Catecismo Romano ES 1120

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CAPITULO XII "Creo en la vida eterna"

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

Los apóstoles quisieron concluir el Símbolo - síntesis de nuestra fe - con la verdad de la vida eterna. Y esto por dos razones: a) porque después de la resurrección de la carne no restará a las almas más que recibir el premio de la vida eterna; b) y para que tuviéramos siempre ante los ojos, como pábulo del alma y fuente de santos pensamientos, la visión de aquella felicidad eterna, llena de todos los bienes.

El recuerdo de los premios eternos será siempre uno de los estímulos más eficaces en nuestra vida cristiana (248). Por grave y pesada que nos resulte en ciertas circunstancias la fidelidad a nuestra fe de cristianos, la esperanza del premio nos la hará más llevadera y reanimará nuestro espíritu, de modo que Dios nos encuentre siempre prontos y alegres en su divino servicio.

(248) Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable (2Co 4,17).
Pues sabemos que, si la tienda de nuestra mansión terrena se deshace, tenemos de Dios una sólida casa, no hecha por mano de hombres, eterna en los cielos (2Co 5,1).


II. "LA VIDA ETERNA"

A) Felicidad perpetua

Muchos son los misterios ocultos en este último artículo del Credo. Procuremos penetrarlos diligentemente y acomodarlos a la capacidad de nuestros fieles.

Ante todo, notemos que la palabra vida eterna no significa tanto la perpetuidad de la vida - concedida también a los réprobos y a los demonios - cuanto la felicidad que hará eternamente dichosos a los buenos. Así nos parece debió pensar aquel doctor de la Ley cuando dijo al Señor: ¿Qué de bueno haré yo para conseguir la vida eterna? (Mt 19,16). Como si dijera: "¿Qué he de hacer yo para llegar allí donde se goza la felicidad perfecta?" (249) Éste es el auténtico sentido que en la Sagrada Escritura tienen las palabras vida eterna, como puede comprobarse en muchos de los textos (250).

(249) Cf. Mt 25,46 Mc 10,17 Lc 10,25.

(250) Para que todo el que creyere en Él tenga la vida eterna (Jn 3,15).
Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,3).
A los que con perseverancia en el bien obrar buscan la gloría, el honor y la incorrupción, la gloria eterna (Rm 2,7).
Pues la soldada del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo (Rm 6,23).



B) Naturaleza de esta felicidad

1) Vida eterna ha sido llamada la última y suma felicidad, para que nadie creyere que ésta consiste en bienes materiales y caducos. La sola palabra bienaventuranza no expresa suficientemente la realidad de nuestro último destino, habiendo existido hombres, presuntuosamente sabios, que creyeron poder colocar el sumo bien en la felicidad que proviene de las cosas sensibles (251). Éstas envejecen y mueren; la bienaventuranza, en cambio, no puede circunscribirse a límites de tiempo.

Las cosas de la tierra distan tanto de la verdadera felicidad, que quien quiera alcanzar la eterna bienaventuranza debe necesariamente apartar de ellas su deseo y amor. Está escrito: No améis al mundo ni a lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él la caridad del Padre. El mundo pasa, y también sus concupiscencias (1Jn 2,15-17).

Aprendamos, pues, a despreciar las cosas caducas y convenzámonos de que es imposible conseguir la felicidad en esta vida, donde estamos, no como ciudadanos, sino como peregrinos advenedizos (1P 2,11). Aunque también aquí, en la tierra, podemos poseer la felicidad negándonos a la impiedad y a los deseos del mundo y viviendo sobria, justa y piadosamente en este siglo, con la bienaventurada esperanza en la vida gloriosa del gran Dios y de nuestro Salvador, Cristo Jesús (Tt 2,12-13).

Por no querer entender este lenguaje, muchos, alardeando de sabios, pensaron que la felicidad se ha de buscar en las cosas de la tierra; se hicieron necios y cayeron en gravísimas miserias, trocando la gloría del Dios incorruptible por la ¡semejanza de la imagen del hombre corruptible (Rm 1,21-22).

2) Significamos, además, con las palabras vida eterna, que la felicidad, una vez conseguida, jamás puede perderse. Algunos pensaban así, pero erróneamente; porque, siendo la felicidad el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno, si su posesión no fuera estable, cierta y eterna, dejaría de ser felicidad para convertirse en angustioso suplicio de temor. Y si la felicidad debe llenar todas las aspiraciones del hombre, quien ha llegado a ser bienaventurado no puede dejar de querer que la posesión feliz de todos los bienes que ha conseguido dure para siempre.

C) Felicidad inefable

Cuan grande sea la felicidad de los bienaventurados que están en la patria celestial, puede deducirse fácilmente de la misma expresión vida bienaventurada. Tan grande, que sólo ellos pueden comprenderla.

Cuando para significar una realidad cualquiera hemos de valemos de un bien común por carecer del propio, es claro que dicha realidad es inexpresable o inefable. Para designar esta bienaventuranza nos servimos de una expresión no exclusiva, sino común; la llamamos vida eterna, locución común a los bienaventurados del cielo y a cuantos poseen una eternidad de vida. Prueba evidente de su grandiosidad y sublimidad, que no puede expresarse con nombre propio.

En la Sagrada Escritura se la designa con múltiples nombres: reino de Dios, reino de Cristo, reino de los cielos, paraíso, ciudad santa, nueva Jerusalén, casa del Padre (252).

Pero es claro que ninguno de ellos expresa suficientemente su grandeza.

(251) En los primeros tiempos de la Iglesia, algunos escritores eclesiásticos enseñaron el Milenarismo, doctrina abiertamente herética en algunas de sus manifestaciones, y en todas absolutamente rechazable.
Según los milenaristas, al final de los tiempos, Cristo descenderá glorioso a la tierra y resucitará a la vida a todos los justos para reinar con ellos en este mundo durante mil años antes del juicio final.
Este error parece traer su origen, en parte, de algunas fábulas y libros apócrifos de los judíos y en parte, de algunas profecías del Apocalipsis (Ap 20,1-8) mal interpretadas.
Ofrece el milenarismo dos formas principales: el craso o material, que presenta un milenio de goces sensuales, y el espiritual o sutil, que se lo imagina a base de vida honesta y goces espirituales.
El primero es francamente herético (se opone a Mt 22,30 1Co 15,50 Rm 14,17), y fue defendido por Cerinto, los marcionitas, apolinaristas y otros herejes. El segundo fue enseñado incluso por algunos Santos Padres (Ireneo, Justino…, etcétera), pero fue combatido por todos los demás y ha sido rechazado por la Iglesia, incluso en sus formas más modernas (cf. la respuesta de la Sagrada Congregación del Santo Oficio en AAS 36 (1944) 212). (P. ROYO, O. P., o. c, p. 598).

(252) Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; mejor te es entrar tuerto en el reino de Dios que con ambos ojos ser arrojado en la gehenna (Mc 9,47).
¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios (1Co 6,9-10).
Pues habéis de saber que ningún fornicario, o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios (Ep 5,5).
Por lo cual, hermanos, tanto más procurad asegurar vuestra vocación y elección cuanto que, haciendo así, jamás tropezaréis y tendréis ancha entrada al reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2P 1,10-11).
No iodo el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos (Mt 7,21).
Él le dijo: En verdad te digo, hoy serás conmigo en el paraíso (Lc 23,43).
Al vencedor yo le haré columna en el templo de mi Dios, y no saldrá ya jamás fuera de él, y sobre él escribiré el nombre de Dios y el nombre de la ciudad, de mi Dios, de la nueva Je - rusalén, la que desciende del cielo de mi Dios y mi nombre nuevo (Ap 3,12).
En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar (Jn 14,2).


D) Frutos que debe reportarnos esta verdad de fe

El recuerdo de los bienes y premios sublimes expresados en las palabras vida eterna, debe estimularnos a todos a la práctica de la piedad, de la santidad y de todas las virtudes.

La vida es, en verdad, uno de los mayores bienes que el hombre apetece por naturaleza. Por eso al decir vida eterna se define la bienaventuranza como el mejor de los bienes. Si esta misma pobre vida terrena, tan llena de miserias que más que vida podría llamarse muerte, nos resulta tan amable y gustosa, ¿con cuánto mayor ardor y alegría no debemos anhelar aquella vida eterna, que llevará consigo - superados todos los males - la razón absoluta y perfecta de todos los bienes?

Según la concorde opinión de los Padres (253), la felicidad eterna consistirá en la posesión de todos los bienes sin mezcla alguna de mal. Por lo que respecta a la exclusión de los males, son clarísimos los testimonios de la Sagrada Escritura. En el Apocalipsis está escrito: Ya no tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno (Ap 7,16). Y en otra parte: Enjugará Dios las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto ya es pasado (Ap 21,4). Será inmensa la gloria de los bienaventurados e incontables las especies de sus eternas delicias.

Mas lo que en modo alguno puede comprender nuestra inteligencia es la grandeza de esta gloria celeste. Para comprenderla y medirla será necesario que entremos nosotros en aquel gozo del Señor (Mt 25,21), que penetrándonos, saciará perfectamente todos los deseos de nuestro corazón.

(253) Cf. SAN AGUSTÍN, 1. 22 De civitate Dei, c. 30: PL 41. 801.


III. DOBLE BIENAVENTURANZA

San Agustín dice que es más fácil enumerar los males de que estaremos privados que los bienes que hemos de gozar (254). Convendrá, sin embargo, pensar frecuentemente en ellos para inflamarnos en el deseo de conseguir tan gran felicidad.

Y ante todo es necesario distinguir las dos clases de bienes de que nos hablan los más autorizados teólogos:

1) los que constituyen la esencia misma de la bienaventuranza, y

2) los que se derivan de ella como natural consecuencia. Los primeros son llamados esenciales, y los segundos accidentales.

(254) SAN AGUSTÍN, Serm. 64, De Verbo Domini: PL 39,1868.


A) Bienaventuranza esencial

La bienaventuranza esencial consiste en ver a Dios y gozar de Él como de fuente y principio de toda bondad y perfección.

Ésta es la vida eterna - dice el Señor-; que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,13). Y San Juan parece querer explicar estas palabras del Maestro cuando escribe: Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es (1Jn 3,2).

Esto significa que la vida eterna consistirá en dos cosas: ver a Dios como es en su naturaleza y substancia y llegar nosotros a ser "como dioses". Porque los que gozan de Él, aunque conservan su propia naturaleza, se revisten de una forma tan admirable y casi divina, que más parecen dioses que hombres.

Una pálida idea de este misterio podremos descubrirla en el hecho de que cualquier realidad es conocida por nosotros o en su misma esencia o a través de alguna semejanza o analogía. Y como no existe cosa alguna que tenga tal semejanza con Dios que pueda conducirnos a su perfecto conocimiento, es claro que nadie podrá ver su naturaleza y esencia divina si esa misma esencia no se une de alguna manera a nosotros. Esto parecen significar aquellas palabras del Apóstol: Ahora vemos por un espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara (1Co 13,12). Con la palabra oscuramente - comenta San Agustín - San Pablo quiso significar que no existe semejanza alguna entre las cosas creadas y la íntima esencia de Dios (255). Lo mismo afirma San Dionisio cuando escribe: "Las cosas superiores no pueden ser conocidas por semejanza de las cosas terrenas" (256).

En realidad, las cosas terrenas únicamente pueden proporcionarnos imágenes corpóreas; y jamás lo corpóreo podrá darnos una idea de las realidades incorpóreas. Tanto más cuanto que las imágenes de las cosas deben tener menos materialidad y ser más espirituales que las cosas mismas que representan, como fácilmente puede apreciarse en cualquiera de nuestros conocimientos. Y como es totalmente imposible que una realidad cualquiera creada pueda darnos una semejanza tan pura y espiritual como es el mismo Dios, de ahí que ninguna de las semejanzas humanas pueda llevarnos a un conocimiento perfecto de la esencia divina.

Las cosas creadas, además, están circunscritas y limitadas en su perfección; Dios, en cambio, es infinito. Ninguna de aquéllas puede, pues, darnos una idea de su infinita e ilimitada inmensidad divina. No queda, pues, otro medio de conocer la esencia divina sino que ella, de algún modo, se una con nosotros, elevando de manera misteriosa e inefable nuestra inteligencia hasta hacerla capaz de contemplar la naturaleza de Dios.

Esto lo conseguiremos con la luz de la gloría (lumen gloriae). Iluminados con este resplandor, veremos en su luz la luz (Ps 35,10) (257). Los bienaventurados contemplarán a Dios siempre presente. Y con el don divino de esta luz intelectual - el más grande y perfecto de todos los dones celestiales - serán hechos partícipes de la naturaleza divina (2P 1,4) y gozarán de la verdadera y eterna felicidad.

La certeza de que también nosotros hemos de gozar un día esta divina bienaventuranza es tal, que el Símbolo nos obliga a esperarla con toda seguridad, fundados en la benignidad divina: "Espero la resurrección de los muertos y la vida del siglo futuro".

Cierto que la verdad de la bienaventuranza será siempre un misterio para nosotros, por tratarse de una realidad enteramente divina, que ni puede expresarse con palabras ni ser comprendida por el entendimiento. No obstante, podemos vislumbrarla en algunas pálidas imágenes tomadas de las cosas sensibles: pues así como el hierro puesto al fuego se hace ascua y, conservando su propia naturaleza de hierro, nos parece, sin embargo, fuego verdadero, del mismo modo los bienaventurados admitidos a la gloria celestial, inflamados en amor de Dios, de tal manera se transforman, que, sin perder su naturaleza humana, puede decirse con razón se diferencian más de los que aún viven en la tierra que el hierro incandescente del totalmente frío.

Concluyendo: la suprema y perfecta bienaventuranza que llamamos "esencial" consiste en la posesión de Dios. Y ¿qué podrá faltar para ser perfectamente feliz al que posee a Dios, sumo y perfectísimo bien?

(255) SAN AGUSTÍN, 1. 15 De Trinitate, c. 9: PL 43,1068-1069.

(256) SAN DIONISIO, c. l De divinis nominibus: PL 122,1113-1119.

(257) Al hablar del conocimiento de Dios en teología, se plantea el problema de la posibilidad de un conocimiento intuitivo de la esencia divina, en el orden sobrenatural claro está, pues todo conocimiento natural es siempre analógico y mediato, a través de las criaturas. Conocimiento intuitivo quiere decir conocimiento inmediato, claro y distinto de la esencia divina.
La Iglesia, frente a los errores de los neoplatónicos, de los palamitas del siglo xiv y de Rosmini en el siglo pasado, afirmó claramente la posibilidad y existencia del conocimiento intuitivo de Dios (cf. constitución de Benedicto XII: DS 530; C. Florentino Pro Graecis: DS 693; la condenación de Rosmini: DS 1891ss. ). El texto clásico de la Escritura en esta cuestión es aquel de San Pablo en que afirma que cuando todo haya desaparecido: la ciencia, el don de lenguas, la profecía, etc., la caridad aún continuará, y en toda su plenitud. Ahora vemos por un espejo y obscuramente - dice el Apóstol-; entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte, entonces conoceré como soy conocido (intuitivamente, pues así nos conoce Dios) (1Co 13,8-12).
Los teólogos se entretienen luego en desentrañar la naturaleza de ese conocimiento intuitivo de Dios. Partiendo de las nociones de especie impresa y expresa que, por parte del objeto, son indispensables para nuestros conocimientos creaturales, se preguntan si en el conocimiento de Dios se dan tales especies. Responden que no, porque es imposible que pueda haber una reproducción creada - eso sería la especie - de la esencia divina, que es el mismo Ser subsistente.
Pasando luego a examinar la cuestión desde el ángulo de la potencia cognoscitiva, niegan que Dios pueda ser conocido intuitivamente por medio de las potencias sensitivas (ojos…, etc. ). Luego sólo queda la potencia intelectual.
Pero surge de nuevo el problema: ¿Cómo conoce intuitivamente a Dios el entendimiento humano? ¿Con sus solas fuerzas? ¿Elevado sobrenaturalmente? Los begardos y beguinos en el siglo xiv, Bayo en el xvi, y los ontologistas en el xix sostuvieron que el conocimiento intuitivo de Dios es accesible al entendimiento humano por sus propias fuerzas. Todos fueron condenados; el Concilio Viennense lo hizo con los beguardos y y beguinos (D 475), Pío V con Bayo (D 1021), y el Santo Oficio con los errores de los ontologistas (D 1659ss.). Y por si esto fuera poco, el C. Vaticano reafirmó las condenaciones indirectamente al implantar, frente al racionalismo del siglo xix, las inconmovibles verdades de la fe y la razón, sus esferas distintas, la imposibilidad por parte de la razón de conocer el orden sobrenatural, etc. (cf. DS 1795-1796 DS 1808 DS 1816 DS 1786).
La razón última está en que todo conocimiento supone una verdadera fusión del objeto conocido y el sujeto cognoscente. Y esta fusión no puede realizarse si entre ambos términos no existe proporción adecuada. Y como en este caso la esencia divina (objeto conocido) dista infinitamente de nuestro entendimiento (sujeto cognoscente), sigúese que, aunque la razón tenga poder radical para conocer intuitivamente a Dios, no lo tiene por sus propias fuerzas; lo tiene en cuanto que es elevada y robustecida por un auxilio especial, que llaman los teólogos lumen gloriae. Como un toco potentísimo por el que la luz de nuestra razón se eleva a un grado infinito, y así el hombre se capacita para poder conocer intuitivamente a Dios.
Discuten los teólogos sobre la naturaleza de ese lumen gloriae - cuestión menos trascendental-, pero su existencia no puede ponerse en duda. Contra las pretensiones de begardos y beguinos, la definió Clemente V en el Concilio de Viena, a. 1311-12, condenando la siguiente proposición: "Cualquier naturaleza intelectual es en sí misma naturalmente bienaventurada, y el alma no necesita de la luz de gloria (lumen gloriae) que la eleve para ver a Dios y gozarle bienaventuradamente" (DS 475).


B) Bienaventuranza accidental

A esta suprema y perfecta felicidad esencial de los bienaventurados hay que añadir otras perfecciones que, por estar más al alcance de la inteligencia humana, suelen conmover y excitar más vehementemente nuestras almas. A ellas parece aludir San Pablo en su Carta a los Romanos: Gloria, honor y paz para iodo el que hace el bien (Rm 2,10).

Los bienaventurados gozaran, en efecto, no solamente de aquella gloria que hemos declarado ser la bienaventuranza esencial o está íntimamente ligada con ella, sino también de la gloria que les producirá el conocimiento claro y preciso que todos y cada uno han de tener del esplendor v dignidad de los demás bienaventurados. Para todos será inmenso honor el sentirse llamados por Dios no ya siervos, sino amigos, hermanos e hijos (258).

Jesucristo, nuestro divino Salvador, les introducirá en su reino con tan consoladoras y amorosas palabras: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mando (Mt 25,34). Con razón sentirán necesidad de gritar: ¡Cuan sobremanera has honrado a tus amigos, oh Dios! (Ps 138,17). Y el mismo Cristo les alabará delante de su Padre celestial y de sus ángeles y santos (259).

Si a esto añadimos que, por instinto natural, todos deseamos ser estimados y alabados por personajes ilustres en ciencia (siempre les consideramos los más competentes testigos de nuestros méritos), ¿cuan no será el aumento de gloria de los bienaventurados, que tan profunda estima se profesarán los unos a los otros?

Sería también interminable querer enumerar todos los bienes y goces de que estará llena la gloria de los bienaventurados (260); ni aun siquiera podríamos imaginarlos. Baste apuntar que allí poseeremos y gozaremos todos los bienes, todos los goces posibles y apetecibles de esta vida, lo mismo los bienes de la inteligencia que las perfecciones naturales del cuerpo; y esto en tan supremo grado, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni puede venir a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman (1Co 2,9 Is 64,3).

El cuerpo, transformado de terreno en espiritual y de pasible en inmortal, no experimentará allí ninguna de las necesidades de aquí abajo (261).

El alma tendrá la suma felicidad y la plena saciedad en el manjar de la gloria, que Dios irá ofreciendo a todos en su banquete celestial (262).

¿Quién echará allí de menos los vestidos preciosos o los pomposos adornos del cuerpo, inútiles cosas donde todos estarán revestidos de esplendor de inmortalidad (263) y adornados con corona de gloria eterna? (264) O ¿quién suspirará allí por palacios espaciosos y suntuosamente amueblados, cuando será suyo el mismo vastísimo y maravilloso cielo, enteramente iluminado por divino esplendor? Razón tenía el profeta para exclamar cuando contemplaba la belleza de aquella morada del cielo y ardía en deseos de penetrarla: ¡Cuan amables son tus moradas, oh Yave Sebaot! Anhela mi alma y ardientemente desea los atrios de Y ave. Mi corazón y mi carne saltan de júbilo por el Dios vivo (Ps 88,2-3). ¡Ojalá sea también ésta la súplica constante de todos los cristianos!

(258) Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando (Jn 15,14). Porque todos, así el que santifica como los santificados, de uno sólo vienen, y, por tanto, no se avergüenza de llamarlos hermanos (He 2,11).
Mas a cuantos le recibieron dióles poder de venir a ser hijos de Dios (Jn 1,12).
Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios (Rm 8,14).

(259) pues a todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos (Mt 10,32).

(260) Sácianse de la abundancia de tu casa, u los abrevas en el torrente de tus delicias. Porque en ti está la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz (Ps 35,9-10).
(261) Pues así en la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, y resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia, y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza, y se levanta en poder (1Co 15,42-43).
(262) Dichosos los siervos aquellos a Quienes el amo hallare en vela; en verdad os digo que se ceñirá, y los sentará a la mesa, y se prestará a servirles (Lc 12,37).
(263) Porque es preciso que lo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1Co 15,53).
Después de esto miré y vi una muchedumbre grande, que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua, que estaban delante del trono y del Cordero, vestidos de túnicas blancas y con palmas en sus manos (Ap 7,9).
(264) Y quien se prepara para la lucha, de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona corruptible; mas nosotros para alcanzar una incorruptible (1Co 9,25).
Porque la gimnasia corporal es de poco provecho; pero la piedad es útil para todo y tiene promesas para la vida presente y para la futura (2Tm 4,8).


IV. MEDIOS PARA ADQUIRIR LA VIDA ETERNA

En la casa del Padre - dice el Señor - hay muchas moradas (Jn 14,2), en las cuales se dará a cada uno según sus obras (Ps 61,13). Porque el que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra con largura, con largura cosechará (2Co 9,6) (265).

No nos quedemos, pues, en un puro e ineficaz deseo de la eterna bienaventuranza. Recordemos constantemente que los medios seguros para llegar a poseerla son la vida de fe y de caridad, la perseverancia en la oración, la frecuencia de los sacramentos y de la práctica constante de las obras de misericordia hacia el prójimo. Sólo así podemos esperar que la benignidad de Dios, que ha preparado para quienes le aman esta gloria bienaventurada, realice un día en nosotros la promesa que nos hizo por el profeta: Mi pueblo habitará en morada de paz, en la habitación de seguridad, en asilo de reposo (Is 32,18).


(265) Ellos reedificarán las ruinas antiguas y levantarán los asolamientos del pasado. Restaurarán las ciudades asoladas, los escombros de muchas generaciones (Is 61,4-5).
Y todo el que dejare hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o campos, por amor de mi nombre, recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna (Mt 19,29).







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SEGUNDA PARTE: LOS SACRAMENTOS


INTRODUCCION

I. IMPORTANCIA DEL ESTUDIO DE LOS SACRAMENTOS

Si todas las verdades de la fe requieren conocimiento y celo adecuado, la doctrina de los sacramentos - tan necesarios por divina disposición y tan fecundos en bienes para la vida espiritual - exige de todo cristiano un especial estudio y una singular dedicación (1).

Sólo mediante este cuidadoso estudio y su frecuente meditación nos dispondremos convenientemente para poder acercarnos de manera digna y provechosa a la recepción de tan sublimes y divinos misterios. Recordemos en esta ocasión aquellas palabras de Cristo: No deis las cosas santas a perros, ni arrojéis vuestras perlas a puercos (Mt 7,6).

II. NOCIÓN ETIMOLÓGICA

Y ante todo, ya que hemos de tratar de los sacramentos en general, convendrá precisar aquí el significado propio de la palabra sacramentos para evitar ambigüedades.

La palabra sacramento ha sido usada con sentidos distintos por los autores profanos y los escritores sagrados.

Aquéllos le dieron preferentemente el significado de obligación y juramento. Así, llamaban sacramento militar al juramento de fidelidad que los soldados prestaban al Estado.

Los Padres latinos, en cambio, en sus tratados teológicos entienden por sacramento "una cosa sagrada, oculta e incomprensible"; el mismo significado que los griegos expresan con la palabra misterio. En este sentido usaba ya San Pablo la palabra sacramento en su Carta a los Efesios: Por estas riquezas nos dio a conocer el misterio (sacramento) de su voluntad, conforme a su beneplácito, que se propuso realizar en Cristo (Ep 1,9). Y en la Epístola a Timoteo: Sin duda que es grande el misterio (sacramento) de la piedad (1Tm 3,16). Igualmente en el libro de la Sabiduría: Y desconoce los misteriosos juicios (sacramentos) de Dios (Sg 2,22). En todos estos y otros muchos pasajes escriturísticos, la palabra sacramento equivale a cosa sagrada, misteriosa y oculta.

De este primer significado pasaron más tarde los teólogos latinos a significar con la palabra sacramento ciertos signos sensibles que significan 1/ sensibilizan la interior y misteriosa gracia que producen. "Llámanse sacramentos estos signos - escribe San Gregorio - en cuanto que, bajo el velo de cosas sersibles, la divina virtud obra en secreto la salud de las almas" (2).

Ni se crea que la palabra sacramento es de reciente invención en la Iglesia. La encontramos ya, y con el mismo significado técnico que ahora le damos, en autores tan antiguos como San Jerónimo y San Agustín, si bien es cierto que a veces usan en el mismo sentido las palabras símbolo, signo místico o signo sagrado (3).

Basten estas nociones sobre el significado de la palabra sacramento, aplicables también a los de la antigua ley, sobre los cuales no es preciso insistir por haber sido abrogados definitivamente por la ley y gracia del Nuevo Testamento (4).

(1) "Siendo todos los sacramentos de la nueva Ley, que fueron instituidos por nuestro Señor Jesucristo, los principales medios de santificación y de salvación, debe tenerse suma diligencia y reverencia en administrarlos y recibirlos oportunamente y en debida forma" (CIS 731,1).
No podemos olvidar que el ápice de la santidad está en el desarrollo hasta la plenitud de esa semilla divina que anida en nuestra alma, la gracia santificante, participación formal de la misma vida de Dios trino. Esa gracia, ornamento y corona del hombre en el estado de justicia original, perdida por él cuando pecó y reconquistada por Cristo con los méritos de su redención, se nos aplica a nosotros perpetuamente - tal ha sido la expresa voluntad de Cristo - a través de unos signos sensibles que son los sacramentos. Son pues, éstos como canales de la gracia, según se les denomina en expresión tradicional.
(2) SAN GREGORIO,1. 1 Legum, c. 16: PL 79,459ss.
(3) SAN TERÓNIMO, Lamentationes Ieremiae: PL 25,792.
La palabra "sacramento", versión de la griega "mysterion", nunca aparece en la Sagrada Escritura refiriéndose a los ritos sacramentales. Alude siempre a una verdad oculta y misteriosa, que sólo podemos conocer por la revelación. Esa misma significación conserva en la antigüedad cristiana hasta Clemente de Alejandría y Orígenes, quienes, hablando de los misterios cultuales, tanto cristianos como paganos, emplean más de una vez la palabra "sacramento". Tal modo de expresarse persevera en los escritores posteriores.
Analizando un poco la evolución de la palabra, nos encontramos con que "sacramentum" significaba al principio la cantidad de dinero que depositaban las dos partes recurrentes a un juicio, cantidad que, una vez perdida por la parte que había sido condenada, se convertía en dinero sagrado. De ahí pasó a significar juramento, sobre todo aquel que emitían los soldados en el primer acto de incorporación a la milicia. Más tarde la usó Tertuliano para significar el bautismo, por lo mismo que este sacramento constituye una especie de iniciación en la milicia cristiana. Por último, hacia la mitad del siglo IV, la palabra "sacramentum" significa ya, aunque no exclusivamente como hoy, los ritos sagrados que en la Iglesia se llaman propiamente "sacramentos" (cf. SThS IV, De sacramento, J. a. DE ALDAMA).
(4) La cuestión de la sacramentalidad de los ritos del Antiguo Testamento es sumamente compleja. En ella se entrecruzan elementos exegéticos, de tradición y de magisterio eclesiástico. Como hemos hecho con relación a otros temas, dado el carácter de estas notas, vamos a proceder a modo de conclusiones, partiendo de lo más cierto a lo discutido e inseguro:
1) La existencia de sacramentos en el Antiguo Testamento.
Se supone esta doctrina en el Concilio Tridentino (ses. VII en. 2; DS 845) y antes en el Concilio Florentino (D 695 711ss.). San Pablo ve en esos ritos del Antiguo Testamento una razón de significación de la santidad o justificación del tiempo mesiánico (1Co 10,11). Los Santos Padres manifiestan idéntica explicitud en torno a este punto; por ejemplo, San Justino, San Agustín y San Gregorio Magno, por citar solamente algunos. En la misma institución de estos ritos (cf. Lev.) aparece esta finalidad santificadora.
2) Número. - Cuántos fueran esos sacramentos no es fácil determinarlo. En primer lugar podemos afirmar que todo el Antiguo Testamento es, en un sentido amplio, un gran sacra mento de los tiempos mesiánicos. En especial por lo que atañe al número de esos ritos, se suele afirmar la sacramentalidad del rito de la circuncisión. El rito se celebraba como signo del pacto hecho por Dios con el padre del pueblo de las promesas y de la gracia futura conferida por el bautismo, así como para remedio del pecado original, aunque en esto no están de acuerdo todos los teólogos (la sentencia afirmativa se funda en San Agustín, San Fulgencio, etc.).
Se suele conceder este mismo carácter de sacramentalidad a la consagración sacerdotal, a la participación del cordero pascual, los panes de la proposición y diversas purificaciones y expiaciones prescritas por Dios en el Levítico.
3) En qué sentido eran sacramentos. - Desde luego entran en el concepto genérico de sacramento; en cuanto que esos ritos eran signos de una cosa sagrada, significaban la santidad de algún modo. Pero ¿daban esa gracia, distinguiéndose, por tanto, de los sacramentos de la nueva Ley sólo por el rito o ceremonia? El Concilio Tridentino, ses. VII en 2- DS 845 anatematiza al que afirmare este error: "Si alguno dijere que estos mismos sacramentos de la nueva Ley no se distinguen de la Ley antigua sino en que las ceremonias son otras y otros los ritos externos, sea anatema". Se distinguen, por tanto, no sólo por las ceremonias, sino por algo más. ¿Qué es ese algo? Posiblemente no conferían los sacramentos de la antigua Ley ninguna gracia, aunque esto no fue determinado en Trento. Pero en todo caso, si la conferían, no era por la propia virtualidad del rito (ex opere operato), sino por las disposiciones subjetivas del que lo practicaba.


III. DEFINICIÓN REAL DE SACRAMENTO

Más que el sentido etimológico de la palabra, importa precisar exactamente la esencia misma del sacramento.

Es innegable que los sacramentos pertenecen al conjunto de medios establecidos por Cristo para conseguir la justificación y la salvación.

Muchos son los modos - todos ellos oportunos y suficientes - que pueden seguirse para explicar su naturaleza; pero ninguno tan atinado y expresivo como la definición agustiniana, aceptada posteriormente por todos los escolásticos: Sacramento - dice el santo Doctor - es un signo de cosa sagrada (5). Y en otro lugar expresa sustancialmente la misma realidad, aunque con palabras distintas: Sacramento es un signo visible de la gracia invisible instituido para nuestra justificación (6).

Cada palabra de la definición merece un detallado análisis.

(5) SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, c. 5: PL 41. 282.
(6) SAN AGUSTÍN, De cateq. rud., c. 26: PL 40,344.


A) "Un signo"

Veamos ante todo cómo el sacramento es un "signo".

Todas las cosas que se perciben por los sentidos pueden reducirse a dos clases: 1) las unas fueron hechas para ser percibidas simplemente en sí mismas; 2) las otras fueron inventadas para indicar y significar cosas distintas de sí mismas. A la primera categoría pertenecen casi todas las cosas que existen por naturaleza. A la segunda pertenecen las palabras, la escritura, las banderas, las imágenes, las trompetas y otras cosas parecidas.

Estas últimas son y se llaman propiamente "signos"; si les quitáramos la razón de significar otra cosa, destruiríamos su propia razón de ser. Porque, como explica San Agustín, signo es aquello que, además del objeto que ofrece a los sentidos, hace que por él vencíamos en conocimiento de otra realidad: así, por ejemplo, de las huellas impresas en la tierra, deducimos fácilmente que por allí pasó quien dejó aquellas señales (7).

Esto supuesto, es evidente que los sacramentos pertenecen a esta última categoría de cosas sensibles, instituidas para significar otra realidad. Ellos, en efecto, representan, por medio de una imagen sensible, lo que Dios obra con su poder invisible en las almas.

Aclaremos este concepto con un ejemplo En el sacramento del bautismo, la ablución externa del agua, acompañada de la fórmula prescrita, significa que el Espíritu Santo limpia al alma de toda mancha de pecado, de toda fealdad interior, y la adorna con el precioso don de la gracia sobrenatural. Y al mismo tiempo que lo significa, esta ablución produce en ella lo que significa, como en su lugar explicaremos.

La Sagrada Escritura confirma repetidamente esta razón de "signo" de los sacramentos. San Pablo, refiriéndose a la circuncisión (el sacramento de la antigua ley dado al padre de los creyentes, Abraham), escribía a los Romanos: Y recibió la circuncisión por señal, por sello de la justicia de la fe (Rm 4,11). Y en otro lugar de la misma carta asegura que todos cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados para participar en su muerte (Rm 6,3-4), refiriéndose claramente a la significación del bautismo, por el que los cristianos quedamos sepultados con Él muriendo al pecado (8).

Mucho nos aprovechará el lograr penetrar este concepto de "signo" de los sacramentos. Ello nos llevará a descubrir que las realidades por ellos significadas y producidas son realidades santas y misteriosas.

(7) SAN AGUSTÍN, De doctr. Christ.,1. 2 el: PL 34,35 y 36.
(8) ¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados para participar en su muerte? Con Él hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (Rm 6,3-4).
El Apóstol explica el misterio de la incorporación a Cristo partiendo del símil que le ofrecía la administración del bautismo tal y como se hacía entonces, no por aspersión, sino por inmersión. El bautismo, al incorporarnos a Cristo, nos hace partícipes de su pasión, muerte y resurrección, como actos fundamentales de su mediación. Esto lo quiere ver San Pablo representado en el rito del sacramento de la iniciación cristiana: el bautizando era sumergido en el agua, como sepultado en ella, para salir después con una nueva vida, la vida de la gracia, cuya negación había constituido el estado de pecado.


B) "Instituido por Dios"

Expliquemos ahora la segunda parte de la definición: "de cosa sagrada".

Y para ello convendrá volver de nuevo al texto agustiniano, donde el santo Doctor trata detenida y profundamente de las diversas clases de signos 9 Dos son las clases de signos, según él, unos llamados naturales, y otros convencionales.

1) Los naturales son aquellos que por su naturaleza producen en nosotros, además del propio, el cornocimiento de otra cosa distinta. Y esto no por convención arbitraria, sino por su misma realidad. El humo, por ejemplo, revela la presencia del fuego; visto aquél, deducimos en seguida la presencia y la fuerza del fuego latente aunque no veamos ninguna otra cosa.

2) Los signos convencionales, en cambio, no lo son por su naturaleza, sino que han sido instituidos por los hombres como lenguaje convencional, como medios de expresar los propios sentimientos y de recoger las opiniones ajenas. Estos signos - variadísimos - se refieren: unos, a la vista; otros, al oído, y otros, a los demás sentidos. El agitar la bandera para hacer señales convenidas es un signo de orden visual; el sonido de las trompetas, flautas y cítaras - cuando se usan como señales convencionales - son signos que se refieren al oído. Por este mismo sentido percibimos las palabras, signos convencionales de nuestros pensamientos más íntimos.

3) Pero, además de los signos convencionales establecidos por los hombres, existen los establecidos por Dios. Y también en estos últimos cabe distinguir varias especies: a) unos son puramente simbólicos: las purificaciones legales, los panes ácimos y otros muchos ritos de culto mosaico (10); b) otros, en cambio, no solamente simbolizan, sino que, además, producen por divina virtud la realidad simbolizada.

A esta última clase pertenecen de modo especial los sacramentos de la nueva ley, signos establecidos por Dios -no fruto de invención humana-, que realmente producen la realidad espiritual significada.

(9) SAN AGUSTÍN, De doct. christ,1. 2 el: PL 34,36.
(10) Cf. Lv 4 Lv 5 Lv 6 Lv 12 Ex 12,15-18 Ex 23,15 Ex 34,18.


C) "Para significar y conferir la gracia"

Así como hay varias clases de signos - según hemos visto-, también son muchas las posibles cosas sagradas significadas y producidas. ¿A cuál de ellas nos referimos en la definición sacramental?

Todos los teólogos convienen en afirmar que la realidad sagrada significada y producida por los sacramentos es la gracia de Dios, que nos hace santos y nos comunica las virtudes divinas 11. "Cosa sagrada", en efecto, en el más propio y estricto sentido de la palabra, porque por ella el alma queda consagrada y unida a Dios.

La definición exacta de sacramento será, pues, ésta: Un signo sensible instituido por Jesucristo para significar y conferir la gracia (12).

Fácilmente se entenderá ya que ni las imágenes de los santos ni las cruces o cosas parecidas son verdaderos sacramentos, aunque signifiquen cosas sagradas.

Ni será difícil comprobar la realidad de esta definición en cada uno de los sacramentos si se aplica a cada uno de ellos lo que dijimos ya del bautismo: la solemne ablución exterior no sólo significa, sino que produce interiormente, por virtud del Espíritu Santo, la realidad santa simbolizada.


(11) Ciertamente la gracia divina se nos da por los sacramentos como por cauces ordinarios. Sin embargo, no negamos, ni podemos hacerlo, que Dios tiene posibilidad de darnos esa gracia por otros cauces, hablando en términos absolutos. Recordemos que Dios quiere que todos los hombres se salven y que vengan al conocimiento de la verdad (1Tm 2,4); de ahí se deduce que Dios da a todos las gracias suficientes para que puedan salvarse. Por tanto, aunque los sacramentos sean los medios ordinarios, Dios puede excogitar otros, y de hecho a veces procede así. Al que, por ejemplo, ignora sin culpa propia la existencia de la Iglesia y guarda la ley natural, al católico que en la hora de la muerte hace un acto de perfecta contrición y muere sin recibir los sacramentos porque no hay a mano un sacerdote, al protestante episcopaliano que reciba la comunión de buena fe, etc., etc., Dios le da, sin duda, la gracia.
(12) Reduciendo a síntesis, como siempre, la doctrina teológica, podemos presentarla así:
1) ELEMENTO GENÉRICO.
a) Signo. - Es el sacramento un signo o señal con doble virtualidad: en el orden del conocimiento, porque nos da a - conocer otra realidad; y además en el orden real, porque no sólo da a conocer y manifiesta otra realidad, sino que además la produce. Esta segunda virtualidad es exclusiva de este signo; constituye su elemento específico.
b) Sensible. - Ha de ser así para que esté de acuerdo con la naturaleza del hombre, para quien al fin y al cabo se han instituido los sacramentos. Y como el hombre es espíritu, pero también es cuerpo y materia, era sumamente conveniente que el medio de santificación que Cristo le dejara fuera espiritual y material a un tiempo.
c) Simbólico,-Es decir, la realidad elevada tiene una aptitud para significar aquello para lo cual fue instituido; y la ablución interior del alma por la gracia queda simbolizada por la ablución externa del cuerpo con el agua.
d) Institución. - En efecto, una cosa material no puede por sí misma significar ni mucho menos causar una realidad sobre natural. Requiérese, por tanto, la institución por quien puede conferirle tal poder.
2) ELEMENTO ESPECÍFICO.
Eficiencia de la gracia, que no es de la razón de signo como tal (la bandera no causa la patria por mucho que la signifique), sino propio de este signo concreto que es el sacramento. Esta eficiencia es lo que quiere decirse cuando se llama al sacramento "práctico".
3) MODO DE SU EXISTENCIA.
En su misión santificadora de los hombres, es perenne como la Iglesia, a cuya constitución pertenecen los sacramentos. Perenne y perpetua hasta la consumación de los siglos.



IV. MÚLTIPLES SIGNIFICADOS DE LOS SACRAMENTOS

Pero notemos que no es única la "cosa sagrada" significada por los sacramentos. Cada uno de ellos, además de la santidad y de la justicia, significa otras dos realidades íntimamente unidas a la misma santidad: la pasión de Cristo Redentor, causa de la santidad, y la vida eterna o bienaventuranza celestial, fin de toda santidad.

Encierran, por consiguiente, los sacramentos, según unánime sentencia de los teólogos, una triple significación:

1) El recuerdo de una cosa pretérita.

2) La demostración de otra presente.

3) El anuncio de algo futuro (13).

Esta doctrina puede verse confirmada también en la Sagrada Escritura. Cuando el apóstol San Pablo escribe: Cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados para participar de su muerte (Rm 6,3). claramente demuestra que el bautismo es un signo conmemorativo de la pasión y muerte del Señor; cuando más adelante afirma que por el bautismo hemos sido sepultados con Ll para participar de su muerte, para que como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (Rm 6,4), demuestra igualmente que el bautismo es un signo que infunde la divina gracia; gracia que inicia en nosotros una nueva vida, haciéndonos capaces de cumplir con prontitud y alegría todos los deberes de la religión cristiana; finalmente, cuando concluye: Porque, si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección (Rm 6,5), quiere evidentemente enseñarnos que el bautismo significa la vida eterna, que por él hemos de conseguir.

Y, aun limitándonos puramente a las cosas presentes, tampoco los sacramentos tienen uno sólo, sino múltiples significados. La Eucaristía, por ejemplo, significa al mismo tiempo la presencia real del cuerpo y de la sangre de Jesucristo y la gracia que se concede a quien dignamente la recibe.

Fácilmente se deducirá de lo dicho cuan gran poder divino y cuantos secretos prodigios encierran los sacramentos de la nueva ley. Y ello debe movernos a tratarles y recibirles con la más religiosa veneración y piedad.

(13) Esa triple significación de los sacramentos, maravillosamente compendiada en el O sacrum convivium, antífona para el Magníficat de las segundas vísperas de la fiesta del Corpus Christi, se deduce de la misma noción de sacramento en cuanto es signo eficaz.
Por ser signo, nos da a conocer la realidad interior, significada por el rito externo, que, no siendo más que la aplicación de los méritos de Cristo que Él nos consiguió en su pasión, es lógico nos traiga a la memoria aquel divino misterio en el que el Salvador se entregó por nosotros: "Recolitur memoria passionis eius". Pero a la vez es signo eficaz; lo que hace que el sacramento cause eficientemente la santidad que significa. Con ello el sacramento hace presente en nosotros esa realidad sobrenatural que es la gracia: "Mens impletur gratia".
Pero como esa santificación en la presente vida no es definitiva ni perfecta, sino sólo incoación de aquella santidad consumada en el cielo, podemos afirmar también que el sacramento nos hace gustar ya de antemano la santidad perfecta de la gloria: "Futurae gloriae nobis pignus datur".


V. CAUSAS DE SU INSTITUCIÓN

Y para mejor comprender el debido uso que hemos de hacer de los sacramentos, nada mejor que considerar los motivos que movieron a Cristo a instituirles.

1) Movióle ante todo la limitación y pequeñez de la inteligencia humana, que no puede llegar al conocimiento de las realidades espirituales más que a través de las cosas sensibles. Y así, para que más fácilmente pudiéramos en tender las realidades santas que Él misteriosamente produce en las almas, el mismo Dios, artífice supremo de todo, se ha dignado expresárnoslas con signos externos fácilmente perceptibles por los sentidos.

San Juan Crisóstomo afirma en una de sus homilías que, si el hombre hubiera sido solamente espíritu, y no también cuerpo. Dios le habría presentado sus dones sin exterioridad corpórea; mas, puesto que el alma humana está unida a un cuerpo, fue necesario que Dios se manifestara a ella mediante la misma sensibilidad del cuerpo (14).

2) El segundo motivo fue la condición natural de nuestro espíritu, que difícilmente llega a creer en meras promesas. Por esto Dios desde el principio del mundo frecuentísimamente anunciaba sus obras con palabras, acompañándolas no pocas veces de milagros, si preveía que la misma grandiosidad de la promesa había de suscitar en el hombre cierto escepticismo de lo prometido. Así, cuando envió a Moisés para liberar a su pueblo, aquél se resiste, desconfiando de la misma ayuda divina, por temer que la empresa fuese una carga superior a sus hombros o que el pueblo israelítico se negara a dar fe a las promesas divinas. Y el Señor tuvo que confirmar su promesa con repetidos prodigios (15).

Y de la misma manera que Dios en el Antiguo Testamento confirmó con milagros la certeza de sus promesas, Cristo nuestro Salvador, al prometernos en la nueva Ley el perdón de los pecados, la gracia celestial y el don del Espíritu Santo, instituyó ciertos signos perceptibles por la vista y por los demás sentidos; signos que fueran para nosotros prenda y garantía de su fidelidad a lo prometido.

3) Otro motivo fue que estos signos externos nos sirviesen de remedios, o como escribe San Ambrosio, medicinas del samaritano evangélico, para recobrar y conservar la salud del alma (16). Era necesario que la virtud que fluye de la pasión de Cristo - la gracia que Él nos mereció en el ara de la cruz - llegara hasta nosotros como por ciertos canales por medio de los sacramentos. De lo contrario sería imposible nuestra salvación.

Para esto quiso el Señor misericordioso dejar en la Iglesia los sacramentos, afianzados en su palabra y promesa divina: para que en ellos tuviéramos la certeza sensible de poder participar los frutos de su pasión, siempre que cada uno se aplique digna y piadosamente tan eficaz medicina.

4) Un cuarto motivo que hizo necesaria su institución fue el que los sacramentos sirvieran de signos de reconocimiento entre los fieles. Ninguna sociedad humana - escribe San Agustín - puede subsistir y presentarse como tal, lo mismo si se trata de la religión verdadera que de falsas profesiones, si sus miembros no se unen y contradistinguen con algunos signos externos (17).

Los sacramentos consiguen en realidad uno y otro intento: distinguen a los cristianos de los no cristianos, y unen a los fieles entre sí con un santo vínculo de reconocimiento.

5) Otro motivo de la institución de los sacramentos puede colegirse de aquellas palabras del Apóstol: Porque con el corazón se cree para la justicia y con la boca se confiesa para la salud (Rm 10,10).

Por los sacramentos profesamos abiertamente nuestra fe y la manifestamos ante los demás. Al recibir el bautismo, por ejemplo, públicamente atestiguamos creer que, en virtud del agua con la que nos lavamos en el sacramento, se realiza la purificación interior de nuestras almas.

Tienen además los sacramentos gran fuerza, no sólo para excitar y alimentar en las almas la fe, sino también para inflamar en nosotros esa caridad con que mutuamente debemos amarnos, al recordarnos que, por la comunión de los sagrados misterios, somos todos miembros de un mismo cuerpo, ligados por comunes y estrechísimos vínculos.

6) Por último - y es cosa ésta de máxima importancia para la piedad cristiana -, los sacramentos frenan y reprimen nuestra soberbia y nos ejercitan en la humildad, sometiéndonos a unos elementos sensibles, por obedecer a Dios, de quien tantas veces nos alejamos orgullosamente por servir a los elementos del mundo (18).

Y basten estas lecciones sobre el nombre, naturaleza e institución de los sacramentos.

(14) CRISÓSTOMO, Hom. 83 in Mt.: PG 58,743.
(15) Cf. Ex 3,11 Ex 3,19 Ex 4,3-7, Los prodigios fueron los siguientes: la vara de Moisés, arrojada al suelo, se convierte en serpiente, y la serpiente cogida de nuevo por Moisés, se convierte otra vez en vara. Dios mandó a Moisés meterse una mano en su seno, y la sacó blanca como nieve por la lepra; después Dios se la curó. Al fin Dios concluye: Si no te creen a la primera señal, te creerán a la segunda; y si ni aun a esta segunda creyeran, cojas agua del río y la deramas en el suelo, y el agua que cojas se volverá en el suelo sangre (). Dios después castigó a Egipto y al Faraón con las diez prodigiosas plagas, por no haber querido creer a Moisés y a las órdenes divinas (Ex 7-12).
(16) SAN AMBROSIO, Lib. de Sacramentis, 1. 5, c. 4: PL 16,472.
(17) SAN AGUSTÍN, Contra Fausto,1. 19, c. 17: PL 42,355.
(18) Ahora que habéis conocido a Dios, o mejor, habéis sido de Dios conocidos, ¿cómo de nuevo os volvéis a los flacos y pobres elementos, a los cuales de nuevo queréis servir? (Ga 4,19).


VI. MATERIA Y FORMA

El elemento sensible al que nos referíamos en la definición de sacramento no es uno solo, aunque todos ellos constituyan un único signo.

Dos son las partes integrantes de todo sacramento: a) la primera tiene razón de materia, y se llama "elemento"; b) la segunda tiene razón de forma, y ordinariamente se llama "palabra" (19). Es clásico el texto de San Agustín: La palabra se une al elemento y se forma el sacramento (20). Entendemos, pues, por "elementos sensibles de los sacramentos" la materia (el agua en el bautismo, el crisma en la confirmación, el óleo en la extremaunción, etc.), percibida por el sentido de la vista, y la forma o palabras que la acompañan, percibida por el oído. De una y otra nos habla el Apóstol en su Epístola a los Efesios: Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla purificándola mediante el lavatorio del agua, con la palabra (Ep 25,26).

Fue necesario añadir las palabras a la materia para que resultara más claro y explícito el significado del rito realizado. Porque es evidente que la palabra es, entre todos los signos, el más expresivo; sin ella permanecería oscuro el significado de la materia. En el bautismo, por ejemplo, teniendo el agua la doble virtud de refrescar y purificar, y pudiendo, por consiguiente, simbolizar ambos efectos, si no hubieran sido añadidas las palabras de la forma, habríamos de deducir su significado por puras conjeturas, mas nunca con absoluta certeza. Pero, al poner las palabras inmediata - mente, entendemos su poder y sentido de purificación.

Y en esto precisamente aventajan sobremanera los sacramentos cristianos a los de la antigua ley. Éstos no tenían -que sepamos - forma alguna determinada para su aplicación; de ahí que resultara incierto y oscuro su genuino significado. Los nuestros, en cambio, deben administrarse con formas tan precisas y definidas, que, si acaso inadvertidamente fallaran éstas, fallaría la misma razón de sacramento; por eso nos resultan tan claros y perspicuos, sin posible lugar a duda alguna sobre su significado (21).


(19) En el lento proceso de elaboración de la doctrina sacramental, la Teología a principios del siglo xiii concluye que los dos elementos que ya nos señala con suficiente claridad la Sagrada Escritura (Ep 5,26 Jc 5,14), guardan entre sí la relación de materia y forma. Veamos brevemente el proceso.
El sacramento constituye una unidad moral de dos elementos físicos: cosas y palabras. Sin ellos no puede significarse la gracia; sin su unión, tampoco se significaría, ya que aisladamente ninguno de ellos posee tal virtualidad.
Ya los Padres, antes de San Agustín, hicieron notar esa dualidad en el sacramento: "cosas sensibles y palabras santificado - ras". Pero es San Agustín el que hizo la afirmación tan clara que aparece en el Catecismo; afirmación que por lo demás estaba llamada a ejercer una gran influencia en la Teología sacramentaría.
Los teólogos del siglo XII, cuando esta Teología se desarrolla en toda su amplitud, recogen esta tradición y proyectan sobre ella, para explicarla de un modo científico, la doctrina aristotélica, según la cual la unidad de lo que es múltiple y compuesto solamente puede resultar por una relación de potencia a acto. Y como la cuestión en que se plantea tal problema se refiere a la constitución de la esencia física del sacramento (pues en el orden metafísico el sacramento consta de signo y significación), de ahí que a los teólogos les pareciera conveniente usar del símil de la composición hilemórfica en el compuesto físico, que, según la filosofía de Aristóteles, consta de materia y forma. Esta afirmación la subscribieron todos los teólogos.
Fue Santo Tomás de Aquino el primero que, urgiendo más la semejanza hasta sus últimas consecuencias, afirmó que estos dos elementos constituyen intrínsecamente el signo sacramental, de modo que éste no puede realizarse adecuadamente ni en sola la materia ni en sola la forma. Tal afirmación no la compartió nunca la escuela escotista por las dificultades del sacramento de la penitencia y del matrimonio para explicar el intrinsecismo de la materia y forma. No obstante, es sentencia común y con plenas garantías de seguridad en Teología.
Resumiendo, podemos afirmar que la composición de los sacramentos con cosas y palabras es algo que pertenece a la fe; que la relación de ambos elementos a modo de materia y forma es doctrina católica admitida y cierta. El Tridentino habla de la materia y forma del sacramento de la penitencia, y afirma que de ambas se constituye la esencia del sacramento. Por último, es discutida en Teología, aunque es sentencia común, la opinión que los considera como elementos intrínsecos del sacramento.
Otra cuestión más compleja con relación a la materia y forma de los sacramentos es la determinación exacta de cómo los instituyera Cristo. Podemos afirmar como verdad perteneciente a la te que Cristo instituyó desde luego los sacramentos; lo cual importa: a) determinación de las gracias que han de ser significadas por el sacramento; b) conferir a una cosa sensible y con aptitud para significar, la fuerza significativa; con lo cual queda constituda en signo; c) dar a ese signo ya instituido la fuerza de tal gracia (C. Tridentino, ses. VII, cn. l, dijo: "Si alguno dijere que los sacramentos de la ley no fueron instituidos por Cristo Nuestro Señor…, sea anatema").
¿Hasta dónde llega la determinación de estos elementos esenciales? El problema se plantea porque la Iglesia no puede cambiar la sustancia de los sacramentos (D 570ss. 931 2147). Por otra parte, aparece cierta variedad en la administración de los ritos sacramentales a través de los siglos. ¿Cómo explicar esas variaciones en relación a la institución de Cristo?
Sin pretender solucionar el problema, resumimos las opiniones más importantes:
a) Para un grupo de autores, Cristo determinó la materia y la forma tal como hoy la tenemos; y, por tanto, todas las variaciones son accidentales.
Una segunda opinión sostiene la determinación de esos elementos por Cristo, pero admite la potestad en la Iglesia de añadir elementos que vengan a ser esenciales en el sacramento.
c) Por fin, otros teólogos afirman que sólo fue determinada en algunos sacramentos la gracia que había de ser significada y en cierto sentido los elementos esenciales del signo, dejando a la Iglesia la potestad de una ulterior determinación.
Desde luego, la primera opinión no se prueba suficientemente. Los teólogos generalmente fluctúan entre la segunda o tercera.
Terminemos diciendo que el valor del sacramento depende sólo de esos elementos materia y forma, que deben reunir las siguientes condiciones: 1) que sean genuinos, es decir auténticos, con seguridad moral de tales; 2) debe ser uno sólo el sujeto a quien se administren ambos elementos y uno solo el que los administra; 3) deben estar unidos entre sí, con unidad moral, claro está; 4) han de ser substancialmente inalterables; 5) un cambio substancial constituye pecado de sacrilegio.
(20) SAN AGUSTÍN, In Io., tr. 80: PL 35,1840.
(21) Aplicaciones. -
1) Se comete sacrilegio grave empleando una materia o forma que sólo con probabilidad (aunque sea con mayor probabilidad que lo contrario), es válida, si se puede obtener otra que lo sea ciertamente.
2) En sacramentos tan necesarios como el bautismo y a veces la extremaunción, debe emplearse en caso de extrema necesidad, a falta de otra, una materia cuya validez sea poco probable o verdaderamente dudosa, administrando el sacramento condicionalmente.
3) No es lícito que un ministro aplique la materia y otro la forma.
4) Para la validez del sacramento, la unión de la materia y forma debe ser. a) física en la eucaristía; b) moral, a lo menos, en los demás. En el bautismo, confirmación, extremaunción y orden, las palabras de la forma deben recitarse con una simultaneidad moral mientras se aplica la materia; en la penitencia basta la unión que se requiere entre la acusación y absolución en los casos judiciales; en el matrimonio es suficiente que cuando un cónyuge presta su consentimiento, el otro no haya revocado el suyo.
(5) Un cambio substancial es sacrilegio grave; el accidental será grave o leve, según que sea notable o no. De donde se concluye que la forma es:
a) inválida, si se cambian de tal modo las letras que se altere también el sentido;
b) válida, pero ilícita, si se omiten palabras no esenciales o se añade algo que no cambie el sentido de la fórmula, o se sustituye una palabra por otra sinónima, o se traspone el orden; c) ambigua, si su significado es dudoso por algún cambio o añadidura. En este caso, el sacramento será válido o inválido según sea la intención del que pronuncie la fórmula; válido, si la emplea en el sentido en que el autor, Jesucristo (lo cual habrá de constar por las circunstancias externas); inválido, si la emplea en sentido sustancialmente diverso (Arregui - Zalba, Compendio de teología moral (Bilbao 1954), p. 445-447).

VII LAS CEREMONIAS

A la materia y a la forma van unidas las ceremonias, que, fuera de un caso de urgente necesidad, no pueden omitirse sin pecado, si bien su omisión jamás anula la razón misma del sacramento, por no pertenecer éstas a la esencia del mismo (22).

El uso de ceremonias solemnes en la administración de los sacramentos se remonta ya a los primeros tiempos de la Iglesia. Uso justificado por no pocas razones:

1) Era necesario, ante todo, rodear los sagrados misterios de un culto religioso, para que aprendiéramos a tratar santamente las cosas santas.

2) Convenía, además, que los efectos espirituales de los sacramentos fueran exteriorizados y como sensibiliza dos por las ceremonias, que, al mismo tiempo que los exponen ante nuestros ojos, los imprimen más profundamente en nuestras almas.

3) Por último, las ceremonias levantan y orientan al espíritu de quienes las siguen con atención hacia las cosas celestiales, avivando en ellos la fe y la caridad.

De aquí el sumo interés con que hemos de procurar conocer profundamente el significado y valor de las ceremonias con que se administran cada uno de los sacramentos (23).

(22) Los santos han manifestado un respeto a las ceremonias con que la Iglesia ha rodeado en el correr de los tiempos los misterios del culto sagrado. Constituyen ellas como el código de educación y etiqueta de esta gran familia de abolengo divino que formamos los hijos de Dios.
A continuación, el CATECISMO resume en tres apartados concisos y llenos de sentido todo el valor teológico, moral y ascético de las ceremonias. Es de esperar que el movimiento litúrgico que alimenta la Iglesia en nuestros días devuelva al pueblo cristiano aquella elegancia espiritual con que nuestros antepasados supieron envolver sus relaciones con Dios nuestro Padre, poniendo a contribución del culto las formas más puras de la belleza, música, poesía, arquitectura, pintura, etc. (cf. R. GUARDINI, El espíritu de la liturgia).
(23) A nadie se oculta que uno de los signos que caracterizan nuestro mundo actual es el de la prisa y precipitación. A todos y en todas partes nos envuelve el ritmo febril y desacompasado del vértigo. Nada extraño, por consiguiente, que también nosotros nos veamos envueltos en el torbellino de ligereza, desenvoltura e irreflexión.
Y será en el acto cumbre de nuestro sacerdocio, la santa misa, a veces verdadero campeonato de "sprint" entre el acólito y el ministro, o en la administración de otros sacramentos, reducidos a un mascullar palabras ininteligibles y garabatear en el aire algo que quieren ser bendiciones.
No es extraño que los débiles en la fe se nos escandalicen tan rabiosamente y que las mismas almas sencillas pierdan muchas veces el gusto por las cosas santas y caigan en lamentables tibiezas espirituales, cuando ven que los mismos ministros sagrados ("spectaculum huius mundi") juegan alegremente con las realidades más misteriosas y santas.
Y cuando al hombre moderno se le tambalee el mundo de su fe y añore de nuevo el contacto con la Verdad, sentirá la desesperación de chocar con una liturgia desvitalizada, pobre y vacía. Y cuando, hastiado de ser cadáver ambulante, quiera resucitar a la Vida, se sentirá retenido por nuestra escandalizadora ligereza. Y muchos se confirmarán en la definición que tantas veces oyeran del sacerdote: un profesional asalariado de lo religioso.
Tal vez sigamos - y esto sería lo más terrible - sin comprender la exigencia de la Iglesia, que tantas veces y tan gravemente nos ha hablado de la importancia, excelencia y obligatoriedad de las rúbricas sagradas, especialmente de las sacramentales. Basten estos dos botones de muestra:
"Si alguno dijere que los ritos recibidos y aprobados de la Iglesia católica que suelen usarse en la solemne adnrnistra - ción de los sacramentos pueden despreciarse o ser omitidos por el ministro a su arbitrio sin pecado, o mudados en otros por obra de cualquier pastor de las iglesias, sea anatema" (C. Trid., ses. VII cn. 13: DS 856).
"En la confección, administración y recepción de los sacramentos deben observarse cuidadosamente los ritos y ceremonias que están prescritos en los libros rituales aprobados por la Iglesia" (CIS 733,1).


VIII. NÚMERO SEPTENARIO

Especial atención merece también el número de los sacramentos. Su estudio y contemplación redundará una vez más en gratitud y alabanza al Dios que con tanta bondad y largueza ha provisto al hombre de sobrenaturales auxilios para conseguir la eterna salvación.

Los sacramentos de la Iglesia católica son siete. Es ésta una verdad que fácilmente puede probarse por la Escritura, por la tradición de los Santos Padres y por la autoridad de los Concilios (24).

Existe, además, una admirable analogía entre las situaciones de la vida natural y las de la vida sobrenatural, que constituyen un nuevo y espléndido argumento de conveniencia en pro del número septenario de los sacramentos. El hombre, en efecto, necesita siete cosas para iniciar, conservar y hacer útil su vida para sí mismo y para la sociedad: como individuo, tiene necesidad de nacer, crecer, alimentarse, curarse en caso de enfermedad y restablecerse en caso de debilidad; como miembro de la sociedad, necesita ser gobernado por la autoridad social y conservarse a sí mismo y al género humano mediante la legítima generación de hijos.

Estas siete fundamentales exigencias humanas corresponden igualmente a la vida sobrenatural del alma; y de ellas puede deducirse fácilmente el número de los sacramentos. Por el bautismo, el hombre renace para Cristo (25); la confirmación robustece al alma con el poder sobrenatural de la divina gracia, según la palabra de Cristo a los Doce: Permaneced en la ciudad hasta que estéis revestidos del poder de lo alto (Lc 24,49); la eucaristía alimenta y sostiene como comida a nuestro espíritu, como el mismo Señor afirmaba: Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida (Jn 6,55); la penitencia nos restituye la salud perdida por el pecado (26); la extremaunción borra las consecuencias del pecado y fortalece las fuerzas del alma, como dice el apóstol Santiago: ¿Alguno entre vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor, y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará, y los pecados que hubiere cometido le serán perdonados (Jc 5,14-15); el orden concede la potestad de ejercer perpetuamente en la Iglesia el ministerio de los sacramentos y celebrar las funciones sagradas (27); el matrimonio, por último, consagra la legítima y santa unión del hombre y la mujer en orden a la generación y religiosa educación de los hijos para el culto de Dios y conservación del género humano (28).

(24) El Concilio Tridentino definió contra los protestantes como verdad de fe el número septenario de los sacramentos: "Si alguno dijere que los sacramentos de la nueva Ley… son más o menos de siete…, sea anatema (ses. VII cn. l; DS 844). Recogen los Padres de Trento en este canon una tradición que venía sin fluctuación alguna desde que comenzó la elaboración teológica de la doctrina sacramentaría, cuyo origen hemos de remontar, en fin de cuentas, a la misma revelación; pues, siendo de institución positiva la existencia de los sacramentos, la razón natural no puede conocerla. No obstante, esto no significa que nuestra razón, una vez conocido por los órganos de la revelación el número septenario de los sacramentos, no pueda demostrar su congruencia, conveniencia y oportunidad, como de hecho lo hace Santo Tomás con analogías bellísimas. Una de ellas la recoge el Concilio Florentino en la instrucción a los católicos ármenos (D 695). En la Suma Teológica () dice el santo Doctor: "El bautismo se ordena a subsanar la carencia de vida espiritual; la confirmación se constituye contra la debilidad del alma que se encuentra en los recién nacidos; la Eucaristía, contra la facilidad (la palabra de Santo Tomás es por demás expresiva: "labilitas") para pecar; la penitencia, contra el pecado actual cometido después del bautismo; la extremaunción, contra las reliquias que dejan los pecados no borrados plenamente en la penitencia, por negligencia; el orden, contra la disgregación de la multitud; el matrimonio, como remedio de la concupiscencia personal y para evitar la extinción de la sociedad que sucede por la muerte".
(25) Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos (Jn 3,5).
(26) Sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les ¡serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20,22-23).
(27) Mientras celebraban la liturgia en honor del Señor y guardaban los ayunos, dijo el Espíritu Santo: Segregadme a Bernabé y Saulo para la obra a que les llamo; entonces, después de orar y ayunar, les impusieron las manos y los despidieron (Ac 13,2-3).
No descuides ¡a gracia que posees, que te fue conferida en medio de buenos augurios con la imposición de manos de los presbíteros (1Tm 4,14).
Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo que mora en nosotros (2Tm 1,16).
(28) Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán dos en una carne. Gran misterio este, pero entendido de Cristo y de la Iglesia (Ep 5,31-32).


IX. NECESIDAD DE LOS SACRAMENTOS

Será conveniente advertir que, si bien todos los sacramentos poseen la misma admirable virtud divina, no tienen todos, sin embargo, la misma e idéntica dignidad, necesidad y significación.

Tres de ellos son, entre todos, de absoluta necesidad, si bien por motivos distintos; el bautismo es necesario a todos sin excepción. Lo declaró el mismo Señor en San Juan: En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua u del Espíritu, no puede entrar en el reino de las cielos (Jn 3,5); la penitencia es necesaria para aquellos que después del bautismo cometieron cualquier pecado grave; éstos no podrán huir de la eterna condenación sino hacen digna penitencia por el pecado cometido (29); el orden sagrado, por último, si no a todos y cada uno de los fieles, es absolutamente necesario a toda la Iglesia como tal.

Si atendemos, en cambio, a la dignidad intrínseca de los sacramentos, la Eucaristía es superior a todos los demás por su santidad y por el número y grandeza de sus misterios.

Todo esto se entenderá mejor cuando más adelante consideremos cada sacramento en particular.

(29) Considera, pues, de dónde has caído y arrepiéntete y practica las obras primeras; si no, vendré a ti y removeré tu candelero de su lugar, si no te arrepientes (Ap 2,5).
Yo os digo que no, y que, si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis (Lc 13,3).

X. SU AUTOR

Es innegable que el valor de un beneficio cualquiera aumenta en proporción de la dignidad y excelencia del dador. Veamos, pues, de quién hemos recibido tan sagrados y divinos misterios.

La respuesta es obvia: a) Siendo Dios quien hace justos a los hombres, y siendo los sacramentos instrumentos maravillosos para conseguir la santidad, es evidente que sólo Dios mismo, por medio de Jesucristo, puede ser el autor de la justificación y de los sacramentos, b) Además, los sacramentos poseen en sí una fuerza eficaz, que penetra hasta lo íntimo de las almas; y, siendo propio y exclusivo de Dios el penetrar los corazones y las mentes de los hombres, sólo Él ha podido instituir, por medio de Jesucristo, los sacramentos, como sólo Él puede ser el dispensador de su virtud interna. Así lo testificaba el Bautista, afirmando haber recibido el testimonio del mismo Señor: El que me envió a bautizar en agua me dijo: Sobre quien vieres descender el Espíritu y posarse sobre Él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo (Jn 1,33) (30).

(30) "Si alguno dijere que los sacramentos de la nueva Ley no fueron instituidos todos por Nuestro Señor Jesucristo, sea anatema" (C. Trident., ses. VII el: DS 844).
Esta verdad, tan profundamente desarrollada en el capítulo Tridentino correspondiente al citado canon, fue vindicada también, contra la interpretación evolucionista y subjetivista de los modernistas, por San Pío X en la encíclica Pascendi (D 2039-51 2088).
En la Sagrada Escritura aparece Cristo instituyendo varios ¦sacramentos: el bautismo (Mt 28,19), la Eucaristía y orden (1Co 11,23-26), la penitencia (Jn 20,22 ss.). Se presenta a Cristo instituyéndolos en virtud de su potestad suprema: Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra… (Mt 28,18).
El único lugar en que podían levantarse las sospechas de que un apóstol hubiera instituido algún sacramento fue objeto de interpretación auténtica por la Iglesia en sentido de sola promulgación (Jc 5,14; DS 908).
Por lo demás, no olvidemos que el mismo apóstol San Pablo habla muchas veces de que ellos no son más que dispensadores de los misterios de Dios (1Co 4,1); expresión que desvanece toda duda que pudiera surgir en torno a algún sacramento cuya institución por Cristo no aparezca del todo clara.


XI. EL MINISTRO

Mas, aunque Cristo es el único autor y dispensador de los sacramentos, ha querido que fueran ministros de los mismos en su Iglesia no los ángeles, sino los hombres (31).

La constante tradición de la Iglesia y de los Padres confirma ser tan necesario para la producción de los sacramentos el ministro, como lo son la materia y la forma.

Y como estos ministros humanos no obran en nombre propio, sino representando la persona de Cristo (32), de aquí que todos, sean buenos o malos personalmente, siempre que usen la materia y forma prescrita por Cristo y usada tradicionalmente por la Iglesia y tengan intención de hacer lo que hace la Iglesia, verdaderamente producen y confieren el sacramento. Nada ni nadie puede impedir el fruto de la gracia sacramental, si no es la mala disposición de quien lo recibe resistiendo al Espíritu Santo (33).

Ésta ha sido siempre la constante y cierta doctrina de la Iglesia, como lo demostró San Agustín en sus disputas contra los donatistas (34).

Una confirmación bíblica de la misma doctrina la encontramos en las palabras del Apóstol: Yo planté, Apolo regó; pero quien dio el crecimiento fue Dios. Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento (1Co 3,6-7). El pensamiento paulino es bien claro: así como no daña a la planta la maldad de quien la cultiva, así tampoco de la maldad del ministro puede derivarse ningún mal para quien ha sido injertado vitalmente en Cristo.

Esto explica - como enseñaron los Padres en sus comentarios al evangelio de San Juan - que Judas Iscariote bautizara, sin que ninguno de los bautizados por él tuviera que ser rebautizado (35). San Agustín dejó escritas a este propósito estas espléndidas palabras: Judas bautizó, y nadie ha reiterado después los bautismos por él administrados; el Bautista bautizó, y sus bautizados tuvieron que ser rebautizados. Porque el bautismo de Judas, aunque administrado por él, era el bautismo de Cristo, mientras que el de Juan no era más que el bautismo de un hombre. Con razón, pues, hemos de anteponer no Judas a Juan, sino el bautismo de Cristo - ¡aun el administrado por Judas! - al bautismo del hombre - ¡aun el administrado por Juan!- (36).

Mas no por esto es lícito a los ministros de los sacramentos descuidar la integridad de sus costumbres y la pureza de su corazón, limitándose únicamente a la observancia de las rúbricas. Esto, es verdad, deben cuidarlo con toda diligencia; pero no crean agotar con ello todos los deberes que les impone la santa administración de los sacramentos. Tengan todos muy presente que, aunque los divinos misterios que administran jamás pierden su ínsita virtud, puede no obstante esta misma virtud acarrear la muerte espiritual y el daño eterno a quienes indignamente la administran: Las cosas santas - y esto conviene recordarlo constantemente - deben ser tratadas santamente. El mismo Dios por el salmista dice al pecador: ¡Cómo! ¿Te atreves tú a hablar de mis mandamientos, a tomar en tu boca mi alianza, teniendo luego en aborrecimiento mis enseñanzas y echándote a las espaldas mis palabras? (Ps 49,16-17).

Pues si a un hombre manchado por el pecado no le es licito hablar de la ley, ¿cuánto mayor no será la culpa de quien, teniendo gravada su conciencia de pecados, se atreve a producir con boca impura los sagrados misterios, y a tocarlos, y a ofrecerlos, y a administrarlos a los demás con manos manchadas? San Dionisio, en su libro De jerarquía eclesiástica, afirma que a los malos ministros se les prohíbe aun el tocar los "símbolos", como él llamaba a los sacramentos (37).

Procuren, pues, los ministros de las cosas santas adquirir primero la santidad; acérquense puros a la administración de los sacramentos y ejercítense en la piedad, de manera que de su uso y trato frecuente consigan cada día, con la ayuda de Dios, más abundantes gracias (38).


(31) "Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios" (1Co 4,1).
"Pues todo pontífice tomado de entre los hombres, en favor de los hombres es instituido para las cosas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados" (He 5,1).
Siendo el sacramento un acto de culto, es lógico que no puede ser ejercido más que por un ministro del culto. Ya es tradicional la distinción de ministro ordinario y extraordinario, según que la administración de tal sacramento le compete por razón de oficio o no.
Los moralistas han determinado las condiciones que se requieren en el que administra los sacramentos: a) potestad, que debe ser diversa para los diversos sacramentos; b) intención (D 854); de lo contrario, no obraría en nombre de Cristo. Esa intención incluye dos cosas: un acto deliberado de la voluntad por lo menos de hacer lo que hace la Iglesia, que intenta la administración de la acción sacramental como acción vicaria de Cristo; y que todo esto se realice intentando precisamente el rito como sagrado, pues el rito sacramental no está suficientemente determinado y requiere una ulterior determinación por la intención del mismo; c) atención, siendo suficiente la externa, indispensable para todo acto humano, Todo esto constituye el mínimum indispensable, pero sería lamentable que estos medios santificadores los redujeran sus "dispensadores" a los límites estrictamente jurídicos, prescindiendo irresponsablemente de su valor moral y ascético. Su administración debe ir motivada por la caridad de "pontífice, que ha sido constituido en favor de los hombres".
Siendo además los sacramentos "para los hombres", en caso de necesidad ha extendido la Iglesia la potestad de administrarlos a otros sujetos, no en virtud de su oficio, sino en virtud de una facultad especial. Esto es lo que constituye el ministro extraordinario de los sacramentos; por ejemplo, el bautismo, la confirmación, eucaristía.
(32) Cf. C. Trid., ses. VII, cn. 10,11 y 12: DS 853 DS 855.
(33) El divino Salvador no quiso ligar la gracia sacramental a las condiciones del sujeto ni al valor subjetivo de los actos.
Doctrina esta consoladora, que da firmeza a la administración del sacramento.
La Teología ha expresado esta verdad con una fórmula exacta y de difícil traducción a nuestro lenguaje: los sacramentos causan la gracia "ex opere operato", no "ex opere operantis . El C. Trid., ses. VII, cn. 8, dice: "Si alguno dijere que por los sacramentos de la nueva Ley no se confiere la gracia "ex opere operato"…, sea anatema". O lo que es lo mismo: la virtualidad efectiva del sacramento no depende de las disposiciones subjetivas del sujeto, sino del sacramento como tal.
Ni siquiera ha querido Cristo supeditar la eficacia de los sacramentos a la fe y al estado de gracia del ministro. Así lo afirmaron los Padres contra los donatistas, en cuya polémica descolló sobre todos San Agustín. Más tarde, en la Edad Media, la Iglesia rechazó idéntico error, propugnado por los albigenses, valdenses y Wiclef (D 424 488 584).
Santo Tomás ha visto contenida esta doctrina en la instrumentalidad de los sacramentos; pues, obrando el instrumento con la virtud del agente principal, que en nuestro caso es Cristo, a Él hemos de atribuir el efecto y no a la virtud del instrumento.
(34) SAN AGUSTÍN, Contra los Donatistas 1. 4, c. 4: PL 63, (156) -157.
(35) Aunque Jesús mismo no bautizaba, sino sus discípulos (Jn 4,2).
(36) SAN AGUSTÍN, In Io. tr. 5: PL 35,1428.
(37) SAN DIONISIO, De eccles. hier., el; MG 3,378.

(38) Resumimos de nuevo a Arregui - Zalba, S. I. (o. c, p. 449-(451)) sobre las condiciones que se requieren en el ministro para la administración de los sacramentos. Y son:
I. Para la válida administración del sacramento se requiere y basta:
1) Atención, la externa indispensable para un acto verdaderamente humano.
2) Intención de hacer lo que hace la Iglesia.
Potestad, que es diversa en los diversos sacramentos; para la confirmación, eucaristía, orden y extremaunción se requieren órdenes sagradas; para la penitencia, además del sacerdocio, jurisdicción.
APLICACIONES. -
1) Vale ciertamente: a) la consagración o absolución de un sacerdote completamente distraído, que se había puesto deliberadamente a celebrar u oír confesiones; b) el bautismo que un médico incrédulo o infiel administre
a un niño sólo por hacer lo que quiere la madre católica que se io pide; c) la absolución dada a X creyendo el sacerdote que se trataba de Z o la consagración de seis hostias pensando que eran tres, con tal que la absolución y consagración se dirijan, respectivamente, a la persona y a las partículas presentes.
2) No vale ciertamente: a) el sacramento administrado por un loco o por un borracho, aunque tuviere intención habitual de realizarlo; b) la ordenación conferida queriendo positivamente no hacer lo que hace la Iglesia católica.
3) La administración condicionada de un sacramento es:
a; inválida, si se confiere bajo condición de futuro, excepto el matrimonio; b) ilícita en todos los sacramentos, salvo acaso el matrimonio, aun bajo la condición de presente o de pretérito, como no sea por justa causa.
II. Para la administración lícita se requiere además:
1) Atención, que excluye toda distracción voluntaria. Sin embargo, estas distracciones no pasan de culpa leve probable mente aun en la consagración de la misa, a no ser que creen un peligro próximo de errar gravemente en la forma; 2) Fe, estado de gracia, inmunidad de censuras e irregularidades, en cuanto las circunstancias lo permiten (cf. en. 2261. 2284).
3) Cumplimiento de los ritos y ceremonias que se prescriben en los libros autorizados por la Iglesia.
APLICACIÓN: No peca gravemente el laico que bautiza en pecado mortal. Pecaría, en cambio, gravemente el sacerdote que bautizara solemnemente o absolviera estando en pecado mortal.


XII. EFECTOS DE LOS SACRAMENTOS

Esto supuesto, veamos ya cuáles son los efectos de los sacramentos. Su cuidadoso estudio proyectará nueva luz sobre la misma definición.

Dos son, principalmente, estos efectos: la gracia (efecto propio de todos los sacramentos) y el carácter (exclusivo de alguno de ellos) (39).

A) La gracia santificante

El primer lugar entre los efectos de los sacramentos lo ocupa, sin ninguna duda, la gracia llamada por los Padres santificante. Es doctrina clara de San Pablo: Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua con la palabra (Ep 5,25-26).

Cómo pueda el sacramento realizar tan admirable prodigio; cómo suceda, por ejemplo, que - según la conocida frase agustiniana - el agua lave al cuerpo y toque al corazón (40), es misterio que la razón humana no puede comprender. Porque es evidente que ninguna cosa sensible puede penetrar por su naturaleza basta lo íntimo del alma. Sólo a la luz de la fe puede entenderse que en los sacramentos exista una virtud divina capaz de producir por medio de ellos lo que las mismas cosas naturales jamás podrían producir por su propia virtud.

Y para que no tuviéramos ninguna duda sobre este primer efecto y creyéramos firmemente que los sacramentos obran siempre en lo profundo del alma esta divina realidad, aunque no lo podamos percibir con los sentidos, quiso Dios demostrárnoslo con admirables prodigios cuando empezaron a administrarse los sagrados misterios de la Iglesia. El Evangelio nos cuenta que, al ser bautizado nuestro Salvador en el Jordán, se abrieron los cielos y el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma de paloma (41) para indicarnos que, cuando somos lavados en la fuente saludable, se nos infunde en el alma la gracia.

Cierto que este hecho evangélico más se refiere a la santificación del bautismo mismo que a su administración. Pero leemos también en los Hechos que el día de Pentecostés, cuando los apóstoles recibieron el Espíritu Santo, que les enardeció y fortaleció para predicar el Evangelio y afrontar los peligros por el nombre de Jesucristo, se produjo repentinamente un estruendo del cielo, como de fuerte viento huracanado, y aparecieron sobre ellos lenguas como de fuego (42). El significado es claro: en el sacramento de la confirmación se nos da el mismo Espíritu y se nos aumentan las fuerzas espirituales para resistir y vencer a la carne, mundo y demonio, nuestros perpetuos enemigos.

Estos milagros se repitieron con frecuencia en los primeros albores de la Iglesia, cuando los apóstoles administraban los sacramentos (43). Más tarde, confirmada ya y robustecida definitivamente la fe cristiana en el efecto de los sacramentos, fueron desapareciendo tales prodigios.

Del contenido divino de gracia santificante que los sacramentos poseen como principal efecto, será fácil deducir la diferencia esencial existente entre los sacramentos de la nueva Ley y los del Antiguo Testamento. Éstos no eran más que pobres y débiles elementos que purificaban externa y legalmente la carne de los manchados (44), pero sin producir efectivamente nada sobrenatural en el alma; eran meros signos de los admirables y divinos efectos que un día habrían de producir los sacramentos cristianos. Aquéllos, en cambio, brotados del costado de Cristo, que por el Espíritu eterno así mismo se ofreció inmaculado a Dios (He 9,14), limpian nuestras conciencias de las obras muertas para servir al Dios vivo; y por esto producen, en virtud de la sangre de Cristo, la gracia que significan.

Comparados con los sacramentos de la antigua Ley, los cristianos son más eficaces en sus efectos, más ubérrimos en frutos y más augustos en santidad.

(39) "Si alguno dijere que los sacramentos de la nueva Ley no contienen la gracia que significan, o que no confieren la gracia misma a los que no ponen óbice, como si sólo fueran signos externos de la gracia o justicia recibida por la fe y ciertas señales de la profesión cristiana, por las que se distinguen entre los hombres los fieles de los infieles, sea anatema".
"Si alguno dijere que por medio de los mismos sacramentos de la nueva Ley no se confiere la gracia "ex opere operato", sino que la fe sola en la promesa divina basta para conseguir la gracia, sea anatema".
"Si alguno dijere que en tres sacramentos, a saber, bautismo, confirmación y orden, no se imprime carácter en el alma, esto es, cierto signo espiritual e indeleble, por lo que no pueden repetirse, sea anatema" (C. Trid., sels. VII c. 6. 8. 9: DS 849 DS 851 DS 852).
(40) SAN AGUSTÍN, In Io. tr. 80: PL 35,1840.
(41)… Y eran por Él bautizados en el río Jordán, y confesaban sus pecados (Mt 3,6).
En el instante eme salía del agua, vio los cielos abiertos y el Espíritu como paloma que descendía sobre Él (Mc 1,10).
Aconteció, pues, cuando todo el pueblo se bautizaba, que bautizado Jesús y orando, se abrió el cielo y descendió el Espirita Santo en forma corporal, como una paloma, sobre Él, y se dejó oír del cielo una voz: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco (Lc 3,21-22).

(42)… Se produjo de repente un ruido del cielo como el de un viento impetuoso, que invadió toda la casa en que residían; aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les daba (Ac 2,2-4).
(43) Entonces les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo (Ac 8,17).
E imponiéndoles Pablo las manos, descendió sobre ellos el Espíritu Santo, y hablaban lenguas y profetizaban ().
(44) Ahora que habéis conocido a Dios, o mejor, habéis sido conocidos de Dios, ¿cómo de nuevo os volvéis a los flacos u pobres elementos, a los cuales de nuevo queréis servir? (Ga 4,9).
Porque si la sangre de los machos cabríos u de los toros y la aspersión de la ceniza de la vaca santifica a los inmundos y les da la limpieza de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, que por el espíritu eterno a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo? (He 9,13).


B) El carácter

Otro efecto de los sacramentos es el carácter que imprimen en el alma. No es propio de todos los sacramentos, sino solamente de tres: bautismo, confirmación y orden sagrado (45).

Cuando San Pablo escribió: Es Dios quien a nosotros y a vosotros nos confirma en Cristo, nos ha ungido, nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones (2Co 1,21-22), señalaba claramente con las palabras "nos ha sellado" el carácter, de quien es propio el marcar y sellar.

El carácter es como una señal o distintivo impreso en el alma que no se puede borrar, que eternamente permanece estampado y esculpido en ella.

Acerca de esto escribe San Agustín: ¿Serán acaso los sacramentos menos eficaces que el distintivo corporal que contradistingue al soldado? Porque a éste no se le imprime de nuevo cuando retorna a la milicia de la que desertó, sino que se le reconoce y legitima por el antiguo (45).

Dos son los efectos del carácter: nos hace aptos para recibir o realizar alguna cosa sagrada y distingue a quienes lo poseen de los que no han sido sellados.

Por el carácter bautismal nos hacemos idóneos, aptos, para recibir los otros sacramentos y nos distinguimos como cristianos de los infieles. Y dígase lo mismo del carácter de la confirmación y del orden sagrado; el primero nos arma y nos adiestra como soldados de Cristo para confesar y defender públicamente su nombre contra los enemigos y contra el demonio, al mismo tiempo que nos distingue de los que, recientemente bautizados y no confirmados, se encuentran aún espiritualmente en la infancia (47); el segundo concede el poder obrar y administrar los sacramentos y distingue a los ministros sagrados de la masa de los fieles.

Estos tres sacramentos que imprimen carácter no pueden jamás reiterarse, según norma de la Iglesia (48).


(45) Doctrina maravillosa esta del carácter que imprimen el bautismo, la confirmación y el orden. El Tridentino, en la ses. VII, en. 9. la ha definido expresamente (D 852), al mismo tiempo que ha descrito el carácter "como una señal o distintivo espiritual e indeleble".
Los Santos Padres habían recogido los elementos que con suficiente claridad nos ofrece la Escritura; y los teólogos han visto en la finalidad de estos sacramentos la razón de la existencia del carácter, ya que por ellos adquiere el hombre facultad pública de ofrecer a Dios el culto sobrenatural de defender vigorosamente su fe y de ejercer, en nombre del pueblo cristiano, las funciones cultuales públicas.
El carácter es una señal distintiva y asimilativa a Cristo.
Santo Tomás ha expresado el significado del carácter bautismal en función del sacerdocio de Cristo, dándole posibilidad activa de dar culto a Dios, función principal de Cristo, supremo "cultor" de Dios; posibilidad pasiva de recibir los demás sacramentos, que son acciones cultuales, y les hace ministros de un sacramento que es el matrimonio.
Esta concepción del Doctor Angélico nos da fundamento para comprender "el leal sacerdocio" que el Príncipe de los Apóstoles atribuye a los fieles.
Más clara es la significación del carácter en los dos restantes sacramentos.
(46) SAN AGUSTÍN, Contra Epist. Parm., I. 2 c. 13: PL 43,72.
(47) Vestíos de toda la armadura de Dios para que podáis resistir a las insidias del diablo, que no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires (Ep 6,11-12).
Y como niños recién nacidos, apeteced la leche espiritual para con ella crecer en orden a la salvación (1P 2,2).

(48) "No se pueden reiterar los sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden, los cuales imprimen carácter" (cf. Trid., ses. VII, cn. 9: DS 852 CIS 732,1).
La repetición del rito sacramental - comenta Arregui - Zalba, S. I., o. c, p. 447-448-en estos sacramentos que no se pueden recibir dos veces, al menos en aquellas circunstancias, es:
1) ilícita, si consta con certeza el valor del sacramento;
2) lícita, si existe una duda prudente de su valor. Y aun basta cierta probabilidad, no del todo infundada, cuando se trata del bautismo, del orden, de la absolución de un pecador moribundo, de la extremaunción a un moribundo privado del uso de los sentidos;
3) obligatoria, siempre que, surgiendo una duda prudente sobre su valor, existen razones de caridad, justicia o religión para asegurar el valor.
APLICACIONES. -
1) Repetir un rito sacramental:
a) ciertamente válido, sería en sí pecado mortal, pero muchas veces no pasa de venial cuando obedece a un escrúpulo u obsesión molesta, aunque infundada;
b) de validez dudosa, si no es necesario, depende del volumen de la duda, de la utilidad para el sujeto y de los inconvenientes para el ministro el juicio de si sólo es lícita o también necesaria su repetición.
2) Se requiere certeza sobre la validez:
a) por su necesidad para la salvación: en el bautismo, en la absolución del pecador moribundo, en la extremaunción del pecador privado del uso de sus sentidos;
b) únicamente por el bien de la religión, en la consagración de la Eucaristía, para evitar la idolatría; por el bien de la religión y del prójimo, en el orden.
3) Los niños expósitos y abandonados deben ser bautiza dos condicionalmente, si tras diligente investigación no aparece claro que están bautizados (CIS 749), aunque les acompañe una tarjetita atestiguando que lo están.
4) Los bautizados por una comadrona o por algún otro no deben ser bautizados de nuevo mientras, bien miradas las cosas, no hay sospecha prudente de que no lo fueron debidamente.
Los bautizados por herejes no se han de volver a bautizar sin distinción, sino que en cada caso se debe investigar si fueron bautizados y cómo.

XIII. EL RESPETO Y LA FRECUENCIA DE LOS SACRAMENTOS

Dos frutos sobre todo debe producir en los fieles la explicación de la doctrina sacramental:

1) Que sepan rodearles del honor, culto y veneración que conviene a tan divinos dones.

2) Y además, puesto que la misericordia divina los instituyó para la salud espiritual de todos, quieran usarlos santa y religiosamente; que lleguen a tener de ellos tan alta estima y vivo deseo, que consideren como gravísimo daño el permanecer privados de estos auxilios, especialmente si se trata de la penitencia y de la Eucaristía.

Fácilmente conseguiremos estos frutos, si no olvidamos cuanto queda dicho sobre la divinidad y eficacia de los sacramentos:

a) Ante todo, que fueron pensados e instituidos por Jesucristo nuestro Salvador, de quien no puede provenir cosa que no sea perfectísima.

b) Además, que cuando se nos administran, recibimos en lo íntimo del alma la gracia fecunda del Espíritu Santo.

c) Que por una admirable virtud divina curan prodigiosamente las almas y les comunican las inmensas riquezas de la pasión de Cristo.

d) Por último, aunque es cierto que todo el edificio cristiano está, sólidamente basado sobre la piedra angular que es Cristo (49), conviene notar, sin embargo, el riesgo de que todo él se venga abajo, desmenuzado en gran parte, si no está sólidamente afianzado por la predicación de la palabra divina y por el uso de los sacramentos. Por éstos recibimos de hecho no sólo la vida espiritual de cristianos, sino también el alimento necesario para nutrirla, conservarla y acrecentarla.


(49) Por eso dice el Señor Yavé: Yo he puesto en Sión por fundamento una piedra; piedra probada, piedra angular, de precio, sólidamente asentada. El que en ella se apoye no titubeará (Is 28,16).
Según está escrito: He aquí que pongo en Sión una piedra de tropiezo, una piedra de escándalo, y el que creyere en Él no será confundido (Rm 9,33).




Catecismo Romano ES 1120