Balmes Jaime - Etica - CAPÍTULO VI: Razones contra el principio utilitario en todos sentidos


CAPÍTULO VII: Relaciones entre la moralidad y la utilidad

1. 39. Al distinguir entre la utilidad y la moralidad, no entiendo separar estas dos cosas, de suerte que la una excluya a la otra; por el contrario, las considero íntimamente unidas, ya que no en cada paso particular, al menos en su resultado final. Lo moral es también útil: un individuo que cumple fielmente con sus deberes, no sólo logrará la felicidad que está reservada a los justos después de la muerte, sino que, con mucha frecuencia, será dichoso en esta vida, en cuanto es posible a la condición humana. Sus goces no serán tan vivos y variados como los del hombre inmoral, pero serán más dulces, más constantes: exentos de amargura no dejarán en el alma el roedor gusano del remordimiento. Su posición en la sociedad no será quizá tan elevada y brillante, pero tampoco le atormentará la idea de que sus iguales lo detestan, sus inferiores le maldicen y sus superiores le desprecian; tampoco estará temiendo de continuo una caída que le precipita en la nada, y que le haga expiar las villanías y los delitos con que se levantara sobre los demás. La dicha del hombre inmoral es ruidosa; fastuosa; la del hombre de bien es modesta, tranquila; se desliza en el silencio y oscuridad de la vida privada como aquellos mansos arroyos que murmullan suavemente en un valle retirado, sin más testigos que la verde hierba que tapiza sus orillas, y la luz del cielo que refleja en su cristalina corriente.

 40. Lo propio que en los individuos se verifica en la sociedad. Una nación corrompida deslumbra tal vez con el esplendor de sus letras y bellas artes; pero, bajo el manto do púrpura y de oro, abriga la llaga mortal que la conduce al sepulcro. La Roma de los Brutos, Camilos, Fabios, Manlios y Escipiones no brillaba tanto ciertamente como la de los Tiberios, Nerones y Calígulas; sin embargo, la Roma modesta marchaba a pasos agigantados a un grandor fabuloso, al imperio del mundo; y la Roma brillante iba a caer bajo el hierro de los bárbaros y a ser la irrisión de las naciones. Un Estado, por un acto de perfidia con que falta a los tratados, adquirirá tal vez una posición importante, una ventaja del momento; pero esto no compensa su descrédito a los ojos del mundo, y los perjuicios que le ha de acarrear su reputación de perfidia. Un gobierno que para administración del Estado promueve la corrupción y fomenta la venalidad, conseguirá resultados momentáneos, que le conducirán quizás con brevedad al fin que se propone; pero dejad pasar el tiempo: la venalidad se extenderá de tal modo, que bien pronto faltarán medios para comprar a los que quieran venderse; se presentarán, por decirlo así, mejores postores en esa subasta de hombres; y el mismo gobierno que había tomado por base la corrupción, se hundirá bien pronto en el inmundo lodazal, obra de sus manos.

2. 41. La utilidad bien entendida, no sólo está hermanada con la moralidad, sino que puede también ser objeto “intentado” en la acción moral, sin que ésta se afee y pierda su carácter. El honrado padre de familia que con su trabajo sustenta a sus hijos, se propone la utilidad que gane con el sudor de su frente; el soldado que muere por su patria, se propone el bien público que de su sacrificio resulta; la persona caritativa que socorre al pobre, intenta la utilidad del socorrido; el individuo laborioso que se desvela por aprender un arte o una ciencia, o por procurarse una posición decente, intenta su utilidad privada; en los medios que empleamos para conservar o restablecer la salud, intentamos nuestra utilidad propia; ¿y quién dirá que semejantes acciones dejan, por esto, de ser morales? ¿No sería bien extraña una moralidad que prescribe al padre el trabajar por el sustento de su familia, sin intentar esa utilidad; al soldado el morir por su patria, sin intentar el fruto de su muerte; al misericordioso el socorrer al pobre, sin intentar la utilidad del infeliz; al individuo perfeccionar sus facultades o labrar su fortuna sin intentarlo; a todos conservar la salud, sin proponernos su conservación? No se entiende de este modo el desinterés moral: se entiende, sí, que la razón constitutiva de la moralidad no es la utilidad; se afirma que la una no es la otra, pero no que estén reñidas; por el contrario, se hallan íntimamente enlazadas. La utilidad no constituye la moralidad, pero muchas veces es una “condición” necesaria para ella; ¿cómo se concibe un conjunto de relaciones morales en un hombre cuyas acciones no sean útiles a nadie? La beneficencia, uno de los más bellos florones de la corona de las virtudes, ¿en qué se convierte, si no se dirige a la utilidad de los demás? El heroísmo con que el hombre se sacrifica por el bien de sus semejantes, ¿a qué se reduce, si se le separa de este bien, de esa utilidad para los otros? El hombre puede y debe intentar los resultados que corresponden a cada acción moral; sin esta intención, sucedería muchas veces que sus obras carecerían de objeto, y que la moralidad sería una cosa vana, o una contradicción.

1. 42. La combinación de la utilidad con la moralidad nos la indica nuestro deseo innato de ser felices. Respetamos, amamos la belleza moral: éste es un impulso de la naturaleza; pero también esa misma naturaleza nos inspira un irresistible deseo de la felicidad: el hombre no puede desear ser infeliz; los mismos males que se acarrea, los dirige a procurarse bienes o a libertarse de otros males mayores; es decir, a disminuir su infelicidad. Así, la moral no está reñida con la dicha; aun cuando la razón no nos lo enseñara, nos lo indicaría la naturaleza, que nos inspira a un mismo tiempo el amor de la felicidad y el de la moral.

 43. ¡Cosa singular es la moralidad! Su belleza la vemos, la sentimos en unas acciones, y nos atrae y cautiva; la fealdad de lo inmoral la vemos, la sentimos, y nos repugna, nos repele, nos inspira aversión; el orden mo ral se liga con el provecho y el daño, pero no es ni el daño ni el provecho; se dirige a los resultados, pero es independiente de ellos; se consuma en la conciencia con el acto libre de la voluntad, y allí merece su alabanza o vituperio, sean cuales fueren los efectos imprevistos que causo en el exterior. Tan íntima es la relación de la mo ral con el bien del individuo, de la sociedad y de linaje humano, que a primera vista, parece confundirse con esos bienes; donde se halla una utilidad individual o general, allí hay ciertas ideas morales que moderan, que dirigen; y, al propio tiempo, es tal su independencia con respecto a esas mismas cosas, con las cuales está ligada; conserva de tal modo inalterable su carácter en medio de la variedad de los objetos, que parece no tener ninguna relación con ellos, y ser una especie de divinidad a la que no afectan las vicisitudes del mundo.

2. 44. Hagámoslo sentir con ejemplos. Hay un hombre que viendo en peligro a su patria, resuelve dar su vida para salvarla: no se propone ni hacer fortuna en caso de sobreviv ir al riesgo, ni mejorar la suerte de su familia, ni siquiera adquirir celebridad: él sólo tiene noticia del peligro de su patria, y no le es posible comunicar la noticia a nadie: solo, sin más testigo que Dios y su conciencia, sin más deseo que el bien de sus compatricios, marcha al peligro y muere: esto es lo sublime moral; no sabemos cómo expresar el interés, la admiración, el entusiasmo que nos inspira tan heroico desprendimiento, un amor tan puro de la patria, un corazón tan grande, una voluntad tan firme. Muere, pero, ¡ay! ha sido víctima de un engaño que no ha podido prever ni sospechar. Su muerte, lejos de salvar la patria, la ha perdido para siempre. El resultado es desastroso; ¿se disminuye la moralidad y el heroísmo de la acción? No; ha producido una catástrofe, es verdad; pero “él no lo podía prever, diremos; el mérito es el mismo”; y, ¿por qué? Porque la raíz de este mérito estaba en la voluntad, en la conciencia; procedía del amor puro a su patria, en cuyas aras se inmolaba, sin más testigos que Dios y su conciencia; y guiado por la idea del bien, por la prescripción del deber, por el amor de la virtud. El heroísmo no deja de serlo por haber sido desgraciado; sobre la tumba de la patria debería levantarse la estatua del héroe.

    Hágase la contraprueba. Un hombre vil ocupa una posición importante, de cuya conservación depende la suerte de su patria. El enemigo le ofrece una cantidad, y se presta a venderla, conociendo todo el daño que resulta de su acción infame. Entretanto, el gobierno a quien sirve, deseoso de asegurarse la fidelidad del traidor, le promete un premio mayor que la cantidad de la venta; el infame calcula, y cociendo que le es más ventajoso el permanecer fiel, conserva la posición; la defiende con obstinación invencible, y salva a su patria. El resultado es feliz; pero, ¿qué os parece del hombre? Su acción es felicísima, pero no moral: por el contrario, es negra como sus bajos cálculos: todo el brillo de los resultados no es capaz de ennoblecerla: el triunfo que a ella es debido se liga con el recuerdo de una sórdida especulación; la patria fue salvada porque fue el mejor postor en la conciencia venal, en los trofeos de la victoria desearíamos ver escrita con caracteres indelebles la infamia del vencedor.


CAPÍTULO VIII: No se explica bastante la moralidad con decir que lo moral es lo conforme a la razón

1. 45. La razón nos prescribe la moral: ¿consistirá la moralidad en la conformidad con la razón? Analicémoslo.

2. 46. ¿Qué se entiende aquí por conformidad a la razón? Y, ante todo, ¿qué significa la palabra razón? Suele tomarse en varias acepciones: a veces expresa la facultad de pensar, o el entendimiento, en cuyo sentido se dice que el bruto carece de razón, y que el demente ha perdido el uso de la razón; a veces significa el conjunto de las verdades fundamentales, que son las leyes de nuestro entendimiento, así decimos que tal o cual cosa es contraria a la razón, y que lo absurdo es contra la razón, porque se halla en contradicción con estas verdades. Por fin, la razón se toma frecuentemente por la equidad y justicia moral: “Pretende eso y tiene razón, es lo justo; se resiste a desposeerse de tal propiedad y no tiene razón, porque no le pertenece; exige en el contrato condiciones razonables”; en estos y otros casos, razón se toma por equidad y justicia. Ninguna de estas acepciones basta para que, diciendo: conforme a razón, resulte explicado el carácter constitutivo de la moralidad.

3. 47. Ser conforme a razón, significando por esta palabra la facultad de entender, es no decir nada. Una facultad incluye actividad, pero ésta puede ejercerse de mil maneras; ser conforme a una actividad, es ser proporcionado a ella, o ser una condición que la desenvuelva; pero en todo eso nada encontramos que nos de ideas morales.


 48. Decir que la moralidad es la conformidad a la razón, esto es, al conjunto de verdades que ella conoce, es, o no decir nada, o caer en un círculo vicioso. Porque en este conjunto de verdades entran las morales, o no; si entran, la proposición significa que la moralidad consiste en la conformidad a las verdades morales, lo que es explicar la cosa por sí misma, y, por tanto, no aclarar nada; si no entran, entonces observaremos que la conformidad a la razón será conformidad con lo conocido: y, como este conocimiento puede referirse a mil objetos, y aplicarse de infinitas maneras, nos quedamos sin ninguna regla moral, y el hombre podrá conocer las acciones que quiera en conformidad con sus conocimientos. Verdad hay en los cálculos del traidor; verdad en los insidiosos preparativos del asesino; verdad en las invenciones del sensual para prolongar, variar y avivar sus placeres; verdad en las especulaciones del codicioso; verdad en los planes del ambicioso turbulento; verdad en los designios del orgulloso que todo lo sacrifica en sus aras; en tales casos hay verdades de hecho, conocidas, calculadas; verdad en las relaciones del medio con el fin: ¿diremos, sin embargo, que hay moralidad? Claro es que no; luego el conocimiento por sí solo no es regla de mo ral; el conocimiento es una arma de que podemos hacer bueno y mal uso; necesitamos, pues, un principio que le dirija, y que le dé ese carácter que en sí propio no tiene.

4. 49. Si por la palabra razón se entiende justicia, equidad u otra idea moral, caemos en el mismo defecto arriba censurado; se explica la cosa por sí misma, y así no se adelanta nada.


CAPÍTULO IX: Nada se explica con decir que la moral es un hecho absoluto de la naturaleza humana

1. 50. Las ideas morales están en nuestro espíritu; en la razón que las conoce; en la voluntad que las ama; en el corazón que las siente: ¿podríamos decir que la moralidad es un hecho primitivo del alma, y que su valor intrínseco depende de nuestra propia naturaleza racional?

2. 51. La naturaleza humana, en general, es un ser abstracto, en el que no puede fundarse una cosa tan real e inalterable como es la moralidad; tomada individualmente, no es otra cosa que el hombre mismo; y en éste tampoco se puede hallar el origen de la moral. El individuo humano es un ser contingente, el orden moral es necesario; antes que nosotros existiéramos, el orden mo ral existía; y éste continuaría, aunque nosotros fuéra mos aniquilados; en ningún individuo humano se halla el origen de una cosa necesaria; luego tampoco puede hallarse en su conjunto. Nosotros concebimos las ideas morales independientes, no sólo de éste o aquel individuo, sino de toda la humanidad, aunque no existiese hombre alguno, habría orden moral, con tal que hubiera criaturas racionales. El hombre es uno de los seres que por su racionalidad es susceptible del orden moral; pero no el origen de este orden.

3. 52. Los que miran la moralidad como un hecho absoluto del espíritu humano, sin ligarla con la existencia de un ser superior, no explican nada; no hacen más que consignar el hecho de las ideas y sentimientos morales, para lo cual no necesitamos ciertamente de investigación filosófica; son cosas que todos llevamos en el entendimiento y en el corazón; para cerciorarnos de ellas, bástanos el testimonio de la conciencia.


CAPÍTULO X: Origen absoluto del orden moral

1. 53. Precisados a salir del hombre para buscar el origen del orden moral, y siendo claro que hemos de encontrar la misma insuficiencia en las demás criaturas, es menester que le busquemos en la fuente de todo ser, de toda verdad y de todo bien, Dios.

 Lo que se ha dicho (V. “Ideología, cap. XIII), sobre el fundamento de la posibilidad, y de las verdades ideales necesarias, tiene aplicación aquí. Los principios morales son también necesarios, inmutables; y así no pueden fundarse en un ser contingente y mudable. Luego su origen está en Dios.

2. 54. Pero queda todavía la dificultad sobre el sentido de la doctrina que pone en Dios el origen de las verdades morales. ¿Se entiende que dependan de su libre voluntad? No. Porque de esto se seguiría que lo bueno, sería bueno y lo malo, malo, solamente porque Dios lo habría establecido de suerte que sin mengua de su santidad hubiera podido hacer que el odio de la criatura al Criador fuese una virtud y el amor un vicio; que el aborrecer a todos los hombres fuese una acción laudable, y el amarlos, vituperable; ¿quién puede concebir tamaños delirios? Por donde se ve que el orden moral tiene una parte necesaria, independiente de la libre voluntad divina; por la sencilla razón de que Dios, todo verdad, todo santidad, no puede alterar la esencia de las cosas, pues que ésta se halla fundada en la misma verdad y santidad infinita.

3. 55. A medida que se va analizando la cuestión, el terreno se despeja, y nos encontramos con menos elementos que puedan pretender a ser principios de la moralidad: no la hallamos fundada en ninguna criatura ni tampoco en la libre voluntad divina; luego será algo necesario en Dios mismo; ¿el origen de la moralidad será la misma bondad moral de Dios, la santidad infinita? Pero, ¿qué es bondad moral, qué es santidad? ¿qué queremos significar por estas palabras? He aquí una nueva dificultad.

3. 56. Si antes de lo contingente es lo necesario, antes de lo condicional lo incondicional, antes de lo relativo lo absoluto, claro es que esa bondad moral, contingente, no en sí, sino en el ser criado; condicional, por la dependencia de las condiciones a que en su aplicación está sujeta; relativa, por los extremos a que se refiere, ha de estar precedida de una bondad moral absoluta; que no se funde en otra cosa, que en sí misma; que sea la bondad moral por esencia y excelencia; de suerte que, en llegando a ella, ya no sea posible pasar más allá en busca de otras explicaciones. El mismo lenguaje con que expresamos la razón de la moralidad indica el carácter absoluto de su origen. Conforme a razón, a la ley eterna, a los principios eternos: estas expresiones indican relación de “conformidad” a una bondad necesaria, es decir, la dependencia en que lo relativo está de lo absoluto.

4. 57. ¿Cuál es, pues, el atributo de Dios, o el acto que concebimos como bondad moral, como santidad? No es su inteligencia, ni su poder, sino el amor de su perfección infinita. El acto moral por esencia, el acto constituyente, por decirlo así, de la bondad moral de Dios, o sea de su santidad, es el amor de su ser, de su perfección, infinita; más allá de esto nada se puede concebir que sea origen de la moral; más puro que esto no se puede concebir nada en el orden moral. El amor con que Dios se ama a sí mismo es la santidad; es, por decirlo así, la moral viviente. Todo lo que hay de moralidad, real y posible, dimana de aquel piélago infinito.

4. 58. La santidad de Dios no es el cumplimiento de un deber; es una necesidad intrínseca, como la de existir. No se puede buscar la razón del amor que Dios se tiene a sí mismo: esto es una realidad absolutamente necesaria. Del hombre se dice muy bien, que “ha de” amar a Dios; pero de Dios no se puede decir esto, sino que “se ama”; enunciando de una manera absoluta una verdad absoluta. A quien insistiese en preguntar por qué Dios se ama a sí mismo, le replicaríamos que la pregunta es tan extraña, como esta otra: por qué Dios existe. Lo necesario no tiene la razón de sí mismo fuera de sí mis mo; es: y ya está dicho todo; nada se puede añadir. Lo propio diremos de la santidad: Dios es infinitamente santo por el amor de sí mismo: de este amor no puede señalarse otra razón, sino que “es”. Pero, en cuento podemos ensayar con nuestra débil razón la explicación de lo infinito, ¿concebimos acaso algo más recto, más conforme a razón, que el amor de la perfección infinita? El amor ha de tener algún objeto: éste es el ser; no se ama a la nada: cuando, pues, hay el ser por esencia, el ser infinito, hay el objeto más digno de amor. Pero no insistamos en manifestar una verdad tan clara, que no necesita explicación.

5. 59. Veamos ahora cómo de la santidad infinita, del acto moral por esencia, del amor de Dios, de la moralidad substancial y viviente, dimana la moralidad ideal que hallan en sí propias todas las criaturas intelectuales, y que se realizan bajo distintas formas en las relaciones del mundo intelectual.



CAPÍTULO XI: Como de la moralidad absoluta dimana la relativa

1. 60. Dios, viendo desde la eternidad el mundo actual y todos los posibles, veía también el orden a que debían estar sujetas las criaturas que los compusieran. Una obra de la sabiduría infinita no podía estar en desorden; y mucho menos la más noble entre ellas, que era lo intelectual. Amándose Dios a sí mismo, amaba también este orden, y le quería realizado en el tiempo por las criaturas racionales, cuando se dignase sacarles de la nada. Pero, como esta realización debía ser ejecutada libremente, pues que los seres dotados de inteligencia no pueden estar sujetos en sus actos a la necesidad, como los irracionales; debía comunicárseles esta regla por medio del conocimiento, con el cual dirigieran su voluntad. Así sucedió, y la impresión de esta regla en nues tro espíritu, hecha por la mano del Criador, es la que se llama ley natural.

2. 61. Entre las prescripciones de esta ley, figura en primera línea el amor de Dios; el orden moral en la criatura no podía fundarse en otra cosa; ya que el amor de Dios a sí mismo es la moralidad por esencia, la participación de esta moralidad debía ser también la participación de este amor. Y he aquí una prueba filosófica de la profunda sabiduría de la religión cristiana, que establece el amor de Dios, como el mayor y primero de los mandamientos.

    Claro es que el hombre, atendida su debilidad, no puede estar siempre pensando en el amor de Dios, por lo cual no es necesario que todos sus actos lleven de una manera explícita este augusto carácter; pero puede, sí obrar de modo que nada haga contrario a este amor, y conformar sus actos al orden prescripto. Cuando así proceda, aunque sus acciones no estén expresamente motivadas por este amor, participan de él en alguna manera; y en esta participación consiste la moralidad; en lo contrario, la inmoralidad.

    63. Esta doctrina no es una mera hipótesis para explicar un hecho: si su exposición no bastase para manifestar su verdad, he aquí de qué modo podríamos confirmarla.

    La moral, como necesaria y eterna, no se funda en ninguna criatura; luego su origen está en Dios. La bondad moral participada ha de estribar en la moral por esencia; ésta es la santidad divina. Cuando un hombre es muy bueno moralmente, se le apellida santo; la bondad por esencia será la santidad por esencia. La santidad divina es el amor que Dios se tiene a sí mismo: este amor participado hace la santidad de la criatura; el amor por esencia ha de ser la santidad por esencia. Además, los otros atributos de Dios no se refieren directamente al orden moral; éste es el único en que descubrimos este carácter; nada podemos concebir más bueno y más santo que el acto puro, infinito, con que Dios ama su perfección infinita.

    La moralidad en la criatura no puede ser otra cosa que una participación de la moral divina. La primera y principal de estas participaciones es el amor de la criatura a Dios.

    64. Dios ama el orden que corresponde a las criatura conforme a lo que está en la sabiduría infinita. La criatura, amando este orden, ama lo que Dios ama, lo que está en Dios y, por consiguiente, ama en algún modo a Dios. Infringiendo este orden, no ama a Dios, pues obra contra lo que él ama. Luego la criatura participa de la moralidad cuando procede con arreglo a este orden, y peca cuando le traspasa.

    Así hemos encontrado lo absoluto en moral, fundamento de lo relativo; lo infinito, origen de lo finito; lo esencial, fuente de lo participado. Con esta piedra de toque podemos recorrer toda la moral, y reconocer la bondad o la malicia de las acciones.


CAPÍTULO XII:     Explicación de las nociones fundamentales del orden moral

1. 66. Ahora podemos definir el orden moral y todas las ideas fundamentales.

2. 67. La moralidad absoluta y esencial es la santidad infinita, o sea el acto con que Dios ama su perfección infinita.

    68. La moralidad en los seres criados es el amor de Dios, explícito

o implícito.

1. 69. El amor explícito es el acto mismo de amar a Dios; éste es el acto moral por excelencia.

2. 70. El amor implícito es el amor del orden que Dios ama en sus criaturas.

3. 71. El orden moral es el orden en las criaturas, en cuanto amado por Dios.

4. 72. Bien moral, relativo y finito, es lo que pertenece al orden amado por Dios en las criaturas, en cuanto es realizable por seres inteligentes y libres. Mal moral es lo que es contrario al orden amado por Dios, en cuanto la contrariedad es realizable por criaturas libres.

5. 73. Vínculo moral, tomado en su mayor generalidad, es un límite que deja intacta la libertad y voluntad del ser libre para que ejerza o no su acción en cierto sentido. La voluntad es físicamente libre para querer una cosa mala; pero no la quiere, porque es mala, o porque acarrea castigo: he aquí un límite; un vínculo moral produciendo su efecto sin destruir la libertad.

6. 74. Ley natural es la comunicación del orden moral hecha por Dios al hombre desde su creación, en cuanto produce en éste un vínculo moral.

7. 75. Mandamiento o precepto es el acto que produce este vínculo moral con respecto a la ejecución de una cosa. Prohibición es el acto que liga moralmente para no ejecutar una acción.

 76. Lícito es lo que no contraría el orden moral; ilícito, lo que le contraría.

 77. Deber es la sujeción de la criatura libre al orden moral.

8. 78. La obligación, tomada esta palabra en su mayor generalidad, se confunde con el deber. Se llama obligación, porque la sujeción al orden moral forma una especie de vínculo, que, respetando la libertad física, la “liga” en el orden moral, en cuanto la criatura no puede apartarse de este orden sin hacerse culpable y sin incurrir en una pena.

9. 79. La idea de derecho incluye dos: la de lícito con relación al sujeto que lo tiene, y la obligación de los demás en respetársele.

    Camilo puede pasearse; los otros no pueden impedírselo; Camilo tiene, pues, derecho al paseo. Si estuviese solo en el mundo, el paseo le sería lícito; pero no se diría que esta licitud (si puedo expresarme así) fuese un derecho.

    Salustio puede reclamar el dinero que ha prestado a su amigo; y éste tiene obligación de devolvérselo; en Salustio hay un derecho. Luego el derecho incluye siempre obligación o deber en otro, ya sea para hacer, ya para no impedir.

1. 80. Imputabilidad moral es el conjunto de las condiciones necesarias para que una acción pueda ser atribuida a una criatura en el orden moral: éstas son: conocimiento del acto imputado y libertad en su ejecución (capítulo II)

2. 81. Responsabilidad moral es la sujeción a la imputabilidad y a sus consecuencias.

3. 82. Culpa es la misma responsabilidad por una mala acción. “Es culpable, no es culpable”; esto es, ha obrado mal, o no; es responsable de un mal, o no.

4. 83. Pecado es una acción mala. Se suele aplicar este nombre a las acciones malas consideradas únicamente con relación a Dios. Cuando se las refiere a las leyes humanas, se apellidan faltas, delitos o crímenes, según su gravedad y naturaleza. Hay pecados de omisión.

5. 84. Premio es un bien otorgado a un ser a consecuencia de una acción buena que le pertenece como imputable.

. 85. Pena es un mal causado al ser libre, por motivo de una acción mala de que es responsable. El castigo es la aplicación de la pena.

1. 86. Virtud es el hábito de obrar bien.

2. 87. Vicio es el hábito de obrar mal.

    Para ser virtuoso, no basta ejecutar una acción buena; es preciso tener el hábito de obrar bien, así como por un acto malo se hace el hombre culpable, más no vicioso.

1. 88. Laudable es el ser la acción digna de que la reconozcan y aprecien los demás, como conforme al orden moral.

2. 89. Vituperable es lo digno de que los demás lo reconozcan y censuren como contrario al orden moral.

3. 90. Conciencia es el dictamen de la razón que nos dice: eso es bueno, aquello es malo.

4. 91. Si hay verdad en el juicio de la moralidad de un acto, la conciencia se llama recta: si hay error, errónea; si hay certeza, cierta; si hay probabilidad, probable. La conciencia dudosa es la que está fluctuante entre el sí y el no.

5. 92. El error es invencible, cuando no lo hemos podido evitar; de lo contrario, es vencible. Lo mismo se aplica a la ignorancia de una obligación. Si por ignorancia invencible cometemos un acto malo, no somos culpables; pero la ignorancia vencible no exime de culpa.


CAPÍTULO XIII: Cómo se entiende el orden moral a lo que no le pertenece por intrínseca necesidad

1. 93. Hasta aquí hemos considerado el orden moral en susrelaciones necesarias: fáltanos ahora saber cómo se extiende a muchas cosas que no participan de esta necesidad. Lo que pertenece al orden moral necesario, está mandado porque es bueno, o prohibido porque es malo; lo que está fuera de dicha necesidad, es bueno porque está mandado, o malo, porque está prohibido. El amor de Dios está mandado porque es bueno; el perjurio está prohibido porque es malo. La observancia de un rito, por ejemplo, la abstinencia de ciertos manjares, es buena porque está mandada; el comer de ellos es malo porque está prohibido. Los mandamientos relativos al orden necesarios se llaman naturales; los demás, positivos.

2. 94. La obligación positiva es una consecuencia de la natural; o, hablando con más propiedad, es la misma obligación natural aplicada a un caso. He aquí puesta en un silogismo la fórmula general de todas las obligaciones positivas que emanan de Dios: Es de ley natural el obedecer a Dios en todo lo que mande; es así que ha mandado “esto”; luego es de ley natural el hacer “esto”. La mayor parte de un principio de moral necesaria; la menor es la afirmación de una cosa particular; luego la consecuencia incluye también una obligación natural, o sea, la aplicación de la ley natural a un caso dado.

3. 95. Esta aplicación de los principios naturales a casos especiales se encuentra en todas las relaciones de la vida. Casio no está obligado a ceder una propiedad a Sempronio: esta cesión nada tiene que ver con la ley natural. Pero, si suponemos que Casio se ligue por un trato, la cesión resultará prescripta por la ley natural. Según ésta, se debe cumplir lo pactado; Casio ha pactado la cesión; luego debe hacerla; y, no haciéndola peca contra la ley natural.

4. 96. De la propia suerte se explican las obligaciones positivas que emanan de legítima autoridad humana. La ley natural prescribe que se guarde en la sociedad el orden debido, el cual no puede subsistir, rotos los vínculos de la obediencia a la autoridad legítima: ésta tiene, pues, la sanción de la ley natural; y en ejercicio de sus funciones produce obligación, a causa de esta misma ley.


CAPÍTULO XIV: Deberes para con Dios

1. 97. Una criatura racional, aunque estuviese enteramente sola en el universo, no podría prescindir de sus relaciones con el Criador: su simple existencia le produce deberes hacia el Ser que se la ha dado.

2. 98. El primero de estos deberes es el amor: éste es la base de los demás. Por el amor se une nuestra voluntad con el objeto amado, y la criatura no está en el orden, si no está unida con su Criador. El objeto de la voluntad es el bien; y, por tanto, el objeto esencial de la voluntad es el bien por esencia, el bien infinito.

3. 99. Lo mismo se nos indica por la inclinación hacia el bien en general que todos experimentamos. No hay quien no ame el bien; no hay quien no lo desee bajo una u otra forma. Los errores, las pasiones, los caprichos, la maldad, buscan a menudo el bien en objetos inmorales y dañosos; pero lo que se quiere en ellos no es lo que, tienen malo sino lo bueno que encierran. Supuesto que el bien en general es una idea abstracta, y que no hay bien verdadero, sino cuando hay un ser en que se realiza, este deseo del bien en sí mismo nos indica que hay algo que, no sólo es una cosa buena, sino el bien en sí mismo. Si a este bien, que es Dios, le conociésemos intuitivamente, le amaríamos con una feliz necesidad, pero ahora, mientras estamos en esta vida, aunque amemos por necesidad el bien tomado en general, no lo amamos en cuanto está realizado en un ser; y por esto el hombre substituye con harta frecuencia al amor del bien infinito y eterno el de los finitos y pasajeros.

    100. El amor de Dios engendra la veneración, la gratitud, el reconocimiento de que todo lo hemos recibido de su mano bondadosa; y, por tanto, la adoración interior con que nos humillamos en su presencia, rindiéndole los debidos homenajes. He aquí el culto interno.

    101. El hombre ha recibido de Dios, no sólo el alma, sino también el cuerpo; y, además, tenemos natural inclinación a manifestar los afectos del espíritu por medio de signos sensibles, así pues, en reconocimiento de haber recibido de Dios el cuerpo, y cuanto nos sirve para la conservación de la vida; y, además, para manifestar por signos sensibles la adoración interior, empleamos ciertas expresiones, ya de palabra, como la oración verbal; ya de gesto, como el hincar la rodilla, el inclinarse, el postrarse; ya de acciones sobre otros objetos, como el quemar incienso, el ofrecer los frutos de la tierra, el matar a un animal, en reconocimiento, del supremo dominio de Dios sobre todas las cosas. He aquí el culto externo.

    102. Esta obligación se funda en la misma naturaleza del hombre. Levantamos monumentos a los héroes; guardamos con respeto la memoria de los bienhechores del linaje humano; conservamos con amor y ternura cuanto nos recuerda a un padre, un amigo, una persona querida, que la muerte nos ha arrebatado; ¿y no manifestaríamos exteriormente el amor, el agradecimiento, la adoración, que tributamos a Dios en nuestro interior?

    103. Las costumbres del linaje humano, en todos los tiempos y países, están acordes en este punto con la sana filosofía: en medio de los errores y extravagancias que nos ofrece la historia de las falsas religiones, vemos una idea dominante, fija, conforme con la razón, y enseñada por Dios al primer hombre: la obligación de manifestar el culto interno por el externo.

    104. La obediencia que debemos a Dios en todas las cosas, se la debemos también en lo tocante al culto; y así es que estamos obligados a tributárselo de la manera que su infinita sabiduría nos haya prescripto. De aquí resulta que, a los ojos de la sana moral, no son indiferentes las religiones; quien sostiene esto, las niega todas. Porque, o es preciso decir que Dios no ha revelado nada con respecto al culto, o confesar que quiere que se haga lo que se ha mandado. Lo primero lo combaten sólidamente los apologistas de la revelación; lo segundo lo demuestra la sana filosofía.

    De esto se infiere que el hombre está obligado a vivir en la religión que Dios ha revelado; y que quien falta a esta obligación infringe la ley natural, y es culpable a los ojos de la Justicia divina.

    105. Los que admiten la existencia de Dios y niegan la posibilidad de la revelación, incurren en una contradicción manifiesta. Si el hombre puede hablar al hombre, ¿por qué el Criador no podrá hablar a la criatura? Si los espíritus finitos son capaces de comunicar sus pensamientos a otros, ¿por qué el espíritu infinito estará privado de esta facultad? Quien nos dio el ser, ¿no podrá ponerse en especial comunicación con su propia obra? Quien nos dotó de entendimiento, ¿no podrá ilustrarle?

    Se dirá, tal vez, que Dios es demasiado grande para descender hasta nosotros; pero reflexiónese que este argumento prueba demasiado, y, por tanto, no prueba nada. Dios, siendo infinito, crió seres finitos; y esto no repugna a su infinidad; luego, o debemos inferir que Dios no pudo criarnos, o es preciso convenir en que puede hablarnos.


Balmes Jaime - Etica - CAPÍTULO VI: Razones contra el principio utilitario en todos sentidos