Agustin - Confesiones 319

Capítulo XI: Llanto y sueno de Santa Mónica acerca de la conversión de su hijo Agustín


319 Vos, Señor, usando conmigo de vuestra paternal benignidad, desde lo alto del cielo extendisteis vuestra mano poderosa y sacasteis a mi alma de una profundidad tan oscura y tenebrosa como ésta, habiendo mi madre, vuestra sierva fiel, derramado delante de Vos mas lágrimas por mí que las otras madres por la muerte corporal de sus hijos. Porque con la fe y espíritu que Vos le habíais dado, veía ella la muerte de mi alma. Mas Vos, Señor, os dignasteis oír sus oraciones; Vos os dignasteis oírla y no despreciasteis sus lágrimas, que copiosamente corrían de sus ojos, hasta regar con ellas la tierra en todos los sitios en que se ponía a hacer oración por mí en presencia de vuestra divina Majestad, que se digno oírla y atender a su llanto y oración. Porque, ¿de dónde sino de Vos le había de venir aquel sueño que tuvo, con el cual la consolasteis tanto que me permitió vivir (31) en su compañía, comer a su mesa y habitar en su casa, lo que antes no había querido consentir por lo mucho que ella aborrecía y detestaba los errores y blasfemias de mí secta? Un día, pues, estando dormida, sonó que estaba puesta de pie sobre una regla de madera, y que se le acerco un joven gallardo y resplandeciente con rostro alegre y risueño, estando ella muy afligida y traspasada de pena, el cual le pregunto la causa de su aflicción y tristeza, y de tantas lágrimas como derramaba todos los días, no para saberlo de su boca, sino para tomar de aquí ocasión de instruirla y enseñarla, como suele suceder en tales sueños. Ella le respondió que era mí perdición lo que la hacía llorar, y él le mando entonces y le amonesto (para que viviese más segura en este punto) que reflexionase con atención y viese que donde ella estaba, allí mismo estaba yo también. Luego que oyó esto miró con atención y me vio estar junto a sí en la misma regla. ¿De dónde le vino este consuelo sino de aquella suma bondad con que atendíais a los gemidos de su corazón? ¡Oh!, ¡cuán bueno sois, Dios y Señor mío todopoderoso, que de tal suerte cuidáis de cada uno de nosotros, como si fuera el único de quien cuidáis, y de tal modo cuidáis de todos como de cada uno de por sí!

(31) De aquí se infiere que Agustín había vuelto de Cartago a Tagaste, donde vivía entonces, aunque de esto no habla expresamente. Todo el tiempo que paso desde su vuelta de Cartago hasta que Santa Mónica tuvo este sueño, como su madre no le permitía estar en su casa ni en su compañía, le llevo a su casa aquel rico ciudadano de Tagaste, Romaniano, y le estimo tanto y le dio tan grandes muestras de amistad, que servían y respetaban a Agustín como al mismo dueño de la casa.


320 ¿De dónde sino de Vos le vino también aquella respuesta que me dio tan pronta y oportuna, cuando al referirme el sueno que había tenido, y procurando yo interpretarle diciendo: Que antes bien el sueno significaba que ella podía vivir con esperanzas de ser algún día lo que yo era, respondió inmediatamente y sin detenerse en nada: No por cierto, no es así, porque a mí no se me dijo: donde él esta, allí también estas tu, sino al contrario: donde tu estas, allí también esta él?

Yo os confieso, Señor, que, según lo que me acuerdo y varias veces he contado, mas me movió esta respuesta que Vos me disteis por boca de mí piadosa madre, que el sueno mismo que me refirió y con qué tan anticipadamente anunciasteis la alegría y gozo que había de tener, aunque de allí a mucho tiempo, para darle desde entonces algún consuelo en la aflicción y solicitud que tenía por mí. Pues ella, bien lejos de turbarse con la falsedad de mí interpretación, aunque verosímil y aparente, se impuso al instante en la verdad, y vio prontamente cuanto había que ver acerca del suceso, y lo que yo verdaderamente no había advertido antes que ella lo dijera.

Aun después de todo esto estuve yo casi por espacio de nueve anos (32) revolcándome en lo profundo del cieno, y rodeado de tinieblas de error y falsedad. Y aunque muchas veces procuré levantarme y salir del abismo profundo, con el hincapié y conatos que hacía, me hundía más adentro; y entretanto aquella viuda casta, piadosa, templada, y tal cuales son las que Vos amáis, ya más alegre con la esperanza que le habíais dado, pero no por eso menos solicita en llorar y gemir, no cesaba de importunaros a todas horas con sus oraciones y lágrimas por mí conversión, y aunque eran bien admitidos en vuestra divina presencia sus fervorosos y continuos ruegos, no obstante Vos dejabais que me envolviese y revolviese todavía más en aquella espesa oscuridad de mis errores.

(32) Estos nueve años que aquí y en otras partes dice San Agustín que estuvo en el error de los maniqueos deben contarse de modo que finalizasen cuando se disgusto tanto con las respuestas que le dio Fausto, que era el más célebre de los maniqueos, lo cual fue en el año 383. Así se infiere que comenzó a seguirlos en el año 373 o 374, a los diecinueve o veinte años de su edad, y poco después de haber leído el Hortensio de Cicerón. Así Tillemont, Hist. ecclesiast., tomo 18, pagina 23.



Capítulo XII: Lo que un santo obispo respondió a Santa Mónica acerca de la conversión de su hijo


321 También en este tiempo intermedio le disteis otra respuesta y misterioso aviso, semejante al pasado y para el mismo intento, de lo cual quiero hacer aquí conmemoración, no obstante que omito otras muchas cosas, ya porque no puedo acordarme de todas ellas, ya por llegar más presto a confesaros las que son más urgentes y precisas. Por boca, pues, de un ministro vuestro, que era sacerdote y obispo, educado y criado en vuestra Iglesia, y muy práctico y versado en vuestras Santas Escrituras, le disteis otra respuesta y aviso misterioso. Porque habiéndole mi madre suplicado que tuviese a bien el hablarme e impugnar mis errores hasta desengañarme de mis falsos dogmas y perversa doctrina, y enseñarme la buena y verdadera (suplica que hacia también a todos los hombres sabios que encontraba, y le parecían a propósito para este efecto), lo rehusó aquel obispo, en lo que se porto prudentemente, respondiendo a mi madre, según supe después, que estaba yo todavía incapaz de admitir otra doctrina, porque estaba muy embelesado en la novedad de aquella herejía maniquea y envanecido de haber dado en qué entender a muchos ignorantes con varias cuestiones y sofismas que les proponía, como ella misma le había contado. Pero también le dijo: Dejadle por ahora en su error, y no hagáis mas diligencia que rogar a Dios por él, que él mismo, continuando en estudiar y leer, llegara a conocer cuan enorme es el error e impiedad de la secta maniquea. También le refirió él mismo como siendo él niño le habían entregado a los maniqueos por voluntad de su madre, a quien antes habían engañado y que no solamente había él leído casi todos sus libros, sino que también los había copiado de su puno, y que él por sí mismo y sin que ninguno le arguyese ni impugnase, había conocido cuan abominable y digna de dejarse era aquella secta, y como tal la había abandonado. Pero habiendo acabado de decirle todo esto, como mi madre no se aquietase, sino que antes bien le instase mas y mas, importunándole con ruegos y lágrimas para que se viese y disputase conmigo, él entonces, como cansado ya de su importunación, le dijo: Déjame, mujer, así Dios te dé vida, que es imposible que un hijo de tantas lágrimas perezca. Palabras que mi madre recibió como si hubieran sonado desde el cielo, según ella me lo repitió muchas veces en nuestras familiares conversaciones.


LIBRO IV

400 Recorre los nueve años de su vida, en que desde el año 19 hasta el 28 enseno retorica y tuvo una manceba, y se dedico a la astrología genetliaca. Después se duele del excesivo e inmoderado dolor que tuvo por la muerte de un amigo, y el mal uso que hacía de su excelente ingenio


Capítulo 1: Del tiempo que empleo en engañar y pervertir a otros, y de los medios que usaba para ello


401 Durante aquel mismo espacio de los nueve años que he dicho, contados desde los diecinueve de mí edad hasta los veintiocho, viví engañado y engañando a otros; y entre la variedad de mis deseos y apetitos, tan pronto era engañado como engañador, ya públicamente, enseñando las artes que llaman liberales, ya ocultamente bajo el pretexto y falso nombre de religión, siendo allí soberbio, aquí supersticioso, y en todas partes vano. Por una parte seguía continuamente el humo y aire de la gloria popular, queriendo llevarme siempre los aplausos del teatro, y ser preferido a todos los demás competidores en hacer versos, y llevarme las despreciables coronas con que eran premiados los que salían vencedores en las contiendas de ingenio y, finalmente, sobresalir en las locuras de los espectáculos y en la destemplanza de los apetitos; y por otra parte deseando purificarme de todas estas manchas, llevaba que comer a los que entre los maniqueos se llamaban escogidos y santos, para que en la oficina de su estomago me fabricasen ángeles y dioses que me librasen de todos mis pecados. Estos delirios seguía y practicaba entonces en compañía de mis amigos, engañados por mí, que estaba tan engañado como ellos.

Búrlense en hora buena de mí aquellos hombres soberbios y arrogantes que no han sido hasta ahora saludablemente postrados y abatidos por vuestra mano poderosa, Dios y Señor mío, que yo por eso no tengo que omitir la confesión de mis infamias, para gloria y alabanza vuestra. Permitidme, os ruego, y concededme que vaya recorriendo mi memoria con exactitud los pasados rodeos y extravíos de mis errados procederes, y que de todos ellos os haga un sacrificio con que mi alma quede llena de júbilo y alegría. Porque a la verdad, si Vos no me guíais y vais conmigo, ¿qué seré para mí quedando solo, sino una guía ciega que me vaya llevando al precipicio? Y por el contrario, cuando hago algo de bueno, ¿qué hago yo sino recibirlo de Vos, o qué soy sino un niño que recibe el néctar de vuestros pechos o, cuando mas, un hombre que se sustenta de Vos mismo, que sois manjar incorruptible? Y ¿qué es cualquier hombre, sea el que fuere, si al fin no es más que un hombre? Pues búrlense de mí en hora buena esos espíritus fuertes y poderosos, mientras que yo, flaco y pobre, confieso vuestro nombre y os alabo.


Capítulo II: De como enseñaba retorica; de la fidelidad que guardaba a una mala amistad que tenía; y como desprecio los pronósticos de un agorero


402 Ensenaba yo en aquel tiempo la retorica, y vendía aquel arte de elocuencia que sabe vencer y dominar los corazones, siendo al enseñarla vencido y dominado yo de la codicia. Pero bien sabéis, Señor, que lo que más deseaba era tener discípulos, en el sentido en que comúnmente se llaman buenos (33), a los que sin engaño alguno les enseñaba el arte de practicar engaños, no para que jamás usasen de ellos contra la vida de algún inocente, sino para defender alguna vez al culpado. Y Vos, Dios mío, visteis desde lejos esta fidelidad que iba a perderse por un camino tan resbaladizo, y centellear entre mucho humo aquella buena fe mía con que enseñaba a los que, como yo, amaban la vanidad y buscaban la mentira.

En aquel mismo tiempo tenía yo una mujer, no que fuese mía por legitimo matrimonio, sino buscada por el vago ardor juvenil escaso de prudencia; pero era una sola, y le guardaba también fidelidad, queriendo saber por experiencia propia la diferencia que hay entre el amor conyugal pactado mutuamente con el fin de la procreación, y el pacto de amor lascivo, en el cual suele también nacer algún hijo contra la voluntad de los amantes, aunque después de nacido los obliga a que le tengan amor.

(33) Los saco muy aventajados, insignes y famosos, como fueron Licencio y su hermano, hijos de Romaniano, su protector y amigo Eulogio, que le sucedió en la cátedra de retorica; San Alipio, etc.



403 También hago memoria de que habiendo yo voluntariamente entrado en una oposición publica de poesía dramática, me envió a decir no sé qué agorero cuanto le había de dar por que él me asegurase la victoria, y yo, detestando y abominando aquellos feos sacrificios, le respondí que aunque aquella corona de frágil hierba que se había de dar al vencedor fuera de oro e inmortal, no permitiría que para que yo la lograra se matase siquiera una mosca. Porque en sus sacrificios y conjuros había él de quitar la vida a algunos animales, y con aquellos honores que hacía a los demonios, le parecía que los convidaba y movía a que me favoreciesen. Pero bien conozco, oh Dios de mi alma y de mi corazón, que el haber yo desechado y abominado aquella maldad, no fue por amor vuestro, porque aun no sabía amaros, pues ni acertaba a imaginaros sino como una luz y resplandor corporal. Y un alma que suspira por semejantes ficciones, ¿no es cierto que anda muy distraída en Vos, poniendo su confianza en falsedades y apacentándose de los vientos? En verdad que no quisiera yo que por mí se hiciera sacrificio a los demonios, siendo así que yo mismo con aquella superstición me sacrificaba a ellos, porque ¿qué otra cosa es apacentarse de los vientos, sino dar a comer a los demonios, esto es, servirles de deleite y diversión con nuestros errores?


Capítulo 1II: Como dejo el estudio de la astrología, a que se había dedicado por consejo de un anciano bien instruido en medicina y física


404 Por eso no cesaba de consultar a aquellos otros impostores que llamaban matemáticos (34), porque éstos no usaban de sacrificio alguno, ni oraciones y conjuros dirigidos a los demonios para adivinar; no obstante que sus predicciones también las reprueba y condena la cristiana y verdadera piedad. Lo bueno y justo es confesarse a Vos, Señor, y deciros: Tened misericordia de mí y sanad mi alma, pues ha pecado contra Vos; y no abusar de vuestro perdón para volver a pecar, sin tener muy presenta aquella sentencia del Salvador: Mira, hombre, que ya estas sano; no quieras pecar más, no sea que te suceda algo peor. Esta saludable doctrina intenta de todo punto destruirla dichos astrólogos cuando dicen: "Del influjo de los cielos nace a los hombres la causa inevitable de pecar: el planeta Venus, o Saturno o Marte hicieron esto o aquello". Y esto lo dicen para que el hombre, que es carne y sangre y corrupción soberbia, quede disculpado, y se atribuya el pecado al Creador y Gobernador del cielo y de los astros. ¿Y quién es éste sino Vos, Dios nuestro, que sois dulzura y suavidad inefable, origen y fuente de toda justicia, que dais a cada uno según sus obras, y no desparecíais un corazón contrito y humillado?

En aquel tiempo había un hombre muy hábil, muy sabio y excelente en el arte de la medicina (35), el cual en nombre del cónsul a quien pertenecía la acción, había puesto con su mano propia la corona que yo había ganado en el certamen de poesía sobre mí cabeza malsana; aunque esto no lo hizo en cuanto médico, porque de aquella mí dolencia solo Vos sois el médico, que sois quien resiste a los soberbios y da gracias a los humildes. Pero ¿acaso dejasteis de serviros también de aquel anciano para mí provecho y para el remedio y medicina de mi alma?

Pues como yo me había hecho muy familiar suyo, y asistía continua y atentamente a sus razonamientos (que sin adorno y hermosura de palabras eran gustosos y graves por lo agudo de sus sentencias), luego que conoció por mis conversaciones que yo estaba muy dedicado a los libros astrológicos, me amonesto benigna y paternalmente que los arrojase de mí y no gastase mí cuidado y estudio en aquella locura y vanidad, pudiendo emplearle en cosas útiles. También dijo que él había aprendido de tal suerte aquel arte, que en los primeros años de su edad quiso seguir aquella profesión para ganar de comer, esperando que, pues había entendido a Hipócrates, también podría entender aquellas doctrinas; pero que no por otro motivo las había dejado y seguido la medicina, sino porque había llegado a conocer que eran falsísimas; y siendo un hombre de juicio, no quería ganar la comida engañando a los hombres. "Pero tú, dijo él, tienes la cátedra de retorica con que sustentarte y vivir en el mundo, y sigues esta falsedad engañosa, no por necesidad, sino voluntariamente y por tu gusto, por lo que tanto mas debes creerme lo que te digo de aquel arte, pues trabajé por saberlo tan perfectamente que pensaba mantenerme de aquella profesión solo". Y habiéndole preguntado cuál era la causa de que por medio de aquella doctrina se pronosticasen muchas cosas que salían ciertas, me respondió lo mejor que pudo, que la fuerza de la suerte esparcida por todas las cosas naturales era la que causaba esos aciertos. Porque, decía él, si muchas veces queriendo alguno saber algo por suerte, y valiéndose para esto de los versos de cualquier poeta (en los que su autor dijo e intento otra cosa muy distinta), suele suceder que el verso se acomoda y ajusta maravillosamente al asunto y negocio que se buscaba, no será mucho que del alma humana, movida de superior instinto, y sin advertir esa emoción que se hace en ella, salga alguna respuesta por suerte y casualidad, no por arte ni regla, que se acomode y adapte a los hechos y asuntos de quien hace la pregunta.

(34) En tiempo del Santo se daba el nombre de matemáticos principalmente a los astrólogos judiciarios, que también llamaban planetarios, porque hacían sus predicciones observando los planetas, y genetliacos, porque pronosticaban la vida, costumbres y sucesos del infante observando la situación que tenían los astros en el instante del nacimiento. Contra los cuales habla el Santo más abajo en el libro VII, cap. VI; en el libro V de La Ciudad de Dios, y en otras partes, impugnándolos con solidez y eficacia. También los condena el Derecho canónico, cap. II de Sortilegio; el Concilio Tridentino, Índice libros prohib., reg. 9, y Sixto VI, en Bula particular contra astrólogos, y también el Derecho civil, ley 9, códice 1, 18. Pero en nuestros días no se toma el nombre de matemáticos en este sentido, generalmente hablando, sino que significa los que estudian y profesan la aritmética, geometría, astrología lícita y otras artes que se llaman matemáticas.
(35) Éste era el Vindiciano, de quien vuelve a hablar después, en el libro VII, cap. VI.



406 Y esto, Señor, me lo procurasteis enseñar por medio de aquel sabio médico que estaba ya desengañado de aquellas falsedades, y dejasteis con esto delineado en mi memoria lo que yo por mí mismo había de buscar e investigar en adelante. Pero entonces ni el anciano médico ni mí amadísimo Nebridio, mancebo de gran bondad y gran juicio, que se burlaba de todo aquel arte de adivinar, pudieron persuadirme de que dejase el estudio de aquellas doctrinas, porque me movía todavía más que ellos la autoridad de los autores de aquellos libros, y porque aun no había hallado un documento seguro y convincente, como lo buscaba, que me pusiese en evidencia de que las cosas que sucedían conforme las predijeron los astrólogos cuando se les consultaba salían verdaderas por la suerte y el acaso, y no por el arte de la observación de los astros.


Capítulo 1V: Refiere la enfermedad y bautismo de un amigo suyo a quien él había pervertido, cuya muerte sintió y lloro amargamente


407 En aquellos años, y al mismo tiempo que había comenzado a enseñar en la ciudad en que nací, había adquirido un amigo, que porque estudiamos juntos, por ser de mí edad y estar ambos en la flor y lozanía de la juventud, llego a serme muy amado. Desde niños habíamos crecido juntos, habíamos ido juntos a la escuela y juntos habíamos jugado. Pero entonces aun no era tan estrecha nuestra amistad, aunque ni tampoco después cuando digo que le amé tanto, era nuestra amistad tan verdadera como debe ser, porque solo es verdadera amistad la que Vos formáis entre los que están unidos a Vos por la caridad que ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo, que nos fue enviado y dado.

Pero no obstante era para mí aquella amistad dulcísima y sazonada con el fervor de nuestros iguales cuidados y estudios. Porque también le había yo desviado, aunque no entera y radicalmente, de la verdadera fe que siendo joven seguía, y le había inclinado a aquellas falsedades supersticiosas y perjudiciales que hicieron a mi madre llorar tanto por mí. De modo que aun en el error que seguíamos interiormente éramos iguales y no podía mi alma hacer nada sin él. Pero he aquí que Vos, yendo a los alcances a vuestros siervos fugitivos, como Dios de las venganzas, y al mismo tiempo fuente inagotable de las misericordias, convirtiéndonos a Vos por caminos y modos admirables, sacasteis de esta vida a aquel mancebo, cuando apenas se había cumplido un año de nuestra amistad, que me era más deliciosa que todas las delicias que en aquel tiempo gozaba.

408 ¿Quién hay que sea él solo suficiente a contar los motivos que tiene para alabaros, por lo que ha experimentado solamente en sí mismo? ¿Qué es lo que entonces ejecutasteis, Dios mío? ¡Oh, cuan insondable es la profundidad de vuestros juicios! Porque estando aquel amigo mío enfermo de calenturas, le dio una vez un sincope, que le duro mucho tiempo, juntamente con un sudor mortal, y viéndosele ya sin esperanzas de vida, se le dio el Bautismo sin que él lo supiese, ni pudiese conocerlo, lo cual me dio poco cuidado, persuadiéndome que su alma conservaría mejor lo que yo le había enseñado, que lo que se ejecutaba en su cuerpo sin saberlo él ni advertirlo. Pero muy al contrario sucedía, porque él volvía en sí y con salud en el alma (36).

Luego al punto que pude hablarle (y pude luego que él pudo oírme, pues no me apartaba de su lado, y mutuamente pendíamos uno de otro), intenté burlarme del Bautismo que le habían dado, cuando se hallaba muy lejos de tener conocimiento ni sentido: creyendo yo que él también se burlaría conmigo de aquel hecho, como que ya sabía entonces que le habían bautizado. Mas luego que oyó mí burla, me mostro tanto horror como si fuera yo su mayor enemigo, y me amonesto con una admirable y repentina libertad, que si quería ser amigo suyo, no volviese a hablar de aquello por aquel estilo. Yo entonces, espantado todo y turbado, reprimí lo que se me ofrecía responderle, dejándolo para cuando hubiese convalecido y estuviese capaz con las fuerzas de su cabal salud, para poderle yo decir entonces todo cuanto quisiese. Pero pocos días después, estando yo ausente, le acometieron otra vez las calenturas y murió; mejor dicho, fue como arrebatado de entre las manos de mí locura, para estar bien guardado junto a Vos para mí consuelo.

(36) No han entendido o no han explicado bien este pasaje nuestros traductores: como quiera, debe suponerse que el joven habría antes manifestado deseos de recibir el Bautismo.



409 Sentí tanto su pérdida, que se lleno mi corazón de tinieblas, y en todo cuanto miraba, no veía otra cosa sino la muerte. Mi patria me servía de suplicio y la casa de mis padres me parecía la morada más infeliz e insufrible; todo cuanto había contado y comunicado con él, se me volvía en crudelísimo tormento, viéndome sin mí amigo. Por todas partes le buscaban mis ojos, y en ninguna le veían. Aborrecía todas las cosas, porque en ninguna de ellas le encontraba, ni podían ya decirme, como antes cuando vivía y estaba fuera de casa o ausente: espera, que ya vendrá. Estaba yo trocado en un confuso enigma sin entenderme a mí mismo y preguntaba a mi alma por qué estaba tan triste y por qué me afligía tanto; y no tenía qué responderme. Y si le decía: Espera en Dios, con razón me desobedecía, porque mas verdadero ser tenía, y mucho mejor era aquel amadísimo hombre que había perdido, que aquel fantasma que yo entonces creía Dios, y en quien le mandaba que esperase. Solo el llanto me era más dulce y gustoso, y el sucesor de mí amigo en causar las delicias de mi alma.


Capítulo V: Por qué los afligidos e infelices tienen gusto en llorar


410 Mas ahora, Señor, ya que pasaron todas aquellas cosas y con el tiempo se me ha mitigado el dolor de aquella herida, ¿podré escuchar de Vos que sois la verdad eterna y aplicar los oídos de mi alma a vuestra boca, para que me digáis por qué el llanto es gustoso a los desventurados y afligidos?

¿Por ventura, Señor, no obstante que estáis presente en todas partes, será posible que estén muy lejos de Vos nuestras necesidades y miserias?

Vos, Señor, inalterablemente permanecéis en Vos mismo; pero nosotros nos mudamos continuamente, experimentando siempre diversos acaecimientos y novedades, y no nos quedara siquiera el consuelo de la esperanza, si no llegaran a vuestros oídos nuestras lágrimas.

Pues ¿en qué consiste que el gemir, el llorar, el suspirar, el quejarse se tiene como un fruto suave y dulce que se coge de la amargura de esta vida? ¿Acaso lo que hay dulce y gustoso en el llanto es la esperanza que tenemos de que Vos oigáis nuestros suspiros y lágrimas? Pero esto era bueno para que lo dijéramos de los ruegos y suplicas que os hacemos, porque siempre van acompañadas del deseo de llegar a conseguir algo. Mas en el dolor y sentimiento de una cosa ya perdida y en el triste llanto de que entonces estaba yo cubierto, ¿podremos por ventura decir lo mismo? Porque yo no esperaba que mí amigo resucitase, ni con mis lágrimas pretendía tal cosa; sino solamente era mí fin sentir su muerte y llorarla, porque me hallaba infeliz y miserable, y había perdido lo que causaba toda mí alegría. ¿O es acaso que siendo amargo el llorar, nos causa deleite cuando llegamos a tener disgusto y aborrecimiento de las cosas que gozábamos antes con placer y alegría?


Capítulo VI: De lo mucho que sintió la muerte de su amigo


411 Mas ¿para qué hablo de esto?, pues no es ahora ocasión de haceros preguntas, sino de confesaros mis miserias. Yo era miserable como lo es cualquier alma aprisionada con el amor de las cosas perecederas, que cuando las pierde, la despedaza el sentimiento, y entonces es cuando conoce toda su miseria aun antes de perderlas. Así me hallaba yo en aquel tiempo, y lloraba amarguísimamente y descansaba en mí amargura. Tal como ésta era mí miseria, y más que a aquel amigo mío amaba yo la vida miserable que tenía, pues aunque quisiera trocarla, con todo eso no quisiera perderla antes que perderle a él, ni sé si quisiera perderla por él, como se refiere de Orestes y Pilades (si es que no sea fingido), que querían morir el uno por el otro, o entrambos al mismo tiempo, porque tenían por mayor daño vivir el uno sin el otro. Pero no sé qué afecto muy contrario a éste había nacido en mí, pues tenía grandísimo tedio de la vida y miedo de la muerte. Yo creo que cuanto mayor era el amor que le tenía, tanto más aborrecía y temía a la muerte, como a enemiga crudelísima que me lo había quitado, y juzgaba que ella había de acabar de repente con todos los hombres, una vez que había podido acabar con aquél.

Así cabalmente me hallaba yo, que bien presente lo tengo. Ved aquí mi corazón, Dios mío: he aquí todo mí interior; ved que no lo tengo olvidado, esperanza mía, que me limpíais de la inmundicia de semejantes afectos, atrayendo a Vos los ojos de mi alma, y librando mis pies de los lazos que me tenían enredado. Me admiraba de que los demás mortales viviesen, pues había muerto aquél a quien yo amaba como si no hubiera de morir, y más me maravillaba de que habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien dijo Horacio, hablando de un amigo suyo, que era la mitad de su alma, porque yo creí que la mía y la suya habían sido una sola alma en dos cuerpos. Y por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir a medias y como dividido (37), y por eso quizá temería el morirme, porque no muriese de todo punto aquel a quien había amado tanto.

(37) Vid. lib. II, Retract., cap. VI.



Capítulo VII: Como se salió de su patria por no poder aguantar este dolor


412 ¡Oh, qué locura no saber amar a los hombres humanamente! ¡Oh, qué necio hombre era yo, pues las cosas humanas las padecía sin moderación! Y así me acongojaba, suspiraba, lloraba, andaba turbado, incapaz de descanso ni consejo. Traía mi alma como despedazada, ensangrentada, impaciente de estar conmigo y no hallaba donde ponerla. No hallaba descanso alguno ni en los bosques amenos, ni en los juegos y músicas, ni en los jardines olorosos, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites del lecho y, finalmente, ni lo hallaba en los libros ni en los versos. Todo me causaba horror, hasta la misma luz, y todo cuanto no era mí amigo me era insufrible y odioso, menos el gemir y llorar, pues solamente en esto tenía algún corto descanso. Pero luego que se le quitaba o estorbaba a mi alma este triste alivio, me abrumaba la pesada carga de mí miseria.

Bien sabía yo que debía levantar mi alma hacia Vos, Señor, para que me la curaseis; pero ni quería, ni podía, y tanto más incapaz me hallaba para esto, cuanto lo que yo pensaba de Vos era menos sólido y estable. Porque lo que yo imaginaba no eráis Vos, era un vano fantasma lo que en mí error tenía por mi Dios. Y si me esforzaba por poner mi alma en aquello que yo imaginaba ser mi Dios para que allí descansase, se resbalaba por no hallar solidez y volvía a caerse sobre mí, quedando yo hecho una infeliz morada de mí mismo, donde ni pudiese estar ni la pudiese dejar. Porque ¿adónde podría huir mi corazón que se alejara de sí mismo?, ¿adónde huiría de mí?, ¿dónde dejaría de ir tras de mí? No obstante, me salí de mi patria y desde Tagaste me fui a Cartago, porque allí buscaban menos mis ojos a mí amigo, donde no tenía costumbre de verle.


Capítulo VIII: Como el tiempo y el trato con los amigos le fueron curando su sentimiento


413 No se van los tiempos en balde, ni pasan ociosamente por nuestros sentidos, antes bien producen en nuestras almas efectos admirables. Venia y pasaba el tiempo un día tras de otro, y viniendo y pasando días iba yo adquiriendo nuevas especies y diferentes memorias; así, poco a poco volvía a aficionarme a los antiguos placeres, a los que iba cediendo aquel dolor y sentimiento mío. No le sustituían otros nuevos dolores, sino causas y principios de otros dolores nuevos. Porque ¿de dónde provino que con tanta facilidad y tan íntimamente penetrase aquel dolor mi corazón, sino porque yo había derramado mi alma inútilmente en la arena, amando a aquel hombre, que había de morir, como si fuera inmortal?

Lo que principalmente contribuyo a mí alivio y restablecimiento fue el trato y los consuelos de los amigos, que amaban lo que yo amaba en lugar de Vos; y esto era una gran fabula y un tejido de mentiras, con cuyo uso continuado se corrompía nuestra alma complaciéndose en oírlas. Pero aquella fabula no moría para mí, no obstante que muriese alguno de mis amigos.

Otras cosas había que me estrechaban más fuertemente a ellos, como el conversar y reírnos juntos, servirnos unos a otros con buena voluntad, juntarnos a leer libros divertidos, chancearnos y entretenernos juntos, discordar alguna vez en los juicios, pero sin oposición de la voluntad, y como lo suele uno ejecutar consigo mismo, y con aquella diferencia de dictámenes (que rarísima vez sucedía) hacer mas gustosa la conformidad que teníamos en todo lo demás, enseñarnos mutuamente alguna cosa, o aprenderla unos de otros, tener sentimientos de la ausencia de los amigos y alegría en su llegada. Con estas señales y otras semejantes que, naciendo del corazón de los que se aman, se manifiestan por el semblante, por la lengua, por los ojos y por otros mil movimientos agradables, que servían de fomento a nuestro amor, encendíamos nuestros ánimos, y de muchos hacíamos uno solo.


Capítulo 1X: De la amistad humana, y que es dichoso el que en Dios y por Dios ama a sus amigos


414 Esto que acabo de decir es lo que se ama en los amigos, y de tal modo se ama, que se tendría por culpado el hombre que no amase al que le ama, o no correspondiese con su amor al que le amo primero, sin desear ni pretender de su amigo otra cosa exterior más que estos indicios y muestras de benevolencia. De aquí nace aquel llanto y lamento cuando muere algún amigo; de aquí aquellos lutos que aumentan nuestro dolor; de aquí el tener afligido el corazón convirtiéndose en amargura la dulzura que antes gozaba; y de aquí la muerte de los que viven, por la vida que han perdido los que mueren. Dichoso el que os ama a Vos, y a su amigo le ama en Vos, y a su enemigo por amor de Vos. Porque solo está libre de perder a ninguno de sus amados quien los ama a todos en aquél que nunca puede perderse ni faltar. ¿Y quién es éste sino nuestro Dios, y un Dios que hizo el cielo y la tierra, y que llena tierra y cielo, porque llenándolos los creo?

A Vos, Señor, nadie os pierde sino el que os deja, y el que os deja, ¿adónde va o adonde huye, sino de Vos, amoroso, a Vos mismo enojado? Porque ¿dónde no hallara vuestra ley para su castigo? Pues vuestra ley es la verdad y Vos sois la verdad misma.



Agustin - Confesiones 319