Balmes J. Cartas a un escéptico




Cartas a un escéptico en materia de religión

Jaime Balmes




Carta I: Cuestiones importantes sobre el escepticismo.

Carácter de la autoridad ejercida por la Iglesia católica. La fe y la libertad de pensar. Vano prestigio de las ciencias. Un pronunciamiento científico. Naufragio de las convicciones filosóficas. Sistema para aliar cierto escepticismo filosófico con la fe católica. El escepticismo y la muerte. El escepticismo origen de un tedio insoportable. Es una de las plagas características de la época. Motivos de la permisión divina. La fe contribuye a la tranquilidad de espíritu.


Mi estimado amigo: Difícil tarea me ha deparado usted en su apreciada, hablándome del escepticismo: éste es el problema de la época, la cuestión capital, dominante, que se levanta sobre todas las demás, cual entre tenues arbustos el encumbrado ciprés. ¿Qué pienso del escepticismo; qué concepto formo de la situación actual del espíritu humano, tan tocado de esta enfermedad?; ¿cuáles son los probables resultados que ha de acarrear a la causa de la religión? Todo esto quiere V. que le diga; a todas estas preguntas exige usted una respuesta cabal y satisfactoria; añadiéndome que «quizás de esta manera se esclarezcan algún tanto las tinieblas de su entendimiento, y se disponga a entrar de nuevo bajo el imperio de la fe».

Deja V. entrever algunos recelos de que mis respuestas sean sobrado dogmáticas y decisivas; haciéndome, la caritativa. advertencia de que «es menester despojarse por un momento de las convicciones propias, y procurar que la discusión filosófica se resienta todo lo menos posible de la invariable fijeza de las doctrinas religiosas». Asomaba a mis labios la sonrisa al leer las palabras que acabo de transcribir, viendo que de tal manera vivía V. equivocado sobre la verdadera situación de mi espíritu; pues se figuraba hallarme tan dogmático en filosofía como me había encontrado en religión. Paréceme que, a fuerza de declamar contra la esclavitud del entendimiento de los católicos, han logrado en buena parte su dañado objeto los incrédulos y los protestantes, persuadiendo a los incautos de que nuestra sumisión a la autoridad de la Iglesia en materias de fe, quebranta de tal suerte el vuelo del espíritu y anonada tan completamente la libertad de examinar, hasta en los ramos no pertenecientes a religión, que somos incapaces de una filosofía elevada e independiente. Así tenemos por lo común la desgracia de que sin conocernos se nos juzgue, y sin oírnos se nos condene. La autoridad ejercida por la Iglesia católica sobre el entendimiento de los fieles, en nada cercena la libertad justa y razonable que se expresa en aquellas palabras del Sagrado Texto: entregó el mundo a las disputas de los hombres.

Todavía me atreveré a añadir que, seguros los católicos de la verdad en los negocios que más les importan, pueden ocuparse en las cuestiones puramente filosóficas con ánimo más tranquilo y sosegado, que no los incrédulos y escépticos: mediando entre ellos la diferencia que va de un observador que contempla los fenómenos terrestres y celestes desde un lugar a cubierto de todo peligro, a otro que se halla precisada a verificarlo desde una frágil tabla abandonada a la merced de las olas. ¿Cuándo entenderán los enemigos de la religión que la sumisión a la autoridad legítima nada tiene de servilismo, que el homenaje tributado a los dogmas revelados por Dios no es torpe esclavitud, sino el más noble ejercicio que hacer podamos de la libertad? También los católicos examinamos, también dudamos, también nos engolfamos en el piélago de las investigaciones; pero no dejamos la brújula de la mano, es decir, la fe; porque, así en la luz del día como en las tinieblas de la noche, queremos saber dónde está el polo para dirigir cual conviene nuestro rumbo.

Habla V. de la flaqueza de nuestro espíritu, de la incertidumbre de los conocimientos humanos, de la necesidad de discutir con aquella modesta reserva inspirada por el sentimiento de la propia debilidad; ¿pues qué?, ¿por ventura esas mismas reflexiones no son la más elocuente apología de nuestra conducta?; ¿no es esto mismo lo que estamos continuamente encareciendo, cuando probamos y evidenciamos que es útil, que es prudente, que es cuerdo, que es indispensable el vivir sometido a una regla? Supuesto que se ofrece la oportunidad, y que la buena fe exige que hablemos con toda sinceridad y franqueza, debo manifestarle, mi estimado amigo, que, salvo en materias religiosas, me inclino a creer que no lleva V. tan adelante el escepticismo como éste que V. se imaginaba tan dogmático.

Hubo un tiempo en que el prestigio de ciertos hombres, el deslumbramiento producido por la radiante aureola que coronaba sus sienes, la ninguna experiencia del mundo científico, y, sobre todo, el fuego de la edad, ávido de cebarse en algún pábulo noble y seductor, me habían comunicado una viva fe en la ciencia y me hacían saludar con alborozo el día afortunado, en que introducirme pudiera en su templo para iniciarme en sus profundos arcanos, siquiera como el último de sus adeptos. ¡Oh!, aquélla es la más hermosa ilusión que halagar pudo el alma humana: la vida de los sabios me parecía a mí la de un semidiós sobre tierra; y recuerdo que más de una vez fijaba con infantil envidia mis ojos sobre un albergue que encerraba un hombre mediano, que yo en mi experiencia conceptuaba gigante. Penetrar los principios de todas las cosas, levantar un tupido velo que cubre los secretos de la naturaleza, levantarse a regiones superiores descubriendo nuevos mundos que se escapan a los ojos de los profanos, respirar en una atmósfera de purísima luz, donde el espíritu se despegara del cuerpo, adelantándose a gozar de las delicias de un nuevo porvenir: éstos creía yo que eran los beneficios que proporcionaba la ciencia; nadando en esta felicidad contemplaba yo a los sabios; viniendo, por fin, los aplausos y la gloria que a porfía les rodeaban, a solazarlos en los breves momentos en que, descendiendo de sus celestiales excursiones, se dignaban poner de nuevo sus pies sobre la tierra.

La literatura, me decía yo a mí mismo, sus investigaciones sobre lo bello, lo sublime, sobre el buen gusto, sobre las pasiones, les suministrarán reglas seguras para producir en el ánimo del oyente o del lector el efecto que se quiera; sus estudios sobre la lógica e ideología les darán un clarísimo conocimiento de las operaciones del espíritu, y de la manera de combinarlas y conducirlas para alcanzar la verdad en todo linaje de materias; las ciencias matemáticas y físicas deben de rasgar el velo que cubre los secretos de la naturaleza; y la creación entera con sus arcanos y maravillas se desplegará a los ojos de los sabios, como se desarrolla un raro y precioso lienzo a la vista de favorecidos espectadores; la psicología los llevará a formarse una completa idea del alma humana, de su naturaleza, de sus relaciones con el cuerpo, del modo de ejercer sobre éste su acción, y de recibir de él las varías impresiones; las ciencias morales, las sociales y políticas les ofrecerán en un vasto cuadro la admirable harmonía del mundo moral, las leyes del progreso y perfección de la sociedad, las infatigables reglas para bien gobernar; en una palabra, me imaginaba yo que la ciencia era un talismán que obraba maravillas sin cuento, y que quien llegase a poseerla, se levantaba a inmensa altura sobre el vulgo de la triste humanidad. ¡Vana ilusión, que bien pronto comenzó a marchitarse, y que al fin se deshojó como flor secada por los ardores del estío!

Cuanto más dorados habían sido mis sueños, y mayor, por consiguiente, mi avidez de conocer lo que tenían de realidad, tanto más dura fue la lección que recibí y más temprana vino la hora de entender mi engaño. Apenas entrado en aquellas asignaturas donde se ventilan algunas cuestiones importantes, principió mi espíritu a sentir una inquietud indefinible, a causa de no hallarme bastante ilustrado por lo que leía ni por lo que oía. Ahogaba en el fondo de mi alma aquellos pensamientos que surgían incesantemente sin poderlo yo remediar; y procuraba acallar mi descontento, lisonjeándome con la esperanza de que para más adelante me estaba reservado el quedarme enteramente satisfecho. «Será menester, me decía yo, ver primero todo el cuerpo de doctrina, de la cual no alcanzas ahora más que los primeros rudimentos; y entonces, a no dudarlo, encontrarás la luz y la certeza que en la actualidad echas de menos.»

Difícilmente hubiera podido persuadirme a la sazón de que hombres cuya vida se había consumido en ímprobos trabajos, y que con tal seguridad ofrecían al mundo el fruto de sus sudores, hubiesen aprendido sobre las gravísimas materias en que se ocupan, poco más que el arte de hablar con facilidad en pro o en contra de una opinión, metiendo mucho ruido con palabras huecas y con discursos pomposos. Todas mis dificultades, todas mis dudas y escrúpulos, todo lo atribuía a mi inexperiencia, a mi torpeza en comprender el sentido de lo que me decían autores tan respetables: por cuyo motivo se apoderó de mí la idea de saber el arte de aprender. No se afanaron tanto los antiguos químicos en pos de la piedra filosofal, ni los modernos publicistas en busca del equilibrio de los poderes, como yo andando en zaga del arte maravilloso: y Aristóteles, con sus infinitos sectarios, y Raimundo Lulio, y Descartes, y Malebranche, y Locke, y Condillac, y no sé cuántos menos notables, cuyos nombres no recuerdo, no bastaban a satisfacer mi ardor. Quién me ocupaba y confundía con las mil reglas sobre los silogismos, quién señalaba mayor importancia a los juicios y proposiciones, quién a la claridad y exactitud de la percepción, quien me abrumaba con preceptos sobre el método, quién me llevaba de la mano a la investigación del origen de las ideas, dejándome más en obscuras que antes: en breve no tardé en advertir que cada cual echaba por su camino favorito, y que a quien en seguirlos se empeñase le habían de volver la cabeza.

Estos señores directores del entendimiento humano, dije para mí mismo, no se entienden entre sí: esto es la torre de Babel, en que cada cual habla su lengua; con la diferencia de que allí el orgullo acarreó el castigo de la confusión y aquí la confusión misma aumenta el orgullo, erigiéndose cada cual en único legítimo maestro, y pretendiendo que todos los demás no ofrecen para el derecho de enseñanza sino títulos apócrifos. Al propio tiempo, iba notando que lo mismo con corta diferencia sucedía en los demás ramos del humano saber; con lo que entendí que era necesario, urgente, desterrar la hermosa ilusión que sobre las ciencias me había formado. Estos desengaños habían preparado mi espíritu a una verdadera revolución; y, aunque vacilando algunos momentos, al fin me decidí a pronunciarme contra los poderes científicos, y, alzando en mi entendimiento una bandera, escribí en ella: abajo la autoridad científica.

Nada tenía yo para substituir al poder destruido, porque, si esos respetables filósofos sabían poco sobre las altas cuestiones cuya solución andaba buscando, yo sabía menos que ellos, pues que no sabía nada. Ya puede V. imaginarse que no dejaría de serme doloroso el consumar una revolución semejante; y que a veces hasta me acusaba de ingrato, cuando, llevando la revolución hasta sus últimas consecuencias, forzaba a emigrar de mi espíritu personas tan respetables como Platón, Aristóteles, Descartes, Malebranche, Leibnitz, Locke y Condillac. La anarquía era el necesario resultado de un paso semejante; pero yo me resignaba gustoso a ella, antes que llamar nuevamente al gobierno de mi entendimiento a estos señores que así me habían engañado. Además, que, habiendo probado ya el placer de la libertad, no quería deslustrar el triunfo pasando por las horcas caudinas.

Apremiado mi espíritu por la sed de verdad, no podía quedar en un estado de completa inercia; y así es que emprendí buscarla con mayor empeño, no pudiendo creer que estuviera el hombre condenado a ignorarla mientras vive en este mundo. Sin duda creerá V. que un escepticismo universal fue el inmediato resultado de mi revolución, y que, concentrado dentro de mí mismo, dudé de la existencia del mundo que me rodeaba, dudé de la existencia de mi propio cuerpo, y que, temeroso de que se me escapara toda existencia, y que a manera de encantamiento me hallase reducido a la nada, me apresuré a asirme del raciocinio de Descartes: yo pienso, luego soy; ego cogito, ergo sum. Pues nada de eso, mi estimado amigo: que, si bien tenía alguna afición a la filosofía, no estaba, sin embargo, fanatizado por el filósofo; y sin reflexionar mucho me convencí de que dudar de todo, es carecer de lo más precioso de la razón humana, que es el sentido común. No me faltaba la noticia del axioma o entimema de Descartes y de otras semejantes proposiciones o principios; pero siempre me pareció que tan cierto me estaba de que existía como de que pensaba, como de que tenía cuerpo, como del movimiento, como de las impresiones de los sentidos, como del mundo que me rodeaba; y, por consiguiente, reservándome fingir por algunos momentos esa duda para cuando el ocio y el humor lo consintieran, me quedé con todas las convicciones y creencias que antes, salvo las llamadas filosóficas. Para éstas fui, y he sido, y seré inexorable: la filosofía proclama sin cesar el examen, la evidencia, la demostración; enhorabuena; pero sepa al menos que, cuando seamos hombres y no más, nos arreglaremos en nuestras convicciones cuál a nosotros nos cumpla, siguiendo las inspiraciones del buen sentido; pero, en los ratos en que seamos filósofos, que para todo hombre son ratos muy breves, reclamaremos sin cesar el derecho de examen, exigiremos evidencia, pediremos demostración seca. Quien reina en nombre de un principio, menester es que se resigne a sufrir los desacatos que dimanar puedan de las consecuencias.

Claro es que en este naufragio universal de las convicciones filosóficas no entraban las religiosas: éstas las había adquirido por otro camino, se presentaban a mi espíritu con otros títulos, y, sobre todo, se encaminaban de suyo a dirigir la conducta, a hacerme, no sabio, sino bueno; de consiguiente, contra ellas no se irritó mi susceptibilidad pirrónica. Todavía más: lejos de que sintiera inclinación a separarme de las creencias que se me habían inspirado en la infancia, me convencí más y más de la necesidad, y hasta del interés propio, que tenía en no perderlas; pues que comencé a mirarlas como la única tabla de salvación en este proceloso mar de las cavilaciones humanas. Acrecentose el deseo de aferrarme en la fe católica, cuando, ocupándome algunos ratos, con espíritu de completa independencia, en el examen de las transcendentales cuestiones que la filosofía se propone resolver, me vi rodeado por todas partes de espesísimas tinieblas; sin que se descubriese más luz que algunas ráfagas siniestras, que, sin alumbrar el camino, sólo servían para hacerme visible la profundidad de los abismos a cuyo borde se hallaban mis plantas.

Por esto conservaba en el fondo de mi alma la fe católica como un tesoro de inestimable valor; por esto, al encontrarme angustiado en vista de la nada de la ciencia del hombre, y cuando me parecía que la duda se iba apoderando de mi espíritu, haciendo desaparecer de mis ojos el universo entero, como desaparecen de la vista de los espectadores las mentirosas ilusiones con que por algunos momentos los ha entretenido un hábil prestigiador, daba una mirada a la fe, y su solo recuerdo era bastante a conformarme y alentarme.

Recorriendo las cuestiones que cual insondables piélagos rodean los principios de la moral, examinando los incomprensibles problemas de la ideología y de la metafísica, echando una ojeada a los misterios de la historia y a los escrúpulos de la crítica, contemplando la humanidad entera en su actual existencia y en los sombríos arcanos de su porvenir, deslizábanse a veces por mi entendimiento pensamientos aciagos, cual monstruos desconocidos que asoman su cabeza, asustando al viajero en una playa solitaria; pero yo tenía fe en la Providencia, y la Providencia me salvó. He aquí cómo discurría para fortificar mi espíritu, dejando a la gracia que no dejara estériles mis débiles esfuerzos. «Si dejas de ser católico, no serás por cierto ni protestante, ni judío, ni musulmán, ni idólatra; estarás, pues, de golpe en el deísmo. Entonces te hallarás con Dios; pero, no sabiendo nada sobre tu origen y tu destino, nada sobre los incomprensibles misterios que por experiencia ves y sientes en ti mismo y en la humanidad entera, nada sobre la existencia de premios, y penas en otro mundo, sobre la otra vida, sobre la inmortalidad, del alma; nada sobre los motivos que haya podido tener la Providencia en condenar a sus criaturas a tantos sufrimientos sobre la tierra, sin darles ninguna noticia que consolarlas pudiera con la esperanza de otros destinos; nada entenderás de las grandes catástrofes que con tanta frecuencia ha padecido, padece y andará padeciendo el humano linaje, es decir, que no hallarás la acción de la Providencia en ninguna parte; no hallarás, por consiguiente, a Dios; por tanto, dudarás de su existencia, si es que no abraces decididamente el ateísmo. Fuera Dios del universo, el mundo es hijo del acaso, y el acaso es una palabra sin sentido, y la naturaleza un enigma, y el alma humana una ilusión, y las relaciones morales nada, y la moral una mentira. Consecuencia lógica, necesaria, inflexible; el término fatal que no puede el hombre contemplar sin estremecerse, negro e insondable abismo al cual no cabe abocarse sin espanto y horror».

Así medía el camino que me era preciso seguir, una vez apartado de la fe católica, si continuar intentara en el examen filosófico sacando consecuencias de los principios que yo propio hubiera sentado en el momento de la defección. A tanta insensatez no quería yo llegar, no quería suicidarme de tal suerte matando mi existencia intelectual y moral, apagando de un soplo la sola antorcha que alumbrarme podía en el breve trecho de la vida. Así me he quedado con mucha desconfianza en la ciencia del hombre, pero con profunda fe religiosa: llámelo V. pusilanimidad o como más le agradare: no creo, sin embargo, que me pese de la resolución cuando me halle al borde de la tumba.

Hay en las regiones de la ciencia, como en los senderos de la práctica, ciertas reglas de buen juicio y prudencia de que no debe el hombre desviarse jamás. Todo lo que sea luchar con el grito de nuestro sentido íntimo, con la voz de la naturaleza misma, para entregarse a vanas cavilaciones, es ajeno de la cordura, es contrario a los principios de la sana razón. Por esta causa, debe condenarse como insensato el sistema de un escepticismo universal hasta en las materias puramente filosóficas; sin que por esto sea menester abrazar ciegamente las opiniones de esta o aquella escuela. Pero donde conviene particularmente la sobriedad en el uso de la razón, es en materias religiosas: porque, siendo éstas de un orden muy elevado, y rozándose en muchos puntos con las torcidas inclinaciones del corazón, tan presto como la razón, empieza a cavilar y sutilizar en demasía, se halla el hombre en un laberinto donde paga muy caros su presunción y orgullo. Quédase el entendimiento en un cansancio, en un abatimiento, en una postración indecibles, desde que se ha levantado contra el cielo; como nos cuentan las historias de aquel brazo que, en el momento de extenderse a un objeto sagrado, se sintió herido de parálisis.

¡Singularidad notable!, el escepticismo religioso sirve únicamente en medio de la dicha terrena, sólo se alberga tranquilamente en el hombre, cuando, rebosando de salud y de vida, mira como eventualidad muy lejana el instante supremo en que le será preciso al espíritu el despegarse del cuerpo mortal y pasar a otra vida. Pero desde el momento en que la existencia está en peligro, cuando vienen las enfermedades, como heraldos de la muerte, a indicarnos que no está lejos el terrible trance; cuando un riesgo imprevisto nos advierte que estamos como colgantes de un hilo sobre el abismo de la eternidad, entonces el escepticismo deja de ser satisfactorio; la mentida seguridad que poco antes nos proporcionara, se trueca en incertidumbre cruel, angustiosa, llena de remordimientos, de sobresalto, de espanto. Entonces el escepticismo deja de ser cómodo, y pasa a ser horroroso; y en su mortal postración busca el hombre la luz, y no la encuentra; llama a la fe, y la fe no le responde; invoca a Dios, y Dios se hace sordo a sus tardías invocaciones.

Y para ser el escepticismo duro, cruel tormento del alma, no es necesario hallarse en esos trances formidables en que el hombre fija azorada su vista en las tinieblas de un incierto porvenir; en el curso ordinario de la vida, en medio de los acontecimientos más comunes, siente mil veces el hombre cual cae gota a gota sobre su corazón el veneno de la víbora que en su seno abriga. Momentos hay en que los placeres cansan, el mundo fastidia, la vida se hace pesada, la existencia se arrastra sobre un tiempo que camina con lentitud perezosa. Un tedio profundo se apodera del alma; un indecible malestar le aqueja y atormenta. No son los pesares abrumadores destrozando el corazón, no es la tristeza abatiendo el espíritu y arrancándole dolorosos suspiros por medio de punzantes recuerdos: es una pasión que nada tiene de vivo, de agudo; es una languidez mortal, es un disgusto de cuanto nos circunda, es un penoso entorpecimiento de todas las facultades, como aquel desasosegado estupor que en ciertas dolencias anuncia crisis peligrosas. ¿A qué estoy yo en el mundo?, se dice el hombre a sí mismo. ¿Qué ventajas me trae el haber salido de la nada? ¿Qué pierdo apartándome de la vista de una tierra para mí agostada, de un sol que para mí no brilla? El día de hoy es insípido como el día de ayer, y el día de mañana lo será como el de hoy; mi alma está sedienta de gozar y no goza; ávida de dicha y no la alcanza; consumiéndose como una antorcha que por falta de pábulo desfallece. ¿No ha sentido V. repetidas veces, mi estimado amigo, este tormento de los afortunados del mundo, ese gusano roedor de los espíritus que se pretenden superiores?; ¿no asoma jamás en su pecho ese movimiento de desesperación que se ofrece al hombre como el único remedio de un mal tan insoportable? Pues sepa V. que uno de sus funestos manantiales es el escepticismo, ese vacío del alma que la desasosiega y atormenta, esa ausencia espantosa de toda fe, de toda esperanza, esa incertidumbre sobre Dios, sobre la naturaleza, sobre el origen y destino del hombre. Vacío tanto más sensible cuanto más recae en almas ejercitadas en el discurso por el estudio de las ciencias, excitadas en todas sus facultades mentales por una literatura loca que sólo se propone producir efecto, aunque sean los sacudimientos de la electricidad o las convulsiones del galvanismo; almas que sienten avivadas y aguzadas todas las pasiones por un mundo sagaz, que les habla en todos los idiomas y las conmueve de tan varias maneras, echando mano de infinidad de recursos.

He aquí, mi estimado amigo, lo que pienso del escepticismo, lo que opino de sus efectos sobre el espíritu humano. Le considero como una de las plagas características de la época, y uno de los más terribles castigos que ha descargado Dios sobre el humano linaje.

¿Cómo se puede remediar un mal tamaño? No lo sé; pero sí me atreveré a decir que se pueden atajar algún tanto sus progresos; y me inclino a esperar que así se hará, siquiera por el interés de la sociedad, por el buen orden y bienestar de la familia, por el reposo y sosiego del individuo. El escepticismo no ha caído de repente sobre los pueblos civilizados; es una gangrena que ha cundido con lentitud; lentamente se ha de remediar también; y sería uno de los más estupendos prodigios de la diestra del Omnipotente, si para su curación no fuera menester el transcurso de muchas generaciones.

Así entenderá V., mi estimado amigo, que no me hago ilusiones sobre la verdadera situación de las cosas; y que, flotando yo en medio de las olas sobre la tabla que me conducirá a salvamento, no pierdo de vista el destrozo que en mis alrededores existe, no olvido la funesta catástrofe que han sufrido los espíritus por un fatal concurso de circunstancias durante los tres últimos siglos.

¿Cómo permite Dios, me dice V., que ande fluctuando la humanidad en medio de tantos errores, y que de tal suerte se extravíe sobre los puntos que más le interesan? Esta dificultad no se limita a la permisión divina con respecto a las sectas separadas, sino que se extiende a las demás religiones; y, como éstas han sido muchas y extravagantes desde que el humano linaje se apartó de la pureza de las tradiciones primitivas, la objeción abarca la historia entera, y el pedir su solución es nada menos que demandar la clave para explicar los arcanos que en tanta abundancia se ofrecen en la historia de los hijos de Adán.

No es éste asunto que se preste a ser aclarado en pocas palabras, si aclaración llamarse puede lo que sobre tan profundo misterio alcanza el débil hombre; como quiera, procuraré hacerlo en otra carta, dado que la presente va tomando más ensanche del que fue menester.

Manifestada tiene V. mi opinión sobre el escepticismo religioso, y declarado también cuál se aviene la fe católica con una prudente desconfianza de los sistemas de los filósofos. Muchos quizás no se avengan con esta manera de mirar las cosas; sin embargo, la experiencia demuestra que el espíritu se halla muy bien en este estado; y que cierto grado de escepticismo científico hace más fácil y llevadera la fe religiosa. Si en ella no me mantuviese la autoridad de una Iglesia que lleva más de 18 siglos de duración, que tiene en confirmación de su divinidad su misma conservación al través de tantos obstáculos, la sangre de innumerables mártires, el cumplimiento de las profecías, infinitos milagros, la santidad de la doctrina, la elevación de sus dogmas, la pureza de su moral, su admirable harmonía con todo cuanto existe de bello, de grande, de sublime, los inefables beneficios que ha dispensado a la familia y a la sociedad, el cambio fundamental que en pro de la humanidad ha realizado en todos los países donde se ha establecido, y la degradación, el envilecimiento, que sin excepción veo reinando allí donde ella no domina; si no tuviera, digo, todo este imponente conjunto de motivos para conservarme adicto a la fe, haría un esfuerzo para no apartarme de ella, cuando no fuera por otra razón, por no perder la tranquilidad de espíritu.

Dé V. una ojeada en torno, mi estimado amigo; no verá más por doquiera que horribles escollos, regiones desiertas, playas inhospitalarias. Éste es el único asilo para la triste humanidad: arrójese quien quiera al furor de las olas; yo no dejaré esta tierra bendita donde me colocó la Providencia. Si algún día, fatigado y rendido de luchar con las tempestades, se aproxima V. a las venturosas orillas, se tendrá por feliz si en algo puede favorecerle tendiéndole una mano auxiliadora este S. S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Carta II: Multitud de religiones.

Profundo misterio que aquí se envuelve. Los católicos reconocen y lamentan este daño mucho más que todos los sectarios. Explicación del principio «quod nimis probat nihil probat», lo que prueba demasiado no prueba nada. Aplicación de este principio a la dificultad presente. Reglas de prudencia que conviene no perder de vista. Motivos de la permisión divina. Fatales consecuencias del pecado del primer padre. Impotencia de la filosofía en la explicación de los misterios del hombre.


Voy a pagar, mi estimado amigo, la deuda que en mi anterior contraje, de responder a la dificultad que V. me proponía, relativa a la permisión de Dios sobre tantas y tan diferentes religiones. Éste es uno de los argumentos que sin cesar producen los enemigos de la religión, y que suelen proponer con tal aire de seguridad y de triunfo, como si él solo bastara a echarla por tierra. No se crea que trate yo de desvanecer la dificultad, eludiendo el mirarla cara a cara, ni de disminuir su fuerza presentándola cubierta con velos que la disfracen; muy al contrario, opino que el mejor modo de desatarla es ofrecerla en toda su magnitud. Añadiré, además, que no niego que haya en esto un misterio profundo, que no me lisonjeo de señalar razones del todo satisfactorias en esclarecimiento de la objeción indicada, pues estoy íntimamente convencido de que éste es uno de los incomprensibles arcanos de la Providencia, que al hombre no le es dado penetrar. Me parece, no obstante, que les hace a muchos más mella de la que hacerles debiera; y tan distante me hallo de creer que en nada destruya ni debilite la verdad de la Religión Católica, que antes juzgo que en la misma fuerza de dicha dificultad podemos encontrar un nuevo indicio de que nuestra creencia es la única verdadera.

Es cierto que la existencia de muchas religiones es un mal gravísimo; esto lo reconocemos los católicos mejor que nadie, pues que somos los que sostenemos que no hay más que una religión verdadera, que la fe en Jesucristo es necesaria para la eterna salvación, que es un absurdo el decir que todas las religiones pueden ser igualmente agradables a Dios; y, por fin, los que tal importancia damos a la unidad de la enseñanza religiosa, que consideramos como una inmensa calamidad la alteración de uno cualquiera de nuestros dogmas. Por donde se ve que no es mi ánimo atenuar en lo más mínimo la fuerza de la dificultad ocultando la gravedad del mal en que estriba; y que a mis ojos es mayor este daño que no a los del mismo que me la ofrece. Nadie aventaja ni aun iguala a los católicos en confesar lo inmenso de esa calamidad del humano linaje; porque sus creencias los precisan a mirarla como la mayor de todas. Los que consideran como falsas todas las religiones, los que se imaginan que en cualquiera de ellas puede el hombre hacerse agradable a Dios y alcanzar la eterna salud, los que profesando una religión que creen única verdadera, no profesan el principio de la caridad universal sin distinción de razas, pueden contemplar con menos dolor esas aberraciones de la humanidad; pero esto no es dado a los católicos, para quienes no hay verdad ni salvación fuera de la Iglesia, y que, además, están obligados a mirar a todos los hombres como hermanos, y desearles en lo íntimo del corazón que abran los ojos a la luz de la fe, y que entren en el camino de la salud eterna. Bien se echa de ver que no trato, como suele decirse, de huir el cuerpo a la dificultad, y que antes procuro pintarla con vivos colores. Ahora voy a examinar su valor, presentándola desde un punto de vista en que por desgracia no se la considera comúnmente.

Tienen los dialécticos un principio que dice: quod nimis probat nihil probat; lo que prueba demasiado no prueba nada; lo que significa que, cuando un argumento cualquiera no sólo concluye lo que nosotros nos proponemos, sino también lo que a las claras es falso, de nada sirve para probar ni aún lo que nosotros intentamos. La razón en que este principio se funda es muy clara: lo que conduce a un resultado falso, ha de ser falso también; luego, por más especioso que sea su argumento, por más apariencias que tenga de solidez, por el mismo hecho de llevarnos a una consecuencia falsa, nos da una infalible señal de que o entraña alguna falsedad en las proposiciones de que se compone, o algún vicio de razonamiento en el enlace de las mismas, y por tanto en la deducción a que nos lleva. Si, por ejemplo, me propongo demostrar que la suma de los ángulos de un triángulo es mayor que un recto, y con mi demostración pruebo que dicha suma es mayor que dos rectos, esta demostración de nada servirá, porque con ella pruebo demasiado, es decir, que es mayor que dos rectos, lo que no puede ser; y este resultado será para mí una infalible señal de que hay un vicio en la demostración, y que no puedo aprovecharme de ella para probar nada.

Otros ejemplos: si, examinando un antiguo manuscrito, pretendo desecharle como apócrifo, y señalo para ello una razón crítica, de la que resulten condenados también códices cuya autenticidad no admita duda, claro es que debo apartarme de mi razonamiento, seguro de que está mal concebido: prueba demasiado, y por lo mismo no prueba nada. Si, examinando la veracidad de la narración de un viajero, me empeño en que se ha de dar fe a sus palabras alegando razones de las que se infiere que es menester dar crédito a otras relaciones conocidamente falsas, mi manera de discurrir sería mala también porque probaría demasiado.

Perdone V., mi querido amigo, si me he detenido algún tanto en desenvolver este principio que en muchísimos casos sirve y de que pienso hacer uso en la cuestión que nos ocupa: y con esto entenderá V. que no juzgo del todo inútiles las reglas para bien discurrir, y que mi desconfianza en los filósofos no se extiende a todo lo que se halla en la filosofía.

Apliquemos estos principios. Se nos objeta a los católicos la multiplicidad de religiones, como si a nosotros únicamente embarazara la dificultad, como si todos los que profesan un culto, sea cual fuere, no debiesen sobrellevar in solidum todos los inconvenientes que de ahí pueden resultar. En efecto: si la multiplicidad de religiones algo prueba contra la verdad de la católica, lo mismo prueba contra la de todas; tenemos, pues, que no sólo viene al suelo la nuestra, sino cuantas existen y han existido. Además: si la dificultad que se levanta contra la permisión de este mal significa algo, es nada menos que una completa negación de toda providencia, es decir, la negación de Dios, el ateísmo. La razón es obvia: el mal de la multiplicidad de religiones es innegable; está a nuestra vista en la actualidad, y la historia entera es un irrefragable testimonio de que lo mismo ha sucedido desde tiempos muy remotos; si se pretende, pues, que la Providencia no puede permitirlo, se pretende también que la Providencia no existe, es decir, que no hay Dios.

Infiérese de aquí que la permisión de la muchedumbre de religiones es una dificultad que embaraza al católico y al protestante, al idólatra y al musulmán, al hombre que admite una religión cualquiera, como al que no profesa ninguna, con tal que no niegue la existencia de Dios. Por ejemplo: si se me presenta un mahometano con su Alcorán y su Profeta, pretendiendo que su religión es verdadera y que ha sido revelada por el mismo Dios, le podré objetar el argumento y decirle: «Si tu creencia es verdadera ¿cómo es que Dios permite tantas otras? Si se engañan miserablemente los que viven en religión diferente de la tuya, ¿por qué, permite Dios que todos los demás pueblos del mundo permanezcan privados de la luz?» A quien no niegue la existencia de Dios, imposible le ha de ser el no admitir su bondad y providencia; un Dios malo, un Dios que no cuida de la obra que él mismo ha criado, es un absurdo que no tiene lugar en cabeza bien organizada; y hasta me atreveré a decir que menos imposible se hace el concebir el ateísmo en todo su error y negrura, que no la opinión que admite un Dios ciego, negligente y malo. Suponiendo, pues, la existencia de un Dios con bondad y providencia, queda en pie la misma dificultad arriba propuesta: ¿Cómo es que permite que el humano linaje yerre tan lastimosamente en el negocio más grave e importante, que es la religión? Si se nos dijera que Dios se da por satisfecho de los homenajes de la criatura, sean cuales fueren las creencias que profese y el culto en que le tribute la expresión de su gratitud y acatamiento, entonces preguntaremos: ¿cómo es posible que a los ojos de un Ser de infinita verdad sean indiferentes la verdad y el error?; ¿cómo es dable concebir que a los ojos de la santidad infinita sean indiferentes la santidad y la abominación?; ¿cómo es posible que un Dios infinitamente sabio, infinitamente bueno, infinitamente próvido, no haya cuidado de proporcionar a sus criaturas algunos medios para alcanzar la verdad, para saber cuál era el modo que le era agradable de recibir los obsequios y las súplicas de los mortales? Si las religiones sólo tuviesen entre sí diferencias muy ligeras, el absurdo de darlas todas por buenas fuera menos repugnante, pero recuérdese que casi todas ellas están diametralmente opuestas en puntos importantísimos; que las unas admiten un solo Dios, y otras los adoran en crecido número; que unas reconocen el libre albedrío del hombre, y otras lo desechan; que unas asientan por uno de los principios fundamentales la creación, otras se avienen con la eternidad de la materia; recórrase la enorme variedad de sus respectivos dogmas, de su moral, de su culto, y dígase si no es el mayor de los absurdos el suponer que Dios puede darse por satisfecho con adoraciones tan contradictorias.

Vea V., mi estimado amigo, cuán bien se aplica a esta cuestión el principio dialéctico que más arriba he recordado; y cómo una dificultad que algunos se empeñan en dirigir exclusivamente contra los católicos, no les toca a ellos únicamente, sino a todos los hombres que profesan una religión, y aún a los puros deístas. ¿Qué debe hacerse en semejantes casos? ¿Cómo se pueden obviar tamañas dificultades? He aquí el camino que en mi concepto debe seguir un hombre juicioso y prudente; he aquí la manera de discurrir más conforme a razón: «El mal existe, es cierto; pero la Providencia existe también, no es menos cierto; en apariencia son dos cosas que no pueden existir juntas; pero, supuesto que tú sabes ciertamente que existen, esta apariencia de contradicción no te basta para negar esa existencia; lo que debes hacer, pues, es buscar el modo con que pueda desaparecer esta contradicción, y, en caso de que no te sea posible, considerar que esta imposibilidad nace de la debilidad de tus alcances.»

Si bien se observa, en los negocios más comunes de la vida hacemos a cada paso un raciocinio semejante. Nos encontramos con dos hechos cuya coexistencia nos parece imposible; a nuestro juicio se excluyen, se repugnan; pero ¿nos obstinamos por esto en negar que los hechos existan, cuando tenemos bastantes motivos para darnos la competente certeza? De seguro que no. «Esto es para mí un misterio, decimos; no lo entiendo, me parece imposible que así sea, pero veo que así es.» En seguida, si la cosa merece la pena, buscamos la razón secreta que nos explique el misterio; pero, si no damos con ella, no por esto nos creemos con derecho a desechar aquellos extremos de cuya existencia no podemos dudar, por más que nos parezcan contradictorios.

Por donde verá V., mi estimado amigo, que una inconcebible ceguera nos impide a menudo el emplear en el examen de las verdades más importantes, que son las religiosas, aquellas reglas de prudencia de que nos valemos en los negocios más comunes; y rechazamos como ofensiva de nuestra independencia y de la dignidad de nuestra razón, aquella conducta que no vacilamos en seguir a cada paso en la dirección y arreglo de nuestros más pequeños asuntos.

Tan grabados tengo en mi ánimo estos principios enseñados por la buena lógica y por la más sana prudencia, que me sirven sobremanera en muchas otras dificultades pertenecientes a la religión y no dejan que se perturbe mi espíritu a la vista de la obscuridad que en ellas descubro y que en mi debilidad no soy bastante a desvanecer. ¿Qué consideraciones más espantosas que las sugeridas por la terrible dificultad de conciliar la libertad humana con los dogmas de la presciencia y predestinación? Si el hombre no atiende a más que a la certeza e infalibilidad de la presciencia divina, quédase sobrecogido de horror, erízansele los cabellos a la sola consideración de la fijeza del destino, la sangre se le hiela en las venas al pensar que, antes de nacer él, ya sabía Dios cuál había de ser su paradero; pero, tan luego como reflexiona un instante, sobreponiéndose al terror y a la desesperación que se apoderaban de su alma, encuentra abundantes motivos para sosegarse, halla aquí un misterio pavoroso, es verdad, pero que no le abate ni desalienta.

«¿Eres libre, se dice a sí mismo, para obrar el bien y el mal? Sí, dudarlo no puedes, te lo enseña la fe, te lo dicta la razón, lo experimentas por el sentido íntimo, y con experiencia tan clara, tan infalible, que no quedas más cierto de tu existencia que de tu libre albedrío. Luego nada importa que no comprendas cómo esta libertad se concilia con la presciencia de Dios.»

«Este misterio que yo no comprendo, ¿debe alterar en algo mi conducta, volviéndome flojo para el bien, y poco cuidadoso de evitar el mal?; ¿es prudente, es lógico el pensar que, haga yo lo que quiera, siempre se verificará lo que Dios tiene previsto, y que, por consiguiente, son vanos todos mis esfuerzos en seguir el camino de la virtud? No. ¿Y por qué? Porque lo que prueba demasiado no prueba nada; y, si este raciocinio valiera, se seguiría que tampoco he de cuidar de mis negocios temporales, porque al fin no será de ellos más de lo que Dios tiene previsto; que por la misma razón no he de comer para sustentarme, ni guarecerme de la intemperie, ni andar con tiento al pasar por la orilla de un precipicio, ni medicarme cuando me halle indispuesto, ni retirarme cuando se me viene encima un caballo desbocado, ni salir de una casa que se está desplomando, y cien y cien otras locuras por este jaez; es decir, que el atenerme a tal regla me privaría de sentido común, hasta de juicio; haría de mí un loco rematado. Luego la tal regla es falsa, luego de nada debe servirme, luego lo que he de hacer es dejarle a Dios sus incomprensibles arcanos, y portarme yo como hombre recto, juicioso y prudente.»

A esto vienen a parar muchas de las dificultades que contra la religión se proponen: miradas superficialmente, ofrecen una balumba abrumadora; examinadas de cerca, al tocarlas con la vara de la razón y del buen sentido, desaparecen cual vanos fantasmas.

Veamos ahora si se puede encontrar la razón de que Dios permita tal muchedumbre de religiones, tal masa de informes errores en el punto que más interesa al humano linaje. La explicación de este misterio, yo no alcanzo que pueda encontrarse sino en otro misterio, en el dogma de la Religión Católica sobre la prevaricación y consiguiente degeneración de la descendencia de Adán. El pecado, y, como su consiguiente castigo, las tinieblas en el entendimiento, la corrupción en la voluntad: he aquí la fórmula para resolver el problema; revolved la historia, consultad la filosofía, nada os dirán que pueda ilustraros, si no se atienen a este hecho misterioso, obscuro, pero que, como ha dicho Pascal, es menos incomprensible al hombre que no lo es el hombre sin él.

Ésta es la única clave para descifrar el enigma; sólo por ella alcanzamos a explicar esas lamentables aberraciones de la mayor parte de la humanidad; no hay otro medio de dar una explicación plausible a esta calamidad inmensa, como ni a tantas otras que afligen la infortunada prole de los primeros prevaricadores. El dogma es incomprensible, es verdad; pero atreveos a desecharle, y el mundo se os convierte en un caos, y la historia de la humanidad no es más que una serie de catástrofes sin razón ni objeto, y la vida del individuo es una cadena de miserias; y no encontráis por doquiera sino el mal, y el mal sin contrapeso, sin compensación; todas las ideas de orden, de justicia, se confunden en vuestra mente, y, renegando de la creación, acabáis por negar a Dios.

Sentad, al contrario, este dogma como piedra fundamental; el edificio se levanta por sí mismo, vivísima luz esclarece la historia del género humano, divisáis razones profundas, adorables designios, allí donde no vierais sino injusticias, o acaso; y la serie de los acontecimientos desde la creación hasta nuestros días se desarrolla a vuestros ojos, como un magnífico lienzo donde encontráis las obras de una justicia inflexible y de una misericordia inagotable, combinadas y hermanadas bajo el inefable plan trazado por la sabiduría infinita.

Si entonces me preguntáis ¿por qué tan considerable porción de la humanidad está sentada en las tinieblas y sombras de la muerte?, os diré que el primer padre quiso ser como un Dios sabiendo el bien y el mal, que su pecado se ha transmitido a toda su descendencia, y que en justo castigo de tanto orgullo está el género humano tocado de ceguera. Esta calamidad, grande como es, no necesita que se le señale otro manantial que a todas las otras que nos afligen. Las terribles palabras que siguieron al llamamiento de Adán cuando le dijo Dios: Adán, ¿dónde estás?, resuenan dolorosamente todavía después de tantos siglos: y en todos los acontecimientos de la historia, en todo el curso de la vida, siempre se trasluce el terrible fulgor de la espada de fuego, colocada a la entrada del Paraíso. El sudor del rostro, la muerte, se os ofrecerán por doquiera: en ninguna parte notaréis que las cosas sigan el camino ordinario; siempre herirá vuestros ojos la formidable enseña del castigo y de la expiación.

Cuanto más se medita sobre estas verdades, más profundas se las encuentra: in sudore vultus tui vesceris pane, comerás el pan con el sudor de tu rostro, dijo Dios al primer padre; y con este sudor lo come toda su descendencia. Recordad esa pena, y haced las aplicaciones a cuantos objetos os plazca, y no hallaréis nada que de ella se exceptúe. No vive el hombre de sólo pan, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios; no se verifica, pues, la terrible pena sólo con respecto al pedazo de pan que nos substenta, sino en todo cuanto concierne a nuestra perfección. En nada adelanta el hombre sin penosos trabajos, no llega jamás al punto que desea sin muchos extravíos que le fatigan; en todo se realiza que la tierra, en vez de frutos, le da espinas y abrojos. ¿Ha de descubrir una verdad? No la alcanza sino después de haber andado largo tiempo tras extravagantes errores. ¿Ha de perfeccionar un arte? Cien y cien inútiles tentativas fatigan a los que en ello se ocupan, y a buena dicha puede tenerse si recogen los nietos el fruto de lo que sembraron los abuelos. ¿Ha de mejorarse la organización social y política? Sangrientas revoluciones preceden la deseada regeneración; y a menudo, después de prolongados padecimientos, se hallan los infelices pueblos en un estado peor del en que antes gemían. ¿Se ha de comunicar a un pueblo la civilización o cultura de otro? La inoculación se hace con hierro y fuego: generaciones enteras se sacrifican para alcanzar un resultado que no verán sino generaciones muy distantes. No veréis el genio sin grandes infortunios; no la gloria de un pueblo sin torrentes de sangre y de lágrimas; no el ejercicio de la virtud sin penosos sinsabores; no el heroísmo sin la persecución; todo lo bello, lo grande, lo sublime, no se alcanza sin dilatados sudores, ni se conserva sin fatigosos trabajos; la ley del castigo, de la expiación, se muestra por todas partes de una manera terrible. Ésta es la historia del hombre y de la humanidad; historia dolorosa ciertamente, pero incontestable, auténtica, escrita con letras fatales dondequiera que los hijos de Adán hayan fijado su planta.

Yo no sé, mi estimado amigo, por qué no ha llamado más la atención este punto de vista, y por qué han debido escandalizarse tanto los filósofos de los dogmas de la religión que tan en harmonía se encuentran con lo que nos están diciendo los fastos de todos los tiempos y la experiencia de cada día. La prevaricación y degeneración del humano linaje es el secreto para descifrar los enigmas sobre la vida y los destinos del hombre; y, si a esto se añade el adorable misterio de la reparación, comprada con la sangre del Hijo de Dios, se forma el más admirable conjunto que imaginarse pueda; un sistema tan sublime, que a la primera ojeada manifiesta su origen divino. No, no pudo nacer de cabeza humana combinación tan asombrosa; no pudo el espíritu finito idear un plan tan vasto, tan estupendo, donde se trabaran de tal suerte unos arcanos con otros arcanos, que del fondo de su obscuridad pavorosa arrojaran rayos de vivísima luz para esclarecer y resolver todas las cuestiones que sobre el origen y destino del hombre andaba hacinando la filosofía.

Esto es lo principal que tenía que decirle a V. sobre las dificultades propuestas; ignoro si V. quedará enteramente satisfecho; sea como fuere, lo que puedo asegurarle con toda la sinceridad y convicción de que soy capaz, es que, en las obras de todos los filósofos, desde Platón hasta Cousin, no hallará V. sobre el particular nada con que un espíritu sólido pueda contentarse, si no está tomado de la religión. Ellos lo saben, y ellos propios lo confiesan. Una vez han llegado a dudar de la divinidad del cristianismo, no saben de qué asirse; acumulan sistemas sobre sistemas, palabras sobre palabras; si su espíritu no es de alto temple, abandonan la tarea de investigar, fastidiados de no divisar en ningún confín del horizonte un rayo de luz, y se abandonan al positivismo, o, en otros términos, procuran sacar partido de la vida disfrutando de las comodidades y placeres; si su alma ha nacido para la ciencia, si sedienta de verdad no quiere abandonar la tarea de buscarla, por grandes que sean las fatigas y patente la inutilidad de los esfuerzos, sufren durante toda su vida, y acaban sus días con la duda en el entendimiento y la tristeza en el corazón.

En la actualidad, entusiasta como es V. de la filosofía y admirador de ciertos nombres, no comprenderá fácilmente toda la verdad y exactitud de mis palabras; pero día vendrá en que recuerde mis avisos aún mucho antes de que blanqueen su cabeza las canas. No, no necesitará V. que la tardía vejez, cargada de escarmientos y desengaños, venga a abrirle los ojos: no sé si los abrirá V. para ver y abrazar la verdadera religión, pero sí al menos para conocer la futilidad de todos los sistemas filosóficos en lo tocante al origen, vida y destino del hombre. ¿Qué más? Ni siquiera necesitará usted estudiarlos a fondo para quedarse profundamente convencido de la impotencia del espíritu humano, abandonado a sus propios recursos: en el vestíbulo mismo del templo de la filosofía, encontrará la duda y el escepticismo; y penetrando en su santuario oirá el orgullo disputando sobre objetos de poca entidad, ocupándose en juegos de palabras simbólicas e ininteligibles, y procurando en cuanto le es posible ocultar su ignorancia, eludiendo con una afectada preterición las cuestiones que más de cerca nos interesan, cuales son, las relativas a Dios y al hombre. No se deje V. deslumbrar con los vanos títulos con que se adornan los diferentes sistemas, ni se abandone a supersticiosas creencias con respecto a los pretendidos misterios de la filosofía alemana, ni tome V. por profundidad de ciencia la obscuridad del lenguaje. No olvidemos que la sencillez es el carácter de la verdad, y que poco fía de sus descubrimientos quien no se atreve a presentarlos a la luz del día. Estos tan ponderados filósofos, que rodeados de tinieblas viven como trabajadores que estuviesen explotando riquísimas minas en las entrañas de la tierra, ¿por qué no nos manifiestan el oro puro que han recogido? Otro día, si la oportunidad se brinda, entraremos de nuevo en esta cuestión; entre tanto, disponga de su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B




Balmes J. Cartas a un escéptico