Princeps pastorum ES 16

Deber de todo cristiano

16 Todo cristiano tiene que estar convencido de su deber primero y fundamental, el ser testigo de la verdad en que cree y de la gracia que le ha transformado. «Cristo —decía un gran Padre de la Iglesia— nos ha dejado en la tierra para que seamos faros que iluminen, doctores que enseñen; para que cumplamos nuestro deber de levadura; para que nos comportemos como ángeles, como anunciadores entre los hombres; para que seamos adultos entre los menores, hombres espirituales entre los carnales, a fin de ganarlos; que seamos simiente y demos numerosos frutos. Ni siquiera sería necesario exponer la doctrina, si nuestra vida fuese tan irradiante; ni sería necesario recurrir a las palabras, si nuestras obras dieran tal testimonio. Ya no habría ningún pagano, si nos comportáramos como verdaderos cristianos» [30].

Fácil es de comprender que tal es el deber de todos los cristianos de todo el mundo.

Y fácil es de entender cómo en los países de Misión podría dar frutos especiales y singularmente preciosos para la dilatación del reino de Dios aun junto a quienes no conocen la belleza de nuestra fe y la sobrenatural potencia de la gracia, según ya exhortaba Jesús: «Que vuestras obras brillen de tal suerte ante los hombres, que vean vuestras obras buenas, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (
Mt 5,16), y San Pedro amonestaba amorosamente a los fieles: «Amados, os exhorto a que os abstengáis de los deseos carnales, que hacen guerra al alma, y a que en medio de los gentiles tengáis una buena conducta, de suerte que, aunque os calumnien como a malhechores, la vista de vuestras buenas obras les conduzca a glorificar a Dios, en el día de su visitación» (1P 2,12).

[30] San Juan Crisóstomo, Hom. 10 in 1 Tim: PG 62, 551.


Comunidad eclesial misionera

17 Mas el testimonio de cada uno debe ser confirmado y ampliado por el de toda la comunidad cristiana, como sucedía en la floreciente primavera de la Iglesia, cuando la compacta y perseverante unión de todos los fieles «en la enseñanza de los apóstoles y en la común fracción del pan y en las oraciones» (Ac 2,42) y en el ejercicio de la más generosa caridad era motivo de profunda satisfacción y de mutua edificación; y ellos «alababan a Dios, y eran bien vistos de todo el pueblo. Y luego el Señor aumentaba cada día los que venían a salvarse» (Ibíd., Ac 2,47).

La unión en la plegaria y en la participación activa de los divinos misterios en la liturgia de la Iglesia, contribuye en forma particularmente eficaz a la plenitud y riqueza de la vida cristiana en los individuos y en la comunidad, siendo medio admirable para educar en aquella caridad que es signo distintivo del cristiano; caridad, que rechaza toda discriminación social lingüística y racista, y que abre los brazos y el corazón a todos, hermanos y enemigos. Sobre esto Nos place hacer Nuestras las palabras de Nuestro predecesor San Clemente Romano:

«Cuando [los gentiles] nos oyen que Dios dice: "No es mérito vuestro si amáis a los que os aman, pero es mérito si amáis a los enemigos y a los que os odian" (cf Lc 6,32-35), al oír estas palabras ellos admiran el altísimo grado de caridad. Pero cuando ven que no sólo no amamos a los que nos odian, sino que ni siquiera a los que nos aman, se ríen de nosotros y el nombre [de Dios] es blasfemado» [31].

El mayor de los misioneros, San Pablo apóstol, al escribir a los Romanos, en el momento en que se disponía a evangelizar el Extremo Occidente, exhortaba «a la caridad sin ficción» (Rm 12,9ss), luego de haber elevado un himno sublime a esta virtud «sin la cual ser cristiano es nada» (1Co 13,2).

[31] F. X. Funk, Patres Apostolici 1, 201.


Ayudas materiales

18 La caridad se hace visible, además, en el socorro material, como afirma Nuestro inm. predecesor Pío XII:

«El cuerpo necesita también multitud de miembros, que de tal modo estén trabados entre sí que mutuamente se auxilien. Y así como en este nuestro organismo mortal, cuando un miembro sufre, todos los otros sufren también con él, y los sanos prestan socorro a los enfermos, así también en la Iglesia los diversos miembros no viven únicamente para sí mismos, sino que ayudan también a los demás, y se ayudan unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también para edificación cada vez mayor de todo el Cuerpo místico» [32].

Mas, por cuanto las necesidades materiales de los fieles alcanzan también a la vida e instituciones de la Iglesia, bueno es que los fieles nativos se habitúen a sostener espontáneamente, según fuere su posibilidad, sus iglesias, sus instituciones y su clero que plenamente está dedicado a ellos. Ni importa si esta contribución puede no ser notable; lo importante es que sea testimonio sensible de una viva conciencia cristiana.

[32] Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 200.



IV. NORMAS PARA EL APOSTOLADO LAICO EN LAS MISIONES


Formación desde la primera juventud

19 Los fieles cristianos, pues que son miembros de un organismo vivo, no pueden mantenerse cerrados en sí mismos, creyendo les baste con haber pensado y proveído en sus propias necesidades espirituales, para cumplir todo su deber. Cada uno, por lo contrario, contribuya de su propia parte al incremento y a la difusión del reino de Dios sobre la tierra. Nuestro predecesor Pío XII ha recordado a todos este su deber universal:

«La catolicidad es una nota esencial de la verdadera Iglesia: hasta el punto que un cristiano no es verdaderamente devoto y afecto a la Iglesia si no se siente igualmente apegado y devoto de su universalidad, deseando que eche raíces y florezca en todos los lugares de la tierra» [33].

Todos deben entrar en porfía de santa emulación y dar asiduos testimonios de celo por el bien espiritual del prójimo, por la defensa de la propia fe, para darla a conocer a quien la ignora del todo o a quien no la conoce bien y, por ello, malamente la juzga. Ya desde la niñez y la adolescencia, en todas las comunidades cristianas, aun en las más jóvenes, se necesita que clero, familias y las varias organizaciones locales de apostolado inculquen este santo deber. Y se dan ciertas ocasiones singularmente felices, en las que tal educación para el apostolado puede encontrar el puesto más adaptado y su más conveniente expresión. Tal es, por ejemplo, la preparación de los jovencitos o de los recién bautizados al sacramento de la confirmación, «con el cual se da a los creyentes nueva fortaleza, para que valientemente amparen y defiendan a la Madre Iglesia y la fe recibida de ella» [34]; preparación, decimos, sumamente oportuna, y de modo especial donde existan, entre las costumbres locales, determinadas ceremonias de iniciación para preparar a los jóvenes a entrar oficialmente en su propio grupo social.

[33] Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 237.
[34] Pío XII Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 201.


Los catequistas

20 Ni podemos menos de realzar, justamente, la obra de los catequistas, que en la larga historia de las Misiones católicas han demostrado ser unos auxiliares insustituibles. Siempre han sido el brazo derecho de los obreros del Señor, participando en sus fatigas y aliviándolas hasta tal punto que nuestros predecesores podían considerar su reclutamiento y su muy bien cuidada preparación entre los «puntos más importantes para la difusión del Evangelio» [35] y definirlos «el caso más típico del apostolado seglar»[36]. Les renovamos los más amplios elogios; y les exhortamos a meditar cada vez más en la espiritual felicidad de su condición y a no perdonar nunca esfuerzo alguno para enriquecer y profundizar, bajo la guía de la Jerarquía, su instrucción y formación moral. De ellos han de aprender los catecúmenos no sólo los rudimentos de la fe, sino también la práctica de la virtud, el amor grande y sincero a Cristo y a su Iglesia. Todo cuidado que se dedicare al aumento del número de estos valiosísimos cooperadores de la Jerarquía y a su adecuada formación, así como todo sacrificio de los mismos catequistas para cumplir en la forma mejor y más perfecta su deber, será una contribución de inmediata eficacia para la fundación y el progreso de las nuevas comunidades cristianas.

[35] Cf. Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926) 78.
[36] Cf. Sermonem a Pio XII anno 1957 habito ad eos, qui alteri interfuerunt Conventui catholicorum ex universo orbe pro laicorum Apostolatu: AAS 49 (1957) 937.


Apostolado seglar

21 En nuestra primera encíclica ya hemos recordado los graves motivos por los que se impone hoy, en todos los países del mundo, el reclutar a los seglares «para el ejército pacífico de la Acción Católica, para ayudar en las obras de apostolado a la Jerarquía eclesiástica» [37]. También hemos manifestado nuestra complacencia al considerar «las muchas obras realizadas ya, aun en los países de misión, por estos preciosos colaboradores de los obispos y de los sacerdotes» [38]; y ahora queremos renovar con toda la vehemencia de la caridad que nos apremia (cf 2Co 5,14), el aviso y llamamiento de nuestro predecesor Pío XII «sobre la necesidad de que los seglares todos, en las Misiones, afluyendo numerosísimos a las filas de la Acción Católica, colaboren activamente con la Jerarquía eclesiástica en el apostolado» [39].

Los obispos de las tierras de Misión, el clero secular y el regular, los fieles más generosos y preparados, han llevado a cabo los más nobles esfuerzos para traducir en hechos esta voluntad del Sumo Pontífice; y puede decirse que ya existe doquier una floración de iniciativas y de obras. Mas nunca se insistirá bastante sobre la necesidad de adaptar convenientemente esta forma de apostolado a las condiciones y exigencias locales. No basta transferir a un país lo ya hecho en otro; sino que, bajo la guía de la Jerarquía y con un espíritu de la más alegre obediencia a los sagrados Pastores, precisa obrar de tal suerte que la organización no se convierta en sobrecarga que cohíba o malbarate preciosas energías, con movimientos fragmentarios y de excesiva especialización, que, si son necesarios en otras partes, podrían resultar menos útiles en ambientes, donde las circunstancias y las necesidades son totalmente diversas.

Prometimos, en nuestra primera encíclica, volver a tratar con mayor amplitud este tema de la Acción Católica, y a su tiempo también los países de Misión podrán sacar de ello utilidad e impulsos nuevos. Hasta entonces, trabajen todos en plena concordia y con espíritu sobrenatural, convencidos de que tan sólo así podrán gloriarse de poner sus fuerzas al servicio de la causa de Dios, de la espiritual elevación y del mejor progreso de sus pueblos.

[37] Cf. Enc. Ad Petri Cathedram: AAS 51 (1959) 523.
[38] Ibíd., 523.
[39] Enc. Evangelii praecones: AAS 43 (1951) 513.


Acción católica

22 La Acción Católica es una organización de seglares «con propias y responsables funciones ejecutivas» [40]; por lo tanto, los seglares componen sus cuadros directivos. Ello exige la formación de hombres capaces de imprimir a las varias asociaciones el impulso apostólico y asegurarlas en su mejor funcionamiento; hombres y mujeres, por lo tanto, que, para ser dignos de verse confiar por la Jerarquía la dirección primaria o la secundaria de las asociaciones, deben ofrecer las más amplias garantías de una formación cristiana intelectual y moral solidísima, por la cual puedan «comunicar a los demás lo que ya poseen ellos mismos, con el auxilio de la divina gracia» [41].

Bien puede decirse que el lugar apropiado para esta formación de los dirigentes laicos de Acción Católica es la escuela. Y la escuela cristiana justificará su razón de existir en la medida en que sus maestros —sacerdotes y seglares, religiosos y seculares— lograren formar sólidos cristianos.

Nadie ignora la importancia que siempre ha tenido y tendrá la escuela en los países de Misión y cuánta energía ha empleado la Iglesia en la fundación de escuelas de todo orden y grado, y en la defensa de su existencia y de su prosperidad. Pero un programa de formación de dirigentes de Acción Católica, como es obvio, difícilmente puede encuadrarse en los cursos escolares, y así las más de las veces habrá de realizarse necesariamente en iniciativas extraescolares que recojan a los jóvenes de mejores esperanzas para instruirlos y formarlos en el apostolado. Por lo tanto, los Ordinarios procurarán estudiar la forma mejor de dar vida a escuelas de apostolado, cuyos métodos educativos son ya de por sí distintos de los métodos escolásticos propiamente dichos. A veces tocará también el preservar de falsas doctrinas a los niños y jóvenes, obligados a frecuentar escuelas no católicas; en todo caso será necesario contrapesar la educación humanista y técnica, recibida en las escuelas públicas, con una educación espiritual particularmente inteligente e intensa, no sea que la instrucción logre individuos falsamente formados, pero llenos de pretensiones y más bien nocivos que útiles a la Iglesia y a los pueblos. Su formación especial sea proporcionada al grado de desarrollo intelectual, encaminada a prepararlos para vivir católicamente en su ambiente social y profesional y para ocupar oportunamente su puesto en la vida católica organizada. Por ello, siempre que los jóvenes cristianos sean obligados a dejar su comunidad para asistir en otras ciudades a escuelas públicas, será muy oportuno pensar en la organización de «pensionados» y lugares de reunión que les aseguren un ambiente religiosa y moralmente sano, propio y adaptado para enderezar sus capacidades y energías hacia los ideales apostólicos. Al atribuir a las escuelas una misión singular y particularmente eficaz en la formación de los directivos de la Acción Católica, no querríamos ciertamente sustraer a las familias su parte de responsabilidad, ni negar su influjo, que puede ser aún más vigoroso y eficaz que el de la escuela, tanto en alimentar a sus hijos con la llama del apostolado como en el procurarles una formación cristiana cada vez más madura y abierta a la acción. En verdad que la familia es una escuela ideal e insustituible.

[40] Cf. Ep. Pii XII de Actione Catholica, die 11 oct. 1946 data: AAS 38 (1946) 422; Disc. e Rad. 8, 468.
[41] Enc. Ad Petri Cathedram: AAS 51 (1959) 524.


En la vida pública y social

23 La «buena batalla» (2Tm 4,7)) por la fe se combate no tan sólo en el secreto de la conciencia o en la intimidad de la casa, sino también en la vida pública en todas sus formas. En todos los países del mundo se plantean hoy problemas de varia naturaleza, cuyas soluciones se intentan apelando, lo más frecuentemente, tan sólo a recursos humanos y obedeciendo a principios no siempre acordes con las exigencias de la fe cristiana. Muchos territorios de Misión, además, atraviesan actualmente «una fase de evolución social, económica y política, que está saturada de consecuencias para su porvenir» [42]. Problemas que en otras naciones ya están resueltos o que en la tradición encuentran elementos de solución, se presentan a otros países con urgencia que no está exenta de peligros, en cuanto podría aconsejar soluciones apresuradas y derivadas, con deplorable ligereza, de doctrinas que no tienen en ninguna cuenta, o directamente les contradicen, los intereses religiosos de los individuos y de los pueblos. Los católicos, por su bien privado y por el bien público de la Iglesia, no pueden ignorar tales problemas, ni esperar les sean dadas soluciones perjudiciales que en lo por venir exigirían esfuerzo mucho más grande de enderezamiento y derivarían en ulteriores obstáculos para la evangelización del mundo.

En el campo de la actividad pública es donde los laicos de los países de Misión tienen su más directa y preponderante acción, y es necesario proveer con gran premura y urgencia para que las comunidades cristianas ofrezcan a sus patrias terrenales, para bien común de ellas, hombres que honren primero las diversas profesiones y actividades, y luego, con su sólida vida cristiana, a la Iglesia que los ha regenerado a la gracia, de suerte que los sagrados Pastores puedan repetirles, como dirigidas también a ellos, la alabanza que leemos en los escritos de San Basilio:

«He dado gracias a Dios Santísimo por el hecho de que, aun estando ocupados en los negocios públicos, no habéis descuidado los de la Iglesia; al contrario, cada uno de vosotros se ha preocupado de ella como si se tratara de un asunto personal, del cual dependa su propia vida» [43].

Concretamente, en el campo de los problemas y de la organización de la escuela, de la asistencia social organizada, del trabajo, de la vida política, la presencia de expertos católicos nativos podrá tener la más feliz y bienhechora influencia si ellos saben —como es deber suyo personal, que no podrían descuidar sin realidad de traición— inspirar sus intenciones y sus actos en los principios cristianos que una muy larga historia demuestra eficaces y decisivos para procurar el bien común.

A este fin, como ya exhortaba nuestro predecesor, de venerable memoria, Pío XII, no será difícil convencerse de la utilidad y de la importancia del auxilio fraternal que las Organizaciones Internacionales Católicas podrán dar al apostolado seglar en lo países de Misión, ya en el terreno científico, con el estudio de la solución cristiana que haya de darse a problemas específicamente sociales de las nuevas naciones, ya en el terreno apostólico, sobre todo, mediante la organización del laicado cristiano activo. Bien sabemos cuánto ya se ha hecho y se va haciendo por parte de laicos misioneros, que han preferido temporal o definitivamente abandonar su patria para contribuir con múltiple actividad al bien social y religioso de los países de Misión, y al Señor rogamos ardientemente que multiplique las pléyades de estos espíritus generosos y los mantenga a través de las dificultades y fatigas que habrán de afrontar con espíritu apostólico. Los Institutos Seculares podrán dar a las necesidades del laicado nativo en tierra de Misión una ayuda incomparablemente fecunda, si con su ejemplo saben suscitar imitadores y poner a sus fuerzas disposición del Ordinario, para así acelerar el proceso de madurez de las nuevas comunidades.

Se dirige nuestro llamamiento a todos aquellos laicos católicos que doquier ocupan lugares destacados en las profesiones y en la vida pública: consideren seriamente la posibilidad de ayudar a sus hermanos recién logrados, aun sin abandonar su propia patria. Su consejo, su experiencia, su asistencia técnica, podrán, sin excesiva fatiga y sin graves incomodidades, aportar una cooperación a veces decisiva. Que no falte a los buenos el espíritu de iniciativa para traducir a la práctica este Nuestro paternal deseo, dándolo a conocer allí donde pueda ser acogido, estimulando las buenas disposiciones y logrando en ellas la mejor utilización.

[42] Pío XII, Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 229.
[43] Ep. 288: PG 32, 855.


Jóvenes y estudiantes

24 Nuestro inmediato predecesor exhortó a los obispos para que, con espíritu de fraternal y desinteresada colaboración, proveyesen a la asistencia espiritual de los jóvenes católicos venidos a sus diócesis desde los países de Misión, con el fin de completar estudios o adquirir experiencias que les pongan en grado de asumir funciones directivas en su propio país [44]. A cuán graves peligros intelectuales y morales se hallen expuestos en una sociedad que no es la suya y que con frecuencia, desgraciadamente, no es capaz de sostener su fe y animar su virtud, cada uno de vosotros, venerables hermanos, lo entienda perfectamente y, movido por la conciencia del deber misionero que a todos los sagrados Pastores incumbe, proveerá con la más solícita caridad y en los modos más apropiados. Ni os será difícil seguir a estos estudiantes, confiarlos a sacerdotes y seglares particularmente dotados para este ministerio, asistirles espiritualmente, hacerles sentir y experimentar la fragancia y los recursos de la caridad cristiana que a todos nos hace hermanos, preocupados cada uno del otro. A tantas y tantas ayudas como dais a las Misiones, añádase ésta, que os presenta más inmediatamente un mundo geográficamente alejado, pero espiritualmente vuestro también.

A estos mismos estudiantes, ahora, Nos queremos significarles no sólo todo Nuestro amor, sino también dirigirles un conmovedor y afectuoso ruego: lleven siempre muy alta la frente signada por la sangre de Cristo y por la unción del santo Crisma, aprovechen su estancia en el extranjero no tan sólo para su propia formación personal, sino también para ampliar y perfeccionar su formación religiosa. Podrán encontrarse expuestos a muchos peligros, pero también tienen la buena ocasión de lograr muchas ventajas espirituales de su estancia en las naciones católicas, pues que todo cristiano, cualquiera sea y doquier haya nacido, tiene siempre el deber del buen ejemplo y de la mutua edificación espiritual.

[44] Cf. Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 245.


CONCLUSIÓN

25 Luego de haberos hablado, venerables hermanos, sobre las necesidades actuales más características de la Iglesia en las tierras de Misión, no podemos menos de expresar nuestra conmovida gratitud hacia todos cuantos se prodigan por la causa de la propagación de la fe hasta los extremos confines del mundo. A los queridos misioneros del clero secular y regular, a las religiosas tan ejemplarmente generosas y tan excelentes para las varias necesidades de las Misiones, a los laicos misioneros que con tan santo entusiasmo marchan a extender el reinado de la fe, Nos les aseguramos Nuestras muy singulares y cotidianas oraciones y toda cuanta ayuda esté en Nuestro poder. El éxito de su obra, visible hasta en la solidez espiritual de las nuevas comunidades cristianas, es señal de la gratitud y de la bendición de Dios, y al mismo tiempo atestigua el acierto y la prudencia con que la Sagrada Congregación «de Propaganda Fide» y la Sagrada Congregación de la Iglesia Oriental cumplen las difíciles tareas a ellas encomendadas.

A todos los obispos, al clero y a los fieles de las diócesis del mundo entero, que con oraciones y ofertas contribuyen a las necesidades espirituales y materiales de las Misiones, les exhortamos a que intensifiquen más aún esta necesaria colaboración. No obstante la escasez de clero que tanto preocupa a los Pastores aun de las más pequeñas diócesis, que nunca se tenga la menor duda en animar las vocaciones misioneras y en privarse de excelentes sujetos laicos para ponerlos a disposición de las nuevas diócesis. No tardarán en recoger de tal sacrificio los frutos sobrenaturales. Que la santa porfía de generosidad en que actualmente se hallan empeñados los fieles del mundo entero con las manifestaciones de celo y de tangible caridad en beneficio de las Obras que, dependiendo de la Sagrada Congregación «de Propaganda Fide», encaminan los socorros, procedentes de todas partes, hacia los destinos más útiles y apremiantes, aumente tanto cuanto sin cesar crecen las necesidades. La caridad solícita y práctica de los hermanos animará a los fieles de las jóvenes comunidades y les hará sentir el calor de un afecto sobrenatural que la gracia alimenta en el corazón.

Muchas diócesis y comunidades cristianas de las tierras de Misión soportan sufrimientos y persecuciones hasta sangrientas: a los sagrados Pastores que dan a sus hijos espirituales el ejemplo de una fe que no se deja doblegar y de una lealtad que jamás falla ni aun a precio del sacrificio de la vida; a los fieles tan duramente probados, mas tan amados por el Corazón de Jesucristo que ha prometido la felicidad y una copiosa merced a quienes sufrieren persecuciones por causa de la justicia (cf.
Mt 5,10-12), dirigimos Nuestra exhortación para que perseveren en su santa batalla: el Señor, siempre misericordioso en sus inescrutables designios, no dejará que les falte el socorro de las más preciosas gracias y de la íntima consolación. Con los perseguidos se halla en comunión de oraciones y de sufrimientos toda la Iglesia de Dios, segura de lograr la esperada victoria.

Invocando con toda el alma sobre las Misiones Católicas la válida asistencia de sus Santos Patronos y Mártires, y muy especialmente la intercesión de María Santísima, amorosa Madre de todos nosotros y Reina de las Misiones, a cada uno de vosotros, venerables hermanos, y a todos cuantos de algún modo colaboran en la propagación del Reino de Dios, con el mayor afecto impartimos la Bendición Apostólica, que sea prenda y fuente de las gracias del Padre Celestial que se reveló en su Hijo Salvador del mundo, y que en todos encienda y multiplique el celo misionero.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 28 de noviembre de 1959, año segundo de nuestro Pontificado.










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