Balmes Jaime - Etica




ÉTICA

JAIME BALMES





PRÓLOGO

    ÉTICA llamo a la ciencia que tiene por objeto la naturaleza y el origen de la moralidad. Cuál sea el verdadero sentido de la palabra moralidad, no se puede explicar aquí, pues que a ello se dedica una parte considerable de este volumen. Algunos han dado a la Ética el título de “arte de vivir bien”: lo cual no parece exacto, pues que, si se reuniesen todas las reglas de buena conducta, sin acompañarlas de examen, formarían un arte” mas no una “ciencia”.

    Fácil me hubiera sido escribir un grueso volumen de ÉTICA, o filosofía moral: es materia que en las riquezas abundan, y se las puede tomar de otros, sin que se conozca el plagio; pero he preferido reducir el tratado a pocas páginas, ya porque lo requiere el género de la obra, ya también porque las ideas para germinar, conviene que no estén desleídas. Lo que importa es asentar los principios, e indicar con claridad y precisión el mo do de aplicarlos: ciertos pormenores corresponden a una obra de moral pero no a una de filosofía moral. La palabra filosofía expresa aquí examen y análisis de los fundamentos de la moral y de sus conclusiones capitales: si se quisiese descender hasta las últimas consecuencias, sería preciso contar con más tiempo del que suele emplearse en esta enseñanza.

    Se notará que no trato separadamente ni del sentido ni del sentimiento moral: sólo hablo de ellos, cuando la materia respectiva va ofreciendo la ocasión. Si por sentido moral se entiende la percepción instintiva de ciertas relaciones morales, queda incluido en el sentido común, del cual forma un ramo: si se le quiere tomar en otra acepción, no la comprendo. El sentimiento moral es lo que indica su nombre: el sentimiento, en sus relaciones morales. Como mero sentimiento, es una inclinación que nada significa en el orden moral, hasta que se subordina a la libertad, y se encamina a un objeto, con sujeción a las condiciones, en cuyo supuesto el criterio de su moralidad se halla en alguno de los capítulos que tratan de los deberes y derechos. Todo sentimiento se refiere al sujeto o al objeto: así están señaladas sus reglas, cuando se han fijado las de la moral en todas sus relaciones.

    En el orden de materias no he seguido el método común: no es necesario exponer aquí los motivos, ni lo consiente tampoco la brevedad que me he propuesto. No obstante, para juzgar de si he acertado o no, hay un medio sencillo: leer el tomo con la mira de buscar un cuerpo de ciencia, resultado de un examen riguroso. Si el libro llena este objeto, el método es bueno; si no, errado.

    He procurado presentar las cuestiones bajo el aspecto reclamado por las necesidades de la época: si en algo conviene atender a esta circunstancia, es indudablemente en la moral. Fuera de las Academias, pocos hablan de ideología y psicología; pero las cuestiones sobre la sociedad, el poder público, la propiedad, el suicidio, se agitan en todas partes. Es preciso tener sobre ellas ideas fijas, para preservarse del extravío, y es indispensable saber tratarlas con el método y estilo de la época, so pena de dañar a la verdad, desluciéndola.


CAPÍTULO PRIMERO: Existencia de las ideas morales y su carácter práctico

1. 1. Hay en todos los hombres ideas morales. Bueno, malo, virtud, vicio, lícito, ilícito, derecho, deber, obligación, culpa, responsabilidad, demérito, son palabras que emplea el ignorante, como el sabio, en todos tiempos y países: éste es un lenguaje perfectamente entendido por todo el linaje humano, sean cuales fueren las diferencias en cuanto a la ampliación del significado a casos especiales.

2. 2. Las cuestiones de los filósofos sobre la naturaleza de las ideas morales confirman la existencia de las mis mas; no se buscaría lo que son, si no se supiese que son. No cabe señalar un hecho más general que éste; no cabe designar un orden de ideas de que nos sea mas imposible despojarnos: el hombre encuentra en sí propio tanta resistencia a prescindir de la existencia del orden moral, como de la del mundo que percibe con los sentidos.

    Imaginaos el ateo más corrompido; el que con mayor impudencia se mofe de lo más santo; que profese el principio de que la moral es una quimera y de que sólo hay que mirar la utilidad en todo, buscando el placer y huyendo del dolor; ese monstruo, tal como es, no llega todavía a ser tan perverso como él quisiera, pues no consigue el despojarse de las ideas morales. Hágase la prueba: dígasele que un amigo a quien ha dispensado muchos favores, acaba de hacerle traición: “¡qué ingratitud!” exclamará, “¡qué iniquidad!”. Y no advierte que la ingratitud y la iniquidad son cosas de orden puramente moral que él se empeña en negar. Figurémonos que el amigo traidor se presenta y dice al ofendido: “es cierto, yo he hecho lo que usted llama una traición, usted me dispensaba favores; pero, como de la traición me resultaba una utilidad mayor que los beneficios de usted, he creído que era una puerilidad el reparar en la justicia y en el agradecimiento”. ¿Podrá el filósofo dejar de irritarse a la vista de tamaña impudencia? ¿No es probable que le llamará infame, malvado, monstruo, y otros epítetos que le sugiera la cólera? Y, no obstante, éste es el mismo filósofo que sostenía no haber orden moral, y que ahora le proclama con una contradicción tan elocuente. Quitad el interés propio; hacedle simple espectador de acciones morales o inmorales: y la contradicción será la misma. Se le refiere que un amigo expuso su vida, para salvar la de otro amigo: “¡qué acción más “bella”! dirá el filósofo. Por algunas talegas de pesos fuertes, un militar entregó una fortaleza, lo que causó la ruina de su patria; ¡qué villanía, qué bajeza, qué infamia! dirá también el filósofo. Esto, ¿qué prueba? Prueba que las ideas morales están profundamente arraigadas, en el espíritu, que son inseparables de él, que son hechos primitivos, condiciones impuestas a nuestra naturaleza, contra las que nada pueden las cavilaciones de la filosofía.

1. 3. Las ideas morales no se nos han dado como objetos de pura contemplación, sino como reglas de conducta; no son especulativas, son eminentemente prácticas; por esto no necesitan del análisis científico para que puedan regir al individuo y a la sociedad. Antes de las escuelas filosóficas había moralidad en los individuos y en los pueblos, como antes, de los adelantos de las ciencias naturales la luz inundaba el mundo y los animales se aprovechaban de los fenómenos notados y explicados por la catóptrica y la dióptrica.

 4. Así, pues, al entrar en el examen de la moral, es preciso considerar que se trata de un hecho; las teorías no serán verdaderas, si no están acordes con él. La filosofía debe explicarle, no alterarle: pues no se ocupa en un objeto que ella haya inventado y que pueda modificar sino en un hecho que se le da para que lo examine.

 Por este motivo, los elementos constitutivos de las ideas morales es necesario buscarlos en la razón, en la conciencia, en el sentido común. Siendo reguladores de la conducta del hombre, no pueden estar en contradicción con los medios preceptivos del humano linaje; y, debiendo dominar en la conciencia, han de encontrarse en la conciencia misma.

2. 5. La razón, el sentido común, la conciencia, no son exclusivo patrimonio de los filósofos: pertenecen a todos los hombres; por lo que la filosofía moral debe comenzar interrogando al linaje humano para que de la respuesta pueda sacar qué es lo que se entiende por moral o inmoral, y cuáles son las condiciones constitutivas de estas propiedades.


CAPÍTULO II: Condiciones indispensables para el orden moral

1. 6. No hay moralidad ni inmoralidad cuando no hay conocimiento: nadie ha culpado jamás a una piedra, aunque con su caída haya producido un desastre; ni ha juzgado meritoria la influencia del agua, que da a las plantas verdor y lozanía. Este conocimiento, necesario para la moral, debe ser superior a la percepción puramente sensitiva: por cuya razón están exentos de responsabilidad los brutos. La moral exige un conocimiento de relaciones, capaz de comparar los medios con los fines: una percepción inteligente; cuando esto falta, hay acciones físicas, provechosas o nocivas, pero no morales o inmorales.

2. 7. De esto inferiremos que la primera condición para que una acción pueda pertenecer al orden moral, es la “inteligencia” en el ser que la ejecuta. El orden moral corresponde, pues, únicamente al mu ndo intelectual, y de tal modo, que las criaturas racionales sólo están en él mientras usan de razón. En el sueño, u otra situación cualquiera en que el uso de la razón esté interrumpido, no hay orden moral: y, si se imputan algunas acciones, como al borracho el asesinato, es porque con su conocimiento anterior había podido prever la perturbación mental y sus consecuencias.

2. 8. El conocimiento de lo que se ejecuta no es suficiente, si el sujeto no obra con espontaneidad libre. Espontaneidad, porque si se procediese por violencia, como uno a quien se forzase la mano para escribir; no habría acción del sujeto, éste no sería más que un instrumento del agente principal. Libertad, porque, aun suponiendo que el acto se ejerce con espontaneidad y hasta con vivo placer, no hay orden moral, si el sujeto obra por un impulso irresistible, si no puede evitar la acción que ejecute. El niño que no ha llegado al de la razón, el demente, el delirante, hacen muchos de sus actos con espontaneidad, sin violencia de ninguna especie, tal vez con mucho gusto; y, sin embargo, sus acciones no son laudables ni vituperables; no pertenecen al mundo moral, porque el sujeto que obra no procede con libertad de albedrío.

2. 9. La inteligencia, o sea un conocimiento de relaciones, y la libertad, son necesarias para el orden moral pero es preciso notar que por relaciones se entiende algo más que la de los medios con los fines; y por la libertad, algo más también que la simple facultad de hacer o no hacer, o de hacer esto o aquello; se entiende cierto grado de conocimiento y de libertad, que no siempre se puede fijar con absoluta precisión, pero que determinan aproximadamente la razón y el sentido común. Un ejemplo hará comprender lo que quiero decir.

. Un demente intenta escapar de su encierro, y dispone los medios de la manera más adecuada; suple la llave con algún hierro que tiene a la mano, sale callandito, evita el encuentro de los vigilantes, arrima una escalera en la pared, se descuelga a la calle por una cuerda para evitar el daño de la caída, se dirige a la casa de su antiguo enemigo, y le asesina. No hay duda que muchos dementes son capaces de proceder así, y, por consiguiente, hay en ellos un conocimiento de relación de los medios con el fin. Si al salir de la puerta de su encierro, hubiese visto a un vigilante, habría retrocedido, e indudablemente lo hubiera hecho, si a la vista se sig uiera la amenaza: por donde se conoce que, al ejecutar su acción, no obraba con un impulso del todo irresistible, y podía dejar de obrar, en entendiendo que le tenía más cuenta para evitar el castigo: conservaba, pues, alguna libertad: no obraba por un impulso irresistible. Sin embargo, nadie dirá que el demente fuera responsable del asesinato; si algún día volviese a la razón, el recuerdo del homicidio no le rebajaría a los ojos de los demás hombres; sería digno de lástima, mas no de vituperio.

3. 10. Para el orden moral, se necesita una capacidad de conocer la moralidad de las acciones, y de conocer libremente, conforme a este conocimiento; la criatura intelectual no está en el orden moral, sino cuando se halla completa, por decirlo así; cuando, aunque no reflexione actualmente, es al menos capaz de reflexionar sobre el orden moral. Esto es tan cierto, que no se culpa a quien comete con pleno conocimiento y libertad un acto, cuya malicia moral ignoraba invenciblemente. En el orden físico, los actos son lo que son, prescindiendo del conocimiento de quien los ejecuta; pero en el moral, todo depende del conocimiento y libertad del que obra; Y este conocimiento y libertad deben ser capaces de referirse al mismo orden moral; de lo contrario, no producen acciones que pertenezcan a él.


CAPÍTULO III: Necesidad de una regla

1. 11. Capacidad de conocer lo que se ejecuta en el orden físico y en el moral, y libertad para obrar o no obrar: he aquí las condiciones que se necesitan para que un acto pueda ser digno de alabanza o vituperio; así lo enseña la razón, lo juzga el sentido común y lo confirma la legislación de todos los pueblos. Pero hasta aquí hemos encontrado las condiciones necesarias, mas no las constituyentes; sabemos que aquellas son indispensables para el orden moral, sin conocer, por eso, cuál es la esencia de la moralidad. Con conocimiento y libertad se hacen cosas buenas o malas, morales o inmorales; ¿en qué consiste esa bondad y malicia, esa moralidad e inmoralidad? ¿Cuál es la razón de que el mismo conocimiento y libertad produzcan acciones buenas o malas, según los objetos a que se aplican? Y, ante todo, ¿hay alguna regla fija que distinga lo bueno de lo malo?

2. 12. En el universo está todo en un orden, y no debían formar excepción de esta regla las criaturas racionales. Pero ese orden no podía ser en ellas el efecto de una ley necesaria, a no mutilar su naturaleza, despojándola del libre albedrío. Era preciso, pues, que en el ejercicio de sus facultades estuviesen sujetas a un orden que no las violentase y que les dejase lugar a la trasgresión. Por donde se ve que la ley moral no es para las criaturas racionales una influencia de fuerza, sino de atracción, de limitaciones en varios sentidos pero que siempre respeta su libertad de obrar. El que sabe la pena en que incurre si falta a sus deberes, tiene limitada su acción por la influencia del temor; el que espera una recompensa de su obra, está atraído por el deseo del premio; pero ambos motivos, así el repulsivo como el atractivo, aunque puedan ejercer más o menos influencia sobre la voluntad, la dejan siempre libre: el uno puede cometer el delito arrostrando la pena; y el otro puede omitir la buena acción renunciando al premio.

3. 13. Por lo mismo que la criatura libre no tiene un principio determinante necesario de sus acciones, es preciso buscar alguna regla a que pueda atenerse, o bien dejarla abandonada a todos los impulsos de su naturaleza. Esto último equivaldría a degradar la criatura racional, haciéndola de condición inferior a la de los brutos y aun de los seres inanimados; pues que éstos tienen una re gla a la cual se conforman por necesidad. Todo ser criado ejerce sus funciones en el orden del universo; y del ejercicio de ellas no puede estar abandonado al acaso, si se quiere que el ser pueda, llenar el objeto de su destino. Así, pues, será necesario convenir en que las acciones libres han de tener alguna regla; y en la conformidad a la misma debe consistir la moralidad.

4. 14. Esta regla no depende del arbitrio de los hombres; las acciones no son morales o inmorales porque se haya establecido así por un convenio, sino por su íntima naturaleza, ¿podrían los hombres haber hecho que la piedad filial, fuese un vicio y el parricidio una acción virtuosa; que el agradecimiento fuese malo y la ingratitud buena; que fuera vituperable la lealtad y laudable la perfidia; que la templanza mereciese castigo y la embriaguez, fuera digna de premio? Es evidente que no; las ideas de bien y de mal convienen naturalmente a ciertas acciones; nada puede contra eso la voluntad del hombre. Quien afirme que la diferencia entre el bien y el mal es arbitraria, contradice a la razón, al grito de la conciencia, al sentido común, a los sentimientos más profundos del corazón, a la voz de la humanidad, manifiesta en la experiencia de cada día y en la historia de todos los tiempos y países.


CAPÍTULO IV: La regla de la moral no es el interés privado

1. 15. Supuestas la necesidad y existencia de una regla, y probado que no es arbitraria, sino natural, busquemos cuál es.

2. 16. Entre los errores que se han vertido sobre la materia, merece un lugar preferente el que confunde la mo ralidad con la utilidad privada. Según esto, lo útil a un individuo es moral para él; lo nocivo, inmoral; lo que no daña ni aprovecha, es indiferente; el orden moral es el conjunto de las relaciones de utilidad: quien obra con arreglo a ellas, obra bien; quien las perturba, obra mal. Las facultades de un ser deben dirigirse a proporcionarle el mayor bienestar posible: la relación con el grado de este bienestar es la medida de la moralidad de las acciones.

2. 17. Desde luego salta a los ojos que este sistema erige en base de la moralidad el egoísmo: así comienza por fundarla en lo que le repugna, en lo que la destruye, a no ser que se engañe la humanidad entera. “Este hombre es un egoísta; para él nada hay bueno, sino lo que le ofrece alguna utilidad”: he aquí una terrible acusación, según la conciencia de todo el género humano; y, no obstante, esta acusación se convierte en elogio en el sistema que combatimos. “Este hombre es egoísta: sólo atiende a su utilidad; sólo a ella respeta significará ese absurdo: “el egoísta es altamente moral, pues que sólo respeta la utilidad, esencia de la moralidad”.

 Esta observación basta y sobra para destruir tan errónea doctrina; sin embargo, bueno será examinarla y refutarla con más extensión y bajo todos sus aspectos.

2. 18. ¿Qué es la utilidad? Es el valor de un medio para lograr un fin. Un caballo es útil, porque nos sirve para montar o conducir efectos; el dinero es útil, porque nos sirve para proveernos de lo que necesitamos; la pluma es útil, porque nos sirve para escribir. Cuando una cosa no conduce a otra, se llama inútil para ella. Así pues, las ideas de utilidad e inutilidad son esencialmente relativas; lo que es útil para una cosa, es inútil para otra. Lo que no sólo no conduce al fin, sino que lleva a lo contrario, no se llama inútil, sino dañoso o nocivo. Para andar con desembarazo, sirve la ligereza del traje: será útil con relación al objeto de andar; según la estación, puede ser cómoda: entonces será útil para la comodidad; en invierno pudiera acarrear un catarro: será, pues, dañosa a la salud.

3. 19. Siendo la utilidad una cosa relativa, cuando se quiera cimentar la moral sobre la utilidad privada, es necesario comenzar por la definición de ésta, determinando el fin a que nos hemos de referir: según sea el fin, será la utilidad. Sardanápalo creía hacer una cosa que la era muy útil embriagándose de placeres, lo que consideraba como el sumo bien, supuesto que hacía poner en su busto la famosa inscripción, de la cual dijo con verdad Aristóteles que no era de un rey, sino de un buey: “Tengo lo que comí, bebí y gocé; lo demás, ahí queda”. Pero, si hubiésemos preguntado a Sócrates si miraba la frugalidad como dañosa o inútil, hubiera dicho que, además de juzgarla moral, la creía muy “útil” a la salud y aun, para ciertos goces. Así lo manifestó cuando, preguntando un día por qué daba un fuerte paseo, respondió: “estoy sazonando la cena con el mejor condimento, que es el hambre”.

4. 20. Si se hace consistir el fin en el placer, es preciso expresar en cuál, si en los sensibles o en los intelectuales; que también tiene los suyos la inteligencia.

5. 21. Poner el fin del hombre en los placeres es trastornar el orden de la naturaleza, tomando los medios por fines y los fines por medios. El placer de la comida se nos ha concedido para impelernos a satisfacer esta necesidad y hacemos el alimento más saludable: no nos alimentamos para sentir placer; sentimos, placer para que nos alimentemos. Lo propio se puede decir de los demás, y, en sentido opuesto, de los dolores.

5. 22. La prueba de que el fin no es el placer sensible, se ve en la limitación de las facultades para gozar; el gastrónomo más voraz está condenado a privarse de mu chas cosas, si no quiere morir; y, para la inmensa mayoría de los hombres, los placeres de la mesa se reducen a un círculo mucho más estrecho. Todos los demás goces algo vivos están sujetos a la misma ley: quien la infringe, sufre; si continúa, pierde la salud, y si se obstina muere.

6. 23. Los placeres a que se ha dado mayor latitud, y cuyo goce está únicamente limitado por las precisas necesidades del reposo de los órganos, son aquellos que acompañan al ejercicio de la vista, del oído y del tacto, en sus relaciones ordinarias. Vemos, oímos, tocamos continuamente, sin experimentar ningún daño; al ejercicio de estos sentidos está unido cierto placer suave, que el autor de la naturaleza nos ha otorgado para amenizar las funciones de la vida. Pero, es de notar que las sensaciones que no nos destruyen ni fatigan, son las que nos ponen en comunicación con el mundo externo, las que sirven a la inteligencia: indicio seguro de que el hombre no entiende para gozar sensiblemente, sino que goza sensiblemente para entender.

7. 24. No puede ser verdadera una doctrina cuyas aplicaciones no se atreve a sostener quien conserve un rastro de pudor. El epicúreo consecuente debiera hablar de este modo: “mi fin es el placer: ésta es la única regla de moral; gozo cuanto puedo; y sólo ceso cuando temo morir; sin este peligro no pondría ningún límite a la sensualidad; los festines, las orgías, los desórdenes de todas clases formarían el tejido de mi vida; y entonces sería yo el hombre moral por excelencia, porque me atendría con rigor al principio de la moralidad: el goce”. ¿Quién puede sufrir tamaña impudencia? ¿Quién se atre ve a semejante lenguaje?

8. 25. No siendo el placer sensible la regla de la moral, ¿lo será tal vez la salud, aquel estado en que se ejercen con orden y armonía todas las funciones de nuestra organización? ¿Podremos decir que es moral lo que conduce a la conservación de la salud, y, por consiguiente, de la vida?

8. 26. Desde luego salta a los ojos la extrañeza de confundir lo moral con lo saludable, y de poner lo principal de la moralidad en un lugar tan prosaico como es la cocina. En sentido común distingue entre la sanidad y la moralidad; reconoce acciones morales e inmorales con relación a los alimentos, a las habitaciones y a cuanto contribuye a la conservación de la salud y de la vida; pero cree que la moralidad es algo superior a estas cosas; que sólo se aplica a ellas cómo a un caso particular, por la unión del ser inteligente y libre a un cuerpo sujeto a esta especie de necesidades.

8. 27. La salud y la vida no son para sí mismas, sino para el ejercicio de las facultades vitales: la armonía de la organización no es un fin; es un medio para que los órganos funcionen bien; luego el tomar la salud y la vida como fines, es trasformar el orden. Suponed un individuo perfectamente sano: si la moralidad consiste en la salud, éste será el hombre moral por excelencia; recostadle, pues, en un blando sofá; conservadle bien, con sus ojos claros, su tez brillante, sus mejillas encarnadas; y mostradle a los demás diciendo: “he aquí la virtud en persona; he aquí el fin de toda moral: estar bien rollizo y fresco.

 La salud y la vida son para ejercer las facultades; y, como ya hemos visto que el término de éstas no es el placer sensible, lo hemos de buscar en otros superiores: en el entendimiento y la voluntad.

9. 28. ¿La moralidad se fundará en la inteligencia, de suerte que sea moral todo lo que conduzca al desarrollo de las facultades intelectuales, e inmoral lo que a esto se oponga?

    No cabe duda en que esta opinión no o frece la repugnante fealdad de las anteriores: el desenvolver las facultades intelectuales es una acción noble, digna del ser que las posee; el sentido moral no se subleva contra quien nos presenta el término del hombre en la esfera intelectual; la contemplación de la verdad es un acto noble, digno de uno, criatura racional. Sin embargo, esta idea, por sí sola, no nos explica el cimiento de la moralidad: nos agrada la acción de entender; pero todavía preguntamos en qué consiste ese carácter moral de que la inteligencia se reviste, en qué la inmoralidad que con frecuencia la afea y la degrada. Fingid una criatura racional, que conoce a su Autor, que por el estudio de su naturaleza halla cada día nuevas razones para admirar la sabiduría del Hacedor supremo, y que, sin embargo, se levanta contra Dios, le blasfema, y desea que no exista: esa criatura, aunque continúe desenvolviendo y perfeccionando su in teligencia con el estudio y la contemplación de altas verdades, ¿será moral? Claro es que no. Imaginad un filósofo que, dominado por la pasión del saber, no perdona medio ni fatiga para acrecentar sus conocimientos, y que, con el fin de proporcionarse lo que desea, olvida los deberes de su familia y sociedad, y es, además, injusto, reteniendo libros que no le pertenecen, usurpando pro piedades de otros para acudir a los gastos de sus experimentos, viajes y demás que necesita y a que no alcanzan sus caudales; suponed que es orgulloso, insolente, inhumano; ¿será moral? ¿Le bastará para la moralidad su ardiente pasión por la ciencia? Es evidente que no.

    Luego la inteligencia no es la moralidad; luego la perfección del entendimiento no es la única regla de la moral. Una alta inteligencia puede concebirse con profunda inmoralidad; en cuyo caso, lejos de que la elevación de la primera excuse a la segunda, la hace más culpable; la falta es tanto mayor, cuanto más claro es el conocimiento que de ella se tiene.

    29. No hallamos, pues, en la utilidad privada el fundamento de la moralidad; ni aun refiriéndola a las facultades intelectuales, nos da la regla buscada; el ejercicio de éstas debe someterse a la regla, pero no son la regla misma. De lo cual se infiere que el egoísmo, ni aun en la acepción más elevada de esta palabra, no puede ser el fundamento de la moralidad. Sucede en esto como en las verdades del orden intele ctual puro: si se quiere encontrar la razón de su verdad, necesidad y universalidad, es preciso salir del individuo y extender la vista por regiones más dilatadas.


CAPÍTULO V: La moralidad no es la relación a la utilidad pública

1. 30. Al desaparecer el interés privado, se ofrece desde luego el común: ¿será posible cimentar la moralidad, en la utilidad de todos; por manera que lo que conduzca al bien común sea moral, y lo que a él se oponga sea inmoral?

 31. Desde luego ocurre una grave dificultad contra esta doctrina: ella rechaza al egoísmo como base de la moral; pero, en cambio, exime de la moralidad al individuo en aquellas acciones que no tengan relación con la sociedad; de suerte que, para un individuo solo, aislado, no habría orden moral. La razón es evidente: si moralidad es la relación al bien común, cuando esta relación falta, no hay ni puede haber moralidad: la consecuencia es profundamente inmoral, pero legítima, necesaria; no hay medio de eludirla.

 Según esta doctrina, un ser inteligente, considerado en sus relaciones con Dios, no estaría sujeto a la moral por manera que si no hubiese sociedad, si hubiese un hombre solo en el mundo, este hombre podría hacer lo que quisiese con respecto a sí y a Dios, sin infringir leyes morales. Además, muchas de nuestras acciones exteriores e interiores no tienen ninguna relación con la sociedad; son actos puramente individuales que no favorecen ni dañan al bien común. Admito que la moralidad nace únicamente de sus relaciones con este bien, gran parte de nuestras acciones queda fuera del orden moral; lo que, a más de ser contrario a la razón y al sentido común, es un manantial de inmoralidad. No; no es necesaria la sociedad para que tengan existencia y aplicación las ideas mo rales; una criatura inteligente, que estuviese sola en el universo, tendría sus deberes, para consigo y con el Criador: desde el momento que hay inteligencia y libertad, hay el orden moral, que es su regla.

2. 32. A más de estas dificultades, ocurre otra, que no es de menos gravedad. Si la norma de la moral fuese el bien común, sería preciso explicar en qué consiste este bien. ¿Será el desarrollo de la inteligencia, será el bienestar material, o ambas cosas a un tiempo? En todos loa supuestos la moralidad quedará fluctuante. Porque, si la inteligencia es al fin, se podrá descuidar el bienestar material, y no será inmoral el dañarle ni el destruirle. Si se sobrepone el bienestar material, entonces la perfección de los pueblos consis tirá en la mayor cantidad posible de goces; el epicureismo, condenado en el individuo, lo trasladaremos a la sociedad. Si son ambas cosas a un tipo, falta saber en qué proporción se han de combinar: si se ha de sacrificar el uno al otro en ciertos casos; y en favor de cuál se ha de resolver el conflicto. Nada habrá constante; la moralidad flotará a merced de las pasiones y caprichos de los hombres; lo que unos llamaran moral, lo que éstos alabarán como virtud, aquellos lo condenarán como vicio.

3. 33. Esta incertidumbre afectará mucho más a los actos individuales que no se refieran inmediatamente al bien común. El suicida dirá: “a la sociedad no le “conviene” un miembro que sufre tanto como yo; yo quiero hacerle un bien, apartando de su vista este cuadro aflictivo” y se matará. El ofendido por una palabra dirá: “a la sociedad no le “convienen” hombres sin honra; yo debo lavar la mía con la sangre de mi enemigo, o morir”, y se batirá en duelo. El pródigo dirá: “a la sociedad le conviene” el progreso de la industria y del comercio; yo lo fomento con mi lujo y disipación; la suerte de mis hijos, cuyo porvenir destruyo, no vale tanto como el bien de la sociedad”, y seguirá dilapidando. Y, como a estos insensatos no se les podría reconvenir con la ley moral, con ese conjunto de máximas fijas, eternas, que arreglan la conducta del individuo y de la sociedad, necesario sería calcularlo todo por el “resultado”; el cálculo fuera tan variable como las pasiones y caprichos, y, en vez de una moral social, no tendríamos ninguna.


CAPÍTULO VI: Razones contra el principio utilitario en todos sentidos

    34. Los que confunden la moralidad con la utilidad, sea que hablen de la privada o de la pública, caen en el inconveniente de reducir la moral a una cuestión de cálculo, no dando a las acciones ningún valor intrínseco, y apreciándolas sólo por el resultado. Esto no es explicar el orden moral; es destruirle, es convertir las acciones en actos puramente físicos, haciendo del orden moral una palabra vacía. Hagámoslo sentir, poniendo en escena las varias doctrinas, y empezando por la del interés privado.

    Un hombre quiere matar a su enemigo: ¿qué le diréis para hacerle desistir de su intento criminal? Veámoslo.

    -Esto es un acto injusto.
    -¿Por qué? ¿Qué es la injusticia? Yo no reconozco, más justicia ni moralidad que lo que conviene a mis intereses; y ahora para mí no hay interés más vivo, más estimulante, que el de saciar mi venganza.
    -Pero de esto le puede resultar a usted un grave perjuicio, cayendo en seguida bajo el rigor de las leyes.
    -Procuraré evitarlo: además, estoy completamente seguro.
    -¿Está usted seguro de ello?
    -Sí, del todo; pero suponed que no lo estuviera; ¿esto qué importa?
    -Entonces se expone usted.
    -Ciertamente; pero el peligro es lejano, y la satis facción es segura: opto por la segunda, y arrostro el primero.
    -Pero esto es reprensible...
    -No: porque, según usted, mi regla es mi interés: éste le debo

conocer yo; lo más que puede suceder, es que yerre yo en mis cálculos; cometeré un error, no un delito. -Mas la acción no dejará de ser fea; pudierais calcular mejor.

    -Que tal vez pudiera calcular mejor, lo admito; pero niego que un error de cálculo sea una cosa fea. ¿Hay algo más que mi interés? ¿Sí o no? Si no hay más, y yo me lo juego, por decirlo así, ¿dónde está la fealdad?
    -En efecto, si se tratara sólo de usted; pero hay de por medio la vida de un hombre y la suerte de su familia.
    -Cierto; pero ni esa vida, ni la suerte de toda una familia son “mi interés”; y, supuesto que no hay otra regla que ésta, lo demás es inconducente. Con la venganza disfruto: con la muerte del enemigo, me quito de delante un objeto que me molesta; lo restante no significa nada.

1. 35. Fácil sería extender la aplicación de la doctrina del interés privado a todos los actos de la vida, manifestando que, en último análisis, es la muerte de toda moral, pues erige en única regla las pasiones y los caprichos.

2. 36. La doctrina del interés social o del bien común adolece de inconvenientes semejantes. Ya hemos visto (33) cómo la podrían explotar todos los vicios y delirios de los hombres; bajo la engañosa apariencia del desprendimiento encierra la más deforme inmoralidad. En nombre del bien común se han cometido los más horrendos crímenes, contra los que protesta la conciencia del género humano; pero, si admitimos que la moralidad no tiene reglas intrínsecas, propias, independientes de sus resultados, esos crímenes se pueden justificar, reduciéndolos, cuando menos, a simples errores de cálculo.

    Un tirano, para guardarse de un enemigo terrible, sacrifica centenares de personas inocentes: la humanidad le execra, pero vuestra doctrina le justifica. “Así lo exige el bien común”, dirá él; no hay bien común que justifique la maldad: el fin no justifica los medios; “esto último no es exacto, responderéis vosotros; la cuestión no  está en si el acto es moral o inmoral en sí mismo, sino en si conduce o no al bien común; según conduzca o no, será moral o inmoral; pues su moralidad

o inmoralidad depende de sus relaciones con el bien común. Tirano, calcula; y, si el resultado del cálculo es que la matanza de muchos inocentes es “útil” al bien común, sacrifícalos; y si no lo haces, serás inmoral.

1. 37. He aquí las horribles consecuencias a que conducen las doctrinas que aprecian la moralidad por los resultados. Todo se reduce a una cuestión de cálculo, que las pasiones cuidarán de resolver a su modo; y por desastres que resulten, por más que lo que se creía favorable al interés privado o al común, le sea muy dañoso, no hay inmoralidad intrínseca; hay un error de cálculo, no un delito. No hay, pues, nada digno de alabanza ni vituperio; no hay mérito ni demérito; no hay premio ni castigo. Cuando se aplique una pena, ésta no será más que un medio represivo semejante a los que se emplean contra los brutos: el hombre que arrostre la multa, la prisión, el destierro, la muerte, por cometer un acto que las leyes reprimen, será, si se quiere, un jugador, torpe o temerario; un hombre que habrá hecho un negocio desigual: nada más; y al verle morir en el patíbulo, no deberemos decir que satisface a la justicia, que paga su merecido, que expía sus crímenes, sino que liquida una cuenta de un negocio conducido erradamente, en cuyo término hay un cargo contra él, que es la pérdida de la vida.

2. 38. La razón y el sentido común ven en la moralidad algo muy superior a una cuestión de cálculo; y de aquí dimana el desprecio que se acarrea el egoísmo, la necesidad que tiene de ocultarse y de engalanarse con velos hipócritas: de aquí el aprecio que nos inspira el desinterés de quien cumple sus deberes sin atender a los resultados; y el que consideremos que no hay belleza moral en un acto, cuando su autor sólo se ha movido por una razón de utilidad.

    Dos hombres mueren por su patria; ambos ejecutan lo mismo; igual es el bien público que de su muerte dimana; igual el beneficio con que lo obtienen: el uno es ambicioso, y sólo se proponía conseguir un alto puesto; el otro es un sincero amante del bien público, y muere porque cree que morir es su deber: ¿de qué parte está la moralidad? La hallamos en el segundo, que prescinde de la utilidad propia; no en el primero, en quien sólo vemos un calculador, que juega su vida por la probabilidad de adquirir lo que ambiciona.

    Dos gobernantes que tienen en rehenes a individuos inocentes de las familias del enemigo, se abstienen de matarlos y atropellarlos, y les dan libertad.

    La conducta del uno es motivada por miras de interés público, porque cree que de este modo contribuye al triunfo de la causa, desarmando la cólera del enemigo, y adquiriendo su gobierno un buen nombre; la del otro es efecto de la idea del deber; les da libertad porque cree que así lo exigen la humanidad y la justicia: ¿en cuál de los dos vemos al hombre moral? En el segundo, no en el primero.

    La razón del bien común no nos basta para que halle mos moral la acción; ésta tiene en ambos el mismo resultado, pero la diferente intención de sus autores le da caracteres diversos: en el uno reconocemos moralidad; en el otro, habilidad.


Balmes Jaime - Etica