BENEDICTO XV - MAGISTERIO - Hay que multiplicar las ediciones.

27. La ciencia bíblica es indispensable al sacerdote.


Mas, si en todos los fieles requiere San Jerónimo afición a los libros sagrados, de manera especial exige esto en los que «han puesto sobre su cuello el yugo de Cristo» y fueron llamados por Dios a la predicación de la palabra divina.

Con estas palabras se dirige a todos los clérigos en la persona del monje Rústico: «Mientras estés en tu patria, haz de tu celda un paraíso; coge los frutos variados de las Escrituras, saborea sus delicias y goza de su abrazo... Nunca caiga de tus manos ni se aparte de tus ojos el libro sagrado; apréndete el Salterio palabra por palabra, ora sin descanso, vigila tus sentidos y ciérralos a los vanos pensamientos» (, Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ; 11,1.)

Y al presbítero Nepociano advierte: «Lee a menudo las divinas Escrituras; más aún, que la santa lectura no se aparte jamás de tus manos. Aprende allí lo que has de enseñar. Procura conseguir la palabra fiel que se ajusta a la doctrina, para que puedas exhortar con doctrina sana y argüir a los contradictores» ()

Y después de haber recordado a San Paulino las normas que San Pablo diera a sus discípulos Timoteo y Tito sobre el estudio de las Escrituras, añade: «Porque la santa rusticidad sólo aprovecha al que la posee, y tanto como edifica a la Iglesia de Cristo con el mérito de su vida, otro tanto la perjudica si no resiste a los contradictores»

Dice el profeta Malaquías, o mejor, el Señor por Malaquías: Pregunta a los sacerdotes la ley. Forma parte del excelente oficio del sacerdote responder sobre la ley cuando se le pregunte. Leemos en el Deuteronomio: Pregunta a tu padre, y te indicará; a tus presbíteros, y te dirán. Y Daniel, al final de su santísima visión, dice que los justos brillarán como las estrellas, y los inteligentes, es decir, los doctos, como el firmamento. ¿Ves cuánto distan entre sí la santa rusticidad y la docta santidad? Aquéllos son comparados con las estrellas, y éstos, con el cielo» (. 5Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ss.)

28. Virtud y ciencia bíblica en los clérigos


En carta a Marcela vuelve a atacar irónicamente esta santa rusticidad de algunos clérigos: «La consideran como la única santidad, declarándose discípulos de pescadores, como si pudieran ser santos por el solo hecho de no saber nada» (Ep. 5Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,10,1).

Pero advierte que no sólo estos rústicos, sino incluso los clérigos literatos pecaban de la misma ignorancia de las Escrituras, y en términos severísimos inculca a los sacerdotes el asiduo contacto con los libros santos. Procurad con sumo empeño, venerables hermanos, que estas enseñanzas del santo Doctor se graben cada vez más hondamente en las mentes de vuestros clérigos y sacerdotes; a vosotros os toca sobre todo llamarles cuidadosamente la atención sobre lo que de ellos exige la dignidad del oficio divino al que han sido elevados, si no quieren mostrarse indignos de él: Porque los labios del sacerdote custodiarán la ciencia, y de su boca se buscará la ley, porque es el ángel del Señor de los ejércitos (Ep. Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 0,1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889). Sepan, pues, que ni deben abandonar el estudio de las Escrituras ni abordarlo por otro camino que el señalado expresamente por León XIII en su encíclica Providentissimus Deus.


29. El Pontificio Instituto Bíblico


Lo mejor será que frecuenten el Pontificio Instituto Bíblico, que, según los deseos de León XIII, fundó nuestro próximo predecesor con gran provecho para la santa Iglesia, como consta por la experiencia de estos diez años. Mas, como esto será imposible a la mayoría, es de desear que, a instigación vuestra y bajo vuestros auspicios, vengan a Roma miembros escogidos de uno y otro clero para dedicarse a los estudios bíblicos en nuestro Instituto. Los que vinieren podrán de diversas maneras aprovechar las lecciones del Instituto. Unos, según el fin principal de este gran Liceo, de tal manera profundizarán en los estudios bíblicos, que «puedan luego explicarlos tanto en privado como en público, escribiendo o enseñando..., y sean aptos para defender su dignidad, bien como profesores en las escuelas, bien como escritores en pro de la verdad católica» (Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. In Eph., prol), y otros, que ya se hubieren iniciado en el sagrado ministerio, podrán adquirir un conocimiento más amplio que en el curso teológico de la Sagrada Escritura, de sus grandes intérpretes y de los tiempos y lugares bíblicos; conocimiento preferentemente práctico, que los haga perfectos administradores de la palabra divina, preparados para toda obra buena (Ep. 141 2; cf. Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 4,1)

c) Modo de hacer y fin a que tiende el estudio bíblico

Aquí tenéis, venerables hermanos, según el ejemplo y la autoridad de San Jerónimo, de qué virtudes debe estar adornado el que se consagra a la lectura y al estudio de la Biblia; oigámosle ahora hacia dónde debe dirigirse y qué debe pretender el conocimiento de las Sagradas Letras.


Ante todo se debe buscar en estas páginas el alimento que sustente la vida del espíritu hasta la perfección; por ello, San Jerónimo acostumbraba meditar en la ley del Señor de día y de noche y gustar en las Santas Escrituras el pan del cielo y el maná celestial que tiene en sí todo deleite (Postumianus apud Sulp. Sever., Dial. 1,9). ¿Cómo puede nuestra alma vivir sin este manjar? ¿Y cómo enseñarán los eclesiásticos a los demás el camino de la salvación si, abandonando la meditación de las Escrituras, no se enseñan a sí mismos? ¿Cómo espera ser en la administración de los sacramentos «guía de ciegos, luz de los que viven en tinieblas, preceptor de rudos, maestro de niños y hombre que tiene en la ley la norma de la ciencia y de la verdad» (Ep. 1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 9), si se niega a escudriñar esta ciencia de la ley y cierra la puerta a la luz de lo alto? ¡Cuántos ministros sagrados, por haber descuidado la lectura de la Biblia, se mueren ellos mismos y dejan perecer a otros muchos de hambre, según lo que está escrito: Los niños pidieron pan, y no había quien se lo partiera (Ep 5,27). Está desolada la tierra entera porque no hay quien piense en su corazón ()

De la Escritura han de salir, en segundo lugar, cuando sea necesario, los argumentos para ilustrar, confirmar y defender los dogmas de nuestra fe. Que fue lo que él hizo admirablemente en su lucha contra los herejes de su tiempo; todas sus obras manifiestan claramente cuán afiladas y sólidas armas sacaba de los distintos pasajes de la Escritura para refutarlos. Si nuestros expositores de las Escrituras le imitan en esto, se conseguirá, sin duda, lo que nuestro predecesor en sus letras encíclicas Providentissimus Deus declaraba «deseable y necesario en extremo»: que «el uso de la Sagrada Escritura influya en toda la ciencia teológica y sea como su alma».

Por último, el uso más importante de la Escritura es el que dice relación con el santo y fructuoso ejercicio del ministerio de la divina palabra. Y aquí nos place corroborar con las palabras del Doctor Máximo las enseñanzas que sobre la predicación de la palabra divina dimos en nuestras letras encíclicas Humani generis. Si el insigne exegeta recomienda tan severa y frecuentemente a los sacerdotes la continua lectura de las Sagradas Letras, es sobre todo para que puedan dignamente ejercer su oficio de enseñar y predicar. Su palabra no tendría ni autoridad, ni peso, ni eficacia para formar las almas si no estuviera informada por la Sagrada Escritura y no recibiese de ella su fuerza y su vigor. «La palabra del sacerdote ha de estar condimentada con la lectura de las Escrituras» (Postumianus apud Sulp. Sever., Dial. 1,9) . Porque «todo lo que se dice en las Escrituras es como una trompeta que amenaza y penetra con voz potente en los oídos de los fieles» (In Agg. 2,1s). «Nada conmueve tanto como un ejemplo sacado de las Escrituras Santas» (In Mich. 4 1s).

Reglas para el uso: establecer el texto y significado de las palabras y luego el sentido de las sentencias.

Y lo que el santo Doctor enseña sobre las reglas que deben guardarse en el empleo de la Biblia, aunque también se refieren en gran parte a los intérpretes, pero miran sobre todo a los sacerdotes en la predicación de la divina palabra.

Advierte en primer lugar que consideremos diligentemente las mismas palabras de la Escritura, para que conste con certeza qué dijo el autor sagrado. Pues nadie ignora que San Jerónimo, cuando era necesario, solía acudir al texto original, comparar una versión con otra, examinar la fuerza de las palabras, y, si se había introducido algún error, buscar sus causas, para quitar toda sombra de duda a la lección. A continuación se debe buscar la significación y el contenido que encierran las palabras, porque «al que estudia las Escrituras Santas no le son tan necesarias las palabras como el sentido» (In , prol).

Tomar en toda la revelación el sentido literal sin descuidar el espiritual


En la búsqueda de este sentido no podemos negar que San Jerónimo, imitando a los doctores latinos y a algunos de entre los griegos de los tiempos antiguos, concedió más de lo justo en un principio a las interpretaciones alegóricas. Pero el amor que profesaba a los Libros Sagrados, y su continuo esfuerzo por repasarlos y comprenderlos mejor, hizo que cada día creciera en él la recta estimación del sentido literal y que expusiera sobre este punto principios sanos; los cuales, por constituir todavía hoy el camino más seguro para sacar el sentido pleno de los Libros Sagrados, expondremos brevemente.

Debemos, ante todo, fijar nuestra atención en la interpretación literal o histórica: «Advierto siempre al prudente lector que no se contente con interpretaciones supersticiosas que se hacen aisladamente según el arbitrio de los que las inventan, sino que considere lo primero, lo del medio y lo del fin, y que relacione todo lo que ha sido escrito»(In Mt 25,1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889).

Añade que toda otra forma de interpretación se apoya, como en su fundamento, en el sentido literal (f. In Ez. Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 8,1s; 41,2Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. s; 42,1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. s; In Mc. 1,1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. .Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 1; , etc), que ni siquiera debe creerse que no existe cuando algo se afirma metafóricamente; porque «frecuentemente la historia se teje con metáforas y se afirma bajo imágenes» (Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ). Y a los que opinan que nuestro Doctor negaba en algunos lugares de la Escritura el sentido histórico, los refuta él mismo con estas palabras: «No negamos la historia, sino que preferimos la inteligencia espiritual» (In Mc. 9,1-7; cf. In Ez. 40-24-27)

Puesta a salvo la significación literal o histórica, busca sentidos más internos y profundos, para alimentar su espíritu con manjar más escogido; enseña a propósito del libro de los Proverbios, y lo mismo advierte frecuentemente de las otras partes de la Escritura, que no debemos pararnos en el solo sentido literal, «sino buscar en lo más hondo el sentido divino, como se busca en la tierra el oro, en la nuez el núcleo y en los punzantes erizos el fruto escondido de las castañas» (In Eccles. 12,9s). Por ello, enseñando a San Paulino «por qué camino se debe andar en las Escrituras Santas», le dice: «Todo lo que leemos en los libros divinos resplandece y brilla aun en la corteza, pero es más dulce en la médula. Quien quiere comer la nuez, rompe su cáscara»()

San Jerónimo, advierte, sin embargo, que cuando se trate de buscar este sentido interior, que se haga con moderación, «no sea que, mientras buscamos las riquezas espirituales, parezca que despreciamos la pobreza de la historia»(In Edem. 2,24s.). Y así desaprueba no pocas interpretaciones místicas de los escritores antiguos precisamente porque no se apoyan en el sentido literal: «Que todas aquellas promesas cantadas por los profetas no sean sonidos vacíos o simples términos de retórica, sino que se funden en la tierra y sólo sobre el cimiento de la historia levanten la cumbre de la inteligencia espiritual»(In Am. 9,6)

Prudentemente observa a este respecto que no se deben abandonar las huellas de Cristo y de los apóstoles, los cuales, aunque consideran el Antiguo Testamento como preparación y sombra de la Nueva Alianza y, consiguientemente, interpretan muchos pasajes típicamente, no por eso lo reducen todo a significaciones típicas. Y, para confirmarlo, apela frecuentemente al apóstol San Pablo, quien, por ejemplo, «al exponer los misterios de Adán y Eva, no niega su creación, sino que, edificando la inteligencia espiritual sobre el fundamento de la historia, dice: Por esto dejará el hombre, etc.» (In Is. 6,1-7). Si los intérpretes de las Sagradas Letras y los predicadores de la palabra divina, siguiendo el ejemplo de Cristo y de los apóstoles y obedeciendo a los consejos de León XIII, no despreciaren «las interpretaciones alegóricas o análogas que dieron los Padres, sobre todo cuando fluyen de la letra y se apoyan en la autoridad de muchos», sino que modestamente se levantaren de la interpretación literal a otras más altas, experimentarán con San Jerónimo la verdad del dicho de Pablo: «Toda la Sagrada Escritura, divinamente inspirada, es útil para enseñar, para argüir, para corregir y para instruir en la santidad» (Ep 2 Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,16), y obtendrán del infinito tesoro de las Escrituras abundancia de ejemplos y palabras con que orientar eficaz y suavemente la vida y las costumbres de los fieles hacia la santidad.

Grave peligro de caer en el "evangelio del hombre". Húyase de la fantasía y declamación vacía.

Por lo que se refiere a la manera de exponer y de expresarse, dado que entre los dispensadores de los misterios de Dios se busca sobre todo la fidelidad, establece San Jerónimo que se debe mantener antes que nada «la verdad de la interpretación», y que «el deber del comentarista es exponer no lo que él quisiera, sino lo que pensaba aquel a quien interpreta» () y añade que «hablar en la Iglesia tiene el grave peligro de convertir, por una mala interpretación, el Evangelio de Cristo en evangelio de un hombre» (In Gal. 1,11s).

En segundo lugar, «en la exposición de las Santas Escrituras no interesan las palabras rebuscadas ni las flores de la retórica, sino la instrucción y sencillez de la verdad» (1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889). Habiéndose ajustado en sus escritos a esta norma, declara en sus comentarios haber procurado, no que sus palabras «fueran alabadas, sino que las bien dichas por otro se entendieran como habían sido dichas» (In Gal. praef. in 1.Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889); y que en la exposición de la palabra divina se requiere un estilo que «sin amaneramientos... exponga el asunto, explique el sentido y aclare las oscuridades sin follaje de palabras rebuscadas»(Ep. Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 6,14,2).

Plácenos aquí reproducir algunos pasajes de Jerónimo por los cuales aparece claramente cuánto aborrecía él la elocuencia propia de los retóricos, que con el vacío estrépito de las palabras y con la rapidez en el hablar busca los vanos aplausos. «No me gusta que seas -dice al presbítero Nepociano- un declamador y charlatán, sino hombre enterado del misterio y muy versado en los secretos de tu Dios. Atropellar las palabras y suscitar la admiración del vulgo ignorante con la rapidez en el hablar es de tontos»(). «Los que hoy se ordenan de entre los literatos se preocupan no de asimilarse la médula de las Escrituras, sino de halagar los oídos de la multitud con flores de retórica»(Dial. cont. Lucif., 11). «Y nada digo de aquellos que, a semejanza mía, si de casualidad llegaron a las Escrituras Santas después de haber frecuentado las letras profanas y lograron agradar el oído de la muchedumbre con su estilo florido, ya piensan que todo lo que dicen es ley de Dios, y no se dignan averiguar qué pensarán los profetas y los apóstoles, sino que adaptan a su sentir testimonios incongruentes; como si fuera grande elocuencia, y no la peor de todas, falsificar los textos y violentar la Escritura a su capricho»(Ep. 5Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,7,2). «Y es que, faltándoles el verdadero apoyo de las Escrituras, su verborrea no tendría autoridad si no intentaran corroborar con testimonios divinos la falsedad de su doctrina»(In Tit. 1,10s).

Mas esta elocuencia charlatana e ignorancia locuaz «no tiene mordiente, ni vivacidad, ni vida; todo es algo desnutrido, marchito y flojo, semillero de plantas y hierbas, que muy pronto se secan y corrompen»; por el contrario, la sencilla doctrina del Evangelio, semejante al pequeño grano de mostaza, «no se convierte en planta, sino que se hace árbol, de manera que los pájaros del cielo vengan y habiten en sus ramas»(In Mt 1)

Por eso él buscaba en todo esta santa sencillez del lenguaje, que no está reñida con la claridad y elegancia no buscada: «Sean otros oradores, obtengan las alabanzas que tanto ansían y atropellen los torrentes de palabras con los carrillos hinchados; a mí me basta hablar de manera que sea entendido y que, explicando las Escrituras, imite su sencillez» (Ep. Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 6,14, 2). Porque «la interpretación de los eclesiásticos, sin renunciar a la elegancia en el decir, debe disimularla y evitarla de tal manera que pueda ser entendida no por la vanas escuelas de los filósofos o por pocos discípulos, sino por toda clase de hombres» (p. 48, al. 49,4,Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889). Si los jóvenes sacerdotes pusieren en práctica estos consejos y preceptos y los mayores cuidaran de tenerlos siempre presentes, tenemos la seguridad de que su ministerio sería muy provechoso a las almas de los fieles.

5) Frutos que recogió San Jerónimo del estudio bíblico


5. El paraíso en la tierra. El consuelo de las Escrituras.

Réstanos por recordar, venerables hermanos, los «dulces frutos» que «de la amarga semilla de las letras» obtuvo Jerónimo, en la esperanza de que, a imitación suya, los sacerdotes y fieles encomendados a vuestros cuidados se han de inflamar en el deseo de conocer y experimentar la saludable virtud del sagrado texto.

Preferimos que conozcáis las abundantes y exquisitas delicias que llenaban el alma del piadoso anacoreta, más que por nuestras palabras, por las suyas propias. Escuchad cómo habla de esta sagrada ciencia a Paulino, su «colega, compañero y amigo»: «Dime, hermano queridísimo, ¿no te parece que vivir entre estos misterios, meditar en ellos, no querer saber ni buscar otra cosa, es ya el paraíso en la tierra?» (Ep. 5Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,10,1)

Y a su discípula Paula pregunta: «Dime, ¿hay algo más santo que este misterio? ¿Hay algo más agradable que este deleite? ¿Qué manjares o qué mieles más dulces que conocer los designios de Dios, entrar en su santuario, penetrar el pensamiento del Creador y enseñar las palabras de tu Señor, de las cuales se ríen los sabios de este mundo, pero que están llenas de sabiduría espiritual? Guarden otros para sí sus riquezas, beban en vasos preciosos, engalánense con sedas, deléitense en los aplausos de la multitud, sin que la variedad de placeres logre agotar sus tesoros; nuestras delicias serán meditar de día y de noche en la ley del Señor, llamar a la puerta cerrada, gustar los panes de la Trinidad y andar detrás del Señor sobre las olas del mundo» (Ep. Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 0,1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889). Y nuevamente a Paula y a su hija Eustoquia en el comentario a la epístola a los Efesios: «Si hay algo, Paula y Eustoquia, que mantenga al sabio en esta vida y le anime a conservar el equilibrio entre las tribulaciones y torbellinos del mundo, yo creo que es ante todo la meditación y la ciencia de las Escrituras» (Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. In Eph., prol).

Porque así lo hacía él, disfrutó de la paz y de la alegría del corazón en medio de grandes tristezas de ánimo y enfermedades del cuerpo; alegría que no se fundaba en vanos y ociosos deleites, sino que, procediendo de la caridad, se transformaba en caridad activa para con la Iglesia de Dios, a la cual fue confiada por el Señor la custodia de la palabra divina.

6. La Biblia exalta a la Iglesia y realza el amor a ella.


En las Sagradas Letras de uno y otro Testamento leía frecuentemente predicadas las alabanzas de la Iglesia de Dios. ¿Acaso no representaban la figura de esta Esposa de Cristo y todas y cada una de las ilustres y santas mujeres que ocupan lugar preferente en el Antiguo Testamento? El sacerdocio y los sacrificios, las instituciones y las fiestas y casi todos los hechos del Antiguo Testamento, ¿no eran acaso la sombra de esta Iglesia? ¿Y el ver tantas predicciones de los Salmos y de los Profetas divinamente cumplidas en la Iglesia? ¿Acaso no había oído él en boca de Cristo y de los apóstoles los mayores privilegios de la misma? ¿Qué cosa podía, pues, excitar diariamente en el ánimo de Jerónimo mayor amor a la Esposa de Cristo que el conocimiento de las Escrituras? Ya hemos visto, venerables hermanos, la gran reverencia y ardiente amor que profesaba a la Iglesia romana y a la cátedra de Pedro; hemos visto con cuánto ardor impugnaba a los adversarios de la Iglesia. Alabando a su joven compañero Agustín, empeñado en la misma batalla, y felicitándose por haber suscitado juntamente con él la envidia de los herejes, le dice: «¡Gloria a ti por tu valor! El mundo entero te admira. Los católicos te veneran y reconocen como el restaurador de la antigua fe, y -lo que es timbre de mayor gloria todavía- todos los herejes te aborrecen y te persiguen con igual odio que a mí, suspirando por matarnos con el deseo, ya que no pueden con las armas» (; cf. Ep. 1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 4,1). Maravillosamente confirma esto Postumiano en las obras de Sulpicio Severo, diciendo de Jerónimo: «Una lucha constante y un duelo ininterrumpido contra los malos le ha granjeado el odio de los perversos. Le odian los herejes porque no cesa de impugnarlos; le odian los clérigos porque ataca su mala vida y sus crímenes. Pero todos los hombres buenos lo admiran y quieren» (Postumianus apud Sulp. Sever., Dial. 1,9)
7. Fortaleza en los infortunios y ultrajes.

Por este odio de los herejes y de los malos hubo de sufrir Jerónimo muchas contrariedades, especialmente cuando los pelagianos asaltaron el convento de Belén y lo saquearon; pero soportó gustoso todos los malos tratos y los ultrajes, sin decaer de ánimo, pronto como estaba para morir por la defensa de la fe cristiana. «Mi mayor gozo -escribe a Apronio- es oír que mis hijos combaten por Cristo; que aquel en quien hemos creído fortalezca en nosotros este celo valeroso para que demos gustosamente la sangre por defender su fe... Nuestra casa, completamente arruinada en cuanto a bienes materiales por las persecuciones de los herejes, está llena de riquezas espirituales por la bondad de Cristo. Más vale comer sólo pan que perder la fe» (Ep. 1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 9)

Censor de las malas costumbres.



Y si jamás permitió que el error se extendiera impunemente, no puso menor celo en condenar, con su enérgico modo de hablar, la corrupción de costumbres, deseando, en la medida de sus fuerzas, presentar a Cristo una Esposa gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada (Ep 5,27). ¡Cuán duramente reprende a los que profanaban con una vida culpable la dignidad sacerdotal! ¡Con qué elocuencia condena las costumbres paganas que en gran parte inficionaban a la misma ciudad de Rma! Para contener por todos los medios aquel desbordamiento de todos los vicios y crímenes, les opone la excelencia y hermosura de las virtudes cristianas, convencido de que nada puede tanto para apartar del mal como el amor de las cosas más puras; reclama insistentemente para la juventud una educación piadosa y honesta; exhorta con graves consejos a los esposos a llevar una vida pura y santa; insinúa en las almas más delicadas el amor a la virginidad; tributa todo género de elogios a la difícil, pero suave austeridad de la vida interior; urge con todas sus fuerzas aquel primer precepto de la religión cristiana -el precepto de la caridad unida al trabajo-, con cuya observancia la soledad humana pasaría felizmente de las actuales perturbaciones a la tranquilidad del orden.

Caridad; trabajo.


Hablando de la caridad, dice hermosamente a San Paulino: «El verdadero templo de Cristo es el alma del creyente: adórnala, vístela, ofrécele tus dones, recibe a Cristo en ella. ¿De qué sirve que resplandezcan sus muros con piedras preciosas, si Cristo en el pobre se muere de hambre?» (). En cuanto a la ley del trabajo, la inculcaba a todos con tanto ardor, no sólo en sus escritos, sino con el ejemplo de toda su vida, que Postumiano, después de haber vivido con Jerónimo en Belén durante seis meses, testifica en la obra de Sulpicio Severo: «Siempre se le encuentra dedicado a la lectura, siempre sumergido en los libros; no descansa de día ni de noche; constantemente lee o escribe» (Postumianus apud Sulp. Sever., Dial. 1,9).

Ama a la Iglesia como Esposa de Cristo.


Por lo demás, su gran amor a la Iglesia aparece también en sus comentarios, en los que no desaprovecha ocasión para alabar a la Esposa de Cristo. Así, por ejemplo, leemos en la exposición del profeta Ageo: «Vino lo más escogido de todas las gentes y se llenó de gloria la casa del Señor, que es la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad... Con estos metales preciosos, la Iglesia del Señor resulta más esplendorosa que la antigua sinagoga; con estas piedras vivas está construida la casa de Cristo, a la cual se concede una paz eterna» (In Agg. 2,1s). Y en el comentario a Miqueas: «Venid, subamos al monte del Señor; es preciso subir para poder llegar a Cristo y a la casa del Dios de Jacob, la Iglesia, que es la casa de Dios, columna y firmamento de la verdad» (In Mich. 4 1s). Y añade en el proemio del comentario a San Mateo: «La Iglesia ha sido asentada sobre piedra por la palabra del Señor; ésta es la que el Rey introdujo en su habitación y a quien tendió su mano por la abertura de una secreta entrada» (In , prol)

El fruto del amor a Cristo.


Como en los últimos pasajes que hemos citado, así otras muchas veces nuestro Doctor exalta la íntima unión de Jesús con la Iglesia. Como no puede estar la cabeza separada del cuerpo místico, así con el amor a la Iglesia ha de ir necesariamente unido el amor a Cristo, que debe ser considerado como el principal y más sabroso fruto de la ciencia de las Escrituras.

8. El río de la gracia: "Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo".

Estaba tan persuadido Jerónimo de que este conocimiento del sagrado texto era el mejor camino para llegar al conocimiento y amor de Cristo Nuestro Señor, que no dudaba en afirmar: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo» (In Is., prol.; cf. Tract. de Ps. 77). Y lo mismo escribe a Santa Paula: «¿Puede concebirse una vida sin la ciencia de las Escrituras, por la cual se llega a conocer al mismo Cristo, que es la vida de los creyentes?» (Ep. Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 0,7). Hacia Cristo, como a su centro, convergen todas las páginas de uno y otro Testamento; por ello Jerónimo, explicando las palabras del Apocalipsis que hablan del río y del árbol de la vida, dice entre otras cosas: «Un solo río sale del trono de Dios, a saber, la gracia del Espíritu Santo; y esta gracia del Espíritu Santo está en las Santas Escrituras, es decir, en el río de las Escrituras. Pero este río tiene dos riberas, que son el Antiguo y el Nuevo Testamento, y en ambas riberas está plantado el árbol, que es Cristo» (Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. Tract. de Ps. 1).

No es de extrañar, por lo tanto, que en sus piadosas meditaciones acostumbrase referir a Cristo cuanto se lee en el sagrado texto: «Yo, cuando leo el Evangelio y veo allí los testimonios sacados de la ley y de los profetas, considero sólo a Cristo; si he visto a Moisés y a los profetas, ha sido para entender lo que me decían de Cristo. Cuando, por fin, he llegado a los esplendores de Cristo y he contemplado la luz resplandeciente del claro sol, no puedo ver la luz de la linterna. ¿Puede iluminar una linterna si la enciendes de día? Si luce el sol, la luz de la linterna se desvanece; de igual manera la ley y los profetas se desvanecen ante la presencia de Cristo. Nada quito a la ley ni a los profetas; antes bien, los alabo porque anuncian a Cristo. Pero de tal manera leo la ley y los profetas, que no me quedo en ellos, sino que a través de la ley y de los profetas trato de llegar a Cristo» (Tract. in Mc. 9-1-7). Y así, buscando piadosamente a Cristo en todo, lo vemos elevarse maravillosamente, por el comentario de las Escrituras, al amor y conocimiento del Señor Jesús, en el cual encontró la preciosa margarita del Evangelio: «No hay más que una preciosa margarita: el conocimiento del Salvador, el misterio de la pasión y el secreto de su resurrección» (In Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,45s).


Este amor a Cristo que le consumía, lo llevaba, pobre y humilde con Cristo, libre el alma de toda preocupación terrenal, a buscar a Cristo sólo, a dejarse conducir por su Espíritu, a vivir con El en la más estrecha unión, a copiar por la imitación su imagen paciente, a no tener otro anhelo que sufrir con Cristo y por Cristo.

Por ello, cuando, hecho el blanco de las injurias y de los odios de los hombres perversos, muerto San Dámaso, hubo de abandonar Roma escribía a punto de subir al barco: «Aunque algunos me consideren como un criminal y reo de todas las culpas -lo cual no es mucho en comparación de mis faltas-, tú haces bien en tener por buenos en tu interior hasta a los mismos malos... Doy gracias a Dios por haber sido hallado digno de que me odie el mundo... ¿Qué parte de sufrimientos he soportado yo, que milito bajo la cruz? Me han echado encima la infamia de un crimen falso; pero yo sé que con buena o mala fama se llega al reino de los cielos» (). Y a la santa virgen Eustoquia exhortaba a sobrellevar valientemente por Cristo los mismos trabajos, con estas palabras: «Grande es el sufrimiento, pero grande es también la recompensa de ser lo que los mártires, lo que los apóstoles, lo que el mismo Cristo es... Todo esto que he enumerado podrá parecer duro al que no ama a Cristo. Pero el que considera toda la pompa del siglo como cieno inmundo y tiene por vano todo lo que existe debajo del sol con tal de ganar a Cristo; el que ha muerto y resucitado con su Señor y ha crucificado la carne con sus vicios y concupiscencias, podrá repetir con toda libertad: ¿Quién nos separará de la caridad de Cristo?» (,Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. 8).

Resumen de los frutos de la lectura de la Biblia.


Sacaba, pues, San Jerónimo abundantes frutos de la lectura de los Sagrados Libros: de aquí aquellas luces interiores con que era atraído cada día más al conocimiento y amor de Cristo; de aquí aquel espíritu de oración, del cual escribió cosas tan bellas; de aquí aquella admirable familiaridad con Cristo, cuyas dulzuras lo animaron a correr sin descanso por el arduo camino de la cruz hasta alcanzar la palma de la victoria.

Eucaristía y devoción a la Virgen.


Asimismo, se sentía continuamente atraído con fervor hacia la Santísima Eucaristía «Nada más rico que aquel que leva el Cuerpo del Señor en una cesta de mimbres y su sangre en una ampolla» (Ep. 125,20,4); ni era menor su veneración y piedad para con la Madre de Dios, cuya Virginidad perpetua defendió con todas sus fuerzas y cuyo ejemplo acabadísimo en todas las virtudes solía proponer como modelo a las esposas de Cristo (Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889).

El fruto del cariño de San Jerónimo por los Santos Lugares.


A nadie extrañará, por lo tanto, que San Jerónimo se sintiera tan fuertemente atraído por los lugares de Palestina que el Redentor y su Madre santísima hicieron sagrados con su presencia. Sus sentimientos a este respecto se adivinan en lo que sus discípulas Paula y Eustoquia escribieron desde Belén a Marcela: «¿En qué términos o con qué palabras podemos describirte la gruta del Salvador? Aquel pesebre en que gimió de niño, es digno de ser honrado, más que con pobres palabras, con el silencio... ¿Cuándo llegará el día en que nos sea dado penetrar en la gruta del Salvador, llorar en el sepulcro del Señor con la hermana y con la madre, besar el madero de la cruz, y en el monte de los Olivos seguir en deseo y en espíritu a Cristo en su ascensión?...» (). Repasando estos recuerdos, Jerónimo, lejos de Roma llevaba una vida demasiado dura para su cuerpo, pero tan suave para el alma, que exclamaba: «Ya quisiera tener Roma lo que Belén, más humilde que aquélla, tiene la dicha de poseer» (Ep. 54,1Epistola Encicl. Quamquam pluries, de agosto de 1889. ,6)


BENEDICTO XV - MAGISTERIO - Hay que multiplicar las ediciones.