CRISOSTOMO-SACERDOCIO Liv.4 9


LIBRO V

501
Me parece haber mostrado bastante, cuánta es la experiencia que debe tener un obispo para entrar en los combates por defensa de la verdad. Pero fuera de esto, tengo que añadir otra cosa, la cual es causa de mil peligros; o por mejor decir, no es esta la causa, sino aquéllos que no saben usar bien de ella. De esta resulta la salud y otros muchos bienes, cuando se halla en hombres adornados de bondad y de diligencia. ¿Cuál pues es ésta? es el grande trabajo, y atención que debe emplearse en los sermones que se tienen públicamente al pueblo.

Porque en primer lugar, la mayor parte de los súbditos no quiere escuchar a los predicadores como a maestros; sino que excediendo la condición de discípulos, se sientan a oírles como si se sentaran a ver unos espectáculos profanos. Y así como en aquéllos se divide el pueblo, y quién se inclina a éste, y quién a aquél; así también aquí divididos, unos favorecen a uno, otros a otro, y escuchan el sermón prevenidos de odio, o de favor.

Ni se encuentra aquí sola esta molestia, sino otra nada inferior; porque si sucede que alguno de los predicadores entreteje en sus razonamientos alguna cosa que otros han trabajado, tiene que sufrir más villanías que los que han robado algún dinero. Y aun no pocas veces sucede, que este tal, no habiendo tomado cosa alguna de otro, sino solamente porque se sospecha, que lo hace, le sucede lo mismo que a los que han cogido con el hurto en las manos.

¿Pero qué hablo yo de lo que otros han trabajado? No le es lícito valerse frecuentemente de sus propios descubrimientos, porque la mayor parte suele acudir al sermón, no para aprovecharse de él, sino para divertirse, sentándose a ser como jueces de unos representantes de tragedia, o de unos músicos de cítara. Y aquella fuerza de oración, que poco antes hemos excluido, es aquí tan deseada, como puede serlo de los mismos Sofistas, cuando se ven precisados a disputar entre sí.

Por tanto, se necesita también en esta parte un ánimo fuerte, y que exceda en mucho esta flaqueza, para refrenar el desordenado e inútil gusto de la muchedumbre, y para poder reducir a lo más útil al auditorio, para que el pueblo le siga, ceda a sus discursos, y él no se deje llevar, ni se acomode a los caprichos de un vulgo. Pero esto no puede conseguirse sin dos cosas; es a saber, el desprecio de las alabanzas y la facultad de hablar.


502
Porque si falta la una, es inútil la que queda, por estar separada de la otra.

Y si despreciando las alabanzas, no propone la doctrina con gracia y sazonada de sal, se granjeará el desprecio de la mayor parte, no sacando utilidad alguna de aquella superioridad de ánimo. Y si cumpliendo bien en esta parte, tiene la flaqueza de dejarse llevar de vanagloria por los aplausos, resulta el mismo daño a él, y a quien le escucha, acomodando el sermón por ambición de alabanza, más al paladar, que a la utilidad de sus oyentes.

Y así como aquél a quien no mueven los aplausos, pero que no sabe hablar, no se acomoda al gusto del pueblo, ni puede traerle, por faltarle la facundia, alguna utilidad considerable; así aquél a quien arrastra el deseo de ser alabado, aunque tenga con que poder mejorar a sus oyentes, quiere más en cambio de aquellas alabanzas, ofrecerles cosas que puedan lisonjear su gusto, comprando con el precio de éstas el estruendo de los aplausos.

503
Es necesario, pues, que el que gobierna un pueblo sobresalga en estas dos partes, para que la una no sea destruida de la otra; porque si presentándose en un público dice cosas que pueden muy bien contener a los que viven descuidadamente, y después se queda sin poder proseguir el discurso, y se ve obligado a que su rostro se cubra de vergüenza porque le faltan las palabras, en aquel punto se pierde todo el fruto que podían dar las cosas que ha dicho. Aquéllos que han sido reprendidos, sintiendo lo que oyeron, y no pudiendo vengarse de él de otra suerte, le comienzan a motejar de ignorante, creyendo ocultar de este modo sus oprobios.

Por tanto, conviene que a semejanza de un buen cochero, tenga una práctica muy cumplida de estas dos prendas; de modo que pueda usar de ellas como convenga. Porque si su conducta apareciere para con todos irreprensible, podrá en tal caso, con cuanta libertad gustare, acortar o soltar la rienda a los que le están subordinados; pero sin esto, no le será muy fácil el hacerlo. Ni basta solamente mostrar aquella superioridad de ánimo hasta el desprecio de las alabanzas, sino que es necesario llevarla más adelante para que nuevamente no se pierda el fruto.

504
¿Qué otra cosa, pues, es la que se ha de despreciar? la envidia. Y supuesto que un prelado se halla en la necesidad de estar sujeto a sufrir reprensiones poco razonables, no es bien que sin medida tiemble y se espante de semejantes calumnias intempestivas; las que ni tampoco debe despreciar inconsideradamente. Conviene sí, aun cuando sean falsas, y que provengan de gente de poco valer, procurar desvanecerlas prontamente.

Verdaderamente, no hay cosa alguna que aumente tanto la buena, o mala fama, como el vulgo descompuesto. Acostumbrado éste a oír y a hablar sin discernimiento dice, sin reflexión, todo lo que le viene a la boca, sin cuidarse de si es o no verdad. Por tanto, no debe despreciarse la voz del vulgo; antes bien en el principio, y sin perder tiempo, se han de cortar las malas sospechas, persuadiendo a los acusadores, aunque fuesen los más irracionales de todo el mundo, sin omitir alguna cosa de las que puedan conducir para destruir la mala opinión. Cuando hecho todo esto de nuestra parte, no quieren volver en sí los calumniadores, entonces viene bien el no hacer aprecio de ellos; porque si alguno por semejantes accidentes abatiere su espíritu, no podrá producir cosa que aparezca dimanada de un ánimo generoso o digno de admiración. Porque la tristeza y el permanecer fijo constantemente con el pensamiento en una cosa tienen mucha fuerza para abatir el vigor del ánimo y reducirlo a una extrema debilidad.

Debe, pues, el sacerdote portarse con sus súbditos del mismo modo que un padre se portaría con sus hijos cuando son aún muy tiernos. Y así como no nos movemos considerablemente por sus insolencias, ni cuando nos hieren, o cuando lloran, como tampoco recibimos algún placer excesivo de sus risas, o caricias; así también conviene que no nos envanezcamos oyendo que nos alaban; ni abatirnos por sus calumnias, cuando son fuera de propósito.

Difícil cosa es esta, ¡oh bienaventurado! o tal vez imposible, según yo entiendo; porque dejar de alegrarse un hombre cuando oye sus alabanzas, no sé si habrá sucedido a alguno. Aquél, pues, que se alegra de oírlas, es natural que desee también gozarlas; y quien desea gozarlas, es necesario por una forzosa consecuencia, que se consuma y entristezca, si no consigue esto.

Así como los que se regocijan con las riquezas, si vienen a caer en pobreza, lo sienten; y los que están acostumbrados a vivir en medio de las delicias, no pueden ajustarse a hacer una vida frugal; así los que aman ser alabados, no sólo cuando son reprendidos sin razón, sino aun cuando continuamente no oyen sus elogios, casi como consumidos de una cierta hambre, se destruyen el ánimo; y particularmente si se han criado en medio de ellos, o si oyen alabar a otros en su presencia. Por tanto, aquél que con este deseo pasare a dar muestras de su doctrina, ¿cuántas molestias y cuántos dolores crees tú que pasará? Ni el mar puede hallarse jamás sin olas, ni tampoco su ánimo dejar de ser agitado de varios pensamientos y afanes.

505
Pero aun cuando tenga una gran facilidad en el decir (lo que a la verdad se encuentra en pocos), no por esto queda libre de trabajar continuamente. Siendo la elocuencia obra, no de la naturaleza, sino de la doctrina, aun cuando alguno llegue a lo sumo de ella, si no aplica un continuo estudio y ejercicio a esta facultad será abandonado de ella fácilmente. De modo, que los más sabios, tienen que trabajar más que los menos doctos; porque no es igual la pérdida de los unos y de los otros, si fueren descuidados en esto; antes bien es tanto mayor, cuanta es la diferencia que hay entre la pericia de los unos y de los otros.

Y si aquéllos no ofrecen cosa que sea de consideración, no por esto habrá quien los reprenda; pero si estos no dan de sí siempre cosas superiores a aquella opinión que se tiene de ellos, les siguen muchas quejas de parte de todos. Fuera de esto, aquéllos, aun en cosas de poca monta, pueden conseguir grandes alabanzas; pero las de éstos, si no fueren hasta lo sumo maravillosas y estupendas, no solo quedan privados de alabanzas, sino que encuentran muchos que los reprenden.

Los oyentes se sientan como jueces, no tanto de las cosas que dicen los oradores, como de la opinión que se tiene de ellos. De modo que si alguno sobresale en elocuencia sobre todos los otros, a éste le queda que trabajar mucho más que a todos los otros. No le es permitido aparecer sujeto a lo que está la naturaleza humana; esto es, el no poder bastar para todo; antes bien, si no corresponde la oración al concepto que se tiene de él, se retirará de la presencia del pueblo después de haber oído mil motes y reprensiones.

Y ninguno entra a pensar dentro de sí mismo, que sobreviniéndole alguna tristeza, afán, o cuidado, y no pocas veces alguna indignación, le habrá ofuscado la claridad del entendimiento y no le habrá permitido que se manifestasen sinceros a la luz pública sus partos. Y que generalmente hablando, el hombre no puede ser siempre el mismo, ni salir bien en todas las cosas que dice; sino que le es natural el errar alguna vez y manifestarse inferior a su propia facultad y virtud.

Ninguna de estas cosas, como dejo dicho, quieren reflexionar estos tales, sino que lo acusan del mismo modo que si juzgaran a un Ángel.

Se junta a todo esto, el ser natural al hombre, el perder de vista las acciones excelentes del prójimo, por muchas y grandes que sean. Pero por el contrario, si se descubre alguna falta, por ligera que sea, y aunque haya acaecido mucho tiempo antes, la advierte prontamente y la reprende, teniéndola fija en la memoria. Y semejante falta de poquísima consideración ha disminuido, no pocas veces, la gloria de muchos y grandes hombres.

506
¡Ves, oh valeroso, cuánto mayor estudio, y con el estudio, cuánta mayor paciencia necesita el que sobresale en elocuencia entre los otros, que aquéllos de quien antes te hablaba! Son muchos los que sin motivo alguno, y sin cesar, le asaltan, no teniendo de qué acusarle, sino solamente por el sinsabor que experimentan de que esté tan bien opinado de todos; debiendo él tolerar con un ánimo generoso la áspera envidia de estos tales. Porque no pudiendo ocultar este odio execrable, que sin causa alguna tienen reconcentrado en su corazón, motejan, vituperan y calumnian escondidamente, manifestando sin rebozo su perversa inclinación.

Ahora, pues, un alma, que por cada una de estas cosas comienza a entristecerse y a condolerse, no hará otra cosa, sino consumirse de dolor y de pena.

Y no solamente le hacen estos tiros por sí mismos, sino que procuran valerse de otros para hacer lo mismo. Y muchas veces escogiendo uno, que le es muy inferior en la elocuencia, le alaban hasta los cielos y lo admiran sobre sus méritos: haciendo esto unos sólo por capricho, y otros por ignorancia y envidia, para echar por tierra su reputación, y no precisamente con la mira de que aparezca digno de admiración el que no lo es.

Y este hombre valeroso, no sólo tiene que combatir con esta casta de gente, sino frecuentemente aun con la ignorancia de todo un pueblo. No es posible que todos los que concurren, formen un congreso de hombres doctos; antes por el contrario, sucede ordinariamente que se componga por la mayor parte de gente idiota. Y los demás, aunque sean más prudentes que aquéllos, con todo, son tan inferiores a los que pueden dar su juicio en materia de elocuencia, cuanto todo el resto de los demás son inferiores a ellos; se sientan solamente uno o dos que poseen esta facultad. De donde resulta que aquél que dice mejor, lleva los menores aplausos y que alguna vez se retire sin recibir alguna alabanza.

Ahora, pues, conviene prepararse generosamente para sufrir todas estas desigualdades, y para perdonar a quien hace esto por ignorancia, y compadecer y llorar a los que lo hacen movidos de envidia como desdichados y dignos de compasión; sin creer, que su habilidad ha padecido disminución, ni menoscabo por los unos, ni por los otros.

Un excelente pintor que sobresale entre todos los otros, aunque vea ser censurada por gente ignorante una figura que ha pintado con el mayor esmero, no por esto debe descaecer de ánimo, ni juzgarla mala por el juicio de personas que no lo entienden; como tampoco tener por digna de aprecio, y por bien hecha, una pintura, que en la realidad lo está mal, por la admiración que excita en los que no la entienden.

507
Un artífice excelente debe ser por sí mismo juez de sus obras, y tenerlas por feas o por hermosas cuando el mismo entendimiento que las produjo lo sentenciare así; y por lo que toca a la opinión errónea de los otros, y a su poca pericia en el arte, no debe, ni aun darla asiento en su ánimo.

Aquél, pues, que tomó a su cargo el trabajo de enseñar, no atienda a las aclamaciones de los otros, ni por faltar éstas, abata su ánimo; sino que trabaje siempre sus discursos con el fin de agradar a Dios (esto sin duda ha de serle la sola regla, y el término de su mayor atención en trabajarlas, no las aclamaciones, ni los aplausos), y si es alabado de los hombres, no deseche sus elogios; y si los oyentes no le aplauden, no por esto lo pretenda, ni se entristezca. Por lo que toca a él, tiene por suficiente consuelo de sus fatigas, y mayor que todos los otros, cuando no le falta el testimonio de la conciencia, de que ha compuesto y trabajado su oración con el fin de agradar a Dios.

508
En el mismo punto en que le sorprenda el deseo de estas indiscretas alabanzas, de nada le aprovechan sus muchas fatigas, ni la facultad de su elocuencia porque un ánimo que no puede sufrir las necias reprensiones del vulgo, se relaja fácilmente y abandona el estudio. Por esto conviene, que sobre todo se halle bien instruido en despreciar las alabanzas; porque sin esto, el solo saber hablar bien, no basta para conservar esta facultad.

Si alguno, pues, quisiere hacer un diligente examen, de otro que se halla escasamente adornado de esta habilidad, encontrará que le es igualmente necesario a él, que al otro, el despreciar las alabanzas. Porque se verá en la precisión de incurrir en muchos errores, si se deja vencer por la opinión del vulgo; de donde hallándose sin fuerzas para poder igualar a los que son celebrados por su elocuencia, no tendrá dificultad en ponerles asechanzas, en envidiarles y censurarles temerariamente, y en cometer otras ruindades semejantes. No dejará piedra por mover, aunque sea necesario perder su alma, como logre reducir la opinión de aquéllos a la humildad de su pequeñez.

A lo que se junta, que apoderándose de su ánimo una torpeza, abandonará aquellos sudores que traen consigo alguna fatiga. El aplicarse mucho al trabajo, recogiendo de esto una muy corta alabanza, es bastante para abatir y hacer caer en un profundo sueño a aquél que no sabe despreciar las alabanzas. Del mismo modo que un labrador cuando trabaja en un terreno estéril, y se ve obligado a labrar las piedras, se aparta pronto del trabajo, si no es que tenga una grande inclinación a la fatiga, o que por otra parte le amenace el hambre.

Y si aquéllos que poseen un gran caudal de elocuencia, tienen necesidad de tanto ejercicio para conservarse en la posesión; aquél que no ha recogido cosa alguna, sino que en el mismo tiempo de las disputas se ve obligado a meditar; ¿qué dificultad no hallará, cuánta inquietud, cuánta turbación para poder recoger alguna cosa a costa de mucho trabajo?

Y si alguno de aquéllos que están después de él, y a quienes cupo un orden inferior, puede brillar más en esta parte, se requiere un ánimo casi divino para que no le sorprenda la envidia y para no caer en tristeza. Para uno que se halla constituido en mayor dignidad, el ser vencido por los inferiores y tolerar esto con un ánimo generoso, no es cosa para un ánimo vulgar, ni para el nuestro, sino para uno hecho de diamante. Y si aquél que le excede en la fama, es un hombre justo y moderado, el mal es de algún modo tolerable; pero si es atrevido, arrogante y sediento de gloria es cosa de que cada día le desee la muerte y le amargue la vida insultándolo en público, mofándolo en oculto, defraudándolo y apoyándose, cuanto pueda, en su autoridad. El quiere sólo ser el todo; y para asegurarse más todas estas cosas tiene de su parte la libertad en el hablar, el favor del pueblo y el amor de todos los súbditos.

¿Por ventura, no ves cuán grande es el amor de la elocuencia, que vergonzosamente se ha apoderado, al presente, del corazón de los cristianos, y que son honrados sobre todos, aquéllos que la cultivan, no sólo de los extraños, sino también de los domésticos de la fe? ¿Cómo, pues, podrá sufrir uno tan gran vergüenza, como la de que hablando él, callan todos y juzgan ser molestados, esperando el fin de la oración como un descanso de su fatiga?; y haciendo un discurso su antagonista, por largo que sea, lo oyen con gusto y cuando está para concluirlo manifiestan impaciencia y queriendo callar, se conmueven y alteran. Estas cosas, aunque ahora, por tu falta de experiencia te parezcan de poca consideración y dignas de desprecio; son bastantes para amortiguar el ardor del ánimo y relajar su vigor, a no ser que apartando de él todos los afectos humanos, procure hacerse semejante a las potestades incorpóreas; que ni se dejan sorprender de envidia, ni del amor de la gloria, ni de otra semejante enfermedad.

Si hay, pues, entre los hombres alguno de tal calidad que pueda pisar esta indómita, inexpugnable y fiera bestia de la gloria popular y cortar sus muchas cabezas, o por mejor decir, hacer de modo que no nazcan, éste tal podrá fácilmente rechazar estos muchos asaltos y gozar como de un tranquilo puerto.

Pero aquél que no se halla libre de semejante bestia, introduce en su ánimo una guerra variada, un continuo tumulto, un tropel de tristezas y de otras pasiones. ¿Pero para qué proseguir, contando las otras dificultades? las cuales no podrá referir, ni saber, sino aquél que se hubiese hallado en medio de los mismos negocios.



SAN JUAN CRISTONOMO

LIBRO VI

601
Las cosas de la vida presente, pasan de este modo que has oído; pero las de la otra venidera, ¿cómo podremos sufrirlas, cuando nos viéremos obligados a dar cuenta por cada uno de aquéllos que nos hubieren sido encomendados? porque la pena no se ciñe a la vergüenza, sino que a ésta se sigue un castigo eterno. Aquellas palabras: (90) "Obedeced a vuestros pastores, y estadles sujetos, porque ellos velan por vuestras almas, como los que deben dar cuenta de ellas"; aunque ya las dejo tocadas arriba, con todo, no las pasaré ahora en silencio, porque el temor de esta amenaza me perturba el ánimo continuamente. Y verdaderamente, (91)si el que escandaliza a uno, aunque sea de los más pequeños, es conveniente, que atándole al cuello una piedra de molino sea sumergido en el mar; y si todos los que ofenden la conciencia de sus hermanos, pecan contra el mismo Cristo, ¿qué padecerán, y qué pena sufrirán aquéllos que son causa de la perdición, no de una, de dos, o tres personas, sino de tanta muchedumbre? No se puede alegar aquí la excusa de la impericia, ni recurrir a la ignorancia, ni dar por pretexto la necesidad y la fuerza. Mucho mejor podría un súbdito, si le fuese permitido, valerse de este refugio en sus propios pecados, que los prelados en los pecados de los otros. ¿Y por qué esto? porque aquél que está puesto para corregir las ignorancias del prójimo y para avisarle con tiempo que se acerca la guerra del demonio, no podrá dar por pretexto la ignorancia, ni decir: "Yo no he oído la trompeta, yo no he previsto la guerra"; pues está sentado, como dice Ezequiel, (92)para tocar la trompeta a los otros y para advertirles de antemano los desastres que pueden ocurrir.

Por lo que será inevitable el castigo, aunque sólo sea uno el que se pierda. Porque si viniendo la espada, no se toca al pueblo la trompeta, y el que está de atalaya (dice el profeta) no diere la señal; y venida la espada, cogiere un alma por causa de su iniquidad, yo buscaré y pediré su sangre de la mano del que debe estar en vela.

(90)
He 13,17.
(91) Mt 18,6.
(92) Ez 33,3.

602
Deja, pues, de inducirme a un juicio tan inevitable; pues no se trata aquí de gobernar un ejército, ni un reino, sino de una cosa que requiere una virtud angelical. El sacerdote debe tener un alma más pura que los mismos rayos del sol para que en ninguna ocasión se vea abandonado del Espíritu Santo, y para poder decir: (93)"Vivo yo, ya no yo, sino que vive Cristo en mí".

Pues si aquéllos que habitan en la soledad, apartados de la ciudad, de la plaza y de los bullicios que aquí se encuentran, y que siempre gozan del puerto y de la tranquilidad, no quieren fiarse de la seguridad de aquella vida; sino que añaden otras mil cautelas fortificándose por todas partes, y poniendo toda la atención en decir y hacer todas las cosas con la mayor exactitud, para poder acercarse a Dios con confianza y sincera pureza, en cuanto lo puedan soportar las fuerzas humanas ¿cuánta virtud y cuánto valor crees tú que necesita el sacerdote para poder tener libre el alma de cualquiera fealdad y conservar sin mancha la belleza espiritual?

En verdad, que le es necesaria mucho mayor pureza que a aquéllos; y el que la necesita mayor, está sujeto a mayores necesidades que puedan mancharle, a no ser que haga su alma inaccesible a tales accidentes, usando de una continua vigilancia y de una atención de ánimo extraovdinaria.

Porque la bella disposición del semblante, los movimientos acompasados, el afectado cuidado en el andar, la inflexión de la voz, los ojos pintados, las mejillas cubiertas de afeites, el adorno de los rizos y compostura de los cabellos, la suntuosidad de los vestidos y la variedad de los ornamentos de oro, y la belleza de las piedras preciosas, y la fragancia de los ungüentos, y todas las otras cosas que arrebatan la atención de las mujeres, pueden turbar el alma, sino es que se haya endurecido por medio de una templanza muy austera. Y el moverse por semejantes cosas, no es maravilla; pero lo que causa un gran espanto y angustia es que el demonio pueda herir y traspasar el alma de los hombres por cosas contrarias a éstas.

(93)
Ga 2,20.

603
Verdaderamente ha habido algunos, que habiendo escapado de aquellas redes, han sido cogidos de otras cosas muy diferentes. El descuido del semblante, el cabello descompuesto, el vestido sucio, el traje desaliñado, la sencillez de costumbres, el razonar sin doblez, el caminar sin afectación, la voz sin composición, el vivir en pobreza, el verse despreciado, y no tener alguno en su defensa, y la soledad misma, movieron al principio a compasión a aquél que las registraba; pero después lo condujeron a la última ruina.

Y muchos que escaparon de las primeras redes; esto es, de los adornos de oro, de los ungüentos, de los vestidos y de otras cosas que dejo dichas, fácilmente han caído en éstas, tan diferentes de aquéllas, y se han perdido. ¿Cuándo, pues, igualmente por la pobreza, como por la opulencia, por el cuidado extremado del traje, y por su descuido y desaliño, por las costumbres arregladas y desarregladas; finalmente, en una palabra, por todo lo que dejo dicho arriba, se enciende en el ánimo de quien las ve una guerra, y le cercan los engaños por todas partes, cómo podrá respirar cercado de tantos lazos? ¿Qué efugio podrá buscar, no digo para librarse de ser cogido a viva fuerza, lo que no es muy difícil, sino para conservar su alma libre de pensamientos impuros?

Dejo a un lado los honores, que son ocasión de mil males; porque los que provienen de las mujeres, se debilitan con el vigor de la templanza; aunque muchas veces le abaten, si no sabe estar siempre vigilante contra semejantes asechanzas. Pero los que provienen de los hombres, si no los recibe con una superior grandeza de ánimo, será oprimido de dos pasiones contrarias, de una adulación servil y de una recia arrogancia: tomando sobre sí la obligación de sujetarse a los que lo honran y ensoberbeciéndose con la gente baja por los honores que le han hecho, vendrá a caer en lo profundo de la soberbia.

Bastan ya las cosas dichas hasta aquí: ninguno puede saber bien, sin experiencia, cuánto daño traen consigo; es necesario que quien se halla en medio, caiga en males mucho mayores y más peligrosos. Aquél, pues, que ama la soledad, está libre de todas estas cosas; y si alguna vez, por un pensamiento impropio, se le representa alguna cosa semejante, la fantasía no tiene fuerza y puede fácilmente desecharlo, porque no da fomento a la llama la vista de las cosas exteriores.

Y el monje, o solitario teme por sí solo; y aunque tenga que cuidar de los otros, estos son pocos; y aunque sean muchos, son siempre en menor número que los que están en las iglesias, y dan al prelado un cuidado en sí mucho más ligero, no sólo por su corto número, sino porque todos se hallan libres de las cosas del mundo, y no tienen que pensar ni en hijos, ni en mujer, ni en otra cosa semejante. Esto los hace muy obedientes a sus superiores, y el tener una habitación común, hace que se puedan notar sus faltas por menor y corregirse siendo de no poca ventaja para el adelantamiento en la virtud, la continua vigilancia del maestro.

604
Pero los que están subordinados al sacerdote, se hallan, por la mayor parte, enredados en pensamientos de la vida, y esto los hace más perezosos para las obras espirituales. Por eso es necesario que el maestro siembre, por decirlo así, cotidianamente, para que a lo menos con la continuación pueda prevalecer la doctrina en el ánimo de los oyentes. Porque la abundancia de riquezas, la grandeza del poder y la desidia que nace de las delicias, y otras cosas fuera de las dichas, ahogan las semillas arrojadas; y frecuentemente, la espesura de las espinas hace que lo que ha sido sembrado, no llegue a tocar ni aun la superficie de la tierra. Al contrario, una excesiva miseria, la necesidad que trae consigo la pobreza, las continuas injurias, y otras cosas semejantes, que son contrarias a las que quedan dichas, divierten el ánimo de la aplicación a las cosas divinas.

Y por lo que toca a los pecados de los súbditos, no es posible que llegue a su noticia ni una mínima parte. ¿Y cómo podrá saberlo, si a muchos no conoce ni aun por el semblante? Las cosas que tocan al pueblo encierran una dificultad muy grande.

¿Pues qué será, si entramos a considerar las que pertenecen a Dios? se encontrará que aquéllas no merecen alguna consideración tanto mayor es la diligencia y cuidado que piden éstas.

¿Cómo debe ser aquél que es embajador de toda una ciudad? ¿pero qué digo de una ciudad? de todo el mundo, y que ruega a Dios se digne mirar con ojos de misericordia los pecados, no solamente de los vivos, sino también de los muertos? Yo me persuado, que para una intercesión como ésta, no bastaría toda la confianza de un Moisés, ni de un Elías.

Del mismo modo que si se le hubiera encomendado el cuidado de todo el mundo, y como si fuera padre universal de todos, así se acerca a Dios, rogándole que por todas partes cesen las guerras y los alborotos, que se restituya y florezca la paz y prosperidad: que finalmente, todos en común, y cada uno en particular, se preserven de los males que les amenazan.

Conviene, pues, que sus méritos sobresalgan tanto entre los de aquéllos por quienes ruega, cuanto debe sobresalir el protector entre los protegidos.

Pero cuando llegamos al punto de que es él aquél que invoca al Espíritu Santo, y que celebra aquel sacrificio sumamente tremendo, y que continuamente está tocando al Señor común de todos, ¿dónde, dime por tu vida, podremos colocar a éste? ¿Qué pureza, qué religión pediremos en él?

Piensa tú ahora un poco, cómo conviene que sean aquellas manos que administran estas cosas, cuál la lengua que pronuncia aquellas palabras y qué alma ha de haber más pura y más santa, que la que ha de recibir un tal Espíritu.

En esta ocasión asisten los ángeles al sacerdote, en este tiempo, todo el santuario, y el lugar que está al contorno del altar, se llena de potestades celestiales. Esto puede cada uno persuadírselo fácilmente por las mismas cosas que a la sazón se celebran allí.

Oí yo contar en cierta ocasión, que un anciano, hombre de grandes méritos, y acostumbrado a tener revelaciones, había sido digno de tener la siguiente visión; esto es, que al tiempo del tremendo sacrificio, vio repentinamente, y cuanto es permitido a la naturaleza humana, una multitud de ángeles, vestidos de estolas blancas que cercaban el altar y estaban en pie con el rostro inclinado, como se ven estar los soldados en presencia del rey. Y yo lo creo.

Otro me contó también, no como que lo había oído, sino como que había sido hecho digno de ver y oír por sí mismo, que los que están para partir de este mundo, si han participado con conciencia pura de los misterios, cuando están para expirar, son conducidos por los ángeles, que los acompañan haciéndoles guardia, desde aquí hasta el cielo, por respeto de aquel Señor a quien han recibido.

¿Y tú aún no te estremeces, pretendiendo introducir en un misterio tan santo un alma tal, y a un sujeto cubierto de vestiduras inmundas, promoviendo a la dignidad sacerdotal, a quien Cristo ha arrojado del coro de los convidados?

El alma del sacerdote ha de brillar como una luz que ilumina el mundo, siendo así que la mía se halla cercada de tinieblas por la mala conciencia, y que anda solícita buscando siempre cómo esconderse porque no puede jamás fijar la vista con confianza en su Señor.

Los sacerdotes son como la sal de la tierra. Pues ahora bien, ¿quién podrá sufrir con paciencia mi insipidez y falta de experiencia en todas las cosas, sino vosotros, que estáis acostumbrados a manifestaros un amor excesivo?

Se junta a esto, que el sacerdote debe, no solamente ser puro para ser digno de tal ministerio, sino también muy prudente, y experimentado en muchas cosas, y saber todos los negocios de la vida humana, no menos que los que se hallan en medio de ellos; pero al mismo tiempo, vivir con un ánimo libre de todos, aún más que los mismos monjes, que eligieron el habitar los montes.

Debiendo tratar con hombres que tienen mujer, mantienen hijos, sustentan criados, se hallan abundantes de riquezas, y manejan los negocios públicos, hallándose constituidos en los principales empleos, conviene que se porte con variedad. Digo con variedad y no con doblez; no sirviendo a la adulación y disimulo, sino obrando con mucha libertad y confianza. Debe saber condescender útilmente, cuando lo pida la naturaleza de los negocios y ser a un tiempo apacible y austero. No pueden ser tratados de un mismo modo todos los súbditos, como tampoco conviene a los médicos el portarse de un mismo modo con los enfermos; ni al piloto el saber un solo camino de combatir con los vientos. Son continuas las tempestades que cercan esta nave; y éstas, no solamente asaltan por afuera, sino que se levantan también por lo interior, y se necesita de gran condescendencia y diligencia y todas estas cosas diferentes miran a un solo punto; esto es, a la gloria de Dios y a la edificación de la Iglesia.

605
Grande es el trabajo, y grave la fatiga que tienen los monjes; pero si alguno compara aquellos sudores con los que trae consigo el sacerdocio, bien administrado, hallará tanta diferencia, cuanta es la distancia que hay entre un rey y un hombre particular.

Y aunque en la realidad sea grande la fatiga que se encuentra en aquel género de vida; con todo, es un trabajo común al alma y al cuerpo, y aun la mayor parte se debe a la buena constitución de éste; el cual si no es robusto, no le permite el alma salir de sí y ponerse en la práctica; porque el continuo ayunar, el dormir sobre la tierra desnuda, la vigilia, el estar privado de los baños, el sudar mucho, y todas las otras cosas que practican para afligir el cuerpo, todas ellas cesan, cuando no es robusto aquél que se había de castigar.

Pero en nuestro caso, el arte está en mantener muy limpia el alma, sin tener necesidad de la buena constitución del cuerpo para manifestar su virtud. ¿Qué aprovecha la robustez del cuerpo para no ser soberbios, orgullosos, temerarios; pero sí vigilantes, templados, moderados y finalmente, todo aquéllo en que San Pablo nos dejó una cumplida imagen de un sacerdote perfecto?


CRISOSTOMO-SACERDOCIO Liv.4 9