Catecismo Romano ES 2390

X. LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO Y SACRIFICIO

LA EUCARISTÍA COMO SACRIFICIO

23100 Y para que, según las prescripciones del Concilio de Trento, tengamos un cuadro completo de la doctrina eucarística, réstanos por último considerar la Eucaristía como sacrificio (101). Porque hemos de ver en ella no solamente un tesoro de riquezas celestiales con las que conseguimos la gracia y el amor divino, sino también el medio más sublime que tenemos en nuestras manos para agradecer a Dios los inmensos beneficios que nos ha concedido.

Cuan agradable y cuan acepta sea a Dios esta Víctima eucarística si se le sacrifica en el modo legítimo con que debe hacerse, podemos colegirlo de la siguiente consideración: si aun los sacrificios de la Antigua Ley, de quienes dice la Escritura: No deseas tú el sacrificio y la ofrenda (
Ps 39,7), porque no es sacrificio lo que tú quieres; si no, te lo ofrecería; ni quieres tampoco holocaustos (Ps 50,18), agradaron al Señor hasta el punto de que la misma Biblia dice de ellos: Aspiró Yave su suave olor (Gn 8,21), ¿cuánto más no deberemos esperar que agrade a Dios el sacrificio de Aquel de quien dos veces afirmó el cielo: Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias? (Mt 3,17).

Es necesario penetrar con todo cuidado este santo misterio para que podamos participarle con la atención y piedad debidas.

Por dos causas instituyó Cristo la Eucaristía: para que fuese alimento celestial de las almas, con el que pudieran conservar su vida espiritual (102), y para que la Iglesia tuviese un perpetuo sacrificio, capaz de satisfacer por nuestros pecados y capaz de aplacar la ira divina, volviéndonos propicio y clemente al Padre, que está en los cielos, justamente ofendido por nuestros continuos pecados.

Símbolo de este sacrificio fue el cordero pascual que los judíos inmolaban como sacrificio y como sacramento (103). No pudo darnos Cristo, al inmolarse por nosotros al Padre sobre el altar de la cruz, una prenda más sagrada de su inmenso amor que dejarnos este sacrificio visible, mediante el cual pudiéramos nosotros renovar su cruenta inmolación sobre el Calvario, y renovásemos, a través de los siglos, la memoria fecunda de tan inmensos beneficios para nosotros.

Diferencia entre el sacrificio y el sacramento. - Existen profundas diferencias entre el sacramento eucarístico y el sacrificio.

1) El sacramento se realiza mediante la consagración, mientras la esencia del sacrificio está en la oferta inmoladora.

2) Por esto la Eucaristía, mientras se conserva en el copón o se lleva a los enfermos, tiene carácter de sacramento, mas no de sacrificio; y solamente como sacramento tiene razón de mérito, y comunica a quienes lo reciben todas las ventajas que anteriormente recordábamos.

Como sacrificio, en cambio, no solamente posee virtud de merecer, sino también de satisfacer. Así como Cristo Nuestro Señor mereció y satisfizo en su pasión por nosotros, así nosotros con el sacrificio eucarístico no sólo merecemos los frutos de la pasión, sino también satisfacemos, por nuestros pecados.

(100) "Se ha de procurar que el cáliz con la patena y, antes de lavarlos, los purificadores, las palias y los corporales que han sido usados en el sacrificio de la misa, no los toquen fuera de los clérigos o de aquellos que tienen el cargo de custodiarlos".
"Los purificadores, palias y corporales que han servido en el sacrificio de la misa, no 'se les entregarán para lavarlos a los legos, aunque sean religiosos, si antes no los ha lavado un clérigo de órdenes mayores" (CIS 1306).
(101) Otro de los dogmas que negaban abiertamente los protestantes era el que la santa misa pudiese constituir por sí misma un verdadero sacrificio. Considerándola como un símbolo o recuerdo del hecho de la cruz, no podía llevar consigo la mise ningún poder sacrificial. Cristo no se inmolaba de nuevo, y de este modo la misa no tenía razón alguna de sacrificio, come el del Calvario, antes bien, según Lutero y sus secuaces, el sacrificio de la cruz padecía y sufría menoscabo con sólo compararlo con el sacrificio del altar.
De aquí que la misa, según ellos, no fuera tampoco sacrificio propiciatorio por los vivos y por los difuntos, ni había de decirse en honor de los santos; y asimismo condenaba las misas privadas, en que sólo el sacerdote comulga, ya que toda la razón de la misa la ponían más en la mera recepción de la Eucaristía que en el acto sacrificial en sí.
Ante estos errores, el concilio de Trento declaró la verdadera doctrina católica durante toda la sesión XXII del mismo, en que trata directamente del sacrificio de la misa.
Como resumen de la concepción tridentina, véase este pasaje en el el: Así, pues, el Dios y Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz, con interposición de la muerte, a fin de realizar para ellos la eterna redención; como, sin embargo, no había de extinguirse su sacerdocio por la muerte (He 7,24 He 7,27), en la última Cena, la noche que era entrenado, para dejar a su esposa amarla, la Iglesia, un sacrificio visible, como exige la naturaleza de los hombres, por el que se representara aquel suyo sangriento, que había una sola vez de consumarse en la cruz, y su memoria permaneciera a través de los siglos (1Co 11,23 ss.), y su eficacia saludable se aplicara para remisión de los pecados que diariamente cometemos, declarándose a sí mismo constituido para siempre sacerdote según el orden de Melquisedec (Ps 109,4), ofrecía a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino, y bajo los símbolos de esas mismas cosas, los entregó, para que los tomaran, a sus apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento, y a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio les mandó con estas palabras: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19 1Co 11,24), que los ofrecieran. Así lo entendió y enseñó siempre la Iglesia (DS 938).
(102) Mató sus víctimas, y mezcló su vino y aderezó su mesa (Pr 9,2).
Les contestó Jesús: Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, no tendrá ya más hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá ya sed.
Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo.
El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día (Jn 6,35 Jn 6,51-54).
El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? (1Co 10,16-17).
(103) Hablad a toda la asamblea de Israel y decidle: el día 10 de este mes tome cada uno, según las casas paternas, una res menor por cada casa.
La res será sin defecto… Lo reservaréis hasta el día 14 de este mes, y todo Israel lo inmolará entre dos luces (Ex 12,3 Ex 12,5-6).


XI. INSTITUCIÓN Y SÍMBOLOS DE LA MISA

23110 El Concilio de Trento ha declarado explícitamente que el sacrificio de la misa fue instituido por Jesucristo en la última Cena, y ha fulminado anatema contra quienes afirmen que no se ofrece en la Iglesia un verdadero y propio sacrificio, o que el ofrecerle no tiene otro significado en este caso que dar en alimento a los fieles la carne del Señor (104).

Explica también claramente el santo Concilio que el sacrificio se ofrece a Dios sólo, y que la Iglesia, aunque celebre misas en memoria y honor de los santos, no pretende ofrecer a ellos el sacrificio, sino a Dios, que ha glorificado a los santos en la inmortal gloria del cielo. Por esto nunca dice el sacerdote: "Ofrezco el sacrificio a ti, Pedro o Pablo", sino que, ofreciéndolo e inmolándolo a sólo Dios, le da gracias por las insignes victorias de sus gloriosos mártires e implora la protección de éstos "para que se dignen interceder por nosotros en el cielo, mientras hacemos memoria de ellos sobre la tierra" (105).

La Iglesia ha tomado la doctrina sobre la realidad del sacrificio eucarístico de las palabras mismas del Señor. Cuando Cristo dijo a los apóstoles en la última Cena: Haced esto en memoria mía, en aquel mismo momento instituyó sacerdotes a los Doce - como lo definió el santo Concilio de Trento - y les mandó (y en ellos a cuantos habían de sucederles en el oficio sacerdotal) inmolar y sacrificar su cuerpo.

Así lo afirma San Pablo en su Carta a los Corintios: No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios. No podéis tener parte en la mesa del Señor y en la mesa de los demonios (
1Co 10,20-21). Por la mesa de los demonios significa el altar, sobre el cual éstos recibían el sacrificio idólatra; la mesa del Señor será, pues, el altar, sobre el cual se ofrece a Dios el sacrificio de la misa.

El Antiguo Testamento nos ofrece espléndidas figuras y símbolos del sacrificio eucarístico:

a) Malaquías lo profetizó en aquel luminoso vaticinio: Porque desde el orto del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes, y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio humeante y una oblación pura, pues grande es mi nombre entre las gentes, dice Yavé Sebaot (Ml 1,11).

b) Además la Víctima divina fue prefigurada por todos los sacrificios ofrecidos antes de Cristo, en cuanto que todos los beneficios en ellos simbolizados o expresados se contienen de modo perfecto o infinitamente más real en el sacrificio de la Eucaristía. Entre todas las figuras proféticas, la más expresiva, sin duda, es aquella de Melquisedec (106). El mismo Redentor ofreció al Padre en la última Cena su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino, como sacerdote eterno según el orden de Melquisedec (Ps 109,4).

(104) Cf. C. Trid., ses. XXII, cn. 2 y 3: DS 949-950.
(105) "Y, si bien es cierto que la Iglesia a veces acostumbra a celebrar algunas misas en honor y memoria de los santos, sin embargo, no enseña que a ellos se ofrezca el sacrificio, sino a Dios, que los ha coronado. De ahí que tampoco el sacerdote suele decir: Te ofrezco a ti el sacrificio, Pedro y Pablo" (SAN AGUSTÍN, Contra Faustum, 20,21: PL 42,384), sino que, dando gracias a Dios por las victorias de ellos, implora su patrocinio, para que aquellos se dignen interceder por nosotros en el cielo cuya memoria veneramos en la tierra" (C. Trid., ses. XXIII c. 3; DS 941).
(106) Y Melquisedec, rey de Salém, sacando pan y vino, como era sacerdote de Dios Altísimo, bendijo a Abraham, diciendo… (Gn 14,18).
Y este cambio de ley es aún evidente en el supuesto de que, a semejanza de Melquisedec, se levanta otro sacerdote, instituido no en virtud del precepto de una ley carnal, sino de un poder de vida indestructible, pues de él se da este testimonio: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (He 7,15-17).


XII. NATURALEZA DEL SACRIFICIO DE LA MISA

23120 Confesamos como dogma de fe que el sacrificio de la misa y el sacrificio de la cruz no son ni pueden ser más que un sólo y único sacrificio (107).

1) Una e idéntica es la Víctima, Cristo Jesús, inmolada una sola vez con sacrificio cruento sobre la cruz. No son dos hostias - la cruenta del Calvario y la incruenta de la misa-, sino una sola, cuyo sacrificio - después del mandato de Cristo: haced esto en memoria mía - se renueva cada día en la Eucaristía.

2) Y uno e idéntico es también el sacerdote, Cristo Señor Nuestro. Porque los sacerdotes que celebran la misa no obran en nombre propio, sino en el de la persona de Cristo, cuando consagran su cuerpo y su sangre. Prueba evidente son las mismas palabras de la consagración; el sacerdote no dice: "Esto es el cuerpo de Cristo", sino: Esto es mi cuerpo. Es la persona misma de Cristo, representada por el sacerdote, quien convierte la substancia del pan y del vino en la verdadera substancia de su cuerpo y de su sangre.

(107) Siguiendo la idea del Concilio de Trento, podemos resumir en estos apartados la doctrina sobre la relación que existe entre el sacrificio de la misa y el sacrificio de la cruz:
a) El sacrificio de la misa es representativo y conmemorativo del sacrificio de la cruz. - Verdad es esta largamente declarada por el Concilio de Trento, en el capítulo citado de la ses. XXII, y que Su Santidad el papa León XIII resume de esta manera: "El sacrificio de la misa es, no una vana y vacía conmemoración de la muerte del mismo Cristo, sino una verdadera y admirable, aunque mística e incruenta renovación de ella" (enc. Mirae Caritatis).
Y Pío XI: "Conviene que recordemos siempre que toda la virtud de la expiación depende del único sacrificio cruento de Cristo, que de manera incruenta se renueva cada día en nuestros altares" (ene. Miserentissimus Redemptor).
b) El sacrificio de la misa es uno y el mismo con el sacrificio de la cruz; sin embargo, se diferencia de él según la diversa manera de ofrecerle. - "Una y la misma, dice el Tridentino, es la víctima, uno mismo el que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes y se ofreció entonces en la cruz; sólo es distinto el modo de ofrecer" (C. Trid., ses. XII, c. 2:
DS 940).
Idea que repite y explica Su Santidad Pío XII cuando dice: "Idéntico, pues, es el sacerdote, Jesucristo, cuya sagrada Persona está representada por el ministro.
Igualmente idéntica es la víctima; es decir, el mismo divino Redentor, según su humana naturaleza y en la realidad de su cuerpo y sangre.
Es diferente, sin embargo, el modo como Cristo es ofrecido. Pues en la cruz se ofreció a sí mismo y sus dolores a Dios; y la inmolación de la víctima fue llevada a cabo por medio de su muerte cruenta, sufrida violentamente. Sobre el altar, en cambio, a causa del estado glorioso de su humana naturaleza, la muerte no tiene ya dominio sobre Él (Rm 6,9); y, por tanto, no es posible la efusión de la sangre. Mas la divina sabiduría ha encontrado un medio admirable de hacer patente con signos exteriores, que son símbolos de muerte, el sacrificio de nuestro Redentor" (ene. Mediator Dei).
c) El sacrificio de la misa se distingue accidentalmente del sacrificio de la cruz. - Esta diversidad accidental entre ambos sacrificios proviene: 1.°, de parte de la víctima, la cual, aunque sea numéricamente la misma en uno y otro sacrificio, sin embargo, en la cruz la víctima era Cristo pasible y mortal, mientras que en la Eucaristía Cristo se ofrece inmortal e impasible; 2.º de parte del oferente, ya que en la cruz Cristo se ofreció a sí mismo al Padre de modo visible, mientras en la misa se ofrece de modo invisible por ministerio de los sacerdotes (cf. AKAS - TRUEY, Tratado de la Santísima Eucaristía: BAC, p. 364ss.).


XIII. VALOR DEL SACRIFICIO

23130 Siendo esto así, es claro - como también enseña el Concilio de Trento - que el sacrificio de la misa no es solamente un sacrificio de alabanza y de acción de gracias, ni una simple conmemoración del sacrificio de la cruz, sino un verdadero y propio sacrificio de propiciación, por el que se vuelve a Dios aplacado y benigno (108).

Por consiguiente, inmolamos y ofrecemos esta Víctima santa con corazón puro, con viva fe y con íntimo dolor de nuestros pecados, infaliblemente conseguido de Dios, misericordia y gracia para el oportuno auxilio (
He 4,16). Porque Dios se complace de tal manera con esta Víctima divina, que nos perdona nuestros pecados, dándonos el don de la gracia y la misericordia. Por esto ora solemnemente la Iglesia: "Cuantas veces se celebra la conmemoración de este sacrificio, se realiza la obra de nuestra redención" (109). La virtud de este sacrificio, por lo demás, es tal, que no sólo aprovecha a quien lo ofrece y recibe, sino a todos los fieles, tanto a los vivos como a los muertos en el Señor, que esperan aún su completa purificación: Es doctrina cierta, de tradición apostólica, que la misa se ofrece tan útilmente por los difuntos como por los pecados, penas, expiaciones, angustias y calamidades de los vivos. Todas las misas son, por consiguiente, de utilidad común, en cuanto van dirigidas a la común salvación y salud de todos los fieles (110).

(108) Conocidos son los efectos del sacrificio de la misa, que ya resume el C. de Tiento en el cn. 3, de la ses. XXII citada anteriormente (cf. nota 104). De aquí que el sacrificio del altar no sea solamente latréutico, o de adoración, y eucarístico, o de acción de gracias, sino también propiciatorio e impetratorio.
"El sacrificio en cuanto propiciatorio lleva consigo tanto la propiciación, que aplaca la ira divina y, perdonando el pecado, restituye el hombre a la amistad de Dios, como la satisfacción, que remite las penas, las cuales, desaparecido el reato de la culpa y de la pena eterna, han de ser expiadas o por satisfacción en el purgatorio o por obras penales y satisfacciones en esta vida. Por eso el sacrificio de la misa, atendiendo a este efecto, se dice frecuentemente satisfactorio, aunque el C. de Trento, bajo el nombre de propiciatorio comprenda ambos efectos (ALAS - TRUEY, Tratado de la Santísima Eucaristía, p. 363).
(109) Secreta de la misa de la dominica IX después de Pentecostés.
(110) C. de Trent: DS 950 DS 983 DS 940.
"Puede aplicarse la misa por cualesquiera, tanto por los vivos como por los difuntos que están expiando sus pecados en el fuego del purgatorio… " (CIS 809).


XIV. CEREMONIAS DE LA MISA

23140 Una última palabra sobre las muchas, solemnes y significativas ceremonias que acompañan la celebración del santo sacrificio de la misa.

Todas ellas se ordenan a hacer resaltar más la majestad de tan gran sacrificio y a llevar a los fieles, de la visión terrena de los sagrados misterios, a la espiritual contemplación de las divinas realidades eternas, ocultas en ellos.

No hay por qué detenernos demasiado en este punto, pudiendo todos tener a mano tantas publicaciones escritas sobre esta materia por doctos y piadosos autores (111).


(111) Con esta idea del sacrificio y de la misa pone fin el Catecismo Romano a su clara exposición de la Eucaristía. De cuánta importancia sea este sacramento para la vida cristiana, es cosa a todas luces conocida. La Eucaristía viene a ser como el resumen de la gracia y de los sacramentos, ya que si en los otros se nos da esa gracia, en éste se nos da al mismo Autor de toda ella.
Por eso debe atraer toda la atención del cristiano el conocimiento y gusto de ese soberano medio de justificación, que nos dejó el mismo Cristo. Más todavía hoy, en que, por las disposiciones de los Romanos Pontífices, se ha hecho tan frecuente el uso de este sacramento; conviene que sepamos aprovecharnos bien, para no dejar frustrados los inmensos beneficios que nos promete.
Mucho aprovechará tener ante nuestros ojos las circunstancias que rodearon aquella institución divina. Jesús se quería marchar, pero no quería separarse de nosotros, ya que, como dijo tantas veces: mis delicias han llegado a ser el estar con los hijos de los hombres. Y para no dejarnos solos se ha quedado con nosotros en el altar. Aquí Jesús:
a) Es alimento de nuestra alma. - Porque yo he venido pura que tengan la vida. Y para darnos vida nos da su propio cuerpo y su propia sangre. Nunca se ha conocido un dios como el de los cristianos, que se haya dado en manjar a sus propios hijos. Es un regalo y, a la vez, una invitación apremiante. En verdad, en verdad os digo, si no comiereis la carne del Hijo del hombre u no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros (
Jn 6,53).
Sería de lamentar que quedaran vanos tantos esfuerzos del amor divino. A veces pasamos hambre y no acabamos de buscar un poco de alimento. A veces, hemos dado con el pan y con el vino, y, en vez de quedarnos satisfechos, nos vamos todavía con hambre. No comulgamos o no comulgamos bien. Porque, si no, ¿cómo puede ser que salgamos necesitados de la casa del Padre, de donde procede toda hartura? Llevados a veces de raquitismos y otros intereses humanos, nos acercamos al altar sin interés ni preparación. Padecemos anemia de espíritu porque nuestras pasiones nos ahogan todo apetito, y no podemos gustar del alimento.
Y, sin embargo, Jesús se quedó en el sagrario:
Para que tuviéramos Vida…
Para que no conociéramos la enfermedad y la muerte…
Para que nos fortaleciera en los períodos de anemia y de convalecencia.
Si produce estos efectos en nosotros la comunión, podemos estar gozosos, pues habremos llegado a gustar del alimento que nos da la vida.
b) Es nuestro Amigo. - Y nadie como Él nos conoce. Conoce las necesidades del corazón humano, las horas del dolor, de la pena y del desengaño. Y para darnos un poco de consuelo se quedó con nosotros. Lo triste es que los hombres no hemos llegado todavía a conocer su amor: "He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y no ha recibido de ellos más que ingratitudes y menosprecios".
La amistad es "no de los más dulces consuelos que nos ha dejado Dios a los hombres. Pero la amistad es recíproca. Exige entrega de uno a otro. Es necesario darse. Y como Jesús se nos da, nosotros hemos de darle también nuestra confianza. Cuando hemos llegado a la entrega completa, ya no existe lo tuyo y lo mío, no podemos quedarnos con nuestras propias cosas, porque ya todo entre nosotros es unidad. Y como El se da, así nosotros se lo debemos de dar todo.
A veces, buscando por las criaturas, quisiéramos encontrar en ellas un poco de consuelo, de que andamos necesitados. Y no logramos más que dividir nuestro corazón. Sin embargo, el AMIGO es siempre UNO.
Todos los que trabajáis o sufrís… Todos los que os sentís abrumados…: Venid a mí y yo os aliviaré. Porque yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos.
Cristo amigo es el ÚNICO y el de siempre; el de todas las horas, el de todas las situaciones de nuestra alma.
El ÚNICO que siempre nos atiende y nos remedia.
EL ÚNICO que no sabe de egoísmos y siempre espera.
¡Qué pena! Andar constantemente a la caza de corazones humanos donde volcarnos, mientras nos olvidamos de nuestro único Amigo.
c) Es Amor. - El amor es el compendio de la amistad. Y Jesús, que nos había amado hasta el fin, nos sigue amando con la misma predilección. De este modo, cuando nos acercamos a comulgar, con verdadera caridad, ese amor se nos pasa a nosotros, y empezamos a gozar de la misma realidad divina, ya que en la Eucaristía, con el Hijo, están el Padre y el Espíritu de Amor. Las tres Personas divinas viven su existencia amando, y, al recibirlas nosotros en la Eucaristía, nos hacemos partícipes de esa misma vida de amor.
Cuando nos acerquemos a Él, hemos de darle gracias porque nos ha amado tanto y, como Moisés, hemos de dejar a un lado nuestras 'sandalias y nuestro bordón de peregrinos, para descansar confiados en su caridad.
Y así como el cristianismo es caridad, el cristianismo es también Eucaristía, donde nos encontramos todos unidos y hermanados. Por eso el que comulga, a la vez de amar a Dios, no puede menos de amar a los hombres. La caridad de Cristo nos urge. Amaremos en cuanto sepamos unirnos a Él. Y esa Eucaristía o unión será para nosotros la prenda más segura del amor a nuestros hermanos.


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CAPITULO IV LA PENITENCIA

I. NECESIDAD E IMPORTANCIA DEL ESTUDIO DE ESTE SACRAMENTO

A nadie se le ocultará la necesidad del sacramento de la penitencia, puesta que todos experimentamos en carne propia la gran fragilidad y debilidad de nuestra humana naturaleza.

De aquí el diligente interés con que debe estudiarse tan insigne y transcendental medio de salvación. Mayor interés, si cabe, que el que pusimos en el estudio del bautismo, porque el bautismo se administra solamente una vez, sin que pueda reiterarse, mientras que la penitencia se puede y se debe recibir cada vez que se recae en pecado mortal después del bautismo1.

El Concilio de Trento observó que la penitencia es tan necesaria a los que caen en pecado después del bautismo como lo es el bautismo a los que aun no han sido reengendrados a la fe (2).

Conocidísima es la sentencia de San Jerónimo: La penitencia es la segunda tabla de salvación en el naufragio (3), plenamente admitida después por todos los teólogos que han tratado de esta materia. Porque así como, hundida la nave, no queda otro refugio para salvar la vida que aferrarse a una tabla flotante, del mismo modo, perdida la inocencia bautismal, no queda otra esperanza de salvación que recurrir al sacramento de la penitencia.

Sirvan estas reflexiones para evidenciar el cuidado especial que debe ponerse en materia tan importante no sólo por parte de los sacerdotes, sino también de los fieles. Convencidos todos de nuestra humana fragilidad, nuestro primer y más ardiente deseo debe ser caminar en la vida de Dios, sin caer; pero, si alguna vez tenemos la desgracia de tropezar, será necesario acordarnos de la suma bondad del Señor - el buen Pastor, que busca la oveja extraviada y cura sus heridas (4) - y recurrir sin dilación a la sobrenatural medicina del sacramento de la penitencia.


(1) Entonces se le acercó Pedro y le preguntó: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18,22).
Si peca tu hermano contra ti. corrígele, y si se arrepiente, perdónale (Lc 17,3).
"Cualquiera, si después de la recepción del bautismo recayera en pecado, puede siempre ser reparado por la verdadera penitencia" (C. Lateranense IV, el: DS 430; cf. C. Trid., ses. XIV, de Poenit, cn. l: DS 911).
(2) La necesidad de la penitencia para obtener el perdón de los pecados cometidos después del bautismo, que nos enseña el C. Trid., está contenida en las mismas palabras de la institución divina de la penitencia: A quienes perdonareis los pecados les serán perdonados, y a quienes se los retuviereis le serán retenidos (Jn 20,23).
Cristo no sólo concedió a los apóstoles el poder de perdonar, sino también de retener los pecados, lo cual sería inútil y ridículo si hubiera otros medios, menos costosos incluso, por los que se perdonaran.
Es evidente además que no sólo aquellos pecados que han sido sometidos una vez al poder de las llaves, no se pueden perdonar por otros medios - para que tenga verdadero sentido la concesión hecha por Cristo a los apóstoles-, sino que todo pecado - mortal - para ser perdonado debe someterse al tribunal de la penitencia. De lo contrario, todos los pecadores recurrirían a otros medios de conseguir el perdón, siendo así que la confesión es más dura y penosa, y entonces aquel poder de perdonar los pecados concedido de un modo tan solemne por Cristo a los apóstoles, resultaría vano, ya que nadie se sometería a él (cf. C. Trid., ses. XIV, de Poenit., el: DS 894).

II, NOCIÓN ETÍMOLÓGICA

Y ante todo convendrá tener una noción clara de la significación de este nombre. Porque la palabra "penitencia" se presta a algunas ambigüedades, que podrían inducirnos a error. Algunos la entienden en el sentido de "satisfacción"; otros, sin preocuparse de los efectos de la vida pasada que hemos de expiar, la entienden simplemente como "una nueva vida"; significado este último católicamente erróneo.

Son varias las significaciones de la penitencia:

1) Se arrepienten primeramente quienes experimentan disgusto de alguna cosa que antes les agradaba, sin detenerse a pensar si se trata de una cosa buena o mala.

En este sentido hacen penitencia todos aquellos cuya tristeza es - en frase de San Pablo - según el mundo y no según Dios (5). Pero esta penitencia no produce la salud, sino la muerte.

2) En segundo lugar se arrepiente quien se duele de un delito cometido, mas no porque sea ofensa de Dios, sino por consideraciones puramente personales (6).

3) Por último, se arrepiente el que se duele íntima mente en el alma por el pecado cometido, en cuanto que con él ofendió a Dios (7).

Cuando la Sagrada Escritura afirma que Dios se arrepiente de alguna cosa (8), no se refiere evidentemente a ninguno de estos tres sentidos. La palabra "arrepentirse", referida a Dios, tiene un significado totalmente figurativo, en cuanto que a nosotros, los hombres, nos parece ver en la conducta divina un modo de obrar semejante al nuestro cuando nos arrepentimos, es decir, cuando cambiamos de parecer respecto de alguna cosa. Así leemos que Dios se arrepintió de haber hecho al hombre (9) y de haber elegido como rey a Saúl (10).

Nótese, sin embargo, que entre estas tres definiciones de la penitencia hay una diversidad esencial. La primera es defectuosa: falta en ella el discernimiento entre el mal, del que siempre debemos arrepentimos, y el bien, del que nunca debemos cansarnos; la segunda es únicamente fruto de una conmoción o turbación de ánimo, mas no de motivos sobrenaturales; sólo la tercera es propiamente virtud unas veces y sacramento otras. A esta última nos referimos aquí.

(3) SAN JERÓNIMO, Epist. 130: PL 22,1115.
(4) Yo soy el buen pastor, g el buen pastor da la vida por las ovejas (Jn 10,11; cf. Ez 34,10-16).
(5) Pues la tristeza según Dios es causa de penitencia saludable, de que jamás hay por qué arrepentirse; mientras que ¡a tristeza según el mundo lleva a la muerte (2Co 7,10).
(6) Viendo entonces Judas, el que le había entregado, cómo era condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los príncipes de los sacerdotes y ancianos (Mt 27,3).
(7) Por eso, pues, ahora dice Yavé: convertíos a mí de todo corazón en ayuno, en llanto y en gemido (Jl 2,12).
(8) A ver si te escuchan y se convierten cada uno de su mal camino, y me arrepiento yo del mal que por sus malas obras había determinado hacerles (Jr 26,13).
(9) Se arrepintió de haber hecho al hombre de la tierra, doliéndose grandemente en su corazón (Gn 6,6).
(10) Estoy arrepentido de haber hecho rey a Saúl, pues se aparta de mí y no hace lo que le digo (1R 15,11).


III. LA PENITENCIA COMO VIRTUD

Y ante todo interesa tratar de la penitencia como virtud, no sólo porque importa mucho que los cristianos tengan un concepto exacto de todas las virtudes, sino también porque ella constituye la materia misma del sacramento. Ignorada esta virtud, se ignoraría la eficacia sacramental de la penitencia; si no vivimos sinceramente su realidad interior, la del alma, de poco nos serviría cuanto hiciéramos externamente.

A) Definición

Llamamos "penitencia interior" a aquella virtud por la que nos convertimos a Dios de todo corazón, detestamos profundamente los pecados cometidos y proponemos firmemente la enmienda de las malas costumbres, esperanzados por ello de obtener el perdón de la misericordia divina.

A esta virtud interior se une con frecuencia (si bien no es un efecto necesario) un doloroso pesar del alma, verdadera emoción sensible. Por esto muchos Padres definieron la penitencia como un "dolor interior del alma".

Es necesario que la fe preceda a la penitencia en el que se arrepiente, porque ninguno podrá convertirse a Dios si antes no cree firmemente en Él (11). Por consiguiente, la fe no puede decirse propiamente una parte de la penitencia, sino más bien su raíz.

(11) "Mas cuando el Apóstol dice que el hombre se justifica por la fe y gratuitamente (Rm 3,22-24), esas palabras han de ser entendidas en aquel sentido que mantuvo y expresó el sentir unánime y perpetuo de la Iglesia católica, a saber, que se dice somos justificados por la fe porque la fe es el principio de la humana salvación, el fundamento y raíz de toda justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios (He 11,6) y llegar al consorcio de sus hijos… " (C. Trid., ses. VI, de la justificación, c. 8: DS 801; cf. ibid., c. 6: DS 798).
En cambio, el mismo Concilio determinó que no es necesaria la fe fiducial que los protestantes requerían (C. Trid., ses. XIV c. 3 y cn. 4: DS 896 DS 914).

B) Verdadera y propia virtud

1) Que esta penitencia interior sea una verdadera y propia virtud lo demuestran con claridad los repetidos preceptos con que se nos inculca en la Sagrada Escritura (12). Y es evidente que únicamente son inculcados por la Ley los actos que proceden de virtud.

2) Por lo demás, nadie puede dudar que sea acto de virtud el dolerse del mal en el tiempo, modo y medida oportunos. Sucede a veces que los hombres no se arrepienten como deben de los pecados cometidos, y hasta llegan algunos - según sentencia de Salomón - a alegrarse del mal cometido (13). Otros, en cambio, se afligen hasta el punto de desesperar de su propia salvación, como parece su cedió en el caso de Caín - insoportablemente grande es mi castigo (Gn 4,13) -y como ciertamente sucedió en el caso de Judas, quien, arrepintiéndose, perdió en la horca la vida y el alma (14). La virtud de la penitencia nos enseñará a guardar la justa medida en nuestro dolor.

3) Puede deducirse la misma verdad de los tres objetivos que como fin se propone el que se arrepiente sinceramente de sus pecados: a) cancelar la culpa y lavar las manchas de su alma; b) dar a Dios una digna satisfacción por los pecados cometidos, cumpliendo así un acto de justicia, pues aunque entre Dios y los hombres no existan relaciones de rigurosa justicia, dado el abismo infinito que nos separa de Él, existen sin embargo de alguna manera, como existen entre el padre y el hijo, entre el señor y los siervos; c) por último, el que se arrepiente quiere retornar a la gracia de Dios, en cuya enemistad y desgracia incurrió por el pecado. Todos estos fines y motivos declaran bien claramente que la penitencia es verdadera y propia virtud.

(12) Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca (Mt 3,2).
Arrepentíos, porque se acerca el reino de Dios (Mt 4,17).
Cumplido es el tiempo, y el reino de Dios está cercano; Arrepentíos y creed en el Evangelio (Mc 1,15).
(13) Se gozan en hacer el mal y se huelgan en la perversidad del vicio (Pr 2,14).
(14) Cf. Mt 27,3-5 Ac 1,18.


C) Grados de la penitencia

El proceso normal por el que debemos llegar los pecadores a la posesión y vivencia de esta virtud es el siguiente:

1) Primeramente la misericordia de Dios nos previene, convirtiendo hacia Él nuestros corazones (15). Esta gracia imploraba el profeta: Conviértenos a tú ¡oh Yave!, y nos convertiremos (Lm 5,21).

2) En segundo lugar, iluminados por esta luz, nos volvemos a Dios por medio de la fe. Es preciso que quien se acerque a Dios, crea que existe y que es remunerador de los que le buscan (He 11,6).

3) Seguidamente el alma, considerando la atrocidad de las penas debidas al pecado, se siente movida por el espíritu de temor y se aparta de las culpas cometidas. A esto parecen referirse aquellas palabras de Isaías: Como la mujer encinta, cuando llega el parto, se retuerce y grita en sus dolores, así estábamos nosotros lejos de ti, ¡oh Yavé! (Is 26,17).

4) Interviene ya la esperanza, impetrando la misericordia de Dios, a quien humildemente ofrecemos el propósito de enmendar nuestras vidas (16).

5) Finalmente, se enciende en nuestros corazones la caridad, y de ella nace aquel santo temor que conviene a hijos buenos y sencillos. Inflamados en este amor, no temeremos en adelante más que ofender a la divina majestad, y decididamente abandonaremos el pecado.

A través de estos grados llega el alma a la posesión de esta sublime virtud de la penitencia. Virtud que debe estimarse como celestial y divina, ya que a ella liga la Sagrada Escritura la promesa del reino de los cielos: Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca (Mt 3,2); Si el malvado se retrae de su maldad y guarda todos mis mandamientos y hace lo que es recto y justo, vivirá y no morirá (Ez 18,21); Yo no me gozo en la muerte del impío, sino en que se retraiga de su camino y viva (Ez 33,11), expresiones todas que evidentemente se refieren a la vida eterna y bienaventurada.

(15) "Declara además (el sacrosanto Concilio) que el principio de la justificación misma de los adultos ha de tomarse de la gracia de Dios preveniente por medio de Cristo Jesús… De ahí que, cuando en las Sagradas Letras se dice: convertíos a mí y yo me convertiré a vosotros (Za 1,3), somos advertidos de nuestra libertad; cuando respondemos: Conviértenos, Señor, a ti y nos convertiremos (Tren. 5,21), confesamos que somos prevenidos de la gracia de Dios" (C. Trid., ses. VI c. 5: DS 797).
(16) Le presentaron un paralítico acostado en un lecho, y viendo Jesús la fe de aquellos hombres dijo al paralítico: Confía, hijo, tus pecados te son perdonados (Mt 9,2).


IV. LA PENITENCIA COMO SACRAMENTO

Además de la penitencia interior, existe la exterior, que constituye propiamente el sacramento.

Consiste éste en ciertas señales externas y sensibles por las que se manifiesta lo que espiritualmente se realiza en lo íntimo del alma.

A) Institución divina

1) Notemos, ante todo, que quiso Cristo enumerar explícitamente a la penitencia entre los sacramentos para que no tuviéramos duda alguna sobre la remisión de los pecados, prometida por Dios en Ezequiel: Si el malvado se retrae de su maldad y guarda todos mis mandamientos y hace lo que es recto u justo, vivirá y no morirá (Ez 18,21).

Justamente inseguros del juicio propio de nuestras acciones, nos habríamos sentido constantemente oprimidos por la angustiosa duda de nuestro arrepentimiento interior. Saliendo al paso de esta natural ansiedad, quiso Jesucristo instituir el sacramento de la penitencia para que la absolución visible del sacerdote nos diera la certeza del perdón de nuestros pecados y se aquietase nuestra conciencia en virtud de la fe en el sacramento. Porque la palabra del sacerdote, que legítimamente nos absuelve de los pecados, debe tener para nosotros el mismo valor que la palabra de Cristo cuando dijo al paralítico: Confía, hijo, tus pecados te son perdonados (Mt 9,2).

2) Además, no pudiendo nadie salvarse sino por medio de Cristo y por los méritos de su pasión, fue muy conveniente la institución de este sacramento, por cuya virtud y eficacia fluye hasta nosotros la sangre de Cristo y lava los pecados cometidos después del bautismo, obligándonos así a reconocernos deudores de Cristo por el beneficio de la reconciliación (17).

(17) Cristo concedió a los apóstoles, y en ellos a la Iglesia jerárquica, la potestad de perdonar los pecados. La narración de San Juan nos lo asegura: Según me envió mi Padre, así os envió yo. Diciendo esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán perdonados, a quienes se los retuviereis les serán retenidos (Jn 20,22-23).
Los protestantes, para rechazar el sacramento de la penitencia, se vieron obligados a tergiversar el sentido de las palabras del Señor, queriendo ver en ellas la potestad de anunciar el Evangelio.
El Concilio Tridentino los condenó y enseñó que sólo en el sentido tradicional de la Iglesia podían ser admitidas. "El Señor, empero, entonces principalmente instituyó el sacramento de la penitencia, cuando, resucitado de entre los muertos, sopló sobre sus discípulos diciendo: Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados… (Jn 20,22 ss.). Por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre que fue comunicada a los apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados… Por ello este santo Concilio, aprobando y recibiendo como muy verdadero este sentido de aquellas palabras del Señor, condena las imaginarias interpretaciones de aquellos que, contra la institución de este sacramento, falsamente las desvían hacía la potestad de predicar la palabra de Dios y anunciar el Evangelio de Cristo" (C. Trid., ses. XIV, el: DS 894).
Y ya en la ses. VI, c. 14, había enseñado que el efecto de este sacramento era el perdón real y verdadero de los pecados, y no la mera declaración jurídica y externa de absolución (DS 807).
Falsa es también la interpretación de los montañistas en los primeros siglos, según los cuales esta potestad no fue concedida a la Iglesia universal, sino a los espirituales de su secta; y la opinión de los modernistas, que quieren ver en la penitencia un caso particular de la evolución general que propugnan.


B) Verdadero sacramento

Y no será difícil demostrar que la penitencia es un verdadero y propio sacramento (18).

1) Así como el bautismo es sacramento porque cancela todos los pecados, y especialmente el original, del mismo modo la penitencia, que borra todos los pecados personales cometidos después del bautismo (19), justamente debe considerarse como verdadero y propio sacramento.

2) Además - y éste es el argumento capital-, puesto que todos los signos externos, tanto del penitente como del sacerdote, significan lo que internamente se obra en el alma, es evidente que la penitencia tiene verdadera y propia razón de sacramento.

Sacramento - lo hemos repetido muchas veces - es un signo de cosa sagrada. Y el pecador arrepentido claramente manifiesta con sus actos y palabras haber separado su corazón del pecado. E igualmente las palabras y acciones del sacerdote significan con evidencia la eficaz misericordia de Dios, que perdona los pecados.

3) Tenemos aún una prueba más clara en las mis mas palabras de Jesucristo: Yo te daré las llaves de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en el cielo (Mt 16,19). La absolución sacerdotal expresa exacta mente aquella remisión de los pecados que efectivamente produce en el alma.


(18) "Si alguno dijere que la penitencia' en la Iglesia católica no es verdadera y propiamente Sacramento…, sea anatema" (C. Trid., ses. XIV, de Poenit., cn. l: DS 911).
En la potestad conferida por Cristo a la Iglesia para perdonar los pecados postbautismales tenemos todos los elementos que integran la noción de sacramento:
a) Signo sensible, tanto de parte del penitente, que compungido y con propósito de enmienda acusa sus pecados, como por parte del ministro que absuelve mediante determinadas palabras.
b) Simbólico, pues la absolución significa precisamente el perdón que se concede por la gracia.
c) Eficaz, es decir, que realmente da la gracia.
d) Perenne, porque Cristo concedió esta potestad a los apóstoles y a sus sucesores sin límites en el tiempo.
e) Instituido por Cristo (cf. Jn 20,22).
(19) De las palabras de Cristo (Jn 20,22) claramente se desprende que la potestad de perdonar los pecados concedida a los apóstoles la recibieron sin limitación alguna, para perdonar todos los pecados y a todos los pecadores.
En contra de esta limitación de la potestad de absolver se aducen algunos textos de la Escritura de fácil solución, y. gr. él pecado contra el Espíritu Santo, que no se perdona en esta vida ni en la otra (Mt 12,31). Respondemos sencillamente que se trata del pecado de los fariseos, empeñados en atribuir al poder de Satanás los milagros que Cristo hacía en virtud del Espíritu Santo, y se dice irremisible en tanto que mientras permanezca esta mala voluntad es imposible alcanzar el perdón, pues con su soberbia se cerraban su único camino: la penitencia.
De las mismas palabras de Cristo se deduce que esta potestad se extiende sólo a los pecados cometidos después del bautismo. Por dos razones: a) Porque el bautismo, previo necesariamente como "puerta de los Sacramentos", perdona todos los pecados, b) Porque el perdón en el sacramento de la penitencia se otorga de modo judicial, lo cual sólo es posible hacer con los súbditos, y solamente por el bautismo los hombres se hacen súbditos de la Iglesia.


C) "Setenta veces siete"

La penitencia es un sacramento que puede repetirse. Cuando Pedro preguntó a Cristo si podía perdonar hasta siete veces, el Señor le respondió: No digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18,22).

Si tropezáramos, pues, con almas que desconfían de la infinita bondad y misericordia de Dios, procuremos confortarlas y levantar su espíritu a la continua esperanza de la gracia divina. Mucho les ayudará para ello la consideración de este y otros pasajes evangélicos y las distintas razones de confianza desarrolladas por San Juan Crisós - tomo y San Ambrosio en sus obras De lapsis (20) y De poenitentia (21).

(20) SAN CRISÓSTOMO, De lapús: PG 64,361ss.
(21) SAN AMBROSIO, De poenitentia: PL 16,486ss.
fe.


V. PARTES ESENCIALES DE LA PENITENCIA A) Materia

A) Materia

Aspecto importantísimo de la penitencia, por el que se distingue notablemente de los demás sacramentos, es la materia.

En otros sacramentos, la materia es siempre una cosa sensible, natural o artificial (agua, crisma, pan, vino, etc.); en la penitencia, en cambio, son los mismos actos del penitente los que constituyen la cuasi materia del sacramento: contrición, confesión y satisfacción, como enseña el Concilio de Trento (22).

Llámanse estos actos del penitente "partes" del sacramento de la penitencia en cuanto que se exigen en él, por institución divina, para obtener la integridad del sacramento y para la plena y perfecta remisión de los pecados.

El Concilio de Trento los denomina "cuasi materia" no porque no tengan verdadera razón de materia sacramental, sino porque no pertenecen a la clase de materias sensibles que se aplican externamente al conferir otros sacramentos, como sucede en el bautismo con el agua y en la confirmación con el crisma.

Fundamentalmente coinciden con lo dicho quienes afirman que los pecados mismos son la materia de este sacramento. Porque así como decimos que la leña es materia del fuego en cuanto que por él se consume, del mismo modo podemos decir que los pecados son materia de la penitencia en cuanto por ella son destruidos.

(22) Ses. XIV, c. 3, cn. 4: DS 896.


B) Forma

La forma de la penitencia son las palabras Yo te absuelvo de tus pecados (23). Así consta de aquel pasaje de San Mateo: En verdad os digo, cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo (Mt 18,18), y de la doctrina enseñada por el mismo Cristo a los apóstoles.

Y, puesto que la forma del sacramento debe significar la realidad que efectivamente produce, las palabras Yo te absuelvo, expresan que en este sacramento se efectúa realmente la remisión de los pecados.

Forma expresiva y perfecta, ya que los pecados son como cadenas que aprisionan al alma (24), y de los que sólo por el sacramento de la penitencia podemos liberarnos. Y con la misma verdad pronuncia estas palabras el sacerdote sobre el penitente que, movido de contrición perfecta y con propósito de confesarse, haya obtenido ya de Dios el perdón de sus pecados.

CEREMONIAS Y RITOS. - A la forma sacramental se unen después varias oraciones, no necesarias para la esencia misma de la forma, pero si muy aptas para alejar todo aquello que por culpa del que la recibe pudiera impedir la eficacia y virtud del sacramento (25).

Demos, por consiguiente, los pecadores infinitas gracias a Dios, que se ha dignado conceder tan estupendo poder a los sacerdotes de su Iglesia. A diferencia de los de la Antigua Ley, que habían de limitarse a testificar que un leproso había sido curado de su mal (26), los sacerdotes de la Nueva Ley no sólo declaran absueltos de sus pecados a los penitentes, sino que efectivamente ellos les absuelven como ministros de Dios (27), del Dios que personalmente realiza este prodigio, como Autor y Padre de toda justicia y gracia (28).

Procuremos los cristianos observar con religiosa piedad todos los ritos propios de este sacramento. Ello nos ayudará a grabar más profundamente en el alma la gracia conseguida por la penitencia: nuestra reconciliación de siervos con el Señor clementísimo, y, mejor aún, de hijos con el Padre amantísimo. Al mismo tiempo ellos nos recordarán el deber de gratitud, obligatoria para todos, por tan inmenso beneficio.

El que se confiesa arrepentido de sus pecados:

1) Se arrodilla primeramente a los pies del sacerdote, humilde y rendidamente, para reconocer en este acto de humillación la necesidad de extirpar las raíces de su soberbia, origen y causa de todos sus pecados (29).

2) En el sacerdote, sentado como legítimo juez, reconoce la persona y potestad de Jesucristo, a quien aquél representa en éste como en los demás sacramentos.

3) Por último, el penitente acusa sus pecados, reconociéndose reo y merecedor de las graves penas, y suplicando humildemente el perdón.

Todos estos ritos se remontan a la más remota anti - qüedad, cuyos más claros testimonios pueden verse ya en la obra de San Dionisio Areopagita (30).

(23) La absolución ha de ser dada: a) oralmente. Así lo enseña la constante tradición de la Iglesia: b) solamente al que está presente. La presencia es algo relativo, y en este punto tiene gran importancia el común sentir de las gentes.
(24) Cf. Is 5,18 Pr 5,22.
(23) "Aunque no son esenciales para la absolución las preces que por la Iglesia se han añadido a la fórmula absolutoria, no deben, sin embargo, omitirse sin causa justa" (CIS 885).
"La forma del sacramento de la penitencia, en que está puesta principalmente su virtud, consiste en aquellas palabras del ministro: Yo te absuelvo, etc., a las que ciertamente se añaden laudablemente, por costumbre de la santa Iglesia, algunas preces, que no afectan en manera alguna a la esencia de la forma misma ni son necesarias para la administración del sacramento" (C. Trid., ses. XIV c. 3: DS 896).
(26) Cf. Lv 13,9-17.
(27) Cf. C. Trid., ses. XIV c. 6: DS 902.
(28) ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Siendo Dios quien justifica, ¿quién los condenará? (Rm 8,33).
(29) Porque el pecado es el principio de la soberbia y la fuente que le alimenta mana maldades (Si 10,15).
(30) SAN DIONISIO, Epist, ad Dem. : PG 3,1083-1099.

VI. EFECTOS

Nada más eficaz para excitar en nosotros el deseo de frecuentar lo más posible este sacramento como la consideración de los grandes beneficios que produce en las almas. De la penitencia puede decirse que, si son amargas sus raíces, resultan, en cambio, suavísimos sus frutos.

El valor principal de la penitencia consiste en restituir* nos a la gracia de Dios, estrechándonos a Él en íntima y gran amistad.

Sigúese a esta reconciliación, especialmente en las almas que lo reciben con santa devoción, una inefable paz y tranquilidad de conciencia, unida a una profunda alegría de espíritu, porque no hay delito, por grande y monstruoso que sea, que no quede cancelado en este sacramento cuantas veces sea necesario (31).

Dice el Señor por boca del profeta: Si el malvado se retrae de su maldad y guarda todos mis mandamientos y hace lo que es recto y justo, vivirá y no morirá. Todos los pecadas que cometió no le serán recordados (Ez 18,21). Y San Juan Evangelista: Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad (1Jn 1,9). Y más adelante: Mijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, justo. Él es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo (1Jn 2,1-2).

Y si leemos en la Sagrada Escritura que algunos no consiguieron misericordia a pesar de haberla implorado con vehemencia (32), debe entenderse que fue porque no estaban arrepentidos de corazón de sus pecados.

Encontramos de hecho en la Sagrada Escritura y en los Padres sentencias que parecen afirmar no haber remisión para ciertos pecados. Es necesario interpretarlas en el sentido de que su perdón resulta sobremanera dificultoso. Porque así como decimos incurable a una enfermedad si el enfermo rehúsa las medicinas que habrían de sanarle, existe también una especie de pecados que no se remiten ni se perdonan porque el pecador rehúye la misericordia de Dios y positivamente la rechaza. En este sentido escribe San Agustín: Cuando un hombre que llegó a conocer a Dios por la gracia de Jesucristo, viola la caridad fraterna y se agita contra la gracia misma insidiosamente, la mancha de este pecado es tal, que no se resigna a humillarse para pedir perdón, aunque los remordimientos le obliguen a reconocer y confesar su pecado (33).

Y es tan propia y privativa de la penitencia la virtud de perdonar los pecados, que sin ella no es posible no sólo obtener, mas ni siquiera conseguir perdón. Escrito está: Si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis (Lc 13,3). Es cierto que estas palabras se aplican sólo a los pecados graves y mortales; pero también los leves o ligeros exigen una congrua penitencia. Dice San Agustín: La penitencia que se hace cada día en la Iglesia por los pecados veniales, sería ciertamente vana si éstos se pudieran remitir sin ella (34).

(31) "Y a la verdad, la realidad y efecto de este sacramento, por lo que toca a su virtud y eficacia, es la reconciliación con Dios, a la que algunas veces, en los varones piadosos y los que con devoción reciben este sacramento, suele seguirse la paz y serenidad de la conciencia con vehemente consolación del espíritu" (C. Trid., ses. XIV c. 3: DS 896).
(32) Cf. 2M 9,13, y He 12,17.
(33) SAN AGUSTÍN, De Serm. Domini in monte, 1.1, c. 22: PL 34,1266.
Ya dejamos expuesto (cf. nota 19) que Cristo concedió a la Iglesia potestad para perdonar todos los pecados.
Debido a algunos casos de la primitiva historia de la Iglesia, ha habido' quien ha sostenido que la Iglesia no tuvo conciencia desde un principio de este poder que su divino Fundador le otorgó, o que al menos no quiso usar siempre de él y así negó el perdón a ciertos pecadores y a determinados pecados.
De hecho, herejes como los montañistas y los novacianos negaron que la Iglesia pudiera perdonar los pecados que ellos llamaban irremisibles o "más graves", y que en concreto eran el adulterio, la apostasía y el homicidio.
Además, según las determinaciones de algunos Concilios e iglesias particulares, no se debía conceder el perdón a los pecadores moribundos que no habían cumplido la penitencia pública, a los que después de haberla hecho volvían a caer en pecados que exigían la misma penitencia y a los clérigos mayores que cometieran algún delito capital.
Para solucionar la dificultad obsérvese: a) Que estos datos están tomados de algún Padre aislado o de iglesias particulares y no reflejan el sentir de la Iglesia universal, b) No se les negaba el perdón, que, por otra parte, ciertamente sabemos que siempre ¡se les concedía si estaban bien dispuestos, sino únicamente se les exigían mayores muestras de penitencia, o a lo sumo se les privaba de algún beneficio externo.
La mente de la Iglesia fue clara desde un principio. La tenemos en el primer Concilio ecuménico, el de Nicea. "Acerca de los que están para salir de este mundo, se guardará también ahora la antigua ley canónica, a saber: que, si alguno va a salir de este mundo, no se le prive del último y más necesario viático… " (CIS 13 DS 57).
(34) SAN AGUSTÍN, Hom. 50, c. 8: PL 33,1089.


VII ACTOS QUE EL PENITENTE DEBE PONER PARA LA INTEGRIDAD DEL SACRAMENTO

Mas para no hablar de una manera general de cosas que hemos de practicar, convendrá precisar particularmente la cualidad de una verdadera y santa penitencia.

Constituyen la penitencia - además de la materia y forma, elementos comunes a todos los sacramentos - tres actos necesarios para su integral perfección: contrición, confesión y satisfacción (35). San Juan Crisóstomo habla de ellos en estos términos: La penitencia obliga al pecador a soportarlo todo con ánimo pronto y gustoso; en su corazón, la contrición; en sus labios, la confesión, y en las obras, una perfecta humildad o saludable satisfacción (36).

Estos tres elementos son de suyo necesarios como partes integrantes de un todo. Suprimido cualquiera de ellos, faltaría algo a la total perfección de la penitencia, del mismo modo que el cuerpo humano consta de muchos miembros (manos, pies, ojos, etc.), y ninguno de ellos puede faltar sin dañar a la perfección del todo.

Mas si atendemos a la íntima esencia del sacramento, la contrición y la confesión son de necesidad absoluta, mientras que la satisfacción, sin ser absolutamente necesaria, sólo determinaría con su falta una imperfección y defecto grave en el mismo sacramento.

Y están tan inseparablemente unidos entre sí estos tres elementos, que la contrición encierra el propósito y la voluntad de confesarse y satisfacer; la contrición y la satisfacción implican la confesión; y la satisfacción es lógica consecuencia de la confesión y de la contrición.

Podemos demostrar la necesidad de estos tres elementos por una doble razón:

1) Ofendemos a Dios de tres maneras: por pensamiento, por palabra y por obra. Es lógico, pues, y justo que, sometiéndonos a las llaves de la Iglesia, nos esforcemos por aplacar la justicia de Dios y alcanzar el perdón de los pecados por los mismos medios con que le hemos ofendido.

2) La penitencia es la contrapartida del pecado cometido; penitencia querida por el pecador, pero dejada al arbitrio de Dios, contra el cual se pecó. Es necesario, por consiguiente, de una parte, que el pecador quiera dar esta reparación, y esto constituye la contrición; y es necesario además que el penitente se someta al juicio del sacerdote, que ocupa el lugar de Dios, para que pueda precisarle la pena conforme al número y a la gravedad de las culpas: de aquí la necesidad de la confesión y de la satisfacción.

(35) Estos tres actos se requieren, por parte del penitente, para obtener la remisión de los pecados, cualquiera que sea el modo en que entren a constituir el sacramento de la penitencia.
Además se han de manifestar externamente, y el sacerdote tiene obligación de comprobar su existencia, y de negar la absolución en caso de que alguno de ellos faltare.
No son necesarios, sin embargo, como quiso Lutero, lo que él llamó "terrores de la conciencia", ni la fe fiducial (C. Trid., ses. XIV cn. 4: DS 914).
(36) SAN CRISÓSTOMO, Hom. de Penit. : PG 49,299 y ss., en GRACIANO, de Poenit., dist. 3 c. 8: Perfecta: PL 187,1595.


A) Contrición

Conviene precisar bien la naturaleza y eficacia de cada uno de estos tres elementos. Y empezaremos por la contrición, que debe dominar constantemente a las almas arrepentidas de sus pecados pasados y cuando de nuevo caen en los mismos.

1) Su NATURALEZA. - El Concilio de Trento la define de esta manera: Un dolor del alma y una detestación del pecado cometido, con propósito de no volver a pecar.

Y más adelante, hablando del acto de la contrición: Este acto prepara para la remisión de los pecados, siempre que vaya acompañado de la confianza en la misericordia de Dios y del propósito de cumplir cuanto se requiere para recibir bien el sacramento de la penitencia (37).

Resulta de esta definición que la esencia de la contrición no consiste solamente en que uno deje de pecar, en resolverse a cambiar de vida o en iniciar de hecho esta nueva vida, sino también, y sobre todo, en aborrecer, detestar y expiar las culpas cometidas.

A esto se refieren las expresiones de la Sagrada Escritura utilizadas por los Santos Padres: Consumido estoy a fuerza de gemir; todas las noches inundo mi lecho y con mis lágrimas humedezco mi estrado (Ps 6,7); Ha oído Yave la voz de mi llanto (Ps 6,9); Chillo como golondrina y gimo como paloma. Mis ojos se consumen mirando a lo alto…; a pesar de mi mal, acabaré el curso de mis años (Is 38,14-15). Es evidente en estas expresiones y otras similares el odio de los pecados cometidos y la de testación de la vida pasada.

Mas si es cierto que el Concilio define la contrición como un dolor, no quiere ello decir que se trate de un dolor externo y sensible La contrición es un acto de la voluntad. San Agustín dice que el dolor acompaña a la penitencia, pero no es la penitencia (38).

El Concilio de Trento definió la detestación del pecado con la palabra dolor: a) porque en este sentido la usa la Sagrada Escritura: ¿Hasta cuándo, por fin, te olvidarás, Yavé, de mí? ¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro? ¿Hasta cuándo mandatás dolores sobre mi alma, y penas de continuo sobre mi corazón? (Ps 12,2); b) y porque, efectivamente, de la contrición nace el dolor en aquella parte del alma llamada concupiscible, donde tiene su sede la fuerza de la pasión.

Por consiguiente, el dolor es efecto de la contrición. Para mejor expresarlo, en el Evangelio se recuerda la costumbre de mudar los vestidos: ¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida!, porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros hechos en ti, mucho ha que en saco y ceniza hubieran hecho penitencia (Mt 11,21) (39).

Por lo demás, el nombre de contrición con que se designa la detestación del pecado expresa suficientemente bien y con toda propiedad la eficacia del dolor. Porque así como las substancias materiales - para tomar de ellas una comparación - son trituradas y molidas por una pesada muela de piedra o de otra materia más dura, del mismo modo nuestros corazones, endurecidos por la soberbia, se quebrantan y desmenuzan por la penitencia. Y por esto ningún otro dolor, ni aun el que produce la muerte de las personas más queridas, se llama contrición, sino sólo el dolor de haber perdido la gracia de Dios y la inocencia.

Esta detestación del pecado suele denominarse frecuentemente con otros nombres. A veces se la llama contrición del corazón, por tomar la Sagrada Escritura la voluntad por el corazón del hombre (40); y como éste es el principio vital de los movimientos del cuerpo, así la voluntad regula y gobierna todas las potencias del alma. Otras veces es llamada compunción del corazón. Muchos Padres adoptaron esta expresión como título para sus obras sobre la contrición de los pecados (41): porque así como con hierros quirúrgicos se abren los tumores para hacer salir la materia purulenta, así también con el bisturí de la contrición se abren y sajan los corazones para que salga el veneno mortal del pecado. Por último, el profeta Joel llama a la contrición escisión del corazón: convertios a mí de todo corazón en ayuno, en llanto y en gemido. Rasgad vuestros corazones (Jl 2,12-13).

2) Sus CUALIDADES. - a) El dolor de haber ofendido a Dios por el pecado debe ser ante todo sumo e inmenso, superior a todo otro posible dolor.

En realidad, la contrición es un acto de amor que procede del temor filial; luego su medida debe inferirse en la misma del amor. Ahora bien, el amor con que amamos a Dios es máximo; luego la contrición que de él se deriva debe llevar consigo un vehementísimo e intenso dolor del alma. Si de verdad amamos a Dios sobre todas las cosas, es lógico que detestemos sobre todas las cosas lo que de Él nos aparta.

La Sagrada Escritura usa los mismos términos para expresar la intensidad del amor y la intensidad de la contrición. Del amor dice: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón (Mt 22,37). Y de la contrición: convertíos a mí de todo corazón (Jl 2,12). Luego si Dios es el máximo bien que debemos amar, también el pecado deberá ser el mayor de los males que hemos de odiar: porque con la misma razón que estamos obligados a reconocer en Dios el objeto supremo de nuestro amor, nos vemos también obligados a reconocer en el pecado el objeto de nuestro más profundo aborrecimiento.

Es el mismo Cristo quien expresamente nos dice en el Evangelio que el amor de Dios se ha de anteponer a todo: El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí (Mt 10,37); El que quiera salvar su vida, la perderá (Mt 16,25).

San Bernardo dice que así como el amor no tiene límite ni medida, porque la medida del amor a Dios es amarle sin medida, tampoco puede tenerla la intensidad de la detestación del pecado (42).

b) La contrición debe ser, además, vivísima y perfecta, de modo que excluya toda negligencia y pereza. En el Deuteronomio está escrito: Buscarás a Yave, tu Dios; y le hallarás si con todo tu corazón y con toda tu alma le buscas (Dt 4,29). Y Jeremías: Buscadme y me hallaréis. Sí, cuando me busquéis de todo corazón, yo me mostraré a vosotros, palabra de Yave (Jr 29,13).

c) Y aun cuando la contrición no sea tan perfecta, puede, sin embargo, ser siempre verdadera y eficaz. Es cierto que frecuentemente nos conmueven más las cosas sensibles que las espirituales; la muerte de un hijo, por ejemplo, nos arranca las lágrimas más fácilmente que la contemplación de la fealdad del pecado. Mas en este caso se trata de sensibilidad y de emoción, mientras que el dolor del pecado procede de un juicio particular, de una apreciación del alma, a la que sigue la determinación de la voluntad más que la conmoción sensible, fuente de lágrimas.
No obstante esto, las lágrimas son un signo, no despreciable, de intensidad de dolor. San Agustín escribe: No hay en ti entrañas de caridad cristiana si lloras al cuerpo que perdió el alma y no lloras al alma que perdió a Dios (43). Y Jesucristo en el Evangelio: ¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida!, porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros hechos en ti, mucho ha que en saco y ceniza hubieran hecho penitencia (Mt 11,21). Bastará recordar los ejemplos famosos de los ninivitas (44), de David (45), de la Magdalena (46), de Pedro (47), etc. Todos imploraron con lágrimas copiosas la misericordia de Dios y alcanzaron el perdón de sus pecados.

d) Será muy oportuno habituarse a formular un acto concreto de contrición por cada pecado mortal, según las Palabras de Ezequías: Repasaré delante de ti, con dolor de mi alma, el curso de mis años (Is 38,15). Repasar todos los años de la vida equivale a rebuscar uno a uno todos los pecados para llorarlos con el corazón. También Ezekiel dice: Si el malvado se retrae de su maldad y guarda todos mis mandamientos u hace lo que es recto y justo, vivirá y no moriré. (Ez 18,21). Y en el mismo sentido es - cribía San Agustín: Examine el pecador la cualidad de su pecado según el lugar, el tiempo, la especie y la persona (48).

e) Pero, sobre todo, jamás debemos desesperar de la suma bondad e infinita clemencia del Señor. Deseoso de nuestra salvación, no sólo no retarda Dios el concedernos el perdón, sino que abraza con amor eterno al pecador arrepentido, apenas éste entra dentro de sí mismo y detesta sus culpas. Él mismo nos impone esta dulce esperanza por medio del profeta: La impiedad del impío no le será estorbo el día en que se convierta de su iniquidad (Ez 33,12).

3) Sus CONDICIONES. - De lo dicho anteriormente podrán colegirse con facilidad las condiciones necesarias para una verdadera contrición. Condiciones que todos debemos conocer para que cada uno sepa esforzarse en conseguirlas y pueda discernir cuándo se encuentra lejos de ellas.

a) La primera condición necesaria es el odio y la de testación de todos los pecados. Si solamente nos arrepintiéramos de algunos, nuestra penitencia no sería saludable, sino fingida y engañosa. Porque quien observe toda la Ley, pero quebrante un ¡solo precepto, viene a ser reo de todos (Jc 2,10).

b) En segundo lugar, la contrición debe implicar el propósito de confesarse y cumplir la penitencia impuesta.

De esto hablaremos más adelante.

c) Debe además tener el penitente firme propósito de reformar su vida. El profeta dice: Si el malvado se retrae de su maldad, y guarda todos mis mandamientos, y hace lo que es recto y justo, vivirá y no morirá. Todos los pecados que cometió no le serán recordados…, y si el malvado se aparta de su iniquidad que cometió y hace lo que es recto y justo, hará vivir su propia alma…; volveos y convertios de vuestros pecados, y así no serán la causa de vuestra ruina. Arrojad de sobre vosotros todas las iniquidades que cometéis y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo (Ez 18,21-31). Y el mismo Cristo dijo a la adúltera sorprendida en su pecado: Ni yo te condeno tampoco; vete y no peques más (Jn 8,11); y al paralítico curado junto a la piscina Probática: Mira que has sido curado; no vuelvas a pecar (Jn 5,14).

La naturaleza misma de las cosas y la razón demuestran claramente la necesidad de estas condiciones, absolutamente imprescindibles para una verdadera y sincera contrición: el arrepentimiento de los pecados pasados y el propósito de no volver a cometerlos. Cualquiera que desea reconciliarse con un amigo ofendido, debe deplorar la injuria que le hizo y guardarse cuidadosamente de no volver a repetirla.

d) Es necesario también que el alma que se arrepiente delante de Dios de sus pecados, funde su arrepentimiento en la obediencia a los preceptos divinos.

Todos los hombres estamos sometidos a la ley de Dios, sea ésta natural, divina o humana. Por consiguiente, si alguno robó, está obligado a la restitución; y, si ofendió a la dignidad o a la vida del prójimo, debe igualmente satisfacerLc San Agustín escribe a este propósito: No se perdona el pecado si no se restituye lo quitado (49).

e) Por último, entre todos los deberes inherentes a la contrición de los propios pecados, debe recordarse de manera especial el de perdonar las injurias recibidas de otros. De esto nos amonesta explícitamente el mismo Señor: Porque, si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero, si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados (Mt 6,14) (50).

Esto es cuanto debe explicarse sobre la contrición. Lo demás que acerca de ella pudiera añadirse, ayudará sin duda para hacerla más perfecta, mas no es necesario para su esencia.

4) Su EFICACIA. - Y como no basta la mera consideración de las cosas necesarias para conseguir la salvación, sino que es preciso saber conformar nuestras vidas a ellas, será muy conveniente exponer la eficacia y utilidad de la contrición.

Las demás obras espirituales (limosna, ayuno, oración, etc.) pueden tal vez ser rechazadas por Dios por culpa del que las practica (51); mas la contrición siempre es grata y acepta a sus ojos. Dice el profeta: El sacrificio grato a Dios es un corazón contrito y humillado (Ps 50,19). En realidad, apenas el pecador concibe en su corazón un sincero dolor del pecado, Dios le otorga el perdón, como afirmaba el mismo profeta: Te confesé mi pecado y te descubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré a Yave mi pecado, y tú perdonaste mi iniquidad (Ps 31,5).

Y el mismo Evangelio nos cuenta que Jesucristo envió a diez leprosos a los sacerdotes, y antes de llegar a ellos quedaron ya curados (52). ¡Tal es el poder de la contrición, por la que Dios nos concede el perdón de las culpas!

5) ¿CÓMO LLEGAR A CONSEGUIRLA?-En cuanto al modo con que podemos excitar en nuestra alma una sincera contrición de los pecados, atengámonos a las siguientes normas:

a) Será muy útil ante todo examinar frecuentemente la propia conciencia y ver si hemos observado los mandamientos de la ley de Dios y los preceptos de la Iglesia. En caso de encontrar alguna caída, deberemos acusarnos en seguida ante el Señor, pidiendo humildemente perdón y suplicándole se digne concedernos tiempo para hacer penitencia.

b) Sobre todo debemos implorar la divina gracia para no recaer de nuevo en la culpa que tan vivamente nos pesa haber cometido.

c) Arrancaremos además del alma un definitivo aborrecimiento del pecado si consideramos su suma y vergonzosa maldad y los daños gravísimos que nos ocasiona, privándonos de la divina bondad, de los dones y promesas de Dios y condenándonos a una muerte eterna entre tormentos sin fin (53).

(37) Cf. C. Trid., ses. XIV c. 4: DS 897.
(38) SAN AGUSTÍN, Hom. 50, el: PL 33,1086.
(39) Cf. Gn 37,34 2R 6,30 Lc 10,13.
(40) Cf. Gn 6,6 Mt 5,8 Mt 15,18 Lc 24,25.
(41) SAN CRISÓSTOMO, De compunctione: PG 49,323ss. SAN ISIDORO, De Sent, c. 12: PL 83,613-614.
(42) SAN BERNARDO, De diligencio Deo, el: PL 182,974-975
(43) SAN AGUSTÍN, Serm. 65 de Scriptutis: PL 38,430.
(44) Los ninivitas se levantarán el día del juicio contra esta generación y la condenarán; hicieron penitencia a la predicación de Joñas, u han aquí algo más que Jonás (Mt 12,41; cf. Lc 11,32 y Jn 3,5-6).
(45) David dijo a Natán: He pecado contra Yavé. Y Natán dijo a David: Yavé te ha perdonado tu pecado. (2S 12,13).
(46) Cf. Lc 7,37-38.
(47) Cf. Mt 26,75.
(48) SAN AGUSTÍN. De vera et falsa poenit., c. 19: PL 40. 1124, en GRATIANO, De Poenit. dist. 15, c. Consideret: PL 187,1631.
(49) SAN AGUSTÍN, Epist. ad Macedón. : PL 33,662.
(50) Cf. también Mt 18,33 Mc 11,2-5 Lc 11,4.
(51) Yavé abomina el sacrificio del impío y se agrada en la oración del justo (Pr 15,8).
(52) Cf. Lc 17,14.
(53) El C. Tridentino declaró el verdadero concepto de contrición tal cual se requiere para el sacramento de la penitencia; concepto que los protestantes habían falseado.
Para ellos, contrición era el terror espontáneo que surge en la conciencia del pecador. El Concilio, en cambio, definió que era algo voluntario y libre: precisamente el dolor y el odio del pecado cometido, juntamente con el propósito de no volver a pecar.
La contrición puede ser doble: a "I perfecta, nacida de la consideración de la suma bondad de Dios y del amor a SI, a quien con el pecado ofendimos; b) imperfecta, llamada vulgarmente atrición, es el dolor de los pecados originado no precisamente del amor a Dios, sino de la vergüenza del pecado, del temor del castigo, etc.
La contrición perfecta es suficiente para obtener el perdón del pecado y alcanzar la gracia. Por eso, antes de la confesión y de recibir la absolución, el pecador, que tiene verdadera contrición perfecta de sus pecados, queda justificado, aunque, como veremos, existe siempre la obligación de confesarse y recibir la absolución.
De esta contrición perfecta hay que entender lo que nos dice el Catecismo Romano cuando nos habla de la eficacia de la contrición.
En cambio, la sola atrición no justifica por sí misma, sino solamente unida con la confesión y la recepción de la absolución sacramental.
Aunque más imperfecta que la contrición, la atrición es algo bueno, realmente un don de Dios, y de todo punto necesaria para la confesión cuando no se tiene contrición perfecta. Así lo enseñó el C. Trid. (ses. XIV: DS 898).
Una y otra han de revestir necesariamente ciertas cualidades: a) Verdadera, aunque no es necesario que sea sensible, ya que, siendo actos de la voluntad, basta que en ella realmente exista la detestación y el odio del pecado.
b) Sobrenatural: referida a Dios.
c) Suma en la perfección: considerando el pecado como el mayor mal posibLc No hace falta que sea suma también en la intensidad, ni se requiere determinada duración. Basta que de hecho se pueda decir que hay verdadero dolor de los pecados.
d) Universal: que abarque todos los pecados. Implícitamente al menos aquellos de los que no se acuerde.
Debe ser anterior a la absolución. Por lo cual nadie debe acercarse a la confesión sin tener verdadero dolor de los pecados.


B) Confesión

Supuesta la contrición, la confesión constituye el segundo elemento esencial de la penitencia.

Esta mera reflexión bastará para hacernos caer en la cuenta de su extraordinaria importancia y del sumo interés que, por consiguiente, debe ponerse en su estudio; todo cuanto, por la infinita misericordia de Dios, se conserva hasta hoy en la Iglesia de santo, piadoso y religioso, se debe en gran parte a la confesión.

Por ello no nos extrañará que el enemigo del género humano, maquinando derribar desde sus mismos cimientos la fe católica, haya dirigido contra la confesión sus mejores y más satánicos tiros por medio de todos los satélites de la impiedad (54).

1) Su NECESIDAD. - Subrayemos ante todo la utilidad, más aún, la necesidad de la confesión (55).

Es cierto que la contrición perdona los pecados. Mas ¿quién puede estar seguro de haber llegado a tal grado de arrepentimiento que iguale con su dolor la grandeva del pecado? Pocos podían esperar por este solo camino el perdón de sus pecados. Fue, por consiguiente, necesario que Cristo, en su infinita bondad, pusiese en las manos de todos un medio más fácil de salvación, como lo hizo al entregar a su Iglesia las llaves del reino de los cielos (56).

Todos debemos creer firmemente, según la doctrina de la fe católica, que, si alguno está sinceramente arrepentido de sus pecados y decidido a no cometerlos más en adelante, aunque su dolor no sea suficiente por sí para obtener la remisión de sus culpas, éstas se le perdonan en virtud de las llaves, siempre que se confiese debidamente con un sacerdote.

Todos los Padres de la Iglesia enseñaron siempre que con las llaves se abren las puertas del cielo (57). Y el Concilio de Florencia sancionó esta certísima verdad, declarando que el efecto propio de la penitencia es la absolución de los pecados (58).

Puede colegirse además la necesidad de la confesión de los mismos datos de la experiencia: nada resulta tan eficaz a los pecadores para enmendar sus depravadas costumbres como el verse obligados a manifestar los más secretos pensamientos de su corazón, las acciones y las mismas palabras, a un amigo prudente y fiel que pueda ayudarle con sus consejos. Del mismo modo, quien se sienta turbado por los remordimientos de sus culpas, encontrará alivio y paz descubriendo las enfermedades y las llagas de su alma al ministro de Dios, que queda obligado personalmente por la severísima ley del sigilo sacramental. De esta manera la confesión les proporcionará sin duda preciosos y divinos remedios, no sólo para curar las actuales enfermedades de su espíritu, sino también para guiar y sostener sus almas, de modo que no les sea fácil ya recaer de nuevo en los mismos pecados.

Recordemos por último una nueva ventaja de la confesión, que interesa a toda la vida social. Porque es innegable que sin ella el mundo se vería en breve inundado de innumerables maldades secretas. El hábito del mal volvería poco a poco a los hombres tan depravados, que les empujaría a cometer las cosas más nefandas y hasta gloriarse públicamente de ellas. La vergüenza de la confesión refrena el frenesí y el deseo del pecado, oponiendo un dique eficaz a la creciente malicia de los hombres.

2) Su NATURALEZA. - Defínese así la confesión: Una acusación de los pecados hecha en el sacramento de la penitencia para recibir el perdón en virtud de las llaves.

a) Es ante todo una acusación, porque los pecados no se han de referir haciendo ostentación del mal cometido - como lo hacen los que se alearan de haber obrado el mal (Pr 2,14) -, ni como un mero relato entre personas que no tienen otra cosa que hacer. Hemos de acusar los pecados declarándonos culpables y con deseo de castigar en nosotros el mal cometido.

b) Debe ser además una acusación hecha para obtener el perdón. Porque es muy distinto el tribunal de la penitencia de los tribunales humanos. En éstos la confesión del delito va seguida de la condena y del castigo, mientras que en el sacramento sigue la absolución de la culpa y el perdón del culpado.

En este mismo sentido, aunque con diferentes palabras, han definido los Santos Padres de la Iglesia la confesión. San Agustín dice: La confesión es la manifestación de una enfermedad oculta hecha con la esperanza del perdón (59). Y San Gregorio Magno: La confesión es una detestación de los pecados (60). Una y otra, como se ve, pueden fácilmente reducirse a la definición anteriormente dada.

3) INSTITUCIÓN DIVINA. - Cristo nuestro Señor, el que todo lo ha hecho bien (Mc 7,37), nos dejó en este sacramento una prueba infinita de bondad y misericordia.

Estando congregados los apóstoles en el Cenáculo, después de su resurrección, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20,22-23). Con ello constituía a los apóstoles jueces de esta causa y les daba la potestad de retener y de perdonar los pecados.

Y lo mismo significó el Señor cuando mandó a los apóstoles desatar a Lázaro con ocasión de su resurrección (61). San Agustín comenta así este pasaje: Los sacerdotes pueden ya aprovechar a otros, pueden perdonar abundantemente a los que se confiesan, remitiéndoles los pecados. Al darles el Señor el poder de desatar a Lázaro resucitado, mostró que les concedía la facultad de desatar (62).

Y es una confirmación de lo mismo el hecho de que Cristo ordenase a los diez leprosos del Evangelio que se presentaran a los sacerdotes y se sujetaran a su juicio (63).

Es claro que, habiendo conferido Cristo a los sacerdotes la facultad de retener y perdonar los pecados, les constituyó con ello jueces en la materia. No siendo posible, como acertadamente advierte el santo Concilio de Trento, pronunciar una sentencia justa sobre cualquier argumento ni respetar las sagradas reglas de la justicia al asignar las penas de los delitos si no se ha conocido y ponderado enteramente la causa, lógicamente se sigue que los penitentes deben exponer a los sacerdotes en la confesión todos y cada uno de los pecados cometidos. Esta doctrina decretada por el Concilio ha sido constantemente enseñada por la Iglesia (65).

Si además repasamos con atención los escritos de los Santos Padres, encontraremos en ellos frecuentes y explícitos testimonios no sólo de la institución divina del sacramento por parte de Cristo, sino también de la ley evangélica de la confesión sacramental, o, como dicen los Padres griegos, de la "exomologesis" o "exagoreusis".

Y aun en el Antiguo Testamento encontramos va numerosas figuras que parece deben referirse a la confesión, en los distintos sacrificios realizados por los sacerdotes para la expiación de las múltiples clases de pecados (65).

4) RITOS Y CEREMONIAS. - Convendrá también considerar los ritos y ceremonias con que la Iglesia ha rodeado la administración y el uso del sacramento de la penitencia. Es cierto que estas ceremonias no pertenecen a su íntima esencia, pero resaltan notablemente su valor y disponen a las almas con toda la eficacia de la piedad para recibir con mayor abundancia la gracia divina.

Postrado a los pies del sacerdote, con la cabeza descubierta, los ojos cerrados y las manos juntas en actitud de súplica, el pecador acusa humildemente sus pecados, demostrando así aún con el gesto exterior reconocer en el sacramento una virtud divina, que él implora con toda el alma, buscando la misericordia de Dios.

5) OBLIGACIÓN DE LA CONFESIÓN. - Cristo instituyó la confesión censando que su uso nos habría de ser necesario. Él sabía bien, y claramente nos lo manifestó, que las conciencias gravadas por el pecado mortal no podrían volver a la vida espiritual sino mediante este sacramento (66).

Y para subrayar esta necesidad utilizó aquella admirable metáfora de las llaves del remo de los cielos. Con ella quiso definir la facultad de administrar la penitencia (67): porque así como nadie puede entrar en un lugar cerrado sin recurrir al que tiene las llaves, de igual modo el que quiera entrar en el reino de los cielos debe recurrir al sacerdote, a cuya fidelidad confió Cristo las llaves con que se abren sus puertas. Sólo así cabe concebir el uso de las llaves en la Iglesia: si existiera otro camino para llegar al cielo, el que ha recibido de Cristo la facultad de las llaves habría recibido un oficio vano y una misión inútil.

Bien lo entendía San Agustín cuando escribió: Ninguno pretenda hacer penitencia sólo en secreto, delante del Señor, diciendo: Dios, que me ha de perdonar, conoce todo y lee en mi corazón. No, porque entonces se habría dicho en vano: Cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo. ¿O es que acaso Cristo confió a su Iglesia sin razón las llaves del reino de los cielos? (68)

También San Ambrosio escribía en su libro De paenitentia, contra los herejes novacianos, que reservaban a sólo Dios el poder perdonar los pecados: ¿Quién venera más a Dios, el que obedece sus mandatos o el que los resiste? Dios nos mandó obedecer a sus ministros, y sólo obedeciéndoles damos en realidad honor a Dios (69).

Nadie puede poner en duda, por consiguiente, que la ley de la confesión es de origen divino.

Veamos ahora a quiénes obliga, en qué edad conviene esta obligación y en qué tiempo del año debe cumplirse.

Por un canon del Concilio Lateranense, que empieza: "Todo fiel de uno y otro sexo", consta que ninguno está obligado a la ley de la confesión antes de llegar al uso de la tazón (70). Y esta edad no puede conmutarse por un número definido de años igual para todos.

En línea general, deberemos sostener que los niños tienen obligación de confesarse desde el momento en que aparece en ellos la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, y, por consiguiente, la capacidad de pecar. Es la edad en que somos capaces de razonar y de tomar decisiones de índole espiritual respecto a nuestra eterna salvación. Quienes al llegar a esta edad cometen algún pecado grave, no pueden salvarse más que por la confesión de sus culpas.

En el mismo canon del Concilio Lateranense se establece el tiempo más oportuno para hacer la confesión, imponiendo a todos los fieles la obligación de confesar los pecados al menos una vez al año. lis claro, sin embargo, que las situaciones de tantas almas exigen un uso más frecuente de este sacramento. Por supuesto, cada vez que nos encontremos en peligro de muerte, o hayamos de realizar un acto que exige el estado de gracia (administrar, por ejemplo, o recibir sacramentos), no puede descuidarse la confesión. Dígase lo mismo en el caso en que, aplazando excesivamente la confesión, podríamos después olvidarnos de algún pecado grave cometido; porque es cierto que no podemos confesar los pecados que no recordemos, pero también lo es que Dios no nos perdona los pecados sino mediante el sacramento de la penitencia (71),

6) Sus CUALIDADES. - De las muchas prescripciones que deben observarse en una recta y santa confesión, unas son esenciales al sacramento, otras no. De todas ellas di" remos sólo algunas palabras, no escaseando los libros y tratados ascéticos, donde fácilmente puede encontrarse otra más amplia explicación.

a) Ante todo, la confesión debe ser íntegra, es decir, deben manifestarse al sacerdote todos los pecados mortales.

Los veniales no destruyen la gracia de Dios; por consiguiente, si bien es laudable y provechoso el confesarles, también (así suelen hacerlo los cristianos verdaderamente piadosos), pueden, no obstante, omitirse sin culpa y expiarse de otras muchas maneras.

Los pecados mortales, en cambio, deben acusarse todos y cada uno, aun los más secretos, aun aquellos que violan los dos últimos mandamientos del decálogo; sucede con frecuencia que éstos hieren más gravemente al alma que los que se cometen externa y públicamente.

Esta necesidad de acusar totalmente los pecados graves fue enseñada siempre por la Iglesia, según testimonio de los Santos Padres, y claramente definida en el Concilio de Trento (72). San Ambrosio escribe: Nadie puede ser perdonado si no confiesa su pecado (73). San Jerónimo, comentando el Eclesiastés, escribe también: El que ha sido mordido secretamente por la serpiente diabólica y ha sido infectado por el veneno del pecado con desconocimiento de todos, si se calla y no hace penitencia ni quiere descubrir su herida al hermano o al maestro, al maestro que tiene en sus manos el poder de curarlo, no podrá ser útil en modo alguno (74). Y San Cipriano en su libro De lapsis: Aun aquellos que no son reos del delito de sacrificio idolátrico o de libelo, aunque solamente hayan pensado en ello, deben confesar su culpa con dolor a los sacerdotes de Dios (75). Es un punto este sobre el cual es común la doctrina de los Padres.

b) En segundo lugar debe ponerse en la confesión aquel sumo cuidado y diligencia que ponemos en los asuntos más graves de la vida, ya que se trata de sanar las heridas de nuestra alma y de arrancar con todas las energías posibles las mismas raíces del pecado.

No debemos limitarnos a acusar distintamente los pecados graves; es necesario manifestar todas aquellas circunstancias que agravan o disminuyen notablemente su malicia (76).

Hay algunas de suyo tan graves, que bastan por sí solas para dar al pecado la naturaleza de culpa mortal; éstas es necesario siempre confesarlas. El que ha matado, por ejemplo, debe decir si la víctima era un clérigo o un seglar.

El que ha tenido relaciones carnales con una mujer, debe especificar si era soltera o casada, pariente o consagrada a Dios con votos. Todas estas circunstancias constituyen especiales clases de pecados: en el primer caso, se trata de simple fornicación; en el segundo, de adulterio; en el tercero, de incesto, y en el cuarto, de sacrilegio.

También el hurto es genéricamente un pecado; pero el que roba cinco pesetas peca mucho más levemente que el que roba cien, doscientas, o el que sustrae una fuerte suma, y más aún si se trata de una suma sagrada.

Otras circunstancias son también el tiempo y el lugar de pecado. Omitimos aducir ejemplos de ellas, pues pueden encontrarse fácilmente en las obras de los moralistas.

Éstas son las circunstancias que deben explicarse. Nótese, sin embargo, que las no específicamente agravantes pueden callarse en la confesión sin culpa alguna.

Es tan necesario para la confesión que la acusación de los pecados sea efectivamente íntegra y completa, que, si alguno de propósito confiesa en parte sus culpas y en parte las omite, no sólo no saca provecho alguno de tal confesión, sino que comete un nuevo pecado, de sacrilegio (77) Ni siquiera merecería el nombre de confesión sacramental esta mera relación de pecados; el penitente debería repetirla de nuevo acusando este nuevo pecado de profanación de la santidad del sacramento.

Pero si la confesión fue incompleta por causas no queridas de propósito (olvido involuntario, insuficiente examen de conciencia, etc., siempre que el penitente tuviera intención de confesar todos sus pecados, no es necesario repetir la confesión. Bastará confesar al sacerdote, en otra ocasión, los pecados olvidados, cuando se acuerde de ellos (78). Puede ocurrir, sin embargo, que el examen de conciencia se haga con demasiada rapidez y descuido, equivalente a un verdadero deseo de omitir los pecados; en tal caso sería igualmente necesaria la repetición de la confesión mal hecha.

c) La acusación de los pecados debe ser además franca, escueta, sencilla y clara, no concebida artificiosamente, como sucede con frecuencia en algunos, que más parecen querer contar la historia de su vida que confesar arrepentidos sus pecados. La confesión debe mostrarnos al sacerdote tales cuales somos a nuestros ojos, dando lo cierto como cierto y lo dudoso como dudoso. Si no se confiesan los pecados o se entremezclan discursos extraños a ellos, es evidente que la confesión carece de estas virtudes.

d) Es digno de alabanza que la acusación de los pecados se haga con prudencia y vergüenza. No está bien perderse en demasiadas y largas parrafadas; expóngase con brevedad y modestia sólo y cuanto pertenezca a la naturaleza y a la especie de cada pecado.

e) Tanto el confesor como el penitente procuren además que su confesión sea secreta. Por esto jamás es lícito confesar los propios pecados por medio de un intermediario, o por carta, lo que sería una grave violación del secreto sacramental.

f) Por último, procuren cuidadosamente los fieles purificar su alma mediante la frecuencia de la confesión.

Nada más saludable para el alma en pecado o asediada de peligros espirituales que confesar inmediatamente sus culpas. No afirmamos que no pueda un pecador vivir largos años aún, pero sería verdaderamente vergonzoso que, usando tanto cuidado en la higiene y cuidado del cuerpo y del vestido, fuéramos luego tan gravemente descuidados en lo que se refiere a la pureza y al esplendor del alma, tan frecuentemente ofuscado por las horrendas manchas del pecado.

7) EL MINISTRO. - El ministro de la penitencia es el sacerdote que tenga potestad, ordinaria o delegada, de absolver los pecados. Y no sólo deberá tener la potestad de orden, sino también la de jurisdicción (79).

Recordemos a este propósito las palabras de Cristo en San Juan: A quien perdonareis los pecados, le serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20,23).

Es evidente que no dirigió el Señor estas palabras a todos, sino sólo a los apóstoles y a los sacerdotes, que habían de sucederles en este oficio.

Y pruébalo también la misma razón: la gracia concedida por este sacramento se deriva a los miembros de la Cabeza, que es Cristo; es lógico, por consiguiente, que sea administrada al Cuerpo místico, que son los fieles, por aquellos que tienen el poder de consagrar sobre el altar el cuerpo real del Señor. Tanto más cuanto que en virtud de la penitencia reciben los cristianos la pureza del alma necesaria para acercarse a la Eucaristía.

Los testimonios de los Padres de la Iglesia dejan entrever el gran respeto y honor con que se rodeó siempre al sacerdote que rige con potestad ordinaria a su grey: según ellos, ningún sacerdote puede ejercer actos de administración sacramental en la parroquia de otro sin la autorización del que la regenta, si no se trata de un caso de extrema necesidad. Así lo entendía también San Pablo cuando mandó a Tito constituir sacerdotes en cada ciudad que alimentaran y formaran a los fieles con el manjar celestial de la doctrina cristiana y de los sacramentos (80).

Sin embargo, para que nadie corra peligro de condenación eterna, el santo Concilio de Trento declaró ser práctica constante de la Iglesia de Dios que cualquier sacerdote pueda en caso de peligro de muerte, y si no hay posibilidad de recurrir al propio párroco, no sólo perdonar todo género de pecados, aun los reservados a cualquier potestad, sino también absolver del vínculo de excomunicación (81).

Además de la potestad de orden y jurisdicción, absolutamente necesarias, el ministro de la penitencia debe poseer una vasta doctrina y una notable prudencia, porque desempeña al mismo tiempo oficio de juez y médico de las almas.

No basta una ciencia cualquiera. Como juez debe indagar sobre los pecados cometidos, clasificarlos en sus específicas categorías y distinguir los pecados más graves de los más leves, según la cualidad y condiciones de cada penitente.

Y en cuanto médico necesita el confesor una suma prudencia. Es deber suyo el saber proveer al enfermo de los remedios más eficaces para sanar el alma y prevenirla contra las nuevas posibles acometidas del mal.

De aquí la necesidad para todo cristiano de elegir con exquisito cuidado un sacerdote dotado de integridad de vida, de ciencia e inteligencia, capaz de valorar la importancia de su oficio, perspicaz en el sancionar la conveniencia de la pena para cada culpa y prudente en el juzgar quién debe ser absuelto y quién debe quedar ligado.

8) EL SIGILO SACRAMENTAL. - Siendo tan legítimo el que las almas deseen celosamente que sus culpas y propias vergüenzas queden absolutamente ocultas, sepan los fieles que no tienen razón alguna de temer que el sacerdote pueda jamás revelar a ninguno los pecados oídos en confesión (82).

Las sanciones establecidas en los sagrados cánones (83) son gravísimas contra aquellos confesores que no guardan sepultados en el más inviolable secreto los pecados escuchados en el sacramento de la penitencia. El Concilio ecuménico Lateranense decreta: "El sacerdote no debe jamás descubrir al pecador ni con palabras, ni con señas, ni con cualquier otro medio" (84).

9) REGLAS PARA ESCUCHAR CONFESIONES. - Expuesta la doctrina del ministro, réstanos decir unas palabras sobre el uso y práctica de la confesión.

a) Dolorosamente son muchos los cristianos que descuidan hasta el máximo su vida cristiana, y especialmente este sagrado deber de confesar los pecados. Será siempre sagrado deber sacerdotal el acudir con toda diligencia en socorro de estas pobres almas, hasta conseguir que sus confesiones no sean defectuosas o sacrílegas.

Procuremos sobre todo poner atención en dos cosas: que el penitente conciba un verdadero dolor de sus pecados y que alimente un sincero propósito de no volver a pecar. Conseguida esta doble disposición, será fácil excitarles a dar gracias a Dios por tan gran beneficio y a implorar la divina gracia para poder resistir a las tentaciones y vencer sus perversas tendencias.

Inculquémosles también la práctica de la cotidiana meditación de la pasión del Señor, con la que se encenderá en sus corazones el deseo de imitar a Jesucristo y de amarle durante toda su vida. Una de las causas más frecuentes y más graves de la desconfianza de las almas frente a los asaltos del demonio es, sin duda ninguna, el descuido de la meditación de las verdades eternas, donde el fuego del amor divino ayuda a estimular y reforzar el espíritu para la lucha.

Mas si el penitente se encuentra reacio al dolor, de tal manera que no se le pueda decir verdaderamente arrepentido, esfuércese el sacerdote por hacerles concebir el deseo de la contrición. Éste le ayudará a implorar el don de la divina misericordia.

b) Frente a los penitentes que se esfuerzan por excusar o atenuar por todos los medios sus pecados, será necesario reprimir su soberbia. Es el caso de quien, acusando sus propios arrebatos de ira, hace recaer la culpa sobre los demás, lamentándose de haber sido injuriado primero por ellos. El sacerdote le hará ver que este estado de ánimo está dictado por el orgullo, y que, no teniendo en cuenta su propia culpa, termina por acrecentar más que disminuir la gravedad del mal. ¿Qué mérito hay en efecto en tener paciencia sólo cuando nadie nos afrenta? Esto no es propio de un verdadero cristiano. Más perfecto y evangélico será siempre el saber ofrecer a Dios el homenaje de la propia paciencia, y desde luego más eficaz para corregir, con el testimonio de la propia mansedumbre, al hermano que pecó contra nosotros.

c) Mucho más doloroso es el caso de quienes, dominados por una funesta vergüenza, no se atreven a confesar sus propios pecados. Es necesario animarles con oportunas exhortaciones, haciéndoles ver que no hay motivo alguno para avergonzarse de la confesión, desde el momento en que nadie puede maravillarse de que un hombre peque. ¿No entra esto dentro de la condición de debilidad en que todos nos encontramos?

d) Hay otros penitentes en fin que, o por la poca costumbre que tienen del sacramento o porque no han puesto diligencia alguna al hacer el examen, no saben hacer su confesión, y frecuentemente ni siquiera comenzarla. Convendrá enseñar a éstos que antes de presentarse al sacerdote es necesario haber concebido un verdadero dolor de los pecados, lo que en modo alguno es posible si ni siquiera los conocen. Si, a pesar de ello, aun se constatara que semejantes penitentes están absolutamente privados de la necesaria preparación, se les debe invitar amablemente a retirarse el tiempo necesario para hacer una buena preparación y que vuelvan después. Y si acaso insistiesen en querer confesarse, protestando haberse preparado con cuidado, podrá escucharles el sacerdote (sobre todo si teme que no han de volver), si nota en ellos un deseo sincero de enmendar su vida y la buena disposición de reconocer su propia negligencia, con el propósito de procurar en lo sucesivo un mayor cuidado en sus confesiones. Todo esto, sin embargo, exige una escrupulosa cautela por el bien de las almas.

En la práctica, pueden los sacerdotes atenerse a esta norma: si, escuchada la confesión, constatan que no faltó la diligencia en la acusación ni el dolor de los pecados, podrán absolver al penitente; mas, si faltare lo uno y lo otro, le despedirán afablemente, mas sin ocultarle que es necesario mayor esfuerzo para examinarse y prepararse dignamente al sacramento.

e) Puede suceder que el penitente, especialmente si se trata de una mujer, olvidando en la acusación algún pecado, del que se acuerda apenas se levanta del confesonario, no se atreva a volver al confesor, o por miedo de ser juzgada reo de culpas particularmente graves o por temor de que el pueblo la juzgue ávida de especial alabanza por su particular delicadeza de conciencia. Será conveniente, pues, insistir con los penitentes y en las instrucciones al pueblo que la memoria es frágil y puede fácilmente olvidar los pecados, y, por consiguiente, no deben avergonzarse de volver al confesonario para decir el pecado olvidado.

Todas estas cosas y otras parecidas deben tener muy presentes los sacerdotes que escuchan confesiones.


(54) Así en el siglo xiv Wiclef, según el cual la confesión es cosa inútil, instituida por la Iglesia y no por nuestro Señor Jesucristo.
Latero y los protestantes al principio la admitieron, pero más tarde negaron su valor y sacramentalidad.
Los modernos acatólicos, partidarios de la evolución, han rechazado igualmente su origen divino.
En la misma institución por Cristo del sacramento de la penitencia se contiene la institución de la confesión. Efectivamente, siendo el sacerdote ministro de este sacramento, como juez que absuelve o retiene los pecados, necesariamente se presupone la confesión de ellos, para que el ministro conozca la causa y dicte sentencia.
Por otra parte, la misma historia de la Iglesia, a la que quisieron recurrir los enemigos, y en que creyeron encontrar apoyo, demuestra sobradamente que desde un principio fue practicada. Obligados por los descubrimientos continuos de nuevos datos históricos, han tenido que confesar que ya en los primeros siglos era no sólo conocida, sino frecuente.
Por eso ya a mediados del siglo m los obispos, para poder atender a las múltiples obligaciones de su cargo pastoral, se vieron obligados a crear el cargo de "presbítero penitenciario", dedicado al ministerio de oír confesiones.
"De la institución del sacramento de la penitencia ya explicada, entendió siempre la Iglesia universal que fue también instituida por el Señor la confesión íntegra de los pecados (Jc 5,16 1Jn 1,9 Lc 17,14), y que es por derecho divino necesaria a todos los caídos después del bautismo… " (C. Trid., ses. XIV c. 5: DS 899).
(55) Cf. C. Trid., ses. XIV, cn. 7: DS 917.
(56) En la nueva Ley, la confesión es necesaria para obtener la justificación, no bastando la contrición perfecta, ya que ésta, aunque también justifica, pero sólo lo hace dependientemente de aquélla.
Como dice el C. Tridentino (ses. XIV c. 4: DS 898), la contrición perfecta justifica únicamente si va unida al voto de la confesión; por tanto, existe siempre la obligación de recibir sa - cramentalmente el perdón.
(57) SAN AMBROSIO, Serm. in Qaadrages.,17: PL 17,657-658 en GRATIAN., De Poenií., dist. l, c. Ecce nunc: PL 187,1532. SAN AGUSTÍN, De adult, coniug., c. 9; ML 40,476.
(58) "El efecto de este Sacramento es la absolución de los pecados" (C. Flor., Decreto pro Arm.: DS 699).
(59) SAN AGUSTÍN, Serm. 57: PL 38,433; De vera et falsa poenit., c. 10: PL 40,1122.
(60) SAN GREGORIO, Hom. 40 in Evang. : PL 76,1302; Moralium, 1.10, c. 15: PL 75,935-936.
(61) Cf. Jn 11,44.
(62) SAN AGUSTÍN, De vera et falsa poenit., c. 10: PL 40,1122.
(63) Lc 17,14-15.
(64) Cf C. Trin., ses XIV c S- T> W9.
(65) Cf. Lv 4-9 Nb 5-9 Nb 12 Nb 14-15.
(66) Siendo necesaria la confesión para obtener el perdón, es clara la obligación que tiene el pecador de acudir al tribunal de la penitencia para conseguirlo.
La Iglesia, imponiendo como obligatoria la confesión anua!, no ha hecho más eme urgir y determinar este mandamiento de su divino fundador.
(67) Cf. Mt 16,9.
(68) SAN AGUSTÍN, Hom. 49; Sevm. 392: PL 39,1711.
(69) SAN AMBROSIO, De Poenit., c. 2,1. 1: PL 16,488.
(70) "Todo fiel de uno y otro sexo, después que hubiere llegado a los años de la discreción, confiese fielmente él solo, por lo menos una vez al año, todos sus pecados… " (C. Lat. IV, c. 21: DS 437).
(71) La disciplina vigente en la Iglesia la tenemos en el Código de Derecho Canónico:
"Todo fiel de uno u otro sexo, una vez que ha llegado a la edad de la discreción, esto es al uso de la razón, tiene obligación de confesar fielmente todos sus pecados, una vez por lo menos cada año" (CIS 906).
(72) La integridad de la confesión obliga a manifestar todos los pecados mortales cometidos después del bautismo no confesados, aunque estén perdonados o por un acto de contrición perfecta o porque se omitieron en una confesión anterior buena.
La integridad puede ser formal o material, según que se manifiesten todos los pecados cometidos o solamente aquellos de los que se tiene conciencia después de un examen diligente y prudente.
No siempre se requiere la integridad material para hacer una buena confesión, ya que algunas veces esto será imposible por no acordarse el penitente de todos sus pecados. Entonces es suficiente la integridad formal.
Para que la confesión sea íntegra se requiere: a) que se acusen todos los pecados; b) su especie moral ínfima; c) su número; d) si ha sido solamente de pensamiento, o deseo, o si se realizó.
Ha de tenerse en cuenta:
1) Que sólo hay que acusar aquellas circunstancias que se conocían cuando se cometió el pecado y que además se sabía que agravaban o añadían nueva malicia moral al pecado. Sólo así se pudo contraer la malicia de aquella circunstancia.
2) Si no se sabe el número exacto de pecados, se ha de decir el número aproximado; y, si después se descubre el número exacto, no hay obligación de manifestarlo, a menos que la diferencia fuera muy notabLc
3) La integridad de la confesión no implica la obligación de acusar todos los pecados veniales, aun cuando el penitente no acuse pecado mortal alguno.
Intimamente unida a la integridad está la sinceridad, que obliga a no mentir nunca en la confesión.
Por razón de la insinceridad se comete pecado grave:
a) Cuando voluntariamente se oculta un pecado grave.
b) Cuando se confiesa un pecado grave no cometido.
c) Cuando se acusa falsamente un solo pecado venial, por que entonces se hace nulo el sacramento por falta de materia suficiente.
(73) SAN AMBROSIO, De Parad., c. 14, n. 71: PL 14,328.
(74) SAN JERÓNIMO, Super c. 10, Eccl: PL 23,1152.
(75) SAN CIPRIANO, De lapsis, n. 28: PL 2,503.
(76) "Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales… y las circunstancias que cambian la especie del pecado…, sea anatema (C. Trid., ses. XIV, cn. 7: DS 917; cf. c. 5: DS 899).
(77) La razón es que, no pudiendo perdonarse un pecado sólo, sino que necesariamente se perdonan todos o no se perdona ninguno, al no acusarlos todos - si se hace voluntariamente - no se le perdonan aquéllos que no acusa, y, por tanto, tampoco los demás. Y como además ha usado mal de un sacramento, comete un nuevo pecado, de sacrilegio.
(78) Es consecuencia de todo lo anteriormente expuesto, porque aun queda la obligación impuesta por Cristo de someter todos los pecados a la potestad de las llaves, otorgada por Él a la Iglesia.
(79) Solamente el sacerdote puede administrar el sacramento de la penitencia.
Esto supone que el ministro de este sacramento haya recibido, mediante una ordenación válida, la potestad llamada de orden, es decir, aquella que se confiere en la ordenación, de la que es como una parte la potestad de perdonar los pecados.
Contra los errores que a través de los siglos defendieron diversos herejes, el Concilio Tridentino enseñó la verdadera doctrina:
"Si alguno dijere… que no sólo los Sacerdotes son ministros de la absolución, sino que a todos los fieles de Cristo fue dicho: Lo que atareis sobre la tierra…, sea anatema" (ses. XIV, cn. 10: DS 920).
En efecto, sólo a los apóstoles y a sus legítimos sucesores entregó Cristo el poder de perdonar los pecados.
Así lo entendió la constante tradición de la Iglesia.
Cuando en algunos documentos antiguos se dice que los mártires perdonaban los pecados, se significa no el perdón sacramental, sino la benignidad con que trataban a los pecadores.
Y aunque en algún tiempo hubo costumbre de confesar con el diácono o con laicos piadosos, sin embargo, los mismos autores del tiempo advertían que no era confesión sacramental, es decir, en orden a recibir la absolución, porque ésta únicamente la impartían los sacerdotes.
Además de la potestad de orden, que se confiere al sacerdote en la ordenación, se requiere, para que absuelva válidamente, potestad de jurisdicción. Jurisdicción es la potestad de regir a los súbditos en orden al fin sobrenatural.
Así lo enseñó siempre la Tradición, y el Concilio Tridentino, con su supremo magisterio, confirmó esta doctrina, que además se contiene en el Código de Derecho Canónico.
La razón es clara: el sacramento de la penitencia es un juicio, y la absolución, una sentencia judicial, y, no pudiéndose dar sentencia judicial más que sobre los súbditos, es natural que todo penitente, cuando se confiese, deba ser súbdito del confesor; mas sólo son súbditos aquellos sobre los que se tiene jurisdicción. Luego el sacerdote que no tenga potestad de jurisdicción no puede absolver:
"Para absolver válidamente de los pecados se requiere en el ministro, además de la potestad de orden, potestad de jurisdicción, ordinaria o delegada, sobre el penitente" (CIS 872; cf. C. Trid., ses. XIV, c. 7: DS 903).
(80) Te dejé en Creta para que acabases de ordenar lo que faltaba y constituyeses por las ciudades presbíteros en la forma que te ordené (Tt 1,5).
(81) Movida por diversas causas, que así lo aconsejaban, mandó la Iglesia antiguamente que la confesión se hiciese con el propio párroco o con otro, pero siempre con el permiso de aquél.
Hoy, cambiadas las circunstancias, permite que la confesión pueda hacerse con cualquier sacerdote, con tal que éste haya recibido jurisdicción para oír confesiones.
En caso de peligro de muerte, cualquier sacerdote tiene jurisdicción para absolver (cf. CIS 882).
(82) Si en algún punto de su disciplina se ha mostrado la Iglesia extremadamente rigurosa, es en el sigilo sacramental. Copiamos íntegramente los cánones que lo determinan:
1) El sigilo sacramental es inviolable; guárdese, pues, muy bien el confesor de descubrir en lo más mínimo al penitente ni de palabra, ni por algún signo, ni de cualquier otro modo y por ninguna causa.
2) Están asimismo obligados a guardar el sigilo sacramental el intérprete y todos aquellos a quienes de un modo o de otro hubiese llegado noticia de la confesión" (CIS 892).
3) "Le está prohibido en absoluto al confesor hacer uso, con gravamen del penitente, de los conocimientos adquiridos por la confesión, aunque no haya peligro alguno de revelación" (CIS 890).
4) "El confesor que tuviere la osadía de quebrantar directamente el sigilo sacramental, queda excomulgado con excomunión reservada de un modo especialísimo a la Santa Sede, y el que lo hace indirectamente está sujeto a las penas que se determinan en el cn. 2368 § 1.
5) Todo aquel que tuviere la temeridad de quebrantar lo que se manda en el cn. CIS 889 § 2, debe ser castigado según la gravedad de la culpa, con una pena saludable, que puede ser hasta la excomunión" (CIS 2369).
1) Es materia del sigilo sacramental no sólo todo pecado -mortal o venial-, sino todo aquello que sin tener razón de pecado se declaró en confesión en orden a manifestar los pecados.
Se viola el secreto sacramental no sólo cuando se revela el pecado y el pecador que lo cometió, sino también cuando sin manifestar el pecador, se manifiestan tales circunstancias que pueden crear peligro de descubrir al penitente.
Una y otra están castigadas con las más severas penas.
Prohibe, además, severísimamente la Iglesia todo uso de los conocimientos adquiridos en confesión, aun cuando no haya peligro de violación del sigilo, cuando esto recayere en perjuicio del penitente.
(83) GRACIANO, De Poenit, dist. 6 c. 2: PL 187,1640.
(84) C. Lat. IV, c. 21: DS 438.


C) Satisfacción

El tercer elemento de la penitencia es la satisfacción. 1) Su SIGNIFICADO Y VALOR. - Expondremos primeramente su genuino significado y eficacia, porque frecuentemente han tomado de aquí los enemigos de la Iglesia ocasión para polémicas y discordias, con grave daño de la piedad cristiana.

Satisfacer, en general, es pagar íntegramente lo que se debe. Decimos que uno está "satisfecho" cuando no le falta nada debido. En el caso específico de la reconciliación con un amigo, satisfacer significa ofrecer aquello que es suficiente para reparar la ofensa y la injuria que se le causó. En otras palabras: satisfacción es la compensación del mal inferido.

En nuestro caso, los teólogos indican con el nombre de satisfacción la compensación que el hombre ofrece a Dios por los pecados cometidos. Y como en ello puede haber muchos grados, divídese la satisfacción en varias especies.

a) La satisfacción más excelente es sin duda aquella por la que se ofrece a Dios, en compensación de nuestras culpas, todo lo que a Él se le debe en estricto rigor de justicia. Tal satisfacción suficiente para aplacar perfectamente a Dios y volverlo propicio, únicamente pudo ser ofrecida por Jesucristo en la cruz, precio supremo e íntegro de nuestra deuda de pecadores.

Ninguna cosa creada habría podido librarnos de la deuda infinita contraída por el pecado. Fue necesario que Cristo se ofreciera como propiciación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo (1Jn 2,2). La oferta y el sacrificio de Cristo fueron plena y total satisfacción, perfectamente adecuada a las exigencias contraídas por la humanidad con el cúmulo de pecados cometidos (85).

El valor infinito del sacrificio de Cristo rehabilitó al hombre en la presencia del Padre. Sin su virtud nuestras acciones humanas habrían permanecido eternamente privadas de todo valor y de todo mérito.

Recordemos a este propósito las palabras de David. El profeta se pregunta: ¿Qué podré yo dar a Yave por todos los beneficios que me ha hecho? Y responde: Tomaré el cáliz de la salud c invocaré el nombre de Yavé (Ps 115,12-13). Con la palabra "cáliz" expresa el profeta la satisfacción ofrecida a Dios en el sacrificio de Cristo.

b) Una segunda clase de satisfacción es la llamada canónica: aquella que por antiquísima costumbre de la Iglesia se impone al penitente en el momento de la absolución bajo la forma de una determinada pena, cuyo cumplimiento ha tomado el nombre técnico de "satisfacción".

c) Con este mismo nombre se indica todo género de penitencias que voluntariamente afrontamos por nuestros pecados, aunque no hayan sido impuestas por el sacerdote.

Esta satisfacción no pertenece propiamente a la naturaleza del sacramento, como sucede con la canónica, siempre que vaya unida a ella el propósito firme de no recaer más en pecado.

d) Con particular atención a este último aspecto, es decir, al propósito, algunos teólogos definieron la satisfacción como un acto que da a Dios el honor debido (86), subrayando que no se puede dar honor a Dios si al mismo tiempo no se procura evitar absolutamente todo nuevo pecado.

e) De aquí un ulterior sentido de la satisfacción:

"satisfacer es contar las causas de los pecados para no dejar entrada a sus sugestiones" (87).

f) Finalmente, otros teólogos prefieren definir la satisfacción como una purificación por la que el alma queda limpia de toda mancha de pecado y absuelta de las penas temporales contraídas por ellos.

2) Su NECESIDAD. - Él concepto de satisfacción engendrará necesariamente en las almas la persuasión de que deben ejercitarse continuamente en su práctica.

a) El pecado deja en el alma una doble consecuencia: la culpa y la pena. Por la confesión se perdona siempre la culpa, y por lo mismo el castigo eterno del infierno debido a la culpa; pero no siempre se condonan todas las huellas o reliquias del pecado y la pena temporal debida por los mismos. Así lo declaró el Concilio de Trento (88).

Y de ello tenemos ejemplos significativos en la Sagrada Escritura (89). Entre todos es sin duda el más expresivo el caso de David: el santo rey, a pesar de haberle asegurado el profeta Natán de parte de Dios que su pecado había sido perdonado - Yave te ha perdonado tu pecado; no morirás (2 Re. 13,12) -, se impone voluntariamente gravísimas penas, implorando día y noche la divina misericordia: Lávame más y más de mi iniquidad y limpíame de mi pecado, pues reconozco mis culpas y mi pecado está siempre ante mí (Ps 50,4-5). El profeta intenta con ello conseguir del Señor no sólo el perdón de la culpa, sino también el de las penas debidas a ellas; pide al Señor le reintegre al estado de pureza, gracia y decoro antecedentes a la culpa, purificándole de toda mancha de pecado. Y, no obstante sus plegarias, continuó Dios castigándole con la muerte del hijo nacido del pecado, con la traición y muerte de su hijo predilecto Absalón y con todas las penas que le había preanunciado (90).

También en el Éxodo vemos que Dios, aunque aplacado por las plegarias de Moisés había ya perdonado al pueblo el pecado de la idolatría, sin embargo, amenaza con penas gravísimas que ha de castigar tan enorme delito. Y el mismo Moisés confirma que el Señor se vengará severísima - mente hasta la tercera y cuarta generación (91).

Por lo demás, éste es un punto de segura doctrina católica, afirmada constantemente por los testimonios de los Padres (92). El Concilio de Trento explicó ampliamente las razones por las que no se perdona toda la pena del pecado en el sacramento de la penitencia, como sucede en el bautismo: "Aun la razón de la divina justicia parece exigir que sean recibidos diversamente a la gracia aquellos que por ignorancia pecaron antes del bautismo y aquellos que, rescatados ya una vez de la esclavitud del pecado y de Satanás y adornados con el don del Espíritu Santo, no dudaron en violar conscientemente el templo de Dios y entristecer al Espíritu divino (93). Y conviene a la divina clemencia que no nos sean perdonados los pecados sin alguna satisfacción, no sea que, juzgando cosa de poco la culpa y despreciando al Espíritu Santo, nos deslicemos en la primera ocasión a culpas más graves, acumulando así la ira divina para el día de la venganza (94). Porque no hay duda que estas penas satisfactorias retraen en gran manera del pecado, y sujetan como un freno, y hacen a los penitentes más cautos y vigilantes para el futuro" (95).

b) Son además estas penitencias como pruebas para documentar la sinceridad de nuestro dolor y como una reparación que ofrecemos a la Iglesia, gravemente ofendida por nuestras culpas.

San Agustín escribe: Dios no desprecia al corazón contrito y humillado. Mas como muchas veces el dolor de un corazón es desconocido por los otros y no llega a su conocimiento ni con palabras ni mediante otro signo cualquiera, oportunamente la Iglesia ha fijado tiempos de penitencia, en las que se dé satisfacción a la misma Iglesia y en las que se nos perdonen los pecados (96).

Añádase a lo dicho que nuestra penitencia es un ejemplo elocuente para los demás. Por ella comprenderán la necesidad de ordenar santamente sus vidas según las normas de la virtud cristiana. Contemplando las penas impuestas a nuestros pecados, entenderán que es necesario en la vida espiritual tener especiales cautelas para el bien y para la corrección de las propias costumbres.

Por esto la Iglesia exigía antiguamente que quien había pecado en público hiciera pública penitencia, para que, amonestados los demás, evitasen en adelante con más cuidado sus propias culpas. Y no sólo por los pecados públicos; también por los ocultos, especialmente los más graves, imponíase a veces penitencia; siempre y sin excepción por los pecados públicos, a los que no se concedía la absolución si antes no se aceptaba dicha penitencia. Mientras se conminaba ésta, los sacerdotes oraban a Dios por el pecador, exhortando a los demás a hacer lo mismo. Recuérdese a este propósito el particular cuidado y celo de San Ambrosio, cuyas lágrimas, según se refiere, llegaron a veces a suscitar un vivo dolor de corazón en las almas que se acercaban a la confesión con evidente frialdad (97).

Más tarde cesó la antigua disciplina eclesiástica de la penitencia pública, y el fervor de la vida cristiana se atenuó tanto, que no pocos cristianos llegaron a creer que para alcanzar el perdón de los pecados no era necesario el íntimo y vivo dolor de los mismos, sino que bastaba una ficticia apariencia de arrepentimiento.

c) Recordemos también que, aceptando las penas por nuestros pecados, reproducimos en nuestras almas la imagen de Cristo, nuestra Cabeza, que por nosotros y por nuestras culpas padeció y fue tentado (He 2,18).

¿Qué cosa puede concebirse más deforme - escribe San Bernardo - que un miembro alegre bajo una cabeza coronada de espinas? (98) Y, según San Pablo, somos coherederos de Cristo supuesto que padecemos con Él (Rm 8,17); porque, si padecemos con Él, también con Él viviremos; si sufrimos con Él, con Él reinaremos (2Tm 2,11-12).

d) Escuchemos sobre este punto la voz de los Padres de la Iglesia. San Bernardo afirma que en el pecado se encuentra la mancha y la pena; la primera es cancelada por la divina misericordia, mas para sanar de la segunda es indispensable la medicina de la penitencia. Porque así como cuando se cura una herida quedan aún cicatrices, que también necesitan atención y cuidado, igualmente, cuando en el alma se perdona la culpa, quedan aún reliquias del pecado que necesitan remedio (99).

San Juan Crisóstomo insiste en lo mismo: No basta sacar del cuerpo la flecha que lo ha herido; es necesario además curar la herida que se formó. También en el alma, conseguido el perdón del pecado, debe curarse por la penitencia la llaga que éste produjo (100).

San Agustín, a su vez, enseña expresamente que en el sacramento de la penitencia hemos de distinguir la miseria cotdia divina de la divina justicia; la primera perdona las culpas y la pena eterna; la segunda castiga al hombre con las penas temporales (101).

e) Pensemos, por último, que las penas aceptadas de buen grado en penitencia por los pecados previenen los suplicios establecidos por Dios, según la doctrina de San Pablo: Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos condenados. Mas juzgados por el Señor, somos corregidos para no ser condenados con el mundo (1Co 11,31-32).

Si atentamente pesamos todas estas razones, no podremos menos de excitarnos sobremanera a abrazar gustosamente las obras de penitencia.

3) Su EFICACIA. - La satisfacción deriva todo su valor de los méritos de la pasión de Jesucristo (102). Por ellos conseguimos estos dos grandes bienes: a) el mérito de la vida eterna - el mismo Señor dice que ni un solo vaso de agua dado en su nombre quedará sin recompensa (Mt 10,42) - y b) el mérito de satisfacer por nuestros pecados.

Mas no se crea que por esto disminuye el valor de la perfecta y superabundante satisfacción de Cristo. Al contrario, resulta mucho más espléndida, porque tanto más abundante se descubre ser la gracia de Cristo cuanto que no solamente nos comunica sus méritos personales, sino que también actúa en nosotros, por medio de nuestras obras satisfactorias, los méritos que como Cabeza alcanzó y derivó por medio de los santos y justos, que son sus miembros.

Y sólo por esta causa son meritorias las obras buenas de los justos que viven en gracia; porque Cristo, como la cabeza con relación a los miembros (103) y como la vid con relación a los sarmientos (104), no cesa de difundir su propia gracia a todos los que le están unidos mediante la caridad. Esta gracia de Cristo previene siempre a nuestras buenas acciones, las acompaña y las sigue, haciendo posible en nosotros el mérito y la satisfacción.

Nada, por consistente, falta a los justos. Mediante sus buenas acciones, hechas con el concurso de Dios, pueden, por una parte, cumplir la divina ley según la capacidad de la naturaleza humana, y, por otra, merecer la vida eterna, si mueren en gracia de Dios (105). Recordemos la sentencia del mismo Cristo: El que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salta hasta la vida eterna (Jn 4,13-14).

4) Sus CONDICIONES. - Para que de verdad sea eficaz la satisfacción debe responder a dos requisitos:

a) Que el alma esté en gracia y amistad de Dios. Por que las obras hechas sin fe y sin caridad no pueden ser en modo alguno gratas a Dios (106).

b) Que las obras emprendidas sean para el que las ejecuta de alguna manera dolorosas. Debiendo ser compensaciones de los pecados cometidos, o, en frase de San Cipriano, redentoras de los pecados (107), es evidente que deben ser de alguna manera dolorosas y amargas, aunque no siempre y necesariamente el que obra el bien lo encuentre penoso. No es raro que la costumbre de sufrir y el ardiente amor a Dios con que aceptamos los sufrimientos consigan quitar a las obras más dolorosas toda razón de pena; mas no por esto las priva de su eficacia satisfactoria, porque es propio de los hijos de Dios inflamarse de tal manera en su amor, que no sientan dolor en las penas soportadas por Él.

5) OBRAS SATISFACTORIAS. - Las obras buenas capaces de tener valor satisfactorio ante Dios pueden reducirse a tres categorías: la oración, el ayuno y la limosna.

a) Corresponden estas obras al triple orden de bienes que hemos recibido de Dios: los espirituales, los corporales y los externos.

b) Representan además el medio más eficaz para arrancar las raíces de todos los pecados. Porque todo lo que hay en el mundo es esclavo de una triple concupiscencia: la de la carne, la de tos ojos y la de la soberbia de la vida (1Jn 2,16). Y es claro que a esta triple concupiscencia se oponen las tres medicinas del ayuno, la limosna y la oración.

c) Y si atendemos al tríplice orden de personas que ofendemos con nuestros pecados - Dios, el prójimo y nosotros mismos-, aparecerá también evidente la congruidad de esta clasificación: con la oración aplacamos a Dios, con la limosna damos satisfacción al prójimo y con el ayuno nos dominamos a nosotros mismos.

Por lo demás, la misma vida se encarga de ofrecernos abundante material de satisfacción meritoria por nuestros pecados. Nuestro vivir terreno está fatalmente acompañado de innumerables penas, angustias y desgracias; si supiéramos siempre soportar con paciencia cuanto el Señor quiera mandarnos, acumularíamos un notable caudal de méritos y satisfacciones que ofrecer al Señor; pero, si nos hacemos recalcitrantes a sus divinas disposiciones y rehuimos el sufrimiento, nos privamos de todo mérito y renunciamos a tanto fruto satisfactorio, exponiéndonos al castigo de aquel Dios que toma justa venganza del pecado.

6) COMUNICABLES A TODO EL CUERPO MÍSTICO. - Una nueva razón de reconocimiento y gratitud al Señor es el habernos concedido poder satisfacer también por nuestro prójimo. Y esto únicamente compete a la satisfacción.

Ningún otro elemento de la penitencia es sustituible; nadie puede arrepentirse por otro ni confesarse en su lugar. Pero el que está en gracia de Dios puede pagar por otro el débito contraído con la divina justicia. En otras palabras, todo cristiano puede llevar la carga de sus hermanos (Ga 6,2).

Nadie dudará de este misterioso poder derivado de la comunión de los santos. Renacidos para Cristo todos en el mismo bautismo, partícipes de los mismos sacramentos, alimentados con la misma carne, bebiendo la misma sangre, todos somos miembros del mismo Cuerpo místico del Señor (108). Y así como el pie cumple su cometido no solamente para su propio provecho, sino en función del bien común de los demás miembros; o así como los ojos no solamente se favorecen a sí mismos, sino que ayudan a todas las partes del organismo, del mismo modo en el Cuerpo místico de Cristo las obras buenas son de común utilidad y de común satisfacción para todos los miembros que le componen.

Mas, aunque todas las obras buenas puedan ser ofrecidas para la común satisfacción del cuerpo, no todos sus miembros reciben las mismas ventajas. Porque las obras satisfactorias son como ciertas medicinas y métodos curativos, prescritos al penitente para sanar las malas inclinaciones de su espíritu; y ¿cómo podrán reportar utilidad curativa quienes no se las aplican a sí mismos, o cómo habrán de aprovechar a aquellos que no hacen nada por satisfacer a Dios y curar su propio mal?

(85) Por eso nos hizo gratos a su amado, en quien tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia, que superabundantemente derramó sobre nosotros en perfecta sabiduría y prudencia (Ep 1,6-8; cf. Jn 1,29 2Co 5,19).
(86) SAN ANSELMO, Car Deus homo, 1.1 c. ll: PL 158,366-367.
(87) SAN AGUSTÍN, De Ecclesiast. Dogma., c. 24: PL 42,1118. Apud GRATIAN., De Poenit. dist. 3 c. 3: PL 187,1594.
(88) Además del castigo eterno que merece el pecado mortal, el pecador se hace reo de una pena temporal.
Los protestantes pretendieron que la remisión del pecado mortal llevaba consigo no sólo el perdón del castigo eterno, sino también todo reato de pena temporal. Lo contrario - dicen- sería restar méritos a la pasión de Cristo, en cuya sola virtud se nos perdona toda la deuda de nuestros pecados.
El Concilio Tridentino definió:
"Si alguno dijere que toda la pena se remite siempre por parte de Dios juntamente con la culpa, a.s." (C. Trid., ses. XIV, cn. 12; DS 922).
Indudablemente, Cristo hubiera podido hacer que el sacramento de la penitencia nos perdonara todo débito de pena temporal y eterna.
Mas quiso asociarnos con nuestras buenas obras a su sagrada pasión y darlas un valor redentor de la pena temporal que por el pecado merecemos.
Por eso la necesidad de la satisfacción mediante las obras del penitente no mengua el valor de la pasión de Cristo, porque todo el mérito de nuestras buenas obras le viene de ella, y sólo por ella son satisfactorias.
Así la Iglesia acostumbró a imponer a los penitentes en todos los tiempos saludables penitencias.
(89) Cf. Gn 3,17-19 NM 12,10 NM 20,12 Ex 33,32.
(90) Cf. 2S 12,18 2S 14 2S 18,14.
(91) Cf. Ex 32,11 Ex 32,14 Ex 32,34.
(92) SAN AMBROSIO, De Poenit, 1. 2 c. 6 y 7: PL 16,525-534.
(93) ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros (1Co 3,16-17; cf. Ep 4,30).
(94) Pues conforme a tu dureza y a la impenitencia de tu co-' razón, vas atesorando ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios (Rm 2,5; cf. Jc 5,1-6).
(93) C. Trid. ses. XIV c. 8: DS 904.
(9C) SAN AGUSTÍN, Enchirid., c. 65: PL 40,262. Apud GRATIAN., De poenit., dist. l c. 84: PL 187,1552-1553.
(97) SAN AMBROSIO, De única Poenit., 1. 2 c. 10: PL 16,541. Apud GRATIAN., De Poenit, dist. 3 el: PL 187,1594.
(98) SAN BERNARDO, Serm. 5, de ómnibus sanctis: PL 183,480.
(99) SAN BERNARDO, In Serm. de coena Domini: PL 183, 271-274.
(100) SAN JUAN CRISÓSTOMO, en GRACIANO, De Poenit., dist. 3 c. 8, Perfecta: 187,1595.
(101) SAN AGUSTÍN, In Ps. 50: PL 36,592.
(102) Cf. 2Co 3,5 Rm 8,17 Ph 4,13 1Co 1,31. "Si alguno dijere que en manera alguna se satisface a Dios por los pecados en cuanto a la pena temporal por los merecimientos de Cristo… " (C. Trid., ses. XXIV cn. 13: DS 923).
(103) A Él sujetó todas las cosas bajo sus pies y le puso por cabeza de todas las cosas en su Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo acaba todo en todos (Ep 1,23).
(104) Cf. Jn 15,1-8.
(105) Cf. 1Co 15,18 2Tm 4,8.
(106) Sí hablando lenguas de hombres y de ángeles…; y si teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios de Dios…; y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha (1Co 13,1-3).
(107) SAN CIPRIANO, Epist. 12: PL 3,821ss.
(108) Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma misión, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los demás (Rm 12,4-5; cf. 1Co 12,12 Ep 4,4).


VIII. ALGUNAS ADVERTENCIAS SOBRE LA ADMINISTRACIÓN DEL SACRAMENTO

Y para terminar el estudio del sacramento de la penitencia, subrayaremos aún algunas advertencias prácticas:

1) Antes de conceder la absolución, el sacerdote debe averiguar si el penitente infirió algún daño al prójimo en las haciendas o en la buena fama, teniendo obligación, por consiguiente, de restituir o reparar. En tales casos no puede ser absuelto si antes no repara el daño ocasionado, o al menos no promete repararlo cuanto antes.

Y puesto que muchos prometen fácilmente, pero difícilmente se deciden después a cumplir lo prometido, será necesario constreñirlos con aquellas palabras de San Pablo: El que robaba, ya no robe; antes bien afánese trabajando con sus manos en algo de provecho de que poder dar al que tiene necesidad (Ep 4,28).

2) En segundo lugar la satisfacción no debe fijarse a capricho, sino con sentido de justicia, de prudencia y de piedad (109). Y para que el penitente pueda darse cuenta de que sus pecados son valorados según una justa regla objetiva y pueda además reconocer su gravedad, estará bien alguna vez recordarles las penas decretadas por los cánones penitenciales a ciertos pecados.

En línea general, la medida de la satisfacción impuesta debe estar regulada por la naturaleza de la culpa.

Entre todas las fórmulas de satisfacción, será muy buena cosa imponer determinadas oraciones, especialmente por los difuntos.

Se exhortará además a los penitentes a repetir con frecuencia las penitencias impuestas y a alimentar en sus vidas, aun después de haber cumplido todo cuanto exige la naturaleza del sacramento, la práctica de la virtud penitencial.

3) Y si alguna vez, con motivo de algún escándalo externo, fuese necesario imponer alguna penitencia pública, no se ceda con facilidad ante las insistencias del penitente, que rehúsa aceptarla, sino convénzasele que es útil para él y para los demás aceptarla de buen grado.

(109) "Deben, pues, los sacerdotes del Señor, en cuanto su espíritu y prudencia se lo sugiera, según la calidad de las culpas y la posibilidad de los penitentes, imponer convenientes y saludables penitencias… " (C. Trid., ses. XIV c. 8: DS 905).


IX. CONCLUSIÓN

Todo esto es cuanto debe exponerse sobre el sacramento de la penitencia.

Muy necesario y provechoso será conocerlo en teoría, pero mucho más el saber y querer vivirlo santa y piadosamente con la ayuda de Dios (110).


(110) Dos escollos existen para aprovecharse del sacramento de la penitencia. La mayoría de nuestros cristianos chocan en uno o en otro, pudiéndose dividir en dos amplios sectores plenamente diferenciados. Son, digámoslo así, el retraimiento y la familiaridad.
No sabríamos decir cuál de los dos sea más perjudicial para el alma. Para unos y otros, el único remedio será conocer y estimar dignamente este admirable don de Dios.
Indudablemente es el sacramento de la penitencia el más costoso, el que más exige al cristiano. El Concilio de Trento lo reconoce, mas añade también la razón al señalar el fundamento de distinción entre el bautismo y la penitencia. Es muy natural que se exija más a quien ya una vez se le otorgó con toda generosidad el perdón en el bautismo y, olvidándose de este gran beneficio, volvió a pecar, que a aquellos que nunca habían sido absueltos de sus pecados. Además, esta misma dificultad y sacrificio sirven para que el pecador se abstenga de cometer nuevos pecados ante la consideración de un remedio que le resulta penoso.
No seamos, sin embargo, protestantes y desconfiemos de la amorosa misericordia del Señor. Todo está ordenado al mayor bien de nuestras almas. El esfuerzo y el vencimiento de sí mismo que supone el sacramento de la penitencia, no intenta más que alejarnos del pecado, poniéndonos un freno en su consideración.
Mas nada son todas las dificultades con relación a los frutos que en el sacramento obtenemos. En él se nos ofrece, sin reservas, el perdón. Incluso, frecuentemente, el gozo y la satisfacción que lleva consigo, cuando uno se acerca con humildad y sinceridad a los pies del confesor, sabiéndose de nuevo reconciliado con Dios.
Sólo es preciso para acercarse al sacramento de la penitencia, compungido, pero con confianza esperanzada a la vez, conservar el sentido del pecado y saber gustar la alegría de ser hijo de Dios.
Para otros, en cambio, el peligro viene de otra parte. Y sin duda es mucho más grave, por no conocerlo como tal peligro. En él tropiezan las almas buenas, sencillamente buenas, pero sin preocupaciones mayores de perfección. Éstas son las que "gustan" de todo lo religioso, también de la confesión. Incluso les sirve de motivo de orgullo espiritual. Pero no saben sacar fruto de esas frecuentes y múltiples confesiones realizadas con la mejor intención. ¿Por qué? La razón es muy sencilla. Se han olvidado de que la penitencia es para recibir el perdón de los pecados. Y acaso, sobre todo, de que para ser perdonados es absolutamente y de todo punto necesario tener dolor de ellos. Sin una y otra cosa no se puede dar el sacramento.
Quien no tenga conciencia de pecado, no puede acercarse al tribunal de la penitencia. El testimonio de nuestra conciencia y la enseñanza de la misma Teología nos dirá claramente que todos, aun los santos, pecamos muchas veces.
Tal vez, sin embargo, la mayor dificultad provenga de la falta de dolor verdadero, de auténtico y sincero arrepentimiento. Dolor que no es un sentimiento inconsciente o provocado, sino la detestación voluntaria y libre del pecado, aunque el sentimiento esté ausente.
Para unos y otros, un consejo. Para los primeros, confianza en el Señor. La penitencia es el sacramento de la misericordia y del perdón, pues es el sacramento pensado por Cristo especialmente para los pecadores.
Para los segundos, humildad y sinceridad. Ante Dios, que sabe todas nuestras vidas, no cabe otra actitud.


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Catecismo Romano ES 2390