Vita consecrata ES 31

Las relaciones entre los diversos estados de vida del cristiano

31 Las diversas formas de vida en las que, según el designio del Señor Jesús, se articula la vida eclesial presentan relaciones recíprocas sobre las que interesa detenerse. Todos los fieles, en virtud de su regeneración en Cristo, participan de una dignidad común; todos son llamados a la santidad; todos cooperan a la edificación del único Cuerpo de Cristo, cada uno según su propia vocación y el don recibido del Espíritu (cf. Rm 12,38) (58). La igual dignidad de todos los miembros de la Iglesia es obra del Espíritu; está fundada en el Bautismo y la Confirmación y corroborada por la Eucaristía. Sin embargo, también es obra del Espíritu la variedad de formas. Él constituye la Iglesia como una comunión orgánica en la diversidad de vocaciones, carismas y ministerios (59). Las vocaciones a la vida laical, al ministerio ordenado y a la vida consagrada se pueden considerar paradigmáticas, dado que todas las vocaciones particulares, bajo uno u otro aspecto, se refieren o se reconducen a ellas, consideradas separadamente o en conjunto, según la riqueza del don de Dios. Además, están al servicio unas de otras para el crecimiento del Cuerpo de Cristo en la historia y para su misión en el mundo. Todos en la Iglesia son consagrados en el Bautismo y en la Confirmación, pero el ministerio ordenado y la vida consagrada suponen una vocación distinta y una forma específica de consagración, en razón de una misión peculiar.
La consagración bautismal y crismal, común a todos los miembros del Pueblo de Dios, es fundamento adecuado de la misión de los laicos, de los que es propio "el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios" (60). Los ministros ordenados, además de esta consagración fundamental, reciben la consagración en la Ordenación para continuar en el tiempo el ministerio apostólico. Las personas consagradas, que abrazan los consejos evangélicos, reciben una nueva y especial consagración que, sin ser sacramental, las compromete a abrazar —en el celibato, la pobreza y la obediencia— la forma de vida practicada personalmente por Jesús y propuesta por Él a los discípulos. Aunque estas diversas categorías son manifestaciones del único misterio de Cristo, los laicos tienen como aspecto peculiar, si bien no exclusivo, el carácter secular, los pastores el carácter ministerial y los consagrados la especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente.

(58) Cf. Vaticano II, LG 32 CIC 208 CIO 11.
(59) Cf. Vaticano II, AGD 4 LG 4 LG 12 LG 13 GS 32 AA 3 CL 20-21: AAS 81 (1989), 425-428; Congregación para la doctrina de la fe, Carta Communionis Notio, a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión (28 de mayo de 1992), 15: AAS 85 (1993), 847.
(60) Cf. Vaticano II, LG 31.


El valor especial de la vida consagrada

32 En este armonioso conjunto de dones, se confía a cada uno de los estados de vida fundamentales la misión de manifestar, en su propia categoría, una u otra de las dimensiones del único misterio de Cristo. Si la vida laical tiene la misión particular de anunciar el Evangelio en medio de las realidades temporales, en el ámbito de la comunión eclesial desarrollan un ministerio insustituible los que han recibido el Orden sagrado, especialmente los Obispos. Ellos tienen la tarea de apacentar el Pueblo de Dios con la enseñanza de la Palabra, la administración de los Sacramentos y el ejercicio de la potestad sagrada al servicio de la comunión eclesial, que es comunión orgánica, ordenada jerárquicamente (61).
Como expresión de la santidad de la Iglesia, se debe reconocer una excelencia objetiva a la vida consagrada, que refleja el mismo modo de vivir de Cristo. Precisamente por esto, ella es una manifestación particularmente rica de los bienes evangélicos y una realización más completa del fin de la Iglesia que es la santificación de la humanidad. La vida consagrada anuncia y, en cierto sentido, anticipa el tiempo futuro, cuando, alcanzada la plenitud del Reino de los cielos presente ya en germen y en el misterio (62), los hijos de la resurrección no tomarán mujer o marido, sino que serán como ángeles de Dios (cf.
Mt 22,30).
En efecto, la excelencia de la castidad perfecta por el Reino (63), considerada con razón la "puerta" de toda la vida consagrada (64), es objeto de la constante enseñanza de la Iglesia. Esta manifiesta, al mismo tiempo, gran estima por la vocación al matrimonio, que hace de los cónyuges "testigos y colaboradores de la fecundidad de la Madre Iglesia como símbolo y participación de aquel amor con el que Cristo amó a su esposa y se entregó por ella" (65).
En este horizonte común a toda la vida consagrada, se articulan vías distintas entre sí, pero complementarias. Los religiosos y las religiosas dedicados íntegramente a la contemplación son en modo especial imagen de Cristo en oración en el monte (66). Las personas consagradas de vida activa lo manifiestan "anunciando a las gentes el Reino de Dios, curando a los enfermos y lisiados, convirtiendo a los pecadores en fruto bueno, bendiciendo a los niños y haciendo el bien a todos" (67). Las personas consagradas en los Institutos seculares realizan un servicio particular para la venida del Reino de Dios, uniendo en una síntesis específica el valor de la consagración y el de la secularidad. Viviendo su consagración en el mundo y a partir del mundo (68), "se esfuerzan por impregnar todas las cosas con el espíritu evangélico, para fortaleza y crecimiento del Cuerpo de Cristo" (69). Participan, para ello, en la obra evangelizadora de la Iglesia mediante el testimonio personal de vida cristiana, el empeño por ordenar según Dios las realidades temporales, la colaboración en el servicio de la comunidad eclesial, de acuerdo con el estilo de vida secular que les es propio (70).

(61) Cf. ib., CL 20-21: AAS 81 (1989), 425-428.
(62) Cf. Vaticano II, LG 5.
(63) Cf. Concilio de Trento, ses. XXXIV, c. 10: DS 1810; Pio XII, Carta enc. Sacra Virginitas (25 de marzo de 1954), AAS 46 (1954), 176.
(64) Cf. Propositio 17.
(65) Cf. Vaticano II, LG 41.
(66) Cf. LG 46.
(67) LG 46.
(68) Cf. Pío XII, Motu proprio Primo feliciter (12 de marzo de 1948), 6: AAS 40 (1948), 285.
(69) CIC 713,1; cf. CIO 563,2.
(70) CIC 713,2. En este mismo c. 713,3 se habla específicamente de los "miembros clérigos".


Testimoniar el Evangelio de las Bienaventuranzas

33 Misión peculiar de la vida consagrada es mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio, dando "un testimonio magnífico y extraordinario de que sin el espíritu de las Bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios" (71). De este modo la vida consagrada aviva continuamente en la conciencia del Pueblo de Dios la exigencia de responder con la santidad de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5), reflejando en la conducta la consagración sacramental obrada por Dios en el Bautismo, la Confirmación o el Orden. En efecto, se debe pasar de la santidad comunicada por los sacramentos a la santidad de la vida cotidiana. La vida consagrada, con su misma presencia en la Iglesia, se pone al servicio de la consagración de la vida de cada fiel, laico o clérigo. Por otra parte, no se debe olvidar que los consagrados reciben también del testimonio propio de las demás vocaciones una ayuda para vivir íntegramente la adhesión al misterio de Cristo y de la Iglesia en sus múltiples dimensiones. En virtud de este enriquecimiento recíproco, se hace más elocuente y eficaz la misión de la vida consagrada: señalar como meta a los demás hermanos y hermanas, fijando la mirada en la paz futura, la felicidad definitiva que está en Dios.

(71) Cf. Vaticano II, LG 31.


Imagen viva de la Iglesia-Esposa

34 Importancia particular tiene el significado esponsal de la vida consagrada, que hace referencia a la exigencia de la Iglesia de vivir en la entrega plena y exclusiva a su Esposo, del cual recibe todo bien. En esta dimensión esponsal, propia de toda la vida consagrada, es sobre todo la mujer la que se ve singularmente reflejada, como descubriendo la índole especial de su relación con el Señor. A este respecto, es sugestiva la página neotestamentaria que presenta a María con los Apóstoles en el Cenáculo en espera orante del Espíritu Santo (cf. Ac 1,13-14). Aquí se puede ver una imagen viva de la Iglesia-Esposa, atenta a las señales del Esposo y preparada para acoger su don. En Pedro y en los demás Apóstoles emerge sobre todo la dimensión de la fecundidad, como se manifiesta en el ministerio eclesial, que se hace instrumento del Espíritu para la generación de nuevos hijos mediante el anuncio de la Palabra, la celebración de los Sacramentos y la atención pastoral. En María está particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal, con la que la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida divina a través de su amor total de virgen. La vida consagrada ha sido siempre vista prevalentemente en María, la Virgen esposa. De ese amor virginal procede una fecundidad particular, que contribuye al nacimiento y crecimiento de la vida divina en los corazones (72). La persona consagrada, siguiendo las huellas de María, nueva Eva, manifiesta su fecundidad espiritual acogiendo la Palabra, para colaborar en la formación de la nueva humanidad con su dedicación incondicional y su testimonio. Así la Iglesia manifiesta plenamente su maternidad tanto por la comunicación de la acción divina confiada a Pedro, como por la acogida responsable del don divino, típica de María. Por su parte, el pueblo cristiano encuentra en el ministerio ordenado los medios de la salvación, y en la vida consagrada el impulso para una respuesta de amor plena en todas las diversas formas de diaconía (73).

(72) S. Teresa del Niño Jesús, : "Ser tu esposa, oh Jesús… ser en mi unión contigo, madre de las almas".
(73) Cf. Vaticano II, PC 8 PC 10 PC 12.


IV. GUIADOS POR EL ESPIRITU DE SANTIDAD


Existencia "transfigurada": llamada a la santidad

35 "Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo" (Mt 17,6). Los sinópticos ponen de relieve en el episodio de la Transfiguración, con matices diversos, el temor de los discípulos. El atractivo del rostro transfigurado de Cristo no impide que se sientan atemorizados ante la Majestad divina que los envuelve. Siempre que el hombre experimenta la gloria de Dios se da cuenta también de su pequeñez y de aquí surge una sensación de miedo. Este temor es saludable. Recuerda al hombre la perfección divina, y al mismo tiempo lo empuja con una llamada urgente a la "santidad". Todos los hijos de la Iglesia, llamados por el Padre a "escuchar" a Cristo, deben sentir una profunda exigencia de conversión y de santidad. Pero, como se ha puesto de relieve en el Sínodo, esta exigencia se refiere en primer lugar a la vida consagrada. En efecto, la vocación de las personas consagradas a buscar ante todo el Reino de Dios es, principalmente, una llamada a la plena conversión, en la renuncia de sí mismo para vivir totalmente en el Señor, para que Dios sea todo en todos. Los consagrados, llamados a contemplar y testimoniar el rostro "transfigurado" de Cristo, son llamados también a una existencia transfigurada. A este respecto, es significativo lo expresado en la Relación final de la II Asamblea extraordinaria del Sínodo: "Los santos y santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Hoy necesitamos fuertemente pedir con asiduidad a Dios santos. Los Institutos de vida consagrada, por la profesión de los consejos evangélicos, sean conscientes de su misión especial en la Iglesia de hoy, y nosotros debemos animarlos en esa misión" (74). De estas consideraciones se han hecho eco los Padres de la IX Asamblea sinodal, afirmando: "La vida consagrada ha sido a través de la historia de la Iglesia una presencia viva de esta acción del Espíritu, como un espacio privilegiado de amor absoluto a Dios y al prójimo, testimonio del proyecto divino de hacer de toda la humanidad, dentro de la civilización del amor, la gran familia de los hijos de Dios" (75). La Iglesia ha visto siempre en la profesión de los consejos evangélicos un camino privilegiado hacia la santidad. Las mismas expresiones con las que la define —escuela del servicio del Señor, escuela de amor y santidad, camino o estado de perfección— indican tanto la eficacia y riqueza de los medios propios de esta forma de vida evangélica, como el empeño particular de quienes la abrazan (76). No es casual que a lo largo de los siglos tantos consagrados hayan dejado testimonios elocuentes de santidad y hayan realizado empresas de evangelización y de servicio particularmente generosas y arduas.
Fidelidad al carisma 36. En el seguimiento de Cristo y en el amor hacia su persona hay algunos puntos sobre el crecimiento de la santidad en la vida consagrada que merecen ser hoy especialmente evidenciados. Ante todo se pide la fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual de cada Instituto. Precisamente en esta fidelidad a la inspiración de los fundadores y fundadoras, don del Espíritu Santo, se descubren más fácilmente y se reviven con más fervor los elementos esenciales de la vida consagrada. En efecto, cada carisma tiene, en su origen, una triple orientación: hacia el Padre, sobre todo en el deseo de buscar filialmente su voluntad mediante un proceso de conversión continua, en el que la obediencia es fuente de verdadera libertad, la castidad manifiesta la tensión de un corazón insatisfecho de cualquier amor finito, la pobreza alimenta el hambre y la sed de justicia que Dios prometió saciar (cf. Mt 5,6). En esta perspectiva el carisma de cada Instituto animará a la persona consagrada a ser toda de Dios, a hablar con Dios o de Dios, como se dice de santo Domingo (77), para gustar qué bueno es el Señor (cf. Ps 33,9) en todas las situaciones. Los carismas de vida consagrada implican también una orientación hacia el Hijo, llevando a cultivar con Él una comunión de vida íntima y gozosa, en la escuela de su servicio generoso de Dios y de los hermanos. De este modo, "la mirada progresivamente cristificada, aprende a alejarse de lo exterior, del torbellino de los sentidos, es decir, de cuanto impide al hombre la levedad que le permitiría dejarse conquistar por el Espíritu" (78), y posibilita así ir a la misión con Cristo, trabajando y sufriendo con Él en la difusión de su Reino. Por último, cada carisma comporta una orientación hacia el Espíritu Santo, ya que dispone la persona a dejarse conducir y sostener por Él, tanto en el propio camino espiritual como en la vida de comunión y en la acción apostólica, para vivir en aquella actitud de servicio que debe inspirar toda decisión del cristiano auténtico. En efecto, esta triple relación emerge siempre, a pesar de las características específicas de los diversos modelos de vida, en cada carisma de fundación, por el hecho mismo de que en ellos domina "una profunda preocupación por configurarse con Cristo testimoniando alguno de los aspectos de su misterio" (79), aspecto específico llamado a encarnarse y desarrollarse en la tradición más genuina de cada Instituto, según las Reglas, Constituciones o Estatutos (80).

(74) Sínodo de los Obispos, II Asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II A, 4: Ench. Vat. 9, 1753.
(75) Sínodo de los Obispos, IX Asamblea ordinaria, Mensaje del Sínodo (27 de octubre de 1994), IX: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 4 de noviembre de 1994, 6.
(76) Cf. S. Tomás de Aquino, Suma teol., II-II 184,5, ad 2; II-II 186,2, ad 1.
(77) Cf. Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum. Acta Canonizationis Sancti Dominici: Monumenta Ordinis Praedicatorum historica 16 (1935), 30.
(78) Carta ap. Orientale Lumen (2 de mayo de 1995), 12: AAS 87 (1995), 758.
(79) Congregación para los religiosos e institutos seculares y Congregación para los Obispos, Criterios pastorales sobre relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia Mutuae Relationes (14 de mayo de 1978), 51: AAS 70 (1978), 500.
(80) Cf. Propositio 26.


Fidelidad creativa

37 Se invita pues a los Institutos a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy (81). Esta invitación es sobre todo una llamada a perseverar en el camino de santidad a través de las dificultades materiales y espirituales que marcan la vida cotidiana. Pero es también llamada a buscar la competencia en el propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión, adaptando sus formas, cuando es necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas
necesidades, en plena docilidad a la inspiración divina y al discernimiento eclesial. Debe permanecer viva, pues, la convicción de que la garantía de toda renovación que pretenda ser fiel a la inspiración originaria está en la búsqueda de la conformación cada vez más plena con el Señor (82). En este espíritu, vuelve a ser hoy urgente para cada Instituto la necesidad de una referencia renovada a la Regla, porque en ella y en las Constituciones se contiene un itinerario de seguimiento, caracterizado por un carisma específico reconocido por la Iglesia. Una creciente atención a la Regla ofrecerá a las personas consagradas un criterio seguro para buscar las formas adecuadas de testimonio capaces de responder a las exigencias del momento sin alejarse de la inspiración inicial.

(81) Cf. ib., 27.
(82) Cf. Vaticano II,
PC 2.


Oración y ascesis: el combate espiritual

38 La llamada a la santidad es acogida y puede ser cultivada sólo en el silencio de la adoración ante la infinita trascendencia de Dios: "Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio cargado de presencia adorada: la teología, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cf. Ex 34,33) (…); el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perdón (…). Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra" (83). Esto comporta en concreto una gran fidelidad a la oración litúrgica y personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales. Es necesario también tener presentes los medios ascéticos típicos de la tradición espiritual de la Iglesia y del propio Instituto. Ellos han sido y son aún una ayuda poderosa para un auténtico camino de santidad. La ascesis, ayudando a dominar y corregir las tendencias de la naturaleza humana herida por el pecado, es verdaderamente indispensable a la persona consagrada para permanecer fiel a la propia vocación y seguir a Jesús por el camino de la Cruz. Es necesario también reconocer y superar algunas tentaciones que a veces, por insidia del Diablo, se presentan bajo la apariencia de bien. Así, por ejemplo, la legítima exigencia de conocer la sociedad moderna para responder a sus desafíos puede inducir a ceder a las modas del momento, con disminución del fervor espiritual o con actitudes de desánimo. La posibilidad de una formación espiritual más elevada podría empujar a las personas consagradas a un cierto sentimiento de superioridad respecto a los demás fieles, mientras que la urgencia de una cualificación legítima y necesaria puede transformarse en una búsqueda excesiva de eficacia, como si el servicio apostólico dependiera prevalentemente de los medios humanos, más que de Dios. El deseo loable de acercarse a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, creyentes y no creyentes, pobres y ricos, puede llevar a la adopción de un estilo de vida secularizado o a una promoción de los valores humanos en sentido puramente horizontal. El compartir las aspiraciones legítimas de la propia nación o cultura podría llevar a abrazar formas de nacionalismo o a asumir prácticas que tienen, por el contrario, necesidad de ser purificadas y elevadas a la luz del Evangelio. El camino que conduce a la santidad conlleva, pues, la aceptación del combate espiritual. Se trata de un dato exigente al que hoy no siempre se dedica la atención necesaria. La tradición ha visto con frecuencia representado el combate espiritual en la lucha de Jacob con el misterio de Dios, que él afronta para acceder a su bendición y a su visión (cf. Gn 32,23-31). En esta narración de los principios de la historia bíblica las personas consagradas pueden ver el símbolo del empeño ascético necesario para dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor y de los hermanos.

(83) Carta ap. Orientale Lumen (2 de Mayo de 1995), 16: AAS 87 (1975), 762.


Promover la santidad

39 Hoy más que nunca es necesario un renovado compromiso de santidad por parte de las personas consagradas para favorecer y sostener el esfuerzo de todo cristiano por la perfección. "Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado" (84). Las personas consagradas, en la medida en que profundizan su propia amistad con Dios, se hacen capaces de ayudar a los hermanos y hermanas mediante iniciativas espirituales válidas, como escuelas de oración, ejercicios y retiros espirituales, jornadas de soledad, escucha y dirección espiritual. De este modo se favorece el progreso en la oración de personas que podrán después realizar un mejor discernimiento de la voluntad de Dios sobre ellas y emprender opciones valientes, a veces heroicas, exigidas por la fe. En efecto, las personas consagradas "a través de su ser más íntimo, se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada a la santidad. Es de esta santidad de la que dan testimonio" (85). El hecho de que todos sean llamados a la santidad debe animar más aún a quienes, por su misma opción de vida, tienen la misión de recordarlo a los demás.

(84)
TMA 42: AAS 87 (1995), 32.
(85) Pablo VI, EN 69: AAS 68 (1976), 58.


"Levantaos, no tengáis miedo": una confianza renovada

40 "Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: 'Levantaos, no tengáis miedo'" (Mt 17,7). Como los tres apóstoles en el episodio de la Transfiguración, las personas consagradas saben por experiencia que no siempre su vida es iluminada por aquel fervor sensible que hace exclamar: "Bueno es estarnos aquí" (Mt 17,4). Sin embargo, es siempre una vida "tocada" por la mano de Cristo, conducida por su voz y sostenida por su gracia.
"Levantaos, no tengáis miedo". Esta invitación del Maestro se dirige obviamente a cada cristiano. Pero con mayor motivo a quien ha sido llamado a "dejarlo todo" y, por consiguiente, a "arriesgarlo todo" por Cristo. De modo especial es válida siempre que, con el Maestro, se baja del "monte" para tomar el camino que lleva del Tabor al Calvario.
Al decir que Moisés y Elías hablaban con Cristo sobre su misterio pascual, Lucas emplea significativamente el término "partida" (éxodos): "Hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén" (Lc 9,31). "Éxodo": término fundamental de la revelación, al que se refiere toda la historia de la salvación, y que expresa el sentido profundo del misterio pascual. Tema particularmente vinculado a la espiritualidad de la vida consagrada y que manifiesta bien su significado. En él se contiene inevitablemente lo que pertenece al mysterium Crucis. Sin embargo, este comprometido "camino de éxodo", visto desde la perspectiva del Tabor, aparece como un camino entre dos luces: la luz anticipadora de la Transfiguración y la definitiva de la Resurrección.
La vocación a la vida consagrada —en el horizonte de toda la vida cristiana—, a pesar de sus renuncias y sus pruebas, y más aún gracias a ellas, es camino "de luz", sobre el que vela la mirada del Redentor: "Levantaos, no tengáis miedo".




CAPÍTULO II - SIGNUM FRATERNITATIS LA VIDA CONSAGRADA SIGNO DE COMUNIÓN EN LA IGLESIA


I. VALORES PERMANENTES

A imagen de la Trinidad

41 Durante su vida terrena, Jesús llamó a quienes Él quiso, para tenerlos junto a sí y para enseñarles a vivir según su ejemplo, para el Padre y para la misión que el Padre le había encomendado (cf. Mc 3,13-15). Inauguraba de este modo una nueva familia de la cual habrían de formar parte a través de los siglos todos aquellos que estuvieran dispuestos a "cumplir la voluntad de Dios" (cf. Mc 3,32-35). Después de la Ascensión, gracias al don del Espíritu, se constituyó en torno a los Apóstoles una comunidad fraterna, unida en la alabanza a Dios y en una concreta experiencia de comunión (cf. Ac 2,42-47 Ac 4,32-35). La vida de esta comunidad y, sobre todo, la experiencia de la plena participación en el misterio de Cristo vivida por los Doce, han sido el modelo en el que la Iglesia se ha inspirado siempre que ha querido revivir el fervor de los orígenes y reanudar su camino en la historia con un renovado vigor evangélico (86). En realidad, la Iglesia es esencialmente misterio de comunión, "muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (87). La vida fraterna quiere reflejar la hondura y la riqueza de este misterio, configurándose como espacio humano habitado por la Trinidad, la cual derrama así en la historia los dones de la comunión que son propios de las tres Personas divinas. Los ámbitos y las modalidades en que se manifiesta la comunión fraterna en la vida eclesial son muchos. La vida consagrada posee ciertamente el mérito de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad. Ella indica de este modo a los hombres tanto la belleza de la comunión fraterna, como los caminos concretos que a ésta conducen. Las personas consagradas, en efecto, viven "para" Dios y "de" Dios. Por eso precisamente pueden proclamar el poder reconciliador de la gracia, que destruye las fuerzas disgregadoras que se encuentran en el corazón humano y en las relaciones sociales.

(86) Cf. Vaticano II, PC 15; S. Agustín, Regula ad servos Dei, 1, 1: PL 32, 1372.
(87) S. Cipriano, De Oratione Dominica, 23: PL 4, 553; cf. Vaticano II, LG 4.


Vida fraterna en el amor

42 La vida fraterna, entendida como vida compartida en el amor, es un signo elocuente de la comunión eclesial. Es cultivada con especial esmero por los Institutos religiosos y las Sociedades de vida apostólica, en los que la vida de comunidad adquiere un peculiar significado (88). Pero la dimensión de la comunión fraterna no falta ni en los Institutos seculares ni en las mismas formas individuales de vida consagrada. Los eremitas, en lo recóndito de su soledad, no se apartan de la comunión eclesial, sino que la sirven con su propio y específico carisma contemplativo; las vírgenes consagradas en el mundo realizan su consagración en una especial relación de comunión con la Iglesia particular y universal, como lo hacen, de un modo similar, las viudas y viudos consagrados. Todas estas personas, queriendo poner en práctica la condición evangélica de discípulos, se comprometen a vivir el "mandamiento nuevo" del Señor, amándose unos a otros como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34). El amor llevó a Cristo a la entrega de sí mismo hasta el sacrificio supremo de la Cruz. De modo parecido, entre sus discípulos no hay unidad verdadera sin este amor recíproco incondicional, que exige disponibilidad para el servicio sin reservas, prontitud para acoger al otro tal como es sin "juzgarlo" (cf. Mt 7,1-2), capacidad de perdonar hasta "setenta veces siete" (Mt 18,22). Para las personas consagradas, que se han hecho "un corazón solo y una sola alma" (Ac 4,32) por el don del Espíritu Santo derramado en los corazones (cf. Rm 5,5), resulta una exigencia interior el poner todo en común: bienes materiales y experiencias espirituales, talentos e inspiraciones, ideales apostólicos y servicios de caridad. "En la vida comunitaria, la energía del Espíritu que hay en uno pasa contemporáneamente a todos. Aquí no solamente se disfruta del propio don, sino que se multiplica al hacer a los otros partícipes de él, y se goza del fruto de los dones del otro como si fuera del propio" (89). En la vida de comunidad, además, debe hacerse tangible de algún modo que la comunión fraterna, antes de ser instrumento para una determinada misión, es espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado (cf. Mt 18,20) (90). Esto sucede merced al amor recíproco de cuantos forman la comunidad, un amor alimentado por la Palabra y la Eucaristía, purificado en el Sacramento de la Reconciliación, sostenido por la súplica de la unidad, don especial del Espíritu para aquellos que se ponen a la escucha obediente del Evangelio.
Es precisamente Él, el Espíritu, quien introduce el alma en la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (cf. 1Jn 1,3), comunión en la que está la fuente de la vida fraterna. El Espíritu es quien guía las comunidades de vida consagrada en el cumplimiento de su misión de servicio a la Iglesia y a la humanidad entera, según la propia inspiración.
En esta perspectiva tienen particular importancia los "Capítulos" (o reuniones análogas), sean particulares o generales, en los que cada Instituto debe elegir los Superiores o Superioras según las normas establecidas en las propias Constituciones, y discernir a la luz del Espíritu el modo adecuado de mantener y actualizar el propio carisma y el propio patrimonio espiritual en las diversas situaciones históricas y culturales (91).

(88) Cf. Propositio. 20.
(89) S. Basilio, Las reglas más amplias, Interrog. 7: PG 31, 931.
(90) S. Basilio, Las reglas más breves, Interrog. 225: PG 31, 1231.
(91) Cf. Congregación para los religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elements in the Church's teaching on religious life as applied to institutes dedicated to works of the apostolate (31 de mayo de 1983), 51: Ench. Vat. 9, 235-237; CIC 631,1 CIO 512,1.


La misión de la autoridad

43 En la vida consagrada ha tenido siempre una gran importancia la función de los Superiores y de las Superioras, incluidos los locales, tanto para la vida espiritual como para la misión. En estos años de búsqueda y de transformaciones, se ha sentido a veces la necesidad de revisar este cargo. Pero es preciso reconocer que quien ejerce la autoridad no puede abdicar de su cometido de primer responsable de la comunidad, como guía de los hermanos y hermanas en el camino espiritual y apostólico. En ambientes marcados fuertemente por el individualismo, no resulta fácil reconocer y acoger la función que la autoridad desempeña para provecho de todos. Pero se debe reafirmar la importancia de este cargo, que se revela necesario precisamente para consolidar la comunión fraterna y para que no sea vana la obediencia profesada. Si bien es cierto que la autoridad debe ser ante todo fraterna y espiritual, y que quien la detenta debe consecuentemente saber involucrar mediante el diálogo a los hermanos y hermanas en el proceso de decisión, conviene recordar, sin embargo, que la última palabra corresponde a la autoridad, a la cual compete también hacer respetar las decisiones tomadas (92).

(92) Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr. La vida fraterna en comunidad "Congregavit nos in unum Christi amor" (2 de febrero de 1994, 47-53: Ciudad del Vaticano 1994, 43-47;
CIC 618; Propositio 19.



Vita consecrata ES 31