Agustin - Confesiones 1048

Capítulo XXXII: Del estado en que se hallaba en orden a las tentaciones de los olores y fragancias tocantes al olfato


1048 Del atractivo de los olores no se me da tanto, ni estoy tan cuidadoso. Cuando no los tengo presentes a mí olfato, no los pretendo ni busco, ni tampoco cuando se me presentan los desecho, pero me hallo en disposición de carecer de ellos para siempre. Así me lo parece, y puede ser que yo me engañe.

También son dignas de llorarse las tinieblas de nuestra ignorancia, en las cuales aun no alcanzo a ver hasta donde puede o no puede extenderse mí facultad. De modo que preguntándose mi alma a sí misma para saber sus propias facultades y fuerzas, juzga que no debe creer con facilidad el informe que ella misma dé sobre este punto, porque aun el poder y fuerzas que verdaderamente tiene están por lo común tan ocultas, que solo la experiencia puede manifestarlas.

Por eso en esta vida, que la Escritura llama tentación, ninguno debe estar seguro de si aquél que pudo hacerse de malo bueno, podrá o no hacerse también de bueno malo. Nuestra única esperanza, nuestra única seguridad y la que únicamente podemos prometernos con firmeza, es vuestra misericordia.


Capítulo XXXIII: Del estado en que se hallaba en orden a los deleites tocantes al oído


1049 Mas fuertemente me habían aprisionado y sujetado los deleites tocantes al oído, pero Vos, Señor, me desatasteis otra vez y disteis libertad. Pero al presente, cuando oigo en vuestra iglesia aquellos tonos y canticos animados de vuestras palabras, confieso que, si se cantan con suavidad, destreza y melodía, algún poco me aficionan; no tanto que me sujeten y detengan, sino de modo que los pueda dejar fácilmente cuando quiera. No obstante, aquellos tonos acompañados de las sentencias que les sirven de alma y les dan vida, para haber de ser admitidos dentro de mi corazón solicitan en él algún lugar honroso y distinguido, y apenas yo les doy el que les corresponde. Porque algunas veces me parece que doy más honra a aquellos tonos y voces de la que debía, por cuanto juzgo que aquellas palabras de la Sagrada Escritura mas religiosa y fervorosamente excitan nuestras almas a piedad y devoción cantándose con aquella destreza y suavidad, que si se cantaran de otro modo, y que todos los afectos de nuestra alma tienen respectivamente sus correspondencias con el tono de la voz y canto, con cuya oculta especie de familiaridad se excitan y despiertan. Pero me engaña muchas veces el deleite de los sentidos, al cual no debiera entregarse el alma de modo que se debilite y enflaquezca, cuando el sentido no acompaña a la razón, de modo que se contenta con irla siguiendo, sino que habiendo sido admitido por amor y causa de ella, ya quiere adelantarse a la razón y procura ser su guía. Así peco en estas cosas sin conocerlo, pero después lo conozco.

1050 También algunas veces cautelándome demasiadamente de este engaño doy en el extremo contrario, errando en esto por exceso de severidad; algunas veces llega a ser tan grande este exceso de mí severidad, que quisiera apartar de mis oídos, y aun de toda la iglesia, todo género de melodía y suavidad de tonos con que todos los días cantan los salmos de David, pareciéndome entonces más seguro lo que me acuerdo haber oído contar de Atanasio, obispo de Alejandría (125), que tenía mandado al cantor de los Salmos que los cantase con tan baja y poca voz, que mas pareciese rezarlos que cantarlos.

No obstante, cuando me acuerdo de aquellas lágrimas que derramé oyendo los canticos de vuestra Iglesia, muy a los principios de haber recuperado mí fe, y contemplando que ahora mismo siento moverme, no con los tonos y la canturía, sino con las palabras y cosas que se cantan, cuando esto se ejecuta con una voz clara, y con el tono que les sea más propio y conveniente, vuelvo a reconocer que esta práctica y costumbre de la Iglesia es muy provechosa y de grande utilidad. Así estoy vacilando entre el daño que del deleite de oír cantar puede seguirse y la utilidad que por la experiencia sé que puede sacarse; y más me inclino (sin dar en esto sentencia irrevocable ni definitiva) a aprobar la costumbre de cantar, introducida en la Iglesia, para que por medio del aquel gusto y placer que reciben los oídos, el ánimo más débil y flaco se excite y aficione a la piedad. Esto no quita que yo conozca y confiese que peco y que merezca castigo, cuando me sucede que el tono y canto me mueve más que las cosas que se cantan, y entonces más quisiera no oír cantar. Ve aquí el estado en que me hallo al presente en cuanto a esto.

Llorad conmigo, y llorad por mí todos los que dentro de vuestros corazones tratáis algo de espíritu y de virtud, de donde proceden las obras exteriores, porque a los demás que no tratáis de esto, tampoco os moverá la situación y estado en que me hallo.

Pero Vos, Señor y Dios mío, oídme, miradme, vedme, apiadaos de mí y sanadme Vos, a cuyos ojos son patentes las dudas y congojas con que lidio, y esto mismo es la dolencia que padezco.

(125) Solamente a San Agustín se debe esta noticia que nos da del grande Atanasio, obispo de Alejandría, y que prueba la pureza grande de intención que deseaba aquel Santo que tuviesen los que asistían a los divinos oficios en la iglesia.



Capítulo XXXIV: De como se hallaba en cuanto a los deleites de la vista


1051 Lo que me falta es hablar del deleite que corresponde a mis ojos corporales, el cual también es materia de estas Confesiones, que hago de tal modo que lleguen a los oídos de mis hermanos piadosos, en que Vos habitáis como en templo vuestro, con lo cual acabaré de referir las tentaciones que pertenecen a la concupiscencia de la carne, y que todavía me incitan mientras gimo en esta cárcel de mí cuerpo, suspirando por la mansión celestial, en que se debe dar al cuerpo y al alma la vestidura de gloria.

Los ojos tienen su deleite en ver objetos hermosos y varios, y colores lustrosos y risueños. Pero nada de esto merece los afectos de mi alma, que debe ocuparla toda y poseerla toda Dios, que hizo estas criaturas, y aunque a todas las hizo sumamente buenas, pero no lo son ellas, mí soberano Bien, sino el que las hizo a ellas. Estos objetos visibles en todos los instantes del día se presentan a mis ojos mientras que estoy despierto, sin que cesen nunca de presentarse a la vista, como sucede con las voces respecto del oído, que no siempre está oyendo cantar, y hay ocasiones en que cesa toda voz y ruido, como sucede cuando todo está en silencio; pero esto no sucede así respecto de los ojos, porque en cualquier paraje donde esté durante el día, la misma luz, reina de colores, bañando con sus rayos todas las cosas visibles, sin que yo la atienda, y aunque esté pensando en otra cosa muy diferente, se me comunica y se me insinúa de muchos modos y muy halagüeños a la vista; tanta es la vehemencia con que se insinúa y comunica, que si repentinamente se nos quitase la luz, tendríamos que buscarla con gran deseo de que se nos volviese y, si durase por largo tiempo su ausencia, nuestra misma alma se contristaría.

1052 ¡Oh luz, aquella que veía Tobías cuando cerrados los ojos corporales enseñaba a su hijo el camino de la vida, yendo delante de él en las obras de caridad que hacia, sin errar en tales pasos el camino ni extraviarse nunca! ¡Oh luz, aquélla que veía Isaac, cuando ya la vejez le tenía oscurecidos y cerrados los ojos corporales, y sin conocer los hijos a quienes bendecía, mereció conocerlos en las bendiciones que les aplicaba! ¡Oh luz, que veía Jacob, cuando ciego también por la mucha edad, pero ilustrado interiormente, conoció que sus hijos habían de ser cabezas de las doce tribus que formarían en lo venidero el escogido pueblo de Israel, y en atención a este conocimiento, cruzo las manos misteriosamente al tiempo de imponerlas sobre sus dos nietos (126), hijos de José, gobernándose al trocarlas, no por lo que el padre de ellos le dictaba, sino por lo que él mismo en su interior conocía! Esta luz sí que es la verdadera, ésta es única y sola, y todos los que la ven y aman son una cosa misma.

Pero esta luz material de que iba hablando, con una dulzura tan atractiva como peligrosa, hace gustosa y sazonada la vida de este mundo a sus ciegos amadores; pero aquellos que de esa misma luz saber tomar motivo de alabaros, Dios mío y creador de todas las cosas (127), la hacen servir a vuestros himnos y alabanzas, y no se dejan dominar del letargo que causa en los primeros el atractivo de sus dulzuras.

Yo quiero ser del numero de estos últimos, por esto resisto a los engaños que me pueden ocasionar mis ojos, para que mis pies no caigan en algunos lazos que me impidan seguir las sendas de vuestra justicia, por donde he comenzado a caminar; levanto hacia Vos los ojos invisibles de mi alma, para que Vos saquéis libres mis pies de aquellos lazos, y con efecto, Vos me los desenredáis, porque efectivamente dan mis pies en ellos. Como me sucede muchas veces, caigo en las asechanzas que me están armadas por todas partes; Vos, Señor, no cesáis de desenredarme y libertarme de ellas, porque Vos, que estáis guardando a Israel, no os dormís y dormitáis.

(126) Para que Jacob bendijese a sus dos nietos Manasés y Efraím, hijos de José, los puso éste de modo que Manasés, que era el mayor, quedase a la derecha de Jacob, y Efraím, que era el menor, a la izquierda. Pero Jacob, cruzando las manos, puso su derecha sobre Efraím y la izquierda sobre Manasés, no obstante que José, padre de ambos, le advertía lo contrario. Esto fue porque Jacob, ilustrado con la luz de profecía, vio que el menor debía ser antepuesto y preferido al mayor, según la voluntad de Dios.
(127) Hace alusión al himno de San Ambrosio que comienza así: Deus creator omnium, que se cantaba al acabarse la luz del día y a la entrada de la noche. También cita este verso en el cap. XXVII del libro X*, y refiere las dos primeras estrofas del mismo himno en el cap. XII del libro IX.

["libro XI" en el original (N. del E.)]



1053 ¡Cuán innumerables son los alicientes que nuevamente han añadido los hombres para atraer y captar más bien la atención de nuestros ojos, con una infinidad de artificiosos tejidos, en varias modas de vestidos, de calzados, de vasos y otros utensilios, y de toda suerte de adornos y curiosidades hechas de mil maneras, y también por medio de pinturas y otros diversos modos de hacer figuras y retratos, pasando con unas de estas cosas mucho mas allá de lo que pedía la necesidad de usar de ellas, excediendo mucho con otras los límites de la moderación y abusando notablemente de las ultimas, de las cuales había de usarse únicamente para representaciones piadosas! De modo que aman y siguen las obras exteriores que ellos mismos hacen y abandonan en su interior al que los hizo a ellos y deshacen la imagen que hizo de ellos.

Pero yo, Dios mío y gloria mía, aun de estas cosas saco nuevos motivos de cantaros alabanzas y hago sacrificio de ellas a quien me santifica, porque sé muy bien que todas las hermosas ideas que desde la mente y alma de los artífices han pasado a comunicarse a las obras exteriores, que labran y fabrican sus manos artificiosas, dimanan y provienen de aquella soberana hermosura que es superior a todas las almas, y por la que mi alma continuamente suspira de día y de noche. Los mismos artífices que fabrican y aman estas obras tan delicadas y hermosas, toman y reciben de aquella hermosura suprema el buen gusto, idea y traza de formarlas, pero no aprenden ni toman de allí el modo con que debieran usar de ellas. No le ven, aunque también esta allí este modo justo, para que no tengan que ir a buscarle más lejos y para que ordenen a Vos todas las fuerzas de su habilidad e ingenio, y no las malgasten y disipen en deleites fatigosos.

Yo mismo, hablando ahora de estas cosas, y mostrando tener conocimiento de ellas, también parece que detengo el paso, como enredado en estas hermosuras; pero Vos, Señor, me desprendéis de estos lazos, Vos me sacáis libre de ellos, porque siempre miro a vuestra misericordia y la tengo delante de mis ojos. Confieso que también caigo en el lazo de estas cosas con mí fragilidad y miseria; pero Vos me sacáis de él con vuestra misericordia, unas veces sin que yo lo conozca ni lo advierta, porque fue poco a poco y muy leve la caída, y otras veces me libráis de modo que sienta algún dolor, porque ya mi corazón estaba adherido a alguna cosa y tenía algún apego a ella.


Capítulo XXXV: De como se hallaba en orden al segundo género de tentación, que es el de la curiosidad


1054 A todas éstas es preciso añadir otra especie de tentación, que es mucho más peligrosa. Además de aquella concupiscencia de la carne, que tiene por objeto el regalo de los sentidos y deleites, sirviendo y obedeciendo a la cual perecen los que se alejan de Vos, hay en el alma otra especie de concupiscencia vana y curiosa, disfrazada con el nombre de conocimiento y ciencia, que se vale y se sirve de los mismos sentidos corporales, no para que ellos perciban sus respectivos deleites, sino para que por medio de ellos consiga satisfacer su curiosidad y la pasión de saber siempre mas y mas.

Como esta concupiscencia del alma pertenece al apetito de conocer y saber, y los ojos son los principales en el conocimiento de las cosas sensibles, por eso en la Sagrada Escritura se llama concupiscencia de los ojos. Y aunque es cierto que el ver única y propiamente corresponde a los ojos, solemos usar también de esa palabra para explicar la acción de los demás sentidos, cuando los aplicamos a conocer sus propios objetos. Pero no al contrario, pues nunca decimos: oye como alumbra, ni oled como luce, ni gustad como brilla, ni palpad como resplandece, siendo así que todo esto lo llamamos ver. Porque no solo decimos mirad como luce (lo cual únicamente pertenece a los ojos), sino también mirad como suena, mirad como huele, mirad como sabe, mirad como esta duro.

Por eso todas las sensaciones de nuestros sentidos se comprenden de una vez llamándose, como ya dije, concupiscencia de los ojos, porque todos los demás sentidos, cuando conocen o perciben algo de sus objetos, usurpan en algún modo la acción y oficio del ver, que propia y principalmente pertenece a los ojos.

1055 De aquí se puede conocer mas claramente cuando es el deleite y cuando es la curiosidad quien hace obrar a nuestros sentidos, porque el deleite siempre busca lo hermoso, lo sonoro, lo fragante, lo sabroso, lo suave, pero la curiosidad busca aun lo contrario de todo esto, no para mortificarse (128), sino por el prurito de saberlo y experimentarlo todo. Porque a la verdad, ¿qué deleite puede haber en mirar un cadáver lleno de heridas y despedazado, siendo una cosa que espanta y horroriza? Con todo esto, si en alguna parte hay este lastimoso espectáculo, concurren todos a verle y, conseguido, se entristecen y asustan. Además de esto, temen ver eso mismo entre sueños, como si alguno los hubiera obligado a que lo vieran cuando despiertos, o la fama y noticia de que allí había que ver una grande hermosura los hubiera persuadido y llevado a que lo vieran. Lo mismo pudiéramos decir de los demás sentidos, pero seria muy largo ir poniendo ejemplos en todos.

De este achaque y dolencia de la curiosidad ha nacido todo cuanto se ejecuta de extraño y admirable en los espectáculos. Ella es la que nos hace andar investigando los efectos ocultos de la naturaleza, que no es exterior y esta fuera de nosotros, que para nada aprovecha averiguarlos, y los desean saber los hombres no más que por saberlos; con el mismo fin de satisfacer su curiosidad perversa procuran averiguar algunas cosas por arte mágica. Ella es, finalmente, la que en el seno mismo de la Religión ha incitado a los fieles a tentar a Dios, pidiéndole milagros y prodigios, no para conseguir algún bien o salud del cuerpo o alma, sino por espíritu de curiosidad.

(128) San Agustín entiende por concupiscencia de los ojos la curiosidad, o el excesivo y desordenado deseo de ver y conocer cualesquier cosas, y claramente explica como la concupiscencia de la carne, que comprende todos los deleites de los sentidos, se distinga de esta otra concupiscencia o curiosidad, que no solamente apetece conocer y experimentar las cosas suaves y hermosas, sino también las cosas feas, ásperas y horrendas. También Santo Tomas (1.ª, 2.ª, q. 77, a. 5) dice que se entiende por esta concupiscencia, ya el deseo de un saber y conocer desordenado, ya el deseo de las mismas cosas que exteriormente se proponen a la vista.



1056 En este tan inmenso y enmarañado bosque de deseos, y tan lleno de asechanzas y peligros, ya veis, Dios mío y salud mía, cuanta maleza he cortado y arrojado de mi corazón, según Vos me disteis gracia para ejecutarlo, y que efectivamente ejecuté; pero no obstante, ¿cuándo me atreveré a decir, sabiendo que nuestra vida continuamente y por todas partes esta cercada y combatida de tan grande multitud de cosas semejantes, cuando me atreveré a decir que estoy seguro y que ninguna de ellas excita mí atención siquiera para mirarla, y que nunca he de caer en lazo alguno de la vana curiosidad?

A la verdad, los teatros ya no me arrastran ni llevan tras de si, ya no cuido de saber el curso de los astros, ni mi alma consulto jamás las sombras de que se vale la magia para sus respuestas, antes bien detesto y abomino todos sus misterios sacrílegos y supersticiosos. Pero ¿con cuantas maquinas y ardides me combate el enemigo para obligarme a que os pida un milagro a Vos, Dios y Señor mío, a quien solo debo servir humilde y sencillamente? Pero yo, Señor, por Jesucristo Rey nuestro, y por toda su corte celestial, esa triunfante Jerusalén, que es nuestra patria, inocente y casta esposa vuestra, os ruego y suplico que así como al presente estoy lejos de consentir a semejante tentación, así lo esté siempre y cada día mas.

Pero cuando os ruego por la salud de alguno, es muy diferente y mejor el fin de mí intención, y además de eso, me concedéis entonces, y espero que siempre me lo concedáis, el que gustosamente me conforme con vuestra voluntad.

1057 No obstante, ¿quién hay que pueda contar la innumerable multitud de cosas menudísimas y despreciables con que es tentada nuestra curiosidad todos los días, y nuestras caídas? ¿Cuántas veces nos sucede que comenzamos a oír con gusto algunas conversaciones inútiles y vanas, que al principio aguantamos por no ofender a los que están hablando, y después venimos poco a poco a oírlas con voluntad y gusto? Ya no voy al circo a ver a un perro correr tras de una liebre, pero si sucede esto en el campo, y casualmente paso por allí al mismo tiempo, acaso me distrae y aparta de algún pensamiento grande y bueno, y me hace mirar y atender a aquella caza, no de modo que me haga extraviar con el caballo, pero si con la voluntad y afecto. Si Vos, dándome entonces a conocer mí flaqueza, no me excitarais prontamente a que de aquello mismo que estoy viendo, levante mí espíritu y consideración a Vos, o por lo menos a que desprecie todo aquello y prosiga mí camino, me estaría embebecido vanamente. ¿Cuántas veces también, estando en casa, me tiene entretenido ya el animalejo que llaman alguacil de moscas, parandome a mirar como las caza, ya una araña, observando como las aprisiona, después de que caen en sus redes? ¿Acaso porque sean pequeños animales se podrá decir que no ejercitaron mí curiosidad ni causaron verdadera distraccion? Es verdad que de esto mismo paso después a alabaros, por el orden admirable que habéis establecido y guardan entre sí todas las criaturas del universo; pero también es verdad que cuando comencé a atender, no comencé con este fin. Una cosa es levantarse presto y otra no caer.

De semejantes cosas esta llena mi vida, y por eso toda mí esperanza estriba únicamente en vuestra grande e infinita misericordia. Porque si llega a hacerse nuestra alma un deposito y receptáculo de semejantes cosas tan fútiles y vanas, y lleva dentro de si copiosa multitud de especies a cual más frívolas, sucederá que nuestras oraciones se interrumpirán y perturbaran no una sino muchas veces. Así, aun cuando nos contemplamos delante de vuestra presencia, y queremos que las voces de nuestro corazón lleguen a los oídos de vuestra divina Majestad, no sé cómo, ofreciéndose a nuestro pensamiento una infinidad de bagatelas y fruslerías, se viene a interrumpir una cosa de tanta importancia. ¿Por ventura contaremos también esto entre las cosas de poca monta y de que no debemos hacer caso? O bien considerado, ¿habrá cosa alguna con que pueda alentar nuestra esperanza, sino el considerar que, habiendo vuestra misericordia comenzado la obra de nuestra conversión y mudanza de vida, la ha de continuar y concluir, para que así sea completa y total la misericordia?


Capítulo XXXVI: De como se hallaba en orden al tercer género de tentación, que es el de la soberbia


1058 Vos, Señor, sabéis cuanto me habéis mudado en algunas cosas, sanándome primeramente del deseo de vengarme, para que, perdonando yo, me perdonéis a mí también todas las demás maldades, sanéis todas mis dolencias, redimáis mi alma de la perdición y muerte eterna, me deis la corona ganada con vuestras gracias y misericordias, y saciéis mis deseos con bienes interminables e infinitos.

Vos me hicisteis temer el rigor de vuestro juicio, y con este temor santo reprimisteis mí soberbia y me hicisteis que sujetase dócilmente mí cerviz al yugo de vuestra ley. Ahora llevo este yugo y me parece suave, porque Vos prometisteis que lo seria, y habéis hecho que lo sea: verdaderamente era suave, y no lo sabía yo cuando tenía miedo de sujetarme a él.

Mas ¿por ventura, Señor, que sois el único que domina sin fausto ni altivez, porque también sois el único verdadero Señor, que no reconocéis otro, por ventura, vuelvo a decir, podré esperar verme libre enteramente de esta tercera especie de tentación que trae consigo el mandar, o es posible librarse de ella durante todo el curso de esta vida?

1059 Desear ser temido y amado de los hombres, no por otra cosa sino para tener en esto un gozo que no es gozo, es miseria de la vida humana y una jactancia fea. He aquí de donde principalmente dimana el no amaros los hombres a Vos solo ni temeros con temor filial y santo. Por eso resistís a los soberbios y dais gracia a los humildes, por eso tronáis sobre los ambiciosos del mundo, haciendo que se estremezcan los cimientos de los montes mas altos. Pero como sea necesario para el desempeño y cumplimiento de algunos empleos de la república, el que sean temidos y amados de los hombres los que están destinados a aquellos cargos o empleos, el enemigo de nuestra verdadera felicidad y bienaventuranza nos estrecha mas para hacernos caer en esta vana complacencia, y por todas partes tiende los lazos de aplausos y lisonjas, para que recogiéndolas con ansia y afición, caigamos incautamente en aquella vanidad y dejemos de poner nuestro gozo en vuestra verdad, colocándolo en el engaño y falacia de los hombres, y lleguemos a tener gusto y complacencia de ser amados y temidos de los hombres por nosotros mismos y no por Vos. Así intenta el enemigo, haciéndonos semejantes a él en la soberbia, llevarnos también a su compañía, no para usar con nosotros de caridad y concordia, sino para hacemos compañeros de sus penas y tormentos; porque él, aspirando soberbiamente a ser semejante a Vos, tiro a imitaros malamente por el torcido rumbo y contrario extremo de la desemejanza, queriendo poner su trono en el

Aquilón (129), para que los hombres, deslumbrados y fríos por faltos de fe y caridad, le sirvan y obedezcan a él.

Pero nosotros, Señor, que somos vuestro pequeño rebano, vuestros somos, poseednos siempre Vos. Extended vuestras alas, para que huyendo de nuestros enemigos, nos refugiemos y acojamos debajo de ellas. Sed Vos nuestro única gloria y haced que solamente en Vos nos gloriemos, y que si nos aman, seamos amados por Vos; si nos temen, sea vuestra divina palabra la que se tema y se respete en nosotros. El que quiere ser amado de los hombres, vituperándole Vos, no será defendido de los hombres cuando Vos le juzguéis, ni ellos podrán libertarle si le condenáis.

Pero cuando la alabanza es tal que ni con ella es alabado el pecador en los malos deseos de su alma, ni bendecido el inicuo, sino que es alabado el hombre por alguna gracia y don que Vos le concedisteis, y él se alegra mas de ser alabado que de tener aquel don por el cual le alaban, se verifica que éste es alabado vituperándole Vos; y es mejor el otro que le alabo que éste que fue alabado, porque a aquél le agrado en el hombre el don de Dios, y a este otro le agrado mas el don del hombre que el de Dios.

(129) Alude primeramente al texto de Isaías, que dice de Luzbel que intento poner su trono a los lados del Aquilón, y como éste es el aire que hay mas frio entre todos, porque viene del Septentrión, por donde nunca anda el sol ni puede andar (sino en la fabula de Faeton), allí todo es oscuridad y frio, y así metafóricamente significa el reino de las tinieblas y a su príncipe el demonio; y por eso dice aquí con hermosa alegoría San Agustín, que los soberbios que siguen al demonio en el Aquilón, están sin luz de fe en el entendimiento, y sin calor de caridad en la voluntad, pues ni hay luz ni calor en el Aquilón o Septentrión.



Capítulo XXXVII: De cómo le movían las alabanzas de los hombres


1060 Todos los días somos tentados, Señor, con estas tentaciones, sin darnos treguas ni cesar de combatirnos. Las lenguas de los hombres que nos alaban vienen a ser nuestro horno, que cotidianamente nos examina y prueba. Vos nos habéis mandado que también en esta especie de tentación seamos cautelosos y contenidos. Dadme, Señor, lo que mandáis y mandadme lo que queráis. Vos sabéis los muchos suspiros que esto me cuesta y los ríos de lágrimas que en vuestra presencia han derramado mis ojos por esta causa. Porque no puedo fácilmente conocer cuanto haya adelantado en preservarme de este contagio, y temo mucho que haya varios defectos ocultos y escondidos en lo interior de mi alma, los cuales claramente los descubren vuestros ojos, pero no los ven los míos. En los otros géneros de tentaciones tengo algún arbitrio y facultad para examinarme a mí mismo, y conocer en qué disposición me hallo, pero en esta materia casi no hay medio alguno por donde conocerlo.

Porque yo bien conozco y veo cuanto es lo que tengo adelantado y adquirido de fuerzas para refrenar mí ánimo, ya sea de los deleites sensuales, ya sea de la vana curiosidad y deseo de saber cosas inútiles, cuando actualmente carezco de aquellos objetos, o porque me privo de ellos por mí voluntad, o porque no los tengo presentes a mí disposición; en tal caso me pregunto yo a mí mismo cuanta sea la molestia que me causa el carecer de aquellas cosas, y conozco si es mayor o menor que la que otras veces me causaba. Por lo que mira a las riquezas, se desean únicamente para satisfacer a alguna de estas tres suertes de concupiscencias, o dos de ellas, o todas tres: si poseyéndolas actualmente no puede el ánimo conocer bien sí las desprecia o no, tiene el arbitrio de renunciarlas enteramente, y entonces lo conocerá.

Para carecer de las alabanzas, y hacer entonces experiencia de si sentimos o no su falta, ¿por ventura hemos de vivir mal y desordenadamente, y ser tan perdidos, crueles y desalmados, que cuantos nos conozcan, nos abominen y digan mal de nosotros?, ¿qué mayor locura puede pedirse o pensarse? Pues si la alabanza suele y debe ser compañera inseparable de la buena vida y de las buenas obras, así como no debemos dejar la vida y costumbres buenas, tampoco podemos abandonar el acompañamiento que llevan de las alabanzas. Ello es cierto que solo careciendo de una cosa es cuando puedo conocer y experimentar si siento el que me falte o no lo siento.

1061 Pues, Dios mío, ¿qué confesión es la que puedo haceros de lo que me sucede con este género de tentación, sino que me deleitan las alabanzas, aunque mas me deleito con la verdad que con ellas? Si me propusiera cuál de estas cosas quería mas, o ser un hombre furioso y desatinado, que no obraba con rectitud y acierto en materia alguna, pero no obstante era muy alabado de todos los hombres, o por el contrario, verme vituperado de todos, siendo yo cuerdo y juicioso, y teniendo verdadera ciencia y sabiduría, que es certísimo conocimiento de la verdad, veo claramente lo que en tal caso había de escoger.

Pero yo no quisiera que la aprobación y alabanza ajena me aumentase el gozo que puedo tener de alguna bondad mía, aunque conozco y confieso que no solo me lo aumenta la alabanza, sino que el vituperio me lo disminuye. Cuando me veo atribulado con semejante flaqueza, propia de mí miseria, se me ofrece luego una disculpa, que Vos, Dios mío, sabéis si es buena o mala, pues yo no me atrevo a calificarla con certeza. La razón con que tiro a disculpar mí alegría y gozo de la alabanza consiste en que, como Vos nos habéis mandado no solo la continencia y templanza, que nos enseña de qué cosas debemos apartar nuestra afición, sino también la justicia, que nos muestra en qué cosas debemos poner nuestro amor y voluntad, y como por otra parte nos habéis mandado que no solamente os amemos a Vos, sino también al prójimo, fundado yo en todo esto, me parece que muchas veces que me deleito oyendo que me alaban, no nace mí deleite y alegría de aquella alabanza, sino del aprovechamiento que muestra el prójimo y de las buenas esperanzas que da de su talento, pues alaba lo que merece ser alabado; por el contrario, si me entristezco cuando me vitupera, me parece que solo es de su mal, oyendo que desprecia y vitupera lo que él no sabe ni entiende, o lo que realmente es bueno. También cuando me alaban, me suelo entristecer algunas veces, o porque alaban en mí algunas cosas que me disgustan a mí mismo, o porque también hacen más estimación y aprecio del que debieran hacer de algunos pequeños y leves bienes que experimentan en mí.

Pero ¿qué sé yo si este sentimiento mío nacerá de que no llevo a bien que el que me alaba piense de mí mismo de diferente modo que yo pienso, no porque a esto me mueva su bien y utilidad, sino el que aquellos mismos bienes que tengo yo y me alegro de tenerlos, se me hacen mas gustosos y agradables cuando también agradan a los otros? Porque en algún modo no soy yo alabado, cuando no lo es también aquel juicio y concepto que tengo formado de mí mismo; supuesto que se alaban en mí las cosas que a mí mismo me disgustan, o se alaban mas las que a mí me agradan menos. ¿No es verdad, pues, que acerca de la excusa referida estoy dudoso y no puedo calificarla con certeza?

1062 Bien veo en Vos, Verdad eterna, que de las alabanzas que me dieren no debo alegrarme por el bien mío, sino por el bien y utilidad de mí prójimo; mas no sé si lo hago así, porque más bien os conozco a Vos que a mí mismo en este punto. Yo os suplico, Dios mío, que hagáis que yo me conozca perfectamente, para que a todos mis hermanos, que os pedirán por mí, pueda yo descubrirles en esta confesión todo cuanto hubiese en mí de heridas y de llagas, lo cual supuesto, vuelvo a examinar mí interior con más cuidado.

Si el gozo que experimento cuando soy alabado es nacido del bien y provecho de mí prójimo, ¿por qué el vituperio que injustamente se hace a otro me contrista menos que si se me hiciera a mí?, ¿por qué me duele más la contumelia que me hacen a mí mismo, que la que en mí presencia le hacen a mí prójimo, siendo igual la malicia de una y otra? ¿Por ventura ignoro también esto?, ¿había de llegar a tanto que me engañase a mí mismo, y que en presencia vuestra faltase a la verdad con el corazón y con la boca? Apartad Vos, Señor, lejos de mí tan gran locura y no permitáis que mí boca delante de Vos oculte mis defectos, ni sea como el aceite, con que, en frase de David, desfigura el pecador su rostro.

1063 Muy pobre y necesitado estoy de vuestra luz y enseñanza; mejor seré desagradándome a mí mismo con gemidos y sollozos ocultos, y buscando sin cesar vuestra misericordia, hasta que os dignéis reparar mis defectos, y darme tal perfección, que goce aquella tranquilidad y paz que no sabe ni conoce el soberbio y arrogante.

Pero las palabras que uno dice y las obras que hace, como son públicas y notorias a los hombres, están expuestas a la peligrosísima tentación del amor y deseo de las alabanzas, el cual busca los votos y pareceres ajenos, y los junta y ordena para conseguir con ellos una cierta excelencia y distinción particular. Aun cuando me reprendo a mí mismo por este mal deseo, me tienta también a desear alabanza, por la misma razón con que le he afeado y reprendido.

Muchas veces sucede también que de haber el hombre despreciado la vanagloria viene a caer en otra gloria mas vana; en tal caso tampoco puede decirse que se gloríe de haber menospreciado la vanagloria, porque no puede ser verdad que ella esté menospreciada en un hombre que tan vana e íntimamente se gloríe.



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