Reconciliatio et paenitentia ES 17

Mortal y venial

17 Pero he aquí, en el misterio del pecado, una nueva dimensión sobre la que la mente del hombre jamás ha dejado de meditar: la de su gravedad. Es una cuestión inevitable, a la que la conciencia cristiana nunca ha renunciado a dar una respuesta: ¿por qué y en qué medida el pecado es grave en la ofensa que hace a Dios y en su repercusión sobre el hombre? La Iglesia tiene su doctrina al respecto, y la reafirma en sus elementos esenciales, aun sabiendo que no es siempre fácil, en las situaciones concretas, deslindar netamente los confines.

Ya en el Antiguo Testamento, para no pocos pecados —los cometidos con deliberación,(75) las diversas formas de impudicicia,(76) idolatría,(77) culto a los falsos dioses(78)— se declaraba que el reo debía ser «eliminado de su pueblo», lo que podía también significar ser condenado a muerte.(79) A estos pecados se contraponían otros, sobre todo los cometidos por ignorancia, que eran perdonados mediante un sacrificio.(80)

Refiriéndose también a estos textos, la Iglesia, desde hace siglos, constantemente habla de pecado mortal y de pecado venial. Pero esta distinción y estos términos se esclarecen sobre todo en el Nuevo Testamento, donde se encuentran muchos textos que enumeran y reprueban con expresiones duras los pecados particularmente merecedores de condena,(81) además de la ratificación del Decálogo hecha por el mismo Jesús.(82) Quiero referirme aqui de modo especial a dos páginas significativas e impresionantes.

San Juan, en un texto de su primera Carta, habla de un pecado que conduce a la muerte (pròs thánaton) en contraposición a un pecado que no conduce a la muerte (mè pròs thánaton).(83) Obviamente, aquí el concepto de muerte es espiritual: se trata de la pérdida de la verdadera vida o «vida eterna», que para Juan es el conocimiento del Padre y del Hijo,(84) la comunión y la intimidad entre ellos. El pecado que conduce a la muerte parece ser en este texto la negación del Hijo,(85) o el culto a las falsas divinidades.(86) De cualquier modo con esta distinción de conceptos, Juan parece querer acentuar la incalculable gravedad de lo que es la esencia del pecado, el rechazo de Dios, que se realiza sobre todo en la apostasía y en la idolatría, o sea en repudiar la fe en la verdad revelada y en equiparar con Dios ciertas realidades creadas, elevándolas al nivel de ídolos o falsos dioses.(87) Pero el Apóstol en esa página intenta también poner en claro la certeza que recibe el cristiano por el hecho de ser «nacido de Dios» y por la venida del Hijo: existe en él una fuerza que lo preserva de la caída del pecado; Dios lo custodia, «el Maligno no lo toca». Porque si peca por debilidad o ignorancia, existe en él la esperanza de la remisión, gracias también a la ayuda que le proviene de la oración común de los hermanos.

En otro texto del Nuevo Testamento, en el Evangelio de Mateo,(88) el mismo Jesús habla de una «blasfemia contra el Espíritu Santo», la cual es «irremisible», ya que ella es, en sus manifestaciones, un rechazo obstinado de conversión al amor del Padre de las misericordias.

Es claro que se trata de expresiones extremas y radicales del rechazo de Dios y de su gracia y, por consiguiente, de la oposición al principio mismo de la salvación,(89) por las que el hombre parece cerrarse voluntariamente la vía de la remisión. Es de esperar que pocos quieran obstinarse hasta el final en esta actitud de rebelión o, incluso, de desafío contra Dios, el cual, por otro lado, en su amor misericordioso es más fuerte que nuestro corazón —como nos enseña también San Juan(90)— y puede vencer todas nuestras resistencias psicológicas y espirituales, de manera que —como escribe Santo Tomás de Aquino— «no hay que desesperar de la salvación de nadie en esta vida, considerada la omnipotencia y la misericordia de Dios».(91)

Pero ante el problema del encuentro de una voluntad rebelde con Dios, infinitamente justo, no se puede dejar de abrigar saludables sentimientos de «temor y temblor», como sugiere San Pablo;(92) mientras la advertencia de Jesús sobre el pecado que no es «remisible» confirma la existencia de culpas, que pueden ocasionar al pecador «la muerte eterna» como pena.

A la luz de estos y otros textos de la Sagrada Escritura, los doctores y los teólogos, los maestros de la vida espiritual y los pastores han distinguido los pecados en mortales yveniales.San Agustín, entre otros, habla de letalia o mortifera crimina, oponiéndolos avenialia, levia o quotidiana.(93) El significado que él atribuye a estos calificativos influirá en el Magisterio posterior de la Iglesia. Después de él, será Santo Tomás de Aquino el que formulará en los términos más claros posibles la doctrina que se ha hecho constante en la Iglesia.

Al definir y distinguir los pecados mortales y veniales, no podría ser ajena a Santo Tomás y a la teología sobre el pecado, que se basa en su enseñanza, la referencia bíblica y, por consiguiente, el concepto de muerte espiritual. Según el Doctor Angélico, para vivir espiritualmente, el hombre debe permanecer en comunión con el supremo principio de la vida, que es Dios, en cuanto es el fin último de todo su ser y obrar. Ahora bien, el pecado es un desorden perpetrado por el hombre contra ese principio vital. Y cuando «por medio del pecado, el alma comete una acción desordenada que llega hasta la separación del fin último —Dios— al que está unida por la caridad, entonces se da el pecado mortal; por el contrario, cada vez que la acción desordenada permanece en los límites de la separación de Dios, entonces el pecado es venial».(94) Por esta razón, el pecado venial no priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por lo tanto, de la bienaventuranza eterna, mientras que tal privación es precisamente consecuencia del pecado mortal.

Considerando además el pecado bajo el aspecto de la pena que incluye, Santo Tomás con otros doctores llama mortal al pecado que, si no ha sido perdonado, conlleva una pena eterna; esvenial el pecado que merece una simple pena temporal (o sea parcial y expiable en la tierra o en el purgatorio).

Si se mira además a la materia del pecado, entonces las ideas de muerte, de ruptura radical con Dios, sumo bien, de desviación del camino que lleva a Dios o de in terrupción del camino hacia Él (modos todos ellos de definir el pecado mortal) se unen con la idea de gravedad del contenido objetivo; por esto, el pecado grave se identifica prácticamente, en la doctrina y en la acción pastoral de la Iglesia, con el pecado mortal.

Recogemos aquí el núcleo de la enseñanza tradicional de la Iglesia, reafirmada con frecuencia y con vigor durante el reciente Sínodo. En efecto, éste no sólo ha vuelto a afirmar cuanto fue proclamado por el Concilio de Trento sobre la existencia y la naturaleza de los pecadosmortales y veniales,(95) sino que ha querido recordar que es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento. Es un deber añadir —como se ha hecho también en el Sínodo— que algunos pecados, por razón de su materia, son intrínsecamente graves y mortales. Es decir, existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave.(96)

Esta doctrina basada en el Decálogo y en la predicación del Antiguo Testamento, recogida en elKérigma de los Apóstoles y perteneciente a la más antigua enseñanza de la Iglesia que la repite hasta hoy, tiene una precisa confirmación en la experiencia humana de todos los tiempos. El hombre sabe bien, por experiencia, que en el camino de fe y justicia que lo lleva al conocimiento y al amor de Dios en esta vida y hacia la perfecta unión con él en la eternidad, puede detenerse o distanciarse, sin por ello abandonar la vida de Dios; en este caso se da elpecado venial, que, sin embargo, no deberá ser atenuado como si automáticamente se convirtiera en algo secundario o en un «pecado de poca importancia».

Pero el hombre sabe también, por una experiencia dolorosa, que mediante un acto consciente y libre de su voluntad puede volverse atrás, caminar en el sentido opuesto al que Dios quiere y alejarse así de Él (aversio a Deo), rechazando la comunión de amor con Él, separándose del principio de vida que es Él, y eligiendo, por lo tanto, la muerte.

Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina (conversio ad creaturam). Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave. El hombre siente que esta desobediencia a Dios rompe la unión con su principio vital: es un pecado mortal, o sea un acto que ofende gravemente a Dios y termina por volverse contra el mismo hombre con una oscura y poderosa fuerza de destrucción.

Durante la asamblea sinodal algunos Padres propusieron una triple distinción de los pecados, que podrían clasificarse en veniales, graves y mortales.Esta triple distinción podría poner de relieve el hecho de que existe una gradación en los pecados graves. Pero queda siempre firme el principio de que la distinción esencial y decisiva está entre el pecado que destruye la caridad y el pecado que no mata la vida sobrenatural; entre la vida y la muerte no existe una vía intermedia.

Del mismo modo se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de «opción fundamental» —como hoy se suele decir— contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal también, cuando el hombre, sabiendo y queriendo elige, por cualquier razón, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede pues ser radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría teológica, como es concretamente la «opción fundamental» entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional de pecado mortal.

Si bien es de apreciar todo intento sincero y prudente de clarificar el misterio psicológico y teológico del pecado, la Iglesia, sin embargo, tiene el deber de recordar a todos los estudiosos de esta materia, por un lado, la necesidad de ser fieles a la Palabra de Dios que nos instruye también sobre el pecado; y, por el otro, el riesgo que se corre de contribuir a atenuar más aún, en el mundo contemporáneo, el sentido del pecado.

75. Cf.
Nb 15,30.
76. Cf. Lv 18,26-30.
77. Cf. Lv 19,4.
78. Cf. Lv 20,1-7.
79. Cf. Ex 21,17
80. Cf. Lv 4,2 ss.; Lv 5,1 ss.; Nb 15,22-29.
81. Cf. Mt 5,28 Mt 6,23 Mt 12,31 s.; Mt 15,19 Mc 3,28-30 Rm 1,29-31 Rm 13,13 Jc 4.
82. Cf. Mt 5,17 Mt 15,1-10 Mc 10,19 Lc 18,20.
83. Cf. 1Jn 5,16 s.
84. Cf. Jn 17,3.
85. Cf. 1Jn 2,22
86. Cf. 1Jn 5,21.
87. Cf. 1Jn 5,16-21.
88. Mt 12,31 s.
89. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II 14,1-3.
90. Cf. 1Jn 3,20
91. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II 14,3, ad primum.
92. Cf. Ph 2,12.
93. Cf. S. Agustín, De Spiritu et littera, XXVIII: CSEL 60, 202 s.; CCL 38, 441; Enarrat. in ps.39, 22: Enchiridion ad Laurentium, de fide et spe et caritate, XIX, 71: CCL 46, 88; In Ioannis Evangelium tractatus, 12, 3, 14: CCL 36, 129.
94. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II 72,5.
95. Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Sesión VI, De iustificatione cap. 2 y cann. 23, 25, 27:Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 1973³, pp. 671. 680 S. (DS 1573 DS 1575 DS 1577).
96. Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Sesión VI De iustificatione cap. XV: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, ed. cit. 677 (DS 1544).


Pérdida del sentido del pecado

18 A través del Evangelio leído en la comunión eclesial, la conciencia cristiana ha adquirido, a lo largo de las generaciones, una fina sensibilidad y una aguda percepción de los fermentos de muerte, que están contenidos en el pecado. Sensibilidad y capacidad de percepción también para individuar estos fermentos en las múltiples formas asumidas por el pecado, en los tantos aspectos bajo los cuales se presenta. Es lo que se llama el sentido del pecado.

Este sentido tiene su raíz en la conciencia moral del hombre y es como su termómetro. Está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así como no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la conciencia, tampoco se borra jamás completamente el sentido del pecado.

Sin embargo, sucede frecuentemente en la historia, durante períodos de tiempo más o menos largos y bajo la influencia de múltiples factores, que se oscurece gravemente la conciencia moral en muchos hombres. «¿Tenemos una idea justa de la conciencia?» —preguntaba yo hace dos años en un coloquio con los fieles— . «¿No vive el hombre contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de una "anestesia" de la conciencia?».(97) Muchas señales indican que en nuestro tiempo existe este eclipse, que es tanto más inquietante, en cuanto esta conciencia, definida por el Concilio como «el núdeo más secreto y el sagrario del hombre»,(98) está «íntimamente unida a lalibertad del hombre (...). Por esto la conciencia, de modo principal, se encuentra en la base de la dignidad interior del hombre y, a la vez, de su relación con Dios».(99) Por lo tanto, es inevitable que en esta situación quede oscurecido también el sentido del pecado, que está íntimamente unido a la conciencia moral, a la búsqueda de la verdad, a la voluntad de hacer un uso responsable de la libertad. Junto a la conciencia queda también oscurecido el sentido de Dios, y entonces, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado. He aquí por qué mi Predecesor Pio XII, con una frase que ha llegado a ser casi proverbial, pudo declarar en una ocasión que «el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado».(100)

¿Por qué este fenómeno en nuestra época? Una mirada a determinados elementos de la cultura actual puede ayudarnos a entender la progresiva atenuación del sentido del pecado, debido precisamente a la crisis de la conciencia y del sentido de Dios antes indicada.

El «secularismo» que por su misma naturaleza y definición es un movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, a la vez que embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de «perder la propia alma», no puede menos de minar el sentido del pecado. Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre. Pero precisamente aquí se impone la amarga experiencia a la que hacía yo referencia en mi primera Encíclica, o sea que el hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre.(101) En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino.(102) Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado.

Se diluye este sentido del pecado en la sociedad contemporánea también a causa de los equívocos en los que se cae al aceptar ciertos resultados de la ciencia humana. Así, en base a determinadas afirmaciones de la psicología, la preocupación por no culpar o por no poner frenos a la libertad, lleva a no reconocer jamás una falta. Por una indebida extrapolación de los criterios de la ciencia sociológica se termina —como ya he indicado— con cargar sobre la sociedad todas las culpas de las que el individuo es declarado inocente. A su vez, también una cierta antropología cultural, a fuerza de agrandar los innegables condicionamientos e influjos ambientales e históricos que actúan en el hombre, limita tanto su responsabilidad que no le reconoce la capacidad de ejecutar verdaderos actos humanos y, por lo tanto, la posibilidad de pecar.

Disminuye fácilmente el sentido del pecado también a causa de una ética que deriva de un determinado relativismo historicista. Puede ser la ética que relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicional, y negando, consiguientemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos, independientemente de las circunstancias en que son realizados por el sujeto.

Se trata de un verdadero «vuelco o de una caída de valores morales» y «el problema no es sólo de ignorancia de la ética cristiana», sino «más bien del sentido de los fundamentos y los criterios de la actitud moral».(103) El efecto de este vuelco ético es también el de amortiguar la noción de pecado hasta tal punto que se termina casi afirmando que el pecado existe, pero no se sabe quién lo comete.

Se diluye finalmente el sentido del pecado, cuando éste —como puede suceder en la enseñanza a los jóvenes, en las comunicaciones de masa y en la misma vida familiar— se identifica erróneamente con el sentimiento morboso de la culpa o con la simple transgresión de normas y preceptos legales.

La pérdida del sentido del pecado es, por lo tanto, una forma o fruto de la negación de Dios: no sólo de la atea, sino además de la secularista. Si el pecado es la interrupción de la relación filial con Dios para vivir la propia existencia fuera de la obediencia a Él, entonces pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria. Un modelo de sociedad mutilado o desequilibrado en uno u otro sentido, como es sostenido a menudo por los medios de comunicación, favorece no poco la pérdida progresiva del sentido del pecado. En tal situación el ofuscamiento o debilitamiento del sentido del pecado deriva ya sea del rechazo de toda referencia a lo trascendente en nombre de la aspiración a la autonomía personal, ya sea del someterse a modelos éticos impuestos por el consenso y la costumbre general, aunque estén condenados por la conciencia individual, ya sea de las dramáticas condiciones socio-económicas que oprimen a gran parte de la humanidad, creando la tendencia a ver errores y culpas sólo en el ámbito de lo social; ya sea, finalmente y sobre todo, del oscurecimiento de la idea de la paternidad de Dios y de su dominio sobre la vida del hombre.

Incluso en el terreno del pensamiento y de la vida eclesial algunas tendencias favorecen inevitablemente la decadencia del sentido del pecado. Algunos, por ejemplo, tienden a sustituir actitudes exageradas del pasado con otras exageraciones; pasan de ver pecado en todo, a no verlo en ninguna parte; de acentuar demasiado el temor de las penas eternas, a predicar un amor de Dios que excluiría toda pena merecida por el pecado; de la severidad en el esfuerzo por corregir las conciencias erróneas, a un supuesto respeto de la conciencia, que suprime el deber de decir la verdad. Y ¿por qué no añadir que la confusión, creada en la conciencia de numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual, sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana, termina por hacer disminuir, hasta casi borrarlo, el verdadero sentido del pecado? Ni tampoco han de ser silenciados algunos defectos en la praxis de la Penitencia sacramental: tal es la tendencia a ofuscar el significado eclesial del pecado y de la conversión, reduciéndolos a hechos meramente individuales, o por el contrario, a anular la validez personal del bien y del mal por considerar exclusivamente su dimensión comunitaria; tal es también el peligro, nunca totalmente eliminado, del ritualismo de costumbre que quita al Sacramento su significado pleno y su eficacia formativa.

Restablecer el sentido justo del pecado es la primera manera de afrontar la grave crisis espiritual, que afecta al hombre de nuestro tiempo. Pero el sentido del pecado se restablece únicamente con una clara llamada a los principios inderogables de razón y de fe que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre.

Es lícito esperar que, sobre todo en el mundo cristiano y eclesial, florezca de nuevo un sentido saludable del pecado. Ayudarán a ello una buena catequesis, iluminada por la teología bíblica de la Alianza, una escucha atenta y una acogida fiel del Magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del Sacramento de la Penitencia.

97. Juan Pablo II, Angelus del 14 de marzo de 1982: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 21 de marzo, 1982.
98. Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual,
GS 16.
99. Juan Pablo II, Angelus del 14 de marzo de 1982: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 21 de marzo, 1982.
100. Pío XII, Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional de los Estados Unidos en Boston (26 de octubre de 1946): Discursos y Radiomensajes, VIII (1946), 288.
101. Cf. Juan Pablo II, Encíc. Redemptor hominis, RH 15: AAS 71 (1979), 286-289.
102. Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 3; cf. 1Jn 3,9.
103. Juan Pablo II, Discurso a los Obispos de la Región Este de Francia (1 de abril de 1982), 2: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 25 de abril, 1982.


CAPÍTULO SEGUNDO - «MYSTERIUM PIETATIS»

19 Para conocer el pecado era necesario fijar la mirada en su naturaleza, que se nos ha dado a conocer por la revelación de la economía de la salvación: el pecado es el mysterium iniquitatis. Pero en esta economía el pecado no es protagonista, ni mucho menos vencedor. Contrasta como antagonista con otro principio operante, que —empleando una bella y sugestiva expresión de San Pablo— podemos llamar mysterium o sacramentum pietatis. El pecado del hombre resultaría vencedor y, al final, destructor; el designio salvífico de Dios permanecería incompleto o, incluso, derrotado, si este mysterium pietatis no se hubiera inserido en la dinámica de la historia para vencer el pecado del hombre.

Encontramos esta expresión en una de las Cartas Pastorales de San Pablo, en la primera a Timoteo. Esta aparece al improviso como una inspiración que irrumpe. En efecto, el Apóstol ha dedicado precedentemente largos párrafos de su mensaje al discípulo predilecto con el fin de explicar el significado del ordenamiento de la comunidad (el litúrgico y, unido a él, el jerárquico); habla después del cometido de los jefes de la comunidad, para referirse finalmente al comportamiento del mismo Timoteo «en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad». Luego, al final del fragmento, evoca casi ex abrupto, pero con un propósito profundo, lo que da significado a todo lo que ha escrito: «Y sin duda ... es grande el misterio de la piedad ...».(104)

Sin traicionar mínimamente el sentido literal del texto, podemos ampliar esta magnífica intuición teológica del Apóstol a una visión más completa del papel que la verdad anunciada por él tiene en la economía de la salvación. «Es grande en verdad —repetimos con él— el misterio de la piedad», porque vence al pecado.

Pero, ¿qué es esta piedad en la concepción paulina?

104.
1Tm 3,15 s.


Es el mismo Cristo


20 Es muy significativo que, para presentar este «mysterium pietatis», Pablo, sin establecer una relación gramatical con el texto precedente,(105) transcriba simplemente tres líneas de unHimno cristológico, que —según la opinión de estudiosos acreditados— era empleado en las comunidades helénico-cristianas.

Con las palabras de ese Himno, densas de contenido teológico y de gran belleza, los creyentes del primer siglo profesaban su fe en el misterio de Cristo:

7. que Él se ha manifestado en la realidad de la carne humana y ha sido constituido por el Espíritu Santo como el justo, que se ofrece por los injustos;
8. que Él ha aparecido ante los ángeles como más grande que ellos, y ha sido predicado a las gentes como portador de salvación;
9. que Él ha sido creído en el mundo como enviado del Padre, y que el mismo Padre lo ha elevado al cielo, como Señor.(106)
Por lo tanto, el misterio o sacramento de la piedad es el mismo misterio de Cristo. Es en una síntesis completa: el misterio de la Encarnación y de la Redención, de la Pascua plena de Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María; misterio de su pasión y muerte, de su resurrección y glorificación. Lo que san Pablo, recogiendo las frases del himno, ha querido recalcar es queeste misterio es el principio secreto vital que hace de la Iglesia la casa de Dios, la columna y el fundamento de la verdad. Siguiendo la enseñanza paulina, podemos afirmar que este mismomisterio de la infinita piedad de Dios hacia nosotros es capaz de penetrar hasta las raíces más escondidas de nuestra iniquidad, para suscitar en el alma un movimiento de conversión, redimirla e impulsarla hacia la reconcliación.

Refiriéndose sin duda a este misterio, también San Juan, con su lenguaje característico diferente del de San Pablo, pudo escribir que «todo el nacido de Dios no peca, sino que el nacido de Dios le guarda, y el maligno no le toca».(107) En esta afirmación de San Juan hay una indicación de esperanza, basada en las promesas divinas: el cristiano ha recibido la garantía y las fuerzas necesarias para no pecar. No se trata, por consiguiente, de una impecabilidad adquirida por virtud propia o incluso connatural al hombre, como pensaban los gnósticos. Es un resultado de la acción de Dios. Para no pecar el cristiano dispone del conocimiento de Dios, recuerda San Juan en este mismo texto. Pero poco antes escribía: «Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque la simiente de Dios permanece en él»(108) Si por esta «simiente de Dios» nos referimos —como proponen algunos comentaristas— a Jesús, el Hijo de Dios, entonces podemos decir que para no pecar —o para liberarse del pecado— el cristiano dispone de la presencia en su interior del mismo Cristo y del misterio de Cristo, que es misterio de piedad.

105. El texto ofrece una cierta dificultad, ya que el pronombre relativo, que abre la citación literal, no concuerda con el neutro « mysterium ». Algunos manuscritos tardíos han retocado el texto para corregirlo gramaticalmente. Pablo sólo ha intentado yuxtaponer al suyo un texto venerable, para él plenamente clarificador.
106. La comunidad cristiana primitiva expresa su fe en el Crucificado glorificado, al que los ángeles adoran y que es el Señor. Pero el elemento impresionante de este mensaje sigue siendo el «manifestado en la carne»: que el Hijo Eterno de Dios se haya hecho hombre es el «gran misterio».
107.
1Jn 5,18s.
108. 1Jn 3,9.


El esfuerzo del cristiano

21 Pero existe en el mysterium pietatis otro aspecto; a la piedad de Dios hacia el cristiano debe corresponder la piedad del cristiano hacia Dios. En esta segunda acepción, la piedad (eusébeia) significa precisamente el comportamiento del cristiano, que a la piedad paternal de Dios responde con su piedad filial.

Al respecto podemos afirmar también con San Pablo que «es grande el misterio de la piedad». También en este sentido la piedad, como fuerza de conversión y reconciliación, afronta la iniquidad y el pecado. Además en este caso los aspectos esenciales del misterio de Cristo son objeto de la piedad en el sentido de que el cristiano acoge el misterio, lo contempla y saca de él la fuerza espiritual necesaria para vivir según el Evangelio. También se debe decir aquí que «el que ha nacido de Dios, no comete pecado»; pero la expresión tiene un sentido imperativo: sostenido por el misterio de Cristo, como manantial interior de energía espiritual, el cristiano es invitado a no pecar; más aún, recibe el mandato de no pecar , y de comportarse dignamente «en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios viviente»,(109) siendo un «hijo de Dios».

109.
1Tm 3,15.


Hacia una vida reconciliada

22 Así la Palabra de la Escritura, al manifestarnos el misterio de la piedad, abre la inteligencia humana a la conversión y reconciliación, entendidas no como meras abstracciones, sino como valores cristianos concretos a conquistar en nuestra vida diaria.

Insidiados por la pérdida del sentido del pecado, a veces tentados por alguna ilusión poco cristiana de impecabilidad, los hombres de hoy tienen necesidad de volver a escuchar, como dirigida personalmente a cada uno, la advertencia de San Juan: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros»;(110) más aún, «el mundo todo está bajo el maligno».(111) Cada uno, por lo tanto, está invitado por la voz de la Verdad divina a leer con realismo en el interior de su conciencia y a confesar que ha sido engendrado en la iniquidad, como decimos en el Salmo Miserere.(112)

Sin embargo, amenazados por el miedo y la desesperación, los hombres de hoy pueden sentirse aliviados por la promesa divina que los abre a la esperanza de la plena reconciliación.

El misterio de la piedad, por parte de Dios, es aquella misericordia de la que el Señor y Padre nuestro —lo repito una vez más— es infinitamente rico.(113) Como he dicho en la Encíclica dedicada al tema de la misericordia divina,(114) es un amor más poderoso que el pecado, más fuerte que la muerte. Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se para ante nuestro pecado, no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: «Sí, el Señor es rico en misericordia» y decimos asimismo: «El Señor es misericordia».

El misterio de la piedad es el camino abierto por la misericordia divina a la vida reconciliada.

110.
1Jn 1,8.
111. 1Jn 5,19.
112. Cf. Ps 51,7.
113. Cf. Ep 2,4.
114. Cf. Juan Pablo II, Encícl. Dives in misericordia, DM 8 DM 15: AAS 72 (1980), 1231.


TERCERA PARTE

LA PASTORAL DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN


Promover la penitencia y la reconciliación

23 Suscitar en el corazón del hombre la conversión y la penitencia y ofrecerle el don de la reconciliación es la misión connatural de la Iglesia, continuadora de la obra redentora de su divino Fundador. Esta es una misión que no acaba en meras afirmaciones teóricas o en la propuesta de un ideal ético que no esté acompañado de energías operativas, sino que tiende a expresarse en precisas funciones ministeriales en orden a una práctica concreta de la penitencia y la reconciliación.

A este ministerio, basado e iluminado por los principios de la fe, más arriba ilustrados, orientado hacia objetivos precisos y sostenido por medios adecuados, podemos dar el nombre de pastoral de la penitencia y de la reconciliación.Su punto de partida es la convicción de la Iglesia de que el hombre, al que se dirige toda forma de pastoral, pero principalmente la pastoral de la penitencia y la reconciliación, es el hombre marcado por el pecado, cuya imagen más significativa se puede encontrar en el rey David. Reprendido por el profeta Natán, acepta enfrentarse con sus propias infamias y confiesa: «He pecado contra Yavé»(115) y proclama: «Reconozco mi transgresión, y mi pecado está siempre delante de mí»;(116) pero reza a la vez: «Rocíame con hisopo, y seré puro; lávame, y seré más blanco que la nieve»,(117) recibiendo la respuesta de la misericordia divina: «Yavé ha perdonado tu pecado. No morirás».(118)

La Iglesia se encuentra, por tanto, frente al hombre —a toda la humanidad— herido por el pecado y tocado en lo más íntimo de su ser, pero, a la vez movido hacia un incoercible deseo de liberación del pecado y, especialmente si es cristiano, consciente de que el misterio de piedad, Cristo Señor, obra ya en él y en el mundo con la fuerza de la Redención.

La función reconciliadora de la Iglesia debe desarrollarse así según aquel íntimo nexo que une profundamente el perdón y la remisión del pecado de cada hombre a la reconciliación plena y fundamental de la humanidad, realizada mediante la Redención. Este nexo nos hace comprender que, siendo el pecado el principio activo de la división —división entre el hombre y el Creador, división en el corazón y en el ser del hombre, división entre los hombres y los grupos humanos, división entre el hombre y la naturaleza creada por Dios— , sólo la conversión ante el pecado es capaz de obrar una reconciliación profunda y duradera, donde quiera que haya penetrado la división.

No es necesario repetir lo que he dicho sobre la importancia de este «ministerio de la reconciliación»(119) y de la relativa pastoral que lo realiza en la conciencia y en la vida de la Iglesia. Esta erraría en un aspecto esencial de su ser y faltaría a una función suya indispensable, si no pronunciara con claridad y firmeza, a tiempo y a destiempo, la «palabra de reconciliación»(120) y no ofreciera al mundo el don de la reconciliación. Conviene repetir aquí que la importancia del servicio eclesial de reconciliación se extiende, más allá de los confines de la Iglesia, a todo el mundo.

Por tanto, hablar de pastoral de la penitencia y reconciliación quiere decir referirse al conjunto de las tareas que incumben a la Iglesia, a todos los niveles, para la promoción de ellas. Más en concreto, hablar de esta pastoral quiere decir evocar todas las actividades, mediante las cuales la Iglesia, a través de todos y cada uno de sus componentes —Pastores y fieles, a todos los niveles y en todos los ambientes— y con todos los medios a su disposición —palabra y acción, enseñanza y oración— conduce a los hombres, individualmente o en grupo, a la verdadera penitencia y los introduce así en el camino de la plena reconciliación.

Los Padres del Sínodo, como representantes de sus hermanos en el Episcopado y como guías del pueblo a ellos encomendado, se han ocupado de esta pastoral en sus elementos más prácticos y concretos. Yo me alegro de hacerles eco, asociándome a sus inquietudes y esperanzas, acogiendo los frutos de sus búsquedas y experiencias, animándoles en sus proyectos y realizaciones. Ojalá puedan encontrar en esta parte de la Exhortación Apostólica la aportación que ellos mismos han ofrecido al Sínodo, aportación cuya utilidad quiero ofrecer, mediante estas páginas, a toda la Iglesia.

Estoy pues convencido de destacar lo esencial de la pastoral de la penitencia y reconciliación, poniendo de relieve, con la Asamblea del Sínodo, los dos puntos siguientes:

1. Los medios usados y los caminos seguidos por la Iglesia para promover la penitencia y la reconciliación.
2. El Sacramento por excelencia de la penitencia y la reconciliación.

115.
2S 12,13.
116. Ps 51,5.
117. Ps 51,9.
118. 2S 12,13.
119. Cf. 2Co 5,18.
120. 2Co 5,19.



Reconciliatio et paenitentia ES 17