Vita consecrata ES 66

El papel de los formadores y formadoras

66 Dios Padre, en el don continuo de Cristo y del Espíritu, es el formador por excelencia de quien se consagra a Él. Pero en esta obra Él se sirve de la mediación humana, poniendo al lado de los que Él llama algunos hermanos y hermanas mayores. La formación es pues una participación en la acción del Padre que, mediante el Espíritu, infunde en el corazón de los jóvenes y de las jóvenes los sentimientos del Hijo. Los formadores y las formadoras deben ser, por tanto, personas expertas en los caminos que llevan a Dios, para poder ser así capaces de acompañar a otros en este recorrido. Atentos a la acción de la gracia, deben indicar aquellos obstáculos que a veces no resultan con tanta evidencia, pero, sobre todo, mostrarán la belleza del seguimiento del Señor y el valor del carisma en que éste se concretiza. A las luces de la sabiduría espiritual añadirán también aquellas que provienen de los instrumentos humanos que pueden servir de ayuda, tanto en el discernimiento vocacional, como en la formación del hombre nuevo auténticamente libre. El principal instrumento de formación es el coloquio personal, que ha de tenerse con regularidad y cierta frecuencia, y que constituye una práctica de comprobada e insustituible eficacia.
De cara a tareas tan delicadas, resulta verdaderamente importante la preparación de formadores idóneos, que aseguren en su servicio una gran sintonía con el camino seguido por toda la Iglesia. Será conveniente crear estructuras adecuadas para la formación de los formadores, posiblemente en lugares que permitan el contacto con la cultura en la que será ejercido después el propio servicio pastoral. En esta obra formativa, los Institutos más arraigados ayuden a los de fundación más reciente, mediante la aportación de algunos de sus mejores miembros (168).

(168) Cf. Propositio 50.


Una formación comunitaria y apostólica

67 Puesto que la formación debe ser también comunitaria, su lugar privilegiado, para los Institutos de vida religiosa y las Sociedades de vida apostólica, es la comunidad. En ella se realiza la iniciación en la fatiga y en el gozo de la convivencia. En la fraternidad cada uno aprende a vivir con quien Dios ha puesto a su lado, aceptando tanto sus cualidades positivas como sus diversidades y sus límites. Aprende especialmente a compartir los dones recibidos para la edificación de todos, puesto que "a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1Co 12,7) (169). Al mismo tiempo, la vida comunitaria, ya desde la primera formación, debe mostrar la dimensión intrínsecamente misionera de la consagración. Por ello, en los Institutos de vida consagrada, será útil introducir durante el periodo de formación inicial, y con el prudente acompañamiento del formador o formadora, experiencias concretas que permitan ejercitar, en diálogo con la cultura circundante, las aptitudes apostólicas, la capacidad de adaptación y el espíritu de iniciativa.
Si de una parte es importante que la persona consagrada se forme de modo progresivo una conciencia evangélicamente crítica respecto a los valores y antivalores de la cultura, tanto de la suya propia como de la que encontrará en el futuro campo de trabajo, de otra debe ejercitarse en el difícil arte de la unidad de vida, de la mutua compenetración de la caridad hacia Dios y hacia los hermanos y hermanas, haciendo propia la experiencia de que la oración es el alma del apostolado, pero también de que el apostolado vivifica y estimula la oración.

(169) Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr. La vida fraterna en comunidad "Congregavit nos in unum Christi amor" (2 de febrero de 1994), 32-33: Ciudad del Vaticano 1994, 30-32.


Necesidad de una ratio completa y actualizada

68 Se recomienda también a los Institutos femeninos y a los masculinos, por lo que se refiere a los religiosos hermanos, un periodo explícitamente formativo, que se prolongue hasta la profesión perpetua. Esto vale substancialmente también para las comunidades claustrales, que han de elaborar un programa adecuado para lograr una auténtica formación para la vida contemplativa y su peculiar misión en la Iglesia.
Los Padres sinodales han invitado vivamente a todos los Institutos de vida consagrada y a las Sociedades de vida apostólica a elaborar cuanto antes una ratio institutionis, es decir, un proyecto de formación inspirado en el carisma institucional, en el cual se presente de manera clara y dinámica el camino a seguir para asimilar plenamente la espiritualidad del propio Instituto. La ratio responde hoy a una verdadera urgencia: de un lado indica el modo de transmitir el espíritu del Instituto, para que sea vivido en su autenticidad por las nuevas generaciones, en la diversidad de las culturas y de las situaciones geográficas; de otro, muestra a las personas consagradas los medios para vivir el mismo espíritu en las varias fases de la existencia, progresando hacia la plena madurez de la fe en Cristo.
Si bien es cierto que la renovación de la vida consagrada depende principalmente de la formación, también es verdad que ésta, a su vez, está unida a la capacidad de proponer un método rico de sabiduría espiritual y pedagógica, que conduzca de manera progresiva a quienes desean consagrarse a asumir los sentimientos de Cristo, el Señor. La formación es un proceso vital a través del cual la persona se convierte al Verbo de Dios desde lo más profundo de su ser y, al mismo tiempo, aprende el arte de buscar los signos de Dios en las realidades del mundo. En una época de creciente marginación de los valores religiosos por parte de la cultura, este aspecto de la formación resulta doblemente importante: gracias a él la persona consagrada no sólo puede continuar a "ver" con los ojos de la fe a Dios en un mundo que ignora su presencia, sino que consigue incluso hacer "sensible" en cierto modo su presencia mediante el testimonio del propio carisma.



La formación permanente

69 La formación permanente, tanto para los Institutos de vida apostólica como para los de vida contemplativa, es una exigencia intrínseca de la consagración religiosa. El proceso formativo, como se ha dicho, no se reduce a la fase inicial, puesto que, por la limitación humana, la persona consagrada no podrá jamás suponer que ha completado la gestación de aquel hombre nuevo que experimenta dentro de sí, ni de poseer en cada circunstancia de la vida los mismos sentimientos de Cristo. La formación inicial, por tanto, debe engarzarse con la formación permanente, creando en el sujeto la disponibilidad para dejarse formar cada uno de los días de su vida (170). Es muy importante, por tanto, que cada Instituto incluya, como parte de la ratio institutionis, la definición de un proyecto de formación permanente lo más preciso y sistemático posible, cuyo objetivo primario sea el de acompañar a cada persona consagrada con un programa que abarque toda su existencia. Ninguno puede estar exento de aplicarse al propio crecimiento humano y religioso; como nadie puede tampoco presumir de sí mismo y llevar su vida con autosuficiencia. Ninguna fase de la vida puede ser considerada tan segura y fervorosa como para excluir toda oportunidad de ser asistida y poder de este modo tener mayores garantías de perseverancia en la fidelidad, ni existe edad alguna en la que se pueda dar por concluida la completa madurez de la persona.

(170) Cf. Propositio 51.


En un dinamismo de fidelidad

70 Hay una juventud de espíritu que permanece en el tiempo y que tiene que ver con el hecho de que el individuo busca y encuentra en cada ciclo vital un cometido diverso que realizar, un modo específico de ser, de servir y de amar (171). En la vida consagrada, los primeros años de plena inserción en la actividad apostólica representan una fase por sí misma crítica, marcada por el paso de una vida guiada y tutelada a una situación de plena responsabilidad operativa. Es importante que las personas consagradas jóvenes sean alentadas y acompañadas por un hermano o una hermana que les ayuden a vivir con plenitud la juventud de su amor y de su entusiasmo por Cristo.
La fase sucesiva puede presentar el riesgo de la rutina y la consiguiente tentación de la desilusión por la escasez de los resultados. Es necesario, pues, ayudar a las personas consagradas de media edad a revisar, a luz del Evangelio y de la inspiración carismática, su opción originaria, y a no confundir la totalidad de la entrega con la totalidad del resultado. Esto permitirá dar nuevo empuje y nuevas motivaciones a la decisión tomada en su día. Es la época de la búsqueda de lo esencial.
En la fase de la edad madura, junto con el crecimiento personal, puede presentarse el peligro de un cierto individualismo, acompañado a veces del temor de no estar adecuados a los tiempos, o de fenómenos de rigidez, de cerrazón, o de relajación. La formación permanente tiene en este caso la función de ayudar no sólo a recuperar un tono más alto de vida espiritual y apostólica, sino también a descubrir la peculiaridad de esta fase existencial. En efecto, en ella, una vez purificados algunos aspectos de la personalidad, el ofrecimiento de sí se eleva a Dios con mayor pureza y generosidad, y revierte en los hermanos y hermanas de manera más sosegada y discreta, a la vez que más transparente y rica de gracia. Es el don y la experiencia de la paternidad y maternidad espiritual.
La edad avanzada presenta problemas nuevos, que se han de afrontar previamente con un esmerado programa de apoyo espiritual. El progresivo alejamiento de la actividad, la enfermedad en algunos casos o la inactividad forzosa, son una experiencia que puede ser altamente formativa. Aunque sea un momento frecuentemente doloroso, ofrece sin embargo a la persona consagrada anciana la oportunidad de dejarse plasmar por la experiencia pascual (172), conformándose a Cristo crucificado que cumple en todo la voluntad del Padre y se abandona en sus manos hasta encomendarle el espíritu. Este es un nuevo modo de vivir la consagración, que no está vinculado a la eficiencia propia de una tarea de gobierno o de un trabajo apostólico.
Cuando al fin llega el momento de unirse a la hora suprema de la pasión del Señor, la persona consagrada sabe que el Padre está llevando a cumplimiento en ella el misterioso proceso de formación iniciado tiempo atrás. La muerte será entonces esperada y preparada como acto de amor supremo y de entrega total de sí mismo.
Es necesario añadir que, independientemente de las varias etapas de la vida, cada edad puede pasar por situaciones críticas bien a causa de diversos factores externos —cambio de lugar o de oficio, dificultad en el trabajo o fracaso apostólico, incomprensión, marginación, etc.—, bien por motivos más estrictamente personales, como la enfermedad física o psíquica, la aridez espiritual, lutos, problemas de relaciones interpersonales, fuertes tentaciones, crisis de fe o de identidad, sensación de insignificancia, u otros semejantes. Cuando la fidelidad resulta más difícil, es preciso ofrecer a la persona el auxilio de una mayor confianza y un amor más grande, tanto a nivel personal como comunitario. Se hace necesaria, sobre todo en estos momentos, la cercanía afectuosa del Superior; mucho consuelo y aliento viene también de la ayuda cualificada de un hermano o hermana, cuya disponibilidad y premura facilitarán un redescubrimiento del sentido de la alianza que Dios ha sido el primero en establecer y que no dejará de cumplir. La persona que se encuentra en un momento de prueba logrará de este modo acoger la purificación y el anonadamiento como aspectos esenciales del seguimiento de Cristo crucificado. La prueba misma se revelará como un instrumento providencial de formación en las manos del Padre, como lucha no sólo psicológica, entablada por el yo en relación consigo mismo y sus debilidades, sino también religiosa, marcada cada día por la presencia de Dios y por la fuerza poderosa de la Cruz.

(171) Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr. La vida fraterna en comunidad "Congregavit nos in unum Christi amor" (2 de febrero de 1994), 43-45: Ciudad del Vaticano 1994, 39-42.
(172) Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr. Potissimum Institutioni (2 de febrero de 1990), 70: AAS 82 (1990), 513-514.


Dimensiones de la formación permanente

71 Puesto que el sujeto de la formación es la persona en cada fase de la vida, el término de la formación es la totalidad del ser humano, llamado a buscar y amar a Dios "con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas" (Dt 6,5) y al prójimo como a sí mismo (cf. Lv 19,18 Mt 22,37-39). El amor a Dios y a los hermanos es un dinamismo vigoroso que puede inspirar constantemente el camino de crecimiento y de fidelidad.
La vida en el Espíritu tiene obviamente la primacía: en ella la persona consagrada encuentra su identidad y experimenta una serenidad profunda, crece en la atención a las insinuaciones cotidianas de la Palabra de Dios, y se deja guiar por la inspiración originaria del propio Instituto. Bajo la acción del Espíritu se defienden con denuedo los tiempos de oración, de silencio, de soledad, y se implora de lo Alto el don de la sabiduría en las fatigas diarias (cf. Sg 9,10). La dimensión humana y fraterna exige el conocimiento de sí mismo y de los propios límites, para obtener el estímulo necesario y el apoyo en el camino hacia la plena liberación. En el contexto actual revisten una particular importancia la libertad interior de la persona consagrada, su integración afectiva, la capacidad de comunicarse con todos, especialmente en la propia comunidad, la serenidad de espíritu y la sensibilidad hacia aquellos que sufren, el amor por la verdad y la coherencia efectiva entre el decir y el hacer.
La dimensión apostólica abre la mente y el corazón de la persona consagrada, disponiéndola para el esfuerzo continuo de la acción, como signo del amor de Cristo que la apremia (cf. 2Co 5,14). Esto significa, en la práctica, la actualización de los métodos y de los objetivos de las actividades apostólicas, en fidelidad al espíritu y al fin pretendido por el fundador o fundadora, y a las tradiciones maduradas sucesivamente, teniendo en cuenta las condiciones cambiantes de la historia y la cultura, general o local, y del ambiente en que se actúa.
La dimensión cultural y profesional, fundada en una sólida formación teológica que capacite al discernimiento, implica una actualización continua y una particular atención a los diversos campos a los que se orienta cada uno de los carismas. Es necesario por tanto mantener una mentalidad lo más flexible y abierta posible, para que el servicio sea comprendido y desempeñado según las exigencias del propio tiempo, sirviéndose de los instrumentos ofrecidos por el progreso cultural.
En la dimensión del carisma convergen, finalmente, todos los demás aspectos, como en una síntesis que requiere una reflexión continua sobre la propia consagración en sus diversas vertientes, tanto la apostólica, como la ascética y mística. Esto exige de cada miembro el estudio asiduo del espíritu del Instituto al que pertenece, de su historia y su misión, con el fin de mejorar así la asimilación personal y comunitaria (173).

(173) Cf. ib., 68: l.c, 512.




CAPÍTULO III - SERVITIUM CARITATIS LA VIDA CONSAGRADA EPIFANÍA DEL AMOR DE DIOS EN EL MUNDO


Consagrados para la misión

72 A imagen de Jesús, el Hijo predilecto "a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo" (Jn 10,36), también aquellos a quienes Dios llama para que le sigan son consagrados y enviados al mundo para imitar su ejemplo y continuar su misión. Esto vale fundamentalmente para todo discípulo. Pero es válido en especial para cuantos son llamados a seguir a Cristo "más de cerca" en la forma característica de la vida consagrada, haciendo de Él el "todo" de su existencia. En su llamada está incluida por tanto la tarea de dedicarse totalmente a la misión; más aún, la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo, que es la fuente de toda vocación y de todo carisma, se hace misión, como lo ha sido la vida entera de Jesús. La profesión de los consejos evangélicos, al hacer a la persona totalmente libre para la causa del Evangelio, muestra también la trascendencia que tiene para la misión. Se debe pues afirmar que la misión es esencial para cada Instituto, no solamente en los de vida apostólica activa, sino también en los de vida contemplativa.
En efecto, antes que en las obras exteriores, la misión se lleva a cabo en el hacer presente a Cristo en el mundo mediante el testimonio personal. ¡Este es el reto, éste es el quehacer principal de la vida consagrada! Cuanto más se deja conformar a Cristo, más lo hace presente y operante en el mundo para la salvación de los hombres.
Se puede decir por tanto que la persona consagrada está "en misión" en virtud de su misma consagración, manifestada según el proyecto del propio Instituto. Es obvio que, cuando el carisma fundacional contempla actividades pastorales, el testimonio de vida y las obras de apostolado o de promoción humana son igualmente necesarias: ambas representan a Cristo, que es al mismo tiempo el consagrado a la gloria del Padre y el enviado al mundo para la salvación de los hermanos y hermanas (174).
La vida religiosa, además, participa en la misión de Cristo con otro elemento particular y propio: la vida fraterna en comunidad para la misión La vida religiosa será, pues, tanto más apostólica, cuanto más íntima sea la entrega al Señor Jesús, más fraterna la vida comunitaria y más ardiente el compromiso en la misión específica del Instituto.

(174) Cf. Vaticano II, LG 46.


Al servicio de Dios y del hombre

73 La vida consagrada tiene la misión profética de recordar y servir el designio de Dios sobre los hombres, tal como ha sido anunciado por las Escrituras, y como se desprende de una atenta lectura de los signos de la acción providencial de Dios en la historia. Es el proyecto de una humanidad salvada y reconciliada (cf. Col 2,20-22). Para realizar adecuadamente este servicio, las personas consagradas han de poseer una profunda experiencia de Dios y tomar conciencia de los retos del propio tiempo, captando su sentido teológico profundo mediante el discernimiento efectuado con la ayuda del Espíritu Santo. En realidad, tras los acontecimientos de la historia se esconde frecuentemente la llamada de Dios a trabajar según sus planes, con una inserción activa y fecunda en los acontecimientos de nuestro tiempo (175). El discernimiento de los signos de los tiempos, como dice el Concilio, ha de hacerse a la luz del Evangelio, de tal modo que se "pueda responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas" (176). Es necesario, pues, estar abiertos a la voz interior del Espíritu que invita a acoger en lo más hondo los designios de la Providencia. Él llama a la vida consagrada para que elabore nuevas respuestas a los nuevos problemas del mundo de hoy. Son un reclamo divino del que sólo las almas habituadas a buscar en todo la voluntad de Dios saben percibir con nitidez y traducir después con valentía en opciones coherentes, tanto con el carisma original, como con las exigencias de la situación histórica concreta.
Ante los numerosos problemas y urgencias que en ocasiones parecen comprometer y avasallar incluso la vida consagrada, los llamados sienten la exigencia de llevar en el corazón y en la oración las muchas necesidades del mundo entero, actuando con audacia en los campos respectivos del propio carisma fundacional. Su entrega deberá ser, obviamente, guiada por el discernimiento sobrenatural, que sabe distinguir entre lo que viene del Espíritu y lo que le es contrario (cf. Ga 5,16-17 Ga 22 1Jn 4,6). Mediante la fidelidad a la Regla y a las Constituciones, conservan la plena comunión con la Iglesia (177).
De este modo la vida consagrada no se limitará a leer los signos de los tiempos, sino que contribuirá también a elaborar y llevar a cabo nuevos proyectos de evangelización para las situaciones actuales. Todo esto con la certeza, basada en la fe, de que el Espíritu sabe dar las respuestas más apropiadas incluso a las más espinosas cuestiones. Será bueno a este respecto recordar algo que han enseñado siempre los grandes protagonistas del apostolado: hay que confiar en Dios como si todo dependiese de Él y, al mismo tiempo, empeñarse con toda generosidad como si todo dependiera de nosotros.

(175) Cf. Propositio 35, A.
(176) Cf. Vaticano II, GS 4
(177) Cf. Vaticano II, LG 12.


Colaboración eclesial y espiritualidad apostólica

74 Se ha de hacer todo en comunión y en diálogo con las otras instancias eclesiales. Los retos de la misión son de tal envergadura que no pueden ser acometidos eficazmente sin la colaboración, tanto en el discernimiento como en la acción, de todos los miembros de la Iglesia. Difícilmente los individuos aislados tienen una respuesta completa: ésta puede surgir normalmente de la confrontación y del diálogo. En particular, la comunión operativa entre los diversos carismas asegurará, además de un enriquecimiento recíproco, una eficacia más incisiva en la misión. La experiencia de estos años confirma sobradamente que "el diálogo es el nuevo nombre de la caridad" (178), especialmente de la caridad eclesial; el diálogo ayuda a ver los problemas en sus dimensiones reales y permite abordarlos con mayores esperanzas de éxito. La vida consagrada, por el hecho de cultivar el valor de la vida fraterna, representa una privilegiada experiencia de diálogo. Por eso puede contribuir a crear un clima de aceptación recíproca, en el que los diversos sujetos eclesiales, al sentirse valorizados por lo que son, confluyan con mayor convencimiento en la comunión eclesial, encaminada a la gran misión universal. Los Institutos comprometidos en una u otra modalidad de servicio apostólico han de cultivar, en fin, una sólida espiritualidad de la acción, viendo a Dios en todas las cosas, y todas las cosas en Dios. En efecto, "se ha de saber que, como el buen orden de la vida consiste en tender de la vida activa a la contemplativa, también por lo general el alma vuelve útilmente de la vida contemplativa a la activa para realizar con mayor perfección la vida activa, por lo mismo que la vida contemplativa enfervoriza a la activa" (179). Jesús mismo nos ha dado perfecto ejemplo de cómo se pueden unir la comunión con el Padre y una vida intensamente activa. Sin la tensión continua hacia esta unidad, se corre el riesgo de un colapso interior, de desorientación y de desánimo. La íntima unión entre contemplación y acción permitirá, hoy como ayer, acometer las misiones más difíciles.

(178) Pablo VI, Carta enc. Ecclesiam Suam (6 de agosto de 1964), III: AAS 56 (1964), 639.
(179) S. Gregorio Magno, Hom. in Ezech., II, II, 11: PL 76, 954-955.



I. EL AMOR HASTA EL EXTREMO

Amar con el corazón de Cristo

75 "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena (…) se levanta de la mesa (…) se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido" (Jn 13,1-2.4-5).
En el gesto de lavar los pies a sus discípulos, Jesús revela la profundidad del amor de Dios por el hombre: ¡en Él, Dios mismo se pone al servicio de los hombres! Él revela al mismo tiempo el sentido de la vida cristiana y, con mayor motivo, de la vida consagrada, que es vida de amor oblativo, de concreto y generoso servicio. Siguiendo los pasos del Hijo del hombre, que "no ha venido a ser servido, sino a servir" (Mt 20,28), la vida consagrada, al menos en los mejores períodos de su larga historia, se ha caracterizado por este "lavar los pies", es decir, por el servicio, especialmente a los más pobres y necesitados. Ella, por una parte, contempla el misterio sublime del Verbo en el seno del Padre (cf. Jn 1,1), mientras que, por otra, sigue al mismo Verbo que se hace carne (cf. Jn 1,14), se abaja, se humilla para servir a los hombres. Las personas que siguen a Cristo en la vía de los consejos evangélicos desean, también hoy, ir allá donde Cristo fue y hacer lo que Él hizo. Él llama continuamente a nuevos discípulos, hombres y mujeres, para comunicarles, mediante la efusión del Espíritu (cf. Rm 5,5), el ágape divino, su modo de amar, apremiándolos a servir a los demás en la entrega humilde de sí mismos, lejos de cualquier cálculo interesado. A Pedro que, extasiado ante la luz de la Transfiguración, exclama: "Señor, bueno es estarnos aquí" (Mt 17,4), le invita a volver a los caminos del mundo para continuar sirviendo el Reino de Dios: "Desciende, Pedro; tú, que deseabas descansar en el monte, desciende y predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye y exhorta, increpa con toda longanimidad y doctrina. Trabaja, suda, padece algunos tormentos a fin de llegar, por el brillo y hermosura de las obras hechas en caridad, a poseer eso que simbolizan los blancos vestidos del Señor" (180). La mirada fija en el rostro del Señor no atenúa en el apóstol el compromiso por el hombre; más bien lo potencia, capacitándole para incidir mejor en la historia y liberarla de todo lo que la desfigura. La búsqueda de la belleza divina mueve a las personas consagradas a velar por la imagen divina deformada en los rostros de tantos hermanos y hermanas, rostros desfigurados por el hambre, rostros desilusionados por promesas políticas; rostros humillados de quien ve despreciada su propia cultura; rostros aterrorizados por la violencia diaria e indiscriminada; rostros angustiados de menores; rostros de mujeres ofendidas y humilladas; rostros cansados de emigrantes que no encuentran digna acogida; rostros de ancianos sin las mínimas condiciones para una vida digna (181). La vida consagrada muestra de este modo, con la elocuencia de las obras, que la caridad divina es fundamento y estímulo del amor gratuito y operante. Bien convencido de ello estaba san Vicente de Paúl cuando indicaba como programa de vida a la Hijas de la Caridad el "entregarse a Dios para amar a Nuestro Señor y servirlo material y espiritualmente en la persona de los pobres, en sus casas o en otros sitios, para instruir a las jóvenes menesterosas, a los niños y, en general, a todos aquellos que os manda la divina Providencia" (182) Entre los posibles ámbitos de la caridad, el que sin duda manifiesta en nuestros días y por un título especial el amor al mundo "hasta el extremo", es el anuncio apasionado de Jesucristo a quienes aún no lo conocen, a quienes lo han olvidado y, de manera preferencial, a los pobres.

(180) S. Agustín, Sermo 78, 6: PL 38, 492.
(181) Cf. IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Doc. Nueva evangelización, Promoción humana, Cultura cristiana, Conclusión 178, CELAM 1992.
(182) Corréspondance, Entretiens, Documents. Conference "Sur l'esprit de la Compagnie" (9 de febrero de 1653), Coste IX, París, 1923, 592.


Aportación específica de la vida consagrada a la evangelización

76 La aportación específica que los consagrados y consagradas ofrecen a la evangelización está, ante todo, en el testimonio de una vida totalmente entregada a Dios y a los hermanos, a imitación del Salvador que, por amor del hombre, se hizo siervo. En la obra de la salvación, en efecto, todo proviene de la participación en el ágape divino. Las personas consagradas hacen visible, en su consagración y total entrega, la presencia amorosa y salvadora de Cristo, el consagrado del Padre, enviado en misión (183). Ellas, dejándose conquistar por Él (cf. Ph 3,12), se disponen para convertirse, en cierto modo, en una prolongación de su humanidad (184).La vida consagrada es una prueba elocuente de que, cuanto más se vive de Cristo, tanto mejor se le puede servir en los demás, llegando hasta las avanzadillas de la misión y aceptando los mayores riesgos (185).

(183) Cf. Congregación para los religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elements in the Church's teaching on religious life as applied to institutes dedicated to works of the apostolate (31 de mayo de 1983), 23-24: Ench. Vat. 9, 202-204.
(184) Cf. B. Isabel de la Trinidad, O mon Dieu, Trinité que j'adore, Oeuvres completes, París, 1991, 199-200.
(185) Cf. Pablo VI, EN 69: AAS 68 (1976), 59.


La primera evangelización: anunciar a Cristo a las gentes

77 Quien ama a Dios, Padre de todos, ama necesariamente a sus semejantes, en los que reconoce otros tantos hermanos y hermanas. Precisamente por eso no puede permanecer indiferente ante el hecho de que muchos de ellos no conocen la plena manifestación del amor de Dios en Cristo. De aquí nace principalmente, obedeciendo el mandato de Cristo, el impulso misionero ad gentes, que todo cristiano consciente comparte con la Iglesia, misionera por su misma naturaleza. Es un impulso sentido sobre todo por los miembros de los Institutos, sean de vida contemplativa o activa (186). Las personas consagradas, en efecto, tienen la tarea de hacer presente también entre los no cristianos (187) a Cristo casto, pobre, obediente, orante y misionero (188). En virtud de su más íntima consagración a Dios (189), y permaneciendo dinámicamente fieles a su carisma, no pueden dejar de sentirse implicadas en una singular colaboración con la actividad misionera de la Iglesia. El deseo tantas veces repetido de Teresa de Lisieux, "amarte y hacerte amar"; el anhelo ardiente de san Francisco Javier: "Así como van estudiando en letras, si estudiasen en la cuenta de que Dios, nuestro Señor, les demandará de ellas, y del talento que les tiene dado, muchos de ellos se moverían, tomando medios y ejercicios espirituales para conocer y sentir dentro de sus ánimas la voluntad divina, conformándose más con ella que con sus propias afecciones, diciendo: "Aquí estoy, Señor, ¿qué debo hacer? Envíame a donde quieras"" (190); así como otros testimonios parecidos de innumerables almas santas, manifiestan la irrenunciable tensión misionera que distingue y caracteriza la vida consagrada.

(186) Cf. Propositio 37, A.
(187) Vaticano II,
LG 46; Pablo VI, EN 69: AAS 68 (1976), 59.
(188) Vaticano II, LG 44 LG 46.
(189) Vaticano II, .
(190) Carta a los compañeros residentes en Roma (Cochin, 15 de enero de 1544): Monumenta Historica Societatis Iesu 67 (1944), 166-167.


Presentes en todos los rincones de la tierra

78 "El amor de Cristo nos apremia" (2Co 5,14): los miembros de cada Instituto deberían repetir estas palabras con el Apóstol, por ser tarea de la vida consagrada el trabajar en todo el mundo para consolidar y difundir el Reino de Cristo, llevando el anuncio del Evangelio a todas partes, hasta las regiones más lejanas (191). De hecho, la historia misionera testimonia la gran aportación que han dado a la evangelización de los pueblos: desde las antiguas Familias monásticas hasta las más recientes Fundaciones dedicadas de manera exclusiva a la misión ad gentes, desde los Institutos de vida activa a los de vida contemplativa (192), innumerables personas han gastado sus energías en esta "actividad primaria de la Iglesia, esencial y nunca concluida" (193), puesto que se dirige a la multitud creciente de aquellos que no conocen a Cristo. Este deber continúa urgiendo hoy a los Institutos de vida consagrada y a las Sociedades de vida apostólica: el anuncio del Evangelio de Cristo espera de ellos la máxima aportación posible. También los Institutos que surgen y que operan en las Iglesias jóvenes están invitados a abrirse a la misión entre los no cristianos, dentro y fuera de su patria. A pesar de las comprensibles dificultades que algunos de ellos puedan atravesar, conviene recordar a todos que, así como "la fe se fortalece dándola" (194), también la misión refuerza la vida consagrada, le infunde un renovado entusiasmo y nuevas motivaciones, y estimula su fidelidad. Por su parte, la actividad misionera ofrece amplios espacios para acoger las variadas formas de vida consagrada.
La misión ad gentes ofrece especiales y extraordinarias oportunidades a las mujeres consagradas, a los religiosos hermanos y a los miembros de Institutos seculares, para una acción apostólica particularmente incisiva. Estos últimos, además, con su presencia en los diversos ámbitos típicos de la vida laical, pueden desarrollar una preciosa labor de evangelización de los ambientes, de las estructuras y de las mismas leyes que regulan la convivencia. Ellos pueden también testimoniar los valores evangélicos estando al lado de personas que no conocen aún a Jesús, contribuyendo de este modo específico a la misión.
Se ha de subrayar que en los países donde tienen amplia raigambre religiones no cristianas, la presencia de la vida consagrada adquiere una gran importancia, tanto con actividades educativas, caritativas y culturales, como con el signo de la vida contemplativa. Por esto se debe alentar de manera especial la fundación en la nuevas Iglesias de comunidades entregadas a la contemplación, dado que "la vida contemplativa pertenece a la plenitud de la presencia de la Iglesia" (195). Es preciso, además, promover con medios adecuados una distribución equitativa de la vida consagrada en sus varias formas, para suscitar un nuevo impulso evangelizador, bien con el envío de misioneros y misioneras, bien con la debida ayuda de los Institutos de vida consagrada a las diócesis más pobres (196).

(191) Vaticano II, LG 44.
(192) Cf. RMi 69: AAS 83 (1991), 317-318; CEC 927.
(193) Cf. RMi 31: AAS 83 (1991), 277.
(194) RMi 2: l.c., 251
(195) Vaticano II, AGD 18; cf. RMi 69: AAS 83 (1991), 317-318.
(196) Cf. Propositio 38.



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