Verbum Domini ES 120

Diálogo y libertad religiosa

120 Sin embargo, el diálogo no sería fecundo si éste no incluyera también un auténtico respeto por cada persona, para que pueda profesar libremente la propia religión. Por eso, el Sínodo, a la vez que promueve la colaboración entre los exponentes de las diversas religiones, recuerda también «la necesidad de que se asegure de manera efectiva a todos los creyentes la libertad de profesar su propia religión en privado y en público, además de la libertad de conciencia».[381] En efecto «el respeto y el diálogo requieren, consiguientemente, la reciprocidad en todos los terrenos, sobre todo en lo que concierne a las libertades fundamentales, y en particular, a la libertad religiosa. Favorecen la paz y el entendimiento entre los pueblos».[382]

[381] Ibíd.
[382] Juan Pablo II, Discurso en el encuentro con los jóvenes musulmanes en Casablanca, Marruecos (19 agosto 1985), 5: AAS 78 (1986), 99.


CONCLUSIÓN


La palabra definitiva de Dios

121 Al término de estas reflexiones con las que he querido recoger y profundizar la riqueza de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia, deseo exhortar una vez más a todo el Pueblo de Dios, a los Pastores, a las personas consagradas y a los laicos a esforzarse para tener cada vez más familiaridad con la Sagrada Escritura. Nunca hemos de olvidar que el fundamento de toda espiritualidad cristiana auténtica y viva es la Palabra de Dios anunciada, acogida, celebrada y meditada en la Iglesia. Esta relación con la divina Palabra será tanto más intensa cuanto más seamos conscientes de encontrarnos ante la Palabra definitiva de Dios sobre el cosmos y sobre la historia, tanto en la Sagrada Escritura como en la Tradición viva de la Iglesia.

Como nos hace contemplar el Prólogo del Evangelio de Juan, todo el ser está bajo el signo de la Palabra. El Verbo sale del Padre y viene a vivir entre los suyos, y retorna al seno del Padre para llevar consigo a toda la creación que ha sido creada en Él y para Él. La Iglesia vive ahora su misión en expectante espera de la manifestación escatológica del Esposo: «el Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!» (
Ap 22,17). Esta espera nunca es pasiva, sino impulso misionero para anunciar la Palabra de Dios que cura y redime a cada hombre: también hoy, Jesús resucitado nos dice: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).

Nueva evangelización y nueva escucha

122 Por eso, nuestro tiempo ha de ser cada día más el de una nueva escucha de la Palabra de Dios y de una nueva evangelización.Redescubrir el puesto central de la Palabra divina en la vida cristiana nos hace reencontrar de nuevo así el sentido más profundo de lo que el Papa Juan Pablo II ha pedido con vigor: continuar la missio ad gentes y emprender con todas las fuerzas la nueva evangelización, sobre todo en aquellas naciones donde el Evangelio se ha olvidado o padece la indiferencia de cierta mayoría a causa de una difundida secularización. Que el Espíritu Santo despierte en los hombres hambre y sed de la Palabra de Dios y suscite entusiastas anunciadores y testigos del Evangelio.

A imitación del gran Apóstol de los Gentiles, que fue transformado después de haber oído la voz del Señor (cf.
Ac 9,1-30), escuchemos también nosotros la divina Palabra, que siempre nos interpela personalmente aquí y ahora. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que el Espíritu Santo «apartó» a Pablo y Bernabé para que predicaran y difundieran la Buena Nueva (cf. Ac 13,2). Así, también hoy el Espíritu Santo llama incesantemente a oyentes y anunciadores convencidos y persuasivos de la Palabra del Señor.

La Palabra y la alegría

123 Cuanto más sepamos ponernos a disposición de la Palabra divina, tanto más podremos constatar que el misterio de Pentecostés está vivo también hoy en la Iglesia de Dios. El Espíritu del Señor sigue derramando sus dones sobre la Iglesia para que seamos guiados a la verdad plena, desvelándonos el sentido de las Escrituras y haciéndonos anunciadores creíbles de la Palabra de salvación en el mundo. Volvemos así a la Primera carta de san Juan. En la Palabra de Dios, también nosotros hemos oído, visto y tocado el Verbo de la Vida. Por gracia, hemos recibido el anuncio de que la vida eterna se ha manifestado, de modo que ahora reconocemos estar en comunión unos con otros, con quienes nos han precedido en el signo de la fe y con todos los que, diseminados por el mundo, escuchan la Palabra, celebran la Eucaristía y dan testimonio de la caridad. La comunicación de este anuncio –nos recuerda el apóstol Juan– se nos ha dado «para que nuestra alegría sea completa» (1Jn 1,4).

La Asamblea sinodal nos ha permitido experimentar también lo que dice el mensaje joánico: el anuncio de la Palabra crea comunión y es fuente de alegría. Una alegría profunda que brota del corazón mismo de la vida trinitaria y que se nos comunica en el Hijo. Una alegría que es un don inefable que el mundo no puede dar. Se pueden organizar fiestas, pero no la alegría. Según la Escritura, la alegría es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22), que nos permite entrar en la Palabra y hacer que la Palabra divina entre en nosotros trayendo frutos de vida eterna. Al anunciar con la fuerza del Espíritu Santo la Palabra de Dios, queremos también comunicar la fuente de la verdadera alegría, no de una alegría superficial y efímera, sino de aquella que brota del ser conscientes de que sólo el Señor Jesús tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).

Mater Verbi et Mater laetitiae

124 Esta íntima relación entre la Palabra de Dios y la alegría se manifiesta claramente en la Madre de Dios. Recordemos las palabras de santa Isabel: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,45). María es dichosa porque tiene fe, porque ha creído, y en esta fe ha acogido en el propio seno al Verbo de Dios para entregarlo al mundo. La alegría que recibe de la Palabra se puede extender ahora a todos los que, en la fe, se dejan transformar por la Palabra de Dios. El Evangelio de Lucas nos presenta en dos textos este misterio de escucha y de gozo. Jesús dice: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21). Y, ante la exclamación de una mujer que entre la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría: «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,28). Jesús muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros la posibilidad de esa bienaventuranza que nace de la Palabra acogida y puesta en práctica. Por eso, recuerdo a todos los cristianos que nuestra relación personal y comunitaria con Dios depende del aumento de nuestra familiaridad con la Palabra divina. Finalmente, me dirijo a todos los hombres, también a los que se han alejado de la Iglesia, que han abandonado la fe o que nunca han escuchado el anuncio de salvación. A cada uno de ellos, el Señor les dice: «Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (Ap 3,20).

Así pues, que cada jornada nuestra esté marcada por el encuentro renovado con Cristo, Verbo del Padre hecho carne. Él está en el principio y en el fin, y «todo se mantiene en él» (Col 1,17). Hagamos silencio para escuchar la Palabra de Dios y meditarla, para que ella, por la acción eficaz del Espíritu Santo, siga morando, viviendo y hablándonos a lo largo de todos los días de nuestra vida. De este modo, la Iglesia se renueva y rejuvenece siempre gracias a la Palabra del Señor que permanece eternamente (cf. 1P 1,25 Is 40,8). Y también nosotros podemos entrar así en el gran diálogo nupcial con que se cierra la Sagrada Escritura: «El Espíritu y la Esposa dicen: “¡Ven!”. Y el que oiga, diga: “¡Ven!”... Dice el que da testimonio de todo esto: “Sí, vengo pronto”. ¡Amen! “Ven, Señor Jesús”» (Ap 22,17 Ap 22,20).

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 30 de septiembre, memoria de san Jerónimo, del año 2010, sexto de mi Pontificado.

BENEDICTUS PP. XVI






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