Vita consecrata ES 57

La dignidad y el papel de la mujer consagrada

57 La Iglesia revela plenamente su multiforme riqueza espiritual cuando, superada toda discriminación, acoge como una auténtica bendición los dones derramados por Dios tanto en los hombres como en las mujeres, estimándolos en su igual dignidad. Las mujeres consagradas están llamadas a ser de una manera muy especial, y a través de su dedicación vivida con plenitud y con alegría, un signo de la ternura de Dios hacia el género humano y un testimonio singular del misterio de la Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre (130). Esta misión se ha dejado ver en el Sínodo, en el cual varias de ellas han participado y en el que han tenido ocasión de hacer oír su voz, por todos escuchada y apreciada. Gracias a sus aportaciones han surgido algunas indicaciones útiles para la vida de la Iglesia y para su misión evangelizadora. Ciertamente no es posible desconocer lo fundado de muchas de las reivindicaciones que se refieren a la posición de la mujer en los diversos ámbitos sociales y eclesiales. Es obligado reconocer igualmente que la nueva conciencia femenina ayuda también a los hombres a revisar sus esquemas mentales, su manera de comprenderse a sí misma, de situarse en la historia e interpretarla, y de organizar la vida social, política, económica, religiosa y eclesial.
La Iglesia, que ha recibido de Cristo un mensaje de liberación, tiene la misión de difundirlo proféticamente, promoviendo una mentalidad y una conducta conformes a las intenciones del Señor. En este contexto la mujer consagrada, a partir de su experiencia de Iglesia y de mujer en la Iglesia, puede contribuir a eliminar ciertas visiones unilaterales, que no se ajustan al pleno reconocimiento de su dignidad, de su aportación específica a la vida y a la acción pastoral y misionera de la Iglesia. Por ello es legítimo que la mujer consagrada aspire a ver reconocida más claramente su identidad, su capacidad, su misión y su responsabilidad, tanto en la conciencia eclesial como en la vida cotidiana.
También el futuro de la nueva evangelización, como de las otras formas de acción misionera, es impensable sin una renovada aportación de las mujeres, especialmente de las mujeres consagradas.

(130) Cf. Propositio 9, A.



Nuevas perspectivas de presencia y de acción

58 Urge por tanto dar algunos pasos concretos, comenzando por abrir espacios de participación a las mujeres en diversos sectores y a todos los niveles, incluidos aquellos procesos en que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen más directamente.
Es necesario también que la formación de las mujeres consagradas, no menos que la de los hombres, sea adecuada a las nuevas urgencias, y prevea el tiempo suficiente y las oportunidades institucionales necesarias para una educación sistemática, que abarque todos los campos, desde el aspecto teológico-pastoral hasta el profesional. La formación pastoral y catequética, siempre importante, adquiere un interés especial de cara a la nueva evangelización, que exige también de las mujeres nuevas formas de participación.
Se puede pensar que una formación más profunda, a la vez que ayudará a la mujer consagrada a comprender mejor los propios dones, será un estímulo para la necesaria reciprocidad en el seno de la Iglesia. Se espera mucho del genio de la mujer también en el campo de la reflexión teológica, cultural y espiritual, no sólo en lo que se refiere a lo específico de la vida consagrada femenina, sino también en la inteligencia de la fe en todas sus manifestaciones. A este respecto, ¡cuánto debe la historia de la espiritualidad a santas como Teresa de Jesús y Catalina de Siena, las dos primeras mujeres honradas con el título de Doctoras de la Iglesia, y a tantas otras místicas, que han sabido sondear el misterio de Dios y analizar su acción en el creyente! La Iglesia confía mucho en las mujeres consagradas, de las que espera una aportación original para promover la doctrina y las costumbres de la vida familiar y social, especialmente en lo que se refiere a la dignidad de la mujer y al respeto de la vida humana (131). De hecho, "las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un "nuevo feminismo" que, sin caer en la tentación de seguir modelos "machistas", sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación" (132). Hay motivos para esperar que un reconocimiento más hondo de la misión de la mujer provocará cada vez más en la vida consagrada femenina una mayor conciencia del propio papel, y una creciente dedicación a la causa del Reino de Dios. Esto podrá traducirse en numerosas actividades, como el compromiso por la evangelización, la misión educativa, la participación en la formación de los futuros sacerdotes y de las personas consagradas, la animación de las comunidades cristianas, el acompañamiento espiritual y la promoción de los bienes fundamentales de la vida y de la paz. Reitero de nuevo a las mujeres consagradas y a su extraordinaria capacidad de entrega, la admiración y el reconocimiento de toda la Iglesia, que las sostiene para que vivan en plenitud y con alegría su vocación, y se sientan interpeladas por la insigne tarea de ayudar a formar la mujer de hoy.

(131) Cf. ib., 9.
(132)
EV 99: AAS 87 (1995), 514.


II. CONTINUIDAD EN LA OBRA DEL ESPÍRITU: FIDELIDAD EN LA NOVEDAD

Las monjas de clausura

59 Una atención particular merecen la vida monástica femenina y la clausura de las monjas, por la gran estima que la comunidad cristiana siente hacia este género de vida, que es signo de la unión exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor, profundamente amado. En efecto, la vida de las monjas de clausura, ocupadas principalmente en la oración, en la ascesis y en el progreso ferviente de la vida espiritual, "no es otra cosa que un viaje a la Jerusalén celestial y una anticipación de la Iglesia escatológica, abismada en la posesión y contemplación de Dios" (133). A la luz de esta vocación y misión eclesial, la clausura responde a la exigencia, sentida como prioritaria, de estar con el Señor. Al elegir un espacio circunscrito como lugar de vida, las claustrales participan en el anonadamiento de Cristo mediante una pobreza radical que se manifiesta en la renuncia no sólo de las cosas, sino también del "espacio", de los contactos externos, de tantos bienes de la creación. Este modo singular de ofrecer el "cuerpo" las introduce de manera más sensible en el misterio eucarístico. Se ofrecen con Jesús por la salvación del mundo. Su ofrecimiento, además del aspecto de sacrificio y de expiación, adquiere la dimensión de la acción de gracias al Padre, participando de la acción de gracias del Hijo predilecto.
Radicada en esta orientación espiritual, la clausura no es sólo un medio ascético de inmenso valor, sino también un modo de vivir la Pascua de Cristo (134).De experiencia de "muerte", se convierte en sobreabundancia de vida, constituyéndose como anuncio gozoso y anticipación profética de la posibilidad, ofrecida a cada persona y a la humanidad entera, de vivir únicamente para Dios, en Cristo Jesús (cf.
Rm 6,11). La clausura evoca por tanto aquella celda del corazón en la que cada uno está llamado a vivir la unión con el Señor. Acogida como don y elegida como libre respuesta de amor, la clausura es el lugar de la comunión espiritual con Dios y con los hermanos y hermanas, donde la limitación del espacio y de las relaciones con el mundo exterior favorecen la interiorización de los valores evangélicos (cf. Jn 13,34 Mt 5,3 Mt 5,8).
Las comunidades claustrales, puestas como ciudades sobre el monte y luces en el candelero (cf. Mt 5,14-15), a pesar de la sencillez de vida, prefiguran visiblemente la meta hacia la cual camina la entera comunidad eclesial que, "entregada a la acción y dada a la contemplación" (135), se encamina por las sendas del tiempo con la mirada fija en la futura recapitulación de todo en Cristo, cuando la Iglesia "se manifieste gloriosa con su Esposo (cf. Col 3,1-4)" (136), y Cristo "entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad (…), para que Dios sea todo en todo" (1Co 15,24.28).
A estas queridísimas Hermanas, pues, expreso mi reconocimiento, a la vez que las aliento a mantenerse fieles a la vida claustral según el propio carisma. Gracias a su ejemplo, este género de vida continúa teniendo numerosas vocaciones, atraídas por la radicalidad de una existencia "esponsal", dedicada totalmente a Dios en la contemplación. Como expresión del puro amor, que vale más que cualquier obra, la vida contemplativa tiene también una extraordinaria eficacia apostólica y misionera (137).
Los Padres sinodales han manifestado un gran aprecio por los valores de la clausura, tomando en consideración al mismo tiempo diversas peticiones sobre su disciplina concreta manifestadas desde varias partes. Las indicaciones del Sínodo sobre este tema y, en particular, el propósito de otorgar una mayor responsabilidad a las Superioras mayores en lo concerniente a la dispensa de la clausura por causas justas y graves (138), serán objeto de consideración orgánica, en la línea del camino de renovación ya actuado a partir del Concilio Vaticano II (139). De este modo la clausura en sus varias formas y grados —de la clausura papal y constitucional a la clausura monástica— se corresponderá mejor con la variedad de los Institutos contemplativos y con las tradiciones de los monasterios.
Como el mismo Sínodo ha subrayado, se han de favorecer también las Asociaciones y Federaciones entre monasterios, recomendadas ya por Pío XII y por el Concilio Ecuménico Vaticano II (140), especialmente allí donde no existan otras formas eficaces de coordinación y de asistencia, para custodiar y promover los valores de la vida contemplativa. En efecto, tales agrupaciones, salvando siempre la legítima autonomía de los monasterios, pueden ofrecer una ayuda válida para resolver adecuadamente problemas comunes, como la oportuna renovación, la formación tanto inicial como permanente, la mutua ayuda económica y la reorganización de los mismos monasterios.

(133) Congregación para los religiosos y los Institutos Seculares, Instr Venite seorsum, acerca de la vida contemplativa y de la clausura de las monjas (15 de agosto de 1969), V: AAS 61 (1969), 685.
(134) Cf. ib., I: l.c., 674.
(135) Vaticano II, SC 2.
(136) Vaticano II, LG 6.
(137) Cf. S. Juan de la Cruz, CSA 29,1.
(138) Cf. CIC 667,4; Propositio 22, 4.
(139) Cf. Pablo VI, Motu proprio Ecclesiae Sanctae (8 de junio de 1966), II, 30-31; AAS 58 (1966), 780; Vaticano II, PC 7y PC 16; Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares, Instr. Venite seorsum, acerca de la vida contemplativa y de la clausura de las monjas (15 de agosto de 1969), VI: AAS 61 (1969) 686.
(140) Cf. Pio XII, Const. ap. Sponsa Christi (21 de noviembre de 1950), VII: AAS 43 (1951), 18-19; Vaticano II, PC 22.


Los religiosos hermanos

60 Según la doctrina tradicional de la Iglesia, la vida consagrada, por su naturaleza, no es ni laical ni clerical (141), y por consiguiente la "consagración laical", tanto de varones como de mujeres, es un estado de profesión de los consejos evangélicos completo en sí mismo (142). Dicha consagración laical, por lo tanto, tiene un valor propio, independientemente del ministerio sagrado, tanto para la persona misma como para la Iglesia. Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II (143), el Sínodo ha manifestado un gran aprecio por este tipo de vida consagrada, en la que los religiosos hermanos desempeñan múltiples y valiosos servicios dentro y fuera de la comunidad, participando así en la misión de proclamar el Evangelio y de dar testimonio de él con la caridad en la vida de cada día. Efectivamente, algunos de estos servicios se pueden considerar ministerios eclesiales confiados por la legítima autoridad. Ello exige una formación apropiada e integral: humana, espiritual, teológica, pastoral y profesional.
Según la terminología vigente, los Institutos que, por determinación del fundador o por legítima tradición tienen características y finalidades que no comportan el ejercicio del Orden sagrado, son llamados "Institutos laicales" (144). En el Sínodo se ha hecho notar, no obstante, que esta terminología no expresa adecuadamente la índole peculiar de la vocación de los miembros de tales Institutos religiosos. En efecto, aunque desempeñan muchos servicios que son comunes también a los fieles laicos, ellos los realizan con su identidad de consagrados, manifestando de este modo el espíritu de entrega total a Cristo y a la Iglesia según su carisma específico.
Por este motivo los Padres sinodales, con el fin de evitar cualquier ambigüedad y confusión con la índole secular de los fieles laicos (145), han querido proponer el término de Institutos religiosos de Hermanos (146) La propuesta es significativa, sobre todo si se tiene en cuenta que el término hermano encierra una rica espiritualidad. "Estos religiosos están llamados a ser hermanos de Cristo, profundamente unidos a Él, primogénito entre muchos hermanos (
Rm 8,29); hermanos entre sí por el amor mutuo y la cooperación al servicio del bien de la Iglesia; hermanos de todo hombre por el testimonio de la caridad de Cristo hacia todos, especialmente hacia los más pequeños, los más necesitados; hermanos para hacer que reine mayor fraternidad en la Iglesia" (147). Viviendo de una manera especial este aspecto de la vida a la vez cristiana y consagrada, los "religiosos hermanos" recuerdan de modo fehaciente a los mismos religiosos sacerdotes la dimensión fundamental de la fraternidad en Cristo, que han de vivir entre ellos y con cada hombre y mujer, proclamando a todos la palabra del Señor: "Y vosotros sois todos hermanos" (Mt 23,8).
No existen impedimentos para que en estos Institutos religiosos de Hermanos, cuando el Capítulo general así lo disponga, algunos miembros reciban las Órdenes sagradas para el servicio sacerdotal de la comunidad religiosa (148). No obstante, el Concilio Vaticano II no incita explícitamente a seguir esta praxis, precisamente porque desea que los Institutos de Hermanos permanezcan fieles a su vocación y misión. Esto vale también por lo que se refiere a la condición de quien accede al cargo de Superior, considerando que éste refleja de manera especial la naturaleza del Instituto mismo.
Diversa es la vocación de los hermanos en aquellos Institutos que son llamados "clericales" porque, según el proyecto del fundador o por tradición legítima, prevén el ejercicio del Orden sagrado, son regidos por clérigos y, como tales, son reconocidos por la autoridad de la Iglesia (149). En estos Institutos el ministerio sagrado es parte integrante del carisma y determina su índole específica, el fin y el espíritu. La presencia de hermanos representa una participación diferenciada en la misión del Instituto, con servicios que se prestan en colaboración con aquellos que ejercen el ministerio sacerdotal, sea dentro de la comunidad o en las obras apostólicas.

(141) Cf. CIC 588,1.
(142) Cf. Vaticano II, PC 10.
(143) Cf. PC 8 PC 10.
(144) Cf. CIC 588,3; Vaticano II PC 10.
(145) Cf. Vaticano II, LG 31.
(146) Cf. Propositio 8.
(147) Discurso en la audiencia general (22 de febrero de 1995), 6: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 24 de febrero de 1995, 3.
(148) Cf. Vaticano II, PC 10.
(149) Cf. CIC 588,2.


Institutos mixtos

61 Algunos Institutos religiosos, que en el proyecto original del fundador se presentaban como fraternidades, en las que todos los miembros —sacerdotes y no sacerdotes— eran considerados iguales entre sí, con el pasar del tiempo han adquirido una fisonomía diversa. Es menester que estos Institutos llamados "mixtos", evalúen, mediante una profundización del propio carisma fundacional, si resulta oportuno y posible volver hoy a la inspiración de origen. Los Padres sinodales han manifestado el deseo de que en tales Institutos se reconozca a todos los religiosos igualdad de derechos y de obligaciones, exceptuados los que derivan del Orden sagrado (150). Para examinar y resolver los problemas conexos con esta materia se ha instituido una comisión especial, y conviene esperar sus conclusiones para después tomar las oportunas decisiones, según lo que se disponga de manera autorizada.

(150) Cf. Propositio 10; Vaticano II,
PC 15.


Nuevas formas de vida evangélica

62 El Espíritu, que en diversos momentos de la historia ha suscitado numerosas formas de vida consagrada, no cesa de asistir a la Iglesia, bien alentando en los Institutos ya existentes el compromiso de la renovación en fidelidad al carisma original, bien distribuyendo nuevos carismas a hombres y mujeres de nuestro tiempo, para que den vida a instituciones que respondan a los retos del presente. Un signo de esta intervención divina son las llamadas nuevas Fundaciones, con características en cierto modo originales respecto a las tradicionales. La originalidad de las nuevas comunidades consiste frecuentemente en el hecho de que se trata de grupos compuestos de hombres y mujeres, de clérigos y laicos, de casados y célibes, que siguen un estilo particular de vida, a veces inspirado en una u otra forma tradicional, o adaptado a las exigencias de la sociedad de hoy. También su compromiso de vida evangélica se expresa de varias maneras, si bien se manifiesta, como una orientación general, una aspiración intensa a la vida comunitaria, a la pobreza y a la oración. En el gobierno participan, en función de su competencia, clérigos y laicos, y el fin apostólico se abre a las exigencias de la nueva evangelización. Si de una parte hay que alegrarse por la acción del Espíritu, por otra es necesario proceder con el debido discernimiento de los carismas. El principio fundamental para que se pueda hablar de vida consagrada es que los rasgos específicos de las nuevas comunidades y formas de vida estén fundados en los elementos esenciales, teológicos y canónicos, que son característicos de la vida consagrada (151). Este discernimiento es necesario tanto a nivel local como universal, con el fin de prestar una común obediencia al único Espíritu. En las diócesis, el Obispo ha de examinar el testimonio de vida y la ortodoxia de los fundadores y fundadoras de tales comunidades, su espiritualidad, la sensibilidad eclesial en el cumplimiento de su misión, los métodos de formación y los modos de incorporación a la comunidad; evalúe con prudencia eventuales puntos débiles, sabiendo esperar con paciencia la confirmación de los frutos (cf. Mt 7,16), para poder reconocer la autenticidad del carisma (152). Se le pide sobre todo que ponga especial cuidado en verificar, a la luz de criterios claros, la idoneidad de quienes solicitan el acceso a las Órdenes sagradas (153). En virtud de este mismo principio de discernimiento, no pueden ser comprendidas en la categoría específica de vida consagrada aquellas formas de compromiso, por otro lado loables, que algunos cónyuges cristianos asumen en asociaciones o movimientos eclesiales cuando, deseando llevar a la perfección de la caridad su amor "como consagrado" ya en el sacramento del matrimonio (154), confirman con un voto el deber de la castidad propia de la vida conyugal y, sin descuidar sus deberes para con los hijos, profesan la pobreza y la obediencia (155). Esta obligada puntualización acerca de la naturaleza de tales experiencias, no pretende infravalorar dicho camino de santificación, al cual no es ajena ciertamente la acción del Espíritu Santo, infinitamente rico en sus dones e inspiraciones.
Ante tanta riqueza de dones y de impulsos innovadores, parece conveniente crear una Comisión para las cuestiones relativas a las nuevas formas de vida consagrada, con el fin de establecer criterios de autenticidad, que sirvan de ayuda a la hora de discernir y de tomar las oportunas decisiones (156). Entre otras tareas, tal Comisión deberá valorar, a la luz de la experiencia de estos últimos decenios, cuáles son las formas nuevas de consagración que la autoridad eclesiástica, con prudencia pastoral y para el bien común, pueda reconocer oficialmente y proponer a los fieles deseosos de una vida cristiana más perfecta.
Estas nuevas asociaciones de vida evangélica no son alternativas a las precedentes instituciones, las cuales continúan ocupando el lugar insigne que la tradición les ha reservado. Las nuevas formas son también un don del Espíritu, para que la Iglesia siga a su Señor en una perenne dinámica de generosidad, atenta a las llamadas de Dios que se manifiestan a través de los signos de los tiempos. De esta manera se presenta ante el mundo con variedad de formas de santidad y de servicio, como "señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (157). Los antiguos Institutos, muchos de los cuales han pasado en el transcurso de los siglos por el crisol de pruebas durísimas que han afrontado con fortaleza, pueden enriquecerse entablando un diálogo e intercambiando sus dones con las fundaciones que ven la luz en este tiempo nuestro.
De este modo el vigor de las diversas instituciones de vida consagrada, desde las más antiguas a las más recientes, así como la vivacidad de las nuevas comunidades, alimentarán la fidelidad al Espíritu Santo, que es principio de comunión y de perenne novedad de vida.

(151) Cf. CIC 573 CIO 410.
(152) Cf. Propositio 13, B.
(153) Cf. ib., 13, C.
(154) Cf. Vaticano II, GS 48.
(155) Cf. Propositio 13, A.
(156) Cf. ib., 13, B.
(157) Vaticano II, LG 1.


III. MIRANDO HACIA EL FUTURO

Dificultades y perspectivas

63 En algunas regiones del mundo, los cambios sociales y la disminución del número de vocaciones está haciendo mella en la vida consagrada. Las obras apostólicas de muchos Institutos y su misma presencia en ciertas Iglesias locales están en peligro. Como ya ha ocurrido otras veces en la historia, hay Institutos que corren incluso el riesgo de desaparecer. La Iglesia universal les está sumamente agradecida por la gran contribución que han dado a su edificación con el testimonio y el servicio (158). La preocupación de hoy no anula sus méritos ni los frutos que han madurado gracias a sus esfuerzos.
En otros Institutos se plantea más bien el problema de la reorganización de sus obras. Esta tarea, nada fácil y no pocas veces dolorosa, requiere estudio y discernimiento a la luz de algunos criterios. Es preciso, por ejemplo, salvaguardar el sentido del propio carisma, promover la vida fraterna, estar atentos a las necesidades de la Iglesia tanto universal como particular, ocuparse de aquello que el mundo descuida, responder generosamente y con audacia, aunque sea con intervenciones obligadamente exiguas, a las nuevas pobrezas, sobre todo en los lugares más abandonados (159). Las dificultades provenientes de la disminución de personal y de iniciativas, no deben en modo alguno hacer perder la confianza en la fuerza evangélica de la vida consagrada, la cual será siempre actual y operante en la Iglesia. Aunque cada Instituto no posea la prerrogativa de la perpetuidad, la vida consagrada, sin embargo, continuará alimentando entre los fieles la respuesta de amor a Dios y a los hermanos. Por eso es necesario distinguir entre las vicisitudes históricas de un determinado Instituto o de una forma de vida consagrada, y la misión eclesial de la vida consagrada como tal Las primeras pueden cambiar con el mudar de las situaciones, la segunda no puede faltar.
Esto es verdad tanto para la vida consagrada de tipo contemplativo, como para la dedicada a las obras de apostolado. En su conjunto, bajo la acción siempre nueva del Espíritu, está destinada a continuar como testimonio luminoso de la unidad indisoluble del amor a Dios y al prójimo, como memoria viviente de la fecundidad, incluso humana y social, del amor de Dios. Las nuevas situaciones de penuria han de ser afrontadas por tanto con la serenidad de quien sabe que a cada uno se le pide no tanto el éxito, cuanto el compromiso de la fidelidad. Lo que se debe evitar absolutamente es la debilitación de la vida consagrada, que no consiste tanto en la disminución numérica, sino en la pérdida de la adhesión espiritual al Señor y a la propia vocación y misión. Por el contrario, perseverando fielmente en ella, se confiesa, y con gran eficacia incluso ante el mundo, la propia y firme confianza en el Señor de la historia, en cuyas manos están los tiempos y los destinos de las personas, de las instituciones, de los pueblos y, por tanto, también la actuación histórica de sus dones. Los dolorosos momentos de crisis representan un apremio a las personas consagradas para que proclamen con fortaleza la fe en la muerte y resurrección de Cristo, haciéndose así signo visible del paso de la muerte a la vida.

(158) Cf. Propositio 24.
(159) Cf. Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, Instr. La vida fraterna en comunidad "Congregavit nos in unum Christi amor" (2 de febrero de 1994), 67: Ciudad del Vaticano 1994, 62-63.



Nuevo impulso de la pastoral vocacional

64 La misión de la vida consagrada y la vitalidad de los Institutos dependen indudablemente de la fidelidad con la que los consagrados responden a su vocación, pero tienen futuro en la medida en que otros hombres y mujeres acogen generosamente la llamada del Señor. El problema de las vocaciones es un auténtico desafío que interpela directamente a los Institutos, pero que concierne a toda la Iglesia. En el campo de la pastoral vocacional se invierten muchas energías espirituales y materiales, aunque los resultados no siempre se corresponden a las expectativas y a los esfuerzos realizados. Sucede que, mientras las vocaciones a la vida consagrada florecen en las Iglesias jóvenes y en aquellas que han sufrido persecuciones por parte de regímenes totalitarios, escasean en otros países tradicionalmente ricos en vocaciones y en misioneros.
Esta situación de dificultad pone a prueba a las personas consagradas, que a veces se interrogan sobre su efectiva capacidad de atraer nuevas vocaciones. Es necesario tener confianza en el Señor Jesús, que continúa llamando a seguir sus pasos, y encomendarse al Espíritu Santo, autor e inspirador de los carismas de la vida consagrada. Así pues, a la vez que nos alegramos por la acción del Espíritu que rejuvenece a la Esposa de Cristo haciendo florecer la vida consagrada en muchas naciones, debemos dirigir una constante plegaria al Dueño de la mies para que envíe obreros a su Iglesia, para hacer frente a las exigencias de la nueva evangelización (cf.
Mt 9,37-38). Además de promover la oración por las vocaciones, es urgente esforzarse, mediante el anuncio explícito y una catequesis adecuada, por favorecer en los llamados a la vida consagrada la respuesta libre, pero pronta y generosa, que hace operante la gracia de la vocación.
La invitación de Jesús: "Venid y veréis" (Jn 1,39) sigue siendo aún hoy la regla de oro de la pastoral vocacional. Con ella se pretende presentar, a ejemplo de los fundadores y fundadoras, el atractivo de la persona del Señor Jesús y la belleza de la entrega total de sí mismo a la causa del Evangelio. Por tanto, la primera tarea de todos los consagrados y consagradas consiste en proponer valerosamente, con la palabra y con el ejemplo, el ideal del seguimiento de Cristo, alimentando y manteniendo posteriormente en los llamados la respuesta a los impulsos que el Espíritu inspira en su corazón.
Al entusiasmo del primer encuentro con Cristo debe seguir, como es obvio, el esfuerzo paciente de saber corresponder cada día a la gracia recibida, haciendo de la vocación una historia de amistad con el Señor. Para ello, la pastoral vocacional utilizará los recursos apropiados, como la dirección espiritual, para alimentar aquella respuesta de amor personal al Señor que es condición indispensable para convertirse en discípulos y apóstoles de su Reino. Por otra parte, si la abundancia vocacional que se manifiesta en varias partes del mundo justifica el optimismo y la esperanza, la escasez en otras regiones no debe inducir al desánimo ni a la tentación de un fácil y precipitado reclutamiento. Es preciso que la tarea de promover las vocaciones se desarrolle de manera que aparezca cada vez más como un compromiso coral de toda la Iglesia (160). Se requiere, por tanto, la colaboración activa de pastores, religiosos, familias y educadores, como es propio de un servicio que forma parte integrante de la pastoral de conjunto de cada Iglesia particular. Que en cada diócesis exista, pues, este servicio común, que coordine y multiplique las fuerzas, pero sin prejuzgar e incluso favoreciendo la actividad vocacional de cada Instituto (161).
Esta colaboración activa de todo el Pueblo de Dios, sostenida por la Providencia, suscitará sin duda la abundancia de los dones divinos. La solidaridad cristiana está llamada a solventar las necesidades de la formación vocacional en los países económicamente más pobres. La promoción de vocaciones en estos países por parte de los diversos Institutos ha de hacerse en plena armonía con las Iglesias del lugar, a partir de una activa y prolongada inserción en su actividad pastoral (162). El modo más auténtico para secundar la acción del Espíritu será el invertir las mejores energías en la actividad vocacional, especialmente con una adecuada dedicación a la pastoral juvenil.

(160) Cf. Propositio 48, A.
(161) Cf. ib., 48, B.
(162) Cf. ib., 48, C.


Las exigencias de la formación inicial

65 La Asamblea sinodal ha reservado una atención especial a la formación de quienes aspiran a consagrarse al Señor (163), reconociendo su decisiva importancia. El objetivo central del proceso de formación es la preparación de la persona para la consagración total de sí misma a Dios en el seguimiento de Cristo, al servicio de la misión. Decir "sí" a la llamada del Señor, asumiendo en primera persona el dinamismo del crecimiento vocacional, es responsabilidad inalienable de cada llamado, el cual debe abrir toda su vida a la acción del Espíritu Santo; es recorrer con generosidad el camino formativo, acogiendo con fe las ayudas que el Señor y la Iglesia le ofrecen (164). La formación, por tanto, debe abarcar la persona entera, de tal modo que toda actitud y todo comportamiento manifiesten la plena y gozosa pertenencia a Dios, tanto en los momentos importantes como en las circunstancias ordinarias de la vida cotidiana (165). Desde el momento que el fin de la vida consagrada consiste en la conformación con el Señor Jesús y con su total oblación (166), a esto se debe orientar ante todo la formación. Se trata de un itinerario de progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo hacia el Padre.
Siendo éste el objetivo de la vida consagrada, el método para prepararse a ella deberá contener y expresar la característica de la totalidad. Deberá ser formación de toda la persona (167), en cada aspecto de su individualidad, en las intenciones y en los gestos exteriores. Precisamente por su propósito de transformar toda la persona, la exigencia de la formación no acaba nunca. En efecto, es necesario que a las personas consagradas se les proporcione hasta el fin la oportunidad de crecer en la adhesión al carisma y a la misión del propio Instituto.
Para que sea total, la formación debe abarcar todos los ámbitos de la vida cristiana y de la vida consagrada. Se ha de prever, por tanto, una preparación humana, cultural, espiritual y pastoral, poniendo sumo cuidado en facilitar la integración armónica de los diferentes aspectos. A la formación inicial, entendida como un proceso evolutivo que pasa por los diversos grados de la maduración personal —desde el psicológico y espiritual al teológico y pastoral—, se debe reservar un amplio espacio de tiempo. En el caso de las vocaciones al presbiterado, viene a coincidir y a armonizarse con un programa específico de estudios, como parte de un itinerario formativo más extenso.

(163) Cf. ib., 49, A.
(164) Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr. Potissimum Institutioni (2 de febrero de 1990), 29: AAS 82 (1990), 493.
(165) Cf. Propositio 49, B.
(166) Cf. Congregación para los religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elements in the Church's teaching on religious life as applied to institutes dedicated to works of the apostolate (31 de mayo de 1983), 45: Ench. Vat. 9, 229.
(167) Cf.
CIC 607,1.



Vita consecrata ES 57