Ireneo, Contra herejes Liv.5 ch.6


1.10. La garantía de nuestra resurrección


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7,1. Así como Cristo resucitó en su carne y mostró a los discípulos los agujeros de los clavos y la abertura del costado (
Jn 20,20-27), lo cual es signo de la carne que resucitó de entre los muertos; de manera semejante, dice, nos resucitará por su poder (1Co 6,14). Y también dice a los Romanos: "Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará vida también a vuestros cuerpos mortales" (Rm 8,11). (1140) ¿Cuáles son estos cuerpos mortales? ¿Acaso las almas? Pero las almas son incorpóreas, en comparación con nuestros cuerpos mortales: en el hombre Dios "sopló sobre su cara el soplo de vida, y el hombre se convirtió en alma viviente" (Gn 2,7). Este es el soplo de la vida no corpórea. Ni siquiera ellos pueden tachar de mortal al alma, que es el soplo de vida. Por eso David dice: "Y mi alma vivirá para Dios" (Ps 22,31), refiriéndose a la substancia inmortal que en él habitaba. Tampoco pueden ellos llamar al Espíritu un cuerpo mortal.

¿Qué queda, pues, por llamar cuerpo mortal, sino el plasma, o sea la carne, de la cual se afirma que Dios le dará la vida? Esta es la que muere y se deshace, no el alma ni el espíritu. Porque morir consiste en perder la respiración y la fuerza vital, y convertirse en un ser inmóvil e inanimado, para retornar a aquellos elementos de los cuales al inicio sacó su substancia. Esto no puede sucederle al alma, que es el soplo de vida; ni al Espíritu, que no es compuesto sino simple, y así no puede disolverse, sino que, por el contrario, es él la vida de aquellos que de él participan. Lo único que queda, pues, es que la muerte se refiera a la carne. Esta, una vez que el alma se aparta, queda inanimada y sin respiración, y poco a poco se disuelve en la tierra de la que fue sacada. Esta, pues, es la mortal. Y ésta es de la que está escrito: "Dará vida a vuestros cuerpos" (Rm 8,11). Y por eso dice sobre ella en la primera Carta a los Corintios: "Así sucede en la resurrección de los muertos: se siembra en la corrupción, resucita en incorrupción" (1Co 15,41). Y también dice: "Lo que tú siembras no recibe la vida, si antes no muere" (1Co 15,36).

1.11. Cómo resucitará la carne


7,2. ¿Qué es lo que como grano de trigo se siembra y se pudre en la tierra, sino los cuerpos que se ponen en tierra, en la cual se arroja la semilla? Y por eso afirma: "Se siembra en deshonor, resucita en gloria" (1Co 15,43). Pues ¿qué es más deshonroso que la carne muerta? ¿Y qué más glorioso que la carne resucitada que recibe la incorrupción? "Se siembra en debilidad, resucita en poder": en su debilidad, porque siendo de tierra a la tierra regresa; mas en el poder de Dios, que la resucita de los muertos: (1141) "Se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual" (1Co 15,44). Sin duda enseñó que este discurso no se refiere al alma o al Espíritu, sino a los cuerpos muertos. Estos son cuerpos animales, esto es, que participan del alma; pero cuando la pierden, mueren; luego, resucitados por el Espíritu, se tornan cuerpos espirituales, para tener la vida por el Espíritu que siempre permanece. Escribe: "Ahora conocemos en parte, y en parte profetizamos; mas entonces cara a cara" (1Co 13,9). Esto es lo que también Pedro dijo: "Al que amáis sin verlo; en el cual ahora creéis sin verlo; mas los que creéis os alegraréis con gozo indescriptible" (1P 1,8). Pues nuestro rostro verá el rostro de Dios y se gozará con alegría inefable; es decir, al ver su propio gozo (de Dios).


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1.12. La obra del Espíritu Santo


8,1. Ahora recibimos alguna parte de su Espíritu, para perfeccionar y preparar la incorrupción, acostumbrándonos poco a poco a comprender y a portar a Dios. El Apóstol lo llamó prenda (es decir, parte de la gloria que Dios nos ha prometido), cuando dijo en la Epístola a los Epesios: "En él también vosotros, escuchada la palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, creyendo en él habéis sido sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia" (
Ep 1,13-14). Por ello esta prenda, al habitar en nosotros, ya nos hace espirituales, y la mortalidad es absorbida por la inmortalidad (2Co 5,4), pues dice: "Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros" (Rm 8,9). Esto no nos sucede por la destrucción de la carne, sino por la comunión del Espíritu; pues aquellos a quienes escribía no vivían sin la carne, sino que habían recibido al Espíritu de Dios, (1142) "en el cual clamamos: ¡Abbá, Padre!" (Rm 8,15). Si, pues, teniendo ahora esta prenda clamamos: "¡Abbá, Padre!", ¿qué sucederá cuando, resucitados, lo veremos cara a cara (1Co 13,12); cuando todos sus miembros a una sola voz elevarán el himno de alegría, para glorificar al que los ha resucitado de los muertos para darles la vida eterna? Pues si la prenda, apoderándose del hombre mismo, ya le hace clamar: "¡Abbá, Padre!", ¿qué hará la gracia universal del Espíritu, que Dios otorgará a los hombres? Nos hará semejantes a él, y nos hará perfectos por la voluntad del Padre; pues éste ha hecho al hombre según la imagen y semejanza de Dios.

1.13. El Espíritu y la carne


8,2. Por ello, a quienes tienen la prenda del Espíritu y no sirven a las concupiscencias de la carne, sino que se someten a sí mismos al Espíritu, y se comportan según la razón en todas las cosas, justamente el Apóstol los llama espirituales; porque el Espíritu de Dios habita en ellos. En efecto, los espíritus incorpóreos no pueden ser hombres espirituales; sino que es nuestra substancia, esto es, la unión de alma y carne, la que asume al Espíritu de Dios, y hace al hombre espiritual y perfecto.

Algunos, sin embargo, rechazan el consejo del Espíritu, sirven a las inclinaciones de la carne y viven irracionalmente, y se lanzan sin freno tras sus deseos, sin tener ninguna inspiración del Espíritu divino; sino que viven al modo de los cerdos y perros: a éstos el Apóstol justamente llama carnales (1Co 3,3), porque no sienten otra cosa sino las carnales. Y por esta misma razón el profeta los asemeja a los animales irracionales, por la conducta irracional de los mismos, diciendo: "Se han hecho caballos que buscan furiosamente las hembras, cada uno apasionados por la mujer de su prójimo" (Jr 5,8). Y en otro lugar: "El hombre, habiendo sido honrado, se hizo semejante (1143) a las bestias" (Ps 49,21). Esto lo dice porque, emulando a las bestias en su modo de vivir, se les asemejan por su culpa. También nosotros tenemos la costumbre de llamar a estos hombres, animales irracionales y jumentos.

8,3. La Ley predijo en figura todas estas cosas, pues describió a los hombres a partir de los animales, cuando llamó animales puros a los que rumian y tienen la pezuña partida; en cambio apartó como impuros a los que no tienen uno o ambos de estos caracteres (Lv 11,2-3). ¿Quienes son, pues, los puros? Los que con firmeza caminan en la fe hacia el Padre y el Hijo: esta es la seguridad de aquellos que tienen la pezuña doble. Y los que meditan las palabras de Dios día y noche (Ps 1,2), para adornarse con las buenas obras, son aquellos que rumian la virtud. En cambio los inmundos, aquellos que ni tienen la pezuña doble ni rumian, o sea quienes carecen de fe y no meditan las palabras divinas, son la abominación de los paganos.

Los que rumian pero no tienen la pezuña partida, también son inmundos: podemos imaginar ésta como la descripción de los judíos, los cuales tienen las palabras de Dios en su boca, pero no hunden sus raíces en el Padre y el Hijo para que estén firmes: por este motivo su raza se desliza. Porque los animales de una sola pezuña fácilmente resbalan; en cambio los que tienen la pezuña doble son más firmes, pues mientras una uña sigue el camino, la otra la apoya. Igualmente son inmundos los que, teniendo pezuña doble, no rumian. Esta figura señala a todos los herejes y a aquellos que no meditan en las palabras de Dios ni se adornan con las obras de la justicia, de los cuales el Señor dice: "¿Por qué me decís: Señor, Señor, si no hacéis mi voluntad?" (Lc 6,46). Estos últimos dicen creer en el Padre y el Hijo, pero no meditan las palabras de Dios, como es necesario, ni están adornados con las obras de la justicia; sino que, como antes dijimos, han asumido la vida de los cerdos y perros, entregándose a las inmundicias, a la gula y a los demás vicios.

El Apóstol justamente llamó carnales y animales (1Co 2,14) a toda esta clase de personas que por su incredulidad o lujuria (1144) no acogen al Espíritu, y por diversos caminos echan de sí al Verbo de la vida, y caminan en sus concupiscencias irracionales. Los profetas los llamaron asnos y fieras, según su modo de hablar de los brutos y animales racionales. La Ley, por su parte, los llamó inmundos.


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1.14. La carne de por sí no hereda el Reino


9,1. El apóstol también dice en otro lugar: "La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios" (
1Co 15,50). Los herejes entienden estas palabras de acuerdo a su demencia, y con ellas quieren objetarnos y demostrar que la creatura de Dios no puede salvarse. No ven que son tres los elementos de los cuales, como hemos dicho, consta el hombre: carne, alma y Espíritu (370). El tercero es el que da la forma y nos salva, esto es, el Espíritu; otro es el elemento que recibe la unión y la forma, es decir la carne; y el tercero (el alma) media entre los dos, y es el que, cuando consiente a la carne, cae en las pasiones terrenas. Si algunos seres humanos carecen de aquello que da la salvación, unidad y forma, con razón se les llama "carne y sangre"; porque no tienen en sí el Espíritu de Dios. Por eso también el Señor los llama "muertos": "Dejad que los muertos sepulten a sus muertos" (Lc 9,60), porque no tienen el Espíritu que da vida al hombre.

9,2. Quienes temen a Dios y creen en la venida de su Hijo, y por la fe mantienen en sus corazones al Espíritu de Dios, se llaman con razón hombres puros y espirituales que viven en Dios: pues tienen el Espíritu del Padre que limpia al hombre y lo eleva a la vida de Dios. Porque, así como "la carne es débil", así "el espíritu dispuesto" recibe el testimonio de Dios (Mt 26,41). Poderoso es para llevar a cabo cualquier cosa que haya decidido. Si alguno, pues, mezcla esto del Espíritu que está dispuesto como un estímulo, con la debilidad de la carne, por fuerza y absolutamente lo fuerte superará lo débil, (1145) de manera que la fortaleza del Espíritu absorberá la debilidad de la carne; y así, el que era carnal, ya no seguirá siéndolo, sino que se convertirá en espiritual, por la comunicación del Espíritu. De este modo los mártires dieron testimonio y despreciaron la muerte, no según la debilidad de la carne, sino según lo que estaba dispuesto de su espíritu. Pues absorbida la debilidad de la carne, manifestó la potencia del Espíritu: y el Espíritu, al absorber la debilidad, posee la carne como su herencia. Pues el hombre viviente está hecho de ambas cosas: es hombre por participar de la substancia de la carne, y viviente por participar del Espíritu.

9,3. Por tanto, la carne sin el Espíritu está muerta, y no teniendo vida, no puede poseer el Reino de Dios: la sangre es irracional, como agua vertida en la tierra. Por eso dice: "Como el Adán terreno, así son los terrenales" (1Co 15,48). Y donde está el Espíritu del Padre, ahí se encuentra el hombre viviente, y Dios protege con la venganza la sangre justa (derramada); y la carne poseída por el Espíritu, olvidada de sí, asume la cualidad del Espíritu, haciéndose conforme al Verbo de Dios. Por eso dice: "Así como llevábamos la imagen del que es de la tierra, llevemos la imagen de aquel que es del cielo" (1Co 15,49). ¿Qué es lo terreno? La criatura. ¿Qué es lo celeste? El Espíritu. Por eso dice: una vez vivimos sin el Espíritu celestial en la vejez de la carne, no obedeciendo a Dios; así ahora, recibiendo al Espíritu, caminemos en la novedad de la vida, obedeciendo a Dios. Y porque sin el Espíritu de Dios no podemos ser salvos, el Apóstol nos exhorta a conservar el Espíritu de Dios mediante la fe y la vida casta, no vaya a ser que, si no participamos del Espíritu Santo, perdamos el reino de los cielos; por eso proclamó que la sola carne y (1146) sangre no pueden poseer el Reino de Dios.

1.15. La obra del Espíritu en la carne


9,4. Si, pues, hemos de decir verdad, la carne no posee, sino que es poseída; como dice el Señor: "Dichosos los mansos, porque ellos poseerán la tierra en herencia" (Mt 5,4): en el Reino se posee en herencia la tierra, a la que pertenece también la carne. Por eso quiere que nuestra carne sea templo puro, para que el Espíritu de Dios se deleite en él, como el esposo en la esposa. Pues así como la esposa no puede desposar al esposo, pero sí puede ser desposada por el esposo cuando éste viniere a acogerla, de modo semejante esta carne por sí misma, o sea ella sola, no puede poseer en herencia el Reino de Dios. Pues el que vive recibe en herencia las cosas que eran del que ha muerto; y una cosa es el que posee en herencia, y otra la que es poseída en herencia: el primero domina y dispone y gobierna lo que posee en herencia, a la manera como quiere; en cambio, las cosas poseídas están sujetas, obedecen y están subordinadas a aquél, y existen bajo el dominio del que las posee.

¿Y qué es lo que vive? (1147) El Espíritu de Dios. ¿Y cuáles son las cosas que pertenecen al que ha muerto? Los miembros del hombre, que se corrompen en la tierra. Estos son los que son poseídos por el Espíritu, el cual los traslada al Reino de los cielos. Por esto también Cristo murió, como un testamento del Evangelio, abierto y leído por todo el mundo, para ante todo liberar a sus siervos; y para en seguida hacerlos herederos de todo lo que es suyo, siendo el Espíritu el que todo lo posee, como antes demostramos. Pues el que vive es quien posee la herencia, y la carne es lo que él adquiere en herencia. Y para que no perdamos la vida perdiendo al Espíritu que nos posee, el Apóstol nos exhorta a participar del Espíritu, por medio de la doctrina que arriba hemos expuesto, diciendo: "La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios" (1Co 15,50). Como si dijese: No erréis; pues a menos que el Verbo de Dios habite en vosotros, y en vosotros esté el Espíritu del Padre, os comportaréis en vano y a la ventura, viviendo sólo según la carne y la sangre, y así no podréis poseer el Reino de Dios.

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10,1. Y para que nosotros, dando gusto a la carne, no vayamos a rechazar injertarnos en el Espíritu (371), esto escribe: "Tú, que eres un olivo silvestre, has sido injertado en un olivo fértil para hacerte participar de sus abundantes frutos" (
Rm 11,17). Pero si un olivo agreste, después de ser injertado, siguiese siendo agreste, "será cortado y echado al fuego" (Mt 7,19); en cambio si continúa injertado y se convierte en un buen olivo, se transforma en un árbol lleno de frutos, como los plantados en el huerto de un rey. De modo semejante los hombres, si por la fe se vuelven mejores y acogen el Espíritu de Dios, germinan como espirituales, como si hubiesen sido plantados en el paraíso (Ez 31,8). En cambio, si rechazan al Espíritu (1148) y perseveran en lo que eran antes, buscando más la carne que el Espíritu, entonces justamente se les aplica aquello: "La carne y la sangre no poseerán el reino de Dios" (1Co 15,50); como quien dice, el olivo silvestre no será llevado al paraíso de Dios. Así pues, admirablemente expone el Apóstol nuestra naturaleza y la Economía universal de Dios, en su discurso acerca de la carne, la sangre y el olivo silvestre.

Cuando un olivo silvestre está descuidado, abandonado durante algún tiempo en tierra desierta, de modo que produce frutos agrestes según su naturaleza, una vez que se tiene cuidado de él y se le injerta en su naturaleza primitiva, vuelve a dar fruto. Así también los seres humanos que se han descuidado y han servido a las pasiones de la carne, dan frutos agrestes y por ello se les tiene por infructuosos, pues no producen frutos de justicia -porque, mientras los hombres duermen, el enemigo siembra cizaña (Mt 13,25), y por eso el Señor mandó a sus discípulos que vigilasen (Mt 24,42 Mt 25,13)-. De igual modo, quienes no producen frutos de justicia, sino que viven prisioneros de sus sentidos, si despiertan y reciben al Verbo de Dios como un injerto, retornan a su naturaleza primera, como fueron hechos a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26).

10,2. Así como el olivo silvestre, cuando se le injerta, no pierde la substancia de su madera, sino que cambia la calidad de sus frutos y recibe otro nombre, pues ya no es olivo silvestre sino que se convierte y es olivo fértil; de modo semejante, el hombre que, injertado por la fe, recibe el Espíritu de Dios, no pierde la substancia de la carne; sin embargo, cambia la calidad del fruto de sus obras, y recibe otro nombre, para significar ese cambio en algo mejor: ya no es carne y sangre, sino que se le llama y es un hombre espiritual. Pero, así como el olivo silvestre, si no se le injerta, sigue siendo inútil para su Señor por su calidad salvaje, y "se le corta y echa en el fuego" (Mt 7,19) como a un árbol estéril; de igual modo, el hombre al que el Espíritu no se le injerta por la fe, sigue siendo lo que antes era, esto es, carne y sangre, que no puede poseer el Reino en herencia.

(1149) Bien dice el Apóstol: "La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios" (1Co 15,50), y: "Quienes viven en la carne no pueden agradar a Dios" (Rm 8,8). No rechaza la naturaleza de la carne, sino que espera la infusión del Espíritu. Por eso dice: "Es necesario que lo mortal se revista de inmortalidad, y lo corruptible de incorrupción" (1Co 15,53). Y añade: "Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros" (Rm 8,9). Y más claramente aún lo expresa: "El cuerpo ciertamente está muerto por el pecado, mas el Espíritu es vida por causa de la justicia. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos dará vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros" (Rm 8,10-11). Y añade en la Carta a los Romanos: "Pero si vivís en la carne, de cierto moriréis" (Rm 8,13). No que debieran rechazar el permanecer en la carne, puesto que él mismo estaba en la carne cuando esto escribía; sino dejar de lado las pasiones de la carne que llevan al ser humano a la muerte. Por eso agrega: "Mas si mortificáis por el Espíritu las obras de la carne, tendréis vida; pues quienes son conducidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios" (Rm 8,13-14).

(370) No es que Ireneo asuma aquí la constitución tripartita natural del hombre según la antropología gnóstica. El Espíritu que nombra aquí es el Espíritu Santo, como consta por lo que sigue: "es el que da la forma y nos salva". En la antropología gnóstica el espíritu es su elemento constituyente natural que ya está salvado por naturaleza.

(371) En el original dice: "para que no rechacemos el injerto del Espíritu", pero dejada así la oración parece ambigua, pues podría significar que el Espíritu se nos injerta. En cambio, por la sentencia siguiente, es claro que el injerto somos nosotros y él es la cepa.


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1.16. La justicia, condición para poseer el Reino


11,1. En seguida explica cuáles son las obras que llama carnales, como previniendo el ataque de los infieles. Las expone él mismo, para no dejar la cuestión a quienes hablan despropósitos. Escribe en la Carta a los Gálatas: "Son claras las obras de la carne: los adulterios, la fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la magia, la enemistad, las riñas, los celos, la ira, la discordia, los odios, (1150) las disensiones, las herejías, las envidias, las borracheras, las orgías y cosas semejantes. Os repito lo que antes dije: quienes así obran, no poseerán el reino de Dios" (Ga 5,19-21). De este modo especifica mejor a sus oyentes lo que significa: "La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios" (
1Co 15,50); pues quienes hacen estas cosas, se conducen según la carne, y no pueden vivir según Dios (Rm 6,10).

Así también ahonda en las obras espirituales que dan vida al hombre, o sea la inserción del Espíritu, cuando dice: "Mas los frutos del Espíriritu son el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la bondad, la benignidad, la fe, la mansedumbre, la templanza, la castidad: contra quienes así actúan no hay ley" (Ga 5,22-23). Así como quien va progresando y realiza el fruto del Espíritu, se salva sin duda alguna por la comunión con el Espíritu, así también quien se detenga en las obras de la carne, se le tendrá por carnal porque no ha recibido el Espíritu de Dios, y por ello no puede poseer el Reino de los cielos.

El mismo Apóstol ofrece a los corintios este testimonio: "¿Acaso ignoráis que quienes obran la injusticia no heredarán el reino de Dios? No os engañéis. Ni fornicadores, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni quienes se acuestan con otros hombres, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni calumniadores, ni violentos heredarán el reino de Dios. Esto fuisteis, pero ahora estáis lavados y santificados, estáis justificados en el nombre de Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1Co 6,9-11). De modo muy claro expresa por cuáles obras el ser humano perece, si persevera en vivir según la carne; y, en consecuencia, de qué manera se salva. Pues afirma que nos salvan el nombre de nuestro Señor Jesucristo y el Espíritu de nuestro Dios.

11,2. Hasta aquí ha enumerado las obras de la carne, hechas sin el Espíritu. Estas llevan a la muerte. En consecuencia de cuanto acaba de decir, (1151) hacia el final de la carta exclamó como tratando de resumir: "Así como hemos llevado la imagen de aquel que nació de la tierra, así también llevemos la imagen de aquel que viene del cielo. Pues os digo, hermanos, que la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios" (1Co 15,49-50). La frase: "Así como hemos llevado la imagen de aquel que nació de la tierra", se relaciona con aquello que dijo: "Esto fuisteis. Pero estáis lavados y santificados, estáis justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios". ¿Y cuándo hemos llevado la imagen del que nació de la tierra? Cuando realizábamos las obras de la carne arriba descritas. ¿Y cuándo llevamos la imagen del que viene del cielo? Cuando, como él dice, "estáis lavados" y creéis "en su nombre", para recibir su Espíritu. No hemos lavado la substancia de nuestro cuerpo ni la imagen de nuestra creación, sino nuestro antiguo modo de actuar. Y así, en los mismos miembros por los que antes perecíamos, cuando realizábamos las obras corruptibles, en esos mismos miembros empezamos a vivir cuando realizamos las obras del Espíritu.


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1.17. El Espíritu Santo da la vida


12,1. Como la carne es capaz de corrupción, así también lo es de incorrupción; y como es capaz de morir, así lo es de vivir. Una y otra cosa se excluyen mutuamente, y no pueden ambas permanecer en el mismo sujeto; sino que una excluye a la otra, y si una está presente, la otra se destruye. Así pues, si la muerte se apodera del hombre y acaba con su vida, éste queda muerto. Mucho más si la vida se apodera del hombre, destruye la muerte y restituye al hombre vivo a Dios (
Rm 6,11). Pues, si la muerte acaba con él, ¿por qué la vida que se le concede no vivificará al hombre? Así dice el profeta Isaías: (1152) "El poderoso devorará la muerte". Y añade: "Dios secará las lágrimas de todo rostro" (Is 25,8). Se debe advertir que la primera vida fue superada, porque no se la dio al hombre el Espíritu, sino sólo un soplo.

12,2. Uno es el soplo de la vida que hace al hombre un ser animado, y otro distinto es el Espíritu vivificante que lo perfecciona como espiritual. Por eso dice Isaías: "Así habla el Señor, que hizo el cielo y lo fijó, que dio firmeza a la tierra y a cuanto hay en ella; y dio su aliento a todo cuanto en ella vive, y el espíritu a quienes caminan en ella" (Is 42,5). Afirma que se le dio en general el aliento a todo el pueblo que habita sobre la tierra; mas su Espíritu a quienes pisotean las concupiscencias terrenas. Por eso Isaías, distinguiendo en otra ocasión lo que antes había dicho, escribe: "El Espíritu saldrá de mí, pues yo he creado todo aliento" (Is 57,16). Propiamente coloca en el orden de Dios al Espíritu que en los últimos tiempos derramó sobre el género humano (Ac 2,17) para la filiación adoptiva; en cambio expresa que concedió su aliento comúnmente a todas las cosas hechas y creadas.

(1153) Pues una cosa es el Creador, otra la creatura. El aliento es algo temporal; en cambio el Espíritu es sempiterno. Y el aliento puede aumentar un poco, y permanece por algún tiempo, luego se retira y deja sin respiración a aquel en el que antes estuvo. Por el contrario, el Espíritu circunda al hombre por fuera y lo llena por dentro, siempre en él persevera y nunca lo abandona. "Mas no aparece primero lo espiritual", dice el Apóstol (y lo afirma como refiriéndose a nosotros los hombres), "sino primero lo animal, luego lo espiritual" (1Co 15,46), como es razón. Pues era necesario que primero fuese plasmado el hombre, y una vez plasmado recibiese el alma; y luego recibiese la comunión del Espíritu. Por ello el Señor hizo "al primer Adán alma viviente, al segundo Espíritu vivificante" (1Co 15,45). Así, pues, como el que ha recibido la vida por el alma, al volverse hacia lo más bajo pierde la vida; así también el que se vuelve hacia lo más alto, al recibir al Espíritu vivificante encuentra la vida.


1.18. Resucita la misma carne que muere


12,3. No muere una cosa, y otra recibe la vida; así como no es una la oveja perdida y otra la encontrada, sino que la perdida es la misma que el Señor busca y encuentra. ¿Y qué es lo que muere? La substancia de la carne, que había perdido el soplo de vida, y al no tenerlo ya, muere. (1154) Esta es la que el Señor viene a vivificar, para que, así como en Adán todos morimos como seres animados, así vivamos en Cristo como seres espirituales (1Co 15,22); no renunciando a lo que Dios ha creado, sino a la concupiscencia de la carne, y acogiendo el Espíritu Santo.

Como dice el Apóstol en la Carta a los Colosenses: "Mortificad vuestros miembros en la tierra" (Col 3,5). Y explica a cuáles miembros se refiere: "La fornicación, la impureza, la pasión, la concupiscencia pecaminosa y la avaricia, que es una idolatría" (Col 3,5). El Apóstol predica que debe rechazarse todo esto, y que quienes hacen tales cosas, puesto que viven en la carne y en la sangre, no pueden poseer el reino de los cielos (Ga 5,21); porque el alma de éstos se inclina hacia lo peor y se abaja a las concupiscencias terrenas, recibe el mismo calificativo que aquéllos. Y nos manda librarnos de todo ello, diciendo en la misma epístola: "Despojaos del hombre viejo con todas sus obras" (Col 3,9). No quiso decir con esto que hemos de prescindir de nuestro ser plasmado; porque no significa que debemos matarnos para apartarnos de aquello a lo que nos referimos en este discurso.

12,4. El mismo Apóstol, el que había sido plasmado en el seno de su madre y salió del vientre (Ga 1,15), nos escribía: "Vivir en la carne es fruto del trabajo" (Ph 1,22), confesó en su Epístola a los Filipenses. Pero "fruto de la obra del Espíritu" es la salvación de la carne. ¿Pues qué otro fruto manifiesto del Espíritu invisible puede haber, sino hacer la carne madura y capaz de la incorrupción? Por ello, "si vivir en la carne es fruto del trabajo", no condenó la carne al decir: "Despojándoos del hombre viejo"; sino quiso indicar que debemos despojarnos de nuestro viejo modo de vivir, que nos envejece y corrompe. Por eso añadió: (1155) "Revistiendo el hombre nuevo, que rejuvenece en el conocimiento, según la imagen del que lo creó" (Col 3,10). Con las palabras: "Que rejuvenece en el conocimiento", demuestra que el mismo que vivía como un hombre en la ignorancia, o sea, sin reconocer a Dios, se renueva mediante ese conocimiento que en él habita. Pues el conocimiento de Dios renueva al hombre. Y al decir: "Según la imagen del Creador", indicó la recapitulación de este mismo hombre, que al inicio fue hecho según la imagen de Dios.


1.19. Los milagros de Jesús, signo de la resurrección


12,5. Que el Apóstol era el mismo que había nacido en el vientre, es decir, de la antigua substancia de la carne, él mismo lo confiesa en su Carta a los Gálatas: "Mas cuando le plugo a aquel que me eligió desde el vientre de mi madre, me llamó por su gracia a a fin de revelar en mí a su Hijo, para que llevara su Evangelio a las naciones" (Ga 1,15-16). No era un hombre el que había nacido en el vientre, y otro el que predicaba al Hijo de Dios; sino que era el mismo, aquel que antes lo ignoraba y perseguía a la Iglesia de Dios (Ga 1,13), y aquel que recibió la revelación y escuchó la voz del Señor (como ya explicamos en el libro tercero ??? ); y habiendo superado la ignorancia por el posterior conocimiento, predicaba a Jesucristo, Hijo de Dios, que fue crucificado bajo Poncio Pilato.

Sucedió algo semejante a los ciegos a quienes el Señor curó: perdieron la ceguera y adquirieron la completa restitución de sus ojos, y podían ver con los mismos ojos con los que antes no veían, una vez que desaparecieron de su visión las tinieblas. Ellos, una vez recuperados para ver los ojos con que antes no veían, dieron gracias a aquel que de nuevo les había dado la vista. Así también aquel a quien sanó de la mano seca y todos aquellos a quienes curó: no cambiaron los miembros con que habían salido del vientre de su madre, sino que recibieron la curación de los mismos miembros.

12,6. El Verbo divino, Hacedor de todas las cosas, que al principio plasmó al ser humano, encontró a su creatura caída por el pecado; mas de tal manera lo curó en cada uno de sus miembros para volverlo tal como él lo había plasmado, y reintegró al hombre completo (1156) a su estado original, que lo dejó enteramente preparado para resucitar. ¿Y qué otro motivo podría haber tenido al curar los miembros de la carne y restituirles su estado original, sino para salvar aquellos mismos miembros que había curado? Pues si la utilidad que ellos sacaban hubiese sido sólo temporal, nada de extraordinario habría concedido a aquellos que él había curado. ¿O cómo pueden afirmar que no es digna de la vida que procede de él, siendo la misma carne que de él recibió la curación? Pues la vida se restituye por la curación, y la incorrupción por la vida. Y es el mismo quien da la curación y la vida; y el mismo que da la vida reviste de incorrupción a su creatura.

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13,1. Así pues, que nos digan quienes nos contradicen, o mejor dicho que contradicen su propia salvación, ¿con qué cuerpo resucitaron la hija del sumo sacerdote (), y el hijo de la viuda al que cargaban muerto junto a la puerta de la ciudad (
Lc 7,12) y Lázaro, que ya llevaba cuatro días en el sepulcro? (Jn 11,39) Sin duda con los mismos con los cuales habían muerto; pues si no hubiesen sido los mismos cuerpos, tampoco habrían sido las mismas personas fallecidas aquellas que resucitaron. Mas el Evangelio dice que "el Señor tomó la mano del muerto y le dijo: Joven, a ti te digo, levántate. Y el muerto se sentó, y él ordenó que se le diese de comer (373), y lo entregó a su madre" (Lc 7,14-15). Y "llamó a Lázaro con una fuerte voz, diciendo: ¡Lázaro, sal fuera! Y el muerto salió, atado de las manos y los pies" (Jn 11,43-44). Este es un símbolo del hombre ligado por el pecado. Por eso el Señor le dice: "Desatadlo y dejadlo andar" (Jn 11,44).

Así pues, aquellos enfermos fueron curados en los mismos miembros dolientes y los muertos resucitados con sus mismos cuerpos, recibiendo del Señor la vida y la curación en sus mismos cuerpos y miembros, lo cual es un signo temporal que preludia lo eterno y muestra que es el mismo aquel que da la curación a su creatura y que puede dar de nuevo la vida. De este modo se puede creer su doctrina acerca de la resurrección, pues de semejante manera al fin de los tiempos, "cuando resuene la trompeta" (1Co 15,52), los muertos resucitarán a la voz del Señor, como él mismo dijo: "Llegará la hora en la cual todos los muertos que están en los sepulcros (1157) escucharán la voz del Hijo del Hombre, y saldrán los que obraron el bien para la resurrección de la vida, y los que obraron el mal para la resurrección del juicio" (Jn 5,25 Jn 28-29).

13,2. Locos y verdaderamente infelices quienes se niegan a ver lo que es tan evidente, y huyen de la luz de la verdad, cegándose a sí mismos como lo hizo el trágico Edipo. Se parecen a aquel luchador novel que, al pelear con otro, se agarra con todas sus fuerzas de algún miembro del cuerpo, y cae con él así cogido, pensando al caer que lo ha vencido porque sigue aferrado con rabia a ese miembro; pero no se da cuenta de que por eso el otro le ha caído encima, y el público se ríe del tonto. Así sucede con los herejes cuando oyen: "La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios" (1Co 15,50). Ni han captado el sentido del Apóstol, ni han investigado la fuerza de las palabras; sino que, al interpretarlas de modo simple, por esas mismas palabras perecen, porque tergiversan para sí mismos todo el plan salvífico de Dios.


Ireneo, Contra herejes Liv.5 ch.6