Veritatis splendor ES 29


29 La reflexión moral de la Iglesia, hecha siempre a la luz de Cristo, el «Maestro bueno», se ha desarrollado también en la forma específica de la ciencia teológica llamada teología moral; ciencia que acoge e interpela la divina Revelación y responde a la vez a las exigencias de la razón humana. La teología moral es una reflexión que concierne a la «moralidad», o sea, al bien y al mal de los actos humanos y de la persona que los realiza, y en este sentido está abierta a todos los hombres; pero es también teología, en cuanto reconoce el principio y el fin del comportamiento moral en el único que es Bueno y que, dándose al hombre en Cristo, le ofrece las bienaventuranzas de la vida divina.

El concilio Vaticano II invitó a los estudiosos a poner «una atención especial en perfeccionar la teología moral; su exposición científica, alimentada en mayor grado con la doctrina de la sagrada Escritura, ha de iluminar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en el amor para la vida del mundo» 45. El mismo Concilio invitó a los teólogos a observar los métodos y exigencias propios de la ciencia teológica, y «a buscar continuamente un modo más adecuado de comunicar la doctrina a los hombres de su tiempo, porque una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades, y otra el modo en que se formulan, conservando su mismo sentido y significado» 46. De ahí la ulterior invitación dirigida a todos los fieles, pero de manera especial a los teólogos: «Los fieles deben vivir estrechamente unidos a los demás hombres de su tiempo y procurar comprender perfectamente su forma de pensar y sentir, lo cual se expresa por medio de la cultura» 47.

El esfuerzo de muchos teólogos, alentados por el Concilio, ya ha dado sus frutos con interesantes y útiles reflexiones sobre las verdades de fe que hay que creer y aplicar en la vida, presentadas de manera más adecuada a la sensibilidad y a los interrogantes de los hombres de nuestro tiempo. La Iglesia y particularmente los obispos, a los cuales Cristo ha confiado ante todo el servicio de enseñar, acogen con gratitud este esfuerzo y alientan a los teólogos a un ulterior trabajo, animado por un profundo y auténtico temor del Señor, que es el principio de la sabiduría (cf.
Pr 1,7).

Al mismo tiempo, en el ámbito de las discusiones teológicas posconciliares se han dado, sin embargo,algunas interpretaciones de la moral cristiana que no son compatibles con la «doctrina sana»(2Tm 4,3). Ciertamente el Magisterio de la Iglesia no desea imponer a los fieles ningún sistema teológico particular y menos filosófico, sino que, para «custodiar celosamente y explicar fielmente» la palabra de Dios 48, tiene el deber de declarar la incompatibilidad de ciertas orientaciones del pensamiento teológico, y de algunas afirmaciones filosóficas, con la verdad revelada 49.

45. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, OT 16.
46. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 62.
47. Ibid. GS 62
48. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, DV 10.
49. Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap. 4: DS 3018.



30 Al dirigirme con esta encíclica a vosotros, hermanos en el episcopado, deseo enunciar los principios necesarios para el discernimiento de lo que es contrario a la «doctrina sana», recordando aquellos elementos de la enseñanza moral de la Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos al error, a la ambigüedad o al olvido. Por otra parte, son elementos de los cuales depende la «respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido y el fin de nuestra vida?, ¿qué es el bien y qué el pecado?, ¿cuál es el origen y el fin del dolor?, ¿cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte?, ¿cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?» 50.

Estos y otros interrogantes, como ¿qué es la libertad y cuál es su relación con la verdad contenida en la ley de Dios?, ¿cuál es el papel de la conciencia en la formación de la concepción moral del hombre?, ¿cómo discernir, de acuerdo con la verdad sobre el bien, los derechos y deberes concretos de la persona humana?, se pueden resumir en la pregunta fundamental que el joven del evangelio hizo a Jesús: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Enviada por Jesús a predicar el Evangelio y a «hacer discípulos a todas las gentes..., enseñándoles a guardar todo» lo que él ha mandado (cf.
Mt 28,19-20), la Iglesia propone nuevamente, todavía hoy, la respuesta del Maestro. Ésta tiene una luz y una fuerza capaces de resolver incluso las cuestiones más discutidas y complejas. Esta misma luz y fuerza impulsan a la Iglesia a desarrollar constantemente la reflexión no sólo dogmática, sino también moral en un ámbito interdisciplinar, y en la medida en que sea necesario para afrontar los nuevos problemas51.

Siempre bajo esta misma luz y fuerza, el Magisterio de la Iglesia realiza su obra de discernimiento, acogiendo y aplicando la exhortación que el apóstol Pablo dirigía a Timoteo: «Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su reino: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se buscarán una multitud de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio» (2Tm 4,1-5 cf. Tt 1,10 Tt 1,13-14).

50. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianasNostra aetate, NAE 1.
51. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 43-44.



«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»

(Jn 8,32)
31 Los problemas humanos más debatidos y resueltos de manera diversa en la reflexión moral contemporánea se relacionan, aunque sea de modo distinto, con un problema crucial: la libertad del hombre.

No hay duda de que hoy día existe una concientización particularmente viva sobre la libertad. «Los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona humana», como constataba ya la declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa52. De ahí la reivindicación de la posibilidad de que los hombres «actúen según su propio criterio y hagan uso de una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber» 53. En concreto, el derecho a la libertad religiosa y al respeto de la conciencia en su camino hacia la verdad es sentido cada vez más como fundamento de los derechos de la persona, considerados en su conjunto 54.

De este modo, el sentido más profundo de la dignidad de la persona humana y de su unicidad, así como del respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna. Esta percepción, auténtica en sí misma, ha encontrado múltiples expresiones, más o menos adecuadas, de las cuales algunas, sin embargo, se alejan de la verdad sobre el hombre como criatura e imagen de Dios y necesitan por tanto ser corregidas o purificadas a la luz de la fe 55.

52. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae,
DH 1, remitiendo a Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), PT 279; Ibid., 265, y a Pío XII, Radiomensaje (24 diciembre 1944): AAS 37 (1945), 14.
53. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, DH 1.
54. Cf. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), RH 17: AAS 71 (1979), 295-300; Discurso a los participantes en el V Coloquio Internacional de Estudios Jurídicos (10 marzo 1984), 4 Insegnamenti VII, 1 (1984), 656; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberaciónLibertatis conscientia (22 marzo 1986), 19: AAS 79 (1987), 561.
55. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 11.



32 En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.

Como se puede comprender inmediatamente, no es ajena a esta evolución la crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a sus extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana.

Estas diferentes concepciones están en la base de las corrientes de pensamiento que sostienen la antinomia entre ley moral y conciencia, entre naturaleza y libertad.




33 Paralelamente a la exaltación de la libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad. Un conjunto de disciplinas, agrupadas bajo el nombre de «ciencias humanas», han llamado justamente la atención sobre los condicionamientos de orden psicológico y social que pesan sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales condicionamientos y la atención que se les presta son avances importantes que han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la existencia, como por ejemplo en la pedagogía o en la administración de la justicia. Pero algunos de ellos, superando las conclusiones que se pueden sacar legítimamente de estas observaciones, han llegado a poner en duda o incluso a negar la realidad misma de la libertad humana.

Hay que recordar también algunas interpretaciones abusivas de la investigación científica en el campo de la antropología. Basándose en la gran variedad de costumbres, hábitos e instituciones presentes en la humanidad, se llega a conclusiones que, aunque no siempre niegan los valores humanos universales, sí llevan a una concepción relativista de la moral.




34 «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». La pregunta moral,a la que responde Cristo, no puede prescindir del problema de la libertad, es más, lo considera central, porque no existe moral sin libertad: «El hombre puede convertirse al bien sólo en la libertad»56. Pero, ¿qué libertad? El Concilio —frente a aquellos contemporáneos nuestros que «tanto defienden» la libertad y que la «buscan ardientemente», pero que «a menudo la cultivan de mala manera, como si fuera lícito todo con tal de que guste, incluso el mal»—, presenta la verdadera libertad: «La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Pues quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propia decisión" (cf. Si Si 15,14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz perfección» 57. Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida 58. En este sentido el cardenal J. H. Newman, gran defensor de los derechos de la conciencia, afirmaba con decisión: «La conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes» 59.

Algunas tendencias de la teología moral actual, bajo el influjo de las corrientes subjetivistas e individualistas a que acabamos de aludir, interpretan de manera nueva la relación de la libertad con la ley moral, con la naturaleza humana y con la conciencia, y proponen criterios innovadores de valoración moral de los actos. Se trata de tendencias que, aun en su diversidad, coinciden en el hecho de debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto a la verdad.

Si queremos hacer un discernimiento crítico de estas tendencias —capaz de reconocer cuanto hay en ellas de legítimo, útil y valioso y de indicar, al mismo tiempo, sus ambigüedades, peligros y errores—, debemos examinarlas teniendo en cuenta que la libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,32).

56. Ibid., GS 17.
57. Ibid. GS 17
58. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, DH 2; cf. también Gregorio XVI, Carta enc. Mirari vos arbitramur (15 agosto 1832): Acta Gregorii Papae XVI, I, 169-174; Pío IX, Carta enc. Quanta cura (8 diciembre 1864): Pii IX P.M. Acta, I, 3, 687-700; León XIII, Carta enc. Libertas Praestantissimum (20 junio 1888): Leonis XIII P.M. Acta, VIII, Romae 1889, 212-246.
59. A Letter Addressed to His Grace the Duke of Norfolk: Certain Dificulties Felt by Anglicans in Catholic Teaching(Uniform Edition: Longman, Grenn and Company, London, 1868-1881), vol. 2, p. 250.


I. La libertad y la ley


«Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás»

(Gn 2,17)
35 Leemos en el libro del Génesis: «Dios impuso al hombre este mandamiento: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio"» (Gn 2,16-17).

Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer «de cualquier árbol del jardín». Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, el único que es Bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos.

La ley de Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre, al contrario, la garantiza y promueve. Pero, en contraste con lo anterior, algunas tendencias culturales contemporáneas abogan por determinadas orientaciones éticas, que tienen como centro de su pensamiento un pretendido conflicto entre la libertad y la ley. Son las doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el bien y el mal: la libertad humana podría «crear los valores» y gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta el punto de que la verdad misma sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado de autonomía moral que prácticamente significaría su soberanía absoluta.


36 La demanda de autonomía que se da en nuestros días no ha dejado de ejercer su influencia incluso en el ámbito de la teología moral católica. En efecto, si bien ésta nunca ha intentado contraponer la libertad humana a la ley divina, ni poner en duda la existencia de un fundamento religioso último de las normas morales, ha sido llevada, no obstante, a un profundo replanteamiento del papel de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos «intramundanos», es decir, con respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de las cosas.

Se debe constatar que en la base de este esfuerzo de replanteamiento se encuentran algunas demandas positivas, que, por otra parte, pertenecen, en su mayoría, a la mejor tradición del pensamiento católico. Interpelados por el concilio Vaticano II 60, se ha querido favorecer el diálogo con la cultura moderna, poniendo de relieve el carácter racional —y por lo tanto universalmente comprensible y comunicable— de las normas morales correspondientes al ámbito de la ley moral y natural 61. Se ha querido reafirmar, además, el carácter interior de las exigencias éticas que derivan de esa misma ley y que no se imponen a la voluntad como una obligación, sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, concretamente, de la conciencia personal.

Algunos, sin embargo, olvidando que la razón humana depende de la Sabiduría divina y que, en el estado actual de naturaleza caída, existe la necesidad y la realidad efectiva de la divina Revelación para el conocimiento de verdades morales incluso de orden natural 62, han llegado a teorizar unacompleta autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este mundo. Tales normas constituirían el ámbito de una moral solamente «humana», es decir, serían la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón humana. Dios en modo alguno podría ser considerado autor de esta ley, a no ser en el sentido de que la razón humana ejerce su autonomía legisladora en virtud de un mandato originario y total de Dios al hombre. Ahora bien, estas tendencias de pensamiento han llevado a negar, contra la sagrada Escritura (cf.
Mt 15,3-6) y la doctrina perenne de la Iglesia, que la ley moral natural tenga a Dios como autor y que el hombre, mediante su razón, participe de la ley eterna, que no ha sido establecida por él.

60. Cf. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 40-43.
61. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II 71,6; ver también ad 5um.
62. Cf. Pío XII, Carta enc. Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42 (1950), 561-562.



37 Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara distinción, contraria a la doctrina católica 63, entre un orden ético —que tendría origen humano y valor solamente mundano—, y un orden de la salvación, para el cual tendrían importancia sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia, se ha llegado hasta el punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente: la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas verdaderamente «objetivas», es decir, adecuadas a la situación histórica concreta. Naturalmente una autonomía concebida así comporta también la negación de una competencia doctrinal específica por parte de la Iglesia y de su magisterio sobre normas morales determinadas relativas al llamado «bien humano». Éstas no pertenecerían al contenido propio de la Revelación y no serían en sí mismas importantes en orden a la salvación.

No hay nadie que no vea que semejante interpretación de la autonomía de la razón humana comporta tesis incompatibles con la doctrina católica.

En este contexto es absolutamente necesario aclarar, a la luz de la palabra de Dios y de la tradición viva de la Iglesia, las nociones fundamentales sobre la libertad humana y la ley moral, así como sus relaciones profundas e internas. Sólo así será posible corresponder a las justas exigencias de la racionalidad humana, incorporando los elementos válidos de algunas corrientes de la teología moral actual, sin prejuzgar el patrimonio moral de la Iglesia con tesis basadas en un erróneo concepto de autonomía.

63. Cf. Conc. Ecum. de Trento, Ses. VI, decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cann. 19-21:
DS 1569-1571.


Dios quiso dejar al hombre «en manos de su propio albedrío»

(Si 15,14)
38 Citando las palabras del Eclesiástico, el concilio Vaticano II explica así la «verdadera libertad» que en el hombre es «signo eminente de la imagen divina»: «Quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propio albedrío", de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz perfección» 64. Estas palabras indican la maravillosa profundidad de laparticipación en la soberanía divina, a la que el hombre ha sido llamado; indican que la soberanía del hombre se extiende, en cierto modo, sobre el hombre mismo. Éste es un aspecto puesto de relieve constantemente en la reflexión teológica sobre la libertad humana, interpretada en los términos de una forma de realeza. Dice, por ejemplo, san Gregorio Niseno: «El ánimo manifiesta su realeza y excelencia... en su estar sin dueño y libre, gobernándose autocráticamente con su voluntad. ¿De quién más es propio esto sino del rey?... Así la naturaleza humana, creada para ser dueña de las demás criaturas, por la semejanza con el soberano del universo fue constituida como una viva imagen, partícipe de la dignidad y del nombre del Arquetipo» 65.

Gobernar el mundo constituye ya para el hombre un cometido grande y lleno de responsabilidad, que compromete su libertad a obedecer al Creador: «Henchid la tierra y sometedla» (
Gn 1,28). Bajo este aspecto cada hombre, así como la comunidad humana, tiene una justa autonomía, a la cual la constitución conciliar Gaudium et spes dedica una especial atención. Es la autonomía de las realidades terrenas, la cual significa que «las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente» 66.

64. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 17.
65. De hominis opificio, c. 4: PG 44, 135-136.
66. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 36.



39 No sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido confiado a su propio cuidado y responsabilidad. Dios lo ha dejado «en manos de su propio albedrío» (Si 15,14), para que busque a su creador y alcance libremente la perfección. Alcanzar significaedificar personalmente en sí mismo esta perfección. En efecto, igual que gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y voluntad, así realizando actos moralmente buenos, el hombre confirma, desarrolla y consolida en sí mismo la semejanza con Dios.

El Concilio, no obstante, llama la atención ante un falso concepto de autonomía de las realidades terrenas: el que considera que «las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer referencia al Creador» 67. De cara al hombre, semejante concepto de autonomía produce efectos particularmente perjudiciales, asumiendo en última instancia un carácter ateo: «Pues sin el Creador la criatura se diluye... Además, por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida» 68.

67. Ibid. GS 36
68. Ibid. GS 36



40 La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de la razón humana cuando determina la aplicación de la ley moral: la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina 69. La vida moral se basa, pues, en el principio de una «justa autonomía» 70 del hombre, sujeto personal de sus actos. La ley moral proviene de Dios y en él tiene siempre su origen. En virtud de la razón natural, que deriva de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre. En efecto, la ley natural, como se ha visto, «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la creación» 71. La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las normas morales 72. Si esta autonomía implicase una negación de la participación de la razón práctica en la sabiduría del Creador y Legislador divino, o bien se sugiriera una libertad creadora de las normas morales, según las contingencias históricas o las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía contradiría la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad del hombre 73. Sería la muerte de la verdadera libertad: «Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque, el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gn 2,17).

69. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II 93,3, ad 2um, citado por Juan XXIII, Carta enc.Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), PT 271.
70. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 41.
71. S. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta. Prologus: Opuscula theologica, II, n. 1129, Ed. Taurinens (1954), 245.
72. Cf. Discurso a un grupo de Obispos de los Estados Unidos de América en visita «ad limina» (15 octubre 1988), 6: Insegnamenti, XI, 3 (1988), 1228.
73. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 47.



41 La verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios: «Dios impuso al hombre este mandamiento...» (Gn 2,16). La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y, por tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En realidad, si heteronomía de la moral significase negación de la autodeterminación del hombre o imposición de normas ajenas a su bien, tal heteronomía estaría en contradicción con la revelación de la Alianza y de la Encarnación redentora, y no sería más que una forma de alienación, contraria a la sabiduría divina y a la dignidad de la persona humana.

Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la creación. Por esto conviene reconocer en la libertad de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que está «presente en todos» (cf. Ep 4,6); asimismo, conviene proclamar la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios infinitamente trascendente. Deus semper maior74.

74. Cf. S. Agustín, Enarratio in Psalmum LXII, 16: CCL 39, 804.


Dichoso el hombre que se complace en la ley del Señor

(cf. Ps 1,1-2)
42 La libertad del hombre, modelada según la de Dios, no sólo no es negada por su obediencia a la ley divina, sino que solamente mediante esta obediencia permanece en la verdad y es conforme a la dignidad del hombre, como dice claramente el Concilio: «La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados para ello» 75. El hombre, en su tender hacia Dios —«el único Bueno»—, debe hacer libremente el bien y evitar el mal. Pero para esto el hombre debe poder distinguir el bien del mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios. A este respecto, comentando un versículo del Salmo 4, afirma santo Tomás: «El salmista, después de haber dicho: "sacrificad un sacrificio de justicia" (Ps 4,6), añade, para los que preguntan cuáles son las obras de justicia: "Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien? "; y, respondiendo a esta pregunta, dice:"La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes", como si la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo —tal es el fin de la ley natural—, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros» 76. De esto se deduce el motivo por el cual esta ley se llama ley natural: no por relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana77.

75. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 17.
76. Summa Theologiae, I-II 91,2.
77. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. CEC 1955.



43 El concilio Vaticano II recuerda que «la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable» 78.

El Concilio remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como «la razón o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo» 79; santo Tomás la identifica con «la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin» 80. Pero la sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación (cf. Sb
Sg 7,22 Sg 8-11). Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no desde fuera, mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino desde dentro,mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación 81. De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas. En este contexto, como expresión humana de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley natural: «La criatura racional, entre todas las demás —afirma santo Tomás—, está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente para sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural» 82.

78. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, DH 3.
79. Contra Faustum, lib. 22, cap. 27: PL 42, 418.
80. Summa Theologiae, I-II 93,1.
81. Cf. ibid., I-II 90,4, ad 1um.
82. Ibid., I-II 91,2.



Veritatis splendor ES 29