Agustin - Confesiones 810

Capítulo V: Qué cosas eran las que detenían a Agustín para no acabar de convertirse a Dios


810 Luego que vuestro siervo Simpliciano me hizo esta relación de Victorino, me encendí en deseos de seguir su ejemplo, y con este fin me había él referido aquella historia. Pero después que prosiguió diciendo como en tiempo del emperador Juliano se promulgo aquella ley rigurosa contra los cristianos, en la cual se les prohibía que enseñasen letras humanas y retorica, y que Victorino, conformándose con dicha ley, quiso mas abandonar la cátedra en que enseñaba la elocuencia, que dejar vuestra divina palabra, con qué hacéis discretas y elegantes aun las lenguas de los niños que no saben hablar, me pareció que no había sido en esto tan fuerte y valeroso Victorino, como feliz y dichoso por hallar una ocasión tan oportuna para dedicarse únicamente a Vos.

Esto era lo que yo anhelaba y por lo que suspiraba, pero estaba aprisionado no con grillos ni cadenas de hierros exteriores, sino con la dureza y obstinación de mí propia voluntad. El enemigo estaba hecho dueño de mí voluntad y había formado de ella una cadena, con la cual me tenía estrechamente atado. Porque de haberse la voluntad pervertido, paso a ser apetito desordenado; y de ser éste servido y obedecido, vino a ser costumbre; y no siendo ésta contenida y refrenada, se hizo necesidad como naturaleza. De estos como eslabones unidos entre sí se formo la que llamé cadena, que me tenía estrechado a una dura servidumbre y penosa esclavitud.

Y aquella nueva voluntad que comenzaba yo a tener de serviros graciosamente y gozar de Vos, Dios mío, que sois el único y verdadero gozo, no era bastante fuerte todavía para vencer la otra voluntad primera, que con el tiempo se había hecho robusta y poderosa. Así, estas dos voluntades, una antigua y otra nueva, aquélla carnal, esta otra espiritual, batallaban entre sí, y con discordia disipaban y destruían a mi alma.

811 Este combate que yo experimentaba en mí mismo me hacia entender claramente aquella sentencia que había leído en el Apóstol, que refiere como la carne tiene deseos contrarios al espíritu y el espíritu los tiene contrarios a la carne. Yo, verdaderamente, era el que obraba en uno y otro deseo, pero mas estaba yo en aquél que aprobaba en mí mismo, que en el otro, que en mí desaprobaba, por cuanto en éste mí voluntad no obraba con la misma eficacia, pues por la mayor parte mas era padecerlo, con repugnancia y violencia, que ejecutarlo espontáneamente. Pero ello es cierto que yo había sido la causa de estas superiores fuerzas que la costumbre tenía contra mí, pues queriendo yo, había llegado a un estado en que no quisiera hallarme. Y siendo esto así, ¿cómo pudiera con razón quejarme del estado en que me veía, siendo una pena justa que corresponde al que peca?

Ya no me podía valer aquella excusa con que antes solía persuadirme a mí mismo que el no acabar de despreciar el mundo y dedicarme a serviros consistía en que aun no estaba cierto de haber hallado la verdad, porque entonces ya lo estaba. Mas atado todavía a las cosas de la tierra, rehusaba alistarme en vuestra sagrada milicia; y tanto temía el librarme de todos los impedimentos que me lo estorbaban cuanto debiera temer el no estar libre de ellos.

812 Así, con la pesada carga de las cosas del mundo me hallaba gustosamente oprimido, como sucede con un pesado sueno; así como los pensamientos con que meditaba en Vos eran semejantes a los esfuerzos que hacen para despertar los que están muy dormidos, que no pudiendo vencer aquella gana vehemente de dormir, vuelven a sumergirse en lo profundo del sueno. Y del mismo modo que no hay hombre alguno que quisiese estar siempre durmiendo, enseñándonos el buen juicio que es mejor velar que dormir, mas esto no obstante, dilata algunas veces el hombre el sacudir el sueno, cuando le tiene rendido, ocupados y entorpecidos sus miembros; y aunque le desagrada dormir tanto y sea llegada la hora de levantarse, vuelve a tomar el sueno con mas gusto, así yo estaba muy cierto de que era mejor entregarme a vuestro amor que rendirme a mis deseos y apetitos. Aquello me agradaba, pero sin acabar de vencerme y estotro tanto me deleitaba, que me ataba.

No tenía verdaderamente qué responderos cuando os dignabais decirme por el Apóstol: Levántate de ese profundo sueno en que te hallas, acaba de salir de entre los muertos y recibirás la luz de Jesucristo. Y como por todas partes me hacíais conocer que todo cuanto me decíais era verdad; convencido de ella no tenía absolutamente qué responder, sino aquellas palabras lentas y soñolientas: Luego al punto, si, luego al instante: déjame estar otro ratito. Pero este luego no tenía término y el déjame otro ratito iba muy largo.

En vano me deleitaba en vuestra ley con mi alma, que es el hombre interior, porque otra ley que reside en los miembros corporales repugnaba y contradecía a la ley de mí espíritu, y me llevaba cautivo a la del pecado, la cual estaba en los miembros de mí cuerpo. Porque ley es del pecado la fuerte violencia de una costumbre, que arrastra y sujeta al alma a pesar suyo, en justa pena de haber ella caído voluntariamente en aquella costumbre.

Pues hallándome en tan miserable estado, ¿quién me había de librar del cuerpo de esta muerte, sino vuestra divina gracia por los méritos de Jesucristo Señor nuestro?


Capítulo VI: Cuéntale Ponticiano la vida de San Antonio abad


813 También quiero referir el modo con que me librasteis de aquel lazo estrechísimo con que el deseo de mujer me tenía fuertemente atado y de la servidumbre en que me tenían los cuidados y negocios seculares, para alabar por ello vuestro nombre, Dios y Señor mío, mí amparo y Redentor.

Vivía yo padeciendo siempre mayores congojas, y todos los días suspiraba en vuestra presencia; frecuentaba vuestra iglesia cuanto me lo permitían los negocios y ocupaciones que tenía sobre mí y bajo de cuyo peso gemia.

Estaba conmigo Alipio, desocupado entonces, y sin tener que trabajar en su empleo y facultad de jurista, después de haber sido tres veces asesor del magistrado, y aguardando otros a quienes vender sus pareceres y consejos, así como yo vendia la elocuencia, si alguna se puede comunicar con enseñarla.

Nebridio no pudo negar a nuestra amistad el encargarse de sustituir en la cátedra de gramática que tenía Verecundo, familiarísimo amigo nuestro y ciudadano de Milán, el cual deseaba mucho, y lo pedía encarecidamente por la ley de nuestra amistad, que alguno de nosotros le ayudase fielmente en aquel ministerio, porque lo necesitaba en extremo. Nebridio, pues, aunque se encargo de esto, no fue movido de interés, ni por el deseo de mayores conveniencias, porque si él quisiera aprovecharse para eso de su literatura, las hubiera logrado mucho más ventajosas, sino que por ser él un amigo dulcísimo y suavísimo, no quiso desatender nuestra suplica sino condescender a nuestro ruego por este acto de su benevolencia. Se portaba Nebridio en aquel cargo con gran prudencia y cautela, precaviéndose de ser conocido de los grandes y poderosos del mundo y evitando todo lo que por causa de ellos pudiera inquietar a su espíritu, al cual quería tener libre y desembarazado de otros asuntos, para emplearle cuantas más horas pudiese en inquirir, en leer o en oír alguna cosa perteneciente a la sabiduría.

814 Un día, pues, estando ausente Nebridio (no me acuerdo por qué causa), vino a nuestra casa, donde estábamos Alipio y yo, un paisano nuestro, porque era natural de África, llamado Ponticiano, sujeto principal (79) y distinguido en palacio, y no sé por cierto qué era lo que nos quería. Sentámonos para hablar, y sobre una mesa de juego que había delante de nosotros había por casualidad un libro. Viole Ponticiano, lo tomo, lo abrió y hallo que eran las cartas de San Pablo, lo que le sorprendió mucho, porque él juzgo que sería alguno de los libros de retorica, cuya profesión me agobiaba y consumía. Entonces él se sonrió hacia mí, mirándome como quien se complacía y me daba la enhorabuena, pero extrañando y admirándose de que cogiéndome desprevenido hubiese encontrado delante de mí aquel libro, y ese único y solo, pues él era fiel cristiano, y muy a menudo acudía a vuestra iglesia, Dios mío, donde postrado ante vuestra divina Majestad, os hacia frecuentes y largas oraciones. Así fue que habiéndole yo dicho que aquellas Escrituras me ocupaban con preferencia a todo otro cuidado, comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre era famoso y celebrado entre vuestros siervos, aunque hasta entonces había sido ignorado de nosotros. Viendo él que esta especie nos era tan nueva, se detuvo y extendió más en la plática, para hacernos conocer a tan grande hombre, de quien estábamos enteramente ignorantes, admirándose él de esta ignorancia nuestra. Nosotros nos espantábamos oyendo la relación de tantas y tan estupendas maravillas, como acababais de obrar en el gremio de los que profesan la verdadera fe, y dentro de la católica Iglesia, las cuales, además de ser muy probadas y certísimas, estaban tan recientes, que habían sucedido casi en nuestros días. Por eso nos admirábamos a un tiempo nosotros y Ponticiano; nosotros, por ser aquellas cosas tan grandes y extraordinarias; y él, porque eran para nosotros tan nuevas e inauditas.

(79) Diciendo San Agustín que Ponticiano proeclare in palatio militabat, da a entender que tenía uno de los empleos más honoríficos de palacio. Porque primeramente se ha de suponer que entre los romanos todo oficio y servicio público se llamaba entonces militia, y el ejercerlo militare; y que solamente había tres géneros de servir o militar de este modo: el primero y más honroso era el militar o servir en palacio, y se llamaba militia palatina; el segundo era el militar y servir en todo lo concerniente a la guerra, y se llamaba militia castrensis sive armata; y el tercer género venía a ser el seguir la carrera de las letras, como leyes, artes, etc., y se llamaba militia cohortis sive togata, a cuya clase pertenecían los jueces, prefectos, presidentes, abogados, curiales y otros semejantes, como dicen Gotofredo y Valesio, citados por Selvagio, en las Antigüedades cristianas, lib. I, pag. 2, cap. IV, § III, n. 10. De donde infiero que Ponticiano, que seguía la milicia o servidumbre palatina, era uno de los sujetos más visibles y considerados de palacio.



815 De aquí vino a parar su conversación en tratar de los muchos monjes congregados en los monasterios, de las costumbres y método de vida que observan los que siguen mas de cerca vuestra divina ley; y finalmente de los muchos penitentes, virtuosos y santos varones que poblaron las soledades del yermo, de todo lo cual no sabíamos nosotros cosa alguna. Y no solo esto, sino que en la misma Milán, fuera de los muros de la ciudad, había un monasterio lleno de buenos y virtuosos frailes (80), de cuya dirección y sustento cuidaba el obispo Ambrosio; y tampoco lo habíamos sabido. Proseguía Ponticiano hablando aun del mismo asunto, y nosotros le oíamos con atención y silencio, contándonos entre otras cosas que hallándose una vez en la ciudad de Tréveris, mientras que el emperador asistía al espectáculo de los juegos circenses, que se tenían después del mediodía, se había salido con otros tres amigos y compañeros suyos a pasear por unas huertas que estaban contiguas a los muros de la ciudad, y que estando en ellas se pusieron a pasear de dos en dos, según los combino entre sí la casualidad. Ponticiano con uno de ellos echó por una parte y los otros dos echaron por otra, y se fueron alejando los unos de los otros. Los primeros, siguiendo su paseo sin rumbo ni camino determinado, vinieron a parar en una pobre casilla en que habitaban algunos de vuestros siervos que profesan la pobreza de espíritu, de los cuales es el reino de los cielos, y allí encontraron un libro en que estaba escrita la vida del santo abad Antonio. Comenzó a leerla el uno de ellos y comenzó también a admirarse y encenderse en devoción; al mismo tiempo que leía, iba pensando en abrazar aquel genero de vida, para emplear la suya en serviros a Vos únicamente, dejando todos los empleos y ocupaciones del siglo, donde eran aquellos dos compañeros agentes (81) de negocios. Y repentinamente lleno de un amor santo y religioso pudor, enojándose contra sí mismo, volvió los ojos para mirar al otro amigo suyo, hablándole de este modo: "Ruégote, hombre, que me digas, ¿adónde aspiramos y pretendemos llegar nosotros con todas nuestras fatigas y trabajos?, ¿qué es lo que buscamos?, ¿cuál es el fin con que seguimos a la corte? ¿Podrá nuestra esperanza prometerse mayor fortuna en palacio que llegar a ser amigos del emperador?, ¿y qué hay en ese punto que no sea frágil, de corta duración y lleno de peligros? ¿Y por cuantos peligros hay que pasar precisamente para llegar a ese peligro más grande? ¿Y cuanto tiempo fuera necesario para conseguir eso siendo así que si quiero ser amigo de Dios, en este mismo instante lo puedo ser?" Dichas estas palabras, y como atribulado con el proyecto que había concebido de mudar de vida, volvió los ojos al libro, y conforme iba leyendo, se iba mudando en su interior, adonde solamente vuestros ojos podían penetrar, y su alma se iba desnudando de los afectos del mundo, como se mostro después. Porque mientras leyó y se agito su corazón con las olas de varios afectos y pensamientos, dio algunos grandes sollozos y suspiros, y conoció claramente lo que le estaba mejor, y determino seguirlo; y hecho ya amigo vuestro, hablo de esta suerte al otro amigo suyo: "Yo estoy ya enteramente separado de todo lo que hasta ahora fue el objeto de nuestras esperanzas; estoy resuelto a servir a Dios y quiero comenzar desde este punto, y en este mismo sitio. Si tú no te hallas en estado de seguir mí ejemplo no quieras oponerte a mí designio". El otro le respondió que quería serle compañero en tan digna servidumbre y en recibir el gran premio que le corresponde. Así quedándose entrambos a ser vuestros siervos, comenzaron a edificar la torre de perfección evangélica con el caudal que tenía proporcionado para la obra, y consistía en dejar todas las cosas del mundo y seguiros a Vos.

Mientras tanto Ponticiano y su compañero, que se paseaban por otras partes de la huerta, después de haberlos andado buscando algún tiempo, llegaron a aquella misma casilla; y habiéndolos hallado, les dijeron que ya era hora de volverse, porque se iba acabando la tarde. Pero ellos, después de referirles la determinación y propósito que tenían y el modo con que había comenzado aquella voluntad, y llegado a ser firme resolución, les suplicaron, que si no querían quedarse a acompañarlos, no les molestasen tirando a disuadirlos. Mas estotros, no moviéndose con nada de esto a mudar su método antiguo, se lloraron a sí mismos por verse tan poco fervorosos, como Ponticiano refería; y después de darles piadosas enhorabuenas por su determinación y encomendarse a sus oraciones, llevando el corazón inclinado a lo terreno, se volvieron a palacio, quedándose les otros dos en la casilla con sus corazones fijados en el cielo.

Y es de notar que estos dos estaban ya desposados; y luego que sus esposas supieron aquella determinación de los que habían de ser sus maridos, imitaron su ejemplo y consagraron a Vos, Dios mío, su virginidad.

(80) En este monasterio fue donde Joviniano y otros compañeros de su impiedad estuvieron algún tiempo, disimulando con el nombre católico su maldad y cubriendo con el hábito de frailes sus perversas intenciones. Pero a poco tiempo, como dice Baronio, los arrojo de si aquella santa casa, como el mar arroja los cadáveres a la orilla. Baron A. C. 382. También allí profesaron la vida monástica Sarmaciano y Barbación, que dieron mucho que sentir al gran padre San Ambrosio y al prelado de dicho monasterio, por la vida desarreglada que tenían y la mala doctrina que enseñaban.
(81) Agentes de los negocios del emperador. No se ha de entender que fuesen semejantes a los que ahora llamamos agentes de negocios, porque éstos solo tienen los poderes y hacen las veces de toda clase de personas particulares, pero el empleo de aquellos consistía en llevar ellos mismos las ordenes del emperador y hacerlas obedecer y ejecutar.

Había cinco clases de estos agentes: ducenarios, centenarios, biarcos, circitores y caballeros. Véase al citado Gotofredo sobre el Cod. Theod., título I, pagina 164.


Capítulo VII: Como interiormente se deshacía Agustín, al oír esta relación de Ponticiano


816 Todo esto nos contaba Ponticiano, y mientras él lo estaba refiriendo, Vos, Señor, me obligabais a que volviese en mí y me considerase, haciendo que todo el feo semblante de mí mala vida, que yo había echado a las espaldas por no verme, se me pusiese delante de mí, para que viese cuan feo era, cuan descompuesto y sucio, manchado y lleno de llagas. Yo me veía y me horrorizaba y no tenía adonde huir de mí mismo. Si procuraba apartar de mí la vista, prosiguiendo Ponticiano su relación, volvíais a ponerme enfrente de mí y hacíais que me viese y me mirase a mí mismo, para que claramente conociese mí maldad y la aborreciese. Bien la conocía yo, pero disimulaba: pasaba por ella y la olvidaba.

817 Sin embargo, en aquella ocasión, cuanto más me encendía en amor de aquellos de quienes oía tan santos y saludables ejemplos, porque enteramente se habían entregado a Vos para que los sanarais, tanto más me abominaba y aborrecía a mí mismo, comparándome con ellos. Porque ya habían pasado muchos años (creo que eran doce) desde que a los diecinueve de mí edad, habiendo leído el Hortensio de Cicerón, me sentí excitado al amor y deseo de la verdadera sabiduría, pero desde entonces había ido dilatando el dedicarme a investigarla, mediante el desprecio de toda felicidad terrena; siendo así que aquella sabiduría es tan grande, que no solamente su adquisición, sino también su inquisición se debe anteponer a la posesión de los tesoros y reinos del mundo, y a toda especie de deleites que voluntaria y abundantemente pueda gozar el cuerpo. Mas yo, infeliz joven, y en sumo grado infeliz, desde el principio mismo de mi juventud os había pedido castidad, diciendo: Dadme, Señor, castidad y continencia, pero no ahora. Porque yo temía que despachaseis luego al punto mí petición, y luego al punto que sanaseis de la enfermedad de mí concupiscencia, la cual más quería ver la saciada que extinguida. Y además de eso, había yo seguido las torcidas sendas de una religión y doctrina supersticiosa y sacrílega, no de suerte que asintiese a ella con certidumbre, sino prefiriéndola a las demás doctrinas ciertas, las cuales en vez de investigarlas con piedad, las impugnaba con ojeriza y encono.

818 También antes me había parecido que el motivo que me hacia diferir de día en día el seguiros a Vos únicamente, despreciando la esperanza del siglo, era porque no se me descubría alguna cosa cierta hacia donde pudiese yo enderezar los pasos de mi vida. Pero al fin llego el día en que mi corazón se me manifestase desnudo y sin rebozo, y mí conciencia me reprendiese diciendo: ¿Qué respondes ahora? Tu decías que por no tener certeza de la verdad rehusabas arrojar de ti la pesada carga de vanidad. Ya al presente conoces la verdad y todavía la vanidad te oprime; cuando otros que ni se han consumido como tu inquiriendo la verdad, ni han gastado diez años y mas en reflexiones y disgustos para hallarla, en lugar de sentir peso en sus hombros, han cobrado alas con que volar en su seguimiento. De este modo me consumía interiormente y se cubría mi alma de una vehemente y horrible confusión y vergüenza, mientras que Ponticiano refería aquellas cosas.

Pero acabada la plática, y concluido el negocio a que venía, se volvió a marchar. Y yo vuelto a mí entonces, ¿qué cosas no dije contra mí? ¿Con qué aspereza de sentenciosas palabras no castigué y estimulé a mi alma, para que ella ayudase los esfuerzos que yo hacía para irme tras de Vos? Ella lo rehusaba y resistía, pero no se excusaba. Todos los argumentos y pretextos que hasta entonces había alegado estaban ya confutados y deshechos, y le había quedado solamente un temor mudo que no explicaba, y consistía en que temía como el morir el apartarse de la corriente de su costumbre, que la consumía y llevaba a la perdición eterna.


Capítulo VIII: Como Agustín se retiro a un huerto de su casa, y lo que en él le sucedió


819 Entonces en medio de aquella gran contienda que en lo mas íntimo de mi corazón había yo excitado y sostenido fuertemente con mi alma, lleno de turbación, así en el ánimo como en el rostro, me volví hacia Alipio atropelladamente, y exclamé diciendo: ¿Qué es esto que pasa por nosotros?, ¿qué es lo que nos sucede?, ¿qué es esto que has oído? Levantanse de la tierra los indoctos y se apoderan del cielo, ¿y nosotros, con todas nuestras doctrinas, sin juicio ni cordura, nos estamos revolcando en el cieno de la carne y sangre? ¿Por ventura nos da vergüenza el seguirlos, porque ellos van delante de nosotros? ¿Y no tendremos vergüenza siquiera de no seguirlos?

Dije no sé qué otras cosas de este modo, y arrebatado del ímpetu de mí interior congoja me aparté de Alipio, que sin hablarme palabra, atónito y espantado, me miraba, ya porque no hablaba yo las cosas que solía, ya porque echaba él de ver que con mí semblante, con las mejillas, con los ojos, con el color, con el tono de la voz, explicaba yo más bien el estado de mi alma que con las palabras y sentencias que decía.

Había un pequeño huerto en la posada donde estábamos, del cual como también de toda la casa usábamos libremente, porque nuestro huésped y dueño no habitaba en ella. A este huerto me condujo el desasosiego de mi corazón, para que nadie impidiese la encendida guerra que contra mí mismo había yo comenzado, hasta que se acabase del modo que solo Vos sabíais, pues yo mismo lo ignoraba, y no hacía más que enloquecerme con una locura que me era saludable, y padecer las ansias de una muerte que me daba la vida, conociendo solamente lo que en mí había de malo e ignorando lo que de allí a poco había de tener de bueno.

Retíreme, pues, al huerto, siguiéndome Alipio sin apartarse de mí un paso, porque aunque él estuviese conmigo, no me estorbaba para estar solo. ¿Y como había de dejarme, viéndome en aquel estado? Sentamonos lo más lejos que pudimos de la casa y allí bramaba yo, enfurecido e irritado contra mí mismo, reprendiéndome con un enojo inquietísimo el que retardase el ir a abrazarme con Vos, Dios mío, cumpliendo vuestra voluntad y ley, como todos mis sentidos interiores y exteriores, todas mis facultades y potencias me persuadían y clamaban que debía ejecutarlo, elevando hasta el cielo con los mayores elogios esta noble empresa; siendo así que el ir a Vos no había de ser con naves ni carrozas, ni siquiera había que andar tan pocos pasos como los que habíamos dado desde la casa hasta el paraje en que estábamos. Porque no solo para ir caminando hacia Vos, sino también para llegar a Vos, bastaba solamente el querer ir, siendo un querer perfecto y eficaz, y no una voluntad mudable y achacosa, que de una parte a otra anda variando agitada y sin firmeza, cuyas partes inferior y superior están desavenidas y luchando una con otra.

820 Finalmente, entre las ansias que padecí en aquel tiempo que tardé en resolverme, ejecuté con los miembros de mí cuerpo muchas y variadas acciones, que algunas veces quieren los hombres ejecutarlas y no pueden, o porque les faltan aquellos miembros, o porque los tienen aprisionados, o sin bastantes fuerzas por alguna enfermedad, o por tenerlos de cualquier modo impedidos. De modo, que si en aquel lance me arranqué (82) los cabellos, si me herí la frente, si con las manos cruzadas me apreté las rodillas, fueron acciones que las hice por querer yo hacerlas; y pudo haber sucedido que quisiese ejecutarlas y no las ejecutase, porque los brazos y manos con que las había de ejecutar no me obedeciesen. Hice, pues, entonces muchísimas acciones, no obstante que no era lo mismo el querer, que el poder hacerlas; y no hacia lo que me agradaba mucho más que todo aquello sin comparación alguna, siendo así que luego que hubiera querido, hubiera podido también ejecutarlo, porque era imposible que no quisiese lo que efectivamente quería; y respecto de los actos de la voluntad, lo mismo es el querer que el poder, pues aun el mismo acto de querer ya es hacer y ejecutar; con todo eso no se hacía en aquella ocasión lo mismo que quería mí voluntad.

De modo que más fácilmente obedecía el cuerpo a la más leve insinuación del alma, moviéndose todo él luego al punto a su mandato, sin resistencia ni dilación alguna, que ella propia se obedecía a sí misma en cumplir aquella grande e importante voluntad, que solamente con su voluntad misma había de cumplirse y perfeccionarse.

(82) Es menester inferir de este pasaje que la turbación y aflicción en que se hallaba su alma en aquella lucha que tuvo consigo mismo en el huerto le obligaba a hacer todas estas acciones que aquí dice, y otras semejantes.



Capítulo 1X: En qué consiste que, mandando el alma en sí misma, no se hace algunas veces lo que manda


821 ¿De dónde nace este monstruoso desorden?, o ¿qué causa y razón puede haber para esto? Resplandezca sobre mí, Señor, vuestra misericordia, comunicándome algún rayo de luz con que se disminuyan las tinieblas oscurísimas de la ignorancia, que es una de las penas y miserias de los hijos de Adán, a ver si pueden responderme a lo que he preguntado.

¿De dónde nace este monstruoso desorden?, ¿y cuál es la causa o principio de que suceda una cosa tan extraña? Manda el alma al cuerpo, y al instante es obedecida; mandase el alma a sí misma, y halla resistencia. Manda el alma que la mano se mueva, y con tanta facilidad es obedecida, que apenas se puede notar la diferencia que hay entre el mandamiento de la una y la ejecución de la otra, siendo así que el alma que manda es espíritu y la mano que obedece es cuerpo. Manda el alma a sí misma que quiera alguna cosa y, no obstante que no hay distinción entre quien lo manda y quien lo ha de ejecutar y obedecer, no se hace ni ejecuta lo que ella manda.

Pues ¿de qué proviene este desorden monstruoso?, o ¿cómo sucede esto? Manda el alma, repito, que ella misma quiera esto o aquello, y no lo mandaría si no lo quisiera; con todo eso no se hace lo que manda. Pero el caso es que eso mismo que ella quiere, no acaba de quererlo entera y perfectamente, conque tampoco entera y perfectamente lo manda. Porque en tanto lo manda, en cuanto lo quiere; y en tanto deja de hacerse lo que manda, en cuanto ella no lo quiere. La voluntad es la que manda que haya voluntad de aquello que manda, y no que haya otra voluntad que sea distinta de ella, sino ella misma. Conque se conoce claramente que la voluntad que manda así, no es completa ni cabal; por eso no se hace lo que manda. Porque si fuera la voluntad entera y perfecta no tendría que mandar querer, porque esta voluntad actual o este querer ya estaría hecho, ya lo habría.

Conque no es monstruosidad querer en parte y en parte no querer, sino que ésta es flaqueza y debilidad del alma, que por estar sobrecargada de su costumbre antigua no acaba de levantarse hacia donde la guía y eleva la verdad; así, tiene como dos voluntades, porque ninguna de ellas es total y perfecta; de modo que el ser que tiene la una es precisamente el ser que falta a la otra.


Capítulo X: Contra los maniqueos, que por experimentar en un sujeto a un tiempo mismo dos voluntades opuestas, inferían que había en el hombre dos naturalezas contrarias


822 Perezcan, Dios mío, a vuestra presencia, como inventores de fabulas y engañadores de las almas, los que viendo en sí dos voluntades opuestas en sus determinaciones, afirman que hay dos naturalezas de almas, la una buena y la otra mala. Ellos si que son los malos cuando afirman y establecen tan malas doctrinas, pero ellos mismos serian buenos si dieran asenso a la doctrina verdadera y la creyesen, para que entonces les dijera vuestro Apóstol: Por algún tiempo habéis sido tinieblas, pero ya al presente sois luz en el Señor. Mas estos hombres por la locura de querer ser luz en sí mismos y no en el Señor, e imaginar y juzgar que la sustancia y el ser del alma es el mismo que el de Dios, han venido a convertirse en tinieblas mucho mas oscuras y espesas, porque su arrogancia y presunción los aparto mucho mas de Vos, Dios mío, que sois la verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

Atended, hombres, reflexionad bien lo que decís y avergonzaos de semejantes delirios; no dilatéis el acercaros al Señor, y os alumbrara su luz, y así os libraréis del rubor y confusión eterna que os amenaza.

Cuando yo trataba de resolverme a servir a mi Dios y Señor como mucho tiempo había pensado, yo era el que quería y yo era el que no quería; yo mismo, yo mismo era; pero ni del todo quería, ni del todo no quería; así peleaba contra mí mismo, y a mí mismo me deshacía y destruía. Bien cierto es que esta disposición y destrucción se hacia contra mí voluntad, pero esto no prueba que había en mí otra naturaleza de alma enemiga, sino que muestra claramente que aquella división era pena y castigo que mi alma padecía. Así, no era yo el que causaba aquella destrucción y pena mía, sino el pecado que habitaba en mí, para castigo de otro pecado cometido mas libremente, del que yo participaba por ser hijo de Adán.

823 Porque si hubiera en nosotros tantas naturalezas contrarias, como hay voluntades opuestas, ya no serian precisamente dos naturalezas, sino muchas mas. Supongamos que estuviese uno dudando si asistiría a una junta que tenían los maniqueos, o si iría al teatro, en cuyo lance clamarían ellos, diciendo: Ved ahí claramente dos naturalezas contrarias: la una buena, que lleva al hombre a lo bueno; y la otra mala, que le lleva a lo malo. Porque si no, ¿de dónde puede nacer esta detención del hombre para escoger entre estas dos voluntades contrarias? Pero yo respondo que son malas entrambas voluntades, ya sea la que guiara a sus juntas y conciliábulos, ya sea la que llevara al teatro, aunque ellos están persuadidos de que no puede dejar de ser buena la voluntad que nos lleva y guía hacia ellos.

Mas ¿qué dirán si ponemos el ejemplo en un católico que estuviese perplejo, porque sentía en sí dos voluntades que altercaban una con otra, haciéndole dudar si iría al teatro o si iría a nuestra iglesia? ¿No se hallarian también ellos perplejos, dudando lo que habían de responder? Porque o habían de verse precisados a confesar lo que ellos no quieren, esto es, que es buena la voluntad de ir a nuestra iglesia, como van los que profesan nuestra religión y han recibido sus Sacramentos, o que en un solo hombre hay dos naturalezas malas y dos malas voluntades que pelean entre si; por tanto, no será verdad lo que continuamente están ellos diciendo, esto es, que no hay más que dos naturalezas, la una buena y la otra mala; o tendrán que rendirse a la fuerza del argumento, confesando que cuando el hombre se halla en ese estado de dudas, una sola alma es la que se ve combatida de dos voluntades contrarias.

824 Pues no tienen ya que decirnos, cuando experimentan en un mismo hombre dos voluntades opuestas una a otra, que hay en él dos almas contrarias entre sí, la una buena y la otra mala; y que como dimanadas aquéllas de dos sustancias y principios contrarios, están luchando una con otra. Porque Vos, Dios mío, que sois la suma verdad, los reprobáis, redargüís y convencéis con el ejemplo de dos voluntades opuestas, que una y otra sean malas, como cuando uno está dudando si dará la muerte a otro con un veneno o con un puñal; si entrara a destruir esta heredad ajena o la otra de mas allá, suponiendo que no puede destruir entrambas; si gastara el dinero en lujuria o si le guardara con avaricia; si ira al circo o si ira al teatro cuando entrambas fiestas se dan en un mismo día al pueblo. Añado que se le proponga a su voluntad otro tercer objeto, que le haga dudar si ira a la casa ajena a cometer un hurto, teniendo ocasión oportuna para ello; añádase también otra cuarta voluntad que puede tener el hombre dudando si ira a cometer un adulterio, suponiendo que tiene proporción para todas estas cosas, que concurran todas al mismo tiempo, y que él las desee todas igualmente, sin que todas a un mismo tiempo puedan ejecutarse. Ve aquí cuatro voluntades incompatibles entre sí y contrarias unas de otras, que dividen o despedazan el alma en otras tantas partes, o también en muchas mas, según el numero y multitud de cosas que se apetezcan al mismo tiempo; y con todo eso no suelen admitir ellos en un mismo hombre tan grande multitud de sustancias diversas o naturalezas distintas.

Es preciso confesar lo mismo poniendo el ejemplo en varias voluntades de objetos buenos. Porque si yo les pregunto si es bueno divertirse un hombre en leer al Apóstol; si será bueno entretenerse en cantar con devoción algún salmo; y finalmente, si será bueno también conferenciar y tratar de las verdades del Evangelio, me responderán que es bueno emplearse en cualquiera de estas cosas. Pues si todas estas cosas se propusiesen a un tiempo e igualmente se aficionase la voluntad de todas ellas, ¿no es cierto que son otras tantas voluntades, que tendrán como partido el corazón del hombre todo aquel tiempo que tardare en determinar lo que ha de escoger y seguir? Conque todas estas voluntades son buenas; y no obstante pelean entre sí, hasta que el hombre escoja una cosa sola, a la cual se determine toda la voluntad, hecha ya una, la que antes estaba dividida en muchas.

Lo mismo sucede cuando por una parte el deseo de los bienes eternos eleva nuestro corazón hacia el cielo y, por otra, el deleite de los bienes temporales le abate hacia la tierra, porque entonces el alma que quiere lo uno y lo otro es una misma, pero ni lo uno ni lo otro lo quiere con toda su voluntad; por eso se siente despedazar cruelmente, ya por la verdad que la incita a que anteponga aquello primero, ya por la costumbre que le impide que deponga lo segundo.



Agustin - Confesiones 810