BENEDICTO XV - MAGISTERIO - Absolutamente libre de todo error toda la Biblia

9. Enseñanzas que se confirman por León XIII.


Con esta doctrina de San Jerónimo se confirma e ilustra maravillosamente lo que nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII dijo declarando solemnemente la antigua y constante fe de la Iglesia sobre la absoluta inmunidad de cualquier error por parte de las Escrituras: «Está tan lejos de la divina inspiración el admitir error, que ella por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad suma, no sea autor de ningún error». Y después de aducir las definiciones de los concilios Florentino y Tridentino, confirmadas por el Vaticano I, añade: «Por lo cual nada importa que el Espíritu Santo se haya servido de hombres como de instrumentos para escribir, como si a estos escritores inspirados, ya que no al autor principal, se les pudiera haber deslizado algún error. Porque El de tal manera los excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, de tal manera los asistió mientras escribían, que ellos concibieran rectamente todo y sólo lo que El quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad infalible; de otra manera, El no sería el autor de toda la Sagrada Escritura» (Litt. enc. Providentissimus Deus)

4) Errores modernos

a) En general


10. Refutación de las teorías erróneas.


Aunque estas palabras de nuestro predecesor no dejan ningún lugar a dudas ni a tergiversaciones, es de lamentar, sin embargo, venerables hermanos, que haya habido, no solamente entre los de fuera, sino incluso entre los hijos de la Iglesia católica, más aún -y esto atormenta especialmente nuestro espíritu-, entre los mismos clérigos y maestros de las sagradas disciplinas, quienes, aferrándose soberbiamente a su propio juicio, hayan abiertamente rechazado u ocultamente impugnado el magisterio de la Iglesia en este punto.

Ciertamente aprobamos la intención de aquellos que para librarse y librar a los demás de las dificultades de la Sagrada Biblia buscan, valiéndose de todos los recursos de las ciencias y del arte crítica, nuevos caminos y procedimientos para resolverlas, pero fracasarán lamentablemente en esta empresa si desatienden las directrices de nuestro predecesor y traspasan las barreras y los límites establecidos por los Padres.

b) Admiten errores en "los elementos secundarios" o profanos de la Biblia


11. Opinión de los que restringen el campo de la inspiración.


En estas prescripciones y límites de ninguna manera se mantiene la opinión de aquellos que, distinguiendo entre el elemento primario o religioso de la Escritura y el secundario o profano, admiten de buen grado que la inspiración afecta a todas las sentencias, más aún, a cada una de las palabras de la Biblia, pero reducen y restringen sus efectos, y sobre todo la inmunidad de error y la absoluta verdad, a sólo el elemento primario o religioso.

Según ellos, sólo es intentado y enseñado por Dios lo que se refiere a la religión; y las demás cosas que pertenecen a las disciplinas profanas, y que sólo como vestidura externa de la verdad divina sirven a la doctrina revelada, son simplemente permitidas por Dios y dejadas a la debilidad del escritor. Nada tiene, pues, de particular que en las materias físicas, históricas y otras semejantes se encuentren en la Biblia muchas cosas que no es posible conciliar en modo alguno con los progresos actuales de las ciencias.

Hay quienes sostienen que estas opiniones erróneas no contradicen en nada a las prescripciones de nuestro predecesor, el cual declaró que el hagiógrafo, en las cosas naturales, habló según la apariencia externa, sujeta a engaño.

Opónese este error a las enseñanzas de León XIII.


Cuán ligera y falsamente se afirme esto, aparece claramente por las palabras del Pontífice. Pues ninguna mancha de error cae sobre las divinas Letras por la apariencia externa de las cosas -a la cual muy sabiamente dijo León XIII, siguiendo a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino, que había que atender-, toda vez que es un axioma de sana filosofía que los sentidos no se engañan en la percepción de esas cosas que constituyen el objeto propio de su conocimiento. Aparte de esto, nuestro predecesor, sin distinguir para nada entre lo que llaman elemento primario y secundario y sin dejar lugar a ambigüedades de ningún género, claramente enseña que está muy lejos de la verdad la opinión de los que piensan «que, cuando se trata de la verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente lo que ha dicho Dios, sino examinar más bien el fin para el cual lo ha dicho»; e igualmente enseña que la divina inspiración se extiende a todas las partes de la Biblia sin distinción y que no puede darse ningún error en el texto inspirado: «Pero lo que de ninguna manera puede hacerse es limitar la inspiración a solas algunas partes de las Escrituras o conceder que el autor sagrado haya cometido error».

c) Recházase la verdad absoluta de la Biblia, propugnando la relativa.


12. Opinión que restringe la autoridad de los libros sagrados.


Y no discrepan menos de la doctrina de la Iglesia -comprobada por el testimonio de San Jerónimo y de los demás Santos Padres- los que piensan que las partes históricas de la Escritura no se fundan en la verdad absoluta de los hechos, sino en la que llaman verdad relativa o conforme a la opinión vulgar; y hasta se atreven a deducirlo de las palabras mismas de León XIII, cuando dijo que se podían aplicar a las disciplinas históricas los principios establecidos a propósito de las cosas naturales.

Así defienden que los hagiógrafos, como en las cosas físicas hablaron según lo que aparece, de igual manera, desconociendo la realidad de los sucesos, los relataron según constaban por la común opinión del vulgo o por los testimonios falsos de otros y ni indicaron sus fuentes de información ni hicieron suyas las referencias ajenas.

León XIII mal interpretado.


¿Para qué refutar extensamente una cosa tan injuriosa para nuestro predecesor y tan falsa y errónea? ¿Qué comparación cabe entre las cosas naturales y la historia, cuando las descripciones físicas se ciñen a las cosas que aparecen sensiblemente y deben, por lo tanto, concordar con los fenómenos, mientras, por el contrario, es ley primaria en la historia que lo que se escribe debe ser conforme con los sucesos tal como realmente acaecieron? Una vez aceptada la opinión de éstos, ¿cómo podría quedar a salvo aquella verdad inerrante de la narración sagrada que nuestro predecesor a lo largo de toda su encíclica declara deber mantenerse?

Y si afirma que se debe aplicar a las demás disciplinas, y especialmente a la historia, lo que tiene lugar en la descripción de fenómenos físicos, no lo dice en general, sino solamente intenta que empleemos los mismos procedimientos para refutar las falacias de los adversarios y para defender contra sus ataques la veracidad histórica de la Sagrada Escritura.

Y ojalá se pararan aquí los introductores de estas nuevas teorías; porque llegan hasta invocar al Doctor Estridonense en defensa de su opinión, por haber enseñado que la veracidad y el orden de la historia en la Biblia se observa, «no según lo que era, sino según lo que en aquel tiempo se creía», y que tal es precisamente la regla propia de la historia (In Ier. 2Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,15s.; In Mt 14,8; Adv. Helv. 4). Es de admirar cómo tergiversan en esto, a favor de sus teorías, las palabras de San Jerónimo. Porque ¿quién no ve que San Jerónimo dice, no que el hagiógrafo en la relación de los hechos sucedidos se atenga, como desconocedor de la verdad, a la falsa opinión del vulgo, sino que sigue la manera común de hablar en la imposición de nombres a las personas y a las cosas? Como cuando llama padre de Jesús a San José, de cuya paternidad bien claramente indica todo el contexto de la narración qué es lo que piensa.

La verdadera ley de la historia para San Jerónimo es que, en estas designaciones, el escritor, salvo cualquier peligro de error, mantenga la manera de hablar usual, ya que el uso tiene fuerza de ley en el lenguaje.

Se sigue explicando los conceptos de San Jerónimo.


¿Y qué decir cuando nuestro autor propone los hechos narrados en la Biblia al igual que las doctrinas que se deben creer con la fe necesaria para salvarse? Porque en el comentario de la epístola a Filemón se expresa en los siguientes términos: «Y lo que digo es esto: El que cree en Dios Creador, no puede creer si no cree antes en la verdad de las cosas que han sido escritas sobre sus santos». Y después de aducir numerosos ejemplos del Antiguo Testamento, concluye que «el que no creyera en estas y en las demás cosas que han sido escritas sobre los santos no podrá creer en el Dios de los santos» ()

Así pues, San Jerónimo profesa exactamente lo mismo que escribía San Agustín, resumiendo el común sentir de toda la antigüedad cristiana: «Lo que acerca de Henoc, de Elías y de Moisés atestigua la Escritura, situada en la máxima cumbre de la autoridad por los grandes y ciertos testimonios de su veracidad, eso creemos... Lo creemos, pues, nacido de la Virgen María, no porque no pudiera de otra manera existir en carne verdadera y aparecer ante los hombres (como quiso Fausto), sino porque así está escrito en la Escritura, a la cual, si no creyéramos, ni podríamos ser cristianos ni salvarnos» (Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. s,6s.)

d) Recúrrese injustificadamente al expediente de las "citas implícitas"

14. Opinión que ataca la veracidad de la narración sagrada.


Y no faltan a la Escritura Santa detractores de otro género; hablamos de aquellos que abusan de algunos principios -ciertamente rectos si se mantuvieran en sus justos límites- hasta el extremo de socavar los fundamentos de la verdad de la Biblia y destruir la doctrina católica comúnmente enseñada por los Padres. Si hoy viviera San Jerónimo, ciertamente dirigiría contra éstos los acerados dardos de su palabra, al ver que con demasiada facilidad, y de espaldas al sentido y al juicio de la Iglesia, recurren a las llamadas citas implícitas o a las narraciones sólo en apariencia históricas; o bien pretenden que en las Sagradas Letras se encuentren determinados géneros literarios, con los cuales no puede compaginarse la íntegra y perfecta verdad de la palabra divina, o sostienen tales opiniones sobre el origen de los Libros Sagrados, que comprometen y en absoluto destruyen su autoridad.

Opinión que niega la integridad material del texto sagrado. Disminuyendo la fe humana en los evangelistas se destruye la divina.

¿Y qué decir de aquellos que, al explicar los Evangelios, disminuyen la fe humana que se les debe y destruyen la divina? Lo que Nuestro Señor Jesucristo dijo e hizo piensan que no ha llegado hasta nosotros íntegro y sin cambios, como escrito religiosamente para testigos de vista y oído, sino que -especialmente por lo que al cuarto Evangelio se refiere- en parte proviene de los evangelistas, que inventaron y añadieron muchas cosas por su cuenta, y en parte son referencias de los fieles de la generación posterior; y que, por lo tanto, se contienen en un mismo cauce aguas procedentes de dos fuentes distintas que por ningún indicio cierto se pueden distinguir entre sí. No entendieron así Jerónimo, Agustín y los demás doctores de la Iglesia la autoridad histórica de los Evangelios, de la cual el que vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis (Jn 19,Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 5). Y así, San Jerónimo, después de haber reprendido a los herejes que compusieron los evangelios apócrifos por «haber intentado ordenar una narración más que tejer la verdad de la historia» ( prol.), por el contrario, de las Escrituras canónicas escribe: «A nadie le quepa duda de que han sucedido realmente las cosas que han sido escritas» (; cf. . 1,1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. -Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 1), coincidiendo una vez más con San Agustín, que, hablando de los Evangelios, dice: «Estas cosas son verdaderas y han sido escritas de El fiel y verazmente, para que los que crean en su Evangelio sean instruidos en la verdad y no engañados con mentiras» (S. Aug., Contra Faustum 26,8.)

5) Exhortación al respeto absoluto de la Biblia que San Jerónimo aprendió de Cristo.


16. Vehemente exhortación del Pontífice a vivir de la Escritura.


Ya veis, venerables hermanos, con cuánto esfuerzo habéis de luchar para que la insana libertad de opinar, que los Padres huyeron con toda diligencia, sea no menos cuidadosamente evitada por los hijos de la Iglesia. Lo que más fácilmente conseguiréis si persuadiereis a los clérigos y seglares que el Espíritu Santo encomendó a vuestro gobierno, que Jerónimo y los demás Padres de la Iglesia aprendieron esta doctrina sobre los Libros Sagrados en la escuela del mismo divino Maestro, Cristo Jesús. ¿Acaso leemos que el Señor pensara de otra manera sobre la Escritura? En sus palabras escrito está y conviene que se cumpla la Escritura, tenemos el argumento supremo para poner fin a todas las controversias.


El respeto de Cristo por la palabra de Dios.


Pero, deteniéndonos un poco en este asunto, ¿quién desconoce o ha olvidado que el Señor Jesús, en los sermones que tuvo al pueblo, sea en el monte junto al lago de Genesaret, sea en la sinagoga de Nazaret y en su ciudad de Cafarnaum, sacaba de la Sagrada Escritura la materia de su enseñanza y los argumentos para probarla? ¿Acaso no tomó de allí las armas invencibles para la lucha con los fariseos y saduceos? Ya enseñe, ya dispute, de cualquier parte de la Escritura aduce sentencias y ejemplos, y los aduce de manera que se deba necesariamente creer en ellos; en este sentido recurre sin distinción a Jonás y a los ninivitas, a la reina de Saba y a Salomón, a Elías y a Eliseo, a David, a Noé, a Lot y a los sodomitas y hasta a la mujer de Lot (Cf. Mt 12,Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. .Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 9-42; Lc 17,26-29.Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 2, etc)

Y testifica la verdad de los Libros Sagrados, hasta el punto de afirmar solemnemente: Ni una iota ni un ápice pasará de la ley hasta que todo se cumpla (Mt 5,18) y No puede quedar sin cumplimiento la Escritura (Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 5), por lo cual, el que incumpliere uno de estos mandamientos, ¡por pequeño que sea, y lo enseñare así a los hombres, será tenido por el menor en el reino de los cielos (Mt 5,19). Y para que los apóstoles, a los que pronto había de dejar en la tierra, se empaparan de esta doctrina, antes de subir a su Padre, al cielo, les abrió la inteligencia, para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: Porque así está escrito y así convenía que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día (Lc 24,45)

La doctrina, pues, de San Jerónimo acerca de la importancia y de la verdad de la Escritura es, para decirlo en una sola palabra, la doctrina de Cristo. Por lo cual exhortamos vivamente a todos los hijos de la Iglesia, y en especial a los que forman en esta disciplina a los alumnos del altar, a que sigan con ánimo decidido las huellas del Doctor Estridonense; de lo cual se seguirá, sin duda, que estimen este tesoro de las Escrituras como él lo estimó y que perciban de su posesión frutos suavísimos de santidad.

III. EJEMPLOS DE SAN JERÓNIMO


1) Su ejemplar amor y conocimiento de la Escritura.

17. Debemos amar las Sagradas Escrituras.


Porque tener por guía y maestro al Doctor Máximo no sólo tiene las ventajas que dejamos dichas, sino otras no pocas ni despreciables que queremos brevemente, venerables hermanos, recordar con vosotros. De entrada se ofrece en primer lugar a los ojos de nuestra mente aquel su amor ardentísimo a la Sagrada Biblia que con todo el ejemplo de su vida y con palabras llenas del Espíritu de Dios manifestó Jerónimo y procuró siempre más y más excitar en los ánimos de los fieles: «Ama las Escrituras Santas -exhorta a todos en la persona de la virgen Demetríades-, y te amará la sabiduría; ámala, y te guardará; hónrala, y te abrazará. Sean éstos tus collares y pendientes» (. 1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 0,20)

2) Su monumental obra, la Vulgata y sus cartas lo atestiguan.

Su conocimiento escriturístico.


La continua lección de la Escritura y la cuidadosa investigación de cada libro, más aún, de cada frase y de cada palabra, le hizo tener tal familiaridad con el sagrado texto como ningún otro escritor de la antigüedad eclesiástica. A este conocimiento de la Biblia, unido a la agudeza de su ingenio, se debe atribuir que la versión Vulgata, obra de nuestro Doctor, supere en mucho, según el parecer unánime de todos los doctos, a las demás versiones antiguas, por reflejar el arquetipo original con mayor exactitud y elegancia.

Dicha Vulgata, que, «recomendada por el largo uso de tantos siglos en la Iglesia», el concilio Tridennno declaró había de ser tenida por auténtica y usada en la enseñanza y en la oración, esperamos ver pronto, si el Señor benignísimo nos concediere la gracia de esta luz, enmendada y restituida a la fe de sus mejores códices; y no dudamos que de este arduo y laborioso esfuerzo, providentemente encomendado a los Padres Benedictinos por nuestro predecesor Pío X, de feliz memoria, se han de seguir nuevas ventajas para la inteligencia de las Escrituras.

Sus cartas rezuman amor y conocimiento bíblico.


El amor a las cuales resplandece sobre todo en las cartas de San Jerónimo, de tal manera que parecen tejidas con las mismas palabras divinas; y así como a San Bernardo le resultaba todo insípido si no encontraba el nombre dulcísimo de Jesús, de igual manera nuestro santo no encontraba deleite en las cartas que no estuvieran iluminadas por las Escrituras. Por lo cual escribía ingenuamente a San Paulino, varón en otro tiempo distinguido por su dignidad senatorial y consular, y poco antes convertido a la fe de Cristo: «Si tuvieres este fundamento (esto es, la ciencia de las Escrituras), más aún, si te guiara la mano en tus obras, no habría nada más bello, más docto ni más latino que tus volúmenes... Si a esta tu prudencia y elocuencia se uniera la afición e inteligencia de las Escrituras, pronto te vería ocupar el primer puesto entre los maestros...» ()

Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ) Su manera de aprovechar la Biblia.


a) Renunciamiento al mundo y humildad.

18. Cómo descubrir los tesoros de la Escritura.


Mas por qué camino y de qué modo se deba buscar con esperanza cierta de buen éxito este gran tesoro concedido por el Padre celestial para consuelo de sus hijos peregrinantes, lo indica el mismo Jerónimo con su ejemplo. En primer lugar advierte que llevemos a estos estudios una preparación diligente y una voluntad bien dispuesta. El, pues, una vez bautizado, para remover todos los obstáculos externos que podían retardarle en su santo propósito, imitando a aquel hombre que habiendo hallado un tesoro, por la alegría del hallazgo va y vende todo lo que tiene y compra el campo( 1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,44), dejó a un lado las delicias pasajeras y vanas de este mundo, deseó vivamente la soledad y abrazó una forma severa de vida con tanto mayor afán cuanto más claramente había experimentado antes que estaba en peligro su salvación entre los incentivos de los vicios.

19. Humildad de espíritu.


Con todo, quitados estos impedimentos, todavía le faltaba aplicar su ánimo a la ciencia de Jesucristo y revestirse de aquel que es manso y humilde de corazón, puesto que había experimentado en sí lo que Agustín asegura que le pasó cuando empezó los estudios de las Sagradas Letras. El cual, habiéndose sumergido de joven en los escritos de Cicerón y otros, cuando aplicó su ánimo a la Escritura Santa, «me pareció indigna de ser comparada con la dignidad de Tulio. Mi soberbia rehusaba su sencillez, y mi agudeza no penetraba sus interioridades. Y es que ella crece con los pequeños, y yo desdeñaba ser pequeño y, engreído con el fausto, me creía grande» (S. Aug., Conf. Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,5; cf. 8,12). No de otro modo Jerónimo, aunque se había retirado a la soledad, de tal manera se deleitaba con las obras profanas, que todavía no descubría al Cristo humilde en la humildad de la Escritura. «Y así, miserable de mí ayunaba por leer a Tulio. Después de frecuentes vigilias nocturnas, después de las lágrimas que el recurso de mis pecados pasados arrancaba a mis entrañas, se me venía Plauto a las manos. Si alguna vez, volviendo en mí, comenzaba a leer a los profetas, me horrorizaba su dicción inculta, y, porque con mis ojos ciegos no veía la luz, pensaba que era culpa del sol y no de los ojos» (,Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 0,2). Pero pronto amó la locura de la cruz, de tal manera que puede ser testimonio de cuánto sirva para la inteligencia de la Biblia la humilde y piadosa disposición del ánimo.

b) Invocación de la luz y ayuda del Espíritu Santo

20. Clima de oración.


Y así, persuadido de que «siempre en la exposición de las Sagradas Escrituras necesitamos de la venida del Espíritu Santo» (In Mich. 1,10-15) y de que la Escritura no se puede leer ni entender de otra manera de como «lo exige el sentido del Espíritu Santo con que fue escrita»(In ), el santo varón de Dios implora suplicante, valiéndose también de las oraciones de sus amigos, las luces del Paráclito; y leemos que encomendaba las explicaciones de los libros sagrados que empezaba, y atribuía las que acababa felizmente, al auxilio de Dios y a las oraciones de los hermanos.

21. Respeto a la doctrina de los Padres.


Además, de igual manera que a la gracia de Dios, se somete también a la autoridad de los mayores, hasta llegar a afirmar que «lo que sabía no lo había aprendido de sí mismo, ya que la presunción es el peor maestro, sino de los ilustres Padres de la Iglesia» (1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ); confiesa que «en los libros divinos no se ha fiado nunca de sus propias fuerzas» (Ad Domnionem et Rogatianum, in 1 par. praef), y a Teófilo, obispo de Alejandría, expone así la norma a la cual había ajustado su vida y sus estudios: «Ten para ti que nada debe haber para nosotros tan sagrado como salvaguardar los derechos del cristiano, no cambiar el sentido de los Padres y tener siempre presente la fe romana, cuyo elogio hizo el Apóstol» (Ep. 6Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,2.)

22. Autoridad suprema de la Cátedra de Pedro


Con toda el alma se entrega y somete a la Iglesia, maestra suprema, en la persona de los romanos pontífices; y así, desde el desierto de Siria, donde le acosaban las insidias de los herejes, deseando someter a la Sede Apostólica la controversia de los orientales sobre el misterio de la Santísima Trinidad, escribía al Papa Dámaso: «Me ha parecido conveniente consultar a la cátedra de Pedro y a la fe elogiada por el Apóstol, buscando hoy el alimento de mi alma allí donde en otro tiempo recibí la librea de Cristo... Porque no quiero tener otro guía que a Cristo, me mantengo en estrecha comunión con Vuestra Santidad, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé muy bien que sobre esta piedra está fundada la Iglesia... Declarad vuestro pensamiento: si os agrada, no temeré admitir las tres hipóstasis; si lo ordenáis, aceptaré que una fe nueva reemplace a la de Nicea y que seamos ortodoxos con las mismas fórmulas de los arrianos» (). Por último, en la carta siguiente renueva esta maravillosa confesión de fe: «Entretanto, protesto en alta voz: El que está unido a la cátedra de Pedro, está conmigo» ().

Siempre fiel a esta regla de fe en el estudio de las Escrituras, rechaza con este único argumento cualquier falsa interpretación del sagrado texto: «Esto no lo admite la Iglesia de Dios» (In Dan. Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 7), y con estas breves palabras rechaza el libro apócrifo que contra él había aducido el hereje Vigilancio: «Ese libro no lo he leído jamás. ¿Para qué, si la Iglesia no lo admite?»( Adv. Vigil. 6)

d) Refutación de los adversarios


A fuer de hombre celoso en defender la integridad de la fe, luchó denodadamente con los que se habían apartado de la Iglesia, a los cuales consideraba como adversarios propios: «Responderé brevemente que jamás he perdonado a los herejes y que he puesto todo mi empeño en hacer de los enemigos de la Iglesia mis propios enemigos personales» (Dial. e. Pelag., prol.2). Y en carta a Rufino: «Hay un punto sobre el cual no podré estar de acuerdo contigo: que, transigiendo con los herejes, pueda aparecer no católico» (Contra Ruf. Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,4Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889). Sin embargo, condolido por la defección de éstos, les suplicaba que hicieran por volver al regazo de la Madre afligida, única fuente de salvación (Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. In Mich. 1,10ss), y rezaba por «los que habían salido de la Iglesia y, abandonando la doctrina del Espíritu Santo, seguían su propio parecer», para que de todo corazón se convirtieran (In , cap.Is 16,1-5)

c) Exhortación a seguir su ejemplo


Si alguna vez fue necesario, venerables hermanos, que todos los clérigos y el pueblo fiel se ajusten al espíritu del Doctor Máximo, nunca más necesario que en nuestra época, en que tantos se levantan con orgullosa terquedad contra la soberana autoridad de la revelación divina y del magisterio de la Iglesia. Sabéis, en efecto -y ya León XIII nos lo advertía-, qué clase de enemigos tenemos enfrente y en qué procedimientos o en qué armas tienen puesta su confianza. Es, pues, de todo punto necesario que suscitéis para esta empresa cuantos más y mejor preparados defensores, que no sólo estén dispuestos a luchar contra quienes, negando todo orden sobrenatural, no reconocen ni revelación ni inspiración divina, sino a medirse con quienes, ávidos de novedades profanas, se atreven a interpretar las Sagradas Escrituras como un libro puramente humano, o se desvían del sentir recibido en la Iglesia desde la más remota antigüedad, o hasta tal punto desprecian su magisterio que desdeñan las constituciones de la Sede Apostólica y los decretos de la Pontificia Comisión Bíblica, o los silencian e incluso los acomodan a su propio sentir con engaño y descaro. Ojalá todos los católicos se atengan a la regla de oro del santo Doctor y, obedientes al mandato de su Madre, se mantengan humildemente dentro de los límites señalados por los Padres y aprobados por la Iglesia.

4) Las recomendaciones del Papa


a) Lectura bíblica diaria de los fieles y sus frutos. Recomendación de la Pía Sociedad de San Jerónimo.

Lectura cotidiana de la Biblia.


Pero volvamos a nuestro asunto. Así preparados los espíritus con la piedad y humildad, Jerónimo los invita al estudio de la Biblia. Y antes que nada recomienda incansablemente a todos la lectura cotidiana de la palabra divina: «Entrará en nosotros la sabiduría si nuestro cuerpo no está sometido al pecado; cultivemos nuestra inteligencia mediante la lectura cotidiana de los libros santos» (In . Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,9. X)

24. No se excluyen las mujeres de esta obligación común.


Y en su comentario a la carta a los Efesios: «Debemos, pues, con el mayor ardor, leer las Escrituras y meditar de día y de noche en la ley del Señor, para que, como expertos cambistas, sepamos distinguir cuál es el buen metal y cuál el falso» (In Eph. 4,Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 1.). Ni exime de esta común obligación a las mujeres casadas o solteras. A la matrona romana Leta propone sobre la educación de su hija, entre otros consejos, los siguientes: «Tómale de memoria cada día el trozo señalado de las Escrituras...; que prefiera los libros divinos a las alhajas y sedas... Aprenda lo primero el Salterio, gócese con estos cánticos e instrúyase para la vida en los Proverbios de Salomón. Acostúmbrese con la lectura del Eclesiástico a pisotear las vanidades mundanas. Imite los ejemplos de paciencia y de virtud de Job. Pase después a los Evangelios, para nunca dejarlos de la mano. Embébase con todo afán en los Hechos y en las Epístolas de los Apóstoles. Y cuando haya enriquecido la celda de su pecho con todos estos tesoros, aprenda de memoria los Profetas, y el Heptateuco, y los libros de los Reyes, y los Paralipómenos, y los volúmenes de Esdras y de Ester, para que, finalmente, pueda leer sin peligro el Cantar de los Cantares» (). Y de la misma manera exhorta a la virgen Eustoquio: «Sé muy asidua en la lectura y aprende lo más posible. Que te coja el sueño con el libro en la mano y que tu rostro, al rendirse, caiga sobre la página santa» (; cf. ibíd., Ep 29,2).

Y, al enviarle el epitafio de su madre Paula, elogiaba a esta santa mujer por haberse consagrado con su hija al estudio de las Escrituras, de tal manera que las conocía profundamente y las sabía de memoria. Y añade: «Diré otra cosa que acaso a los envidiosos parecerá increíble: se propuso aprender la lengua hebrea, que sólo parcialmente y con muchos trabajos y sudores aprendí yo de joven y no me canso de repasar ahora para no olvidarla, y de tal manera lo consiguió, que llegó a cantar los Salmos en hebreo sin acento latino alguno. Esto mismo puede verse hoy en su santa hija Eustoquio» (). Ni olvida a Santa Marcela, que también dominaba perfectamente las Escrituras ().


25. Frutos de la lectura.


¿Quién no ve las ventajas y goces que en la piadosa lectura de los libros santos liban las almas bien dispuestas? Todo el que a la Biblia se acercare con espíritu piadoso, fe firme, ánimo humilde y sincero deseo de aprovechar, encontrará en ella y podrá gustar el pan que bajó de los cielos y experimentará en sí lo que dijo David: Me has manifestado los secretos y misterios de tu sabiduría (), dado que esta mesa de la divina palabra «contiene la doctrina santa, enseña la fe verdadera e introduce con seguridad hasta el interior del velo, donde está el Santo de los Santos» (Imit. Chr. 4,11,4)

Por lo que a Nos se refiere, venerables hermanos, a imitación de San Jerónimo, jamás cesaremos de exhortar a todos los fieles cristianos para que lean diariamente sobre todo los santos Evangelios de Nuestro Señor y los Hechos y Epístolas de los Apóstoles, tratando de convertirlos en savia de su espíritu y en sangre de sus venas.


26. Un sitio para el Evangelio en cada hogar.


Y así, en estas solemnidades centenarias, nuestro pensamiento se dirige espontáneamente a la Sociedad que se honra con el nombre de San Jerónimo; tanto más cuanto que Nos mismo tuvimos parte en los principios y en el desarrollo de la obra, cuyos pasados progresos hemos visto con gozo y auguramos mayores para lo porvenir. Bien sabéis, venerables hermanos, que el propósito de esta Sociedad es divulgar lo más posible los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, de tal manera que ninguna familia carezca de ellos y todos se acostumbren a su diaria lectura y meditación. Deseamos ardientemente que esta obra, tan querida por su bien demostrada utilidad, se propague y difunda en vuestra diócesis con la creación de sociedades del mismo nombre y fin agregadas a la de Roma

Hay que multiplicar las ediciones.


En este mismo orden de cosas, resultan muy beneméritos de la causa católica aquellos que en las diversas regiones han procurado y siguen procurando editar en formato cómodo y claro y divulgar con la mayor diligencia todos los libros del Nuevo Testamento y algunos escogidos del Antiguo; cosa que ha producido abundancia de frutos en la Iglesia de Dios, siendo hoy muchos más los que se acercan a esta mesa de doctrina celestial que el Señor proporcionó al mundo cristiano por medio de sus profetas, apóstoles y doctores (1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. Imit. Chr. 4,11,4.)

b) Estudio bíblico de los sacerdotes.




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