Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta VIII: Los nuevos espiritualistas franceses y alemanes.


Carta IX: Panteísmo de la filosofía alemana.

Hegel. Lo que es la religión en sentido de este filósofo. La substancia universal de su sistema. La idea. Su desarrollo. La existencia. Panteísmo de Hegel. La esfera lógica. La razón impersonal. Las leyes objetivadas. Sus sueños con respecto a las leyes de la naturaleza. Sus pretendidas demostraciones astronómicas. El planeta Ceres. Atrevimiento de Hegel contra Newton. Ingenua confesión de Link, admirador del filósofo alemán.


Mi estimado amigo: En la carta anterior le manifesté a V. mi opinión poco favorable a la moderna filosofía alemana, aventurándome a calificarla con una severidad que V. quizás debió de reputar excesiva. Este atrevimiento, tratándose de hombres que han adquirido mucha celebridad, y cuyas palabras son escuchadas por algunos cual si salieran de boca de oráculos infalibles, me impone el deber de probar lo que allí dije, y hacerlo de manera que no consienta réplica. Bien se acordará V. de mis quejas sobre la doctrina de dichos filósofos con respecto al panteísmo, y que los acusaba de resucitar los errores de Espinosa, bien que envueltos en formas misteriosas de un lenguaje simbólico y enfático; este cargo es el que voy a justificar con respecto a Hegel.

Según este filósofo, la religión es el «producto del sentimiento o de la conciencia que el espíritu tiene de su origen, de su naturaleza divina, de su identidad con el espíritu universal». Podríamos dudar del verdadero sentido de aquella expresión su naturaleza divina, si anduviese sola, pues que, siendo nuestra alma criada a imagen y semejanza de Dios, y distinguiéndose por su elevación sobre todos los seres corpóreos, dable sería pensar que Hegel sólo trataba de recordar la nobleza y dignidad de nuestro espíritu, fundando el sentimiento religioso en la conciencia que tenemos de que nuestro origen, nuestra naturaleza y destino, son muy superiores a este pedazo de barro que envuelve nuestra alma, que la embaraza y agrava. Pero el filósofo alemán, tuvo cuidado de explanar sus ideas, añadiendo que nuestro espíritu era idéntico con el espíritu universal. ¿Qué será ese espíritu universal que absorbe, que identifica en sí todos los espíritus particulares?; ¿no es esto la proclamación pura y simple de un panteísmo espiritualista?; ¿no es esto afirmar que Dios es todos los espíritus y que todos los espíritus son Dios?; ¿que el pensamiento, el alma de cada hombre, no es más que una modificación del Ser único, en el cual todos se confunden e identifican? Pero oigamos de nuevo al filósofo alemán, por ver si acaso no habríamos comprendido bastante bien el sentido de sus palabras. «Esta conciencia, continúa Hegel, se halla primero envuelta en un mero sentimiento, cuya expresión es el culto: en seguida la conciencia se desenvuelve, Dios pasa a ser objeto, y de aquí nacen las mitologías y todo lo que se llama la parte positiva de la religión; pero detenerse en este segundo estadio donde el Dios del universo es adorado en el mármol de Fidias, donde Jesucristo no es más que un personaje histórico, sería mentir contra el espíritu.»

«En la religión los pueblos deponen sus ideas sobre la esencia del mundo y las relaciones que con ésta tiene la humanidad. El ser absoluto es aquí el objeto de su conciencia; hay otro más allá que ellos se representan, ora con los atributos de la bondad, ora con los del terror. Esta oposición no existe en el recogimiento de la oración y en el culto: y el hombre se eleva a la unión con el Ser divino. Pero este Ser divino es la razón en sí y para sí, la substancia universal concreta; la religión es la obra de la razón que se revela.» Quizás extrañará V. que el filósofo alemán se anduviera en tantos rodeos para venirnos a decir que la religión no es más que una ulterior manifestación de la razón, que el Ser divino, el Ser objeto religioso y del culto, es decir, Dios, no es más que la razón misma, bien que en sí y para sí, o bien la substancia universal concreta: yo no sé si estará V. muy versado en estas materias, para comprender la jerigonza de un ser que es en sí y para sí, que es la razón humana, y que, por añadidura, es la substancia universal concreta. Sea como fuere, procuraré darle a V. alguna explicación del sentido que envuelven las enigmáticas palabras de nuestro metafísico.

Para la inteligencia de esto debe V. advertir que según Hegel, el mundo entero no es más que la evolución de la idea, y que, según el grado en que se encuentra la expresada evolución se dice que los seres son en sí; y, cuando ésta ha llegado a mayor progreso, se dice que los seres son para sí. Me preguntará V. ¿qué es la idea? En dictamen de Hegel no es otra cosa que la «harmoniosa unidad de este conjunto universal que se desarrolla eternamente»; «todo lo que existe, añade, no entraña verdad sino en cuanto es la idea que ha pasado al estado de existencia, porque la idea es la realidad verdadera y absoluta». Y no crea V. que con semejante definición se nos quiera expresar la inteligencia divina, o bien la infinita esencia del Criador, en la cual está representado, desde toda la eternidad, todo lo existente y todo lo posible; nada de esto: cuando Hegel habla de la harmoniosa unidad, se refiere a este conjunto universal que tiene un desarrollo eterno, es decir, al mundo mismo, que va tomando diferentes formas y modificándose de varias maneras. «Para comprender, dice, lo que es esta evolución, por la cual la idea se produce y acaba, es preciso distinguir dos estados: el primero es conocido con el nombre de disposición, virtualidad, potencia, y yo le llamo ser en sí; el segundo es la actualidad, la realidad, o lo que yo apellido ser para sí. El niño que nace tiene la razón virtualmente, en germen, mas no posee todavía la posibilidad real de la razón. Es razonable en sí, pero no llega a serlo para sí, sino a medida que se desenvuelve. Todo esfuerzo para conocer y saber, toda acción, no tiene otro objeto que sacar a luz lo que está oculto, que realizar o actualizar lo que existe virtualmente, de objetivar lo que es en sí, de desenvolver lo que existe en germen.»

«Llegar a la existencia es sufrir un cambio, y, sin embargo, quedar lo mismo; ved, por ejemplo, cómo la encina sale de la bellota; prodúcense cosas muy diversas, pero todo estaba encerrado ya en el germen, aunque invisible e idealmente.»

Pasaré por alto las muchas y graves consideraciones que podrían hacerse sobre el peregrino significado que da el filósofo alemán a la palabra idea. Se les había ocurrido a los autores de sistemas ideológicos el excogitar varios para explicar el misterio del pensamiento, dando también diferentes acepciones a la palabra idea; pero decir que ésta es «la harmoniosa unidad del conjunto universal que se desarrolla eternamente», o, en términos más claros, llamar idea a la naturaleza misma, creo que sólo podía venir a la mente de quien, proponiéndose confundirlo todo en el monstruoso panteísmo, comienza por dar a las palabras una significación inusitada y extravagante. Yo desearía que se me explicase qué necesidad hay de tantos rodeos para llegar a decirnos que en el mundo no hay más que un ser, o una substancia, que ésta sufre diferentes modificaciones, y que todo cuanto existe no es más que uno de los accidentes del conjunto universal que sin cesar se transforma. Éste es ciertamente el pensamiento de Hegel: el niño tenía el uso de razón en potencia, el adulto en acto; aun más, y hablando con mayor precisión: el mismo adulto, cuando piensa, está en acto: cuando duerme, está en potencia de pensar.

Dice Hegel que todo esfuerzo para conocer y saber, y hasta toda acción, tiene por objeto el sacar a luz lo que está oculto, realizar o actualizar lo que es virtualmente: esto necesita comentarios: es verdad que el esfuerzo para conocer y saber tiende a hacernos presente y ponernos en claro lo que para nosotros está u obscuro o enteramente oculto; pero no lo es que ninguna acción tenga otro objeto que realizar o actualizar lo que es virtualmente. No puede negarse que en el orden de la naturaleza hay un desarrollo continuo en que unos seres salen de otros, como la encina de la bellota; pero los hay también cuya esencia se opone a que hayan dimanado de otro cualquiera, a no ser que hayan pasado instantáneamente de la no existencia a la existencia, es decir, sin haber sido criados.

«Llegar a la existencia, dice Hegel, es sufrir un cambio, y sin embargo, quedar lo mismo»: esta proposición asentada en general destruye toda idea de creación, pues que no existe ésta, cuando no se pasa de la nada al ser. Si llegar a la existencia no es más que sufrir una mudanza y quedar lo mismo, tendremos que, cuando el universo comenzó a existir, no fue porque hubiese sido criado por Dios, sino porque, verificándose una gran transformación en la materia preexistente, resultó ese conjunto que nos asombra con su inmensidad, y nos encanta con su belleza y harmonía. Semejante suposición nos lleva en derechura a la eternidad del mundo, al caos de los antiguos, a todos los absurdos sobre el origen de las cosas, que las luces del cristianismo habían desterrado de la tierra.

Extraño es que filósofos que se glorían de altamente espiritualistas, que manifiestan despreciar el materialismo francés del siglo pasado, lo establezcan tan lisa y llanamente combatiendo la espiritualidad, la inmortalidad, y el origen divino de nuestra alma. Si cuando ésta comienza a existir no hay más que la mudanza de un ser, a manera que la encina es lo contenido en la bellota, bien que desenvuelto y transformado, podremos inferir que el alma brota del fecundo seno de la naturaleza lo propio que los gérmenes materiales; será un producto más o menos útil, más o menos activo, más o menos depurado, pero no será más que el ser que ya antes existía, que la planta salida de la semilla. Esta doctrina es esencialmente materialista, sin que basten a sincerarla de tan grave cargo todos los misterios y enigmas del nuevo lenguaje filosófico. Lo que es simple, lo que es indivisible, no puede ser el resultado de la transformación de otro ser; lo que pasa de un estado a otro adquiriendo una nueva forma, una nueva existencia, como lo hacen los vegetales salidos del germen, es compuesto; porque no es dable concebir esa mudanza sucesiva sin acompañarle la idea de partes. Podemos muy bien admitir que una substancia enteramente simple ejerza actos muy diferentes, y reciba impresiones muy varias, pues que todas estas modificaciones pueden realizarse sin alterar su naturaleza, como en efecto lo estamos experimentando a cada paso con respecto a nuestro espíritu; pero afirmar que la substancia misma no es más que otra transformada y desenvuelta, es asentar que esta substancia consta de partes, que se pueden combinar de distintas maneras.

La dificultad de atacar semejantes delirios proviene de que esos nuevos filósofos han tenido la ocurrencia de adoptar un lenguaje tan extraño y enigmático, que siempre está uno en la duda de si ha dado o no en el verdadero sentido del autor. Así, en el caso que nos ocupa, si Hegel hubiese dicho sencillamente que en el mundo no hay más que un ser, una substancia, que comprende en sí todo el conjunto de cuanto existe, añadiendo que lo que a nosotros nos parecen seres o substancias particulares, no son otra cosa que modificaciones de la substancia única que todo lo absorbe, sabríamos que tenemos a la vista un profesor del panteísmo, y al combatirle no vacilaríamos sobre cuáles son los mejores argumentos para demostrar la falsedad del monstruoso sistema. Pero, ¿cómo quiere V. habérselas con un hombre que empieza hablándole de idea, de harmoniosa unidad, de conjunto que se desarrolla eternamente, de idea que es la realidad misma, de evoluciones, de ser en sí y para sí, de tránsitos de virtualidad a la actualidad, todo para venir a parar a que el universo entero no es más que un desarrollo sucesivo, saliéndole al fin con el estupendo descubrimiento de que un niño al nacer tiene la razón virtualmente, mas que no la posee actualizada, y que la encina ha salido de la bellota?

Las ramas, dice Hegel, las hojas, las flores, el fruto de una misma planta, proceden cada uno para sí, mientras que la idea interior determina esta sucesión. ¿Sabría V. decirme lo que debe de ser el que las ramas, las hojas, las flores, el fruto procedan para sí, ni cuál podrá ser el significado de la idea interior, aplicada a las plantas? ¿Supone Hegel que dentro de la naturaleza hay un ser inteligente y próvido que lo ve todo, que lo arregla todo, queriendo llamar idea el pensamiento de este ser, distinguiéndole, empero, de la materia? Entonces vendrá a parar a la idea de Dios, porque también decimos nosotros que Dios está en todos los seres, en todas las partes, viéndolo todo, ordenándolo todo, conservándolo todo, presidiendo a ese magnífico desarrollo que de continuo se está obrando en la naturaleza, conforme a las leyes establecidas por el Criador. Mas nosotros afirmamos que el autor de tantas maravillas existía desde toda la eternidad, antes que nada existiese fuera de él; y ahora conserva, mueve, vivifica el mundo; no como el alma al cuerpo, sino de una manera independiente, libre, sin estar ligado con su criatura, sino obrando por medio de su voluntad omnipotente, y repitiendo a cada paso lo que con tan sublime pincelada nos describió Moisés: hágase la luz, y la luz fue hecha. Pero, el dar a la naturaleza una idea interior, atada, por decirlo así, con los seres corpóreos, es afirmar que el mundo es un ser animado, que funciona del propio modo que nuestro cuerpo, vivificado por el alma; lo que, si anda acompañado de la confusión del espíritu con la materia, si se supone que la existencia de los seres espirituales y corporales no es más que un desarrollo simultáneo del admirable conjunto, forma el panteísmo puro, tal como lo concibiera Espinosa.

Quizás no creía V., mi apreciado amigo, que a tal extremo llegara la filosofía moderna de los indignos sucesores de Leibnitz; mas, por esto he creído conveniente presentarle a V. los mismos textos del ponderado filósofo, para que se convenciera a un tiempo de que la ensalzada superioridad se reduce a resucitar errores antiguos, bien que cubiertos con nombres extravagantes. Interminable sería esta carta, y estoy seguro de que se le haría a V. algo pesada, si me propusiera mostrarle, ni aun en resumen, todas las paradojas a que fue conducido Hegel por su enigmático sistema. Nada le diré a V. del desarrollo de la idea en la esfera lógica, de la razón impersonal, y otras cosas por este tenor; quiero limitarme a decirle dos palabras sobre la peregrina esperanza que abrigaba el filósofo de que por medio de su teoría era dable determinar a priori las leyes del mundo físico. Riéranse ciertamente Newton y Leibnitz de pretensión tan extraña; riéranse todos los físicos modernos, acordes en que no hay otro medio para llegar al conocimiento de las leyes de la naturaleza que la observación; pero Hegel les respondería con la mayor seriedad que, no siendo las leyes del mundo físico otra cosa que las de nuestro espíritu, bien que objetivadas, es muy posible pasar del conocimiento de éstas al de aquéllas. Ciertamente que debiera de encontrarse algo embarazado el filósofo alemán, si se le exigiese una explicación clara y precisa sobre esas leyes de nuestro espíritu, que son al propio tiempo leyes de la naturaleza. Curioso sería ver indicada la ley de nuestro espíritu que, aplicada al mundo corpóreo, se convierte en atracción universal, ejercida en razón directa de las masas e inversa del cuadrado de las distancias; a qué se reducen las leyes de afinidad cuando, al dejar de ser objetivadas, quedan simplemente leyes de nuestra alma. Los poetas, los oradores, los filósofos, habían descubierto ya muchas analogías entre el mundo moral y el físico; analogías que, aprovechadas por el ingenio, y embellecidas con los colores de fecunda imaginación, sirven admirablemente para comparar de continuo, unos con otros, órdenes de seres muy diferentes, animando, variando y hermoseando el estilo; pero estaba reservado a Hegel el no contentarse con simples comparaciones, el establecer completa identidad, de suerte que la observación dejase de sernos necesaria para penetrar los arcanos de la naturaleza, bastándonos meditar sobre las leyes de nuestro espíritu, es decir, abstraernos de todo cuanto nos rodea, y en seguida objetivar las leyes descubiertas, quedando de esta manera demostradas a priori todas las que rigen el cielo y la tierra.

Creerá V., sin duda, que sin fundamento me estoy chanceando a costa del filósofo alemán y que trato de dar a la discusión este giro, sin cuidar de la verdadera mente de Hegel, y sólo atendiendo a que es preciso amenizar algún tanto materias tan ingratas de puro abstrusas. Pues debe V. saber que no estoy combatiendo un gigante fantástico que yo haya tenido la humorada de crear para partirle de un tajo; las paradojas que acabo de impugnar las sostenía Hegel con la seriedad de un alemán, y no tengo yo la culpa si el negocio es extravagante con sus ribetes de ridículo. Propúsose nada menos que construir con el auxilio de un sistema todas las ciencias naturales; y en sus obras encontrará V. aplicaciones a la mecánica, a la física, a la geología, las que pretende fundar en sus teorías metafísicas. Verdad es que el cielo no se cuidaba mucho de las profecías del filósofo y que alguna vez le dejó muy malparado; pues que, habiendo tenido la ocurrencia de demostrar a priori que entre Marte y Júpiter, no podía haber otro planeta, nos vino cabalmente en el mismo año el célebre astrónomo Piazzi descubriendo a Ceres, que, como V. no ignora, tiene su asiento allí donde, según la demostración de Hegel no podía tener cabida ningún planeta.

Quien a tanto se atrevía no es extraño que se permitiese motejar al inmortal Newton hasta de una manera poco decorosa. A pesar de tamaño orgullo, es cierto que la posteridad nos aprobaría que se escribiera sobre el sepulcro del metafísico alemán lo que con tanta razón se halla en el del astrónomo inglés: «sibi gratulentur mortales tale tantumque extitisse humani generis decus.»

Llegó a tal punto la manía de Hegel sobre este particular que su admirador Link no pudo menos de decir: «aflicción causa el ver de qué manera habla nuestro autor de los objetos pertenecientes al dominio de las ciencias naturales, de la astronomía y de las matemáticas; y, sin embargo, él gusta de hablar sobre esto, y lo hace siempre con tono tan magistral y tan amargo, que le daría a uno risa, si reírse pudiera al ver a un hombre como él, extraviarse de un modo tan lastimoso. Este mal de Hegel empeoraba en la última época de su vida, y hasta se enojaba contra los que no se decidían a admirarle.»

Bien se habrá convencido V., mi apreciado amigo, de que no sin razón me había mostrado algo severo con la moderna filosofía alemana; ciertamente que no necesita comentarios la doctrina que acabo de examinar, para que se vean, no sólo su tendencia y espíritu, sino lo que es en sí, en realidad. Espero volver otro día sobre este punto, y entre tanto viva usted seguro del afecto de este su amigo y S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Carta X

Escuela filosófica francesa de Mr. Cousin.

Razones que tiene el clero francés para levantar la voz contra ella. Lo que enseñaba Mr. Cousin en 1818 y en 1819. Su panteísmo. Citas justificadas. Con las teorías de monsieur Cousin; todas las religiones quedan reducidas a la nada. Conclusión.


Mi estimado amigo: Voy a pagar el resto de la deuda que hace muchos días tengo contraída, de hacerle a V. una breve reseña de cierta escuela filosófica, que, nacida en Alemania y difundida por Francia, causa los mayores estragos a la religión, y tiende a comprometer gravemente el porvenir de la ciencia. Bien recordará V. lo que dije en mis anteriores sobre la filosofía alemana que tan abiertamente profesa el panteísmo, por más que de vez en cuando quiera envolverse en formas enigmáticas, hablando, en lenguaje ininteligible, de Dios, del hombre y de la naturaleza. Esta acusación procuraré fundarla en pasajes del mismo filósofo contra quien la dirigía; y creo que no le habrá quedado a V. ninguna duda de que la imputación no era calumniosa. Quizás le será difícil a V. persuadirse de que iguales cargos puedan hacerse a la escuela francesa que sigue las huellas de M. Cousin; porque, habiendo oído repetidas veces las invectivas de los universitarios contra la intolerancia del clero, se habrá usted imaginado que la filosofía del jefe del eclecticismo es inocente en todas sus partes; y que sólo cabe apellidarla impía en hombres que se alarmen, no por el error sino por la sola luz de la razón, y se empeñen en condenar el entendimiento humano a eterna inmovilidad y a la más estúpida ignorancia.

No me costará mucho trabajo sacarle a V. de este error, y demostrarle hasta la última evidencia que no sin razón levanta la voz el clero francés contra el veneno que se procura ofrecer a los jóvenes en copa de oro.

En primer lugar, debe saber V. que ya en 1819 enseñaba M. Cousin que no había demostración de la existencia y de los atributos de Dios, ni experimental, ni de otra clase. Es cierto que, al propio tiempo, afirmaba que la existencia de Dios es una verdad superior a todas las otras y hasta a los principios que se llaman axiomas; mas no deja de añadir lo siguiente: «Sea cual fuere la opinión que se adopte sobre el particular, queda establecido que ni la experiencia sola, ni la experiencia ayudada del raciocinio, puede alcanzar la existencia de los atributos esenciales de Dios.» ¿De qué servía el decir que la existencia de Dios es una verdad superior a todas las otras, si luego se la combatía por sus cimientos, asegurando que la razón no podía alcanzarla, y declarando, por consiguiente, vana ilusión la creencia en que estuvieron los filósofos de que habían conseguido por medio de las criaturas elevarse al conocimiento del Criador? ¿No podríamos suponer que en 1819 no se atrevía M. Cousin a manifestar su pensamiento todo entero; y que así tributaba aparentes homenajes a la verdad para poder continuar minándola, sin alarmar demasiado a los que no se hubieran podido resignar a la enseñanza del panteísmo? Bien pronto se convencerá V. de que esta conjetura no está destituida de fundamento.

Leamos las palabras de su Curso de 1818, pág. 55, y por ellas echaremos de ver que el fondo de su filosofía era el mismo que hemos hecho notar en la escuela alemana. «El ser absoluto, dice, conteniendo en su seno el yo y no yo finito, y formando, por decirlo así el fondo idéntico de todas las cosas, uno y muchos a un tiempo, uno por la substancia, muchos por los fenómenos, se aparece a sí mismo en la conciencia humana.»

No puede haber más que una substancia, añade en la página 139, la substancia de la verdad o la suprema inteligencia. Dios es el ser único y universal (pág. 274); Dios es la substancia universal, cuyas ideas absolutas componen la sola manifestación accesible a la inteligencia del hombre (página 390); Dios no es más que la verdad en su esencia (128); no es otra cosa que el mismo bien, el orden moral tomado substancialmente.» (Obras de Platón, tomo 1.º, argumento del Euthyphron, página 3). «No sabemos de Dios otra cosa, sino que existe; y que se manifiesta a nosotros por la verdad absoluta.» (Curso de 1818, pág. 140.) «La materia, tal como se la define vulgarmente, no existe; pues que por lo común se la mira como una masa inerte, sin organización y sin regla, cuando en realidad está penetrada de un espíritu que la sostiene y ordena; ella no es, pues, otra cosa que el reflejo visible del espíritu invisible: el mismo ser que vive en nosotros, vive en ella; est Deus in nobis: est Deus in rebus» (pág. 265.) «Estudiad la naturaleza, elevaos a las leyes que la rigen y que hacen de ella una verdad viviente, una verdad que se ha hecho activa, sensible: en una palabra, Dios es la materia. Profundizad, pues, la naturaleza; cuanto más os penetraréis de sus leyes, más os acercaréis al espíritu divino que la anima. Estudiad sobre todo la humanidad, pues que ella es todavía más santa que la naturaleza, porque, estando animada de Dios como ésta, lo conoce así, mientras la naturaleza lo ignora: abarcad el conjunto de las ciencias físicas y de las morales: separad los principios que ellas encierran; poneos en presencia de estas verdades, referidlas al ser infinito que es su origen y sostén, y habréis conocido con respecto a Dios todo lo que de él nos es dado conocer en los estrechos límites de nuestra inteligencia finita» (págs. 141-142).

Si V. reflexiona sobre estos pasajes de M. Cousin, mejor diré, con sólo que V. atienda al sentido literal y obvio de algunas de sus proposiciones, verá V. el panteísmo cubierto con un velo muy transparente. Según M. Cousin, no puede haber más que una substancia: Dios es el ser único y universal: el ser absoluto es uno por la substancia, y muchos por los fenómenos; el hombre no es más que una participación de ese ser absoluto, pues que el ser que contiene en sí el yo, y el no yo finito, y que constituye, por decirlo así, el fondo idéntico de todas las cosas, se aparece a sí mismo en la conciencia humana. Si estudiamos la naturaleza, si nos penetramos de sus leyes, nos acercaremos al espíritu divino que la anima, pues que en ella no es más que una verdad viviente, una verdad que ha pasado a ser activa, sensible: en una palabra, Dios en la materia. Todo lo que podemos saber de Dios, lo conocemos poniéndonos en presencia de los principios de las ciencias físicas y morales, y refiriéndolos al ser infinito que es su origen y su sostén. Para que no nos quedase duda de que M. Cousin no entendía estas palabras en sentido que pudiese ser aceptado por hombres que admiten la existencia de Dios como distinto de la naturaleza, tuvo buen cuidado el autor de explicarse más en otro lugar, revelando todo el fondo de su sistema: he aquí sus palabras: «Dios cuenta tantos adoradores cuantos son los hombres que piensan; pues que no es posible pensar sin admitir alguna verdad, aunque no fuese más que una sola» (ib., pág. 128). He aquí, según M. Cousin, reducida la adoración de Dios al conocimiento de una verdad cualquiera; así, por ejemplo, quien conozca un principio de matemáticas, sean cuales fueren su ignorancia o sus errores sobre todos los demás puntos naturales y sobrenaturales, este tal será un adorador de Dios. De esta suerte no es posible que haya ateos; pues que, como todo hombre admitirá cuando menos su propia existencia, ya admite una verdad, y, por consiguiente, adora a Dios. M. Cousin vio que esta consecuencia nacía de su doctrina, y lejos de rechazarla la abrazó y la consignó en sus escritos. He aquí cómo se expresa sobre el particular: «No hay ateos; el que hubiese estudiado todas las leyes de la física y de la química, aun cuando no resumiese su saber bajo la denominación de verdad divina o de Dios, sería, no obstante, más religioso, o, si se quiere, sabría más sobre Dios, que quien, después de haber recorrido dos o tres principios como el de la razón suficiente o el de causalidad, hubiese formado desde luego un todo al que llamara Dios. No se trata de adorar un nombre, Dios, sino de encerrar en este título el mayor número de verdades posible; pues que la verdad es la manifestación de Dios» (pág. 141). «Cuando habéis concebido una verdad como idea, dice en otro lugar, concebid que ella existe, y así la unís a la substancia; el que concibe la verdad, concibe, pues, la substancia, sea que él lo sepa o que lo ignore... Para saber si alguno cree en Dios, yo le preguntaría si cree en la verdad; de donde se sigue que la teología natural no es más que la ontología y que la ontología está en la psicología. La verdadera religión no es más que esta palabra añadida a la idea de la verdad, ella es» (pág. 385).

Bien claro se echa de ver que el Dios de M. Cousin no es el Dios de los cristianos; pues no es otra cosa, según él, que la naturaleza misma, el conjunto de las leyes que la rigen, bastando conocer una cualquiera de ellas o una verdad, sea la que fuere, para eximirse de la nota de ateo. Creer en Dios, según M. Cousin, es creer en la verdad; la teología natural no es más que la ciencia de los seres en abstracto; y la religión no es otra cosa que una palabra, añadida a esta verdad: con esta teoría tenemos proclamado sin rodeos el panteísmo: según ella, Dios es todo, y todo es Dios: es decir, que el ser infinitamente perfecto, esencialmente distinto de la naturaleza, será una quimera; pues que no hay otro ser que la naturaleza misma: todo cuanto existe, todo será fenómenos de la substancia universal, de ese ser único que todo lo absorbe, que todo lo identifica en sí mismo, que es a un tiempo espíritu y materia, que es activo e inerte, que ha existido siempre y siempre existirá; y, por consiguiente, no hay creación, y todas las transformaciones que vemos en el universo, no son otra cosa que diferentes fases de un ser único que se modifica de varias maneras.

No crea V., mi estimado amigo, que estas doctrinas de M. Cousin con respecto a Dios fuesen vertidas como al acaso, sin estar enlazadas con otros principios que las sostuviesen. Muy al contrario, ellas son las consecuencias del principio fundamental de los panteístas sobre la substancia; he aquí cómo la define en sus Fragmentos filosóficos (tom. 1.º, página 312 de la 3.ª edición): «La substancia es aquello que no supone nada fuera de sí, relativamente a la existencia.» Tenemos, pues, que la substancia ha de ser única, ya que en su esencia excluye la coexistencia de otros seres; luego todo cuanto existe, finito o infinito, no puede ser más que una substancia única; luego los seres que a nosotros nos parecen distintos, no son en realidad otra cosa que modificaciones del ser universal, único, que todo lo identifica en sí. Estos corolarios no asustan a M. Cousin, antes bien los adopta como la única doctrina razonable. «Una substancia absoluta, dice, debe ser única para ser absoluta... Las substancias relativas destruyen la idea misma de substancia; y substancias finitas que suponen fuera de ellas otra substancia con la cual se ligan, se parecen mucho a fenómenos» (página 63). «La substancia de las verdades absolutas, dice en otro lugar, es necesariamente absoluta; y, si es absoluta, es también única, porque, si no es única, se puede buscar alguna cosa que exista fuera de ella, y entonces se sigue que ella no es más que un fenómeno relativamente a este nuevo ser, el cual, si se dejase sospechar que fuera de él existía también alguna cosa, perdería a su vez la naturaleza de ser, y no sería más que un fenómeno. El círculo es infinito: o no hay substancia, o no hay más que una» (pág. 312).

No cabe profesar con más claridad el principio fundamental de los panteístas; sólo faltaba saber si M. Cousin admitía en toda su extensión la doctrina de la escuela de Espinosa. Desgraciadamente encontramos un pasaje donde formula su pensamiento de la manera más explícita que imaginarse pueda, diciendo: «El Dios de la conciencia no es un Dios abstracto, un rey solitario, relegado más allá de la creación sobre el trono desierto de una eternidad silenciosa, y de una existencia absoluta que se parece a la misma nada. Es un Dios a un tiempo verdadero y real, a un tiempo substancia y causa, siempre substancia y siempre causa; no siendo substancia, sino en cuanto es causa, y causa, sino en cuanto es substancia; es decir, siendo causa absoluta, uno y muchos, eternidad y tiempo, espacio y número, esencia y vida, indivisibilidad y totalidad, principio, fin y medio, en la cumbre del ser y en su más humilde grado, infinito y finito a un tiempo, triple en fin, es decir, a un mismo tiempo Dios, naturaleza y humanidad. En efecto, si Dios no es todo, es nada; si es absolutamente indivisible en sí, es incomprensible; y su incomprensibilidad es para nosotros su destrucción. Incomprensible como fórmula y en la escuela, Dios es claro en el mundo que le manifiesta, y para el alma que le posee y le siente: estando en todas partes, vuelve en algún modo a sí mismo en la conciencia del hombre, del cual él constituye indirectamente el mecanismo y la triplicidad fenomenal, por el reflejo de su propia voluntad y la triplicidad substancial, de la cual él es la identidad absoluta» (tomo 1.º, prefacio de la 1.ª edición, pág. 76).

Después de una declaración tan terminante, no creo, mi estimado amigo, que pueda V. dudar de la mente del filósofo; y, sean cuales fueren las declaraciones de cristianismo que en otras partes haya hecho M. Cousin, convendrá V. con nosotros en que se las debe mirar como una especie de cumplimientos que dispensa a la religión dominante, y no como la expresión de la fe, ni siquiera de sanas convicciones filosóficas. Yo por lo menos no alcanzo cómo puede profesarse más abiertamente el panteísmo, que diciendo claramente que Dios es uno y muchos, eternidad y tiempo, espacio y número, esencia y vida, indivisibilidad y totalidad, principio, fin y medio, en la cumbre de los seres y en su grado más humilde, infinito y finito a un mismo tiempo, y a un mismo tiempo Dios, naturaleza y humanidad, compendiando el pensamiento en estas inequívocas palabras: «Si Dios no es todo, es nada».

Asentados semejantes principios, bien se deja suponer que las doctrinas morales de M. Cousin no serán muy conformes a la religión cristiana; pues que la profesión del panteísmo trae consigo el anonadamiento de la libertad humana. Porque es evidente que, siendo el hombre, según las doctrinas panteístas, un mero accidente de la substancia única, todo cuanto él piense, quiera o haga, serán modificaciones de la substancia universal; por lo mismo, desaparece la libertad del individuo, ya que éste no tiene una existencia distinta y propia, y cuanto en él se encierra pertenece al ser único que le absorbe. Así es que M. Cousin no tiene reparo en decir: «el hombre no es libre de una manera absoluta, porque esta fuerza de que está dotado, una vez caída en el espacio y en el tiempo, pierde de su carácter ilimitado y absoluto». (Introducción general al Curso de 1820, págs. 66 y 67.) En otro lugar, explicando lo que es libertad, dice: «Un ser es libre cuando lleva en sí mismo el principio de sus actos, cuando en el ejercicio de su fuerza sólo obedece a sus propias leyes.» (Curso de 1818, pág. 40.) De suerte que, según este filósofo, para ser libre no es necesario tener la elección entre obrar y no obrar, y entre obrar esto o aquello, sino que es suficiente el tener en sí mismo el principio de sus actos, y no obedecer más que a sus propias leyes. Así el bruto que tiene en sí mismo el principio de sus actos, el demente, el imbécil, en una palabra, todos los seres que tienen en sí mismos el principio de su acción, serán tan libres como el hombre en sano juicio y en la plenitud del conocimiento.

La revelación y hasta todas las religiones quedan reducidas a la nada con las teorías de M. Cousin; y en vano es que este filósofo se empeñe en sostener que sus doctrinas no están reñidas con el cristianismo. Después de haber leído los anteriores pasajes, ciertamente encontrará V. muy peregrino el lenguaje de M. Cousin cuando se atreve a decir lo siguiente en el prefacio de sus Fragmentos: «¿Qué puede haber entre mí y la escuela teológica? ¿Por ventura yo soy un enemigo del cristianismo y de la Iglesia? En los muchos cursos que he hecho y libros que he escrito, ¿puédese acaso encontrar una sola palabra que se aparte del respeto debido a las cosas sagradas? Que se me cite una sola, dudosa o ligera, y la retiro, la repruebo como indigna de un filósofo. ¿Será tal vez que, sin quererlo ni saberlo yo, la filosofía que enseño haga vacilar la fe cristiana? Esto sería más peligroso, y, al mismo tiempo, menos criminal, porque no siempre es ortodoxo quien quiere serlo. Veamos cuál es el dogma que mi teoría pone en peligro. ¿Es el del Verbo, el de la Trinidad, u otro cualquiera? Dígase, pruébese o ensáyese de probarlo: ésta será cuando menos una discusión seria, verdaderamente teológica: yo la acepto de antemano, y la solicito.»

Ya ve V., mi estimado amigo, que M. Cousin entiende la religión cristiana de un modo bien singular; pues que, después de haber profesado el panteísmo, es decir, después de haber destruido la idea fundamental de toda verdadera religión, que es la de un Dios esencialmente distinto de la naturaleza, todavía está empeñado en pasar plaza de verdadero fiel, y no quiere que se diga que se ha desviado de las doctrinas del cristianismo. V., que no tiene interés en ver las cosas al revés de lo que son, no podrá concebir cómo un hombre grave se atreve a consignar en sus obras semejantes palabras, después de haber manifestado en escritos anteriores cuál era su modo de pensar sobre las verdades a que rinde en el citado pasaje tan humilde acatamiento. Esta extrañeza se le desvanecerá a usted algún tanto, cuando sepa que M. Cousin no admite, como él dice, la tiranía del principio absoluto de que jamás es lícito engañar, y que en su opinión hay engaños inocentes, los hay útiles y hasta obligatorios. (Traducción de Platón, t. 4, págs. 276-277.) Quien de tal modo niega a Dios su naturaleza, y al hombre su libre albedrío, no es mucho que no escrupulice en legitimar la mentira; lo singular es que él se haya podido hacer la ilusión de que semejante engaño en lo tocante a sus doctrinas había de alucinar a nadie. Es tan vivo el contraste, o, mejor diremos, la contradicción entre unos y otros pasajes, que para no verla sería preciso cerrar los ojos a lo que es más claro que la luz del día.

Con esta breve reseña habrá formado V. concepto de lo que son esos sistemas filosóficos, en los cuales suponía V. tendencias espiritualistas muy sanas, y hasta muy conformes con la enseñanza del cristianismo. Así habrá podido V. rectificar, o, mejor diré, variar la opinión que había formado sobre el clero católico de Francia, imaginándose que sus clamores contra el veneno de alguno de los jefes de la Universidad eran declamaciones fanáticas, nacidas únicamente del espíritu de intolerancia, y del empeño de encerrar el entendimiento humano en los límites prescritos por el antojo de los eclesiásticos. Ahora, para en adelante, me tomaré la libertad de advertirle a V. que, cuando lea en alguna de nuestras publicaciones científicas y literarias fallos magistrales sobre este linaje de materias, no se deje V. sorprender fácilmente por el tono de seguridad con que se expresa el escritor; que las más veces, lejos de enterarse a fondo del estado de la cuestión, no hace más que traducir al pie de la letra las palabras de algún periódico de allende los Pirineos. Y como quiera que los que más en boga andan en ciertas regiones, no son los más adictos a las doctrinas católicas, acontece que el fallo emitido con aire de imparcialidad y de pleno conocimiento de causa, es copia literal de una de las partes, sin que el escritor español se haya tomado la pena de escuchar los descargos que hubiera alegado la otra. Pero basta de la filosofía de Schelling, Hegel y Cousin, pues que, si mucho no me engaño, debe de estar V. medianamente fatigado, con la substancia universal, y las transformaciones, y los fenómenos, y el ser único que se revela a sí mismo en la conciencia humana, y semejantes abstracciones, de la alta concepción de esos filósofos que se levantan a inmensa altura sobre el resto de la humanidad, olvidándose en su atrevido vuelo, de llevar consigo las nociones del sentido común. Nosotros, que a tanto no alcanzamos, cuidaremos de no desviarnos hasta tal punto de los senderos trazados por una razón juiciosa, sin que nos importe mucho el que se nos diga que recibimos la inspiración de musa pedestre. Entre tanto vea V. en qué puede complacerle este su atento y S. S. Q. B. S. M.

J. B.


Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta VIII: Los nuevos espiritualistas franceses y alemanes.