Vita consecrata ES 16


I. PARA ALABANZA DE LA TRINIDAD


A Patre ad Patrem: la iniciativa de Dios

17 La contemplación de la gloria del Señor Jesús en el icono de la Transfiguración revela a las personas consagradas ante todo al Padre, creador y dador de todo bien, que atrae a sí (cf. Jn 6,44) una criatura suya con un amor especial para una misión especial. "Este es mi Hijo amado: escuchadle" (Mt 17,5). Respondiendo a esta invitación acompañada de una atracción interior, la persona llamada se confía al amor de Dios que la quiere a su exclusivo servicio, y se consagra totalmente a Él y a su designio de salvación (cf. 1Co 7,32-34). Este es el sentido de la vocación a la vida consagrada: una iniciativa enteramente del Padre (cf. Jn 15,16), que exige de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva (28). La experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal punto íntima y fuerte que la persona experimenta que debe responder con la entrega incondicional de su vida, consagrando todo, presente y futuro, en sus manos. Precisamente por esto, siguiendo a santo Tomás, se puede comprender la identidad de la persona consagrada a partir de la totalidad de su entrega, equiparable a un auténtico holocausto (29).

(28) Cf. Congregación para los religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elementes in the Church’s teaching on religious life as applied to institutes dedicated to works of the apostolate (31 de mayo de 1983), 5: Ench. Vat., 9. 184.
(29) Cf. Suma teol., II-II 186,1.


Per Filium: siguiendo a Cristo

18 El Hijo, camino que conduce al Padre (cf. Jn 14,6), llama a todos los que el Padre le ha dado (cf. Jn 17,9) a un seguimiento que orienta su existencia. Pero a algunos —precisamente las personas consagradas— pide un compromiso total, que comporta el abandono de todas las cosas (cf. Mt 19,27) para vivir en intimidad con Él (30) y seguirlo adonde vaya (cf. Ap 14,4). En la mirada de Cristo (cf. Mc 10,21), "imagen de Dios invisible" (Col 1,15), resplandor de la gloria del Padre (cf. He 1,3), se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser (31). La persona, que se deja seducir por él, tiene que abandonar todo y seguirlo (cf. Mc 1,16-20 Mc 2,14 Mc 10,21.28). Como Pablo, considera que todo lo demás es "pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús", ante el cual no duda en tener todas las cosas "por basura para ganar a Cristo" (Ph 3,8). Su aspiración es identificarse con Él, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida. Este dejarlo todo y seguir al Señor (cf. Lc 18,28) es un programa válido para todas las personas llamadas y para todos los tiempos. Los consejos evangélicos, con los que Cristo invita a algunos a compartir su experiencia de virgen, pobre y obediente, exigen y manifiestan, en quien los acoge, el deseo explícito de una total conformación con Él. Viviendo "en obediencia, sin nada propio y en castidad" (32), los consagrados confiesan que Jesús es el Modelo en el que cada virtud alcanza la perfección. En efecto, su forma de vida casta, pobre y obediente, aparece como el modo más radical de vivir el Evangelio en esta tierra, un modo —se puede decir— divino, porque es abrazado por Él, Hombre-Dios, como expresión de su relación de Hijo Unigénito con el Padre y con el Espíritu Santo. Este es el motivo por el que en la tradición cristiana se ha hablado siempre de la excelencia objetiva de la vida consagrada. No se puede negar, además, que la práctica de los consejos evangélicos sea un modo particularmente íntimo y fecundo de participar también en la misión de Cristo, siguiendo el ejemplo de María de Nazaret, primera discípula, la cual aceptó ponerse al servicio del plan divino en la donación total de sí misma. Toda misión comienza con la misma actitud manifestada por María en la anunciación: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).

(30) Cf. Propositio 16.
(31) Cf. Exhort. ap. Redemptionis Donum (25 de marzo de 1984), 3: AAS 76 (1984), 515-517.
(32) S. Francisco de Asís, Regula bullata, I, 1.


In Spiritu: consagrados por el Espíritu Santo

19 "Una nube luminosa los cubrió con su sombra" (Mt 17,5). Una significativa interpretación espiritual de la Transfiguración ve en esta nube la imagen del Espíritu Santo (33). Como toda la existencia cristiana, la llamada a la vida consagrada está también en íntima relación con la obra del Espíritu Santo. Es Él quien, a lo largo de los milenios, acerca siempre nuevas personas a percibir el atractivo de una opción tan comprometida. Bajo su acción reviven, en cierto modo, la experiencia del profeta Jeremías: "Me has seducido, Señor, y me dejé seducir" (Jr 20,7). Es el Espíritu quien suscita el deseo de una respuesta plena; es Él quien guía el crecimiento de tal deseo, llevando a su madurez la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel realización; es Él quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión. Dejándose guiar por el Espíritu en un incesante camino de purificación, llegan a ser, día tras día, personas cristiformes, prolongación en la historia de una especial presencia del Señor resucitado. Con intuición profunda, los Padres de la Iglesia han calificado este camino espiritual como filocalía, es decir, amor por la belleza divina, que es irradiación de la divina bondad. La persona, que por el poder del Espíritu Santo es conducida progresivamente a la plena configuración con Cristo, refleja en sí misma un rayo de la luz inaccesible y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente inagotable de la luz. De este modo la vida consagrada es una expresión particularmente profunda de la Iglesia Esposa, la cual, conducida por el Espíritu a reproducir en sí los rasgos del Esposo, se presenta ante Él resplandeciente, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada (cf. Ep 5,27).
El Espíritu mismo, además, lejos de separar de la historia de los hombres las personas que el Padre ha llamado, las pone al servicio de los hermanos según las modalidades propias de su estado de vida, y las orienta a desarrollar tareas particulares, de acuerdo con las necesidades de la Iglesia y del mundo, por medio de los carismas particulares de cada Instituto. De aquí surgen las múltiples formas de vida consagrada, mediante las cuales la Iglesia "aparece también adornada con los diversos dones de sus hijos, como una esposa que se ha arreglado para su esposo (cf. Ap 21,2)" (34) y es enriquecida con todos los medios para desarrollar su misión en el mundo.

(33) "Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine; Spiritus in nube clara": S. Tomás de Aquino, Suma teol.III 45,4, ad 2.
(34) Vaticano II, PC 1.


Los consejos evangélicos, don de la Trinidad

20 Los consejos evangélicos son, pues, ante todo un don de la Santísima Trinidad. La vida consagrada es anuncio de lo que el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad y su belleza. En efecto, "el estado religioso (…) revela de manera especial la superioridad del Reino sobre todo lo creado y sus exigencias radicales. Muestra también a todos los hombres la grandeza extraordinaria del poder de Cristo Rey y la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza maravillas en su Iglesia" (35). Primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas.
Más que con palabras, testimonian estas maravillas con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo. Al asombro de los hombres responden con el anuncio de los prodigios de gracia que el Señor realiza en los que ama. En la medida en que la persona consagrada se deja conducir por el Espíritu hasta la cumbre de la perfección, puede exclamar: "Veo la belleza de tu gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible; soy empujado fuera de mí mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y qué soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si fuera ante ti; no sé qué hacer porque la timidez me domina; no sé dónde sentarme, a dónde acercarme, dónde reclinar estos miembros que son tuyos; en qué obras ocupar estas sorprendentes maravillas divinas" (36). De este modo, la vida consagrada se convierte en una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina.

(35) Vaticano II,
LG 44.
(36) Simeón el nuevo teólogo, Himnos, II, vv. 19-27: SCh 156, 178-179.


El reflejo de la vida trinitaria en los consejos

21 La referencia de los consejos evangélicos a la Trinidad santa y santificante revela su sentido más profundo. En efecto, son expresión del amor del Hijo al Padre en la unidad del Espíritu Santo. Al practicarlos, la persona consagrada vive con particular intensidad el carácter trinitario y cristológico que caracteriza toda la vida cristiana. La castidad de los célibes y de las vírgenes, en cuanto manifestación de la entrega a Dios con corazón indiviso (cf. 1Co 7,32-34), es el reflejo del amor infinito que une a las tres Personas divinas en la profundidad misteriosa de la vida trinitaria; amor testimoniado por el Verbo encarnado hasta la entrega de su vida; amor "derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo" (Rm 5,5), que anima a una respuesta de amor total hacia Dios y hacia los hermanos. La pobreza manifiesta que Dios es la única riqueza verdadera del hombre. Vivida según el ejemplo de Cristo que "siendo rico, se hizo pobre" (2Co 8,9), es expresión de la entrega total de sí que las tres Personas divinas se hacen recíprocamente. Es don que brota en la creación y se manifiesta plenamente en la Encarnación del Verbo y en su muerte redentora. La obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34), manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia propia de las tres Personas divinas. Por tanto, la vida consagrada está llamada a profundizar continuamente el don de los consejos evangélicos con un amor cada vez más sincero e intenso en dimensión trinitaria: amor a Cristo, que llama a su intimidad; al Espíritu Santo, que dispone el ánimo a acoger sus inspiraciones; al Padre, origen primero y fin supremo de la vida consagrada (37). De este modo se convierte en manifestación y signo de la Trinidad, cuyo misterio viene presentado a la Iglesia como modelo y fuente de cada forma de vida cristiana. La misma vida fraterna, en virtud de la cual las personas consagradas se esfuerzan por vivir en Cristo con "un solo corazón y una sola alma" (Ac 4,32), se propone como elocuente manifestación trinitaria. La vida fraterna manifiesta al Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas.

(37) Cf. Discurso en la audiencia general (9 de noviembre de 1994), 4: L'Osservatore Romano, edición semana en lengua española, 11 de noviembre de 1994, 3.


Consagrados como Cristo para el Reino de Dios

22 La vida consagrada "imita más de cerca y hace presente continuamente en la Iglesia" (38), por impulso del Espíritu Santo, la forma de vida que Jesús, supremo consagrado y misionero del Padre para su Reino, abrazó y propuso a los discípulos que lo seguían (cf. Mt 4,18-22 Mc 1,16-20 Lc 5,10-11 Jn 15,16). A la luz de la consagración de Jesús, es posible descubrir en la iniciativa del Padre, fuente de toda santidad, el principio originario de la vida consagrada. En efecto, Jesús mismo es aquel que Dios "ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Ac 10,38), "aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo" (Jn 10,36). Acogiendo la consagración del Padre, el Hijo a su vez se consagra a Él por la humanidad (cf. Jn 17,19): su vida de virginidad, obediencia y pobreza manifiesta su filial y total adhesión al designio del Padre (cf. Jn 10,30 Jn 14,11) Su perfecta oblación confiere un significado de consagración a todos los acontecimientos de su existencia terrena. Él es el obediente por excelencia, bajado del cielo no para hacer su voluntad, sino la de Aquel que lo ha enviado (cf. Jn 6,38 He 10,5.7). Él pone su ser y su actuar en las manos del Padre (cf. Lc 2,49). En obediencia filial, adopta la forma del siervo: "Se despojó de sí mismo tomando condición de siervo (…), obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Ph 2,7-8). En esta actitud de docilidad al Padre, Cristo, aun aprobando y defendiendo la dignidad y la santidad de la vida matrimonial, asume la forma de vida virginal y revela así el valor sublime y la misteriosa fecundidad espiritual de la virginidad. Su adhesión plena al designio del Padre se manifiesta también en el desapego de los bienes terrenos: "Siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza" (2Co 8,9). La profundidad de su pobreza se revela en la perfecta oblación de todo lo suyo al Padre. Verdaderamente la vida consagrada es memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador.

(38) Vaticano II, LG 44.


II. ENTRE LA PASCUA Y LA CULMINACIÓN


Del Tabor al Calvario

23 El acontecimiento deslumbrante de la Transfiguración prepara a aquel otro dramático, pero no menos luminoso, del Calvario. Pedro, Santiago y Juan contemplan al Señor Jesús junto a Moisés y Elías, con los que —según el evangelista Lucas— habla "de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén" (Lc 9,31). Los ojos de los apóstoles están fijos en Jesús que piensa en la Cruz (cf. Lc 9,43-45). Allí su amor virginal por el Padre y por todos los hombres alcanzará su máxima expresión; su pobreza llegará al despojo de todo; su obediencia hasta la entrega de la vida. Los discípulos y las discípulas son invitados a contemplar a Jesús exaltado en la Cruz, de la cual "el Verbo salido del silencio" (39), en su silencio y en su soledad, afirma proféticamente la absoluta trascendencia de Dios sobre todos los bienes creados, vence en su carne nuestro pecado y atrae hacia sí a cada hombre y mujer, dando a cada uno la vida nueva de la resurrección (cf. Jn 12,32 Jn 19,34.37). En la contemplación de Cristo crucificado se inspiran todas las vocaciones; en ella tienen su origen, con el don fundamental del Espíritu, todos los dones y en particular el don de la vida consagrada. Después de María, Madre de Jesús, Juan, el discípulo que Jesús amaba, el testigo que junto con María estuvo a los pies de la cruz (cf. Jn 19,26-27), recibió este don. Su decisión de consagración total es fruto del amor divino que lo envuelve, lo sostiene y le llena el corazón. Juan, al lado de María, está entre los primeros de la larga serie de hombres y mujeres que, desde los inicios de la Iglesia hasta el final, tocados por el amor de Dios, se sienten llamados a seguir al Cordero inmolado y viviente, dondequiera que vaya (cf. Ap 14,1-5). (40)

(39) S. Ignacio de Antioquia, Carta a los Magnesios 8, 2: Patres Apostolici, edición F.X. Funk, II, 237.
(40) Cf. Propositio 3.


Dimensión pascual de la vida consagrada

24 La persona consagrada, en las diversas formas de vida suscitadas por el Espíritu a lo largo de la historia, experimenta la verdad de Dios-Amor de un modo tanto más inmediato y profundo cuanto más se coloca bajo la Cruz de Cristo. Aquel que en su muerte aparece ante los ojos humanos desfigurado y sin belleza hasta el punto de mover a los presentes a cubrirse el rostro (cf. Is 53,2-3), precisamente en la Cruz manifiesta en plenitud la belleza y el poder del amor de Dios. San Agustín lo canta así: "Hermoso siendo Dios, Verbo en Dios (…) Es hermoso en el cielo y es hermoso en la tierra; hermoso en el seno, hermoso en los brazos de sus padres, hermoso en los milagros, hermoso en los azotes; hermoso invitado a la vida, hermoso no preocupándose de la muerte, hermoso dando la vida, hermoso tomándola; hermoso en la cruz, hermoso en el sepulcro y hermoso en el cielo. Oíd entendiendo el cántico, y la flaqueza de su carne no aparte de vuestros ojos el esplendor de su hermosura" (41). La vida consagrada refleja este esplendor del amor, porque confiesa, con su fidelidad al misterio de la Cruz, creer y vivir del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De este modo contribuye a mantener viva en la Iglesia la conciencia de que la Cruz es la sobreabundancia del amor de Dios que se derrama sobre este mundo, el gran signo de la presencia salvífica de Cristo. Y esto especialmente en las dificultades y pruebas. Es lo que testimonian continuamente y con un valor digno de profunda admiración un gran número de personas consagradas, que con frecuencia viven en situaciones difíciles, incluso de persecución y martirio. Su fidelidad al único Amor se manifiesta y se fortalece en la humildad de una vida oculta, en la aceptación de los sufrimientos para completar lo que en la propia carne "falta a las tribulaciones de Cristo" (Col 1,24), en el sacrificio silencioso, en el abandono a la santa voluntad de Dios, en la serena fidelidad incluso ante el declive de las fuerzas y del propio ascendiente. De la fidelidad a Dios nace también la entrega al prójimo, que las personas consagradas viven no sin sacrificio en la constante intercesión por las necesidades de los hermanos, en el servicio generoso a los pobres y a los enfermos, en el compartir las dificultades de los demás y en la participación solícita en las preocupaciones y pruebas de la Iglesia.

(41) S. Agustín, Enarr. in Psal. 44, 3: PL 36, 495-496.


Testigos de Cristo en el mundo

25 Del misterio pascual surge además la misión, dimensión que determina toda la vida eclesial. Ella tiene una realización específica propia en la vida consagrada. En efecto, más allá incluso de los carismas propios de los Institutos dedicados a la misión ad gentes o empeñados en una actividad de tipo propiamente apostólica, se puede decir que la misión está inscrita en el corazón mismo de cada forma de vida consagrada En la medida en que el consagrado vive una vida únicamente entregada al Padre (cf. Lc 2,49 Jn 4,34), sostenida por Cristo (cf. Jn 15,16 Ac 1,15-16), animada por el Espíritu (cf. Lc 24,49 Ac 1,8 Ac 2,4), coopera eficazmente a la misión del Señor Jesús (cf. Jn 20,21), contribuyendo de forma particularmente profunda a la renovación del mundo. El primer cometido misionero las personas consagradas lo tienen hacia sí mismas, y lo llevan a cabo abriendo el propio corazón a la acción del Espíritu de Cristo. Su testimonio ayuda a toda la Iglesia a recordar que en primer lugar está el servicio gratuito a Dios, hecho posible por la gracia de Cristo, comunicada al creyente mediante el don del Espíritu. De este modo se anuncia al mundo la paz que desciende del Padre, la entrega que el Hijo testimonia y la alegría que es fruto del Espíritu Santo. Las personas consagradas serán misioneras ante todo profundizando continuamente en la conciencia de haber sido llamadas y escogidas por Dios, al cual deben pues orientar toda su vida y ofrecer todo lo que son y tienen, liberándose de los impedimentos que pudieran frenar la total respuesta de amor. De este modo podrán llegar a ser un signo verdadero de Cristo en el mundo. Su estilo de vida debe transparentar también el ideal que profesan, proponiéndose como signo vivo de Dios y como elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación del Evangelio. Siempre, pero especialmente en la cultura contemporánea, con frecuencia tan secularizada y sin embargo sensible al lenguaje de los signos, la Iglesia debe preocuparse de hacer visible su presencia en la vida cotidiana. Ella tiene derecho a esperar una aportación significativa al respecto de las personas consagradas, llamadas a dar en cada situación un testimonio concreto de su pertenencia a Cristo. Puesto que el hábito es signo de consagración, de pobreza y de pertenencia a una determinada familia religiosa, junto con los Padres del Sínodo recomiendo vivamente a los religiosos y a las religiosas que usen el propio hábito, adaptado oportunamente a las circunstancias de los tiempos y de los lugares (42). Allí donde válidas exigencias apostólicas lo requieran, conforme a las normas del propio Instituto, podrán emplear también un vestido sencillo y decoroso, con un símbolo adecuado, de modo que sea reconocible su consagración. Los Institutos que desde su origen o por disposición de sus constituciones no prevén un hábito propio, procuren que el vestido de sus miembros responda, por dignidad y sencillez, a la naturaleza de su vocación (43).

(42) Cf. Propositio 25; Vaticano II, PC 17.
(43) Cf. Propositio 25.


Dimensión escatológica de la vida consagrada

26 Debido a que hoy las preocupaciones apostólicas son cada vez más urgentes y la dedicación a las cosas de este mundo corre el riesgo de ser siempre más absorbente, es particularmente oportuno llamar la atención sobre la naturaleza escatológica de la vida consagrada. "Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón" (Mt 6,21): el tesoro único del Reino suscita el deseo, la espera, el compromiso y el testimonio. En la Iglesia primitiva la espera de la venida del Señor se vivía de un modo particularmente intenso. A pesar del paso de los siglos la Iglesia no ha dejado de cultivar esta actitud de esperanza: ha seguido invitando a los fieles a dirigir la mirada hacia la salvación que va a manifestarse, "porque la apariencia de este mundo pasa" (1Co 7,31; cf. 1P 1,3-6) (44). En este horizonte es donde mejor se comprende el papel de signo escatológico propio de la vida consagrada. En efecto, es constante la doctrina que la presenta como anticipación del Reino futuro. El Concilio Vaticano II vuelve a proponer esta enseñanza cuando afirma que la consagración "anuncia ya la resurrección futura y la gloria del reino de los cielos" (45). Esto lo realiza sobre todo la opción por la virginidad, entendida siempre por la tradición como una anticipación del mundo definitivo, que ya desde ahora actúa y transforma al hombre en su totalidad. Las personas que han dedicado su vida a Cristo viven necesariamente con el deseo de encontrarlo para estar finalmente y para siempre con Él. De aquí la ardiente espera, el deseo de "sumergirse en el Fuego de amor que arde en ellas y que no es otro que el Espíritu Santo" (46), espera y deseo sostenidos por los dones que el Señor concede libremente a quienes aspiran a las cosas de arriba (cf. Col 3,1). Fijos los ojos en el Señor, la persona consagrada recuerda que "no tenemos aquí ciudad permanente" (He 13,14), porque "somos ciudadanos del cielo" (Ph 3,20). Lo único necesario es buscar el Reino de Dios y su justicia (cf. Mt 6,33), invocando incesantemente la venida del Señor.

(44) Cf. Vaticano II, LG 42.
(45) LG 44
(46) B. Isabel de la Trinidad, Le ciel dans la foi. Traité Spirituel, I, 14: Oeuvres completes, París, 1991, 106.


Una espera activa: compromiso y vigilancia

27 "¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22,20). Esta espera es lo más opuesto a la inercia: aunque dirigida al Reino futuro, se traduce en trabajo y misión, para que el Reino se haga presente ya ahora mediante la instauración del espíritu de las Bienaventuranzas, capaz de suscitar también en la sociedad humana actitudes eficaces de justicia, paz, solidaridad y perdón. Esto lo ha demostrado ampliamente la historia de la vida consagrada, que siempre ha producido frutos abundantes también para el mundo. Con sus carismas las personas consagradas llegan a ser un signo del Espíritu para un futuro nuevo, iluminado por la fe y por la esperanza cristiana. La tensión escatológica se convierte en misión, para que el Reino se afirme de modo creciente aquí y ahora. A la súplica: "¡Ven, Señor Jesús!", se une otra invocación: "¡Venga tu Reino!" (Mt 6,10). Quien espera vigilante el cumplimiento de las promesas de Cristo es capaz de infundir también esperanza entre sus hermanos y hermanas, con frecuencia desconfiados y pesimistas respecto al futuro. Su esperanza está fundada sobre la promesa de Dios contenida en la Palabra revelada: la historia de los hombres camina hacia "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Ap 21,1), en los que el Señor "enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21,4). La vida consagrada está al servicio de esta definitiva irradiación de la gloria divina, cuando toda carne verá la salvación de Dios (cf. Lc 3,6 Is 40,5). El Oriente cristiano destaca esta dimensión cuando considera a los monjes como ángeles de Dios sobre la tierra, que anuncian la renovación del mundo en Cristo. En Occidente el monacato es celebración de memoria y vigilia: memoria de las maravillas obradas por Dios, vigilia del cumplimiento último de la esperanza. El mensaje del monacato y de la vida contemplativa repite incesantemente que la primacía de Dios es plenitud de sentido y de alegría para la existencia humana, porque el hombre ha sido hecho para Dios y su corazón estará inquieto hasta que descanse en Él (47).

(47) Cf. S. Agustín, Confesiones I, 1: PL 32, 661.


La Virgen María, modelo de consagración y seguimiento

28 María es aquella que, desde su concepción inmaculada, refleja más perfectamente la belleza divina. "Toda hermosa" es el título con el que la Iglesia la invoca. "La relación que todo fiel, como consecuencia de su unión con Cristo, mantiene con María Santísima queda aún más acentuada en la vida de las personas consagradas (…) En todos (los Institutos de vida consagrada) existe la convicción de que la presencia de María tiene una importancia fundamental tanto para la vida espiritual de cada alma consagrada, como para la consistencia, la unidad y el progreso de toda la comunidad" (48). En efecto, María es ejemplo sublime de perfecta consagración, por su pertenencia plena y entrega total a Dios. Elegida por el Señor, que quiso realizar en ella el misterio de la Encarnación, recuerda a los consagrados la primacía de la iniciativa de Dios. Al mismo tiempo, habiendo dado su consentimiento a la Palabra divina, que se hizo carne en ella, María aparece como modelo de acogida de la gracia por parte de la criatura humana.
Cercana a Cristo, junto con José, en la vida oculta de Nazaret, presente al lado del Hijo en los momentos cruciales de su vida pública, la Virgen es maestra de seguimiento incondicional y de servicio asiduo. En ella, "templo del Espíritu Santo" (49), brilla de este modo todo el esplendor de la nueva criatura. La vida consagrada la contempla como modelo sublime de consagración al Padre, de unión con el Hijo y de docilidad al Espíritu, sabiendo bien que identificarse con "el tipo de vida en pobreza y virginidad" (50) de Cristo significa asumir también el tipo de vida de María.
La persona consagrada encuentra, además, en la Virgen una Madre por título muy especial. En efecto, si la nueva maternidad dada a María en el Calvario es un don a todos los cristianos, adquiere un valor específico para quien ha consagrado plenamente la propia vida a Cristo. "Ahí tienes a tu madre" (
Jn 19,27): las palabras de Jesús al discípulo "a quien amaba" (Jn 19,26), asumen una profundidad particular en la vida de la persona consagrada. En efecto, está llamada con Juan a acoger consigo a María Santísima (cf. Jn 19,27), amándola e imitándola con la radicalidad propia de su vocación y experimentando, a su vez, una especial ternura materna. La Virgen le comunica aquel amor que permite ofrecer cada día la vida por Cristo, cooperando con Él en la salvación del mundo. Por eso, la relación filial con María es el camino privilegiado para la fidelidad a la vocación recibida y una ayuda eficacísima para avanzar en ella y vivirla en plenitud (51).

(48) Discurso en la audiencia general (29 de marzo de 1995), 1: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 31 de marzo de 1995, 23.
(49) Vaticano II, LG 53.
(50) LG 46.
(51) Cf. Propositio 55


III. EN LA IGLESIA Y PARA LA IGLESIA

"Bueno es estarnos aquí": la vida consagrada en el misterio de la Iglesia

29 En la escena de la Transfiguración, Pedro habla en nombre de los demás apóstoles: "Bueno es estarnos aquí" (Mt 17,4). La experiencia de la gloria de Cristo, aunque le extasía la mente y el corazón, no lo aísla, sino que, por el contrario, lo une más profundamente al "nosotros" de los discípulos. Esta dimensión del "nosotros" nos lleva a considerar el lugar que la vida consagrada ocupa en el misterio de la Iglesia. La reflexión teológica sobre la naturaleza de la vida consagrada ha profundizado en estos años en las nuevas perspectivas surgidas de la doctrina del Concilio Vaticano II. A su luz se ha tomado conciencia de que la profesión de los consejos evangélicos pertenece indiscutiblemente a la vida y a la santidad de la Iglesia (52). Esto significa que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos, como expresión de su misma naturaleza. Esto resulta evidente ya que la profesión de los consejos evangélicos está íntimamente relacionada con el misterio de Cristo, teniendo el cometido de hacer de algún modo presente la forma de vida que Él eligió, señalándola como valor absoluto y escatológico. Jesús mismo, llamando a algunas personas a dejarlo todo para seguirlo, inauguró este género de vida que, bajo la acción del Espíritu, se ha desarrollado progresivamente a lo largo de los siglos en las diversas formas de la vida consagrada. El concepto de una Iglesia formada únicamente por ministros sagrados y laicos no corresponde, por tanto, a las intenciones de su divino Fundador tal y como resulta de los Evangelios y de los demás escritos neotestamentarios.

(52) Cf. Vaticano II, LG 44.


La nueva y especial consagración

30 En la tradición de la Iglesia la profesión religiosa es considerada como una singular y fecunda profundización de la consagración bautismal en cuanto que, por su medio, la íntima unión con Cristo, ya inaugurada con el Bautismo, se desarrolla en el don de una configuración más plenamente expresada y realizada, mediante la profesión de los consejos evangélicos (53). Esta posterior consagración tiene, sin embargo, una peculiaridad propia respecto a la primera, de la que no es una consecuencia necesaria (54). En realidad, todo renacido en Cristo está llamado a vivir, con la fuerza proveniente del don del Espíritu, la castidad correspondiente a su propio estado de vida, la obediencia a Dios y a la Iglesia, y un desapego razonable de los bienes materiales, porque todos son llamados a la santidad, que consiste en la perfección de la caridad (55). Pero el Bautismo no implica por sí mismo la llamada al celibato o a la virginidad, la renuncia a la posesión de bienes y la obediencia a un superior, en la forma propia de los consejos evangélicos. Por tanto, su profesión supone un don particular de Dios no concedido a todos, como Jesús mismo señala en el caso del celibato voluntario (cf. Mt 19,10-12).
A esta llamada corresponde, por otra parte, un don específico del Espíritu Santo, de modo que la persona consagrada pueda responder a su vocación y a su misión. Por eso, como se refleja en las liturgias de Oriente y Occidente, en el rito de la profesión monástica o religiosa y en la consagración de las vírgenes, la Iglesia invoca sobre las personas elegidas el don del Espíritu Santo y asocia su oblación al sacrificio de Cristo (56).
La profesión de los consejos evangélicos es también un desarrollo de la gracia del sacramento de la Confirmación, pero va más allá de las exigencias normales de la consagración crismal en virtud de un don particular del Espíritu, que abre a nuevas posibilidades y frutos de santidad y de apostolado, como demuestra la historia de la vida consagrada.
En cuanto a los sacerdotes que profesan los consejos evangélicos, la experiencia misma muestra que el sacramento del Orden encuentra una fecundidad peculiar en esta consagración, puesto que presenta y favorece la exigencia de una pertenencia más estrecha al Señor. El sacerdote que profesa los consejos evangélicos encuentra una ayuda particular para vivir en sí mismo la plenitud del misterio de Cristo, gracias también a la espiritualidad peculiar de su Instituto y a la dimensión apostólica del correspondiente carisma. En efecto, en el presbítero la vocación al sacerdocio y a la vida consagrada convergen en profunda y dinámica unidad.
De valor inconmensurable es también la aportación dada a la vida de la Iglesia por los religiosos sacerdotes dedicados íntegramente a la contemplación. Especialmente en la celebración eucarística realizan una acción de la Iglesia y para la Iglesia, a la que unen el ofrecimiento de sí mismos, en comunión con Cristo que se ofrece al Padre para la salvación del mundo entero (57).

(53) Cf. : AAS 76 (1984), 522-524.
(54) Cf. Vaticano II, LG 44; Discurso en la audiencia general (26 de octubre de 1994), 5: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 28 de octubre de 1994, 3.
(55) Cf. LG 42.
(56) Cf. Ritual Romano, Rito de la profesión religiosa: Solemne bendición o consagración de los profesos, n. 67, y de las profesas, n. 72; Pontifical Romano, Rito de la consagración de las Vírgenes, n. 38: Solemne oración de consagración; Eucologion sive Rituale Graecorum, Officium parvi habitum id est Mandiae, 384-385; Pontificale iuxta ritum Ecclesiae Syrorum Occidentalium id est antiochiae, Ordo rituum monasticorum, Typis Polyglottis Vaticanis 1942, 307-309.
(57) Cf. S. Pedro Damián Liber qui appellatur "Dominis vobiscum" ad Leonem eremitan: PL 145, 231-252.



Vita consecrata ES 16