Catecismo Romano ES 1020

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CAPITULO II "Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor"

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

Cuan copiosa y admirable riqueza de frutos haya redundado a la humanidad de este artículo de la fe, puede colegirse de aquellas palabras de San Juan: Quien confiese que Jesús es Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios (1Jn 4,15). Y lo confirma el mismo Señor con el elogio de bienaventuranza que tributó al Príncipe de los Apóstoles: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien eso te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos (Mt 16,17). Este misterio es, en realidad, el fundamento más sólido de nuestra salvación y de nuestra redención. Mas para comprender mejor su benéfica fecundidad convendrá analizar primero la caída de nuestros primeros padres de aquel estado de felicidad suma en que Dios les había colocado. Ello nos facilitará una idea más exacta del origen de todas nuestras miserias y calamidades (18).

(18) Hablan los teólogos de varios estados de naturaleza. Unos posibles, que nunca llegaron a la realidad; otros reales a lo largo de la historia.
A) Posibles: 1) Naturaleza pura: el hombre con todo lo que es, exige y sobreviene a su naturaleza. El hombre sin los dones preternaturales (inmortalidad, integridad, inmunidad de la concupiscencia, etc.), sin los sobrenaturales y sin el pecado original, que es extranatural.
2) Naturaleza íntegra: el hombre natural con el don de la inmortalidad y el de la integridad (carencia absoluta de la concupiscencia, incentivo del pecado, etc.).
3) Naturaleza elevada: el hombre natural sin inmortalidad ni integridad, pero adornado con los dones sobrenaturales.
B) Reales:
1) Estado de justicia original: el de Adán, antes del pecado. Dones sobrenaturales y preternaturales ornamentando los dones naturales.
2) Naturaleza caída: despojada de los dones sobrenaturales y preternaturales y desvirtuada aún en los mismos naturales.
3) Naturaleza caído - reparada.- reintegrada a su primitivo estado por la gracia de Cristo. Libre del pecado original, el hombre recibe realmente en esta vida los dones sobrenaturales y espera los preternaturales en la otra vida. Respecto de los naturales, aunque recuperado, no los adquiere en su pleno vigor.
Estos dos últimos estados se consideran a veces como uno solo, en cuanto que, después de la caída original, aunque no hubiera reparación real e instantánea, ya la hubo intencional -podríamos decir - por la promesa liberadora. En ese caso no habría discontinuidad entre la caída y la reparación; sería un solo estado: naturaleza caído - reparada (cf. F. SAGÜÉS: SThS 4 el a.2 n.690-692).


II. NOCIONES FREVIAS

A.) El pecado de Adán

Dios había impuesto un precepto a nuestro primer padre: De todos los árboles del paraíso puedes comer; pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás (Gn 2,16-17). Pero Adán desobedeció, e incurrió en la desgracia de perder aquel estado de gracia y santidad en que había sido creado, y quedó sometido a todos aquellos males explicados ampliamente en el Concilio de Trento (19).

Recordemos, además, que el pecado y la pena del pecado no quedaron limitados a Adán, sino que de él, como de causa y semilla fecunda, trascendieron naturalmente a toda su descendencia (20).

(19) La existencia del pecado original es una verdad que nos consta solamente por la fe. La razón natural no puede conocerla por sí sola. Es más: las mismas miserias corporales y morales de esta vida no inducen tampoco a su existencia, como a veces se pretende, porque en última instancia esas mismas miserias existirían en el estado de naturaleza pura.
¿Qué nos enseña la fe sobre el pecado original? Empecemos por decir que el pecado, transgresión voluntaria de la ley de Dios, encierra en su concepto dos notas esenciales: desorden (perturbación de un orden establecido por Dios) y voluntariedad (el que lo comete lo hace conociendo y queriendo lo que hace). Estas dos condiciones de uno u otro modo se encuentran necesariamente en toda clase de pecado; de fallar alguna de ellas, no habría pecado.
Por tazón de la causa de que proceden, dividen los teólogos los pecados en original (pecado cometido físicamente por Adán y contraído como habitual por todos,sus descendientes) y pecado personal (el perpetrado por un acto físico de la propia voluntad).
El pecado original no lo hemos cometido los hombres por un acto propio, pero lo hemos contraído ciertamente como propio, transmitido a través de la generación. Es una verdad inaccesible a la razón. La fe, basada en la Sagrada Escritura (Rm 5,12-19) y definida en Cartago (a. 418), Orange (a. 529) y sobre todo en Trento (a. 1545-1563), enseña:
a) que Adán pecó;
b) que con su pecado no sólo se perjudicó a sí mismo, sino a toda su descendencia;
c) que para sí y para su estirpe perdió aquella santidad (gracia santificante) y dones extraordinarios (inmortalidad, integridad, ciencia infusa) con que Dios le adornara al crearlo;
d) que, en fin, no sólo hemos heredado de Adán esas desgracias, sino su mismo pecado, que también a nosotros se nos imputa como propio, aunque de distinta manera. En Adán, el pecado original ("originante", que llaman los teólogos) es personal, cometido por un acto físico de su voluntad; en nosotros (pecado "originado", como dice la teología) es pecado también propio, pero habitual, "mancha de pecado" que dice Santo Tomás (cf. DS 102 DS 175 DS 789-792).

(20) El Concilio Tridentino, al explicar el modo de transmisión del pecado original, se limitó a decir que se verifica por la generación (ses. 5 cn.4: DS 791). Es ésta, por tanto, una verdad de fe.
Pero ¿en qué sentido influye la generación en la transmisión del pecado original? Aquí es donde intervienen ya los teólogos, aplicando los conceptos de "causa" y "condición sine gua non". Causa supone una influencia, una verdadera actuación en el nacimiento del ser de otra cosa; la condición, en cambio, no influye sobre el ser; es absolutamente necesaria (eso significa "sine gua non") para que la cosa suceda; sin ella la causa no podía producir el ser, pero de ella no depende ese ser.
Aplicando estos conceptos al dogma de la transmisión del pecado original, diremos que la generación es causa de la propagación de la naturaleza (sin ella en el orden actual de cosas no se propagaría la especie humana), pero con relación al pecado original, no es más que condición. Sin la generación no se transmite el pecado, pero de ella no depende ese ser de pecado. Aquilatando un poco, diríase más bien que el pecado se transmite con la generación, no por generación. De igual manera que se transmitiría con la generación, no precisamente por la generación, aquella santidad primera de Adán, de no haber incurrido él en el pecado.
Otro problema que atormenta a veces a las almas con relación al pecado original es el de su voluntamdc.J. Voluntariedad que por otra parte hay que salvar a toda costa, pues de lo contrario no habría pecado. Se trata de un elemento esencial al mismo.
¿Cómo puede imputarse a nuestra voluntad un pecado que nosotros no hemos cometido? ¿No es acaso Dios injusto? Aquí está precisamente el punto neurálgico: el misterio del pecado original.
Los teólogos han excogitado diversas teorías para explicarlo, sin que tal vez ninguna de ellas satisfaga completamente. Acaso podamos decir que la de Santo Tomás es la que más aquieta nuestra incertidumbre: el Señor - según la concepción tomista - concedió aquellos privilegios sobrenaturales y preternaturales no a la persona de Adán, no al Adán histórico, sino al Adán cabeza del género humano, como depositario de unos tesoros que no eran sólo para él, sino para todos sus descendientes; porque nosotros, eternamente presentes a Dios, estábamos concentrados en aquel instante, todos unidos por la misma naturaleza en Adán. De esta manera, al pecar Adán, no sólo hemos heredado las consecuencias de su pecado, sino que de algún modo pecamos todos.
Ciertamente el velo del misterio no se descorre, porque entonces dejaría de serlo, pero de algún modo pueden comprenderse con esta explicación los inescrutables juicios de Dios. Por tanto, no se puede tachar de injusto a Dios, porque del castigo infligido por Él también nos hicimos nosotros acreedores en virtud de un pecado que es tan nuestro como de Adán, aunque de distinta manera. Además de que, como dones enteramente gratuitos, Dios podía quitárnoslos cuando quisiera.


B) La fe en el Redentor

Caído nuestro linaje de tan excelso grado de dignidad, ni los hombres ni los ángeles con sus solas fuerzas podían levantarlo y restituirlo a su primitivo estado. Quedaba un único remedio para tanta ruina y tan desastrosos males: que el infinito poder del Hijo de Dios, tomando la debilidad de nuestra carne, cancelara la infinita gravedad del pecado y nos reconciliara con Dios al precio de su sangre (21)

Y, puesto que el misterio de la redención es, y fue siempre, condición necesaria para conseguir la salvación, Dios lo anunció desde el principio.

Fue en el mismo acto de condenación del género humano - inmediatamente después del pecado - donde apareció la esperanza de redención con aquellas palabras mensajeras del daño que para el demonio había de suponer la liberación de los hombres: Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza y tú le morderás a él el calcañal (Gn 3,15). Más tarde Dios confirmó repetidamente esta promesa, dando mayores y más explícitas muestras de su secreto, especialmente a aquellos a quienes quiso expresar una singular benevolencia.

Entre otros, al patriarca Abraham se le había insinuado repetidas veces este misterio (22), y se le declaró abiertamente cuando, obediente al mandato de Dios, se mostró pronto a sacrificarle su único hijo Isaac: Por mí mismo juro, palabra de Y ave, que por haber tú hecho cosa tal, de no perdonar a tu hijo, a tu unigénito, te bendeciré largamente y multiplicaré largamente tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la orilla del mar. Y se adueñará tu descendencia de las puertas de sus enemigos y la bendecirán todos los pueblos de la tierra por haberme tú obedecido (Gn 22,16-18). Donde aparece claro que sería un descendiente de Abraham el que había de salvarnos, librándonos de la cruel esclavitud de Satanás; este liberador no podía ser sino el Hijo de Dios, nacido, según la carne, de la raza de Abraham.

Poco después, y para que no se olvidara la primitiva promesa, Dios establece el mismo pacto con Jacob, nieto de Abraham: Tuvo un sueño. Veía una escala que, apoyándose sobre la tierra, tocaba con la cabeza en los cielos, y por ella subían y bajaban los ángeles de Dios. Sobre ella estaba Y ave, que le dijo: Yo soy Y ave, el Dios de Abraham, tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra sobre la cual estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será ésta como el polvo de la tierra, y te ensancharás a occidente y a oriente, a norte y mediodía, y en ti y en tu descendencia serán bendecidas todas las naciones de la tierra (Gn 28,12-14). Numerosas veces después seguirá Dios renovando la memoria de la promesa y avivando la esperanza en el Salvador entre los descendientes de Abraham y entre los demás hombres.

Más tarde, mejor organizados los judíos social y religiosamente, el sentido de la promesa vino a hacerse cada vez más familiar en el pueblo, multiplicándose las figuras y profecías de los inmensos beneficios que había de reportarnos la venida del Salvador y Redentor. Los profetas iluminados por Dios, abiertamente anunciaron a su pueblo - como si entonces estuviera sucediendo - el nacimiento del Hijo de Dios, las obras admirables que había de realizar, su doctrina, sus acciones, su vida, su muerte, resurrección y todos los demás misterios de su existencia sobre la tierra. Tan exactamente que, prescindiendo del tiempo, no existe diferencia alguna entre los vaticinios de los profetas y la predicación de los apóstoles, entre la fe de los antiguos patriarcas y la nuestra (23).

(21) En la sesión 5.a (en. 3) del Concilio de Trento se definió que sólo por el mérito de Cristo podía perdonarse el pecado original (D 790). El hombre, corrompido por el pecado, había contraído en cierto modo una deuda infinita con Dios, porque el pecado, por razón de la persona ofendida, contenía en sí cierta infinitud ("pecado de algún modo infinito", que dice Santo Tomás).
¿Cómo salir de ese estado de postración? El hombre no podía hacerlo con sus propias fuerzas, según doctrina de los Padres. "Podrá el hombre - escribe San Agustín - venderse por el pecado, pero no puede redimirse a sí mismo de sus propias iniquidades" (En. in Ps. 129,12).
Por otro lado, es cierto que Dios podía no querer la redención del hombre. Era absolutamente libre en concedérsela o no, porque en definitiva se trataba de algo sobrenatural, enteramente gratuito para el hombre. Gratuitamente le elevó al orden sobrenatural, y gratuitamente también lo reintegraría a ese mismo orden (Ep 1,7 Ep 2,4 Rm 9,16 Rm 9,18).
Ahora bien, supuesta la libre voluntad divina de redimir al hombre, ¿era necesaria la encarnación del Verbo? ¿En qué sentido? Los teólogos desentrañan a este respecto los conceptos de satisfacción y mérito, distinguiendo como un triple grado de reparación:
1) rigurosamente justa;
2) de condigno;
3) de congruo.
En otras palabras: en la relación que lleva consigo la justicia hay cuatro términos correlativos, dos a dos: ofensa y mérito, ofendido y reparador. Si hay igualdad absoluta entre los cuatro, la satisfacción es rigurosamente justa; si sólo la hay entre la ofensa y el mérito, pero no entre el ofendido y el reparador, porque éste recibe del primero la posibilidad y hasta el mismo modo de reparación, la satisfacción es sólo de condigno. Si ni siquiera hay igualdad entre ofensa y mérito, y el perdón proviene únicamente de la aceptación misericordiosa de Dios, entonces la reparación se llama de congruo.
Supuestos estos principios, es lógico concluir que la encarnación del Verbo de Dios no es necesaria en absoluto para la redención del hombre, porque esto supondría una limitación de la omnipotencia divina.
Es doctrina cierta en teología que, si Dios quería una reparación con todo el rigor de la justicia, era absolutamente necesario que el Verbo se encarnara, aunando en su persona la doble naturaleza humana y divina. ¿Por qué? Porque sólo así podía salvarse la igualdad entre los cuatro términos mencionados. Cristo, en cuanto hombre, tenía plena capacidad de padecer y merecer; y en cuanto Dios daba valor infinito a esos merecimientos, ostentando una verdadera igualdad con el ofendido (el Padre), porque en cuanto Dios no le era inferior.
También se sigue lógicamente que para los otros dos modos de reparación (de condigno y de congruo), en común sentir de los teólogos, no era necesaria la Encarnación. Dios podía crear para repararle, una criatura adornada de las gracias más extraordinarias o podía simplemente aceptar el obrar recto del hombre.
Como quiera que sea, siempre se puede decir que la encarnación del Verbo, si no necesaria, sí era al menos muy conveniente para el hombre, como brillantemente expone Santo Tomás, porque por ella el hombre se acerca más al bien y se aparta más fácilmente del mal. Por ella se excita en nosotros la fe, porque el Dios escondido de la fe se nos hace palpable en la humanidad de Cristo: En verdad os digo que el que cree en mi tiene ya la vida eterna (Jn 6,47). Por la Encarnación reverdece en nosotros la esperanza, porque ese Dios socorredor que invocamos por ella es el mismo que nos dice: Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré (Mt 11,28). La Encarnación, en fin, hizo renacer en nosotros la menospreciada virtud de la caridad: Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo (Jn 3,16). ¡Quién no amará a quien tanto nos amó! (cf. Adeste, fideles, en la liturgia de Navidad). Y más razones bellas y expresivas expone Santo Tomás (III 1,2).

(22) Dijo Y ave a Abraham: "Sarai, tu mujer, no se llamará ya Sarai, sino Sara, pues la bendeciré, y te daré de ella un hijo, a quien bendeciré, y engendrará pueblos, y saldrán de él reyes de pueblos (Gn 17,15-16).
Yavé dijo: "¿Voy a encubrir yo a Abraham lo que voy a hacer, habiendo él de ser, como será, un pueblo grande y fuerte y habiendo de bendecirle todos los pueblos de la tierra? (Gn 18,17-18).

(23) El cumplimiento de las profecías mesiánicas es una de las garantías fundamentales de la divinidad de Jesucristo y, por consiguiente, del origen divino del cristianismo.
El ciclo de los profetas mesiánicos se abre con la primera página de la Biblia en el llamado Protoevangelio, o primer anuncio del Salvador. Después todo el Antiguo Testamento tendrá una función profética prefigurativa y preparatoria de los tiempos mesiánicos.
Los profetas (profeta o "nabí" es el que habla en nombre de Dios) anunciaron cada uno parcialmente, pero en conjunto de una manera maravillosamente completa, las dotes esenciales y rasgos característicos de la persona y de la obra del Mesías venidero.
El cumplimiento de tales profecías en la persona de Cristo es evidente a través del Evangelio, de la literatura neotestamentaria y de la historia de la Iglesia. Jesucristo mismo acudió muchas veces al argumento de los vaticinios cumplidos en su propia persona. Y lo mismo hacen los escritores sagrados del Nuevo Testamento, constatando expresamente en sus narraciones hechos anunciados muchos siglos antes por los profetas.
Las profecías mesiánicas pueden reducirse a cinco grupos:
1.° Profecías sobre las circunstancias históricas y ascendencia humana del Mesías.-Será la expectación de todas las naciones (Ag 2); le precederá un precursor (Is 40); nacerá cuando a Judá le haya sido arrebatado el cetro, o sea, el poder y la independencia política (Gn 49 Ag 2 Ml 3); será descendiente de Abraham (Gn 22); de la tribu de Judá (Gn 49); de la estirpe de David (Is 9); nacerá de una virgen (Is 7); en Belén (Mi 5).
2.° Profecías sobre las obras de Jesucristo.-Andará en busca de las ovejas descarriadas, levantará a los caídos, curará a los heridos, confortará a los débiles, conducirá las almas por el camino de la justicia (Ez 34); consolará a los afligidos, anunciará la Buena Nueva a los humildes y a los pobres (Is 71); obrará grandes prodigios en favor de los ciegos, de los sordos, de los mudos y de los lisiados (Is 35 Is 42); lleno del espíritu de Dios, llevará a cabo su misión con mansedumbre y dulzura (Is 42).
3.º Profecías sobre su pasión y muerte.-Será el varón de dolores (Is 53); traicionado (Ps 51); vendido por treinta denarios (Za 11); será abofeteado y le darán a beber hiél (Is 50 Ps 69); muerto (Da 2); taladrado de manos y pies (Ps 22); sus vestidos serán repartidos y echados en suerte (Ps 22).
4.º Profecías sobre la fundación y difusión del cristianismo. Predicará primero en Judea; la palabra de Dios será después anunciada al mundo, a los pueblos sumergidos en las sombras de la muerte, que vendrán a la luz del Evangelio (Is 43,60); una nueva alianza reunirá a todos los pueblos (Is 49 Jr 21).
5.° Profecías sobre la institución de un nuevo culto y sacri ficio divino. -Los sacrificios del templo de Jerusalén serán sustituidos por una oblación pura, que será ofrecida en todos los pueblos (Ml 1); y el sacrificio de la nueva alianza será ofrecido por los sacerdotes de todas las naciones (Is 65); ministros de un Pontífice supremo, eterno, prefigurado en el rey - sacerdote Melquisedec, que ofreció a Dios un sacrificio de pan y vino (Is 66 Ps 110).


III. "EN JESUCRISTO"

A) El nombre de "Jesús"

Jesús significa Salvador, y es nombre propio de Aquel que es Dios y hombre. Le fue impuesto no casualmente, ni por voluntad o determinación de los hombres, sino por consejo y mandato de Dios. Así lo anunció el ángel a su madre María: Y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús (Lc 1,31). Y más tarde, a su esposo José repite el mandato de llamar al Niño con este nombre, y le explica su significado: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1,20-21).

Son muchos los personajes que - según testimonio de la Sagrada Escritura -tuvieron este mismo nombre. Entre otros Josué, el hijo de Nave, que sucedió a Moisés e introdujo en la tierra prometida al pueblo liberado de la esclavitud de Egipto, gracia que no le fue concedida al mismo Moisés, el liberador (24). Con el mismo nombre fue llamado también el hijo del gran sacerdote Josedech (25).

Pero a ninguno conviene tan propiamente este nombre como a nuestro Salvador, que salvó, liberó e iluminó no a un solo pueblo, sino a la humanidad de todos los tiempos, no oprimida por el hambre o la tiranía de Egipto y Babilonia, sino sumida en inmensas tinieblas de muerte y aherrojada con las fuertes cadenas del pecado y del diablo. Jesús nos consiguió a todos el derecho a la herencia del reino de los cielos y nos reconcilió con Dios Padre. En aquellos personajes antiguos vemos figuras simbólicas de nuestro Señor, por quien fue enriquecida la humanidad con el inmenso cúmulo de bienes referido.

Todos los demás nombres que, según las profecías y por divina disposición, habían de imponerse al Hijo de Dios (26), se reducen al de Jesús. Aquéllos - cada uno desde un punto de vista especial - significan aspectos aislados de la salvación, que Él había de traernos; éste sintetiza admirablemente toda la realidad, razón y eficacia de su obra salvadora.

(24) Cf. Si 46,1 Za 3,1-9 Za 6,11 Ag 1,1-12 Ag 1,14.

(25) Cf. 1Ch 6,14 2Ch 3,2-8 2Ch 5,2 2Ch 10,18 Si 49,14 Ag 1,1 Ag 1,12 Ag 1,14 Ag 2,3 Ag 2,5 Za 6,11.

(26) Y dile: así habla Y ave Sebaot, diciendo: He aquí que el varón cuyo nombre es Germen, y del cual se producirá germinación… (Za 6,12). Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo, que tiene sobre su hombro la soberanía, y que se llamará maravilloso Consejero, Dios fuerte. Padre sempiterno, Príncipe de la paz (Is 9,6).


B) "Cristo": Profeta, Rey y Sacerdote

Al nombre de Jesús se añadió también el de Cristo, que significa Ungido. Es nombre de honor y de ministerio, y no de una particular atribución, sino común a muchos.

Los antiguos llamaban cristos a los sacerdotes y a los reyes, a quienes Dios mandaba ungir por la dignidad de su oficio (27).

Los sacerdotes eran, en efecto, quienes constantemente oraban por el pueblo, ofrecían a Dios sacrificios e imploraban gracias para la humanidad.

A los reyes estaba encomendado el gobierno de los pueblos, y a ellos competía velar por el cumplimiento de las leyes, defender al inocente y castigar al malvado.

Y, puesto que cada una de estas funciones refleja la autoridad de Dios en la tierra, pareció natural que los elegidos para desempeñar la dignidad real o sacerdotal fueran ungidos con el óleo (28).

También fue costumbre antigua el ungir a los profetas, intérpretes del Dios inmortal, heraldos entre los hombres de los arcanos divinos, videntes del futuro y predicadores eficaces de la virtud con santas exhortaciones (29).

Jesucristo, nuestro Salvador, en el instante mismo de su encarnación asumió el tríplice oficio de profeta, sacerdote y rey. Y por esto fue llamado Cristo, y fue ungido para el desempeño de este triple ministerio, no por manos de hombre, sino por el poder del Padre, y no con ungüento material, sino con el óleo espiritual. Y el Espíritu Santo derramó sobre su alma santísima tal plenitud de gracia y de dones, que supera la capacidad de cualquier otra naturaleza creada, como escribía el profeta: Amas la justicia y aborreces la iniquidad; por eso tu Dios te ha ungido con el óleo de la alegría más que a tus compañeros (Ps 44,8 He 1,9). E Isaías de una manera aún más clara: El Espíritu del Señor, Y ave, descansa sobre mí, pues Y ave me ha ungido y me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos (Is 61,1).

Y así fue Cristo el Profeta y Maestro por excelencia, que nos manifestó la voluntad divina y por cuyo mensaje el mundo conoció al Padre celestial.

Conviénele este título con toda justicia y preferencia, ya que todos los demás llamados profetas fueron, en definitiva, discípulos suyos y enviados para anunciarle a Él, el gran Profeta que había de venir para salvarnos a todos (30).

Y fue Sacerdote. Pero no según el orden levítico de la antigua ley, sino como cantó el profeta David: Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec (Ps 109,4).

El concepto exacto de este nuevo sacerdocio está explicado y desarrollado maravillosamente en la Epístola de San Pablo a los Hebreos (31).

Por último, Cristo es Rey. Y no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre y partícipe de nuestra condición humana. De Él dijo el ángel: Y reinará en la casa de Jacob, por los siglos y su reino no tendrá fin (Lc 1,33).

El reino de Jesucristo es espiritual y eterno: se inicia en la tierra y se completa en el cielo. Con admirable providencia desempeña los oficios de rey en su Iglesia: la gobierna y la defiende de las acometidas y asechanzas de sus enemigos, la impone leyes, la confiere santidad y justicia y la comunica fuerza y vigor suficientes para perseverar con firmeza.

Aunque este reino de Cristo abarca a los buenos y a los malos, y todos los hombres por derecho pertenecen a él, sin embargo, sólo aquellos que, fieles a sus preceptos, llevan una vida íntegra e inmaculada, experimentan la gran bondad y largueza del Rey.

Y no fue Cristo rey por derecho humano o hereditario, aunque descendía de ilustre prosapia regia (32); lo fue porque Dios acumuló sobre Él, en cuanto hombre, todo el poder, grandeza y dignidad que puede poseer una naturaleza humana: Le ha sido dado todo poder y señorío en el cielo y en la tierra (Mt 28,18). Y en el día del juicio veremos sometérsele total y perfectamente todos los seres, como ya ha comenzado a realizarse en esta vida (33).

(27) Y luego revestirás a Arón de sus vestiduras sagradas, y le ungirás, y le consagrarás, y será sacerdote a mi servicio (Ex 40,13). Mañana, a esta misma hora, yo te mandaré a un hombre de Benjamín, y tú le ungirás por jefe de mi pueblo (1S 9,16). Pero David le dijo: "No le mates. Quien pusiere su mano sobre el ungido de Yavé, ¿quedaría impune?" (1S 26,9).

(28) La unción de los sacerdotes y reyes en Israel vino a tener una significación especial, equivalente a nuestra coronación y consagración.
Cogió Samuel una redoma de óleo, la vertió sobre la cabeza de Saúl y le besó diciendo: "Yave te unge por príncipe de su heredad. Tú reinarás sobre el pueblo de Yavé y le salvarás de la mano de los enemigos que le rodean. Esto te será señal de que Yavé te ha ungido como jefe de su heredad…" (1S 10,1).
Vinieron los hombres de Judá y ungieron allí a David rey de la casa de Judá (2S 2,4).

(29) No toquéis a mis ungidos, no hagáis mal a mis profetas (1S 26,9 y 1Ch 16,22).

(30) Yo les suscitaré de en medio de sus hermanos un Profeta como tú, pondré en su boca mis palabras, y él les comunicará todo cuanto yo le mande (Dt 18,18).
Y "les habló Jesús, diciendo- Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida (Jn 12,1).
Yo soy el que da testimonio de mí mismo (Jn 12,18).
Tenga, pues, por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado (Ac 2,36).

(31) Dentro de la finalidad primaria de esta Carta - demostrar la superioridad de la ley evangélica y su culto sobre la ley y el culto mosaico-, ofrece extraordinario interés la comparación que hace San Pablo entre el sacerdocio de Cristo y el sacerdocio de Arón, para concluir después la absoluta superioridad del sacerdocio cristiano sobre el sacerdocio levítico.
Comienza San Pablo anunciándonos un gran Pontífice, que penetró en los cielos, Jesús, el hijo de Dios…, que fue tentado a semejanza nuestra, menos en el pecado (He 4,14).
En los primeros versos del capítulo 5 define a todo pontífice como tomado de entre los hombres, en favor de los hombres e instituido para las cosas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados, para que pueda compadecerse de los ignorantes y extraviados, por cuanto él está también rodeado de flaqueza, y a causa de ella debe por sí mismo ofrecer sacrificios por los pecados igual que por el pueblo (He 5,1-3).
Insiste el Apóstol en la experiencia que tenía Jesucristo de nuestra flaqueza para compadecerse de nosotros, símbolo de la bondad comprensiva con que todo sacerdote debe tratar a sus hermanos.
Cristo es sacerdote según el orden de Melquisedec. Y su sacerdocio es infinitamente superior al levítico, imagen y sombra de aquél (He 7,5-19).
Mientras los sacerdotes de la Ley ofrecían sus oblaciones y sacrificios en un santuario que es imagen y sombra del celestial (He 8,5), Cristo está sentado a la diestra del trono de la Majestad de los cielos (He 8,1) y es mediador de una más excelente alianza, concertada sobre mejores promesas (He 8,6).
A continuación describe el Apóstol el santuario de la antigua alianza, figura todo ello que mira a los tiempos presentes (He 9,9). Pero Cristo, Mediador de esta nueva alianza, por su muerte da a los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna.
Prueba San Pablo la necesidad de la muerte y del sacrificio de Cristo por la Ley, sombra de los bienes futuros, que en ninguna manera puede con los sacrificios… perfeccionar a quienes los ofrecen (He 10,1 ss). Cristo, en cambio, con una sola oblación perfeccionó para siempre a los santificados.
Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el santuario que Él nos abrió, como camino nuevo y vivo a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón, con fe perfecta, purificados los corazones de toda conciencia mala y lavado el cuerpo con el agua pura. Retengamos firmes la confesión de la esperanza, porque es fiel el que la ha prometido (He 10,19-23).

(32) Los profetas nos habían anunciado muchos siglos antes que Cristo nacería de la estirpe real de David (Is 9,7). En los Salmos fue cantado el Mesías como Rey glorioso y poderoso que establecería la justicia en la tierra (Ps 2,6-9 Ps 71,1-20 Ps 109,1-4). En los mismos Evangelios aparecen como sinónimos los títulos de Mesías e Hijo de David (Mt 11,27 Mt 13,23).
Como hijo adoptivo de José - que pertenecía a la casa y familia de David (Mt 7,17 Lc 3,23-28)-, heredó Cristo el carácter legal de descendiente de la estirpe y prosapia davídica. Como verdadero hijo de María - igualmente descendiente de la estirpe de David-, nació Cristo real y propiamente de la descendencia de David (Rm 1,3 He 7,14 Ap 5,5 Ap 22,16).

(33) Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, pura que a todos los que tú le diste les dé Él la vida eterna (Jn 17,1-2).
Preciso es que Él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo reducido a la nada será la muerte, pues ha puesto todas las cosas bajo sus pies… (1Co 15,25-26).
Tiene sobre su manto y sobre su muslo escrito su nombre: Rey de reyes, Señor de señores (Ap 19,16).
Sobre la realeza de Cristo véase la magnífica carta encíclica Quas primas, de Su Santidad Pío XI (Colección de Encíclicas, p.109, Publicaciones de la Junta Técnica Nacional de A. C, Madrid 1955).


IV. "Su ÚNICO HIJO"

A) Hijo de Dios y Dios verdadero

Con las palabras su único Hijo se nos propone creer y contemplar los más sublimes misterios de Jesucristo: que es Hijo de Dios, verdadero Dios como el Padre, engendrado por Él desde toda la eternidad. Le confesamos, además, como la segunda Persona de la Santísima Trinidad, igual en todo a las otras dos: no puede pensarse ni siquiera imaginarse disparidad o diferencia alguna en las divinas Personas, siendo única e idéntica la esencia, voluntad y poder de las tres.

Esta verdad se repite claramente en muchos textos de la Sagrada Escritura. Recordemos las palabras de San Juan: Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios (Jn 1,1).

Mas, al hablar de Jesús como Hijo de Dios, a nadie se le ocurra pensar en un nacimiento u origen terreno y mortal. Jamás podremos comprender con nuestra razón, ni siquiera imaginar, el misterioso modo con que el Padre engendra desde toda la eternidad a su Hijo; pero hemos de creerlo con toda nuestra fe y adorarlo en lo más íntimo del corazón, repitiendo estremecidos las palabras del profeta: Su generación, ¿quién la contará? (Is 53,8).

Esto es lo que hemos de creer: que, el Hijo posee la misma e idéntica naturaleza, sabiduría y poder que el Padre, como explícitamente confiesa el Símbolo de Nicea: Y en un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigénito de Dios y nacido del Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios, Luz de luz; verdadero Dios de Dios verdadero; engendrado, no hecho; consubstancial al Padre, por quien todas las cosas han sido hechas (34).

(34) La Encarnación, es decir, la realidad de un sujeto que se manifiesta como hombre y Dios simultáneamente, es un misterio estricto, cuya existencia y esencia ni podemos probar ni comprender. Por eso precisamente, por la dificultad intrínseca del misterio, nada tiene de extraño que la razón humana, al intentar hacerlo inteligible pe r la analogía, haya errado muchas veces y se haya desviado con facilidad. No se puede olvidar nunca que los misterios tienen una barrera infranqueable, y que la razón, aun en su potencialidad más clarividente, llega a un punto en que tiene que ceder y humillarse ante la fe.
Ya en los primeros momentos del cristianismo se negó la divinidad de Cristo. Los ebionitas (), los adopcionistas con Artemón y Pablo de Samosata (ibid., 65: PG 42,26), Arrio y sus secuaces, y los mismos monofisitas (admitiendo una sola naturaleza en Cristo, con lo que no sería ni Dios ni hombre perfecto), no entendían la unión de las dos naturalezas, humana y divina, en Cristo, y negaron que fuera Dios. Es, sí, una criatura adornada de cuantos dones y gracias sobrenaturales puedan imaginarse, adoptada privilegiadamente por Dios, pero al fin y al cabo puro hombre.
En los siglos xviii y xix, los racionalistas y modernistas llegaron a la misma conclusión, aunque por distintos caminos. Las herejías cristológicas de los primeros tiempos vinieron por la imposibilidad para la razón, demasiado exigente al ahondar el misterio, de conciliar a Dios con la naturaleza humana en una verdadera unidad. Los racionalistas, en cambio, al proclamar la autonomía y supremacía absoluta de la razón, rechazaron de plano no sólo la realidad de un Cristo, verdadero Dios, sino todos los misterios del cristianismo.
Todos estos errores han sido condenados reiteradamente poi la Iglesia (cf. Símbolo Atanasiano: DS 40; Símb. Nicen.-Constan.: DS 86; Conc. de Calced.: DS 148; C. de Const. II, cn.2,4,5: DS 214 DS 216 DS 217; C. Const. III: DS 290; C. Vat, ses.3 c.4 cn.lss: DS 1795-1798 DS 1816ss, contra racionalistas; Pío X en decr. Lamentabili, a. 1907: DS 2037 DS 2029 DS 2031, contra los modernistas).
Al ojo sencillo y sin prejuicios le basta abrir el Evangelio para convencerse de que la divinidad de Cristo es una verdad indiscutible. Divinidad anunciada ya por el Antiguo Testamento (Ps 2,7 Ps 44 Ps 109, etc.), pero sobre todo en el Nuevo Testamento. Divinidad proclamada por el Padre en el bautismo y en la transfiguración de Cristo (Mt 3,16-17 Mt 17,5), declarada por el mismo Cristo ante los discípulos (Mt 16,13-20), ante el pueblo (Mt 21,33-34), ante los jueces que le sentenciaron (Mt 26,63 Mc 14,61). Y sobre todo divinidad confirmada y corroborada por el testimonio más fehaciente de todos: los innumerables milagros que realizó, y ciertamente por propia virtud (Mt 9,18, por citar uno de los muchísimos ejemplos).
¿Cabe más explicitud y claridad? Lo que ha ocurrido es que la mente humana, demasiado orgullosa de sí misma, ha pretendido estérilmente introducirse en donde siempre tendrá cortado el paso: la esfera de la fe.


B) Hijo de Dios e Hijo de María

Entre los varios símiles utilizados para explicar la naturaleza y el modo de la eterna generación del Hijo, nos parece más propio y expresivo el tomado de nuestro mismo modo de pensar. San Juan llama Verbo a la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Porque así como nuestra mente, al conocerse de algún modo a sí misma, forma una imagen suya, que los teólogos llaman verbo, del mismo modo - en cuanto las cosas humanas se pueden comparar con las divinas - Dios, al conocerse a sí mismo, engendra al Verbo eterno.

Mas lo mejor será inclinarnos respetuosa y profundamente ante el misterio que la fe nos propone: creer y confesar que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre; en cuanto Dios, engendrado por el Padre desde toda la eternidad; en cuanto hombre, nacido en el tiempo de María, virgen y madre (35).

(35) Cristo es Dios, pero al propio tiempo tiene una naturaleza humana perfecta.
Cierto sector de herejes, ante el problema de esa unión de naturaleza que la razón no acierta a comprender, derivaron el error por otro ángulo: admitieron a todo trance la divinidad de Cristo, pero a trueque de negar que fuera verdadero hombre.
Cristo ciertamente es Dios, el Verbo del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, pero la naturaleza humana asumida, o es algo ficticio (pura fantasía), o al menos está mutilada (no es perfecta). Y como en la naturaleza humana hay un doble elemento esencial, cuerpo y espíritu, también fue doble la derivación herética. Para unos, los docetas y maniqueos (estos últimos, partiendo de su doctrina del principio del bien y del mal, desembocan en un verdadero docetismo), Cristo, en cuanto hombre, es una quimera; su cuerpo es un fantasma, algo etéreo (celeste, como dijo el hereje Valentín), pero no terreno, sin realidad verdadera. Y consiguientemente a estos principios, negaron que la pasión y muerte del Señor tuvieran realidad cruenta.
Para otros, en cambio - Apolinar y los suyos-, aunque el Verbo asumió un verdadero cuerpo, no asumió una naturaleza humana perfecta, porque a ese cuerpo le faltaba el espíritu con todas sus potencias y operaciones, que estaban suplidas por el mismo Verbo divino. Sólo así - le parecía a Apolinar - podía salvarse la unidad sustancial en Cristo.
La Iglesia condenó estos errores casi simultáneamente a los que afectaban a la divinidad de Cristo, estableciendo siempre la doble y perfecta naturaleza de Jesús, humana y divina. Baste recordar el Símbolo Atanasiano (D 40); los Concilios de Calcedonia, Constantinopolitanos II y III, citados en la nota anterior; la condenación de Maniqueo y Valentín (a. 1441) en el decreto Pro Iacobius del Concilio Florentino (D 710). Y por lo que respecta al apolinarismo, los mismos Concilios de Calcedonia, Constantinopolitanos II y III.
De hecho, que Cristo fue hombre y que el Verbo asumió una naturaleza humana perfecta e íntegra, idéntica en todo a la nuestra menos en el pecado, es una verdad tan clara en el Evangelio, y más aún, como su misma divinidad. Toda su vida, desde que nace en Belén hasta que muere en el Calvario, va evolucionando por la línea común y ordinaria a todo hombre. Huelgan los textos, pero recordemos aquel en que Cristo, apareciéndose a los discípulos después de la resurrección, y viendo su temor por creerle un fantasma, les dice: Palpad y ved, por que el espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo (Lc 29,39). Y por lo que se refiere a la existencia del alma humana en Cristo, el Evangelio nos recuerda a cada paso las vivencias sensitivo - intelectivas de Jesús. Cristo ora,, obedece, se humilla, se aíra, se entristece; y esto no es explicable sin un alma verdadera en Cristo hombre. Y en el momento cumbre de su vida, cuando va a expirar en el Calvario, nos dice el Evangelio que Jesús entregó su espíritu al Padre (Jn 11,33).

C) Único Hijo

Y, aunque reconocemos esta doble generación de Cristo, creemos, sin embargo, que es un solo Hijo, porque una sola es la Persona divina en la que están unidas las dos naturalezas: la humana y la divina (36).

Atendiendo a la generación divina, Cristo no tiene hermanos ni coherederos, porque es Hijo único del Padre, y nosotros, los hombres, somos hechura y obra de sus manos.

Mas, si atendemos a la generación humana, Cristo no sólo llama, sino que de hecho considera a muchos hombres como hermanos, para que junto con Él consigan la gloria de la herencia del Padre. Estos hombres son los que le reciben con fe y muestran con obras de caridad la fe que profesan con los labios. A esto se refería San Pablo cuando nos hablaba de Cristo: Primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,29).

(36) Admitida la doble naturaleza en Cristo, humana y divina, y ciertamente en toda su perfección e integridad, el único reducto que le quedaba a la razón humana para eludir las exigencias del misterio, y, pretendiendo abarcarlo, derivar hacia el error, era negar la unidad substancial en Cristo. Ciertamente en Cristo, según esta posición, habría dos naturalezas perfectas, pero también dos personas unidas sólo accidentalmente, dos sujetos operantes. Ya no podría decirse que el Verbo, Dios, había nacido, padecido, muerto y resucitado; esos predicados sólo podían aplicarse al hombre en Cristo. Y viceversa, tampoco podría afirmarse que el Hijo del hombre, o de María, era Hijo de Dios, increado, etc., porque esos apelativos convienen únicamente a Dios. En Cristo, pues, subsistirían dos personas con una ligazón puramente accidental.
Ésos son, en síntesis, los postulados del nestorianismo, que, arrancando de la escuela antioquena, a través de Diódoro de Tarse (f 394), Teodoro de Mopsuesta (f 428), culminaron en Nestorio (a. 451). Éste, el año 428, predicando en Constantinopla, dijo que María no podía llamarse con propiedad Madre de Dios (Theotocos), sino sólo madre de Cristo, es decir, del hombre (Cristotocos o Anzroootocos); o a lo más, madre de Dios en un sentido muy amplio y extensivo. Y la razón fundamental de esta afirmación estaba para Nestorio en que donde hay una naturaleza concreta (en Cristo están las dos perfectas e íntegras), necesariamente tenía que haber también una persona.
Frente a esta concepción, que destruía por completo la unidad substancial en Cristo, la Iglesia en el Concilio de Éfeso (a. 431), contra el propio Nestorio, y más tarde en Constantinopla (a. 553), defendió que en Cristo no había más que una sola persona, la divina; que la naturaleza humana, carente de su propia persona, era sustentada por la Persona del Verbo; y proclamó también que María era verdaderamente Madre de Dios, con toda propiedad, mientras, según cuenta la tradición, los fieles efesinos, alborozados y con antorchas en la mano, repetían el "Santa María, Madre de Dios…", que ha venido a constituir la segunda parte del Avemaria (cf. DS 111 ss. y DS 216 ss.).
Lo defendió la Iglesia, y lo hizo con plena seguridad, porque, aunque en la Sagrada Escritura no aparecía con palabras expresas el hecho de la doble naturaleza, subsistiendo en unidad de persona, sí ofrecía esta indiscutible realidad: que de un mismo sujeto o individuo se predican simultáneamente atributos divinos y humanos. No es distinto el Cristo proclamado Hijo de Dios por el Padre en el bautismo y en la transfiguración, del que, sudoroso y fatigado, se sienta junto al pozo de Jacob y pide agua a la samaritana. No es distinto el Cristo que se declaró a sí mismo Dios ante sus discípulos, ante el pueblo y ante sus mismos jueces, del que, naciendo pobre en Belén, trabajó como humilde artesano, no tuvo dónde reclinar la cabeza y a la postre murió abandonado en la cruz.


V. "NUESTRO SEÑOR"

A) En cuanto Dios y en cuanto hombre

Son muchos los títulos y operaciones que la Sagrada Escritura refiere a nuestro Salvador (37). Unos le convienen en cuanto Dios, y otros en cuanto hombre, porque a diversas naturalezas corresponden diversas propiedades.

Decimos con toda verdad que Cristo - por tener una naturaleza divina - es omnipotente, eterno e inmenso. Afirmamos igualmente - y esto le conviene por su naturaleza humana - que padeció, murió y resucitó.

Pero algunos atributos convienen indistintamente a una y otra naturaleza. Precisamente en este artículo del Credo profesamos creer en Jesucristo nuestro Señor; nombre que con todo derecho puede aplicarse a cualquiera de las dos naturalezas. Porque, siendo Dios eterno como el Padre, es igualmente Señor de todas las cosas como Él. El Hijo y el Padre no son dos Dioses, sino uno solo, como no son dos Señores, sino un solo Señor. Mas también en cuanto hombre podemos llamarle Señor. Y esto por muchos motivos:

1) Ante todo, porque fue nuestro Redentor y nos liberó de la esclavitud del pecado, adquirió Jesucristo en estricta justicia el poder y señorío sobre todos los hombres. San Pablo dijo: Se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre (Ph 2,8-11). Y el mismo Jesucristo afirmó de sí después de su resurrección: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 18,18).

2) Es, además, Señor, por estar unidas en su única Persona las dos naturalezas, divina y humana. Por esta maravillosa unión mereció - aun cuando no hubiera muerto por nosotros - ser constituido Señor universal de todas las criaturas, especialmente de aquellas que habían de obedecerle y servirle con íntimo afecto del alma.

B) Y nosotros, sus siervos

Procuremos suscitar y avivar en nuestros corazones la conciencia del gran deber que a todo cristiano alcanza, en lógica consecuencia, de darse y consagrarse enteramente y para siempre, como verdadero esclavo a Jesucristo, su divino Redentor y Señor.

Lógica consecuencia hemos dicho y obligada gratitud. De Él hemos recibido nuestro nombre de cristianos y por Él hemos sido colmados de inmensos beneficios, no siendo el menor de ellos el poder entender por la fe estos sublimes misterios.

Ofrecimiento y consagración que ya prometimos en la puerta de la iglesia al ser bautizados: "Renuncio a Satanás y a sus pompas - dijimos entonces - y me entrego totalmente a Jesucristo" (38).

Si para alistarnos en la milicia cristiana nos consagramos entonces a Cristo con tan solemne y santa promesa, ¿de qué castigos no nos haríamos merecedores, si después de haber ingresado en la Iglesia, después de haber conocido la voluntad y la ley de Dios y haber recibido la gracia de los sacramentos, viviéramos - en la realidad práctica de nuestros hechos - según las máximas y exigencias del mundo y Satanás, como si a ellos, y no a Cristo, hubiéramos dado nuestro nombre en el día del bautismo?

Y ¿podrá haber alma que no se encienda en fuego de amor al ver a un Señor tan grande, benigno y misericordioso que, teniéndonos bajo su pleno dominio, como auténticos siervos rescatados por su sangre, prefiere, en fuerza de su amor, llamarnos no siervos, sino amigos y hermanos? (39).

Semejante caridad es motivo justísimo - sin duda el mayor de todos - por el que perpetuamente debemos reconocer, servir y venerar a Cristo como a verdadero Señor nuestro.

(37) Cf. Ps 67 Is 42 Jn 13 Ap 19.

(38) Fórmula de la administración del bautismo (Ritual Romano).

(39) Ya no os llamo siervos, porque él siervo no sabe lo que hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre, os lo he dado a conocer (Jn 15,15).
Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos por Él, para ser con Él glorificados (Rm 8,17).
…Ne se avergüenza de llamarlos hermanos, diciendo: "Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré" (He 2,12).



Catecismo Romano ES 1020