Verbum Domini ES



EXHORTACIÓN APOSTÓLICA

POSTSINODAL

VERBUM DOMINI

DEL SANTO PADRE


BENEDICTO XVI

AL EPISCOPADO, AL CLERO,

A LAS PERSONAS CONSAGRADAS

Y A LOS FIELES LAICOS

SOBRE

LA PALABRA DE DIOS

EN LA VIDA Y EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA



INTRODUCCIÓN


1 La palabra del Señor permanece para siempre. Y esa palabra es el Evangelio que os anunciamos» (1P 1,25, cf. Is 40,8). Esta frase de la Primera carta de san Pedro, que retoma las palabras del profeta Isaías, nos pone frente al misterio de Dios que se comunica a sí mismo mediante el don de su palabra. Esta palabra, que permanece para siempre, ha entrado en el tiempo. Dios ha pronunciado su palabra eterna de un modo humano; su Verbo «se hizo carne» (Jn 1,14). Ésta es la buena noticia. Éste es el anuncio que, a través de los siglos, llega hasta nosotros. La XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que se celebró en el Vaticano del 5 al 26 de octubre de 2008, tuvo como tema La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. Fue una experiencia profunda de encuentro con Cristo, Verbo del Padre, que está presente donde dos o tres están reunidos en su nombre (cf. Mt 18,20). Con esta Exhortación, cumplo con agrado la petición de los Padres de dar a conocer a todo el Pueblo de Dios la riqueza surgida en la reunión vaticana y las indicaciones propuestas, como fruto del trabajo en común.[1] En esta perspectiva, pretendo retomar todo lo que el Sínodo ha elaborado, teniendo en cuenta los documentos presentados: los Lineamenta, el Instrumentum laboris, las Relaciones ante y post disceptationem y los textos de las intervenciones, tanto leídas en el aula como las presentadas in scriptis, las Relaciones de los círculos menores y sus debates, el Mensaje final al Pueblo de Dios y, sobre todo, algunas propuestas específicas (Propositiones), que los Padres han considerado de particular relieve. En este sentido, deseo indicar algunas líneas fundamentales para revalorizar la Palabra divina en la vida de la Iglesia, fuente de constante renovación, deseando al mismo tiempo que ella sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial.

[1] Cf. Propositio 1.


Para que nuestra alegría sea perfecta

2 En primer lugar, quisiera recordar la belleza y el encanto del renovado encuentro con el Señor Jesús experimentado durante la Asamblea sinodal. Por eso, haciéndome eco de la voz de los Padres, me dirijo a todos los fieles con las palabras de san Juan en su primera carta: «Os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1,2-3). El Apóstol habla de oír, ver, tocar y contemplar (cf. 1Jn 1,1) al Verbo de la Vida, porque la vida misma se manifestó en Cristo. Y nosotros, llamados a la comunión con Dios y entre nosotros, debemos ser anunciadores de este don. En esta perspectiva kerigmática, la Asamblea sinodal ha sido para la Iglesia y el mundo un testimonio de la belleza del encuentro con la Palabra de Dios en la comunión eclesial. Por tanto, exhorto a todos los fieles a reavivar el encuentro personal y comunitario con Cristo, Verbo de la Vida que se ha hecho visible, y a ser sus anunciadores para que el don de la vida divina, la comunión, se extienda cada vez más por todo el mundo. En efecto, participar en la vida de Dios, Trinidad de Amor, es alegría completa (cf. 1Jn 1,4). Y comunicar la alegría que se produce en el encuentro con la Persona de Cristo, Palabra de Dios presente en medio de nosotros, es un don y una tarea imprescindible para la Iglesia. En un mundo que considera con frecuencia a Dios como algo superfluo o extraño, confesamos con Pedro que sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68). No hay prioridad más grande que esta: abrir de nuevo al hombre de hoy el acceso a Dios, al Dios que habla y nos comunica su amor para que tengamos vida abundante (cf. Jn 10,10).

De la «Dei Verbum» al Sínodo sobre la Palabra de Dios

3 Con la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios, somos conscientes de haber tocado en cierto sentido el corazón mismo de la vida cristiana, en continuidad con la anterior Asamblea sinodal sobre la Eucaristía como fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia. En efecto, la Iglesia se funda sobre la Palabra de Dios, nace y vive de ella.[2] A lo largo de toda su historia, el Pueblo de Dios ha encontrado siempre en ella su fuerza, y la comunidad eclesial crece también hoy en la escucha, en la celebración y en el estudio de la Palabra de Dios. Hay que reconocer que en los últimos decenios ha aumentado en la vida eclesial la sensibilidad sobre este tema, de modo especial con relación a la Revelación cristiana, a la Tradición viva y a la Sagrada Escritura. A partir del pontificado del Papa León XIII, podemos decir que ha ido creciendo el número de intervenciones destinadas a aumentar en la vida de la Iglesia la conciencia sobre la importancia de la Palabra de Dios y de los estudios bíblicos,[3]culminando en el Concilio Vaticano II, especialmente con la promulgación de la Constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina Revelación. Ella representa un hito en el camino eclesial: «Los Padres sinodales... reconocen con ánimo agradecido los grandes beneficios aportados por este documento a la vida de la Iglesia, en el ámbito exegético, teológico, espiritual, pastoral y ecuménico».[4] En particular, ha crecido en estos años la conciencia del «horizonte trinitario e histórico salvífico de la Revelación»,[5] en el que se reconoce a Jesucristo como «mediador y plenitud de toda la revelación».[6]
La Iglesia confiesa incesantemente a todas las generaciones que Él, «con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y resurrección gloriosa, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación».[7]

De todos es conocido el gran impulso que la Constitución dogmática Dei Verbum ha dado a la revalorización de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, a la reflexión teológica sobre la divina revelación y al estudio de la Sagrada Escritura. En los últimos cuarenta años, el Magisterio eclesial se ha pronunciado en muchas ocasiones sobre estas materias.[8] Con la celebración de este Sínodo, la Iglesia, consciente de la continuidad de su propio camino bajo la guía del Espíritu Santo, se ha sentido llamada a profundizar nuevamente sobre el tema de la Palabra divina, ya sea para verificar la puesta en práctica de las indicaciones conciliares, como para hacer frente a los nuevos desafíos que la actualidad plantea a los creyentes en Cristo.

[2] Cf. XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, 27.
[3] Cf. León XIII, Carta enc. Providentissimus Deus (18 noviembre 1893): ASS 26 (1893-94, 269-292; Benedicto XV, Carta enc. Spiritus Paraclitus (15 septiembre 1920): AAS 12 (1920), 385-422; Pío XII, Carta enc. Divino afflante Spiritu (30 septiembre 1943): AAS 35 (1943), 297-325.
[4] Propositio 2.
[5] Ibíd.
[6] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
DV 2.
[7] Ibíd., DV 4.
[8] Cf. Entre otros documentos de distinta naturaleza, véase: Pablo VI, Carta ap. Summi Dei Verbum (4 noviembre 1963): AAS 55 (1963), 979-995; Id, Motu proprio Sedula cura (27 junio 1971): AAS 63 (1971), 665-669; Juan Pablo II, Audiencia General (1 mayo 1985):L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (5 mayo 1985), 3; Id., Discurso sobre la interpretación de la Biblia en la Iglesia (23 abril 1993): AAS 86 (1994), 232-243; Benedicto XVI, Discurso al Congreso Internacional por el 40 aniversario de la Dei Verbum (16 septiembre 2005): AAS 97 (2005), 957; Id., Ángelus (6 noviembre 2005): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (11 noviembre 2005), 6. Se tengan en cuenta también los documentos de la Pontificia Comisión Bíblica, De sacra Scriptura et Christologia (1984);Unidad y diversidad en la Iglesia (11 abril 1988); La interpretación de la Biblia en la Iglesia(15 abril 1993); El pueblo judío y sus sagradas Escrituras en la Biblia cristiana (24 mayo 2001); Biblia y moral. Raíces bíblicas del obrar cristiano (11 mayo 2008).


El Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios

4 En la XII Asamblea sinodal, Pastores provenientes de todo el mundo se reunieron en torno a la Palabra de Dios y pusieron simbólicamente en el centro de la Asamblea el texto de la Biblia, para redescubrir algo que corremos el peligro de dar por descontado en la vida cotidiana: el hecho de que Dios hable y responda a nuestras cuestiones.[9] Juntos hemos escuchado y celebrado la Palabra del Señor. Hemos hablado de todo lo que el Señor está realizando en el Pueblo de Dios y hemos compartido esperanzas y preocupaciones. Todo esto nos ha ayudado a entender que únicamente en el «nosotros» de la Iglesia, en la escucha y acogida recíproca, podemos profundizar nuestra relación con la Palabra de Dios. De aquí brota la gratitud por los testimonios de vida eclesial en distintas partes del mundo, narrados en las diversas intervenciones en el aula. Al mismo tiempo, ha sido emocionante escuchar también a los Delegados fraternos, que han aceptado la invitación a participar en el encuentro sinodal. Recuerdo, en particular, la meditación, profundamente estimada por los Padres sinodales, que nos ofreció Su Santidad Bartolomé I, Patriarca ecuménico de Constantinopla.[10] Por primera vez, además, el Sínodo de los Obispos quiso invitar también a un Rabino para que nos diera un valioso testimonio sobre las Sagradas Escrituras judías, que también son justamente parte de nuestras Sagradas Escrituras.[11]

Así, pudimos comprobar con alegría y gratitud que «también hoy en la Iglesia hay un Pentecostés, es decir, que la Iglesia habla en muchas lenguas; y esto no sólo en el sentido exterior de que en ella están representadas todas las grandes lenguas del mundo, sino sobre todo en un sentido más profundo: en ella están presentes los múltiples modos de la experiencia de Dios y del mundo, la riqueza de las culturas; sólo así se manifiesta la amplitud de la existencia humana y, a partir de ella, la amplitud de la Palabra de Dios».[12] Pudimos constatar, además, un Pentecostés aún en camino; varios pueblos están esperando todavía que se les anuncie la Palabra de Dios en su propia lengua y cultura.

No podemos olvidar, además, que durante todo el Sínodo nos ha acompañado el testimonio del Apóstol Pablo. De hecho, fue providencial que la XII Asamblea General Ordinaria tuviera lugar precisamente en el año dedicado a la figura del gran Apóstol de los gentiles, con ocasión del bimilenario de su nacimiento. Se distinguió en su vida por el celo con que difundía la Palabra de Dios. Nos llegan al corazón las vibrantes palabras con las que se refería a su misión de anunciador de la Palabra divina: «hago todo esto por el Evangelio» (
1Co 9,23); «Yo –escribe en la Carta a los Romanos– no me avergüenzo del Evangelio: es fuerza de salvación de Dios para todo el que cree» (1,16). Cuando reflexionamos sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, debemos pensar en san Pablo y en su vida consagrada a anunciar la salvación de Cristo a todas las gentes.

[9] Cf. Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2008): AAS 101 (2009), 49.
[10] Cf. Propositio 37.
[11] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus sagradas Escrituras en la Biblia cristiana (24 mayo 2001).
[12] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2008): AAS 101 (2009), 5.


El Prólogo del Evangelio de Juan como guía

5 Con esta Exhortación apostólica postsinodal, deseo que los resultados del Sínodo influyan eficazmente en la vida de la Iglesia, en la relación personal con las Sagradas Escrituras, en su interpretación en la liturgia y en la catequesis, así como en la investigación científica, para que la Biblia no quede como una Palabra del pasado, sino como algo vivo y actual. A este propósito, me propongo presentar y profundizar los resultados del Sínodo en referencia constante al Prólogo del Evangelio de Juan (Jn 1,1-18), en el que se nos anuncia el fundamento de nuestra vida: el Verbo, que desde el principio está junto a Dios, se hizo carne y habitó entre nosotros (cf. Jn 1,14). Se trata de un texto admirable, que nos ofrece una síntesis de toda la fe cristiana. Juan, a quien la tradición señala como el «discípulo al que Jesús amaba» (Jn 13,23 Jn 20,2 Jn 21,7 Jn 21,20), sacó de su experiencia personal de encuentro y seguimiento de Cristo, una certeza interior: Jesús es la Sabiduría de Dios encarnada, su Palabra eterna que se ha hecho hombre mortal.[13] Que aquel que «vio y creyó» (Jn 20,8) nos ayude también a nosotros a reclinar nuestra cabeza sobre el pecho de Cristo (cf. Jn 13,25), del que brotaron sangre y agua (cf. Jn 19,34), símbolo de los sacramentos de la Iglesia. Siguiendo el ejemplo del apóstol Juan y de otros autores inspirados, dejémonos guiar por el Espíritu Santo para amar cada vez más la Palabra de Dios.

[13] Cf. Ángelus (4 enero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (9 enero 2009), 1.11.



PRIMERA PARTE


VERBUM DEI

« En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios...

y la Palabra se hizo carne»

(Jn 1,1 Jn 1,14)

El Dios que habla

Dios en diálogo

6 La novedad de la revelación bíblica consiste en que Dios se da a conocer en el diálogo que desea tener con nosotros.[14] La Constitución dogmática Dei Verbum había expresado esta realidad reconociendo que «Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía».[15] Sin embargo, para comprender en su profundidad el mensaje del Prólogo de san Juan no podemos quedarnos en la constatación de que Dios se nos comunica amorosamente. En realidad, el Verbo de Dios, por quien «se hizo todo» (Jn 1,3) y que se «hizo carne» (Jn 1,14), es el mismo que existía «in principio» (Jn 1,1). Aunque se puede advertir aquí una alusión al comienzo del libro del Génesis (cf. Gn 1,1), en realidad nos encontramos ante un principio de carácter absoluto en el que se nos narra la vida íntima de Dios. El Prólogo de Juan nos sitúa ante el hecho de que el Logos existe realmente desde siempre y que, desde siempre, él mismo es Dios. Así pues, no ha habido nunca en Dios un tiempo en el que no existiera el Logos. El Verbo ya existía antes de la creación. Por tanto, en el corazón de la vida divina está la comunión, el don absoluto. «Dios es amor» (1Jn 4,16), dice el mismo Apóstol en otro lugar, indicando «la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino».[16] Dios se nos da a conocer como misterio de amor infinito en el que el Padre expresa desde la eternidad su Palabra en el Espíritu Santo. Por eso, el Verbo, que desde el principio está junto a Dios y es Dios, nos revela al mismo Dios en el diálogo de amor de las Personas divinas y nos invita a participar en él. Así pues, creados a imagen y semejanza de Dios amor, sólo podemos comprendernos a nosotros mismos en la acogida del Verbo y en la docilidad a la obra del Espíritu Santo. El enigma de la condición humana se esclarece definitivamente a la luz de la revelación realizada por el Verbo divino.

[14] Cf. Relatio ante disceptationem, I.
[15] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum sobre la divina revelación, DV 2.
[16] Carta enc. : AAS 98 (2006), 217-218.


Analogía de la Palabra de Dios

7 De todas estas consideraciones, que brotan de la meditación sobre el misterio cristiano expresado en el Prólogo de Juan, hay que destacar ahora lo que los Padres sinodales han afirmado sobre las distintas maneras en que se usa la expresión «Palabra de Dios». Se ha hablado justamente de una sinfonía de la Palabra, de una única Palabra que se expresa de diversos modos: «un canto a varias voces».[17] A este propósito, los Padres sinodales han hablado de un uso analógico del lenguaje humano en relación a la Palabra de Dios. En efecto, esta expresión, aunque por una parte se refiere a la comunicación que Dios hace de sí mismo, por otra asume significados diferentes que han de ser tratados con atención y puestos en relación entre ellos, ya sea desde el punto de vista de la reflexión teológica como del uso pastoral. Como muestra de modo claro el Prólogo de Juan, elLogos indica originariamente el Verbo eterno, es decir, el Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial a él: la Palabra estaba junto a Dios, la Palabra era Dios. Pero esta misma Palabra, afirma san Juan, se «hizo carne» (Jn 1,14); por tanto, Jesucristo, nacido de María Virgen, es realmente el Verbo de Dios que se hizo consustancial a nosotros. Así pues, la expresión «Palabra de Dios» se refiere aquí a la persona de Jesucristo, Hijo eterno del Padre, hecho hombre.

Por otra parte, si bien es cierto que en el centro de la revelación divina está el evento de Cristo, hay que reconocer también que la misma creación, el liber naturae, forma parte esencialmente de esta sinfonía a varias voces en que se expresa el único Verbo. De modo semejante, confesamos que Dios ha comunicado su Palabra en la historia de la salvación, ha dejado oír su voz; con la potencia de su Espíritu, «habló por los profetas».[18] La Palabra divina, por tanto, se expresa a lo largo de toda la historia de la salvación, y llega a su plenitud en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Además, la palabra predicada por los apóstoles, obedeciendo al mandato de Jesús resucitado: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15), es Palabra de Dios. Por tanto, la Palabra de Dios se transmite en la Tradición viva de la Iglesia. La Sagrada Escritura, el Antiguo y el Nuevo Testamento, es la Palabra de Dios atestiguada y divinamente inspirada. Todo esto nos ayuda a entender por qué en la Iglesia se venera tanto la Sagrada Escritura, aunque la fe cristiana no es una «religión del Libro»: el cristianismo es la «religión de la Palabra de Dios», no de «una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo».[19] Por consiguiente, la Escritura ha de ser proclamada, escuchada, leída, acogida y vivida como Palabra de Dios, en el seno de la Tradición apostólica, de la que no se puede separar.[20]

Como afirmaron los Padres sinodales, debemos ser conscientes de que nos encontramos realmente ante un uso analógico de la expresión «Palabra de Dios». Es necesario, por tanto, educar a los fieles para que capten mejor sus diversos significados y comprendan su sentido unitario. Es preciso también que, desde el punto de vista teológico, se profundice en la articulación de los diferentes significados de esta expresión, para que resplandezca mejor la unidad del plan divino y el puesto central que ocupa en él la persona de Cristo.[21]

[17] Instrumentum laboris, 9.
[18] Credo Niceno-Constantinopolitano: DS 150.
[19] San Bernardo, Homilia super missus est, 4, 11: PL 183, 86 B.
[20] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum sobre la divina revelación, DV 10.
[21] Cf. Propositio 3.


Dimensión cósmica de la Palabra

8 Conscientes del significado fundamental de la Palabra de Dios en relación con el Verbo eterno de Dios hecho carne, único salvador y mediador entre Dios y el hombre,[22] y en la escucha de esta Palabra, la revelación bíblica nos lleva a reconocer que ella es el fundamento de toda la realidad. El Prólogo de san Juan afirma con relación al Logos divino, que «por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho» (Jn 1,3); en la Carta a los Colosenses, se afirma también con relación a Cristo, «primogénito de toda criatura» (Jn 1,15), que «todo fue creado por él y para él» (Jn 1,16). Y el autor de la Carta a los Hebreos recuerda que «por la fe sabemos que la Palabra de Dios configuró el universo, de manera que lo que está a la vista no proviene de nada visible» (Jn 11,3).

Este anuncio es para nosotros una palabra liberadora. En efecto, las afirmaciones escriturísticas señalan que todo lo que existe no es fruto del azar irracional, sino que ha sido querido por Dios, está en sus planes, en cuyo centro está la invitación a participar en la vida divina en Cristo. La creación nace del Logos y lleva la marca imborrable de la Razón creadora que ordena y guía. Los salmos cantan esta gozosa certeza: «La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos» (Ps 33,6); y de nuevo: «Él lo dijo, y existió, él lo mandó, y surgió» (Ps 33,9). Toda realidad expresa este misterio: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos» (Ps 19,2). Por eso, la misma Sagrada Escritura nos invita a conocer al Creador observando la creación (cf. Sg 13,5 Rm 1,19-20). La tradición del pensamiento cristiano supo profundizar en este elemento clave de la sinfonía de la Palabra cuando, por ejemplo, san Buenaventura, junto con la gran tradición de los Padres griegos, ve en el Logos todas las posibilidades de la creación,[23] y dice que «toda criatura es Palabra de Dios, en cuanto que proclama a Dios».[24] La Constitución dogmática Dei Verbum había sintetizado esto declarando que «Dios, creando y conservando el universo por su Palabra (cf. Jn 1,3), ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo».[25]

[22] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 agosto 2000), 13-15: AAS 92 (2000), 754-756.
[23] Cf. In Hexaemeron, 20, 5: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 425-426; Breviloquium, 1, 8: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 216-217.
[24] Itinerarium mentis in Deum, 2, 12: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 302-303;Commentarius in librum Ecclesiastes, Cap. 1, vers. 11, Quaestiones, 2, 3: Opera Omnia, VI, Quaracchi 1891, p. 16.
[25] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. DV 3; cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. 2, De revelatione: DS 3004.


La creación del hombre

9 La realidad, por tanto, nace de la Palabra como creatura Verbi, y todo está llamado a servir a la Palabra. La creación es el lugar en el que se desarrolla la historia de amor entre Dios y su criatura; por tanto, la salvación del hombre es el motivo de todo. La contemplación del cosmos desde la perspectiva de la historia de la salvación nos lleva a descubrir la posición única y singular que ocupa el hombre en la creación: «Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). Esto nos permite reconocer plenamente los dones preciosos recibidos del Creador: el valor del propio cuerpo, el don de la razón, la libertad y la conciencia. En todo esto encontramos también lo que la tradición filosófica llama «ley natural».[26]En efecto, «todo ser humano que llega al uso de razón y a la responsabilidad experimenta una llamada interior a hacer el bien»[27] y, por tanto, a evitar el mal. Como recuerda santo Tomás de Aquino, los demás preceptos de la ley natural se fundan sobre este principio.[28] La escucha de la Palabra de Dios nos lleva sobre todo a valorar la exigencia de vivir de acuerdo con esta ley «escrita en el corazón» (cf. Rm 2,15 Rm 7,23).[29] A continuación, Jesucristo dio a los hombres la Ley nueva, la Ley del Evangelio, que asume y realiza de modo eminente la ley natural, liberándonos de la ley del pecado, responsable de aquello que dice san Pablo: «el querer lo bueno lo tengo a mano, pero el hacerlo, no» (Rm 7,18), y da a los hombres, mediante la gracia, la participación a la vida divina y la capacidad de superar el egoísmo.[30]

[26] Cf. Propositio 13.
[27] Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural (2009), 39.
[28] Cf. I-II 94,2.
[29] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, Biblia y moral. Raíces bíblicas del obrar cristiano (11 mayo 2008), nn. 13. 32. 109.
[30] Cf. Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural, 102.


Realismo de la Palabra

10 Quien conoce la Palabra divina conoce también plenamente el sentido de cada criatura. En efecto, si todas las cosas «se mantienen» en aquel que es «anterior a todo» (Col 1,17), quien construye la propia vida sobre su Palabra edifica verdaderamente de manera sólida y duradera. La Palabra de Dios nos impulsa a cambiar nuestro concepto de realismo: realista es quien reconoce en el Verbo de Dios el fundamento de todo.[31] De esto tenemos especial necesidad en nuestros días, en los que muchas cosas en las que se confía para construir la vida, en las que se siente la tentación de poner la propia esperanza, se demuestran efímeras. Antes o después, el tener, el placer y el poder se manifiestan incapaces de colmar las aspiraciones más profundas del corazón humano. En efecto, necesita construir su propia vida sobre cimientos sólidos, que permanezcan incluso cuando las certezas humanas se debilitan. En realidad, puesto que «tu palabra, Señor, es eterna, más estable que el cielo» y la fidelidad del Señor dura «de generación en generación» (Ps 119,89-90), quien construye sobre esta palabra edifica la casa de la propia vida sobre roca (cf. Mt 7,24). Que nuestro corazón diga cada día a Dios: «Tú eres mi refugio y mi escudo, yo espero en tu palabra» (Ps 119,114) y, como san Pedro, actuemos cada día confiando en el Señor Jesús: «Por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5).

[31] Cf. Homilía durante la Hora Tercia de la primera Congregación general del Sínodo de los Obispos (6 octubre 2008): AAS 100 (2008), 758-761.


Cristología de la Palabra

11 La consideración de la realidad como obra de la santísima Trinidad a través del Verbo divino, nos permite comprender las palabras del autor de la Carta a los Hebreos: «En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo» (He 1,1-2). Es muy hermoso ver cómo todo el Antiguo Testamento se nos presenta ya como historia en la que Dios comunica su Palabra. En efecto, «hizo primero una alianza con Abrahán (cf. Gn 15,18); después, por medio de Moisés (cf. Ex 24,8), la hizo con el pueblo de Israel, y así se fue revelando a su pueblo, con obras y palabras, como Dios vivo y verdadero. De este modo, Israel fue experimentando la manera de obrar de Dios con los hombres, la fue comprendiendo cada vez mejor al hablar Dios por medio de los profetas, y fue difundiendo este conocimiento entre las naciones (cf. Ps 21,28-29 Ps 95,1-3 Is 2,1-4 Jr 3,17)».[32]

Esta condescendencia de Dios se cumple de manera insuperable con la encarnación del Verbo. La Palabra eterna, que se expresa en la creación y se comunica en la historia de la salvación, en Cristo se ha convertido en un hombre «nacido de una mujer» (Ga 4,4). La Palabra aquí no se expresa principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas. Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad. Así se entiende por qué «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».[33] La renovación de este encuentro y de su comprensión produce en el corazón de los creyentes una reacción de asombro ante una iniciativa divina que el hombre, con su propia capacidad racional y su imaginación, nunca habría podido inventar. Se trata de una novedad inaudita y humanamente inconcebible: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (Jn 1,14). Esta expresión no se refiere a una figura retórica sino a una experiencia viva. La narra san Juan, testigo ocular: «Y hemos contemplado su gloria; gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). La fe apostólica testifica que la Palabra eterna se hizo Uno de nosotros. La Palabra divina se expresa verdaderamente conpalabras humanas.

[32] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, DV 14.
[33] Carta enc. : AAS 98 (2006), 217-218.


12 La tradición patrística y medieval, al contemplar esta «Cristología de la Palabra», ha utilizado una expresión sugestiva: el Verbo se ha abreviado:[34] «Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento. Allí se leía: “Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado” (Is 10,23 Rm 9,28)... El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance».[35] Ahora, la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret.[36]

Siguiendo la narración de los Evangelios, vemos cómo la misma humanidad de Jesús se manifiesta con toda su singularidad precisamente en relación con la Palabra de Dios. Él, en efecto, en su perfecta humanidad, realiza la voluntad del Padre en cada momento; Jesús escucha su voz y la obedece con todo su ser; él conoce al Padre y cumple su palabra (cf. Jn 8,55); nos cuenta las cosas del Padre (cf. Jn 12,50); «les he comunicado las palabras que tú me diste» (Jn 17,8). Por tanto, Jesús se manifiesta como el Logos divino que se da a nosotros, pero también como el nuevo Adán, el hombre verdadero, que cumple en cada momento no su propia voluntad sino la del Padre. Él «iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,52). De modo perfecto escucha, cumple en sí mismo y nos comunica la Palabra divina (cf. Lc 5,1).

La misión de Jesús se cumple finalmente en el misterio pascual: aquí nos encontramos ante el «Mensaje de la cruz» (1Co 1,18). El Verbo enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha «dicho» hasta quedar sin palabras, al haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada para sí. Los Padres de la Iglesia, contemplando este misterio, ponen de modo sugestivo en labios de la Madre de Dios estas palabras: «La Palabra del Padre, que ha creado todas las criaturas que hablan, se ha quedado sin palabra; están sin vida los ojos apagados de aquel que con su palabra y con un solo gesto suyo mueve todo lo que tiene vida».[37] Aquí se nos ha comunicado el amor «más grande», el que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15,13).

En este gran misterio, Jesús se manifiesta como la Palabra de la Nueva y Eterna Alianza: la libertad de Dios y la libertad del hombre se encuentran definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble, válido para siempre. Jesús mismo, en la última cena, en la institución de la Eucaristía, había hablado de «Nueva y Eterna Alianza», establecida con el derramamiento de su sangre (cf. Mt 26,28 Mc 14,24 Lc 22,20), mostrándose como el verdadero Cordero inmolado, en el que se cumple la definitiva liberación de la esclavitud.[38]

Este silencio de la Palabra se manifiesta en su sentido auténtico y definitivo en el misterio luminoso de la resurrección. Cristo, Palabra de Dios encarnada, crucificada y resucitada, es Señor de todas las cosas; él es el Vencedor, el Pantocrátor, y ha recapitulado en sí para siempre todas las cosas (cf. Ep 1,10). Cristo, por tanto, es «la luz del mundo» (Jn 8,12), la luz que «brilla en la tiniebla» (Jn 1,54) y que la tiniebla no ha derrotado (cf. Jn 1,5). Aquí se comprende plenamente el sentido del Salmo 119 «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Ps 119,105); la Palabra que resucita es esta luz definitiva en nuestro camino. Los cristianos han sido conscientes desde el comienzo de que, en Cristo, la Palabra de Dios está presente como Persona. La Palabra de Dios es la luz verdadera que necesita el hombre. Sí, en la resurrección, el Hijo de Dios surge como luz del mundo. Ahora, viviendo con él y por él, podemos vivir en la luz.

[34] «Ho Logos pachynetai (o brachynetai)»: cf. Orígenes, Peri archon, 1, 2, 8: SC 252, 127-129.
[35] Homilía durante la misa de Nochebuena (24 diciembre 2006): AAS 99 (2007), 12.
[36] Cf. Mensaje final.
[37] Máximo el Confesor, Vida de María, 89: CSCO, 479, 77.
[38] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis 9-10: AAS 99 (2007), 111-112.


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