Verbum Domini ES 28


28 En esta circunstancia, deseo llamar la atención sobre la familiaridad de María con la Palabra de Dios. Esto resplandece con particular brillo en el Magnificat. En cierto sentido, aquí se ve cómo ella se identifica con la Palabra, entra en ella; en este maravilloso cántico de fe, la Virgen alaba al Señor con su misma Palabra: «El Magníficat –un retrato de su alma, por decirlo así– está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada».[81]

Además, la referencia a la Madre de Dios nos muestra que el obrar de Dios en el mundo implica siempre nuestra libertad, porque, en la fe, la Palabra divina nos transforma. También nuestra acción apostólica y pastoral será eficaz en la medida en que aprendamos de María a dejarnos plasmar por la obra de Dios en nosotros: «La atención devota y amorosa a la figura de María, como modelo y arquetipo de la fe de la Iglesia, es de importancia capital para realizar también hoy un cambio concreto de paradigma en la relación de la Iglesia con la Palabra, tanto en la actitud de escucha orante como en la generosidad del compromiso en la misión y el anuncio».[82]

Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo: si, en cuanto a la carne, sólo existe una Madre de Cristo, en cuanto a la fe, en cambio, Cristo es el fruto de todos.[83] Así pues, todo lo que le sucedió a María puede sucedernos ahora a cualquiera de nosotros en la escucha de la Palabra y en la celebración de los sacramentos.

[81] Carta. enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), : AAS 98 (2006), 251.
[82] Propositio 55.
[83] Cf. Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 19: PL 15, 1559-1560.


La hermenéutica de la sagrada Escritura en la Iglesia

La Iglesia lugar originario de la hermenéutica de la Biblia

29 Otro gran tema que surgió durante el Sínodo, y sobre el que ahora deseo llamar la atención, esla interpretación de la Sagrada Escritura en la Iglesia. Precisamente el vínculo intrínseco entre Palabra y fe muestra que la auténtica hermenéutica de la Biblia sólo es posible en la fe eclesial, que tiene su paradigma en el sí de María. San Buenaventura afirma en este sentido que, sin la fe, falta la clave de acceso al texto sagrado: «Éste es el conocimiento de Jesucristo del que se derivan, como de una fuente, la seguridad y la inteligencia de toda la sagrada Escritura. Por eso, es imposible adentrarse en su conocimiento sin tener antes la fe infusa de Cristo, que es faro, puerta y fundamento de toda la Escritura».[84] E insiste con fuerza santo Tomás de Aquino, mencionando a san Agustín: «También la letra del evangelio mata si falta la gracia interior de la fe que sana».[85]

Esto nos permite llamar la atención sobre un criterio fundamental de la hermenéutica bíblica: el lugar originario de la interpretación escriturística es la vida de la Iglesia. Esta afirmación no pone la referencia eclesial como un criterio extrínseco al que los exegetas deben plegarse, sino que es requerida por la realidad misma de las Escrituras y por cómo se han ido formando con el tiempo. En efecto, «las tradiciones de fe formaban el ambiente vital en el que se insertó la actividad literaria de los autores de la sagrada Escritura. Esta inserción comprendía también la participación en la vida litúrgica y la actividad externa de las comunidades, su mundo espiritual, su cultura y las peripecias de su destino histórico. La interpretación de la sagrada Escritura exige por eso, de modo semejante, la participación de los exegetas en toda la vida y la fe de la comunidad creyente de su tiempo».[86] Por consiguiente, ya que «la Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita»,[87] es necesario que los exegetas, teólogos y todo el Pueblo de Dios se acerquen a ella según lo que ella realmente es, Palabra de Dios que se nos comunica a través de palabras humanas (cf.
1Th 2,13). Éste es un dato constante e implícito en la Biblia misma: «Ninguna predicción de la Escritura está a merced de interpretaciones personales; porque ninguna predicción antigua aconteció por designio humano; hombres como eran, hablaron de parte de Dios» (2P 1,20-21). Por otra parte, es precisamente la fe de la Iglesia quien reconoce en la Biblia la Palabra de Dios; como dice admirablemente san Agustín: «No creería en el Evangelio si no me moviera la autoridad de la Iglesia católica».[88] Es el Espíritu Santo, que anima la vida de la Iglesia, quien hace posible la interpretación auténtica de las Escrituras. La Biblia es el libro de la Iglesia, y su verdadera hermenéutica brota de su inmanencia en la vida eclesial.

[84] Breviloquium, Prol., Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 201-202.
[85] I-II 106,2.
[86] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), III, A, 3.
[87] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, DV 12.
[88] Contra epistulam Manichaei quam vocant fundamenti, 5, 6: PL 42, 176.


30 San Jerónimo recuerda que nunca podemos leer solos la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia ha sido escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de Dios podemos entrar realmente, con el «nosotros», en el núcleo de la verdad que Dios mismo quiere comunicarnos.[89] El gran estudioso, para el cual «quien no conoce las Escrituras no conoce a Cristo»,[90] sostiene que la eclesialidad de la interpretación bíblica no es una exigencia impuesta desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del Pueblo de Dios peregrino, y sólo en la fe de este Pueblo estamos, por decirlo así, en la tonalidad adecuada para entender la Escritura. Una auténtica interpretación de la Biblia ha de concordar siempre armónicamente con la fe de la Iglesia católica. San Jerónimo se dirigía a un sacerdote de la siguiente manera: «Permanece firmemente unido a la doctrina tradicional que se te ha enseñado, para que puedas exhortar de acuerdo con la sana doctrina y rebatir a aquellos que la contradicen».[91]

Aproximaciones al texto sagrado que prescindan de la fe pueden sugerir elementos interesantes, deteniéndose en la estructura del texto y sus formas; sin embargo, dichos intentos serían inevitablemente sólo preliminares y estructuralmente incompletos. En efecto, como ha afirmado la Pontificia Comisión Bíblica, haciéndose eco de un principio compartido en la hermenéutica moderna, el «adecuado conocimiento del texto bíblico es accesible sólo a quien tiene una afinidad viva con lo que dice el texto».[92] Todo esto pone de relieve la relación entre vida espiritual y hermenéutica de la Escritura. Efectivamente, «con el crecimiento de la vida en el Espíritu crece también, en el lector, la comprensión de las realidades de las que habla el texto bíblico».[93] La intensidad de una auténtica experiencia eclesial acrecienta sin duda la inteligencia de la fe verdadera respecto a la Palabra de Dios; recíprocamente, se debe decir que leer en la fe las Escrituras aumenta la vida eclesial misma. De aquí se percibe de modo nuevo la conocida frase de san Gregorio Magno: «Las palabras divinas crecen con quien las lee».[94] De este modo, la escucha de la Palabra de Dios introduce y aumenta la comunión eclesial de los que caminan en la fe.

[89] Cf. Audiencia General (14 noviembre 2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 noviembre 2007), 16.
[90] Commentariorum in Isaiam libri, Prol.: PL 24, 17.
[91] Epistula 52, 7: CSEL 54, 426.
[92] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), II, A, 1.
[93] Ibíd., II, A, 2.
[94] Homiliae in Ezechielem 1, 7, 8: PL 76, 843 D.


«Alma de la Teología»

31 «Por eso, el estudio de las sagradas Escrituras ha de ser como el alma de la teología».[95] Esta expresión de la Constitución dogmática Dei Verbum se ha hecho cada vez más familiar en los últimos años. Podemos decir que en la época posterior al Concilio Vaticano II, por lo que respecta a los estudios teológicos y exegéticos, se han referido con frecuencia a dicha expresión como símbolo de un interés renovado por la Sagrada Escritura. También la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos ha acudido con frecuencia a esta conocida afirmación para indicar la relación entre investigación histórica y hermenéutica de la fe, en referencia al texto sagrado. En esta perspectiva, los Padres han reconocido con alegría el crecimiento del estudio de la Palabra de Dios en la Iglesia a lo largo de los últimos decenios, y han expresado un vivo agradecimiento a los numerosos exegetas y teólogos que con su dedicación, empeño y competencia han contribuido esencialmente, y continúan haciéndolo, a la profundización del sentido de las Escrituras, afrontando los problemas complejos que en nuestros días se presentan a la investigación bíblica.[96] Y también han manifestado sincera gratitud a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica que, en estrecha relación con la Congregación para la Doctrina de la Fe, han ido dando en estos años y siguen dando su cualificada aportación para afrontar cuestiones inherentes al estudio de la Sagrada Escritura. El Sínodo, además, ha sentido la necesidad de preguntarse por el estado actual de los estudios bíblicos y su importancia en el ámbito teológico. En efecto, la eficacia pastoral de la acción de la Iglesia y de la vida espiritual de los fieles depende en gran parte de la fecunda relación entre exegesis y teología. Por eso, considero importante retomar algunas reflexiones surgidas durante la discusión sobre este tema en los trabajos del Sínodo.

[95] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación,
DV 24; cf. León XIII, Carta enc. Providentissimus Deus (18 noviembre 1893), Pars II, sub fine: ASS 26 (1893-94), 269-292; Benedicto XV, Carta enc. Spiritus Paraclitus (15 septiembre 1920), Pars III:AAS 12 (1920), 385-422.
[96] Cf. Propositio 26.


Desarrollo de la investigación bíblica y Magisterio eclesial

32 En primer lugar, es necesario reconocer el beneficio aportado por la exegesis histórico-crítica a la vida de la Iglesia, así como otros métodos de análisis del texto desarrollados recientemente.[97]Para la visión católica de la Sagrada Escritura, la atención a estos métodos es imprescindible y va unida al realismo de la encarnación: «Esta necesidad es la consecuencia del principio cristiano formulado en el Evangelio de san Juan: “Verbum caro factum est” (Jn 1,14). El hecho histórico es una dimensión constitutiva de la fe cristiana. La historia de la salvación no es una mitología, sino una verdadera historia y, por tanto, hay que estudiarla con los métodos de la investigación histórica seria».[98] Así pues, el estudio de la Biblia exige el conocimiento y el uso apropiado de estos métodos de investigación. Si bien es cierto que esta sensibilidad en el ámbito de los estudios se ha desarrollado más intensamente en la época moderna, aunque no de igual modo en todas partes, sin embargo, la sana tradición eclesial ha tenido siempre amor por el estudio de la «letra». Baste recordar aquí que, en la raíz de la cultura monástica, a la que debemos en último término el fundamento de la cultura europea, se encuentra el interés por la palabra. El deseo de Dios incluye el amor por la palabra en todas sus dimensiones: «Porque, en la Palabra bíblica, Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua».[99]

[97] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), A-B.
[98] Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo (14 octubre 2008):L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (24 octubre 2008), 8; cf. Propositio 25.
[99] Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008): AAS 100 (2008), 722-723.


33 El Magisterio vivo de la Iglesia, al que le corresponde «interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita»,[100] ha intervenido con sabio equilibrio en relación a la postura adecuada que se ha de adoptar ante la introducción de nuevos métodos de análisis histórico. Me refiero en particular a las encíclicas Providentissimus Deus del Papa León XIII y Divino afflante Spiritudel Papa Pío XII. Con ocasión de la celebración del centenario y cincuenta aniversario, respectivamente, de su publicación, mi venerable predecesor, Juan Pablo II, recordó la importancia de estos documentos para la exegesis y la teología.[101] La intervención del Papa León XIII tuvo el mérito de proteger la interpretación católica de la Biblia de los ataques del racionalismo, pero sin refugiarse por ello en un sentido espiritual desconectado de la historia. Sin rechazar la crítica científica, desconfiaba solamente «de las opiniones preconcebidas que pretenden fundarse en la ciencia, pero que, en realidad, hacen salir subrepticiamente a la ciencia de su campo propio».[102]El Papa Pío XII, en cambio, se enfrentaba a los ataques de los defensores de una exegesis llamada mística, que rechazaba cualquier aproximación científica. La Encíclica Divino afflante Spiritu, ha evitado con gran sensibilidad alimentar la idea de una dicotomía entre «la exegesis científica», destinada a un uso apologético, y «la interpretación espiritual reservada a un uso interno», reivindicando en cambio tanto el «alcance teológico del sentido literal definido metódicamente», como la pertenencia de la «determinación del sentido espiritual… en el campo de la ciencia exegética».[103] De ese modo, ambos documentos rechazaron «la ruptura entre lo humano y lo divino, entre la investigación científica y la mirada de la fe, y entre el sentido literal y el sentido espiritual».[104] Este equilibrio se ha manifestado a continuación en el documento de la Pontificia Comisión Bíblica de 1993: «En el trabajo de interpretación, los exegetas católicos no deben olvidar nunca que lo que interpretan es la Palabra de Dios. Su tarea no termina con la distinción de las fuentes, la definición de formas o la explicación de los procedimientos literarios. La meta de su trabajo se alcanza cuando aclaran el significado del texto bíblico como Palabra actual de Dios».[105]

[100] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación,
DV 10.
[101] Cf. Juan Pablo II, Discurso con motivo del 100 aniversario de la Providentissimus Deus y del 50 aniversario de la Divino afflante Spiritu (23 abril 1993): AAS 86 (1994), 232-243.
[102] Ibíd., n. 4: AAS 86 (1994), 235.
[103] Ibíd., n. 5: AAS 86 (1994), 235.
[104] Ibíd., n. 5: AAS 86 (1994), 236.
[105] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), III, C, 1.


La hermenéutica bíblica conciliar: una indicación que se ha de seguir

34 Teniendo en cuenta este horizonte, se pueden apreciar mejor los grandes principios de la exegesis católica sobre la interpretación, expresados por el Concilio Vaticano II, de modo particular en la Constitución dogmática Dei Verbum: «Puesto que Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras».[106] Por un lado, el Concilio subraya como elementos fundamentales para captar el sentido pretendido por el hagiógrafo el estudio de los géneros literarios y la contextualización. Y, por otro lado, debiéndose interpretar en el mismo Espíritu en que fue escrita, la Constitución dogmática señala tres criterios básicos para tener en cuenta la dimensión divina de la Biblia: 1) Interpretar el texto considerando la unidad de toda la Escritura; esto se llama hoy exegesis canónica; 2) tener presente la Tradición viva de toda la Iglesia; y, finalmente, 3) observar la analogía de la fe.«Sólo donde se aplican los dos niveles metodológicos, el histórico-crítico y el teológico, se puede hablar de una exegesis teológica, de una exegesis adecuada a este libro».[107]

Los Padres sinodales han afirmado con razón que el fruto positivo del uso de la investigación histórico-crítica moderna es innegable. Sin embargo, mientras la exegesis académica actual, también la católica, trabaja a un gran nivel en cuanto se refiere a la metodología histórico-crítica, también con sus más recientes integraciones, es preciso exigir un estudio análogo de la dimensión teológica de los textos bíblicos, con el fin de que progrese la profundización, de acuerdo a los tres elementos indicados por la Constitución dogmática Dei Verbum.[108]

[106] N.
DV 12.
[107] Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo (14 octubre 2008):L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (24 octubre 2008), 8; cf. Propositio 25.
[108] Cf. Propositio 26.


El peligro del dualismo y la hermenéutica secularizada

35 A este propósito hay que señalar el grave riesgo de dualismo que hoy se produce al abordar las Sagradas Escrituras. En efecto, al distinguir los dos niveles mencionados del estudio de la Biblia, en modo alguno se pretende separarlos, ni contraponerlos, ni simplemente yuxtaponerlos. Éstos se dan sólo en reciprocidad. Lamentablemente, sucede más de una vez que una estéril separación entre ellos genera una separación entre exegesis y teología, que «se produce incluso en los niveles académicos más elevados».[109] Quisiera recordar aquí las consecuencias más preocupantes que se han de evitar.

a) Ante todo, si la actividad exegética se reduce únicamente al primer nivel, la Escritura misma se convierte sólo en un texto del pasado: «Se pueden extraer de él consecuencias morales, se puede aprender la historia, pero el libro como tal habla sólo del pasado y la exegesis ya no es realmente teológica, sino que se convierte en pura historiografía, en historia de la literatura».[110] Está claro que con semejante reducción no se puede de ningún modo comprender el evento de la revelación de Dios mediante su Palabra que se nos transmite en la Tradición viva y en la Escritura.

b) La falta de una hermenéutica de la fe con relación a la Escritura no se configura únicamente en los términos de una ausencia; es sustituida por otra hermenéutica, una hermenéutica secularizada, positivista, cuya clave fundamental es la convicción de que Dios no aparece en la historia humana. Según esta hermenéutica, cuando parece que hay un elemento divino, hay que explicarlo de otro modo y reducir todo al elemento humano. Por consiguiente, se proponen interpretaciones que niegan la historicidad de los elementos divinos.[111]

c) Una postura como ésta, no hace más que producir daño en la vida de la Iglesia, extendiendo la duda sobre los misterios fundamentales del cristianismo y su valor histórico como, por ejemplo, la institución de la Eucaristía y la resurrección de Cristo. Así se impone, de hecho, una hermenéutica filosófica que niega la posibilidad de la entrada y la presencia de Dios en la historia. La adopción de esta hermenéutica en los estudios teológicos introduce inevitablemente un grave dualismo entre la exegesis, que se apoya únicamente en el primer nivel, y la teología, que se deja a merced de una espiritualización del sentido de las Escrituras no respetuosa del carácter histórico de la revelación.

d) Todo esto resulta negativo también para la vida espiritual y la actividad pastoral: «La consecuencia de la ausencia del segundo nivel metodológico es la creación de una profunda brecha entre exegesis científica y lectio divina. Precisamente de aquí surge a veces cierta perplejidad también en la preparación de las homilías».[112] Hay que señalar, además, que este dualismo produce a veces incertidumbre y poca solidez en el camino de formación intelectual de algunos candidatos a los ministerios eclesiales.[113] En definitiva, «cuando la exegesis no es teología, la Escritura no puede ser el alma de la teología y, viceversa, cuando la teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia, esta teología ya no tiene fundamento».[114] Por tanto, es necesario volver decididamente a considerar con más atención las indicaciones emanadas por la Constitución dogmática Dei Verbum a este propósito.

[109] Propositio 27.
[110] Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo (14 octubre 2008):L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (24 octubre 2008), 8; cf. Propositio 26.
[111] Cf. ibíd.
[112] Ibíd.
[113] Cf. Propositio 27.
[114] Ibíd.


Fe y razón en relación con la Escritura

36 Pienso que puede ayudar a comprender de manera más completa la exegesis y, por tanto, su relación con toda la teología, lo que escribió a este propósito el Papa Juan Pablo II en la EncíclicaFides et ratio. Efectivamente, él decía que no se ha de minimizar «el peligro de la aplicación de una sola metodología para llegar a la verdad de la sagrada Escritura, olvidando la necesidad de una exegesis más amplia que permita comprender, junto con toda la Iglesia, el sentido pleno de los textos. Cuantos se dedican al estudio de las sagradas Escrituras deben tener siempre presente que las diversas metodologías hermenéuticas se apoyan en una determinada concepción filosófica. Por ello, es preciso analizarla con discernimiento antes de aplicarla a los textos sagrados».[115]

Esta penetrante reflexión nos permite notar que lo que está en juego en la hermenéutica con que se aborda la Sagrada Escritura es inevitablemente la correcta relación entre fe y razón. En efecto, la hermenéutica secularizada de la Sagrada Escritura es fruto de una razón que estructuralmente se cierra a la posibilidad de que Dios entre en la vida de los hombres y les hable con palabras humanas. También en este caso, pues, es necesario invitar a ensanchar los espacios de nuestra racionalidad.[116] Por eso, en la utilización de los métodos de análisis histórico, hay que evitar asumir, allí donde se presente, criterios que por principio no admiten la revelación de Dios en la vida de los hombres. La unidad de los dos niveles del trabajo de interpretación de la Sagrada Escritura presupone, en definitiva, una armonía entre la fe y la razón.Por una parte, se necesita una fe que, manteniendo una relación adecuada con la recta razón, nunca degenere en fideísmo, el cual, por lo que se refiere a la Escritura, llevaría a lecturas fundamentalistas. Por otra parte, se necesita una razón que, investigando los elementos históricos presentes en la Biblia, se muestre abierta y no rechace a priori todo lo que exceda su propia medida. Por lo demás, la religión delLogos encarnado no dejará de mostrarse profundamente razonable al hombre que busca sinceramente la verdad y el sentido último de la propia vida y de la historia.

[115] Juan Pablo II, Carta enc.
FR 55: AAS 91 (1999), 49-50.
[116] Cf. Discurso a la IV Asamblea nacional eclesial en Italia (19 octubre 2006): AAS 98 (2006), 804-815.


Sentido literal y sentido espiritual

37 Como se ha afirmado en la Asamblea sinodal, una aportación significativa para la recuperación de una adecuada hermenéutica de la Escritura proviene también de una escucha renovada de los Padres de la Iglesia y de su enfoque exegético.[117] En efecto, los Padres de la Iglesia nos muestran todavía hoy una teología de gran valor, porque en su centro está el estudio de la Sagrada Escritura en su integridad. Efectivamente, los Padres son en primer lugar y esencialmente unos «comentadores de la Sagrada Escritura».[118] Su ejemplo puede «enseñar a los exegetas modernos un acercamiento verdaderamente religioso a la Sagrada Escritura, así como una interpretación que se ajusta constantemente al criterio de comunión con la experiencia de la Iglesia, que camina a través de la historia bajo la guía del Espíritu Santo».[119]

Aunque obviamente no conocían los recursos de carácter filológico e histórico de que dispone la exegesis moderna, la tradición patrística y medieval sabía reconocer los diversos sentidos de la Escritura, comenzando por el literal, es decir, «el significado por la palabras de la Escritura y descubierto por la exegesis que sigue las reglas de la justa interpretación».[120] Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, afirma: «Todos los sentidos de la sagrada Escritura se basan en el sentido literal».[121] Pero se ha de recordar que en la época patrística y medieval cualquier forma de exegesis, también la literal, se hacía basándose en la fe y no había necesariamente distinción entresentido literal y sentido espiritual. Se tenga en cuenta a este propósito el dístico clásico que representa la relación entre los diversos sentidos de la Escritura:

«Littera gesta docet, quid credas allegoria,
Moralis quid agas, quo tendas anagogia.
La letra enseña los hechos, la alegoría lo que se ha de creer, el sentido moral lo que hay que hacer y la anagogía hacia dónde se tiende».[122]

Aquí observamos la unidad y la articulación entre sentido literal y sentido espiritual, el cual se subdivide a su vez en tres sentidos, que describen los contenidos de la fe, la moral y la tensión escatológica.

En definitiva, reconociendo el valor y la necesidad del método histórico-crítico aun con sus limitaciones, la exegesis patrística nos enseña que «no se es fiel a la intención de los textos bíblicos, sino cuando se procura encontrar, en el corazón de su formulación, la realidad de fe que expresan, y se enlaza ésta a la experiencia creyente de nuestro mundo».[123] Sólo en esta perspectiva se puede reconocer que la Palabra de Dios está viva y se dirige a cada uno en el momento presente de nuestra vida. En este sentido, sigue siendo plenamente válido lo que afirma la Pontificia Comisión Bíblica, cuando define el sentido espiritual según la fe cristiana, como «el sentido expresado por los textos bíblicos, cuando se los lee bajo la influencia del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que proviene de él. Este contexto existe efectivamente. El Nuevo Testamento reconoce en él el cumplimiento de las Escrituras. Es, pues, normal releer las Escrituras a la luz de este nuevo contexto, que es el de la vida en el Espíritu».[124]

[117] Cf. Propositio 6.
[118] Cf. S. Agustín, De libero arbitrio, 3, 21, 59: PL 32, 1300; De Trinitate, 2, 1, 2: PL 42, 845.
[119] Congregación para la Educación Católica, Instr. Inspectis dierum (10 noviembre 1989), 26:AAS 82 (1990), 618.
[120]
CEC 116.
[121] I 1,10, ad 1.
[122] CEC 118.
[123] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), II, A, 2.
[124] Ibíd., II, B, 2.


Necesidad de trascender la «letra»

38 Para restablecer la articulación entre los diferentes sentidos escriturísticos es decisivo comprender el paso de la letra al espíritu. No se trata de un paso automático y espontáneo; se necesita más bien trascender la letra: «De hecho, la Palabra de Dios nunca está presente en la simple literalidad del texto. Para alcanzarla hace falta trascender y un proceso de comprensión que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por ello debe convertirse también en un proceso vital».[125] Descubrimos así la razón por la que un proceso de interpretación auténtico no es sólo intelectual sino también vital, que reclama una total implicación en la vida eclesial, en cuanto vida «según el Espíritu» (Ga 5,16). De ese modo resultan más claros los criterios expuestos en el número 12 de la Constitución dogmática Dei Verbum: este trascender no puede hacerse en un solo fragmento literario, sino en relación con la Escritura en su totalidad. En efecto, la Palabra hacia la que estamos llamados a trascender es única. Ese proceso tiene un aspecto íntimamente dramático, puesto que en el trascender, el paso que tiene lugar por la fuerza del Espíritu está inevitablemente relacionado con la libertad de cada uno. San Pablo vivió plenamente en su propia existencia este paso. Con la frase: «la pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2Co 3,6), ha expresado de modo radical lo que significa trascender la letra y su comprensión a partir de la totalidad. San Pablo descubre que «el Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad tiene por tanto una medida interior: “El Señor es el Espíritu, y donde hay el Espíritu del Señor hay libertad” (2Co 3,17). El Espíritu liberador no es simplemente la propia idea, la visión personal de quien interpreta. El Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el camino».[126] Sabemos también que este paso fue para san Agustín dramático y al mismo tiempo liberador; él, gracias a ese trascender propio de la interpretación tipológica que aprendió de san Ambrosio, según la cual todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo, creyó en las Escrituras, que se le presentaban en un primer momento tan diferentes entre sí y, a veces, llenas de vulgaridades. Para san Agustín, el trascender la letra le ha hecho creíble la letra misma y le ha permitido encontrar finalmente la respuesta a las profundas inquietudes de su espíritu, sediento de verdad.[127]

[125] Discurso al mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 726.
[126] Ibíd.
[127] Cf. Audiencia General (9 enero 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (11 enero 2008), 12.


Unidad intrínseca de la Biblia

39 En la escuela de la gran tradición de la Iglesia aprendemos a captar también la unidad de toda la Escritura en el paso de la letra al espíritu, ya que la Palabra de Dios que interpela nuestra vida y la llama constantemente a la conversión es una sola.[128] Sigue siendo para nosotros una guía segura lo que decía Hugo de San Víctor: «Toda la divina Escritura es un solo libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura habla de Cristo y se cumple en Cristo».[129] Ciertamente, la Biblia, vista bajo el aspecto puramente histórico o literario, no es simplemente un libro, sino una colección de textos literarios, cuya composición se extiende a lo largo de más de un milenio, y en los que no es fácil reconocer una unidad interior; hay incluso tensiones visibles entre ellos. Esto vale para la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos Antiguo Testamento. Pero todavía más cuando los cristianos relacionamos los escritos del Nuevo Testamento, casi como clave hermenéutica, con la Biblia de Israel, interpretándola así como camino hacia Cristo. Generalmente, en el Nuevo Testamento no se usa el término «la Escritura» (cf. Rm 4,3 1P 2,6), sino «las Escrituras» (cf. Mt 21,43 Jn 5,39 Rm 1,2 2P 3,16), que son consideradas, en su conjunto, como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros.[130] Así, aparece claramente que quien da unidad a todas las «Escrituras» en relación a la única «Palabra» es la persona de Cristo. De ese modo, se comprende lo que afirmaba el número 12 de la Constitución dogmática Dei Verbum, indicando la unidad interna de toda la Biblia como criterio decisivo para una correcta hermenéutica de la fe.

[128] Cf. Propositio 29.
[129] De arca Noe, 2, 8: PL 176 C-D.
[130] Cf. Discurso al mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 725.



Verbum Domini ES 28