Sacerdotii nostri primordia ES


ENCÍCLICA

SACERDOTII NOSTRI PRIMORDIA*

DE SU SANTIDAD

JUAN XXIII

EN EL I CENTENARIO DEL TRÁNSITO

DEL SANTO CURA DE ARS




INTRODUCCIÓN

1 Las primicias de Nuestro sacerdocio abundantemente acompañadas de purísimas alegrías, van para siempre unidas, en Nuestra memoria, a la profunda emoción que experimentamos el día 8 de enero de 1905, en la Basílica Vaticana, con motivo de la gloriosa beatificación de aquel humilde sacerdote de Francia que se llamó Juan María Bautista Vianney. Elevados Nos también pocos meses antes al sacerdocio, fuimos cautivados por la admirable figura sacerdotal que Nuestro predecesor San Pío X, el antiguo párroco de Salzano, se consideraba tan feliz en proponer como modelo a todos los pastores de almas.

Pasados ya tantos años, no podemos menos de revivir este recuerdo sin agradecer una vez más a Nuestro Divino Redentor, como una insigne gracia, el impulso espiritual así impreso, ya desde su comienzo, a Nuestra vida sacerdotal.

2 También recordamos cómo en el mismo día de aquella beatificación tuvimos conocimiento de la elevación al episcopado de Monseñor Giacomo María Radini-Tedeschi, aquel gran Obispo que pocos días después Nos había de llamar a su servicio y que para Nos fue maestro y padre carísimo. Acompañándole, al principio del mismo año 1905, Nos dirigimos por vez primera como peregrino a Ars, la modesta aldea que su santo Cura hizo para siempre tan célebre.

3 Por una nueva disposición de la Providencia, en el mismo año en que recibimos la plenitud del sacerdocio, el papa Pío XI, de gloriosa memoria, el 31 de mayo, de 1925, procedía a la solemne canonización del "pobre cura de Ars". En su homilía se complacía el Pontífice en describir la «grácil figura corpórea de Juan Bautista Vianney, resplandeciente la cabeza con una especie de blanca corona de largos cabellos, su cara menuda y demacrada por los ayunos, de la que de tal modo irradiaban la inocencia y la santidad de un espíritu tan humilde y tan dulce que las muchedumbres, ya desde el primer momento de verle, se sentían arrastradas a saludables pensamientos»[1]. Poco después, el mismo Sumo Pontífice, en el año de su jubileo sacerdotal, completaba el acto ya realizado por San Pío X para con los párrocos de Francia, extendiendo al mundo entero el celestial patrocinio de San Juan María Vianney «a fin de promover el bien espiritual de los párrocos de todo el mundo»[2].

[1] AAS 17 (1925), 224.
[2] Carta apostólica Anno Iubilari: AAS 21 (1929) 313.


4 Estos actos de Nuestros Predecesores, ligados a tantos caros recuerdos personales, Nos place, Venerables Hermanos, recordarlos en este Centenario de la muerte del Santo Cura de Ars.

En efecto, el 4 de agosto de 1859 entregó él su alma a Dios, consumado por las fatigas de un excepcional ministerio pastoral de más de cuarenta años, y siendo objeto de unánime veneración.

5 Y Nos bendecimos a la Divina Providencia que ya por dos veces se ha dignado alegrar e iluminar las grandes horas de Nuestra vida sacerdotal con el esplendor de la santidad del Cura de Ars, porque de nuevo Nos ofrece, ya desde los comienzos de Nuestro supremo Pontificado, la ocasión de celebrar la memoria tan gloriosa de este pastor de almas. No os maravilléis, por otra parte, si al escribiros esta Carta Nuestro espíritu y Nuestro corazón se dirigen de modo singular a los sacerdotes, Nuestros queridos hijos, para exhortar a todos insistentemente y, sobre todo, a los que se hallan ocupados en el ministerio pastoral a que mediten los admirables ejemplos de un hermano suyo en el sacerdocio, llegado a ser su celestial Patrono.

6 Son ciertamente numerosos los documentos pontificios que hace tiempo recuerdan a los sacerdotes las exigencias de su estado y les guían en el ejercicio de su ministerio. Aun no recordando sino los más importantes, de nuevo recomendamos la exhortación Haerent animo de San Pío X [3], que estimuló el fervor de Nuestros primeros años de sacerdocio, la magistral encíclica Ad catholici sacerdotii de Pío XI [4] y, entre tantos Documentos y Alocuciones de Nuestro inmediato predecesor sobre el sacerdote, su exhortación Menti Nostrae [5], así como la admirable trilogía en honor del sacerdocio[6], que la canonización de San Pío X le sugirió. Conocéis bien, Venerables Hermanos, tales textos. Mas permitirnos recordar aquí con ánimo conmovido el último discurso que la muerte le impidió pronunciar a Pío XII, y que subsiste como el último y solemne llamamiento de este gran Pontífice a la santidad sacerdotal: «El carácter sacramental del Orden sella por parte de Dios un pacto eterno de su amor de predilección, que exige de la criatura preescogida la correspondencia de la santificación... El clérigo será un preescogido de entre el pueblo, un privilegiado de los carismas divinos, un depositario del poder divino, en una palabra, un alter Christus... No se pertenece a sí mismo, como no pertenece a sus parientes, amigos, ni siquiera a una determinada patria: la caridad universal es lo que siempre habrá de respirar. Sus propios pensamientos, voluntad, sentimientos no son suyos, sino de Cristo, que es su vida misma»[7].

[3] Acta Pio X, IV, pp. 237-264.
[4] AAS 28 (1936), 5-53.
[5] AAS 42 (1950), 357-702.
[6] AAS 46 (1954), 131-317, y 666-667.
[7] Cf. Osservatore Romano 17 oct. 1958.


7 Hacia estas cimas de la santidad sacerdotal nos arrastra a todos San Juan María Vianney, y Nos sirve de alegría el invitar a los sacerdotes de hoy; porque si sabemos las dificultades que ellos encuentran en su vida personal y en las cargas del ministerio, si no ignoramos las tentaciones y las fatigas de algunos, Nuestra experiencia Nos dice también la valiente fidelidad de la gran mayoría y las ascensiones espirituales de los mejores. A los unos y a los otros, en el día de la Ordenación, les dirigió el Señor estas palabras tan llenas de ternura: Iam non dicam vos servos, sed amicos [8]. Que esta Nuestra Carta encíclica pueda ayudarles a todos a perseverar y crecer en esta amistad divina, que constituye la alegría y la fuerza de toda vida sacerdotal.

[8] Pontificale Romanum: cf.
Jn 15,15.


8 No es Nuestra intención, Venerables Hermanos, afrontar aquí todos los aspectos de la vida sacerdotal contemporánea; más aún, a ejemplo, de San Pío X, «no os diremos nada que no sea sabido, nada nuevo para nadie, sino lo que importa mucho que todos recuerden» [9]. De hecho, al delinear los rasgos de la santidad del Cura de Ars, llegaremos a poner de relieve algunos aspectos de la vida sacerdotal, que en todos tiempos son esenciales, pero que en los días que vivimos adquieren tanta importancia que juzgamos un deber de Nuestro mandato apostólico el insistir en ellos de un modo especial con ocasión de este Centenario.

[9] Exhortación Haerent animo; Acta Pii X, 238


9 La Iglesia, que ha glorificado a este sacerdote «admirable por el celo pastoral y por un deseo constante de oración y de penitencia» [10], hoy, un siglo después de su muerte, tiene la alegría de presentarlo a los sacerdotes del mundo entero como modelo de ascesis sacerdotal, modelo de piedad y sobre todo de piedad eucarística, y modelo de celo pastoral.

[10] Oración de la Misa de la fiesta de S. Juan María Vianney.


I. ASCÉTICA SACERDOTAL

10 Hablar de San Juan María Vianney es recordar la figura de un sacerdote extraordinariamente mortificado que, por amor de Dios y por la conversión de los pecadores, se privaba de alimento y de sueño, se imponía duras disciplinas y que, sobre todo, practicaba la renuncia de sí mismo en grado heroico. Si es verdad que en general no se requiere a los fieles seguir esta vía excepcional, sin embargo, la Providencia divina ha dispuesto que en su Iglesia nunca falten pastores de almas que, movidos por el Espíritu Santo, no dudan en encaminarse por esta senda, pues tales hombres especialmente son los que obran milagros de conversiones. El admirable ejemplo de renuncia del Cura de Ars, «severo consigo y dulce con los demás»[11], recuerda a todos, en forma elocuente e insistente, el puesto primordial de la ascesis en la vida sacerdotal.

Nuestro predecesor Pío XII, queriendo aclarar aún más esta doctrina y disipar ciertos equívocos, quiso precisar cómo era falso el afirmar «que el estado clerical —como tal y en cuanto procede de derecho divino— por su naturaleza o al menos por un postulado de su misma naturaleza, exige que sean observados por sus miembros los consejos evangélicos»[12]. Y el Papa concluía justamente: «Por lo tanto, el elegido no está obligado por derecho divino a los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia»[13]. Mas sería equivocarse enormemente sobre el pensamiento de este Pontífice, tan solícito por la santidad de los sacerdotes, y sobre la enseñanza constante de la Iglesia, creer, por lo tanto, que el sacerdote secular está llamado a la perfección menos que el religioso. La verdad es lo contrario, puesto que para el cumplimiento de las funciones sacerdotales «se requiere una santidad interior mayor aún que la exigida para el estado religioso»[14]. Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana. Por lo demás, con gran consuelo Nuestro, muy numerosos son hoy los sacerdotes generosos que lo han comprendido así, puesto que, aún permaneciendo en las filas del clero secular, acuden a piadosas asociaciones aprobadas por la Iglesia para ser guiados y sostenidos en los caminos de la perfección.

[11] Cf. Archivo secreto Vaticano C. SS. Rituum, Processus, t, 227, p. 196.
[12] Alocución Annus sacer: AAS 43 (1950), 29
[13] Ibíd.
[14] Sto. Thomas, Sum. Th.
II-II 184,8, in. C.


11 Persuadidos de que «la grandeza del sacerdote consiste en la imitación de Jesucristo»[15], los sacerdotes, por lo tanto, escucharán más que nunca el llamamiento, del Divino Maestro: «Sí alguno quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga»[16]. El Santo Cura de Ars, según se refiere, había meditado con frecuencia esta frase de nuestro Señor y procuraba ponerla en práctica[17]. Dios le hizo la gracia de que permaneciera heroicamente fiel; y su ejemplo nos guía aún por los caminos de la ascesis, en la que brilla con gran esplendor por su pobreza, castidad y obediencia.

[15] Pío XII: Discurso, 16 de abril 1953: AAS 45 (1953) 288.
[16]
Mt 16,24.
[17] Cf. Archivo secreto Vaticano, t, 227, p. 42.


12 Ante todo, observad la pobreza del humilde Cura de Ars, digno émulo de San Francisco de Asís, de quien fue fiel discípulo en la Orden Tercera [18]. Rico para dar a los demás, mas pobre para sí, vivió con total despego de los bienes de este mundo y su corazón verdaderamente libre se abría generosamente a todas las miserias materiales y espirituales que a él llegaban. «Mi secreto —decía él — es sencillísimo: dar todo y no conservar nada» [19]. Su desinterés le hacía muy atento hacia los pobres, sobre todo a los de su parroquia, con los cuales mostraba una extremada delicadeza, tratándolos «con verdadera ternura, con muchas atenciones y, en cierto modo, con respeto»[20]. Recomendaba que nunca se dejara atender a los pobres, pues tal falta sería contra Dios; y cuando un pordiosero llamaba a su puerta, se consideraba feliz en poder decirle, al acogerlo con bondad: «Yo soy pobre como vosotros; hoy soy uno de los vuestros» [21]. Al final de su vida, le gustaba repetir: «Estoy contentísimo; ya no tengo nada y el buen Dios me puede llamar cuando quiera»[22].

Por todo esto podréis comprender, Venerables Hermanos, con qué afecto exhortamos a Nuestros caros hijos en el sacerdocio católico a que mediten este ejemplo de pobreza y caridad. «La experiencia cotidiana demuestra —escribía Pío XI pensando precisamente en el Santo Cura de Ars —, que un sacerdote verdadera y evangélicamente pobre hace milagros de bien en el pueblo cristiano»[23]. Y el mismo Pontífice, considerando la sociedad contemporánea, dirigía también a los sacerdotes este grave aviso: «En medio de un mundo corrompido, en el que todo se vende y todo se compra, deben mantenerse (los sacerdotes) lejos de todo egoísmo, con santo desprecio por las viles codicias de lucro, buscando almas, no dinero; buscando la gloria de Dios, no la propia gloria»[24].

[18] Cf. Ibíd., t. 227, p. 137.
[19] Cf. Ibíd., t. 227, p. 92.
[20] Cf. Ibíd., t. 3897, p. 510.
[21] Cf. Ibid., t. 227, p. 334.
[22] Cf. Ibid., t. 227, p. 305.
[23] Encíclica Divini Redemptoris: AAS 29 (1937), 99.
[24] Encíclica Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936), 28.

13 Queden bien esculpidas estas palabras en el corazón de todos los sacerdotes. Si los hay que legítimamente poseen bienes personales, que no se apeguen a ellos. Recuerden, más bien, la obligación enunciada en el Código de Derecho Canónico, a propósito de los beneficios eclesiásticos, de destinar lo sobrante para los pobres y las causas piadosas[25]. Y quiera Dios que ninguno merezca el reproche del Santo Cura a sus ovejas: «¡Cuántos tienen encerrado el dinero, mientras tantos pobres se mueren de hambre!» [26]. Mas Nos consta que hoy muchos sacerdotes viven efectivamente en condiciones de pobreza real. La glorificación de uno de ellos, que voluntariamente vivió tan despojado y que se alegraba con el pensamiento de ser el más pobre de la parroquia [27], les servirá de providencial estímulo para renunciar a sí mismos en la práctica de una pobreza evangélica. Y si Nuestra paternal solicitud les puede servir de algún consuelo, sepan que Nos gozamos vivamente por su desinterés en servicio de Cristo y de la Iglesia.

[25] C.I.C., can.
CIS 1473.
[26] Cf. Sermons du B. Jean B-M. Vianney, 1909, t. I, 364.
[27] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 91.


14 Verdad es que, al recomendar esta santa pobreza, no entendemos en modo alguno, Venerables Hermanos, aprobar la miseria a la que se ven reducidos, a veces, los ministros del Señor en las ciudades o en las aldeas. En el Comentario sobre la exhortación del Señor al desprendimiento de los bienes de este mundo, San Beda el Venerable nos pone precisamente en guardia contra toda interpretación abusiva: «Mas no se crea —escribe— que esté mandado a los santos el no conservar dinero para su uso propio o para los pobres; pues se lee que el Señor mismo tenía, para formar su Iglesia, una caja... ; sino más bien que no se sirva a Dios por esto, ni se renuncie a la justicia por temor a la pobreza» [28]. Por lo demás el obrero tiene derecho a su salario [29]; y Nos, al hacer Nuestra la solicitud de Nuestro inmediato Predecesor [30], pedimos con insistencia a todos los fieles que respondan con generosidad al llamamiento de los Obispos, con tanta razón preocupados por asegurar a sus colaboradores los convenientes recursos.

[28] In. Lucae evang. Expositio, IV, in c. 12: PL 92, 494-5.
[29] Cf.
Lc 10,7.
[30] Cf. Menti Nostrae: AAS 42 (1950), 697-699.


15 San Juan María Vianney, pobre en bienes, fue igualmente mortificado en la carne. «No hay sino una manera de darse a Dios en el ejercicio de la renuncia y del sacrificio —decía— y es darse enteramente»[31]. Y durante toda su vida practicó en grado heroico la ascesis de la castidad.

[31] Cf. Archivo secreto Vaticano, t, 27 91.


16 Su ejemplo en este punto aparece singularmente oportuno, pues en muchas regiones, por desgracia, los sacerdotes están obligados, a vivir, por razón de su oficio, en un mundo en el que reina una atmósfera de excesiva libertad y sensualidad. Y es demasiado verdadera para ellos la expresión de Santo Tomás de Aquino: «Es a veces muy difícil vivir bien en la cura de almas, por razón de los peligros exteriores»[32]. Añádase a ello que muchas veces se hallan moralmente solos, poco comprendidos y poco sostenidos por los fieles a los que se hallan dedicados. A todos, pero singularmente a los más aislados y a los más expuestos, Nos les dirigimos aquí un cálido llamamiento para que su vida íntegra sea un claro testimonio rendido a esta virtud que San Pío X llamaba «ornamento insigne de nuestro Orden»[33]. Y con viva insistencia, Venerables Hermanos, os recomendamos que procuréis a vuestros sacerdotes, en la mejor forma posible, condiciones de vida y de trabajo tales que sostengan su generosidad. Necesario es, por lo tanto, combatir a toda costa los peligros del aislamiento, denunciar las imprudencias, alejar las tentaciones de ocio o los peligros de exagerada actividad. Recuérdese también, a este propósito, las magníficas enseñanzas de Nuestro Predecesor en su encíclica Sacra Virginitas [34].

[32] Sto. Tomas, Sum Th., l. c.
II-II 184,8, in. C.
[33] Cf. Exhortación Haerent animo: Acta Pii X, 4, 260.
[34] AAS 46 (1954), 161-191.


17 En su mirada brillaba la castidad, se ha dicho del Cura de Ars [35]. En verdad, quien le estudia queda maravillado no sólo por el heroísmo con que este sacerdote redujo su cuerpo a servidumbre[36], sino también por el acento de convicción con que lograba atraer tras de sí la muchedumbre de sus penitentes. El conocía, a través de una larga práctica del confesionario, las tristes ruinas de los pecados de la carne: «Si no hubiera algunas almas puras —suspiraba— para aplacar a Dios.... veríais cómo éramos castigados». Y hablando por experiencia, añadía a su llamamiento esta advertencia fraternal: «¡La mortificación tiene un bálsamo y sabores de que no se puede prescindir una vez que se les ha conocido! ... ¡En este camino, lo que cuesta es sólo el primer paso!»[37].

[35] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 3897, p. 536.
[36] Cf.
1Co 9,27.
[37] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 3897, p. 304.


18 Esta ascesis necesaria de la castidad, lejos de encerrar al sacerdote en un estéril egoísmo, lo hace de corazón más abierto y más dispuesto a todas las necesidades de sus hermanos: «Cuando el corazón es puro —decía muy bien el Cura de Ars— no puede menos de amar, porque ha vuelto a encontrar la fuente del amor que es Dios».

19 ¡Gran beneficio para la sociedad el tener en su seno hombres que, libres de las preocupaciones temporales, se consagran por completo al servicio divino y dedican a sus propios hermanos su vida, sus pensamientos y sus energías! ¡Gran gracia para la Iglesia los sacerdotes fieles a esta santa virtud! Con Pío XI, Nos la consideramos como «la gloria más pura del sacerdocio católico y como la mejor respuesta a los deseos del Corazón Sacratísimo de Jesús y sus designios sobre el alma sacerdotal»[38]. En estos designios del amor divino pensaba el Santo Cura de Ars, cuando exclamaba: «El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús» [39].

[38] Encíclica Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936), 28.
[39] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 29.


20 Del espíritu de obediencia del Santo son innumerables los testimonios, pudiendo afirmarse que para él la exacta fidelidad al promitto de la Ordenación fue la ocasión para una renuncia continuada durante cuarenta años. En efecto; durante toda su vida aspiró a la soledad de un santo retiro y la responsabilidad pastoral le fue carga demasiado pesada, de la que muchas veces intentó liberarse. Mas su obediencia total al Obispo fue todavía más admirable. Escuchemos, Venerables Hermanos, algunos testigos de su vida: «Desde la edad de quince años —dice uno de ellos— este deseo (de la soledad) estaba en su corazón, para atormentarlo y quitarle las alegrías de que hubiere podido disfrutar en su posesión» [40]; pero «Dios no permitió —afirma otro— que pudiera realizar su designio, pues la divina Providencia quería indudablemente que, al sacrificar su propio gusto a la obediencia, el placer al deber, tuviese en ello Vianney una continua ocasión para vencerse a sí mismo»[41]. Y un tercero concluye que «Vianney continuó siendo Cura de Ars con una obediencia, ciega, hasta su muerte» [42].

[40] Cf. Ibid., t. 227,p. 74.
[41] Cf. Ibid., t. 227, p. 39.
[42] Cf. Ibid., t. 3895, p.153.


21 Esta sumisión total a la voluntad de sus Superiores era —justo es precisarlo bien— totalmente sobrenatural en sus motivos: era un acto de fe en la palabra de Cristo que dice a sus apóstoles: «Quien a vosotros oye, a mí me oye»[43]; y para permanecer fiel a ello, continuamente se ejercitaba en renunciar a su voluntad, aceptando el duro ministerio del confesionario y todas las demás tareas cotidianas en las que la colaboración entre compañeros hace más fructuoso el apostolado.

[43]
Lc 10,16.


22 Nos place presentar aquí esta rígida obediencia como ejemplo para los sacerdotes, con la confianza de que comprenderán toda su grandeza, logrando, el placer espiritual de ella. Mas si alguna vez estuvieran tentados a dudar de la importancia de esta virtud capital, hoy tan desconocida, sepan que en contra están las claras y precisas afirmaciones de Pío XII, quien aseveró que «la santidad de la vida propia, y la eficacia del apostolado se fundan y se apoyan, como sobre sólido cimiento, en el respeto constante y fiel a la sagrada Jerarquía»[44]. Y bien recordáis, Venerables Hermanos, la energía con que Nuestros últimos Predecesores denunciaron los grandes peligros del espíritu de independencia en el clero, así en lo relativo a la enseñanza doctrinal como en lo tocante a métodos de apostolado y a la disciplina eclesiástica.

[44] Exhortación In auspicando: AAS 40 (1948), 375.


23 Ya no queremos insistir más sobre este punto. Preferimos más bien exhortar a Nuestros hijos sacerdotes a que desarrollen en sí mismos el sentimiento filial de pertenecer a la Iglesia, nuestra Madre. Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como, brizna de paja perdida en ardiente brasero. Sacerdotes de Jesucristo, estamos en el fondo del brasero animado por el fuego del Espíritu Santo; todo lo hemos recibido de la Iglesia; obramos en su nombre y en virtud de los poderes que ella nos ha conferido; gocemos de servirla mediante los vínculos de la unidad y al modo como ella desea ser servida[45].

[45] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 136.


II. ORACIÓN Y CULTO EUCARÍSTICO

24 Hombre de penitencia, San Juan María Vianney había comprendido igualmente que «el sacerdote ante todo ha de ser hombre de oración»[46]. Todos conocen las largas noches de adoración que, siendo joven cura de una aldea, entonces poco cristiana, pasaba ante el Santísimo Sacramento.

El tabernáculo de su Iglesia se convirtió muy pronto en el foco de su vida personal y de su apostolado, de tal suerte que no sería posible recordar mejor la parroquia de Ars, en los tiempos del Santo, que con estas palabras de Pío XII sobre la parroquia cristiana: «El centro es la iglesia, y en la iglesia el tabernáculo, y a su lado el confesionario: allí las almas muertas retornan a la vida y las enfermas recobran la salud»[47].

[46] Cf. Ibid., 227, p. 33.
[47] Discurso, 11 de enero 1953, en Discorsi e Radiomessaggi di S. S Pio XII, t.14, p. 452.


25 A los sacerdotes de hoy, tan fácilmente atraídos por la eficacia de la acción y tan fácilmente tentados por un peligroso activismo, ¡cuán saludable es este modelo de asidua oración en una vida íntegramente consagrada a las necesidades de las almas! «Lo que nos impide a los sacerdotes —decía— ser santos es la falta de reflexión; no entra uno en sí mismo; no se sabe lo que se hace; necesitamos la reflexión, la oración, la unión con Dios?». Y él mismo —afirma uno de sus contemporáneos— se hallaba en estado de continua oración, sin que de él lo distrajeran ni la pesada fatiga de las confesiones ni las demás obligaciones pastorales. «Conservaba una unión constante con Dios en medio de una vida excesivamente ocupada» [48].

Escuchémoslo aún. Inagotable es cuando habla de las alegrías y de los beneficios de la oración. «El hombre es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios»[49]. «¡Cuántas almas podríamos convertir con nuestras oraciones!» [50]. Y repetía: «La oración, esa es la felicidad del hombre sobre la tierra»[51]. Felicidad ésta que el mismo gustaba abundantemente, mientras su mirada iluminada por la fe contemplaba los misterios divinos y, con la adoración del Verbo encarnado, elevaba su alma sencilla y pura hacia la Santísima Trinidad, objeto supremo de su amor. Y los peregrinos que llenaban la iglesia de Ars comprendían que el humilde sacerdote les manifestaba algo del secreto de su vida interior en aquella frecuente exclamación, que le era tan familiar: «Ser amado por Dios, estar unido a Dios, vivir en la presencia de Dios, vivir para Dios: ¡cuán hermosa vida, cuán bella muerte!»[52].

[48] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 131.
[49] Cf. Ibid., t. 227, p. 1100.
[50] Cf. Ibid., t. 227, p. 54.
[51] Cf. Ibid., t. 227, p. 45
[52] Cf. Ibid., t. 227, p. 29


26 Nos quisiéramos, Venerables Hermanos, que todos los sacerdotes de vuestras diócesis se dejaran convencer por el testimonio del Santo Cura de Ars, de la necesidad de ser hombres de oración y de la posibilidad de serlo, por grande que sea el peso, a veces agobiante, de las ocupaciones ministeriales. Mas se necesita una fe viva, como la que animaba a Juan María Vianney y que le llevaba a hacer maravillas: «¡Qué fe! —exclamaba uno de sus compañeros—, con ella bastaría para enriquecer a toda una diócesis»[53].

[53] Cf. Ibid., t. 227, p. 976.


27 Esta fidelidad a la oración es, por lo demás, para el sacerdote un deber de piedad personal, donde la sabiduría de la Iglesia ha precisado algunos puntos importantes, como la oración mental cotidiana, la visita al Santísimo Sacramento, el Rosario y el examen de conciencia [54]. Y es también una estricta obligación contraída con la Iglesia, la tocante al rezo cotidiano del Oficio divino [55]. Tal vez por haber descuidado algunas de estas prescripciones, algunos miembros del Clero poco a poco se han visto víctimas de la inestabilidad exterior, del empobrecimiento interior y expuestos un día, sin defensa, a las tentaciones de la vida. Por lo contrario, «trabajando continuamente por el bien de las almas, Vianney no olvidaba la suya. Se santificaba a sí mismo, para mejor poder santificar a los demás»[56].

Con San Pío X «tenemos, pues, que estar persuadidos de que el sacerdote, para poder estar a la altura de su dignidad y de su deber, necesita darse de lleno a la oración... Mucho más que nadie, debe obedecer al precepto de Cristo: Es preciso orar siempre, precepto del que San Pablo se hace eco con tanta insistencia: Perseverar en la oración, velando en ella con acción de gracias. Orad sin cesar»[57]. Y de buen grado, como para concluir este punto, hacemos Nuestra la consigna que Nuestro inmediato Predecesor Pío XII, ya en el alba de su Pontificado, daba a los sacerdotes: «¡Orad, orad más y más, orad con mayor insistencia»[58].

[54] C.I.C., can.
CIS 125.
[55] Ibid., can. CIS 135.
[56] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 36.
[57] Exhortación Haerent animo: Acta Pii X , 4, 248-249.
[58] Discurso, 24 de junio 1939. AAS 31 (1939), 249.


28 La oración del Cura de Ars que pasó, digámoslo así, los últimos treinta años de su vida en su iglesia, donde le retenían sus innumerables, penitentes, era, sobre todo, una oración eucarística. Su devoción a nuestro Señor, presente en el Santísimo Sacramento del altar, era verdaderamente extraordinaria: «Allí está —decía— Aquel que tanto nos ama; ¿por qué no habremos de amarle nosotros?» [59]. Y ciertamente que él le amaba y se sentía irresistiblemente atraído hacia el Sagrario: «No es necesario hablar mucho para orar bien —así explicaba a sus parroquianos—. Sabemos que el buen Dios está allí, en el santo Tabernáculo: abrámosle el corazón, alegrémonos de su presencia. Esta es la mejor oración»[60]. En todo momento inculcaba él a los fieles el respeto y el amor a la divina presencia eucarística, invitándoles a acercarse con frecuencia a la santa mesa, y él mismo les daba ejemplo de esta tan profunda piedad: «Para convencerse de ello —refieren los testigos— bastaba verle celebrar la santa Misa, y verle cómo se arrodillaba cuando pasaba ante el Tabernáculo»[61].

[59] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 1103.
[60] Cf. Ibid., t. 227, p. 45.
[61] Cf. Ibid., t. 227, p. 459.


29 «El admirable ejemplo del Santo Cura de Ars conserva también hoy todo su valor», afirma Pío XII [62]. En la vida de un sacerdote, nada puede sustituir a la oración silenciosa y prolongada ante el altar. La adoración de Jesús, nuestro Dios; la acción de gracias, la reparación por nuestras culpas y por las de los hombres, la súplica por tantas intenciones que le están encomendadas, elevan sucesivamente al sacerdote a un mayor amor hacia el Divino Maestro, al que se ha entregado, y hacia los hombres que esperan su ministerio sacerdotal. Con la práctica de este culto, iluminado y ferviente, a la Eucaristía, el sacerdote aumenta su vida espiritual, y así se reparan las energías misioneras de los apóstoles más valerosos.

[62] Cf. Mensaje, 25 de junio 1956: AAS 48 (1956), 579


30 Es preciso añadir el provecho que de ahí resulta para los fieles, testigos de esta piedad de sus sacerdotes y atraídos por su ejemplo. «Si queréis que los fieles oren con devoción —decía Pío XII al clero de Roma— dadles personalmente el primer ejemplo, en la iglesia, orando ante ellos. Un sacerdote arrodillado ante el tabernáculo, en actitud digna, en un profundo recogimiento, es para el pueblo ejemplo de edificación, una advertencia, una invitación para que el pueblo le imite»[63]. La oración fue, por excelencia, el arma apostólica del joven Cura de Ars. No dudemos de su eficacia en todo momento.

[63] Cf. Discurso, 13 de marzo 1943: AAS 35 (1943), 114-115.


31 Mas no podemos olvidar que la oración eucarística, en el pleno significado de la palabra, es el Santo Sacrificio de la Misa. Conviene insistir, Venerables Hermanos, especialmente sobre este punto, porque toca a uno de los aspectos esenciales de la vida sacerdotal.

32 Y no es que tengamos intención de repetir aquí la exposición de la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el sacerdocio y el sacrificio eucarístico; Nuestros Predecesores, de f.m., Pío XI y Pío XII en magistrales documentos, han recordado con tanta claridad esta enseñanza que no Nos resta sino exhortaros a que los hagáis conocer ampliamente a los sacerdotes y fieles que os están confiados. Así es como se disiparán las incertidumbres y audacias de pensamiento que aquí y allá, se han manifestado a este propósito.

33 Mas conviene mostrar en esta Encíclica el sentido profundo con que, el Santo Cura de Ars, heroicamente fiel a los deberes de su ministerio, mereció en verdad ser propuesto a los pastores de almas como ejemplo suyo, y ser proclamado su celestial Patrono. Porque si es cierto que el sacerdote ha recibido el carácter del Orden para servir al altar y si ha comenzado el ejercicio de su sacerdocio con el sacrificio eucarístico, éste no cesará, en todo el decurso de su vida, de ser la fuente de su actividad apostólica y de su personal santificación. Y tal fue precisamente el caso de San Juan María Vianney.

34 De hecho, ¿cuál es el apostolado del sacerdote, considerado en su acción esencial, sino el de realizar, doquier que vive la Iglesia, la reunión, en torno al altar, de un pueblo unido por la fe, regenerado y purificado? Precisamente entonces es cuando el sacerdote en virtud de los poderes que sólo él ha recibido, ofrece el divino sacrificio en el que Jesús mismo renueva la única inmolación realizada sobre el Calvario para la redención del mundo y para la glorificación de su Padre. Allí es donde reunidos ofrecen al Padre celestial la Víctima divina por medio del sacerdote y aprenden a inmolarse ellos mismos como «hostias vivas, santas, gratas a Dios» [64]. Allí es donde el pueblo de Dios, iluminado por la predicación de la fe, alimentado por el cuerpo de Cristo, encuentra su vida, su crecimiento y, sí es necesario, refuerza su unidad. Allí es, en una palabra, donde por generaciones y generaciones, en todas las tierras del mundo, se construye en la caridad el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.

[64]
Rm 12,1.


35 A este propósito, puesto que el Santo Cura de Ars cada día estuvo más exclusivamente entregado a la enseñanza de la fe y a la purificación de las conciencias, y porque todos los actos de su ministerio convergían hacia el altar, su vida debe ser proclamada como eminentemente sacerdotal y pastoral. Verdad les que en Ars los pecadores afluían espontáneamente a la iglesia, atraídos por la fama espiritual del pastor, mientras otros sacerdotes han de emplear esfuerzos muy largos y laboriosos para reunir a su grey; verdad es también que otros tienen un cometido más misionero, y se encuentran apenas en el primer anuncio de la buena nueva del Salvador; mas estos trabajos apostólicos y, a veces, tan difíciles no pueden hacer olvidar a los apóstoles el fin al que deben tender y al que llegaba el Cura de Ars cuando en su humilde iglesia rural se consagraba a las tareas esenciales de la acción pastoral.

36 Más aún. Toda la santificación personal del sacerdote ha de modelarse sobre el sacrificio que celebra, según la invitación del Pontifical Romano: «Conoced lo que hacéis; imitad lo que tratáis». Mas cedamos aquí la palabra a Nuestro, inolvidable Predecesor en su exhortación Menti Nostrae: «Como toda la vida del Salvador estuvo orientada al sacrificio de sí mismo, así también la vida del sacerdote —que debe reproducir en sí mismo la imagen de Cristo—, debe ser con El, por El y en El un sacrificio aceptable... Por lo tanto, no se contentará con celebrar la Santa Misa, sino que la vivirá íntimamente; sólo de esta manera podrá alcanzar la fuerza sobrenatural que le transformará y le hará participar en cierto modo de la vida de expiación del mismo Divino Redentor»[65]. Y el mismo Pontífice concluía así: «El sacerdote debe tratar de reproducir en su alma todo lo que ocurre sobre el altar. Así como Jesucristo se inmola a sí mismo, su ministro debe inmolarse con El; así como Jesús expía los pecados de los hombres, también él, siguiendo el arduo camino de la ascética cristiana, debe trabajar por la propia y por la ajena purificación»[66].

[65] Menti Nostrae: AAS 42 (1950), 666-667
[66] Ibid., 667-668.


37 La Iglesia tiene presente esta elevada doctrina cuando invita a sus ministros a una vida de ascesis y les recomienda que celebren con profunda piedad el sacrificio eucarístico. Y ¿no es tal vez por no haber comprendido bastante bien el estrecho nexo, y casi reciprocidad que une el don cotidiano de sí mismo con la obligación de la Misa por lo que algunos sacerdotes poco a poco han llegado a perder la prima caritas de la Ordenación? Tal era la experiencia del Cura de Ar. «La causa —decía— de la tibieza en el sacerdocio es que no se pone atención a la Misa». Y el Santo, que, tenía esta «costumbre de ofrecerse en sacrificio por los pecadores»[67], derramaba abundantes lágrimas «pensando en la desgracia de los sacerdotes que no corresponden a la santidad de su vocación»[68].

[67] Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 319.
[68] Cf. Ibid., t . 227, p. 47.


38 Con afecto paternal, Nos pedimos a Nuestros amados sacerdotes que periódicamente se examinen sobre la forma en que celebran los santos misterios, y sobre las espirituales disposiciones con que ascienden al altar y sobre los frutos que se esfuerzan por obtener de él. El Centenario de este admirable sacerdote, que del «consuelo y fortuna de celebrar la santa Misa»[69] lograba ánimos para su propio sacrificio, les invita a ello; Nos abrigamos la firme esperanza de que su intercesión les obtendrá abundantes gracias de luz y de fuerza.

[69] Cf. Ibid., pp. 667- 668.


Sacerdotii nostri primordia ES