « como vicarios y legados de Cristo gobiernan las Iglesias particulares que se les han confiado, no sólo con sus proyectos, con sus consejos y con sus ejemplos, sino también con su autoridad y potestad sagrada, que ejercen, sin embargo, únicamente para construir su rebaño en la verdad y santidad, recordando que el mayor debe hacerse como el menor y el superior como el servidor (cf. Lc 22,26-27) ».164

Este texto conciliar sintetiza admirablemente la doctrina católica sobre el gobierno pastoral del Obispo, que se encuentra también en el rito de la Ordenación episcopal: « El episcopado es un servicio, no un honor [...]. El que es mayor, según el mandato del Señor, debe aparecer como el más pequeño, y el que preside, como quien sirve ».165 Se aplica, pues, el principio fundamental según el cual, como afirma san Pablo, la autoridad en la Iglesia tiene como objeto la edificación del Pueblo de Dios, no su ruina (cf. 2Co 10,8). Como se repitió varias veces en el Aula sinodal, la edificación de la grey de Cristo en la verdad y la santidad exige ciertas cualidades del Obispo, como una vida ejemplar, capacidad de relación auténtica y constructiva con las personas, aptitud para impulsar y desarrollar la colaboración, bondad de ánimo y paciencia, comprensión y compasión ante las miserias del alma y del cuerpo, indulgencia y perdón. En efecto, se trata de expresar del mejor modo posible el modelo supremo, que es Jesús, Buen Pastor.

El Obispo tiene una verdadera potestad, pero una potestad iluminada por la luz del Buen Pastor y forjada según este modelo. Se ejerce en nombre de Cristo y « es propia, ordinaria e inmediata. Su ejercicio, sin embargo, está regulado en último término por la suprema autoridad de la Iglesia, que puede ponerle ciertos límites con vistas al bien común de la Iglesia o de los fieles. En virtud de esta potestad, los obispos tienen el sagrado derecho y el deber ante Dios de dar leyes a sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo lo referente al culto y al apostolado ».166 El Obispo, pues, en virtud del oficio recibido, tiene una potestad jurídica objetiva que tiende a manifestarse en los actos potestativos mediante los cuales ejerce el ministerio de gobierno (« munus pastorale ») recibido en el Sacramento.

No obstante, el gobierno del Obispo será pastoralmente eficaz –conviene recordarlo también en este caso– si se apoya en la autoridad moral que le da su santidad de vida. Ésta dispondrá los ánimos para acoger el Evangelio que proclama en su Iglesia, así como las normas que establezca para el bien del Pueblo de Dios. Por eso advertía san Ambrosio: « No se busca en los sacerdotes nada de vulgar, nada propio de las aspiraciones, las costumbres o los modales de la gente grosera. La dignidad sacerdotal requiere una compostura que se aleja de los alborotos, una vida austera y una especial autoridad moral ».167

El ejercicio de la autoridad en la Iglesia no se puede entender como algo impersonal y burocrático, precisamente porque se trata de una autoridad que nace del testimonio. Todo lo que dice y hace el Obispo ha de revelar la autoridad de la palabra y los gestos de Cristo. Si faltara la ascendencia de la santidad de vida del Obispo, es decir, su testimonio de fe, esperanza y caridad, el Pueblo de Dios acogería difícilmente su gobierno como manifestación de la presencia activa de Cristo en su Iglesia.

Al ser ministros de la apostolicidad de la Iglesia por voluntad del Señor y revestidos del poder del Espíritu del Padre, que rige y guía (Spiritus principalis), los Obispos son sucesores de los Apóstoles no sólo en la autoridad y en la potestad sagrada, sino también en la forma de vida apostólica, en saber sufrir por anunciar y difundir el Evangelio, en cuidar con ternura y misericordia de los fieles a él confiados, en la defensa de los débiles y en la constante dedicación al Pueblo de Dios.

En el Aula sinodal se recordó que, después del Concilio Vaticano II, con frecuencia resulta difícil ejercer la autoridad en la Iglesia. Es una situación que aún perdura, aunque algunas de las mayores dificultades parecen haberse superado. Así pues, se plantea la cuestión de cómo conseguir que el servicio necesario de la autoridad se comprenda mejor, se acepte y se cumpla. A este respecto, una primera respuesta proviene de la naturaleza misma de la autoridad eclesial: es –y así ha de manifestarse lo más claramente posible– participación en la misión de Cristo, que se ha de vivir y ejercer con humildad, dedicación y servicio.

El valor de la autoridad del Obispo no se manifiesta en las apariencias, sino profundizando el sentido teológico, espiritual y moral de su ministerio, fundado en el carisma de la apostolicidad. Lo que se dijo en el aula sinodal sobre el gesto del lavatorio de los pies y la conexión que se estableció en dicho contexto entre la figura del siervo y la del pastor, da a entender que el episcopado es realmente un honor cuando es servicio. Por tanto, todo Obispo debe aplicarse a sí mismo las palabras de Jesús: « Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos » (Mc 10,42-45). Recordando estas palabras del Señor, el Obispo gobierna con el corazón propio del siervo humilde y del pastor afectuoso que guía su rebaño buscando la gloria de Dios y la salvación de las almas (cf. Lc 22,26-27). Vivida así, la forma de gobierno del Obispo es verdaderamente única en el mundo.

Se ha recordado ya el texto de la Lumen gentium donde se afirma que los Obispos rigen las Iglesias particulares confiadas a ellos como vicarios y legados de Cristo, « con sus proyectos, con sus consejos y con sus ejemplos ».168 Eso no contradice las palabras que siguen, cuando el Concilio añade que los Obispos gobiernan ciertamente « con sus proyectos, con sus consejos y con sus ejemplos », pero « también con autoridad y potestad sagrada ».169 En efecto, se trata de una “potestad sagrada” que hunde sus raíces en la autoridad moral que le da al Obispo su santidad de vida. Precisamente ésta facilita la recepción de toda su acción de gobierno y hace que sea eficaz.

162 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral de los Obispos, CD 11; Código de Derecho Canónico, c. CIC 369; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. CIO 177 § 1.
163 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 27; Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral de los Obispos, CD 18; Código de Derecho Canónico, c. CIC 381 § 1; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. CIO 178.
164 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 27.
165 Pontifical Romano, Ordenación Episcopal: Alocución.
166 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 27; cf. Código de Derecho Canónico, c. CIC 381 § 1; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. CIO 178.
167 S. Ambrosio, Epistulae, Ad Ireneum, lib. I, ep VI: Sancti Ambrosii episcopi Mediolanensis opera, Milano-Roma 1988, 19, p. 66.
168 N. LG 27.
169 Ibíd.


Estilo pastoral de gobierno y comunión diocesana

44 La comunión eclesial vivida llevará al Obispo a un estilo pastoral cada vez más abierto a la colaboración de todos. Hay una cierta interrelación entre lo que el Obispo debe decidir bajo su responsabilidad personal para el bien de la Iglesia confiada a sus cuidados y la aportación que los fieles pueden ofrecerle a través de los órganos consultivos, como el sínodo diocesano, el consejo presbiteral, el consejo episcopal y el consejo pastoral.170

Los Padres sinodales se refirieron a esta modalidad de ejercer el gobierno episcopal mediante la cual se organiza la actividad pastoral en la diócesis.171 En efecto, la Iglesia particular hace referencia no sólo al triple oficio episcopal (munus episcopale), sino también a la triple función profética, sacerdotal y real de todo el Pueblo de Dios.

En virtud del Bautismo todos los fieles participan, del modo que les es propio, del triple munusde Cristo. Por su igualdad real en la dignidad y en el actuar están llamados a cooperar en la edificación del Cuerpo de Cristo y, por tanto, a realizar la misión que Dios ha confiado a la Iglesia en el mundo, cada uno según su propia condición y sus propios cometidos.172

Cualquier forma de diferenciación entre los fieles, basada en los diversos carismas, funciones o ministerios, está ordenada al servicio de los otros miembros del Pueblo de Dios. La diferenciación ontológica y funcional que sitúa al Obispo « ante » los demás fieles, sobre la base de la plenitud del sacramento del Orden que ha recibido, consiste en ser para los otros fieles, que no lo desarraiga de su ser con ellos.

La Iglesia es una comunión orgánica que se realiza coordinando los diversos carismas, ministerios y servicios para la consecución del fin común que es la salvación. El Obispo es responsable de lograr esta unidad en la diversidad, favoreciendo, como se dijo en la Asamblea sinodal, la sinergia de los diferentes agentes, de tal modo que sea posible recorrer juntos el camino común de fe y misión.173

Una vez dicho esto, es necesario añadir que el ministerio del Obispo en modo alguno se puede reducir al de un simple moderador. Por su naturaleza, el munus episcopale implica un claro e inequívoco derecho y deber de gobierno, que incluye también el aspecto jurisdiccional. Los Pastores son testigos públicos y su potestas testandi fidem alcanza su plenitud en la potestas iudicandi: el Obispo no sólo está llamado a testimoniar la fe, sino también a examinarla y disciplinar sus manifestaciones en los creyentes confiados a su cuidado pastoral. Al cumplir este cometido, hará todo lo posible para suscitar el consenso de sus fieles, pero al final debe saber asumir la responsabilidad de las decisiones que, en su conciencia de pastor, vea necesarias, preocupado sobre todo del juicio futuro de Dios.

La comunión eclesial en su organicidad requiere la responsabilidad personal del Obispo, pero supone también la participación de todas las categorías de fieles, en cuanto corresponsables del bien de la Iglesia particular, de la cual ellos mismos forman parte. Lo que garantiza la autenticidad de esta comunión orgánica es la acción del Espíritu, que actúa tanto en la responsabilidad personal del Obispo como en la participación de los fieles en ella. En efecto, es el Espíritu quien, dando origen tanto a la igualdad bautismal de todos los fieles como a la diversidad carismática y ministerial de cada uno, es capaz de realizar eficazmente la comunión. En base a estos principios se regulan los Sínodos diocesanos, cuyos aspectos canónicos, establecidos por los cc. 460-468 del Código de Derecho Canónico, han sido precisados por la instrucción interdicasterial del 19 de marzo de 1997.174 Al sentido de estas normas han de atenerse también las demás asambleas diocesanas, que ha de presidir el Obispo sin abdicar nunca de su responsabilidad específica.

Si en el Bautismo todo cristiano recibe el amor de Dios por la efusión del Espíritu Santo, el Obispo –recordó oportunamente la Asamblea sinodal– recibe en su corazón la caridad pastoral de Cristo por el sacramento del Orden. Esta caridad pastoral tiene como finalidad crear comunión.175 Antes de concretar este amor-comunión en líneas de acción, el Obispo ha de hacerlo presente en su propio corazón y en el corazón de la Iglesia mediante una vida auténticamente espiritual.

Puesto que la comunión expresa la esencia de la Iglesia, es normal que la espiritualidad de comunión tienda a manifestarse tanto en el ámbito personal como comunitario, suscitando siempre nuevas formas de participación y corresponsabilidad en las diversas categorías de fieles. Por tanto, el Obispo debe esforzarse en suscitar en su Iglesia particular estructuras de comunión y participación que permitan escuchar al Espíritu que habla y vive en los fieles, para impulsarlos a poner en práctica lo que el mismo Espíritu sugiere para el auténtico bien de la Iglesia.

170 Cf. Código de Derecho Canónico, cc.
CIC 204 § 1; CIC 208 CIC 212 §§ 2,3; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, cc CIO 7 § 1; CIO 11 CIO 15 §§ 2,3.
171 Cf. Propositio 35.
172 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 32; Código de Derecho Canónico, cc. CIC 204 § 1; CIC 208.
173 Cf. Propositio 35.
174 Cf. AAS 89 (1997), 706-727. Una consideración análoga se debe hacer respecto a las Asambleas eparchiales, de las que tratan los cc. CIO 235-242 del Código de los Cánones de las Iglesias Orientales.
175 Cf. Propositio 35.



Pastores gregis ES 36