Redemptoris Mater ES 22


22 Podemos decir, por tanto, que en esta página del Evangelio de Juan encontramos como un primer indicio de la verdad sobre la solicitud materna de María. Esta verdad ha encontrado su expresión en el magisterio del último Concilio. Es importante señalar cómo la función materna de María es ilustrada en su relación con la mediación de Cristo. En efecto, leemos lo siguiente: « La misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia », porque « hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también » (1Tm 2,5). Esta función materna brota, según el beneplácito de Dios, « de la superabundancia de los méritos de Cristo... de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud ».44 Y precisamente en este sentido el hecho de Caná de Galilea, nos ofrece como una predicción de la mediación de María,orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico.

Por el texto joánico parece que se trata de una mediación maternal. Como proclama el Concilio: María « es nuestra Madre en el orden de la gracia ». Esta maternidad en el orden de la gracia ha surgido de su misma maternidad divina, porque siendo, por disposición de la divina providencia, madre-nodriza del divino Redentor se ha convertido de « forma singular en la generosa colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor » y que « cooperó ... por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas ».45 « Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia ... hasta la consumación de todos los elegidos ».46

44 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 60.
45 Ibid., LG 61.
46 Ibid., LG 62.


23 Si el pasaje del Evangelio de Juan sobre el hecho de Caná presenta la maternidad solícita de María al comienzo de la actividad mesiánica de Cristo, otro pasaje del mismo Evangelio confirma esta maternidad de María en la economía salvífica de la gracia en su momento culminante, es decir cuando se realiza el sacrificio de la Cruz de Cristo, su misterio pascual. La descripción de Juan es concisa: « Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre y la hermana de su madre. María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa » (Jn 19,25-27).

Sin lugar a dudas se percibe en este hecho una expresión de la particular atención del Hijo por la Madre, que dejaba con tan grande dolor. Sin embargo, sobre el significado de esta atención el « testamento de la Cruz » de Cristo dice aún más. Jesús ponía en evidencia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo, del que confirma solemnemente toda la verdad y realidad. Se puede decir que, si la maternidad de María respecto de los hombres ya había sido delineada precedentemente, ahora es precisada y establecida claramente; ella emerge de la definitiva maduración del misterio pascual del Redentor. La Madre de Cristo, encontrándose en el campo directo de este misterio que abarca al hombre —a cada uno y a todos—, es entregada al hombre —a cada uno y a todos— como madre. Este hombre junto a la cruz es Juan, « el discípulo que él amaba ».47 Pero no está él solo. Siguiendo la tradición, el Concilio no duda en llamar a María « Madre de Cristo, madre de los hombres ». Pues, está « unida en la estirpe de Adán con todos los hombres...; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles ».48

Por consiguiente, esta « nueva maternidad de María », engendrada por la fe, es fruto del «nuevo » amor, que maduró en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo.

47 Es conocido lo que escribe Orígenes sobre la presencia de María y de Juan en el Calvario: « Los Evangelios son las primicias de toda la Escritura, y el Evangelio de Juan es el primero de los Evangelios; ninguno puede percibir el significado si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como Madre »: Comm. in Ioan., 1, 6: PG 14, 31; cf. S. Ambrosio, Expos. Evang. sec. Luc., X, 129-131: CSEL, 32/4, 504 s.
48 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 54 y LG 53; este último texto conciliar cita a S. Agustín, De Sancta Virgintitate, VI, 6: PL 40, 399.


24 Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la promesa, contenida en el protoevangelio: el « linaje de la mujer pisará la cabeza de la serpiente » (cf. Gn 3,15). Jesucristo, en efecto, con su muerte redentora vence el mal del pecado y de la muerte en sus mismas raíces. Es significativo que, al dirigirse a la madre desde lo alto de la Cruz, la llame « mujer » y le diga: « Mujer, ahí tienes a tu hijo ». Con la misma palabra, por otra parte, se había dirigido a ella en Caná (cf. Jn 2,4). ¿Cómo dudar que especialmente ahora, en el Gólgota, esta frase no se refiera en profundidad al misterio de María, alcanzando el singular lugar que ella ocupa en toda la economía de la salvación? Como enseña el Concilio, con María, « excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne ».49

Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la Cruz significan que la maternidad de su madre encuentra una « nueva » continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia, simbolizada y representada por Juan. De este modo, la que como « llena de gracia » ha sido introducida en el misterio de Cristo para ser su Madre, es decir, la Santa Madre de Dios, por medio de la Iglesia permanece en aquel misterio como « la mujer » indicada por el libro del Génesis (Gn 3,15) al comienzo y por el Apocalipsis (Ap 12,1) al final de la historia de la salvación. Según el eterno designio de la Providencia la maternidad divina de María debe derramarse sobre la Iglesia, como indican algunas afirmaciones de la Tradición para las cuales la « maternidad » de María respecto de la Iglesia es el reflejo y la prolongación de su maternidad respecto del Hijo de Dios.50

Ya el momento mismo del nacimiento de la Iglesia y de su plena manifestación al mundo, según el Concilio, deja entrever esta continuidad de la maternidad de María: « Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús y los hermanos de Este" (Ac 1,14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la anunciación ».51

Por consiguiente, en la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el camino del « nacimiento del Espíritu ». Así la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace —por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo— presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia sigue siendo una presencia materna, como indican las palabras pronunciadas en la Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu hijo »; « Ahí tienes a tu madre ».

49 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 55.
50 Cf. S. León Magno, Tractatus 26, de natale Domini, 2: CCL 138, 126.
51 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 59.


II PARTE - LA MADRE DE DIOS EN EL CENTRO DE LA IGLESIA PEREGRINA


1. La Iglesia, Pueblo de Dios radicado en todas las naciones de la tierra

25 « La Iglesia, "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios",52 anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1Co 11,26) ».53 « Así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del desierto, es llamado alguna vez Iglesia de Dios (cf. Ne 13,1 Nb 20,4 Dt 23,1 ss.), así el nuevo Israel... se llama Iglesia de Cristo (cf. Mt 16,18), porque El la adquirió con su sangre (cf. Ac 20,28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social. La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y cada uno ».54

El Concilio Vaticano II habla de la Iglesia en camino, estableciendo una analogía con el Israel de la Antigua Alianza en camino a través del desierto. El camino posee un carácter inclusoexterior, visible en el tiempo y en el espacio, en el que se desarrolla históricamente. La Iglesia, en efecto, debe « extenderse por toda la tierra », y por esto « entra en la historia humana rebasando todos los límites de tiempo y de lugares ».55 Sin embargo, el carácter esencial de su camino es interior. Se trata de una peregrinación a través de la fe, por « la fuerza del Señor Resucitado »,56 de una peregrinación en el Espíritu Santo, dado a la Iglesia como invisible Consolador (parákletos) (cf. Jn 14,26 Jn 15,26 Jn 16,7): « Caminando, pues, la Iglesia a través de los peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió ... y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso ».57

Precisamente en este camino —peregrinación eclesial— a través del espacio y del tiempo, y más aún a través de la historia de las almas, María está presente, como la que es « feliz porque ha creído », como la que avanzaba « en la peregrinación de la fe », participando como ninguna otra criatura en el misterio de Cristo. Añade el Concilio que « María ... habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe ».58 Entre todos los creyentes es como un « espejo », donde se reflejan del modo más profundo y claro « las maravillas de Dios » (Ac 2,11).

52 S. Agustín, De Civitate Dei, XVIII, 51: CCL 48, 650.
53 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 8.
54 Ibid., LG 9.
55 Ibid., LG 9.
56 Ibid., LG 8.
57 Ibid., LG 9.
58 Ibid., LG 65.


26 La Iglesia, edificada por Cristo sobre los apóstoles, se hace plenamente consciente de estas grandes obras de Dios el día de Pentecostés, cuando los reunidos en el cenáculo « quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse » (Ac 2,4). Desde aquel momento inicia también aquel camino de fe, la peregrinación de la Iglesia a través de la historia de los hombres y de los pueblos. Se sabe que al comienzo de este camino está presente María, que vemos en medio de los apóstoles en el cenáculo « implorando con sus ruegos el don del Espíritu ».59

Su camino de fe es, en cierto modo, más largo. El Espíritu Santo ya ha descendido a ella, que se ha convertido en su esposa fiel en la anunciación, acogiendo al Verbo de Dios verdadero, prestando « el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El », más aún abandonándose plenamente en Dios por medio de « la obediencia de la fe »,60 por la que respondió al ángel: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra ». El camino de fe de María, a la que vemos orando en el cenáculo, es por lo tanto « más largo » que el de los demás reunidos allí: María les « precede », « marcha delante de » ellos.61 El momento de Pentecostés en Jerusalén ha sido preparado, además de la Cruz, por el momento de la Anunciación en Nazaret. En el cenáculo el itinerario de María se encuentra con el camino de la fe de la Iglesia ¿De qué manera?

Entre los que en el cenáculo eran asiduos en la oración, preparándose para ir « por todo el mundo » después de haber recibido el Espíritu Santo, algunos habían sido llamados por Jesússucesivamente desde el inicio de su misión en Israel. Once de ellos habían sido constituidos apóstoles, y a ellos Jesús había transmitido la misión que él mismo había recibido del Padre: « Como el Padre me envió, también yo os envío » (Jn 20,21), había dicho a los apóstoles después de la resurrección. Y cuarenta días más tarde, antes de volver al Padre, había añadido: cuando « el Espíritu Santo vendrá sobre vosotros ... seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra » (cf. Ac 1,8). Esta misión de los apóstoles comienza en el momento de su salida del cenáculo de Jerusalén. La Iglesia nace y crece entonces por medio del testimonio que Pedro y los demás apóstoles dan de Cristo crucificado y resucitado (cf. Ac 2,31-34 Ac 3,15-18 Ac 4,10-12 Ac 5,30-32).

María no ha recibido directamente esta misión apostólica. No se encontraba entre los que Jesús envió « por todo el mundo para enseñar a todas las gentes » (cf. Mt 28,19), cuando les confirió esta misión. Estaba, en cambio, en el cenáculo, donde los apóstoles se preparaban a asumir esta misión con la venida del Espíritu de la Verdad: estaba con ellos. En medio de ellos María « perseveraba en la oración » como « madre de Jesús » (Ac 1,13-14), o sea de Cristo crucificado y resucitado. Y aquel primer núcleo de quienes en la fe miraban « a Jesús como autor de la salvación »,62 era consciente de que Jesús era el Hijo de María, y que ella era su madre, y como tal era, desde el momento de la concepción y del nacimiento, un testigo singular del misterio de Jesús, de aquel misterio que ante sus ojos se había manifestado y confirmado con la Cruz y la resurrección. La Iglesia, por tanto, desde el primer momento, « miró » a María, a través de Jesús, como « miró » a Jesús a través de María. Ella fue para la Iglesia de entonces y de siempre un testigo singular de los años de la infancia de Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando « conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón » (Lc 2,19 cf. Lc 2,51).

Pero en la Iglesia de entonces y de siempre María ha sido y es sobre todo la que es « feliz porque ha creído »: ha sido la primera en creer. Desde el momento de la anunciación y de la concepción, desde el momento del nacimiento en la cueva de Belén, María siguió paso tras paso a Jesús en su maternal peregrinación de fe. Lo siguió a través de los años de su vida oculta en Nazaret; lo siguió también en el período de la separación externa, cuando él comenzó a « hacer y enseñar » (cf. Ac 1,1) en Israel; lo siguió sobre todo en la experiencia trágica del Gólgota. Mientras María se encontraba con los apóstoles en el cenáculo de Jerusalén en los albores de la Iglesia, se confirmaba su fe, nacida de las palabras de la anunciación. El ángel le había dicho entonces: « Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande.. reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin » (Lc 1,32-33). Los recientes acontecimientos del Calvario habían cubierto de tinieblas aquella promesa; y ni siquiera bajo la Cruz había disminuido la fe de María. Ella también, como Abraham, había sido la que « esperando contra toda esperanza, creyó » (Rm 4,18). Y he aquí que, después de la resurrección, la esperanza había descubierto su verdadero rostro y la promesa había comenzado a transformarse en realidad. En efecto, Jesús, antes de volver al Padre, había dicho a los apóstoles: « Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes ... Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,19 Mt 28,20). Así había hablado el que, con su resurrección, se reveló como el triunfador de la muerte, como el señor del reino que « no tendrá fin », conforme al anuncio del ángel.

59 Ibid., LG 59.
60 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelacion Dei Verbum, DV 5.
61 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 63.
62 Cf. ibid., LG 9.


27 Ya en los albores de la Iglesia, al comienzo del largo camino por medio de la fe que comenzaba con Pentecostés en Jerusalén, María estaba con todos los que constituían el germen del « nuevo Israel ». Estaba presente en medio de ellos como un testigo excepcional del misterio de Cristo. Y la Iglesia perseveraba constante en la oración junto a ella y, al mismo tiempo, « la contemplaba a la luz del Verbo hecho hombre ». Así sería siempre. En efecto, cuando la Iglesia « entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación », piensa en la Madre de Cristo con profunda veneración y piedad.63 María pertenece indisolublemente al misterio de Cristo y pertenece además al misterio de la Iglesia desde el comienzo, desde el día de su nacimiento. En la base de lo que la Iglesia es desde el comienzo, de lo que debe ser constantemente, a través de las generaciones, en medio de todas las naciones de la tierra, se encuentra la que « ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor » (Lc 1,45). Precisamente esta fe de María, que señala el comienzo de la nueva y eterna Alianza de Dios con la humanidad en Jesucristo, esta heroica fe suya « precede » el testimonioapostólico de la Iglesia, y permanece en el corazón de la Iglesia, escondida como un especial patrimonio de la revelación de Dios. Todos aquellos que, a lo largo de las generaciones, aceptando el testimonio apostólico de la Iglesia participan de aquella misteriosa herencia, en cierto sentido, participan de la fe de María.

Las palabras de Isabel « feliz la que ha creído » siguen acompañando a María incluso en Pentecostés, la siguen a través de las generaciones, allí donde se extiende, por medio del testimonio apostólico y del servicio de la Iglesia, el conocimiento del misterio salvífico de Cristo. De este modo se cumple la profecía del Magníficat: « Me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo » (Lc 1,48-49). En efecto, al conocimiento del misterio de Cristo sigue la bendición de su Madre bajo forma de especial veneración para la Theotókos. Pero en esa veneración está incluida siempre la bendición de su fe. Porque la Virgen de Nazaret ha llegado a ser bienaventurada por medio de esta fe, de acuerdo con las palabras de Isabel. Los que a través de los siglos, de entre los diversos pueblos y naciones de la tierra, acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo encarnado y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con veneración y recurren con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su fe el sostén para la propia fe. Y precisamente esta participación viva de la fe de María decide su presencia especial en la peregrinación de la Iglesia como nuevo Pueblo de Dios en la tierra.

63 Cf. ibid., LG 65.


28 Como afirma el Concilio: « María ... habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación ... mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio, y hacia el amor del Padre ».64 Por lo tanto, en cierto modo la fe de María, sobre la base del testimonio apostólico de la Iglesia, se convierte sin cesar en la fe del pueblo de Dios en camino: de las personas y comunidades, de los ambientes y asambleas, y finalmente de los diversos grupos existentes en la Iglesia. Es una fe que se transmite al mismo tiempo mediante el conocimiento y el corazón. Se adquiere o se vuelve a adquirir constantemente mediante la oración. Por tanto « también en su obra apostólica con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles ».65

Ahora, cuando en esta peregrinación de la fe nos acercamos al final del segundo Milenio cristiano, la Iglesia, mediante el magisterio del Concilio Vaticano II, llama la atención sobre lo que ve en sí misma. como un « único Pueblo de Dios ... radicado en todas las naciones de la tierra », y sobre la verdad según la cual todos los fieles, aunque a esparcidos por el haz de la tierra comunican en el Espíritu Santo con los demás »,66 de suerte que se puede decir que en esta unión se realiza constantemente el misterio de Pentecostés. Al mismo tiempo, los apóstoles y los discípulos del Señor, en todas las naciones de la tierra « perseveran en la oración en compañía de María, la madre de Jesús » (cf.
Ac 1,14). Constituyendo a través de las generaciones « el signo del Reino » que no es de este mundo,67 ellos son asimismo conscientes de que en medio de este mundo tienen que reunirse con aquel Rey, al que han sido dados en herencia los pueblos (Ps 2,8), al que el Padre ha dado « el trono de David su padre », por lo cual « reina sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin ».

En este tiempo de vela María, por medio de la misma fe que la hizo bienaventurada especialmente desde el momento de la anunciación, está presente en la misión y en la obra de la Iglesia que introduce en el mundo el Reino de su Hijo.68 Esta presencia de María encuentra múltiples medios de expresión en nuestros días al igual que a lo largo de la historia de la Iglesia. Posee también un amplio radio de acción; por medio de la fe y la piedad de los fieles, por medio de las tradiciones de las familias cristianas o « iglesias domésticas », de las comunidades parroquiales y misioneras, de los institutos religiosos, de las diócesis, por medio de la fuerza atractiva e irradiadora de los grandes santuarios, en los que no sólo los individuos o grupos locales, sino a veces naciones enteras y continentes, buscan el encuentro con la Madre del Señor, con la que es bienaventurada porque ha creído; es la primera entre los creyentes y por esto se ha convertido en Madre del Emmanuel. Este es el mensaje de la tierra de Palestina, patria espiritual de todos los cristianos, al ser patria del Salvador del mundo y de su Madre. Este es el mensaje de tantos templos que en Roma y en el mundo entero la fe cristiana ha levantado a lo largo de los siglos. Este es el mensaje de los centros como Guadalupe, Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en las distintas naciones, entre los que no puedo dejar de citar el de mi tierra natal Jasna Gora. Tal vez se podría hablar de una específica a « geografía » de la fe y de la piedad mariana, que abarca todos estos lugares de especial peregrinación del Pueblo de Dios, el cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar, en el ámbito de la materna presencia de « la que ha creído », la consolidación de la propia fe. En efecto, en la fe de María, ya en la anunciación y definitivamente junto a la Cruz, se ha vuelto a abrir por parte del hombre aquel espacio interior en el cual el eterno Padre puede colmarnos « con toda clase de bendiciones espirituales »: el espacio « de la nueva y eterna Alianza ».69 Este espacio subsiste en la Iglesia, que es en Cristo como « un sacramento ... de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano ».70

En la fe, que María profesó en la Anunciación como « esclava del Señor » y en la que sin cesar « precede » al « Pueblo de Dios » en camino por toda la tierra, la Iglesia « tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera ... bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu ».71

64 Ibid., LG 65.
65 Ibid., LG 65.
66 Cf. ibid., LG 13.
67 Cf. ibid., LG 13.
68 Cf. ibid., LG 13.
69 Cfr. Misal Romano, fórmula de la consagración del cáliz en las Plegarias Eucarísticas.
70 Conc. Ecum. Vat. II. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 1.
71 Ibid., LG 13.


2. El camino de la Iglesia y la unidad de todos los cristianos

29 « El Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para que todos se unan en paz, en un rebaño y bajo un solo pastor, como Cristo determinó ».72 El camino de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está marcado por el signo del ecumenismo; los cristianos buscan las vías para reconstruir la unidad, por la que Cristo invocaba al Padre por sus discípulos el día antes de la pasión: « para que todos sean uno.Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado » (Jn 17,21). Por consiguiente, la unidad de los discípulos de Cristo es un gran signo para suscitar la fe del mundo, mientras su división constituye un escándalo.73

El movimiento ecuménico, sobre la base de una conciencia más lúcida y difundida de la urgencia de llegar a la unidad de todos los cristianos, ha encontrado por parte de la Iglesia católica su expresión culminante en el Concilio Vaticano II. Es necesario que los cristianos profundicen en sí mismos y en cada una de sus comunidades aquella « obediencia de la fe », de la que María es el primer y más claro ejemplo. Y dado que « antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y consuelo », ofrece gran gozo y consuelo para este sacrosanto Concilio el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separadosquienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los Orientales ».74

72 Ibid., LG 15.
73 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, UR 1.
74 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 68 LG 69. Sobre la Santísima Virgen María, promotora de la unidad de los cristianos y sobre el culto de María en Oriente, cf. León XIII, Carta Enc. Adiutricem populi (5 de septiembre de 1895): Acta Leonis, XV, 300-312.


30 Los cristianos saben que su unidad se conseguirá verdaderamente sólo si se funda en la unidad de su fe. Ellos deben resolver discrepancias de doctrina no leves sobre el misterio y ministerio de la Iglesia, y a veces también sobre la función de María en la obra de la salvación.75 Los diferentes coloquios, tenidos por la Iglesia católica con las Iglesias y las Comunidades eclesiales de Occidente,76 convergen cada vez más sobre estos dos aspectos inseparables del mismo misterio de la salvación. Si el misterio del Verbo encarnado nos permite vislumbrar el misterio de la maternidad divina y si, a su vez, la contemplación de la Madre de Dios nos introduce en una comprensión más profunda del misterio de la Encarnación, lo mismo se debe decir del misterio de la Iglesia y de la función de María en la obra de la salvación. Profundizando en uno y otro, iluminando el uno por medio del otro, los cristianos deseosos de hacer —como les recomienda su Madre— lo que Jesús les diga (cf. Jn 2,5), podrán caminar juntos en aquella « peregrinación de la fe », de la que María es todavía ejemplo y que debe guiarlos a la unidad querida por su único Señor y tan deseada por quienes están atentamente a la escucha de lo que hoy « el Espíritu dice a las Iglesias » (Ap 2,7 Ap 2,11 Ap 2,17).

Entre tanto es un buen auspicio que estas Iglesias y Comunidades eclesiales concuerden con la Iglesia católica en puntos fundamentales de la fe cristiana, incluso en lo concerniente a la Virgen María. En efecto, la reconocen como Madre del Señor y consideran que esto forma parte de nuestra fe en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Estas Comunidades miran a María que, a los pies de la Cruz, acoge como hijo suyo al discípulo amado, el cual a su vez la recibe como madre.

¿Por qué, pues, no mirar hacia ella todos juntos como a nuestra Madre común, que reza por la unidad de la familia de Dios y que « precede » a todos al frente del largo séquito de los testigos de la fe en el único Señor, el Hijo de Dios, concebido en su seno virginal por obra del Espíritu Santo?

75 Cf. Conc Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, UR 20.
76 Ibid., UR 19.


31 Por otra parte, deseo subrayar cuan profundamente unidas se sienten la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales por el amor y por la alabanza a la Theotókos.No sólo « los dogmas fundamentales de la fe cristiana: los de la Trinidad y del Verbo encarnado en María Virgen han sido definidos en concilios ecuménicos celebrados en Oriente »,77 sino también en su culto litúrgico « los Orientales ensalzan con himnos espléndidos a María siempre Virgen ... y Madre Santísima de Dios ».78

Los hermanos de estas Iglesias han conocido vicisitudes complejas, pero su historia siempre ha transcurrido con un vivo deseo de compromiso cristiano y de irradiación apostólica, aunque a menudo haya estado marcada por persecuciones incluso cruentas. Es una historia de fidelidad al Señor, una auténtica « peregrinación de la fe » a través de lugares y tiempos durante los cuales los cristianos orientales han mirado siempre con confianza ilimitada a la Madre del Señor, la han celebrado con encomio y la han invocado con oraciones incesantes. En los momentos difíciles de la probada existencia cristiana « ellos se refugiaron bajo su protección »,79conscientes de tener en ella una ayuda poderosa. Las Iglesias que profesan la doctrina de Éfeso proclaman a la Virgen « verdadera Madre de Dios », ya que a nuestro Señor Jesucristo, nacido del Padre antes de los siglos según la divinidad, en los últimos tiempos, por nosotros y por nuestra salvación, fue engendrado por María Virgen Madre de Dios según la carne ».80 Los Padres griegos y la tradición bizantina, contemplando la Virgen a la luz del Verbo hecho hombre, han tratado de penetrar en la profundidad de aquel vínculo que une a María, como Madre de Dios, con Cristo y la Iglesia: la Virgen es una presencia permanente en toda la extensión del misterio salvífico.

Las tradiciones coptas y etiópicas han sido introducidas en esta contemplación del misterio de María por san Cirilo de Alejandría y, a su vez, la han celebrado con abundante producción poética.81 El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado « la cítara del Espíritu Santo », ha cantado incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia siríaca.82 En su panegírico sobre la Theotókos, san Gregorio de Narek, una de las glorias más brillantes de Armenia, con fuerte inspiración poética, profundiza en los diversos aspectos del misterio de la Encarnación, y cada uno de los mismos es para él ocasión de cantar y exaltar la dignidad extraordinaria y la magnífica belleza de la Virgen María, Madre del Verbo encarnado.83

No sorprende, pues, que María ocupe un lugar privilegiado en el culto de las antiguas Iglesias orientales con una abundancia incomparable de fiestas y de himnos.

77 Ibid.,
UR 14.
78 Ibid., UR 15.
79 Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm., sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 66.
80 Conc. Ecum. Calced., Definitio fidei: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 1973 (3), 86 (DS 301)
81 Cf. el Weddâsê Mâryâm (Alabanzas de María), que está a continuación del Salterio etíope y contiene himnos y plegarias a María para cada día de la semana. Cf. también el Matshafa Kidâna Mehrat (Libro del Pacto de Misericordia); es de destacar la importancia reservada a María en los Himnos así como en la liturgia etíope.
82 Cf. S. Efrén, Hymn. de Nativitate: Scriptores Syri, 82: CSCO, 186.
83 Cf. S. Gregorio De Narek, Le livre des prières: S. Ch. 78, 160-163; 428-432.


Redemptoris Mater ES 22