Catecismo Romano ES



Encíclica en el campo del Señor (In Dominico agro)

CLEMENTE PAPA XIII

A NUESTROS VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS Y OBISPOS:

Venerables hermanos, salud y bendición apostólica.

1
EN el campo del Señor, cuyo cultivo está a nuestro cargo por disposición de la Divina Providencia, ninguna cosa requiere cuidado tan exquisito y trabajo tan continuado como la defensa de la buena semilla en él sembrada, esto es, de la Doctrina católica, enseñada por Jesucristo y por los Apóstoles, y á Nos confiada; no sea que, si se abandona por culpable negligencia o por cobarde desidia, mientras duermen (
Mt 13,25) los obreros, siembre cizaña en medio del trigo el enemigo del humano linaje; de donde resulte que, en la época de la recolección, en vez de grano para guardarlo en las paneras, se halle maleza, que sólo sirve para arrojarla al fuego. Y a defender la fe (Jud 3), enseñada primeramente a los Santos, nos exhorta con energía San Pablo, quien escribe a Timoteo (Cf 2Tm 3,1) que guarde el rico depósito, porque (2Tm 1,14) sobrevendrán tiempos peligrosos, en que se levantarán en la Iglesia de Dios (2Tm 1,13) hombres perversos é impostores, por medio de los cuales el astuto tentador se esforzará en corromper las almas incautas con errores contrarios a la verdad del Evangelio.

2
Y si, como sucede con frecuencia, se vertiesen en la Iglesia de Dios ciertas doctrinas depravadas, que, aunque opuestas entre sí abiertamente, están, sin embargo, acordes para denigrar de cualquiera modo la pureza de la,fe católica, es muy difícil en tal caso dirigir los tiros de nuestra argumentación contra uno y otro enemigo con prudencia tal, que se vea claramente, no que volvemos la espalda a ninguno de ellos, sino que rechazamos y reprobamos por iguala entrambos enemigos de Jesucristo. Y, a veces, se presenta de tal suerte el error, que fácilmente se encubre la falsedad diabólica con mentiras disfrazadas bajo cierta apariencia de verdad, corrompiéndose el sentido de los testimonios con alguna pequeña adición ó variación, y a las palabras que obraban la salud, por alteraciones a veces ingeniosas, se las hace producir la muerte.

3
Por esta razón debe apartarse a los fieles, singularmente a los que son de entendimiento rudo y sencillo, de tales caminos peligrosos y resbaladizos, por los cuales apenas podrán estar en pie ó andar sin caer; ni deben ser guiadas las ovejas a los pastos por sendas desconocidas, ni proponérseles tampoco ciertas opiniones particulares, aunque sean de doctores católicos; sino que se les ha de enseñar la nota certísima de la verdad católica, esto es, la catolicidad, la antigüedad y la unidad de la doctrina. No pudiendo, además, el pueblo (Cf.
Ex 19,12) subir al monte adonde desciende la gloria del Señor, pues el que traspase los límites para verle perecerá, deberán los doctores señalar al pueblo los límites dentro de sus facultades, para que sus conversaciones no anden errando fuera de lo que es necesario o sumamente útil a la salvación, y los fieles sean obedientes al dicho del Apóstol (Rm 12,3): Que no intentéis saber más de lo que se debe saber, sino que habéis de saber con moderación.

4
Estando bien persuadidos de esto los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, pusieron todo su cuidado, no sólo en cortar con la espada del anatema las raíces venenosas de renacientes errores, sino también en impedir el curso a ciertas opiniones que subrepticiamente venían introduciéndose, las cuales, o por su exageración impedirían en el pueblo cristiano frutos riquísimos de la fe, o por su proximidad a error podrían perjudicar a las almas de los fieles. Por tanto, después de haber condenado el Concilio de Treñto las herejías que en aquel siglo habían intentado obscurecer la luz de la Iglesia, y de haber puesto mucho más evidente la verdad católica, habiéndose como desvanecido las tinieblas del error; considerando los mismos Predecesores nuestros que aquella sagrada Asamblea de toda la Iglesia había procedido con tan prudente criterio y con tal moderación, que se abstuvo de reprobar las opiniones apoyadas en autoridades de doctores eclesiásticos, determinaron se escribiese otra obra, según la mente del mismo Santo Concilio, que comprendiese toda la doctrina, según la cual habrían de instruirse los fieles, y que estuviese completamente exenta de todo error, cuyo libro publicaron con el nombre de Catecismo Romano, siendo por esto muy dignos de alabanza por dos razones. Porque, por una parte, encerraron en él la doctrina común en la Iglesia y libre de todo peligro de error; y por otra, porque la expusieron con palabras muy claras, para que fuese enseñada públicamente al pueblo, siguiendo de este modo el precepto de Cristo, nuestro Señor, que mandó a sus Apóstoles (Cf.
Mt 10,27) dijeran a la luz del día lo que Él les había dicho de noche, y que lo que se les había dicho al oído, lo predicasen desde los terrados; y conformándose con su Esposa, la Iglesia, de quien son estas palabras (Ct 1,6): Dime dónde pasas la siesta al medio día; porque, en donde no fuere medio día y no hubiese una luz tan clara que manifiestamente se conozca la verdad, con facilidad se admite por ella la mentira por su semejanza con aquélla, puesto que en la obscuridad difícilmente se distingue de la verdad. Sabían perfectamente que antes hubo y que después habría quienes atraerían a las ovejas, prometiéndoles pastos más abundantes de sabiduría y de ciencia, adonde muchas acudirían, porque (Pr 9,17) las aguas hurtadas (o deleites prohibidos) son más dulces, y el pan tomado d escondidas es más sabroso. Con el fin, pues, de que la Iglesia no estuviese incierta, andando engañada tras de los rebaños de sus compañeros, los cuales también andaban errantes, por no estar apoyados en principio alguno cierto de verdad, (2Tm 3,7) estando siempre aprendiendo, sin arribar jamás al conocimiento de la verdad; por esta razón dispusieron que se enseñase al pueblo cristiano solamente las cosas necesarias y sumamente útiles para salvarse, las cuales se hallan expuestas clara y sencillamente en el Catecismo Romano.

5
Pero este libro, compuesto con no pequeño trabajo y celo, aprobado por general asentimiento y recibido con los mayores encomios, ha sido en los tiempos presentes poco menos que arrebatado de las manos de los párrocos por el amor a la novedad, enamorándose de diversos Catecismos, que de ningún modo pueden compararse con el Romano; de donde se originaron dos males: el uno, haber casi desaparecido la uniformidad en el modo de enseñar, produciéndose cierto escándalo en las almas sencillas, que se figuraban no estar ya en (
Jn 11,1) la tierra de un solo lenguaje y de unos mismos pensamientos; y el otro, haber nacido contiendas de los diversos y varios métodos de enseñar la verdad católica; y de la emulación, al andar diciendo uno que (1Tm 3,15) seguía a Apolo, otro a Cefas y otro a Pablo, nacían divisiones en el juicio y grandes discordias; y no creemos pueda haber nada más pernicioso que estas acres disensiones para disminuir la gloria de Dios, ni más perjudicial para destruir los frutos que los fieles deben sacar de la Doctrina cristiana. Por consiguiente , para poner término a estos dos males de la Iglesia, consideramos necesario volver a la misma enseñanza, de donde hacía tiempo habían apartado al pueblo cristiano, unos con muy poco sano juicio, y otros llevados de soberbia, juzgándose los más sabios de la Iglesia; y resolvimos recomendar de nuevo este mismo Catecismo Romano a los pastores de las almas, para que, del mismo modo con que antiguamente fue confirmada la fe católica, y fortalecidas las almas de los fieles con la doctrina de la Iglesia, que (3) es columna de la verdad, por ese mismo modo las aparten ahora también, todo lo posible, de las opiniones nuevas, que no tienen a su favor ni el común asentimiento ni la antigüedad. Y para que este libro se pudiera adquirir más fácilmente y resultase mejor corregido de los errores que se habían introducido por defecto de los editores, hemos procurado se publique de nuevo en Roma, con el mayor cuidado, según el ejemplar que publicó nuestro predecesor San Pío V, por decreto del Concilio Tridentino; el cual, traducido en lengua vulgar, y publicado por orden del mismo San Pío V, en breve saldrá otra vez a luz, impreso igualmente por nuestro mandato.

Y es cargo Nuestro, venerables Hermanos, procurar que sea recibida por los fieles esta obra, que en tiempos tan trabajosos para la república cristiana os ofrece nuestro cuidado y diligencia, como remedio muy oportuno para librarse de los engaños de las malas opiniones, y para propagar y afirmar la verdadera y sana doctrina. En virtud de lo cual, este libro, que los Romanos Pontífices quisieron proponer a los Párrocos como norma de la fe católica y de la enseñanza cristiana, para que se manifestase unánime el consentimiento hasta en el modo de enseñar la doctrina, os le recomendamos ahora muy especialmente, venerables Hermanos, y os exhortamos en el Señor con no menor encarecimiento que mandéis a todos los que tienen la cura de almas se rijan por él para instruir a los pueblos en la verdad católica, con lo cual se conseguirá restablecer así la unidad de la enseñanza, como la caridad y concordia de los espíritus. Pues es vuestro deber mirar por la pureza en todas las cosas que están verdaderamente a cargo del Obispo; el cual, por esto mismo, debe procurar con mayor cuidado en que nadie, procediendo con soberbia por causa de sus honores, promueva cismas, rompiendo los lazos de la unidad.

7
Ningún fruto provechoso, sin embargo, o muy pequeño, será el que den estos libros, si los que han de exponerlos y explicarlos a los fieles son poco idóneos para la enseñanza. Y así importa muchísimo que elijáis para este cargo de enseñar al pueblo la Doctrina cristiana personas, no solamente dotadas de conocimientos en las ciencias eclesiásticas, sino mucho más que se distingan por su humildad, por su práctica en la santificación de las almas y por su caridad. Porque el mérito de la enseñanza cristiana no está en la afluencia de palabras, no en la habilidad para discutir, ni en el deseo de alabanza y gloria, sino en la humildad verdadera y afectuosa. Pues hay quienes se distinguen por sus grandes conocimientos, pero que desdeñan el trato con los demás, y, cuanto más saben, tanto más les disgusta la virtud de la concordia, a los cuales advierte la misma Sabiduría por medio del Evangelista (
Mc 9,49): Tened en vosotros sal de sabiduría y prudencia] y guardad la paz entre vosotros; porque de modo tal se debe tener la sal de la sabiduría, que se conserve con ella el amor al prójimo y desaparezcan nuestros defectos. Y si de la aplicación a la ciencia y del celo por el bien del prójimo se entregan luego a las discordias, tienen sal sin paz, lo cual no es efecto de virtud, sino señal de reprobación; y cuanto más saben, tanto más delinquen; a los cuales condena la sentencia del apóstol Santiago por estas palabras (Jc 3,14): Mas si tenéis un celo amargo, y reina en vuestros corazones el espíritu de discordia, no hay para qué gloriaros y levantar mentiras contra la verdad • porque no es ésta la sabiduría que desciende de arriba, sino más bien una sabiduría terrena, animal y diabólica; porque donde hay tal celo y espíritu de discordia, allí reina el desorden y todo género de malas obras; por el contrario, la sabiduría que desciende de arriba, además de ser honesta, es también pacífica, modesta, dócil, inclinada a todo lo bueno, muy misericordiosa y abundante en excelentes frutos de buenas obras, que no se mete a juzgar, ni es hipócrita.

8
Y en tanto que a Dios rogamos con espíritu humilde y contrito derrame en abundancia sobre los esfuerzos de nuestro celo é ingenio su bondad y misericordia, para que la discordia no perturbe al pueblo cristiano, y para que, en unión de paz y caridad de espíritu, tengamos todos una misma aspiración, alabando y glorificando todos solamente a Dios y a Jesucristo, Señor nuestro, (
Rm 16,16) os saludamos, venerables Hermanos, con el ósculo santo; y a todos vosotros, é igualmente a los fieles todos de vuestras Iglesias, os damos muy tiernamente la bendición apostólica.

Dado en nuestro Palacio Pontificio de Castel Gandolfo, día 14 de Junio de 1761, año tercero de nuestro Pontificado.




EL "CATECISMO ROMANO" DEL CONCILIO DE TRENTO

Traducción y notas de P. Pedro Martín Hernández. Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid 1951.

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PROLOGO

I. CAPACIDAD Y LÍMITES DE LA INTELIGENCIA HUMANA FRENTE A LAS VERDADES RELIGIOSAS.-NECESIDAD DE LA REVELACIÓN

Es innegable que el hombre puede llegar, mediante una laboriosa y atenta indagación racional, a la conquista de muchas de las verdades que se refieren a Dios. Pero no es menos cierto que, dada su actual condición natural, no puede absolutamente, con las solas luces de la razón, alcanzar y comprender la mayor parte de las verdades y de los medios necesarios para conseguir la eterna salvación, último fin para el que fue creado a imagen y semejanza de Dios (1).

San Pablo afirmó que las realidades invisibles de Dios, su eterno poder y su divinidad, son conocidos mediante las criaturas (Rm 1,19-20); pero él mismo nos dirá que el misterio escondido desde los siglos y desde las generaciones (Col 1,26) supera de tal modo la capacidad de la inteligencia humana, que habría quedado perpetuamente oculto a todos nuestros esfuerzos investigadores, si Dios no hubiera querido manifestado a sus santos, a quienes de entre los gentiles quiso dar a conocer - mediante la fe - cuál es la riqueza de la gloria de este misterio, que es Cristo (Col 1,27) (2)

(1) La palabra fe, correspondiente a muchos vocablos griegos y hebreos, presenta múltiples significados en los textos escriturísticos :
a) Significa unas veces la fidelidad en el cumplimiento de las promesas para con Dios o para con los hombres (2R 12,15 2R 22,7 1Co 9,22 Ps 32,4 Si 6,15 Si 22,28 Si 27,18 Si 40,12 Si 45,4 Si 46,17 Is 11,5 Is 33,6 Jr 5,1 Lm 3,23 Os 2,20 Os 5,9 Ha 2,4 1MC 10,27 1MC 10,37).
b) Otras, la credulidad o asentimiento de la mente a los dichos de los demás (Gn 15,6 Si 25,16 Si 27,17 1MC 15,11 2MC 9,26 2MC 11,19 2MC 12,8).
c) Otras, la persuasión firme del poder, benignidad, etc., de Dios (Mt 8,8-13 Mt 9,20-22 Mt 15,28 Rm 4,3 He 11,1-4).
d) Otras se emplea en vez de la revelación divina, que es objeto de la fe (Mc 11,22 Jn 14,1 Ep 4,5 1Th 1,8).
e) Otras, finalmente, se emplea en lugar de la misma conciencia (Rm 14,23).

(2) El acto de fe es psicológicamente complejo y teológicamente dificultoso, porque es oscuridad por esencia, aunque también seguridad y certeza inamovibles.
La teología católica, basada primordialmente en los Concilios Tridentino y Vaticano - cada uno enfoca el problema por distinto ángulo: Trento lucha contra la preocupación protestántica de la justificación; los Padres del Vaticano, contra el racionalismo imperante en el siglo xix-, nos lo presenta así:
"Un asentimiento de la razón (aunque intervenga también la voluntad), cuyo objeto son las verdades reveladas, y cuyo motivo es, no su intrínseca claridad captada por la luz natural de la razón, sino la autoridad del mismo Dios que revela, que nos merece crédito absoluto, porque ni puede engañarse ni engañarnos" (Trid., ses. 6 c.6: DS 498; Vat., ses. 3 c. 3: DS 1789; cn. 2 de fide: DS 1811).
De esta definición, o mejor, descripción, brotan espontáneamente todas las propiedades de la fe:
1) El acto de la fe es esencialmente oscuro, porque es un asentimiento intelectual, sin evidencia; no vemos con claridad, como cuando nos dicen que dos y dos son cuatro o cuando se nos ofrece un aserto científico.
2) Es, no obstante, infaliblemente cierto, sin posibilidad de equivocación. Con certeza subjetiva de adhesión (nunca el entendimiento asiente tan convencido y tan sin temor a equivocarse) y con certeza objetiva de infalibilidad (nunca existe una garantía tan segura: la misma omnisciencia y veracidad de Dios).
3) Consiguientemente, el acto de fe, aunque sea un asentimiento de la razón, debe ser imperado por la voluntad. Porque el entendimiento sólo puede asentir ante la evidencia (es el caso de la ciencia), y ni el objeto ni el motivo de la fe le ofrecen esa evidencia. ¿Cómo actúa entonces el motivo, es decir, la autoridad de Dios, en el entendimiento? ¿Qué hace? No determinarlo a prestar su asentimiento, que es imposible, sino moverlo suficientemente en su línea intelectual para que, determinado por la voluntad, pueda dar su asentimiento. En otras palabras: el entendimiento ve razonable dar un sí, porque la autoridad de Dios le ofrece plena garantía, pero no puede darlo si no se lo manda la voluntad, porque por sí mismo el entendimiento sólo cede ante la evidencia.
Es importantísimo el papel que la voluntad desempeña en la fe. Una voluntad sincera, despojada de pasiones, prejuicios y respetos humanos. Muchos* son incrédulos, no por cuestiones de entendimiento, sino porque anda por medio el corazón con sus pasiones: prefieren vivir a sus anchas antes que someterse al yugo de la obediencia.
4) Como lógica consecuencia, el acto de fe ha de ser y es esencialmente libre (Vat., ses.3 c.3: DS 1791; ses.3 c.4: DS 1798); porque, aunque sea acto del entendimiento - y éste es facultad que se mueve necesariamente ante su objeto-, como no se determina por sí mismo, al no haber evidencia, sino por el imperio de la voluntad, ésta puede imperarle o no, porque es libre de hacerlo. Por eso, si ese asentimiento no se prestara libremente, de ninguna manera podría ser un acto de fe.



II. EL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO

A) Su necesidad

La fe - dice el Apóstol - es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo (Rm 10,17). De aquí la constante necesidad en la Iglesia de un Magisterio, auténtico y fiel intérprete de los medios de salvación. Porque ¿cómo oirán, si nadie les predica? ¿Y cómo predicarán, si no son enviados? (Rm 10,14-15) (3).

Por esto, desde el principio del mundo, Dios, en su infinita bondad, no faltó jamás a los hombres, sino que muchas veces y en muchas maneras habló a nuestros padres por ministerio de los profetas (He 1,1), mostrándoles, según las exigencias de los tiempos, el camino seguro del cielo.

Habiéndonos prometido que enviaría un Maestro de luz y de santidad para llevar la salvación hasta los confines de la tierra (Is 49,6), últimamente nos habló por su Hijo Jesucristo (He 1,2). Y con voz venida del cielo, desde el trono de su gloria (2P 1,17), nos mandó Dios que todos le escuchásemos y obedeciéramos sus preceptos.

Más tarde, Jesucristo enviará por el mundo a sus discípulos - constituyendo a los unos apóstoles, a los otros profetas; a éstos evangelistas, a aquéllos pastores y doctores (Ep 4,14) - para que anuncien la doctrina de la Vida y no seamos los hombres como niños que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina (Ep 4,14), sino enraizados con fuerza en el fundamento de la fe, hasta formar todos juntos el templo de Dios en la gracia del Espíritu Santo (4).


(3) Al fin se manifestó a los once… Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16,14-15). Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros (2Co 5,20).

(4) Llámase Símbolo Apostólico por decir relación a los apóstoles. Cómo deba entenderse esta apostolicidad, ha sido y sigue siendo tema de muchas discusiones, aun en el campo católico,
Rufino de Aquileya reseña una tradición antigua, según la cual el Símbolo Apostólico era atribuido a los mismos apóstoles. Conviene también en ello San Ambrosio, si bien se refieren los dos a una forma anterior a la redacción definitiva. Más tarde, en el siglo vi, nació la hipótesis de que cada apóstol había compuesto un artículo del mismo.
Durante mucho tiempo, en Occidente se admitió sin réplica dicha apostolicidad. En Oriente, en cambio, según testimonio de Marco Efesino en el Concilio de Ferrara - Florencia (1348)-, se ignoraba la existencia de un Símbolo de filiación propiamente apostólica. Por fin, el humanista Lorenzo Valla (f 1457) refutó la apostolicidad estricta de dicho Símbolo.
Recientemente, los historiadores se inclinan en general a negar el origen apostólico estricto, conformándose con la admisión de una apostolicidad entendida en sentido lato. Desde luego, católicos y no católicos rechazan de plano la creencia histórica popular de que cada apóstol compusiera su artículo. Están de acuerdo igualmente en suponer que ninguna de las redacciones transmitidas provenga de los apóstoles mismos.
Sin embargo, todos opinan también que debe defenderse una verdadera apostolicidad en cuanto a la materia, por coincidir ésta plenamente con la predicación apostólica, y aun en parte en cuanto a la forma, que, sin duda, denuncia una remotísima antigüedad por su Sencillez y concisión notables y por su estilo, eminentemente lapidario.
La redacción completa del texto hoy en uso aparece por vez primera en Cesáreo de Arles, a principios del siglo vi. En los siglos iv y v constaba solamente de nueve artículos. Hacia el año 400, Rufino y Nicetas de Remesiana transmitían en latín una fórmula idéntica a la que Marcelo de Ancira enviaba en griego al papa Julio hacia el año 310. Y ambos textos, griego y latino, reflejaban el Símbolo de la antigua liturgia bautismal romana, testimoniada por Tertuliano e Hipólito.
Es muy probable que en su primer estadio se trate de la reunión de dos fórmulas de fe antiquísimas: una trinitaria (Padre - Hijo - Espíritu Santo) y otra cristológica (nacimiento, pasión, muerte, resurrección…), ambas del tiempo apostólico (las dos primeras generaciones cristianas), enseñadas con insistencia por el catequista a sus catecúmenos y exigidas ritualmente corno profesión de fe al recibir el bautismo.
También es muy probable que la Iglesia romana tuviera muy pronto un texto determinado, basado en la predicación de Pedro y Pablo. En este sentido, algunos autores católicos han opinado que la apostolicidad le viene por esta parte de Pedro y Pablo, como fundadores de la Iglesia romana.
Sea de ello lo que fuere, lo que siempre queda seguro es que al Símbolo Apostólico en su contenido podemos aplicarle la idea de apostolicidad que refleja el título del primer catecismo cristiano, la Didajé: "Doctrina del Señor a las gentes por medio de los doce apóstoles".


B) Su autoridad

Y para que nadie tomase como palabra humana - cuando es verdadera palabra de Dios (1Th 2,13) - la doctrina divina anunciada por los ministros de la Iglesia, quiso el mismo Señor autorizar su magisterio: El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha (Lc 10,16) 5. Palabras que indudablemente re refieren no sólo a los Doce, sino a todos aquellos que, por legítima sucesión, habrían de tener misión docente en la Iglesia; a todos promete Cristo asistirles con su presencia todos los días y por todos los siglos (6).

(5) El Símbolo Apostólico es el más antiguo, pero no el único de la Iglesia. Recordemos junto a él, por su particular importancia, los siguientes:
1) El Símbolo Niceno - Constantinopolitano, compuesto para aclarar la doctrina sobre la divinidad de la segunda y tercera Persona de la Santísima Trinidad (Nicea, a. 325; Constantino - pla, a. 381). Este Símbolo es el que recitan actualmente los sacerdotes en la santa misa (DS 86).
2) El Símbolo Atanasiano, atribuido a San Atanasio de Alejandría (a. 295-373). Es una amplia profesión de fe sobre los dogmas trinitarios y cristológicos. Probablemente fue compuesto en Francia hacia la segunda mitad del siglo v. Aunque los autores modernos sigan disputando sobre el verdadero autor de este Símbolo, todos coinciden, sin embargo, que llegó a alcanzar tanta autoridad en la Iglesia, lo mismo Occidental que Oriental, que entró en el uso litúrgico y ha de tenerse por verdadera definición de fe (DS 39).
3) Otros Símbolos importantes son: el Toledano (profesión de fe del XI C. de Toledo, a.675: DS 275); el de León IX (1049-1054), usado en la consagración de los obispos (D 343); la profesión de fe propuesta por Inocencio III a Durando de
Huesca y a sus compañeros valdenses (a. 1198-1216); el Símbolo Lateranense (a. 1215), etc.
4) El último de los grandes Símbolos de la Iglesia es la profesión de fe tridentina, síntesis de la doctrina del Concilio de Trento (a. 1545-1563: DS 994).
5) Tiene también carácter de verdadera profesión de fe el Juramento contra los errores del modernismo (a. 1910: DS 2145-2147).

(6) El hecho de la creación es dogma fundamental en nuestra santa religión. Son muchos los pasajes de la Sagrada Escritura donde de una manera más o menos explícita se afirma que Dios creó de la nada el mundo y todas las cosas en él existentes. Recordemos, entre ellos, algunos más notables:
Al principio creó Dios los cielos y la tierra (Gn 1,1).
El creó todas las cosas (Sg 1,14).
El que vive eternamente creó juntamente todas las cosas (Si 18,1).
Ruégote, hijo, que mires al cielo y a la tierra y veas cuanto hay en ellos, y entiendas que de la nada lo hizo todo Dios, y todo el humano linaje ha venido de igual modo (2M 7,28).
Tal como no la hubo (suprema tribulación de los últimos tiempos) desde el principio de la creación que Dios creó (Mc 13,19).
Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho (Jn 1,3).
Porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por Él y para Él (Col 1,16).
Por la fe conocemos que los mundos han sido dispuestos por la palabra de Dios, de suerte que de lo invisible ha tenido origen lo visible (He 11,3).
Digno eres, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas (Ap 4,11).
Son numerosos los falsos sistemas filosóficos y religiosos que han puesto empeño en negar esta verdad:
a) Los materialistas de todos los tiempos (Demócrito, Epicuro, Lucrecio…, Haeckel, Moleschott…), según los cuales el mundo existe desde toda la eternidad, sin que nadie lo haya producido (C. Vat, ses. 3 cn. 2: DS 1802)
b) Los panteístas y emanatistas defienden que todas las cosas finitas, tanto corpóreas como espirituales, han emanado de la substancia divina, o que la esencia divina, por manifestación y evolución de sí misma, se hace todas las cosas (C. Vat., ses (C. Vat., ses..3 cn.3,4: DS 1803 DS 1804).
c) El maniqueísmo enseñó la existencia de dos principios iguales, el bueno y el malo, siempre en lucha continua. Dios (principio bueno) es el autor de las cosas buenas, y otro ser distinto de Dios sería causa de las cosas que ellos llaman malas (C. Flor., decr. para los Jacobitas: DS 706).
Contra todos ellos están, además de los citados testimonios de la Escritura, las explícitas definiciones de los Concilios de la Iglesia:
Firmemente creemos y simplemente confesamos que uno solo es el verdadero Dios, eterno…: uno solo principio de todas las cosas, Creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente virtud a la vez desde el principio del tiempo creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal (C. Lat. IV, el: DS 428).
Si alguno no confiesa que el mundo y todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales, han sido producidas por Dios de la nada según toda su substancia, sea anatema (C. Vat., ses. 3 en.5: DS 1805).


III. LA LUZ FRENTE A LAS TINIEBLAS.

Y si siempre fue misión y deber esencial de la Iglesia el predicar la verdad revelada, hoy más que nunca representa una necesidad urgente, a la que debe dedicarse todo el posible interés y cele, porque los fieles necesitan, como nunca, nutrirse con auténtica y sana doctrina, que les dé fuerzas y vida.

Nuestro mundo conoce demasiados maestros del error, falsos profetas, de quienes un día dijo Dios: Yo no he enviado a los profetas, y ellos corrían; no les hablaba, y ellos profetizaban (Jr 23,21). Pseudoprofetas que envenenan las almas con extrañas y falsas doctrinas (7).

La propaganda de su impiedad, montada con la ayuda de artes diabólicas, ha penetrado hasta los más apartados rincones.

Si no tuviésemos la certeza - basada en una luminosa promesa del Señor - de una Iglesia apoyada en fundamento tan firme e inconmovible que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16,18), llegaríamos a temer seriamente verla sucumbir hoy. ¡Tan asediada la vemos de enemigos y tan peligrosas y satánicas nos parecen las armas con que se la tirotea!

Sin referirnos al caso de naciones enteras que hoy, separadas del verdadero camino, viven en el error y hasta blasonan de poseer un cristianismo, tanto más perfecto cuanto más distante de la doctrina tradicional de la Iglesia y de sus antepasados, es fácil constatar que en nuestros días las doctrinas erróneas se han infiltrado y se siguen infiltrando subrepticiamente en los más insospechados rincones de la catolicidad.

Estos corruptores del espíritu cristiano, ante la imposibilidad de llegar a cada una de las almas con la sola propaganda oral de sus doctrinas venenosas, han ideado nuevos y refinados métodos de infiltración, que les permiten hacer llegar los errores de su impiedad a vastísimas masas del pueblo fiel. Y así, junto a los gruesos volúmenes escritos contra la revelación católica y contra la Iglesia - cuyo espíritu herético es tan evidente que no son precisos grandes esfuerzos para desenmascararlo -, estamos presenciando la sistemática aparición de opúsculos de gran tirada y difusión popular, en los cuales, a veces bajo capa de piedad, se procura y fácilmente se consigue llevar el engaño a innumerables almas sencillas e incautas.

Frente a esta lamentable situación, los Padres del Concilio ecuménico de Trento juzgaron necesario contraponer algún antídoto eficaz al mal tan peligrosamente difundido. Por esto, junto a la gigantesca obra de exactas definiciones de los principales artículos de la fe católica, acordaron redactar un formulario seguro y un método de fácil y eficaz presentación de las doctrinas elementales del cristianismo.

A él deben conformarse y uniformarse cuantos tengan alguna misión docente en la Iglesia.

En realidad, no se trata de una obra enteramente nueva. Otros muchos se habían dedicado ya anteriormente a trabajos parecidos y nos habían legado obras similares, excelentes por su espíritu de piedad y por la seguridad de su doctrina.

No obstante esto, consideraron los Padres de máxima importancia el publicar, bajo la autoridad misma del Concilio, un nuevo Catecismo en el que los párrocos y cuantos se dedican a la enseñanza de la religión pudieran encontrar normas seguras para la cultura cristiana y para la edificación espiritual de los católicos. Porque así como uno solo es el Señor y una la fe (Ep 4,5), una y universal debe ser también la norma directiva en la enseñanza religiosa y en la formación cristiana de las almas.

Siendo vastísima la materia, no puede pensarse que el Concilio intentara recoger y explicar ampliamente en un solo volumen todos los dogmas de la fe. Semejante tarea - más propia de quien se dedica específicamente a la enseñanza superior de la teología - habría requerido un esfuerzo gigantesco y, evidentemente, de menos utilidad para el fin que se pretendía.

La intención del Concilio fue, sencillamente, salir al paso de las exigencias prácticas de los sacerdotes y pastores de almas, facilitándoles la cultura necesaria para el ministerio de su apostolado, y en la forma más adaptada a la capacidad receptiva de los fieles. Comprende, pues, el Catecismo únicamente aquellos puntos que puedan ayudar - en este orden práctico y apostólico - al celo pastoral de los sacerdotes, no siempre excesivamente versados en sutiles disquisiciones teológicas.

(7) Así, pues, amados míos, con temor y temblor trabajad vuestra salud, pues Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito (Ph 2,12 2Co 7,15 Ep 6,5).


IV. PREDICACIÓN Y APOSTOLADO

A) Sus únicos objetivos

Y antes de pasar a exponer cada uno de los capítulos que integran esta síntesis de la doctrina católica, exige el orden lógico anteponer algunas nociones que deben ser consideradas atentamente y nunca olvidadas por los sacerdotes. Ellas les ayudarán a descubrir mejor la única meta de todos sus afanes y trabajos apostólicos y el camino más recto para alcanzarla.

1) Recuerden, en primer lugar, que toda la ciencia cristiana y - en frase de Cristo - la misma vida eterna consiste en esto: Que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,3). A esto debe tender, en último término, toda predicación y enseñanza en la Iglesia: a que los fieles deseen vivamente conocer a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado (1Co 2,2); a persuadirles con certeza y con un íntimo sentimiento de religiosa piedad en el corazón de que ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos (Ac 4,12), siendo Él la propiciación por nuestros pecados (1Jn 2,2).

2) Y puesto que sólo sabemos que hemos conocido de verdad a Jesucristo cuando observamos sus mandamientos (1Jn 2,3), lógicamente se sigue que la vida del cristiano no puede vegetar en el ocio o en la inercia, sino que es necesario andar como Él anduvo (1Jn 2,6), siguiendo, con todo el amor posible, la justicia, la piedad, la fe, la caridad y la mansedumbre (1Tm 6,11). Cristo Jesús, Salvador nuestro, se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y adquirirse un pueblo propio, celador de obras buenas (Tt 2,14). Esto hemos de enseñar y recomendar, conforme al mandato del Apóstol.

3) Jesucristo nos enseñó, además, con palabras y con el testimonio práctico de su vida, que la ley y los profetas penden del amor (Mt 22,40). Y San Pablo nos repite que la caridad constituye el fin de los mandamientos y que en ella está la plenitud de la ley s. Nadie dudará, por consiguíente, que éste debe ser también empeño especial de todo pastor de almas: suscitar en ellas el amor hacia la bondad inmensa de Dios, para que, encendidas en ese divino ardor, i se sientan atraídas hacia aquel sumo y perfectísimo Bien, pues sólo en la unión con Él encontrarán la auténtica y segura felicidad. Por propia experiencia lo conocerá quien pueda decir con el profeta: ¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de ti, nada deseo sobre la tierra (Ps 72,25). Este es, sin duda, el camino mejor (1Co 12,31), que señalaba San Pablo, cuando orientaba todo el contenido de sus enseñanzas y de sus trabajos apostólicos a aquella caridad que no pasa jamás (1Co 13,8).

Ya expongamos las verdades de la fe, o los motivos de la esperanza, o los deberes de la actividad moral, recalquemos siempre y en todo el amor de nuestro Señor, hasta hacer comprender a los fieles que todo ejercicio de perfecta virtud cristiana no puede nacer más que del amor, ni puede tener otra finalidad que el amor.

B) Diversidad en el método

Si en toda disciplina es de supremo interés la elección y observancia del método, de manera especialísima debe serlo cuando se trata de la formación espiritual de las almas.

Es preciso tener en cuenta la edad, ingenio, mentalidad y condiciones de vida de cada uno de los oyentes. Quien enseña debe conseguir efectivamente hacerse todo para todos, a fin de ganarles a todos para Cristo (1Co 9,22); debe ser ministro de Cristo y fiel dispensador de los misterios de Dios (1Co 4,1-2) y hacerse digno de ser colocado un día por el Señor sobre todos sus bienes como siervo bueno y fiel (Mt 15,23).

Piensen los sacerdotes que son maestros de muchos, de todos sus fieles, y que no todas las almas se encuentran al mismo nivel. No es posible medir a todos por el mismo rasero, ni someterles a un mismo método de instrucción. Porque algunos serán como niños apenas recién nacidos a la vida de Dios (1P 2,2); otros habrán comenzado ya a crecer en Cristo; algunos, finalmente, habrán llegado a la madurez espiritual. Es preciso saber distinguir discretamente quiénes necesitan de leche y quiénes de alimento más sustancioso (9), para poder dar a cada uno el alimento de verdad, que desarrolle las fuerzas de su espíritu, hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo (Ep 4,13).

Esto testimoniaba San Pablo de sí mismo cuando se decía deudor a los griegos y a los bárbaros, a los sabios y a los ignorantes (Rm 1,14), significando asila necesidad de adaptación de todo predicador y educador espiritual a la inteligencia y facultades de sus oyentes y dirigidos.

No sería prudente saciar de alimento espiritual a las almas ya maduras, dejando morir de hambre a los pequeñuelos, que piden pan y no hay quien se lo parta (Lm 4,4).

Ni debe debilitarse jamás en ninguno el celo de la enseñanza, aunque a veces sea necesario detenerse, para instruir a las almas sencillas, en los más elementales y rudimentarios preceptos - cosa siempre molesta para espíritus refinados, acostumbrados a reflexiones más sublimes -. Si la eterna Sabiduría del Padre no se desdeñó de encarnarse en la humildad de nuestra carne terrena para instruirnos a todos en las verdades de la vida celestial, ¿quién no se sentirá constreñido por la caridad de Cristo (2Co 5,14) a hacerse pequeñuelo con sus hermanos y, llevado de amor por ellos u por su salvación, como nodriza que cría a sus niños? (1Th 2,7).

Esto al menos proclamaba San Pablo: Llevados de nuestro amor por vosotros, querríamos no sólo daros el evangelio de Dios, sino aun nuestras propias almas; tan amados vinisteis a sernos (1Th 2,8).

(8) "Dependiendo el hombre totalmente de Dios, como de su Creador y Señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la Verdad increada, cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y de voluntad" (C. Vat, ses.3 c.3: DS 1789; cf. lo dicho en la nota 2 del prólogo).

(9) Lutero, a quien siguió el protestantismo de la primera época, introdujo en teología la noción de fe fiducial, llevado no tanto por razones objetivas cuanto por la necesidad psicológica de dar sosiego a sus dudas y angustias interiores.
La justificación, ese proceso por el que el hombre alcanza o recupera la amistad divina perdida por el pecado, es para el protestantismo algo puramente extrínseco; no hay verdadera remisión del pecado ni renovación del alma. El perdón de Dios, un no querer mirar nuestras miserias, que, "aunque encubiertas y tapadas por la justicia y santidad de Cristo", en definitiva permanecen en el alma. El hombre, corrompido y sin libertad, no puede aportar nada positivo a ese proceso: su actitud es la de un ser inerte que espera pasivamente. ¿Qué hará entonces? Lo único que le queda es revestirse de esa fe que Lutero llama "fiducial"; fe que no exige nada en nuestra vida de cristianos; fe que se reduce a una confianza entregada, meramente pasiva, y en pura actitud de espera.
Frente a esa concepción protestante, el Concilio de Trento enseñó que el hombre, aunque viciado por el pecado original, aún tiene energías para cooperar libremente con la gracia. La justificación es una verdadera transformación; los pecados, al ser perdonados, no dejan ni huella siquiera en el alma. Por ella el pecador se renueva por completo y se adorna con la misma amistad divina que tuviera antes del pecado. El hombre, por tanto, puede y debe cooperar, aunque libremente, en ese proceso de acercamiento a Dios.
El primer acto de la justificación es la profesión de fe; fe que en nuestra doctrina es ante todo un asentimiento de la razón a la verdad revelada; fe racional, fe dogmática, como se la llama en teología, en oposición a la fiducial de los protestantes. Pero además, una fe que no consiste ni puede consistir en la pasividad de la fe fiducial, inerte y lánguida; para ser verdadera fe ha de ir acompañada, como dice el Tridentino, de actos de otras virtudes. En otras palabras: fe viva y operante, corroborada por nuestra vida y obras; fe, en suma, que tenga un eco constante en nuestra conducta de cristianos.
Así lo enseñó San Pablo en sus Epístolas, especialmente en la dirigida a los fieles de Roma. Ya entonces no faltó quien falsificara la doctrina del Apóstol, entendiendo una fe fría y sin aliento vital, porque San Pablo insistía en la fuerza de la fe frente a las obras de la ley mosaica. Más tarde los protestantes hurgaron en San Pablo para presentarlo como primer patrón de la justificación por la sola fe sin obras.
Pero la doctrina que se defendió en Trento era ya muy antigua y tradicional. Tan antigua como el mismo Cristo. El apóstol Santiago, saliendo al paso de las torcidas interpretaciones a la Carta de los Romanos, escribía hacia la mitad del siglo I: ¿Qué le aprovecha, hermanos míos, a uno decir: Yo tengo fe, si no tiene obras? ¿Podrá salvarle la fe? Si el hermano o la hermana están desnudos y carecen del alimento cotidiano, y alguno de vosotros le dijere: Id en paz que podáis calentaros y hartaros, pero no le diereis con qué satisfacer la necesidad de su cuerpo, ¿qué provecho le vendría? Así también la fe, si no tiene obras, es de suyo muerta… Pues como el cuerpo sin el espíritu es muerto, así también es muerta la fe sin las obras ().
Estas palabras del apóstol Santiago, a la vez que son defensa inconmovible de la verdad católica contra el protestantismo, constituyen para todos un importante tema de reflexión y consideración. La Iglesia necesita hombres con obras; hombres que encarnen en su vida hasta las últimas exigencias de esa fe que pregonan con los labios; sobran los teorizantes y faltan los convencidos de verdad. Porque el mundo se va cansando ya de tanta palabrería y de tantos programas, de tantos apóstoles de oratoria y de tantos profetas jeremíacos, que no se cuidan de confirmar con sus vidas lo que predican con sus labios o fustigan en los demás. Hoy más que nunca van sobrando los espíritus sentimentalistas, las almas de cuatro nociones generales y otros cuatro ritos o devocioncitas mal entendidas y peor practicadas. Nos urgen espíritus recios, almas vigorosas, cristianos de auténtico temple, lo mismo dentro que fuera, en casa que en la calle.
Como el árbol se conoce y valora por los frutos, así la intensidad de influencia de nuestra fe no puede medirse más que por los frutos de vida cristiana con que respondamos a ella. El Papa se quejaba no hace mucho de este lamentable fallo de nuestro cristianismo actual, y pedía a las Juventudes Femeninas de Acción Católica que, como mayor baluarte y defensa del cristianismo, fueran conscientes de su fe y consecuentes con ella. No olvidemos las palabras de Jesús: No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre (Mt 7,21); y aquellas otras: Pues a todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos; pero a todo el que me negare delante de los hombres, yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los cielos (Mt 10,32-33).



C) Fuentes principales

Toda la verdad católica que debe enseñarse a los fieles está contenida en las fuentes de la Revelación: la Sagrada Escritura y la Tradición (10).

Procuren, por consiguiente, los sacerdotes gastar todas las horas posibles en su estudio y meditación, fieles al consejo paulino a Timoteo: Aplícate a la lección, a la exhortación y a la enseñanza (1Tm 4,13); porque toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena (2Tm 3,16-17).



V. DIVISIÓN DEL "CATECISMO ROMANO"

Siendo innumerables las verdades reveladas por Dios, no será fácil retenerlas todas y siempre, de manera que nos resulte pronta y fácil su exposición en el momento oportuno.

Por esta razón decidieron acertadamente los Padres del Concilio distribuir todo el conjunto de la materia en cuatro grandes secciones: Credo, Sacramentos, Mandamientos y Padrenuestro.

El Credo contiene todas las verdades de la fe que se refieren al conocimiento de Dios, a la creación y providente gobierno del mundo, a la redención y a los destinos eternos del hombre.

En los Sacramentos se resume toda la doctrina de la gracia y de los medios para conseguirla.

El Decálogo contiene las leyes, cuyo fin es la caridad (1Tm 1,5).

La Oración Dominical comprende, por último, todo lo que los hombres pueden desear, esperar y pedir para utilidad del alma y del cuerpo.

La explicación de estos cuatro apartados - síntesis fundamental de la Revelación - proporcionará a los fieles el conocimiento de las principales verdades que deben conocer.

Nos parece oportuno advertir a los párrocos que, siempre que expliquen textos del Evangelio y en general de la Sagrada Escritura, sepan referirlos a la materia relativa contenida en estas cuatro secciones, como a fuentes fundamentales de la doctrina. Así, por ejemplo, el evangelio de la primera dominica de Adviento: Habrá señales en el sol y en la luna..., etc. (Lc 21,25), debe referirse al artículo del Credo: Ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos, en que encontrarán materia oportuna para hacer el comentario homilético. Con ello enseñarán a los fieles, a un tiempo, el Evangelio y el Credo.

Por lo que se refiere al orden de preferencia de cada uno de los capítulos, obsérvese el más adaptado tanto al momento como al auditorio. Aquí respetaremos la autoridad de los Padres, quienes para iniciar a las almas en la vida de Cristo y formarlas en su doctrina, comenzaron siempre por la exposición de las verdades de la fe.



Catecismo Romano ES