Sacerdotii nostri primordia ES 38


III. CELO PASTORAL

39 La vida fervorosa de ascesis y oración, de que os hemos hablado, Venerables Hermanos, manifiesta además el secreto del celo pastoral de San Juan María Vianney y la sorprendente eficacia sobrenatural de su ministerio. «Recuerde, además, el sacerdote —escribía Nuestro Predecesor, de f.m., Pío XII— que su ministerio será tanto más fecundo cuanto más estrechamente esté él unido a Cristo y se guíe en la acción por el espíritu de Cristo»[70]. La vida del Cura de Ars confirma una vez más esta gran ley de todo apostolado, fundado en la palabra misma de Jesucristo: «Sin mí nada podéis hacer»[71].

[70] Menti Nostrae. AAS 42 (1950) 676.
[71]
Jn 15,5.


40 Es evidente que no se trata aquí de recordar toda la admirable historia de este humilde cura de pueblo, cuyo confesionario durante treinta años se vio asediado por multitudes tan numerosas que algunos espíritus fuertes de la época osaron acusarle de perturbar el siglo XIX [72], tampoco creemos oportuno tratar aquí de sus métodos de apostolado, no siempre aplicables al apostolado contemporáneo. Nos basta recordar sobre este punto que el Santo Cura fue en su tiempo un modelo de celo pastoral en aquella aldea de Francia, donde la fe y las costumbres se resentían todavía de los trastornos de la Revolución. «No, hay mucho amor de Dios en esa parroquia; ya lo introducirá usted»[73], le dijeron al enviarle a ella. Apóstol infatigable, lleno de iniciativas para ganar la juventud y santificar los hogares, atento a las humanas necesidades de sus ovejas, cercano a su vida, solícito en prodigarse sin medida por la fundación de escuelas cristianas y en favor de las misiones parroquiales, él fue, en verdad, para su pequeña grey, el buen pastor que conoce a sus ovejas, que las libera de los peligros y las guía con autoridad y con prudencia. Sin darse cuenta, tejía tal vez su propio elogio, cuando así exclamó en uno de sus sermones: «Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios: ved el mayor tesoro que la bondad de Dios puede conceder a una parroquia»[74].

[72] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 629.
[73] Cf. Ibid., t. 227, p. 15.
[74] Cf. Sermons, l.c., t 2, 86.


41 El ejemplo del Cura de Ars conserva un valor permanente y universal en tres puntos esenciales que Nos place, Venerables Hermanos, proponer ahora a vuestra consideración.

42 Lo que primeramente llama la atención es el sentido profundo que él tenía de su responsabilidad pastoral. La humildad y el conocimiento sobrenatural que tenía sobre el valor de las almas, le hicieron llevar con temor su oficio de párroco. «Amigo mío —confiaba en cierto día a un compañero—, ¡no sabéis lo que es para un párroco presentarse ante el tribunal de Dios!»[75]. Y bien conocido es su deseo, que tanto tiempo le atormentó, de retirarse a un lugar solitario para llorar allí su pobre vida, y cómo la obediencia y el celo de las almas le hicieron volver cada vez a su puesto.

[75] Cf Archivo secreto Vaticano t. 227, p. 1210.


43 Pero si en algunos momentos estuvo tan agobiado por la carga que le resultaba excepcionalmente pesada, fue, en verdad, a causa de la idea heroica que tenía de su deber y de su responsabilidad de pastor. «Dios mío —oraba en sus, primeros años—, concededme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir lo que queráis durante todo el tiempo de mi vida» [76]. Obtuvo del cielo aquella conversión. Pero más tarde declaraba: «Si, cuando vine a Ars, hubiese previsto los sufrimientos que me esperaban, en el acto me hubiese muerto de aprensión» [77]. A ejemplo de los apóstoles de todos los tiempos, veía en la cruz el gran medio sobrenatural para cooperar a la salvación de las almas que le estaban confiadas. Sin lamentarse, por ellas sufría las calumnias, las incomprensiones, las contradicciones; por ellas aceptó el verdadero martirio físico y moral de una presencia casi ininterrumpida en el confesionario, día por día, durante treinta años; por ellas luchó como atleta del Señor contra los poderes infernales; por ellas, mortificó su cuerpo. Y bien conocida es la respuesta que dio a un compañero, cuando éste se quejaba de la poca eficacia de su ministerio: «Habéis orado, habéis llorado, gemido y suspirado. Pero ¿habéis ayunado, habéis velado, habéis dormido en el suelo, os habéis disciplinado? Mientras a ello no neguéis, no creáis haberlo hecho todo» [78].

[76] Cf. Ibid., t. 227, p. 53.
[77] Cf. Ibid., t. 227, p. 991.
[78] Cf. Ibid., t. 227, p. 53.


44 Nos dirigimos a todos los sacerdotes con cura de almas y les conjuramos a que escuchen estas palabras tan vehementes. Cada uno, según la sobrenatural prudencia que debe siempre regular nuestras acciones, examine su propia conducta con relación al pueblo confiado a su pastoral solicitud. Sin dudar nunca de la divina misericordia que viene en ayuda de nuestra debilidad, considere a la luz de los ejemplos de San Juan María Vianney su propia responsabilidad. «La gran desgracia para nosotros los párrocos —deploraba el Santo— es que el alma se atrofia», y él entendía por esto un peligroso habituarse del pastor al estado de pecado en que viven muchas de sus ovejas. Y aún más, para mejor seguir en la escuela del Cura de Ars, que «estaba convencido de que para hacer bien a los hombres es necesario amarles» [79], que cada uno se pregunte a sí mismo, sobre la caridad de que está animado hacia aquellos por los que ha de responder ante Dios y por los que Cristo murió.

[79] Cf. Ibid., t. 227, p. 1002.


45 Bien es cierto que la libertad de los hombres o determinados acontecimientos independientes de su voluntad pueden a veces oponerse a los esfuerzos de los mayores santos. Pero el sacerdote tiene el deber de recordar que, según los designios insondables de la Divina Providencia, la suerte de muchas almas está ligada a su celo pastoral y al ejemplo de su vida. Y este pensamiento ¿no bastará para provocar una saludable inquietud en los tibios y para estimular a los más fervorosos?

46 «Siempre dispuesto a responder a las necesidades de las almas»[80], San Juan María Vianney brilló como buen pastor en procurarles con abundancia el alimento primordial de la verdad religiosa. Durante toda su vida fue predicador y catequista.

[80] Cf. Ibid., t. 227, p. 580.


47 Bien conocido es el trabajo ímprobo y perseverante que se impuso para satisfacer plenamente a este deber de oficio, primum et maximum officium, según el Concilio de Trento. Sus estudios, hechos tardíamente, fueron laboriosos; y sus sermones le costaron al principio muchas vigilias. Pero ¡qué ejemplo para los ministros de la palabra de Dios! Algunos se apoyarían de buen grado en la poca instrucción de San Juan María, para disculparse a sí mismos de la falta de interés por los estudios. Mejor sería que imitasen el esfuerzo del Santo Cura, para hacerse digno de un tan gran ministerio, según la medida de los dones que le habían sido conferidos; por otra parte, éstos no eran tan escasos como a veces se anda diciendo, porque «él tenía una inteligencia muy serena y clara»[81].

[81] Cf. Ibid., t. 3897, p. 444.


48 En todo caso, cada sacerdote tiene el deber de adquirir y cultivar los conocimientos generales y la ciencia teológica proporcionada a su capacidad y a sus funciones. ¡Quiera Dios que los pastores de almas hagan siempre cuanto el Cura de Ars hizo para desarrollar las posibilidades de su inteligencia y memoria. y sobre todo para sacar luces del libro más rico de ciencia que pueda leerse, la cruz de Cristo! Su Obispo decía de él a algunos de sus detractores: «No sé si es docto, pero es claro» [82].

[82] Cf. Ibid., t. 3897, p. 272.


49 Con mucha razón, pues, Nuestro Predecesor, de f. m., Pío XII, no dudaba en señalar a este humilde cura de pueblo como modelo para los predicadores de la Ciudad Eterna. «El Santo Cura de Ars no tenía ciertamente el genio natural de un Segneri o de un Bossuet, pero la convicción viva, clara, profunda de que estaba animado, vibraba, brillaba en sus ojos, sugería a su fantasía y a su sensibilidad ideas, imágenes, comparaciones justas, apropiadas, deliciosas, que habrían cautivado a un San Francisco de Sales. Tales predicadores conquistan verdaderamente a su auditorio. Quien está lleno de Cristo, no encontrará difícil ganar a los demás para Cristo»[83]. Estas palabras describen maravillosamente al Cura de Ars como catequista y predicador. Y cuando, al final ya de su vida, su voz debilitada no podía llegar a todo el auditorio, todavía su mirada de fuego, sus lágrimas, sus exclamaciones de amor a Dios, y sus expresiones de dolor ante el solo pensamiento del pecado, convertían a los fieles aglomerados a los pies del púlpito. ¿Cómo no quedar cautivados por el testimonio de una vida tan totalmente consagrada al amor de Cristo?

[83] Cf. Discurso, 16 de marzo 1946: AAS 38 (1946), 186.


50 Hasta su santa muerte, San Juan María Vianney fue de ese modo fiel en instruir a su pueblo y a los peregrinos que llenaban su iglesia, denunciando «opportune, importune»[84] el mal bajo todas sus formas y, sobre todo, elevando las almas hacia Dios, porque «prefería mostrar el aspecto atrayente de la virtud más bien que la fealdad del vicio»[85]. Este humilde sacerdote había en realidad comprendido en grado no común la dignidad y la grandeza del ministerio de la palabra de Dios: «Nuestro Señor que es la misma Verdad —decía— no tiene menor cuidado de su palabra que de su Cuerpo».

[84]
2Tm 4,2.
[85] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 185.


51 Bien se comprende, pues, la alegría de Nuestros Predecesores al ofrecer este pastor de almas como modelo a los sacerdotes, porque es de suma importancia que el clero sea, siempre y doquier, fiel a su deber de enseñar. «Importa mucho —decía a propósito San Pío X— asentar bien e insistir en este punto esencial: que para todo sacerdote éste es el deber más grave, más estricto, que le obliga»[86].

Este vibrante llamamiento, constantemente renovado por Nuestros Predecesores, y del que se hace eco el Derecho Canónico [87], también Nos, a Nuestra vez, os lo dirigimos, Venerables Hermanos, en este Centenario del santo catequista y predicador de Ars. Estimulamos los intentos, hechos con prudencia y bajo vuestra vigilancia, en diversos países para mejorar las condiciones de la enseñanza religiosa, así para jóvenes como para adultos, en sus diferentes formas y teniendo cuenta de los diversos ambientes. Mas, por muy útiles que sean tales trabajos, Dios nos recuerda en este Centenario del Cura de Ars el irresistible poder apostólico de un sacerdote que, tanto con su vida como con sus palabras, da testimonio de Cristo crucificado «non in persuasibilibus humanae sapientiae verbis, sed in ostensione spiritus et virtutis»[88].

[86] Cf. Encíclica Acerbo nimis; Acta Pii X, 2, 75.
[87] C.I.C. can.
CIS 1330-1332.
[88] 1Co 2,4.


52 Nos queda, finalmente, evocar, en la vida de San Juan María Vianney, aquella forma de ministerio pastoral, que le fue como un largo martirio, y es su gloria: la administración del sacramento de la Penitencia donde brilló con particular esplendor y produjo frutos muy copiosos y saludables. «Ordinariamente pasaba él unas quince horas en el confesionario. Este trabajo cotidiano comenzaba a la una o dos de la mañana y no terminaba si no de noche» [89]. Y cuando cayó, agotado ya, cinco días antes de su muerte, los últimos penitentes se apiñaban junto a la cabecera del moribundo. Se calcula que hacia el final de su vida el número anual de los peregrinos alcanzaba la cifra de ochenta mil.[90]

[89] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 18.
[90] Cf. Ibidem.


53 Con dificultad se imaginan las molestias, las incomodidades, los sufrimientos físicos de estas interminables "sentadas" en el confesionario para un hombre ya agotado, por los ayunos, mortificaciones, enfermedades, falta de reposo y de sueño. Pero, sobre todo, él estuvo moralmente como oprimido por el dolor. Escuchad este lamento suyo: «Se ofende tanto al buen Dios, que vendría la tentación de invocar el fin del mundo. Necesario es venir a Ars, para saber lo que es el pecado... No se sabe qué hacer, nada se puede hacer sino llorar y rezar». Se olvidaba el Santo de añadir que también él tomaba sobre sí mismo una parte de la expiación: «Cuanto a mí —confiaba a uno que lo pedía consejo— les señalo una pequeña penitencia, y el resto lo cumplo yo en su lugar»[91].

[91] Cf. Ibid., t. 227, p. 1018.


54 Y en verdad que el Cura de Ars no vivía sino para los pobres pecadores, como él decía, con la esperanza de verlos convertirse y llorar. Su conversión era el fin al que convergían todos sus pensamientos y la obra en la que consumía todo su tiempo y todas sus fuerzas [92]. Y todo esto porque bien conocía él por la práctica del confesionario toda la malicia del pecado y sus ruinas espantosas en el mundo de las almas. Hablaba de ello en términos terribles: «Si tuviésemos fe y si viésemos un alma en estado de pecado mortal, nos moriríamos de terror»[93]

[92] Cf. Ibid., t. 227, p. 18.
[93] Cf. Ibid., t. 227, p. 290.


55 Mas lo acerbo de su pena y la vehemencia de su palabra provienen menos del temor de las penas eternas que amenazan al pecador impenitente, que de la emoción experimentada por el pensamiento del amor divino desconocido y ofendido. Ante la obstinación del pecador y su ingratitud hacia un Dios tan bueno, las lágrimas manaban de sus ojos. «Oh, amigo mío –decía—, lloro yo precisamente por lo que no lloráis vos»[94]. En cambio, ¡con qué delicadeza y con qué fervor hace renacer la esperanza en los corazones arrepentidos! Para ellos se hace incansablemente ministro de la misericordia divina, la cual, como él decía, es poderosa «como, un torrente desbordado que arrastra los corazones a su paso»[95] y más tierna que la solicitud de una madre, porque Dios está «pronto a perdonar más aún que lo estaría una madre para sacar del fuego a un hijo suyo»[96].

[94] Cf. Ibid., t. 227, p. 999.
[95] Cf. Ibid., t. 227, p. 978.
[96] Cf. Ibid., t. 3900, p. 1554.


56 Los pastores de almas se esforzarán, pues, a ejemplo del Cura de Ars, por consagrarse, con competencia y entrega, a este ministerio tan importante, porque fundamentalmente es aquí donde la misericordia divina triunfa sobre la malicia de los hombres y donde el pecador se reconcilia con su Dios.

Téngase también presente que Nuestro predecesor Pío XII ha condenado con fuertes palabras la opinión errónea, según la cual no se habría de tener muy en cuenta la confesión de los pecados veniales: «Para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la perfección, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo»[97]. Finalmente, Nos queremos confiar que los ministros del Señor serán ellos mismos los primeros, según las prescripciones del Derecho Canónico [98], en acudir regular y fervientemente al sacramento de la Penitencia, tan necesario para su propia santificación, y que tendrán muy en cuenta las apremiantes insistencias de Pío XII, que muchas veces y entrañablemente creyó deber suyo el dirigirles sobre esto[99].

[97] Enciclica Mystici Corporis; AAS 35 (1943), 235.
[98] C.I.C. can
CIS 125 §1.
[99] Enciclica Mystici Corporis; AAS 35 (1943), 235; encíclica Mediator Dei; AAS 39 (1947), 585; exhort. apost. Menti Nostrae; AAS 42 (1950), 674.


CONCLUSIÓN

57 Al terminar esta Carta, Venerables Hermanos, deseamos deciros toda Nuestra muy dulce esperanza de que, con la gracia de Dios, este Centenario de la muerte del Santo Cura de Ars pueda despertar en cada sacerdote el deseo de cumplir más generosamente su ministerio y, sobre todo, su «primer deber de sacerdote, esto es, el deber de alcanzar la propia santificación»[100].

[100] Exhort. apost. Menti Nostrae; AAS 42 (1950), 677.


58 Cuando, desde estas alturas del Supremo Pontificado, donde la Providencia Nos ha querido colocar, consideramos la inmensa expectación de las almas, los graves problemas de la evangelización en tantos países y las necesidades religiosas de las poblaciones cristianas, siempre y doquier se presenta a Nuestra mirada la figura del sacerdote. Sin él, sin su acción cotidiana, ¿qué sería de las iniciativas, aun las más adaptadas a las necesidades de la hora presente? ¿Qué harían aún los más generosos apóstoles del laicado? Y precisamente a estos sacerdotes tan amados y sobre los que se fundan tantas esperanzas para el progreso de la Iglesia, Nos atrevemos a pedirles, en nombre de Cristo Jesús, una íntegra fidelidad a las exigencias espirituales de su vocación sacerdotal.

59 Avaloren Nuestro llamamiento estas palabras, llenas de sabiduría, de San Pío X: «Para hacer reinar a Jesucristo en el mundo, ninguna cosa es tan necesaria como la santidad del clero, para que con su ejemplo, con la palabra y con la ciencia sea guía de los fieles» [101]. Casi lo mismo decía San Juan María Vianney a su Obispo: «Si queréis convertir vuestra diócesis, habéis de hacer santos a todos vuestros párrocos».

[101] Cf. Epist. La ristorazione; Acta Pii X, I, p. 257.


60 A vosotros, Venerables Hermanos, que tenéis la responsabilidad de la santificación de vuestros sacerdotes, os recomendamos que les ayudéis en las dificultades, a veces muy graves, de su vida personal y de su ministerio. ¿Qué, no puede hacer un Obispo que ama a sus sacerdotes, si se ha conquistado su confianza, si los conoce, si los sigue de cerca y los guía con autoridad siempre firme y siempre paternal? Pastores de todas las diócesis, sedlo sobre todo y de modo particular para quienes tan estrechamente colaboran con vosotros y con quienes os unen vínculos tan sagrados.

61 A todos los fieles pedimos también en este año centenario, que rueguen por los sacerdotes y que contribuyan, en cuanto puedan, a su santificación. Hoy los cristianos fervientes esperan mucho del sacerdote. Ellos quieren ver en él —en un mundo donde triunfan el poder del dinero, la seducción de los sentidos, el prestigio de la técnica— un testigo del Dios invisible, un hombre de fe, olvidado de sí mismo y lleno de caridad. Sepan tales cristianos que ellos pueden influir mucho en la fidelidad de sus sacerdotes a tal ideal, con el religioso respeto a su carácter sacerdotal, con una más exacta comprensión de su labor pastoral y de sus dificultades y con una más activa colaboración a su apostolado.

62 Finalmente, dirigimos una mirada llena de afecto y repleta de esperanza a la juventud cristiana. La mies es mucha, mas los operarios son pocos[102]. En muchas regiones los apóstoles, consumidos por las fatigas, con vivísimo deseo esperan a quien les sustituirá. Pueblos enteros sufren un hambre espiritual, mucho más grave aún que la material; ¿quién les llevará el celestial alimento de la verdad y de la vida? Tenemos firme confianza de que la juventud de nuestro siglo no será menos generosa en responder al llamamiento del Maestro que la de los tiempos pasados.

[102] Cf.
Mt 9,37.


63 No cabe duda de que a veces la situación del sacerdote es difícil. No es de maravillar que sea el primer expuesto en la persecución de los enemigos de la Iglesia, porque, decía el Cura de Ars, cuando se trata de destruir la religión, se comienza atacando al sacerdote.

64 Mas, no obstante estas gravísimas dificultades, nadie dude de la suerte, altamente dichosa que es la herencia del sacerdote fervoroso, llamado por Jesús Salvador a colaborar en la más santa de las empresas: la redención de las almas y el crecimiento del Cuerpo Místico. Las familias cristianas valoren, pues, su responsabilidad, y con alegría y agradecimiento den sus hijos para el servicio de la Iglesia.

65 No pretendemos desarrollar aquí este llamamiento, que también es el vuestro, Venerables Hermanos. Porque estamos bien seguros de que comprenderéis y participaréis en la angustia de Nuestro corazón y en la fuerza de convicción que en Nuestras palabras desearíamos poner. A San Juan María Vianney confiamos esta causa tan grave, de la cual depende lo futuro de tantos millares de almas.

66 Y ahora dirigimos Nuestra mirada hacia la Virgen Inmaculada. Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos. Ella se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854 [103].

[103] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 90.


67 También Nos complacemos en unir Nuestro pensamiento y Nuestra gratitud hacia Dios en estos dos Centenarios, de Lourdes y de Ars, que providencialmente se suceden y que tanto honran a la Nación querida de Nuestro corazón, a la que pertenecen aquellos lugares santísimos. Acordándonos de los muchos beneficios recibidos y con la esperanza de nuevos favores, hacemos Nuestra la invocación mariana que era tan familiar al Santo Cura de Ars:

«Sea bendita la Santísima e Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios! ¡Que las naciones todas glorifiquen, que toda la tierra invoque y bendiga a vuestro Corazón Inmaculado!» [104].

[104] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p.1021.


68 Con la viva esperanza de que este Centenario de la muerte de San Juan María Vianney pueda suscitar en todo el mundo una renovación de fervor entre los sacerdotes y entre los jóvenes llamados al sacerdocio, y consiga también atraer, más viva y operante, la atención de todo fiel hacia los problemas que se refieren a la vida y al ministerio de los sacerdotes, a todos, y en primer lugar a vosotros, Venerables Hermanos, impartimos de corazón, como prenda de las gracias celestiales y testimonio de Nuestra benevolencia, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de agosto de 1959, año primero de Nuestro Pontificado.

IOANNES PP. XXIII




* AAS 51 (1959) 745-579.






Sacerdotii nostri primordia ES 38