Catecismo Romano ES 3000

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LOS MANDAMIENTOS

INTRODUCCION

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL DECÁLOGO

San Agustín llama al Decálogo compendio y síntesis de todas las leyes. "Porque, aunque fueron muchas las cosas que Dios habló a los hombres, dos solamente fueron las tablas de piedra dadas a Moisés: las tablas del Testamento, que habían de guardarse en el arca (1) Todo lo demás que el Señor había preceptuado se resume y contiene en los diez mandamientos, grabados en estas dos piedras. Mandamientos que, a su vez, se resumen en los dos preceptos del amor a Dios y al prójimo, de los cuales, según testimonio del mismo Cristo, penden toda la ley y los profetas (Mt 32,40) (2).

El estudio del Decálogo deberá ser, por consiguiente, ocupación preferida y asidua de todo sacerdote (3), no sólo porque a ellos han de conformar sus propias vidas, sino también por la obligación que les incumbe, mis que a nadie, de instruir al pueblo fiel en la ley del Señor: Los labios del sacerdote -dice el profeta Malaquías-han de guardar la sabiduría y de su boca ha de salir la doctrina, porque es un enviado de Yave Sebaot (Ml 2,7). Ministros de Dios, y tan cercanos a Él, deben los sacerdotes transformarse en su propia imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en ellos el Espíritu del Señor (2Co 3,18). Habiéndoles constituido Cristo luz del mundo (Mt 5,14), deben ser guía de ciegos, luz de los que viven en tinieblas, preceptor de rudos, maestro de niños (Rm 2,19); y, si a uno fuere hallado en falta, ellos, como depositarios de lo espiritual, deben corregirles con espíritu de mansedumbre (Ga 6,1).

Siendo, además, jueces en las confesiones, y debiendo dictar sentencia según la cualidad y gravedad de los pecados, deben conocer perfectamente la ley, si no quieren incurrir en el grave delito de incapacidad y acarrear daños a las conciencias, cuyas acciones y responsabilidades han de juzgar. Según precepto del Apóstol, todo sacerdote ha de saber impartir la sana doctrina (2Tm 4,23); una doctrina inmune de error y con auténtica eficacia medicinal para las enfermedades del alma, que consiga hacer de los fieles un pueblo grato a Dios y celador de obras buenas (Tt 2,14).

(1) Cf. Ex 31,18 Ex 32,15.
(2) El resumen de toda la ley en los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, que en último término no son más que uno ha sido el tema central de la predicación de Jesús, continuada por San Pablo, San Juan y los más genuinos representantes de la tradición evangélica. Al doctor que le preguntaba por el mayor mandamiento de la ley, le contesta Jesús, más allá de su pregunta, diciéndole (Mt 27,34-40) que en realidad sólo hay un mandamiento, que resume en si teda la ley: el amor de Dios manifestado en el amor al prójimo. Para Jesús- es nota dominante del Evangelio-, la manifestación auténtica del amor a Dios es el amor al prójimo; amor que debe extenderse incluso a los que nos persiguen y calumnian, para así ser verdaderamente hijos del Padre celestial, que hace lucir su sol y envía su lluvia sobre los justos y sobre los pecadores (Mt 5,45). Por eso quiso Jesús hacer de la caridad "su mandamiento" (Jn 15,12) y el distintivo de sus verdaderos discípulos (Jn 17,21), más exacto y seguro que cualquier otro distintivo externo. Y en el último juicio que Jesús hará de la conducta de los hombres, será la caridad la norma para discernir las vidas auténticamente al servicio de Cristo: Venid, benditos de mi Padre…, porque tuve hambre, y me disteis de comer… (Mt 25,34-35). Es de suma importancia el que se haga resaltar esta doctrina fundamental y primerísima en la concepción cristiana de la vida. Porque puede suceder que quede soterrada bajo el cúmulo de normas, fórmulas y prácticas de vida, que nacen más del pensamiento de los hombres que de las fuentes del Evangelio. También nosotros corremos el peligro de desvirtuar en la práctica con nuestras tradiciones los preceptos divinos, y concretamente éste del amor al prójimo por Dios, que Jesús quiso llamar el suyo por antonomasia. La caridad, o amor a Dios y al prójimo, único principio con dos manifestaciones distintas sólo en apariencia, es la disposición del alma que dignifica, ennoblece, santifica y hace verdaderamente cristianas a todas las demás manifestaciones de nuestro espíritu.
(3) Bienaventurado el varón que no anda en consejo de impíos, ni camina por la senda de los pecadores, ni se sienta en compañía de malvados. Antes tiene en la ley de Yave su complacencia y a ella día y noche atiende (Ps 1,1-2).


II. MOTIVOS QUE DEBEN INDUCIRNOS A SU PERFECTA OBSERVANCIA

a) Dios es su autor

Entre los muchos motivos que deben impulsar al hombre a la observancia de la ley divina, hay uno decisivo: que el mismo Dios es su autor.

San Pablo dice que la ley fue entregada a Moisés por los ángeles (4): mas es indudable que su autor fue Dios personalmente. Así lo atestiguan las mismas fórmulas usadas por el divino Legislador (más adelante las analizaremos) e infinidad de textos esparcidos a lo largo de las Sagradas Escrituras (5).

Tenemos, por lo demás, la prueba en nosotros mismos. Cada hombre lleva escrita en su corazón una ley, en virtud de la cual sabe distinguir el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo lícito de lo ilícito. La íntima sustancia de esta ley natural, impresa por el Creador en el alma, coincide perfectamente con la ley escrita; señal evidente de que es Dios el único autor de una y otra.

Con las tablas del Sinaí no intentó Dios dar al hombre una nueva luz, sino más bien esclarecer y hacer más perspicaz la interior luz de la conciencia, que las depravadas costumbres de los hombres y su obstinada perversión habían obscurecido.

Nadie piense, por consiguiente, que, por haber sido abrogada la ley de Moisés, el Decálogo ha perdido su fuerza obligatoria: todos estamos obligados a obedecer a los mandamientos, no precisamente porque nos fueron manifestados por medio de Moisés, sino porque sus dictámenes están esculpidos en el alma misma del hombre y porque Cristo los explicó y ratificó después en su Evangelio.

El gran fundamento, pues, sobre el que se apoya la fuerza obligatoria de esta divina ley será siempre el hecho de haber emanado del mismo Dios, cuya sabiduría y justicia son eternos imperativos del hombre y a cuyo infinito poder nadie puede sustraerse.

Por esto siempre que Dios imponía, mediante los profetas, el respeto a la ley, declaraba su Ser divino con la misma fórmula puesta al principio del Decálogo: Yo soy Yave, tu Dios (Ex 20,2). Y en Malaquías: Si yo soy Señor, ¿dónde está mi temor? (Ml 1,6).

Esta primera reflexión arrancará del alma de los fieles, no sólo un saludable deseo de observar los mandamientos, sino también un profundo y humilde agradecimiento al Señor, por haberse dignado darnos en la expresión de su voluntad el camino seguro de la salvación. La Sagrada Escritura, aludiendo frecuentemente a este gran beneficio divino, nos invita a reconocer nuestra dignidad y la misericordia de Dios: Guardadlos y ponedlos por obra (los mandamientos), gracias a Dios, pues, en ellos está vuestra sabiduría, y vuestro entendimiento a los ojos de los pueblos, que, al conocer todas esas leyes, se dirán: Sabia e inteligente es, en verdad, esta gran nación (Dt 4,6): No hizo Dios tal a gente alguna y a ninguna otra manifestó sus juicios (Ps 147,20).

(4) La ley fue dada por causa de las transgresiones, promulgada por ángeles (Ga 3,19).
(5) Cf. Ex 24,11-13 Lv 4,22-27 Is 33,21-23 Ez 20,6-8 Os 13,3-5 Rm 2,13-15.


b) Especiales características de su promulgación

Si añadimos a este primer motivo la consideración del modo y circunstancias con que quiso Dios dar a Moisés su ley, fácilmente crecerá en todos nosotros la veneración y el respeto hacia los mandamientos divinos.

Según testimonio de la Sagrada Escritura, tres días antes de la promulgación del Decálogo, debieron los hombres-por mandato divino-lavar sus vestidos y abstenerse de las uniones conyugales, como digna preparación para recibir la ley. Al tercer día se les mandó acudir a los pies del monte Sinaí, desde cuya cima les había de hablar Dios; pero sólo a Moisés le fue permitido subir a la cumbre del monte. Y allí descendió el Señor, envuelto en toda su majestad, entre truenos, relámpagos y nubes encendidas; y comenzó a hablar a Moisés y le entregó las dos tablas de la ley (6).

Con todo esto pretendió Dios evidentemente enseñarnos que su Ley debe ser recibida y practicada con corazón puro y humilde, advirtiéndonos al mismo tiempo que sus transgresores incurrirán en la terrible ira divina.

(6) Bajó de la montaña Moisés a donde estaba el pueblo y lo santificó… Al tercer día por la mañana hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre la montaña y un muy fuerte sonido de trompetas, y el pueblo temblaba en el campamento. Moisés hizo salir de él al pueblo para ir al encuentro de Dios y se quedaron al pie de la montaña. Todo el Sinaí humeaba… El sonido de la trompeta se hacía cada vez más fuerte. Moisés hablaba, y Yavé le respondía mediante el trueno. Descendió Yavé sobre la montaña del Sinaí…, y habló Dios todo esto, diciendo: "Yo soy Yavé, tu Dios…" (Ex 19,7-25).


c) Facilidad con que puede cumplirse

Es, además, el Decálogo una ley que no presenta dificultades insuperables. San Agustín escribe: ¿Quién querrá decir que es imposible al hombre amar a su Dios, al Dios que es su Creador benéfico y amantísimo Padre? ¿Quién querrá decir que es imposible amar la propia carne en la persona de nuestros hermanos? Pues bien, el que ama, cumplió la ley (7). Y el Apóstol San Juan nos dice que los mandamientos de Dios no son pesados (8). San Bernardo añade que no pudo Dios exigir al hombre cosa más justa, ni más digna, ni más preciosa (9). Y de nuevo San Agustín, maravillado de la infinita bondad de Dios, exclama: ¿Qué es el hombre, Señor, para que tú desees ser amado por él y amenaces con gravísimas penas, si alguno no lo hace? ¡Como sino fuera ya harta pena el no amarte! (10).

Ni puede tomarse como pretexto para dejar de amar a Dios la fragilidad de la naturaleza, pues es el mismo Dios, que pide ser amado, el que ha derramado su amor sobre nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rm 5,5); y nuestro Padre celestial da este divino Espíritu a cuantos se lo piden (Lc 11,13).

Por esto suplicaba San Agustín: Manda lo que quieras, Señor, pero concédeme aquello que mandas (11).

No hay razón, pues, para acobardarse, aterrados ante la dificultad de los mandamientos divinos; teniendo siempre a nuestra disposición la ayuda de Dios y los méritos de Cristo, que con su muerte venció y arrojó fuera al príncipe de este mundo (Jn 12,31), nada será difícil para el que ama.

(7) SAN AGUSTÍN, De Mor. Eccl, XXV: PL 32,1309.
(8) Pues ésta es la caridad de Dios, que guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pesados (1Jn 5,3). Pues mi yugo es blando, y mi carga ligera (Mt 11,30).
(9) SAN BERNARDO, Lib. de diligendo Deo: PL 182,973ss.
(10) SAN AGUSTÍN, Confesiones, 1,1 c. 5: PL 32,663.
(11) SAN AGUSTÍN, Confesiones, 1,10: PL 32,796.


d) Necesidad de su observancia

Subrayemos, por último, la absoluta necesidad que todos tenemos de obedecer a la ley divina (12). Tanto más cuanto que no han faltado en nuestros días quienes, impíamente y con el máximo daño para sí mismos y para los demás, se han atrevido a sostener que, fácil o difícil, la ley no es necesaria para la salvación.

Es evidente que esta herética doctrina contrasta abiertamente con infinidad de testimonios bíblicos, y especialmente con la doctrina de San Pablo, de cuya autoridad han pretendido abusar para defender su error (13). El pensamiento del Apóstol es bien explícito: Nada es la circuncisión, nada el prepucio, sino la guarda de los preceptos de Dios (1Co 7,19). Y en otro lugar: Ni la circuncisión es nada, ni el prepucio, sino la nueva criatura (Ga 6,15): expresión esta última que abiertamente se refiere a quien conforma su vida con los divinos mandamientos, pues quien conoce y observa los preceptos de Dios es quien le ama de verdad, según testimonio del mismo Jesús en San Juan: El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama (Jn 14,21) (14).

Es cierto que el hombre puede ser justificado-transformado de pecador en santo-antes de aplicar a su conducta personal cada uno de los mandamientos de la ley; pero no lo es menos que el que tiene uso de razón no puede justificarse, si no está dispuesto a observar todos los preceptos de Dios.

(12) C. Trid., ses. VI, de Justificatione, c. 10: DS 792ss.
(13) Pues conforme a tu dureza y a la impenitencia de tu corazón, vas atesorando ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, que dará a cada uno según sus obras; a los que, con perseverancia en el bien obrar buscan la gloria y el honor y la incorrupción, la gloria eterna; pero a los contumaces rebeldes a la verdad, que obedecen a la injusticia, ira e indignación (Rm 2,5-8).
(14) Cf. 2Tm 4,8 He 5,9 1P 1,10 Jn 14,21-23.


e) Frutos preciosos que nos reporta

En el salmo 18 han sido maravillosamente cantados los ricos y dulces frutos de la ley divina.

El inspirado salmista ensalza en él la ley de Dios como el más vivo esplendor de los astros. Porque éstos, con su admirable canto de la gloria divina, llegaron a arrancar la admiración de los mismos paganos, elevándoles a magnificar la sabiduría, poder y grandeza del omnipotente Creador de todas las cosas (15). Mas la ley del Señor convierte a Dios el alma del hombre (16); y éste, descubriendo en los mandamientos los caminos de la voluntad divina, endereza por ellos sus pasos. Y como sólo el temor de Dios es principio de verdadera sabiduría (17), sólo la ley-hace sabios a los humildes y pequeños (18). En ella está la fuente de toda su alegría, el manantial del conocimiento de Dios y la garantía de las recompensas presentes y eternas para quienes la observan.

Mas no debe cumplirse la ley del Señor únicamente por las ventajas que nos reporta, sino, y sobre todo, par dar a Dios todo el amor y todo el honor que le son debidos, ya que se dignó descubrirnos en ella su divina voluntad.

No puede el hombre-criatura dotada de libertad- dejarse aventajar por los seres irracionales (19). Dios pudo perfectamente obligarnos, como a esclavos, a la observancia necesaria de su ley sin perspectiva alguna de premio; pero su infinita bondad quiso fundir en una única y admirable armonía su gloria y nuestra propia felicidad.

Por esto concluye el salmista con aquella espléndida afirmación: Los que guardan los mandamientos hallarán gran merced (Ps 18,12). Felicidad que se refiere no sólo a una prosperidad de vida terrena-Serás bendito en la ciudad y bendito en el campo (Dt 28,3)-, sino también a aquella gran recompensa que nos será dada en los cielos (Mt 5,12), a aquella medida buena, apretada, colmada y rebosante (Lc 6,38) que mereceremos con nuestras buenas obras y con el auxilio de la divina misericordia.

(15) Cf. Ps 18,1-7 Rm 1,20.
(16) Tenía ante mis ojos todos sus mandatos y no rehuía sus leyes, sino que con él fui íntegro y me guardé de la iniquidad (Ps 17,23-24). La ley de Yavé es perfecta, restaura el alma (Ps 18,8).
(17) Y dijo al hombre: El temor de Dios, ésa es la sabiduría (Jb 28,28).
(18) Retrae también (con la ley) a tu siervo de los movimientos de soberbia, no se adueñen de mí; entonces seré perfecto, libre de todo crimen (Ps 18,14).
(19) Bendecid a Yavé, vosotras, todas sus milicias, que le servís y obedecéis su voluntad (Ps 102,21).


III. INSTITUCIÓN DIVINA DEL DECÁLOGO

A) Expresión de la ley natural

Aunque el Decálogo fue dado por Dios a los judíos por medio de Moisés (20), preexistía ya, sin embargo, como ley natural impresa en el alma del hombre. Y Dios exigió siempre-aun antes de su promulgación oficial en el Sinaí-que fuese observado por todos los hombres (21).

(20) Cf. Ex 19,20 Dt 5,2.
(21) Y con esto muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia y las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o se excusan (Rm 2,15).


B) Su promulgación al pueblo hebreo

Será sumamente interesante analizar las palabras con que fue promulgada al pueblo hebreo (siendo ministro e intérprete Moisés), así como conocer la historia del pueblo israelítico.

Entre todas las gentes eligió Dios a los descendientes de Abraham, constituyéndoles primicias de una raza elegida y asignándoles la posesión de la tierra de Canaán (22). Con todo, tanto Abraham como su inmediata descendencia tuvieron que peregrinar por diversas regiones del Oriente durante cuatro siglos, antes de poder establecerse definitivamente en la tierra prometida (23). En todo este tiempo Dios no dejó de proteger a su pueblo. Pasaron de una a otra nación y de un reino a otro pueblo (Ps 104,13); mas el Señor no permitió que se les hiciese injuria y fueron dominados por Él sus enemigos.

Y cuando determinó que los descendientes de Abraham pasasen a Egipto, les hizo preceder de José, por cuya prudencia se libraron del hambre ellos y los egipcios (24). Y en esta tierra rodeó el Señor a su pueblo de mayores atenciones: les defendió de la hostilidad del Faraón, les multiplicó de manera prodigiosa (25) y, cuando la dureza de la esclavitud se les hizo insoportable, suscitó como caudillo a Moisés, que había de conducirles de nuevo a la libertad (26).

A esta prodigiosa liberación se refiere el mismo Dios en las primeras palabras del decálogo: Yo soy Yave, tu Dios, que te he sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre (Dt 5,6).

Dios eligió entre todas las gentes a los descendientes de Abraham para que fuese su pueblo escogido y para establecer en ellos el verdadero culto divino, no porque los judíos aventajasen a los demás en santidad o grandeza, sino por pura y amorosa predilección, como el mismo Señor se lo recuerda expresamente (27). Sosteniendo y acrecentando una raza de suyo tan humilde y necesitada, quiso hacer más palpable en el mundo su generoso poder. Con ellos-tan escasos numéricamente y tan desconocidos- se unió estrechamente, no desdeñando el dejarse considerar como su Dios particular quien era Señor de cielos y tierra.

De esta manera intentó estimular la emulación de todos los demás pueblos de la tierra, quienes, al ver la protección y felicidad de los israelitas, se sentirían obligados a convertirse también ellos a aquel Dios tan poderoso y bueno, el único y verdadero Dios (28).

San Pablo insiste en la misma observación cuando confiesa que el hecho de la verdadera fe y felicidad llevada por él al mundo pagano con la predicación del Evangelio, debía suscitar en su raza el espíritu de emulación y convertirla a Dios (29).

Y el hecho de que Dios permitiera en su pueblo escogido tan largas peregrinaciones y tan dura esclavitud, encierra para nosotros una admirable lección: las predilecciones divinas son siempre para quienes, peregrinos del cielo sobre la tierra, se ven constantemente incomprendidos y perseguidos por el mundo (30). Cuanto menos participemos de su espíritu terreno tanto más fácil y eficazmente alcanzaremos la intimidad de Dios. Y para que entendiésemos también que la felicidad del que se consagra al servicio divino es infinitamente más grande que los mezquinos goces del que sirve al mundo, la Sagrada Escritura dice: Habrán de servirle para que sepan distinguir entre lo que es servirme a mí y servir a los reyes de las gentes (2Ch 12,8).

Una lección más. Dios prorrogó más de cuatrocientos años el cumplimiento de sus promesas, para que el pueblo escogido aprendiera a alimentar su espíritu con la fe y la esperanza. Porque quiere el Señor que sus fieles sintamos profundamente nuestra total dependencia de Él y pongamos en Él y en su infinita bondad toda nuestra esperanza.

Notemos, por último, el lugar y tiempo en que Dios se decidió a dar a su pueblo la ley. Lo hizo después de liberarlo de la esclavitud de Egipto y en pleno desierto, para que el recuerdo del beneficio recibido con la libertad y la terrible aspereza del camino dispusiesen mejor su espíritu para recibirla. Es condición del hombre ser particularmente sensible a los beneficios y muy inclinado a refugiarse en la ayuda divina cuando se siente destituido de toda esperanza humana. Y en ello se encierra una nueva lección espiritual para nosotros: tanto más dispuestos y fuertes nos sentiremos para recibir la doctrina de Dios cuanto más alejados nos mantengamos de las alegrías mundanas y de las satisfacciones carnales. Dice el santo profeta: ¿A quién va a enseñársele la sabiduría? ¿A quién va a dársele lecciones de doctrina? ¿A los recién desteta dos? ¿A los que apenas han sido arrancados de los pechos? (Is 28,9).

(22) Dt 4,37 Gn 12,5.
(23) Cf. Gn 15,13 Ex 12,36.
(24) Gn 37,28-36 Gn 41,40-41 Gn 41,56-57.
(25) Ex 1,9-10.
(26) Ve, pues (dice Dios a Moisés); yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto (Ex 3,10).
(27) Si Yavé se ha ligado con vosotros y os ha elegido, no es por ser vosotros los más en número entre todos los pueblos, pues sois el más pequeño de todos. Porque Yavé os amó… (Dt 7,7-8).
(28) Mirad: Yo os he enseñado leyes y mandamientos, como Yavé, mi Dios, me los ha enseñado a mí, para que los pongáis por obra en la tierra en que vais a entrar para poseerla. Guardadlos y ponedlos por obra, pues en ellos está vuestra sabiduría y vuestro entendimiento a los ojos de los pueblos, que al conocer todas esas leyes se dirán: sabia e inteligente es, en verdad, esta gran nación (Dt 4,5-6).
(29) Y a vosotros, los gentiles, os digo que mientras sea apóstol de las gentes haré honor a mi ministerio, por ver si despierto la emulación de los de mi linaje y salvo a alguno de ellos (Rm 11,13-14).
(30) Adúlteros, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemiga de Dios? Quien pretende ser amigo del mundo, se hace enemigo de Dios (Jc 4,4).


IV. EXORDIO

Particular atención merecen las palabras con que se inicia la divina promulgación del Decálogo Pongamos el máximo empeño en grabarlas profundamente en nuestros corazones:

A) Yo soy Yave, tu Dios (Ex 20,2).

Estas palabras nos recuerdan que el Legislador de los hombres es nuestro mismo Creador, el que nos dio el ser y de quien esencialmente dependemos. Con toda verdad

y derecho podemos repetir las palabras del salmista: Él es nuestro Dios, y nosotros el pueblo que Él apacienta, y el rebaño que Él guía (Ps 94,7). Su asidua y sentida repetición bastará para engendrar en nuestros corazones un profundo respeto a la ley y una pronta y generosa renuncia al pecado.

B) Que te he sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre (Ex 20,2).

Esta segunda expresión literalmente se refiere sólo a los judíos, rescatados de la esclavitud de Egipto; pero espiritualmente tiene una realización mucho más verdadera en todos los redimidos, que fuimos liberados por Dios no de una esclavitud terrena, sino del yugo del pecado, del poder de las tinieblas, y trasladados al reino del Hijo de su amor (Col 1,13).

Con espíritu profético ensalzó Jeremías la grandeza de esta liberación espiritual: Vendrá tiempo, palabra de Yavé, en que no se dirá ya: Vive Yave, que sacó a los hijos de Israel de la tierra de Egipto, sino: Vive Yave, que sacó a los hijos de Israel de la tierra del Aquilón y de las otras en que los dispersó, cuando yo los haga volver a su tierra, a la que di a sus padres. Yo voy a mandar muchos pescadores, palabra de Yavé, que los pescarán (Jr 16,14-16).

El Padre nos reunió en uno, por medio de su Hijo, a todos los hijos de Dios que estábamos dispersos (Jn 11,52), para que no seamos esclavos del pecado, sino como siervos de la justicia (Rm 6,17), le sirvamos en santidad u justicia en su presencia todos nuestros días (Lc 1,74-75).

De aquí el saber oponer a toda tentación las palabras de San Pablo: Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él? (Rm 6,2). No vivamos ya para nosotros, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó (2Co 5,15). Él es nuestro Señor, que nos adquirió con su sangre (Ac 28,20); ¿cómo podremos seguir pecando y crucificando de nuevo al Hijo de Dios? (He 6,6). Libres ya, y con aquella libertad con que Cristo nos libró, entreguemos nuestros miembros al servicio de la justicia para la santidad, como antes pusimos nuestros miembros al ser vicio de la impureza y de la iniquidad para la iniquidad (Rm 6,19).



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CAPITULO I: Primer mandamiento del Decálogo

"No tendrás a otro Dios que a mí" (Ex 20,3)

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL MANDAMIENTO

La primera parte del decálogo contiene los tres mandamientos que se refieren a Dios, y en la segunda siguen lógicamente los que se refieren al prójimo, ya que sólo en Dios se encuentra la razón de todo cuanto debemos hacer por el prójimo; entonces amamos cristianamente al prójimo cuando lo hacemos por amor de Dios.

II. DOBLE ASPECTO DEL PRECEPTO

Las palabras del primer mandamiento contienen un doble precepto: el uno positivo, puesto que Dios, al prohibir al hombre crearse otros dioses, positivamente manda que le sea dado el honor y respeto debido a Él, único Dios verdadero; y el otro negativo, contenido en la expresión misma: No tendrás otro Dios que a mí.

1) Incluye el primer aspecto del precepto la práctica de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. En realidad, si reconocemos a Dios como es, es decir, eterno, inmutable, siempre igual a sí mismo, afirmamos con ello su infinita veracidad, y, por consiguiente, la obligación de aceptar sus palabras y de adherirnos a sus preceptos con plena fe y reconocimiento de su autoridad (1). Si reconocemos además su omnipotencia, su bondad, sus beneficios, ¿cómo no colocar en Él nuestra ilimitada confianza y esperanza? (2). Y si Él es la infinita bondad y el infinito amor derramado sobre nosotros, ¿cómo no ofrecerle todo nuestro amor? (3).

Por esta razón en las Sagradas Escrituras Dios inicia y concluye invariablemente todos sus preceptos: "Yo soy el Señor", 2) La segunda parte del mandamiento: "No tendrás otro Dios que a mí", expresa una misma obligación moral, ya claramente contenida en el precepto positivo de adorarle como a único verdadero Dios; Dios no puede ser más que uno.

Sin embargo, hízose necesaria la explícita prohibición por la ignorancia religiosa de muchos pueblos antiguos que, adorando al verdadero Dios, pretendían al mismo tiempo mantener el culto de otras muchas falsas divinidades.

Los mismos hebreos cayeron fácilmente en la idolatría, teniendo que intervenir enérgicamente los profetas para defender la pureza monoteísta del culto israelítico. Elías les echará en cara ásperamente su "renquear de ambas piernas" (4). Más tarde los samaritanos adorarán simultánea mente al Dios de Israel y a los dioses del paganismo (5).

(1) Porque yo, Yavé, no me he mudado, y vosotros, hijos de Jacob, no habéis cesado (Ml 3,6). Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces, en el cual no se da mudanza ni sombra de alteración (Jc 1,17). Cf. Ps 101,28 Dt 32,4.
(2) Yavé, mi Dios, a ti me acojo; sálvame de cuantos me per siguen; líbrame. Guárdame, Yavé, que a ti me confío. Ostenta tu magnífica piedad, tú que salvas del enemigo a los que a ti se acogen (Ps 7,2 Ps 15,1 Ps 16,7). Cf. Ps 17,31 Ps 70,1 Ps 72,28, etc. Pr 16,20.
(3) ¿O es que desprecias la riqueza de su bondad, paciencia y longanimidad, desconociendo que la bondad de Dios te atrae a penitencia? (Rm 2,4). Y yo les di a conocer tu nombre y se lo haré conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17,26). Cf. Rm 12,9.
(4) Y, acercándose Elías a todo el pueblo, les dijo: ¿Y hasta cuándo habéis de estar vosotros claudicando de un lado y de otro? Si Yavé es Dios, seguidle a Él: y si lo es Baal, id tras él (1R 18,21).
(5) Cf. 2S 17,27-29 2S 17,33-41.



III. EXCELENCIA DE ESTE PRIMER MANDAMIENTO

La suma importancia y superioridad de este primer mandamiento debe inferirse no tanto de su prioridad de orden, cuanto de su naturaleza, dignidad y excelencia. Porque son infinitas las razones por las que debemos amar y venerar a Dios por encima de todos los reyes y señores de la tierra. Él nos creó y nos gobierna; Él nos nutrió desde el seno de la madre y nos sacó a la luz de la vida; Él nos provee de todo lo necesario para subsistir.

Pecan gravemente contra este mandamiento los que no tienen fe, esperanza o caridad. Y son éstos:

a) los herejes e incrédulos;

b) los que dan crédito a sueños, adivinaciones y espíritus (6);

c) los que desesperan de la propia salvación y se dejan dominar por la desconfianza en la misericordia divina;

d) los que ponen su única esperanza en el omnipotente poder de las riquezas, salud, fuerzas físicas del cuerpo, etc.

De todos ellos tratan extensamente los autores en sus tratados morales "de vicios y pecados".

(6) No practicaréis la adivinación y la magia (Lv 19,26). Cf. Dt 18,10 Is 2,6; Jcr. 27,9; DS 2182.


IV. LEGITIMIDAD DEL CULTO A LOS ÁNGELES Y SANTOS

Pero notemos que no se opone al culto, debido únicamente a Dios, la veneración e invocación de los ángeles y santos, ni el culto tributado a sus reliquias, que la Iglesia ha reconocido siempre como legítimos.

Del hecho de que un rey prohíba que nadie se presente abusivamente como rey y exija para sí honores reales, no se deduce que prohíba tributar el homenaje debido a los magistrados o ministros de su reino.

Es cierto que la Biblia utiliza a veces la expresión "adorar" refiriéndola a los ángeles (7); pero es claro que la palabra "adorar" tiene aquí un significado muy distinto del culto de adoración debido a sólo Dios. Y si alguna vez leemos que los ángeles rehusaron la adoración de los hombres (8), se ha de entender que lo hacían rechazando el honor que a sólo Dios es debido.

Es el mismo Espíritu Santo el que nos manda que a sólo Dios sean dados el honor y la gloria (1Tm 1,17), quien nos prescribe honrar a los padres y ancianos (9). Y son los santos patriarcas, fieles defensores del culto al único Dios verdadero, quienes adoraban-inclinándose en actitud de homenaje o de súplica-a los reyes (10). Si, pues, es debido este honor a los reyes, por quienes Dios gobierna el mundo, con mucha más razón deberá tributarse a los ángeles, ministros de Dios en el gobierno de la Iglesia y de toda la creación, y por cuya intervención son concedidos constantemente beneficios insignes a las almas y a los cuerpos de los hombres. Añádase a esto la misma superioridad de su grandeza sobre todas las dignidades humanas y la suma caridad con que nos aman. Movidos por ella, intervienen constantemente delante de Dios-según explícito testimonio de la Escritura-por los pueblos que les han sido encomendados y por los hombres que custodian, cuyas oraciones y lágrimas presentan ante Dios (11).

En el Evangelio, Cristo conminó terribles amenazas contra quienes se atreven a escandalizar a los pequeñuelos, porque sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre, que está en los cielos (Mt 18,10).

Hemos, pues, de invocar a los ángeles, porque están perpetuamente delante de Dios y porque asumen gozosos el patrocinio de salvación de quienes les han sido encomendados.

(7) Y, alzando los ojos (), vio parados cerca de él tres varones. En cuanto los vio salióles al encuentro…, se postró en tierra… (Gn 18,2). Cf. Gn 19,1 NM 22,31 Is 5,15.
(8) Me arrojé a sus pies para adorarle, y me dijo: Mira, no hagas eso; consiervo tuyo soy y de tas hermanos, los que tienen el testimonio de Jesús. Adora a Dios (Ap 19,10).
(9) Honra a tu padre y a tu madre para que vivas largos años en la tierra que Y ave, tu Dios, te da (Ex 20,12). Cf. Dt 5,16. Álzate ante una cabeza blanca y honra la persona del anciano (Lv 19,32).
(10) Gn 23,7-12 Gn 42,6 1R 24,9 1R 25,23 2R 9,6-3.
(11) Mas Miguel, uno de los príncipes supremos, vino en mi ayuda, y yo me quedé allí ¡unto a los reyes de Persia (Da 10,13). Cuando orabais tú y tu nuera, Sara, yo presentaba ante el Santo vuestras oraciones (Tb 12,12).

A) TESTIMONIOS DE LA SAGRADA ESCRITURA

En la Sagrada Escritura abundan ejemplos muy significativos de invocaciones a los ángeles. Jacob pidió a uno, con el que había luchado, que le bendijera; y aún le obligó a hacerlo, protestando que no le dejaría libre sino después de recibir su bendición (Gn 32,24-26). Y en otra ocasión implora la bendición de un ángel invisible: El ángel que me ha librado de todo mal, bendiga a estos niños (Gn 48,16).

De lo dicho podrá colegirse también con claridad que el honor tributado a los santos que durmieron en el Señor, las invocaciones a ellos dirigidas y la veneración de sus reliquias, no sólo no menoscaban la gloria de Dios, sino que la acrecientan, avivando y confirmando en nuestros corazones la esperanza del cielo y el santo deseo de imitar sus virtudes.

B) DOCTRINA CATÓLICA

La autoridad de los Padres y Concilios (12) ha confirmado siempre esta doctrina de la Iglesia. Espléndidamente la expone San Jerónimo (13) y San Juan Damasceno (14).

(12) Cf. C. Nicea, ses. VII: DS 302.
(13) SAN JERÓNIMO, Contra Vigilantio: PL 33,353-368.
(14) SAN JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa,1. 4 c. 16: PG 94,1167-1176.

C) PRÁCTICA DE LA IGLESIA

Únase a ello la constante tradición, que la Iglesia recibió de los apóstoles y ha conservado fielmente. Práctica que se apoya en los explícitos testimonios de la Escritura, que abiertamente celebra la gloria de los santos (15). ¿Cómo podremos rechazar nosotros los elogios que el mismo Dios ha tejido en su honor?

Otra razón por la que deben ser venerados e invocados los santos es el haber sido constituidos junto al trono de Dios nuestros constantes intercesores. Por sus súplicas y méritos son concedidos al hombre numerosos beneficios divinos. Si en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia (Lc 15,7), es claro que los santos en el cielo interceden con sus plegarias por la conversión de los pecadores.

Algunos se han atrevido a afirmar que este patrocinio de los santos es perfectamente inútil, porque Dios no tiene necesidad de intermediarios ni intercesores para socorrer las necesidades del hombre. San Agustín responde eficazmente a esta objeción, observando que con frecuencia no suele Dios conceder sus gracias sin la intercesión de algún mediador que suplique (16). Y lo confirma la Sagrada Escritura con los significativos ejemplos de Abimelec (17) y de los amigos de Job, cuyos pecados fueron perdonados por las suplicantes plegarias de Abraham y Job (18).

Ni puede argüirse que el recurso al patrocinio de los santos indica pobreza y debilidad de fe, cuando el mismo Evangelio nos dice que el centurión-cuya grandeza de fe alabó Tesús tan elogiosamente-envió al Maestro los ancianos de los judíos para implorar la salud de su siervo enfermo (19).

Es doctrina cierta de fe que uno es el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos (1Tm 2,5), y por su muerte ñas reconcilió el Padre celestial (Rm 5,10); y realizada la redención eterna, entró en el santuario celeste, donde vive siempre para interceder por nosotros (He 9,22 He 7,25). Pero en nada se opone esta doctrina fundamental del cristianismo al culto e invocación de los santos. El mismo San Pablo, tan profundo defensor de la única mediación de Cristo, insiste en solicitar con ahínco las plegarias de los hermanos cristianos vivos aún sobre la tierra, para que le ayuden ante Dios (20): señal evidente de que en nada atenúan la gloria de Cristo mediador ni las plegarias de los santos en el cielo ni la intercesión de los justos sobre la tierra.

Una confirmación categórica de que no desagradan a Dios nuestros cultos y plegarias a sus santos son los estupendos prodigios obrados en sus sepulcros. En efecto, constantemente presenciamos milagros obrados por su intercesión: ciegos, mancos y tullidos que recobran la salud de sus miembros enfermos, muertos que vuelven a la vida; posesos que se ven libres de la tiranía del demonio, etc. Autoridades tan seguras como San Ambrosio y San Agustín nos cuentan estos prodigios, no sólo oídos o leídos, sino presenciados por ellos mismos. Si todavía vivos tuvieron con frecuencia los santos el don de hacer milagros sobre la tierra (21), ¿cómo no pensar que Dios continuará complaciéndose en sus plegarias y en la oferta de sus méritos en nuestro favor? La misma Biblia nos recuerda el hecho del cadáver que, colocado casualmente en e1 sepulcro de Elíseo, recibió inmediatamente la vida al contacto de los huesos del profeta (22).

(15) Cf. Si 44ss.
(16) SAN AGUSTÍN, Super Ex. 1,2 q. 149: PL 34,645-646.
(17) Rogó Abraham por Abimelec. ti curó Dios a Abimetec, a su mujer q a sus siervos… (Gn 20,27).
(18) Y Job, mi siervo, voaará por vosotros, y en atención a él no os haré mal (Jb 42,8).
(19) Cf. Mt 8,10 Lc 7,3.
(20) Os exhorto, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por la caridad del espíritu, a que me ayudéis en esta lucha mediante vuestras oraciones a Dios por mí (Rm 15,30).
(21) Cf. 2R 2,14 Ac 19,12 Ac 5,15.
(22) Cf. 2R 13,21.


V. PECADO DE IDOLATRÍA

Al primer mandamiento añadió Dios esta prohibición: No te harás imágenes talladas, ni figuración alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo sobre la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas y no las servirás (Ex 20,4-5).

Algunos creyeron que era éste un precepto distinto y aunaron los dos últimos mandamientos (noveno y décimo) en uno solo. San Agustín, en cambio, cuya sentencia seguimos, distingue los dos últimos, y considera estas palabras como una precisión del primer mandamiento.

No debe interpretarse esta prohibición divina en el sentido de que Dios haya querido proscribir de manera absoluta el arte de la pintura, de la escultura y de la plástica en general. En la misma Biblia leemos que por mandato divino fueron hechas imágenes y simulacros de querubines (23) y de una serpiente de bronce (24).

La prohibición intentaba únicamente impedir que los hebreos cayeran en la idolatría tributando un culto divino a las imágenes.

De dos maneras distintas puede incurrirse en este gravísimo pecado de idolatría:

1) Venerando como divinidades a los ídolos materia les e imágenes: si se les atribuye una virtud divina o se les invoca y se pone en ellos una confianza que en sólo Dios debe ponerse. La Sagrada Escritura reprende frecuentemente a los paganos porque ponían su esperanza en los ídolos (25).

2) Tratando de expresar plásticamente la forma de la divinidad, como si la divinidad tuviera efectivamente una forma corpórea y pudiera plasmarse en colores o figuras.

San Juan Damasceno escribe: ¿Quién podrá plasmar la imagen de un Dios que es invisible, que no tiene cuerpo, que es infinito y no puede concretarse en figura alguna? (26)

El Concilio II de Nicea ha expuesto ampliamente esta doctrina (27). Y San Pablo echaba en cara a los paganos el haber trocado la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible, y de aves, cuadrúpedos y reptiles (Rm 1,23). En otros pasajes, la Escritura llama idólatras a los hebreos, que, olvidados del Dios verdadero-trocaron su gloria por la imagen de un buey que come hierba (Ps 105,20)-, se crearon un becerro de oro, delante del cual gritaban: Israel, ahí tienes a tus dioses, los que te han sacado de la tierra de Egipto (Ex 32,4).

Habiendo prohibido el Señor a los hebreos el culto de los dioses extraños para librarlos del peligro de la idolatría, les prohibió igualmente toda imagen de la divinidad. De aquí la fuerza con que Isaías echará en cara a su pueblo las culpas idolátricas: ¿A quién, pues, compararéis vuestro Dios, qué imagen haréis que se le asemeje? (Is 40,18). De aquí igualmente la insistencia con que Moisés tratará de apartarles del mismo pecado, apoyándose en el símbolo del fuego: Puesto que en el día en que os habló Yave de en medio del fuego, en Horeb, no visteis figura alguna, guardaos bien de corromperos haciéndoos imagen alguna tallada… (Dt 4,15); evidente alusión al posible peligro da tributar, por error, a alguna criatura el culto y honor que sólo a Dios son debidos.

(23) Harás dos Querubines de oro (Ex 28,18). Hizo en el santuario dos querubines de madera de olivo (1R 6,23). Cf. 2Ch 3,7.
(24) Y Yavé dijo a Moisés: Hazte una serpiente de bronce y ponía sobre un asta (Nb 21,8).
(25) Cf. Is 10,10-11 Is 40,18-19 Sg 13,16-18 Ps 113,8 Dt 4,16-17.
(26) SAN TUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa,1. 4 c. 16; MG 94,1170-1171.
(27) C. Nicea, ses. VII: DS 302.


VI. UTILIDAD DEL CULTO A LAS IMÁGENES

No obstante lo dicho, nadie considere irreligioso o contrario a la ley divina el representar de alguna manera sensible a las Personas de la Santísima Trinidad conforme se aparecieron a los hombres en el Antiguo o Nuevo Testamento (28). Porque ninguno será tan necio que llegue a ver en estas representaciones la misma divinidad, siendo claro que con ellas únicamente se pretende representar de algún modo algunas de las propiedades o acciones atribuidas a Dios.

Así, en la visión del profeta Daniel se nos pinta a Dios como el Anciano de muchos días, sentado en un trono, delante de los libros abiertos (29); símbolo de la eterna e infinita sabiduría con la que Dios ve y juzga, como en un libro abierto, los pensamientos y acciones de todos los hombres.

También los ángeles son representados con forma humana y con alas, para significar su benevolencia hacia los hombres y la prontitud con que ejecutan las órdenes de Dios. San Pablo dice de ellos: Todos son espíritus administradores, enviados para, servicio, en favor de los que han de heredar la salud (He 1,14).

En el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles se utilizan habitualmente las figuras de paloma y de lenguas de fuego para significar al Espíritu Santo (30).

En cuanto a Nuestro Señor Jesucristo, a su Santísima Madre y a los santos, que tuvieron una naturaleza como la nuestra, es claro que no sólo no está prohibido representarles en imágenes, sino que más bien ello constituye un acto de devoción y de piedad. Es ésta una doctrina constantemente mantenida en la Iglesia desde los tiempos apostólicos y confirmada unánimemente por los Padres y santos Concilios.

Quede bien claro, por consiguiente, que la costumbre de conservar las sagradas imágenes en las iglesias y el hecho de prestarles un culto de devoción-dirigido, claro está, no a las imágenes mismas, sino a las personas que representan-es perfectamente lícito y se ha practicado constantemente en la Iglesia, con evidentes ventajas para la piedad de los fieles. Pueden verse a este respecto los escritos de San Juan Damasceno Sobre las imágenes y los cánones del II Concilio de Nicea.

No negamos que también en ésta como en todas las instituciones, por muy santas que sean, puede haber abusos. Para evitarlos bastará que los sacerdotes y fieles se atengan fielmente a los decretos del Concilio de Trento, que más de una vez explican oportunamente la utilidad de las sagradas imágenes, como escuelas plásticas de la doctrina revelada en uno y otro Testamento, como recuerdos del hecho de la redención y de las empresas de los santos y como estímulos para honrar y reproducir en nuestras propias vidas las virtudes de Cristo y de sus siervos.

(28) Cf. Gn 18,2 Mt 17,5-6.
(29) Estuve mirando hasta que fueron puestos tronos, y vi a un anciano de muchos días, cuyas vestiduras eran blancas como la nieve, y los cabellos de su cabeza, como lana blanca. Su trono llameaba como llamas de fuego… Sentóse el Juez y fueron abiertos los libros… (Da 7,9-10).
(30) Bautizado Jesús, salió luego del agua. Y he aquí que vio abrirse los cielos y al Espíritu Santo de Dios descender como paloma y venir sobre Él (Mt 3,16). Aparecieron como divididas lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo (Ac 2,3).


VII PENAS CONTRA LOS TRANSGRESORES DEL MANDAMIENTO

Dice el Señor: Yo soy Yave, tu Dios; un Dios celoso, que castigo en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian y hago misericordia hasta mil generaciones de los que me aman y guardan mis mandamientos (Ex 20,5-6). Dos cosas deben notarse a propósito de estas últimas palabras del primer mandamiento:

1) Que las penas con que Dios conmina aquí a los transgresores de su ley deben entenderse válidas para todos los mandamientos, aunque, por la particular importancia de este primero, Dios haga una explícita y solemne amenaza en éste.

En efecto, en toda ley se impone al hombre su observancia con el premio y con la pena. La Sagrada Escritura alude constantemente a las promesas y a las amenazas de Dios respecto a la observancia o a la transgresión de los preceptos divinos. Omitiendo otros muchos pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, recordemos siquiera algunos del Evangelio: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mt 19,17); No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt 7,21); Todo árbol que no dé fruto será cortado y arrojado al fuego (Mt 3,10); Todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio (Mt 5,22); Si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados (Mt 5,15).

2) Que estas promesas y amenazas divinas tienen muy distinta eficacia sobre las almas buenas y sobre los pecadores. Porque los buenos, los que son movidos por el espíritu de Dios (Rm 8,14) y le obedecen con generosa docilidad, verán en estas expresiones del Señor una promesa de pozo, una luminosa prueba de las disposiciones con que Dios les mira. En ellas apreciarán el cuidado del Dios amantísimo de los hombres, que estimula con los atractivos del premio y con las amenazas del castiqo al verdadero culto y a la salvación. Reconocerán también en ellas la infinita bondad del Señor, que, con los santos mandamientos, quiere hacer converger toda actividad humana a la gloria de su divino nombre. Todo esto alimentará en ellos la esperanza de que, así como manda lo que quiere, Dios les dará la energía necesaria para obedecerle.

Los pecadores, en cambio, esclavos de la culpa y más temerosos de los castigos divinos que amantes de la virtud, no verán más que la aspereza y gravedad de los mandamientos divinos y de las amenazas que les acompañan.

Convendrá tratar a estas almas con verdadero sentimiento de piedad, infundiéndoles ánimos y tomándoles casi por la mano para llevarles prudentemente a la observancia de la ley.

VIII. ESTÍMULOS EFICACES

Con estas últimas palabras del primer mandamiento pretendió además el Señor presentar al hombre estímulos eficaces para suscitar en su espíritu el respeto a la divina ley.

1) Dios ES FUERTE. - Con frecuencia la naturaleza humana, soliviantada contra las amenazas divinas, va mendigando en vano pretextos para escapar a la ira de Dios y a las penas del pecado. Mas el que tiene una fe segura en la fortaleza de Dios, se verá obligado a exclamar con el profeta: ¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? ¿Adónde huir de tu presencia? (Ps 38,7).

Quien desconfía de las promesas divinas tiembla ante la fuerza de sus enemigos espirituales y fácilmente termina por convencerse de que es incapaz para resistirlos; pero quien posea una fe segura y animosa (31), no sólo no temerá nada, sino que, apoyándose en la fuerza y virtud divinas, sentirá toda la energía que se le deriva al alma de su contacto con Dios: El Señor es mi luz y mi salud-exclamaba David-, ¿a quién he de temer? El Señor es el baluarte de mi vida, ¿ante quién he de temblar? (Ps 26,1).

2) Dios ES CELOSO. - Si pensáramos que Dios no se cuida de las cosas humanas, que no se preocupa de nuestro amor o de nuestro pecar, nuestra vida estaría totalmente dominada por un confusionismo caótico. Pero si creemos que la mirada de Dios está sobre nosotros, ¡qué cambio para toda nuestra vida!

No debe pensarse, ni de lejos, que este divino celo implique en Dios-como sucede en los hombres-perturbación alguna de ánimo. Significa sencillamente aquel divino amor y aquella admirable providencia por la que Dios no tolera, ni puede tolerar, que un alma se aparte impunemente de Él o que, apartándose, quede tranquila y sin castigo (32).

El celo de Dios es, pues, su misma justicia, sincera y serena, por la que el alma, apartada del amor de su Señor, es repudiada y, como culpable de adulterio, alejada de su divina y amorosa unión.

Este mismo celo del Señor se manifiesta, en cambio, dulce y suave, cuando nos muestra la inefable voluntad divina en pruebas de amor y como providencia de salvación. Manifestándose celoso de nuestro amor, revela Dios el íntimo e infinito amor con que nos ama, como Esposo de nuestras almas. No se concibe, en efecto, amor humano más apasionado ni unión más íntima que la existente entre dos esposos.

Aprovechemos esta reflexión para caer en la cuenta de que hemos de preocuparnos del honor y del culto de Dios como celosos, más aún que como amantes. He sentido vivo celo por Yave Sebaot (1R 19,14); Porque me consume el celo de tu casa (Ps 68,10).

3) Dios CONMINA CON PENAS TERRIBLES A LOS TRANSGRESORES DE SU LEY. - No puede el Señor permitir que los pecadores queden impunes; los castigará pues, o como padre que reprende a sus hijos o como juez severo que atormenta a los delincuentes. Dice Moisés: Has de saber, pues, que Yavé, tu Dios, es el Dios que guarda la alianza y la misericordia hasta mil generaciones a las que le aman y guardan sus mandamientos: pero retribuye en cara al que le aborrece, destruyéndole (Dt 7,9-10).

Y en el libro de Josué: Vosotros no seréis capaces de servir a Yavé, que es un Dios santo, un Dios celoso: Él no perdonará vuestras transgresiones y vuestros pecados; cuando os apartéis de Yavé y sirváis a dioses extraños. Él se volverá, y después de haberos hecho el bien, os dará el mal y os consumirá (Jos 24,19-20).

La amenaza de Dios de extender sus castigos hasta la tercera y cuarta generación debe entenderse no en el sentido de que los hijos pagarán siempre las penas de las culpas de sus padres, sino en el sentido de que es absolutamente necesaria una expiación; y si los padres culpables no expían, su posteridad no podrá del todo evitar la ira y la pena divina.

Recuérdese a este propósito el caso tan significativo del rey Josías. Dios le perdonó en vista de su singular piedad y le concedió descender en paz al sepulcro de sus padres, sin que asistiera a los inminentes males pronunciados contra el reino de Judá y contra la misma ciudad de Jerusalén por las maldades de Manases, su abuelo; mas, después de su muerte, la venganza de Dios alcanzó a sus descendientes, sin perdonar a sus mismos hijos (33).

Ni ha de verse contradicción entre esta conducta divina y las palabras de Ezequiel: El alma que pecare, ésa perecerá (Ez 18,4). San Gregorio, totalmente concorde con la doctrina de los Santos Padres, lo explica así: Todo el que reproduce la maldad de su padre, está también vincu* lado a su culpa. Mas el que no imita su maldad, no es portador de su carga moral. Y así el hijo malo de padre malo, no sólo paga las culpas propias, sino también las de su padre, no habiendo temido añadir a la perversidad paterna, contra la cual estaba el Señor airado, su propia maldad; es justo, por lo demás, que el que, a la vista de un severo juez, no se contuvo de seguir los pasos de un mal padre, sea obligado aun en esta vida a pagar las culpas del propio padre impío.

No olvidemos, sin embargo, que en Dios la bondad y la misericordia hacia nosotros superan siempre su justicia. Si ésta se extiende hasta la tercera y cuarta generación de los que le odian, su misericordia llega hasta la milésima generación de los que le aman y guardan sus mandamientos (Ex 20,5-6).

4) CONTRA AQUELLOS QUE LE ODIAN. - Estas palabras expresan la verdadera esencia del pecado. ¿Puede acaso concebirse algo más horrible o nefasto que llegar a odiar la misma Bondad infinita, y la verdad esencial, que es Dios?

Y este odio está presente en todo pecado. Porque así como dice Cristo que el que recibe sus preceptos y los guarda, ése es el que le ama (Jn 14,21), así debe decirse con toda verdad que el que desprecia la ley del Señor le odia.

5) HARÁ MISERICORDIA CON LOS QUE LE AMAN. - Esta expresión manifiesta el motivo que debe animar la observancia de la ley divina. Porque es necesario que quienes obedecen a los preceptos de Dios lo hagan movidos por el amor. Mas de esto volveremos a hablar en la explicación de cada uno de los restantes mandamientos.


(31) Pero pide con fe, sin vacilar en nada, que quien vacila es semejante a las obras del mal, movidas por el viento… (Jc 1,6).
(32) Porque los que se alejan de ti perecerán; arruinas a los que te son infieles (Ps 72,27).
(33) Cf. 2R 22,19-20 2Ch 24 2Ch 25.



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CAPITULO II Segundo mandamiento del Decálogo

No tomarás en falso el nombre de Dios (Ex 20,7)

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL MANDAMIENTO

Notemos, ante todo, que este mandamiento se encierra ya implícitamente en el primero. Si Dios nos manda tributarle un culto de honor divino, es evidente que exige con ello se hable de él con el debido respeto y no con expresiones injuriosas o despectivas. Él mismo nos dice por Malaquías: El hijo honra a su padre y el siervo teme a su señor. Pues si yo soy su padre, ¿dónde está mi honra? (Ml 1,6).

Quiso, no obstante, el Señor explicitar este mandamiento, para señalarnos la suma importancia que Él atribuye al deber de tributar el honor y respeto que le son •debidos a su divino y santísimo hombre.

Procuremos también nosotros conocer y meditar con la máxima atención y distinción posibles todo cuanto se refiere a este mandamiento. Tanto más que no escasean, por desgracia, quienes, cegados por la ignorancia, se atreven a maldecir a Aquel a quien los mismos ángeles adoran (1); demasiados hombres que, olvidando tan grave precepto, cada día, cada hora y casi cada minuto arrojan contra la majestad de Dios la ofensa de sus insultos: juramentos falsos y vanos, discursos impregnados de imprecaciones y maldiciones, blasfemias, abuso del santo nombre de Dios, bajo mil formas, hasta por las cosas más frívolas e insignificantes. Nunca será, por consiguiente, excesivo el esfuerzo de todos por combatir tan enorme y detestable costumbre.

(1) Había ante Él serafines, que cada uno tenía seis alas…. y los unos a los otros se gritaban y se respondían: Santo, Santo, Santo Yave Sebaot (Is 6,2-3).


II. DOBLE ASPECTO DEL PRECEPTO

Notemos, además, que este mandamiento, no obstante estar expresado en términos prohibitivos-no tomar en falso el nombre de Dios ni jurar por Él falsa, vana o temerariamente-, contiene una parte positiva: la imposición de lo que se debe hacer: dar a Dios el honor que le es debido.

De uno y otro aspecto-positivo y negativo-trataremos por separado, empezando por el positivo.

III. ASPECTO POSITIVO

A) Honrar el santo nombre de Dios

Al mandársenos honrar el nombre de Dios, no debe entenderse únicamente la materialidad del mismo nombre, en sus letras y sílabas, el nombre-vocablo-, sino el contenido y significado del mismo: la majestad omnipotente y eterna de Dios, uno y trino.

Fácilmente se comprenderá ya la ridícula superstición de los hebreos, que, limitándose a una interpretación material del precepto, escribían el nombre de Dios, mas no se atrevían a pronunciarlo, como si el mandamiento se refiriese a la materialidad de las letras del nombre divino y no más bien a la realidad por él significada.

Y aunque se dice en número singular: No tomarás el nombre de Dios, el precepto se refiere a todos los múltiples nombres con que se expresa la divinidad. Tales son, por ejemplo: el Señor, Omnipotente, Señor de los ejércitos. Rey de reyes, etc., y otros semejantes que aparecen en la Escritura (2); a todos ellos se debe idéntica veneración.

B) ¿Cómo debe honrarse el nombre de Dios?

En la práctica son muchos los modos con que puede tributarse este debido honor al nombre de Dios. Los principales, sin embargo, son los siguientes:

1) Alabamos a Dios cuando con culto público le reconocemos abiertamente como Creador y Señor nuestro, confesando al mismo tiempo a Jesucristo como autor de nuestra salvación (3).

2) Le alabamos también ocupándonos con sumo interés por entender su revelación, expresión de su voluntad; cuando meditamos sus palabras y las estudiamos en la lectura o en la predicación, cada uno según su estado y capacidad (4).

3) Veneramos y honramos igualmente el augusto nombre de Dios cuando en la oración le alabamos y damos gracias por todas las cosas, así prósperas como adversas.

El profeta dice: Bendice, alma mía, a Yave y no olvides ninguno de sus favores (Ps 102,2). Y en muchos otros salmos se entonan parecidas alabanzas a Dios (5). Job no cesaba de alabarle aun en medio de sus más dolorosas tribulaciones; a imitación suya, procuremos también nosotros tener siempre pronto en los labios y en el alma, aunque nos sintamos oprimidos por el dolor, aquel canto: ¡Sea bendito el nombre de Dios! (Jb 1,21).

4) Alabar a Dios es también invocar con confianza su ayuda y protección en los peligros, para que nos libre de los males de la vida presente o al menos nos dé las fuerzas necesarias para soportarlos con serena resignación. El mismo Señor nos dice: Invócame en el día de la angustia; yo te libraré y tú cantarás mi gloria (Ps 49,15).

Y todos los libros santos, especialmente los Salmos, están llenos de estas confiadas invocaciones a Dios (6).

5) Por último, honramos el nombre de Dios cuando le invocamos, como garantía, en los juramentos. Es ésta una forma de alabar a Dios, que se diferencia evidentemente de las anteriores; todas las otras son por sí mismas tan excelentes y laudables, que justamente debe el hombre gastar su vida entera en practicarlas, como decía David: Bendeciré siempre a Yave, su alabanza estará siempre en mi boca (Ps 33,2); el juramento, en cambio, instituido sólo como remedio a la fragilidad humana, como instrumento para probar la verdad de nuestras afirmaciones-, no debe ser usado con excesiva frecuencia. Porque así como no conviene sin necesidad aplicar demasiados remedios al cuerpo, y su indiscreto abuso resultaría siempre perjudicial, del mismo modo, sólo en caso de verdadera necesidad o de seria oportunidad será eficaz y saludable el juramento; abusando de él, pierde su fuerza probativa y termina por no ser un honor, sino un desprecio de Dios. San Juan Crisóstomo escribe: La costumbre del juramento se introdujo en el mundo no en sus principios, sino mucho más tarde, cuando se apoderó de la tierra una vasta y profunda difusión del mal, un inmenso desorden y confusión, sobre todo por la repugnante esclavitud de los hombres bajo la idolatría; cuando nadie-difundida por todas partes la falsedad-creía las palabras de los demás, se introdujo con el juramento la invocación del supremo testimonio de Dios (7).

(2) Yave es un fuerte guerrero; Yave es su nombre (Ex 15,3). Tiene sobre su manto y sobre su muslo escrito su nombre: Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19,16).
(3) Cf. Mt 10,32.
(4) Cf. 2Co 2,17.
(5) Ps 9,20 Ps 34 Ps 65, etc.
(6) Ps 16,43 Ps 118.


C) Juramento

1) DEFINICIÓN. - Jurar significa poner a Dios por testigo. La fórmula puede ser varia: Dios me es testigo, o simplemente: Por Dios; pero el significado es siempre el mismo.

Es juramento también cuando la invocación se refiere, no directamente a Dios, sino a alguna cosa sagrada: los santos Evangelios, la cruz, las reliquias o nombres de los santos, etc., no porque estas realidades den por sí fuerza y garantía al juramento, sino porque en ellas resplandece y se afirma de alguna manera la majestad de Dios. Así, el que jura por el Evangelio, jura por el mismo Dios, cuya verdad se contiene en el Evangelio. Dígase lo mismo de los santos, que fueron templos de Dios, que creyeron la verdad divina, la respetaron y difundieron por el mundo.

También es juramento el que se hace con alguna fórmula de execración, como la usada una vez por San Pablo: Pongo a Dios por testigo sobre mi alma de que por amor vuestro no he ido todavía a Corinto (2Co 1,23). El que jura de esta manera se somete al juicio de Dios, vengador de la mentira.

Algunas de estas fórmulas pueden parecer privadas del significado y valor propios del juramento; pero la intención con que se pronuncian nos obliga a aplicarles las reglas del juramento.

2) DIVISIÓN. - Dos son las clases de juramento:

a) Asertorio, cuando por él afirmamos religiosamente la verdad de una cosa pasada o presente. Bien sabe Dios -escribía San Pablo-que no miento (Ga 1,20).

b) Promisorio (al cual se reduce también el conminatorio), cuando prometemos o aseguramos alguna cosa futura. David prometió solemnemente a su esposa Betsabé, en el nombre de Dios, que Salomón sería su sucesor en el reino.

3) CONDICIONES. - El juramento, esencialmente, consiste en poner a Dios por testigo. Mas para que esta invocación sea legítima y santa deben concurrir determinadas condiciones, que ya San Jerónimo descubrió en aquellas palabras de Jeremías: Si juras por la vida de Yave con verdad, con derecho u con justicia, serán en Él bendecidos los pueblos y en Él se gloriarán (Jr 4,2).

a) El juramento, ante todo, debe hacerse según verdad. Esto es: la afirmación debe ser verdadera, y el que jura debe concederla como tal basado en serios argumentos, no en meras conjeturas arbitrarias. Y en el caso de juramento promisorio, la verdad consiste en el firme propósito de mantener efectivamente la promesa jurada.

Y así no puede jurarse ni prometerse nada contrario a la ley divina; como jamás dejará de cumplirse lo que se prometió con juramento, a menos que surjan posteriormente tales circunstancias, que determinen una situación de hecho sustancialmente distinta, o el cumplir lo prometido equivaliese -por estas nuevas circunstancias- a incurrir en ofensa de Dios.

David se refiere a la verdad necesaria para el juramento cuando dice: ¿Quién es el que podrá habitar en tu tabernáculo, residir en tu monte santo? El que, aun jurando en daño suyo, no se muda (Ps 14,14).

b) El juramento debe hacerse además con juicio, esto es, con ponderación, sin imprudencia o temeridad.

El que ha de jurar debe considerar primeramente si hay o no necesidad para hacerlo, examinando cuidadosamente todos los aspectos de la cuestión, con sus circunstancias de tiempo, lugar, etc., para cerciorarse de la necesidad del juramento. No se deje llevar de arrebatos de amor u odio, ni de ninguna otra pasión, sino únicamente de la necesidad del hecho.

Pecan, evidentemente, contra esta sabia disposición, quienes precipitada y temerariamente juran a propósito de las cosas más fútiles, más por pésima costumbre que por motivos serios. Así vemos que lo hacen con frecuencia, por ejemplo, los comerciantes, para garantizar el precio y la calidad de sus artículos, los niños en sus juegos, etc. El papa San Cornelio estableció que no se les tomase a los niños juramento antes de haber cumplido los catorce años, por carecer hasta entonces de la ponderación necesaria para poder jurar (8).

c) Es necesaria, por último, en el juramento la justicia, especialmente en el juramento promisorio. Y así, quien promete una cosa injusta o deshonesta, peca; y manteniendo el juramento hecho, comete un nuevo pecado.

Tenemos en el Evangelio un ejemplo en el juramento con que Herodes se obligó a dar a Herodías la cabeza de Juan Bautista (9), y otro en el juramento hecho por los judíos de no probar alimento hasta haber dado, muerte a San Pablo (10).

4) LICITUD. - Con estas cautelas, el juramento no sólo es lícito, sino que da a Dios un verdadero honor.

a) Prueba de Escritura. - La misma ley de Dios, que es perfecta (Ps 18,8) y santa (Rm 7,12), nos lo ha preceptuado: Teme a Yave, tu Dios; sírvete a Él y jura por su nombre (Dt 6,10). Y el profeta David exclamaba: Se gloriarán los que juran en Él, mientras que la boca de los mentirosos se cerrará (Ps 62,12).

Es notorio, además, que los mismos apóstoles y San Pablo hicieron uso del juramento (11). Y San Juan nos dice en el Apocalipsis que un ángel juró por el que vive por los siglos de los siglos (Ap 10,6).

Más aún: el mismo Dios, según las Sagradas Escrituras, confirmó muchas veces sus promesas con juramento. David afirma: Ha jurado Yave y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec (Ps 109,4).

b) Prueba de razón. - Por lo demás, no es difícil entender que sea por si lícito el juramento, si atentamente se considera su origen y finalidad. Porque el juramento deriva su razón de ser de la fe que los hombres tienen en Dios, autor de la verdad, que ni puede engañarse ni engañar, y ante cuya presencia no hay cosa creada que no sea manifiesta (He 4,13) en Dios, que con admirable providencia gobierna todas las cosas del mundo. Porque cree en Él, el hombre le invocará como testigo de su verdad. ¡Sería horrendo pecado no darle crédito!

Y la única finalidad del juramento es comprobar la justicia e inocencia del hombre, y terminar con las controversias y discusiones. Esto nos enseña San Pablo en su Carta a los Hebreos (12).

Es cierto que Jesucristo dijo en el Evangelio: También habéis oído que se dijo a los antiguos: No perjurarás, antes cumplirás al Señor tus juramentos. Pero yo os

digo que no juréis de ninguna manera: ni por el cielo, pues es el trono de Dios; ni por la tierra, pues es el escabel de sus pies; ni por Jerusalén, pues es la ciudad del gran Rey; ni por tu cabeza jures tampoco, porque no está en ti volver uno de tus cabellos blanco o negro. Sea vuestra palabra: sí, sí: no, no; todo lo que pasa de esto, del mal procede (Mt 5,33-37). Pero estas palabras no pueden tomarse en el sentido de una formal y absoluta prohibición del juramento; acabamos de leer cómo el mismo Señor y los apóstoles juraban con frecuencia. Jesucristo pretendió con ello condenar el abuso de los judíos de recurrir al juramento para las cosas más insignificantes, imponiendo, en cambio, el usarlo sólo en caso de verdadera necesidad.

El juramento fue instituido por la fragilidad humana: procede realmente de un mal, puesto que muestra, o la inconstancia del que jura, o la desconfianza del que recibe el juramento, y esta necesidad es suficiente motivo para la licitud del juramento. Las mismas palabras del Señor: Sea vuestra palabra: sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto, del mal procede (Mt 5,37), indican claramente que Él intentaba prohibir el juramento en las conversaciones familiares y en las cosas de poca importancia.

Por consiguiente, lo que principalmente nos amonesta el Señor es que no seamos demasiado fáciles y precipitados en jurar. Y es advertencia muy para tenerse en cuenta, porque son gravísimos los males que se derivan de la excesiva facilidad en el jurar. Así lo prueban las Sagradas Escrituras y los testimonios de los Santos Padres. El Eclesiástico dice: No te habitúes a proferir juramentos ni a pronunciar el nombre del Santo, pues como el esclavo puesto de continuo a la tortura no está libre de cardenales, así el que siempre jura y profiere el nombre de Dios, no se verá limpio de pecados (Si 23,9-11); y en el versículo siguiente: Hombre que mucho jura se llenará de iniquidades y el azote no se aparatará de su casa (Si 23,12). Véanse igualmente los tratados Contra la mentira de San Basilio y de San Agustín (13).

(7) SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Acta Apóstol., hom. 9: PG 60,82-83.
(8) Papa SAN CORNELIO, Grat., p. II cn. 22 q. 5 c. 16, Honestum: PL 187,1156.
(9) Y le juró: Cualquier cosa que me pidas, te la daré; aunque sea la mitad de mi reino (Mc 6,23).
(10) Cuando fue de día tramaron una conspiración los judíos, jurando no comer ni beber hasta matar a Pablo (Ac 23,12).
(11) Testigo me es Dios, a quien sirvo en mi espíritu mediante la predicación del Evangelio de su Hijo (Rm 1,9). Pongo a Dios por testigo sobre mi alma de que por amor vuestro no he ido todavía a Corinto (2Co 1,23).
(12) Porque los hombres suelen jurar por alguno mayor, y el juramento pone entre ellos fin a toda controversia y le sirve de gracia (He 6,16).
(13) SAN BASILIO: PG 29; SAN AGUSTÍN, De mendacio, c. 15: PL 40,507.


IV. ASPECTO NEGATIVO

Prohíbe el segundo mandamiento invocar en vano el nombre de Dios.

A) Jurar en falso

Es claro que peca gravemente quien hace juramentos temerarios.

Así lo declaran las mismas palabras del precepto: No tomarás en falso el nombre de Yave, tu Dios (Ex 20,7), indicando al mismo tiempo la razón de su gravedad; porque ataca este pecado la majestad misma de aquel que reconocemos como nuestro Dios y Señor.

1) Contra verdad. - Prohíbe en primer lugar este mandamiento jurar en falso.

Es delito gravísimo invocar a Dios como garantía de la mentira; equivaldría a afirmar, o que Dios no conoce la verdad objetiva de las cosas, o que está dispuesto a ser cómplice de la falsedad avalándola con el testimonio de su nombre.

Jura en falso no sólo el que afirma como verdadera una cosa que sabe que es falsa, sino también el que sostiene con juramento algo que, aunque objetivamente sea verdadero, él cree, sin embargo, que es falso. Porque mentir es decir lo contrario de lo que se siente.

Comete también pecado de perjurio el que jura lo que cree verdadero, pero en realidad es falso, si no procuró hacer antes las convenientes indagaciones para confirmar su objetiva verdad o falsedad. No es admisible en materia tan grave un modo de proceder tan ligero.

Debe ser tenido por reo del mismo pecado el que promete con juramento hacer alguna cosa que o no estaba en su ánimo el hacerla o, aunque lo estuviese, de hecho no la hace. Dígase lo mismo del que hace un voto a Dios y no lo cumple.

2) Contra justicia. -

a) Peca contra la justicia del juramento el que jura cometer un pecado mortal, aunque exista realmente la intención de pecar; es pecado este juramento, porque falta la condición de la justicia, si bien se da la de la verdad.

b) Peca igualmente el que jura por sentimientos de desprecio. Seria, por ejemplo, jurar no seguir los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, porque; aunque no sean obligatorios, nunca, es lícito despreciar los consejos divinos.

3) Contra juicio. - Falta a la tercera condición del juramento:

a) el que jura con ligereza y negligencia, aun que de hecho su afirmación responda a la verdad, por provocar con ello el peligro de no jurar cosa efectivamente verdadera.

b) El que jura en nombre de falsas divinidades. Esto constituiría un pecado de idolatría, sustituyendo por dioses falsos al Dios verdadero.

B) Otras prohibiciones

Nótese que la Sagrada Escritura, cuando prohíbe el perjurio: No tomarás en falso el nombre de Yave, tu Dios (Ex 20,7), prohíbe también:

1) Toda falta de estima hacia las cosas que merecen, en virtud de este mandamiento, respeto y obsequio, Y ante todo hacia la palabra de Dios, tan veneranda, no sólo para las personas piadosas, sino aun para los que no tienen fe, como testifica el libro de los Jueces en el caso de Eglón, rey de los moabitas (14).

Es, por consiguiente, grave pecado adulterar el legítimo y verdadero sentido de la palabra de Dios, utilizando la Sagrada Escritura para sostener doctrinas heréticas. San Pedro escribió a este propósito: Hay algunos puntos de difícil inteligencia, que hombres indoctos c inconstantes pervierten, no menos que las demás Escrituras, para su propia perdición (2P 3,16). Como también se ultraja la palabra de Dios cuando se aplican sus santos y venerandos textos a significados profanos: chocarrerías, fábulas, chistes, adulaciones, difamaciones, sortilegios, libelos infamatorios, etc. El Concilio de Trento advierte oportunamente que no puede hacerse esto sin pecado (15).

2) Se niega igualmente a Dios el honor que le es debido cuando no se invoca su auxilio: ¿Se han vuelto del todo locos los obradores de la iniquidad…, sin acordarse de Dios para nada? Ya temblarán con terror a su tiempo (Ps 13,4-5).

3) Por último, y sobre todo, cometen gravísima falta contra este mandamiento quienes desvergonzadamente y con labios impuros blasfeman y maldicen el santo nombre de Dios, que todos los hombres deben exaltar y bendecir, o el nombre de los santos que reinan en el cielo con Dios. Pecado horrendo y monstruoso constantemente anatematizado en la Sagrada Escritura (16).

(14) Jg 3,20.
(15) "Además, para reprimir los ingenios petulantes se decreta que nadie, apoyado en su prudencia, sea osado a interpretar la Sagrada Escritura…, retorciendo la misma Sagrada Escritura (C. Trid., ses. IV: DS 786).
(16) Y dos malvados vinieron a ponerse ante Él y depusieron así contra Nabot delante del pueblo: "Nabot ha maldecido a Dios y al rey". Luego le sacaron fuera de la ciudad y le lapidaron (1R 21,13). Cf. Jb 1,11 Jb 2,9, etc.


V. PENAS CONTRA LOS TRANSGRESORES

Y puesto que el temor del castigo tiene con frecuencia más eficacia que cualquiera otra consideración, añade el mandamiento divino estas palabras, que deben meditarse con suma atención: No tomarás en falso el nombre de Yavé, tu Dios, porque no dejará Yavé sin castigo al que tome en falso su nombre (Ex 20,7). Amenazas que no hacen más que resaltar la gravedad del pecado y la misericordia divina para con nosotros. Dios nunca se complace en la perdición del hombre (17); y, si nos amenaza con penas terribles, pretende únicamente inculcarnos un santo temor de su ira ofendida e inducirnos a la salvación.

Nunca se insistirá suficientemente en la gravedad de esta abominación ni se trabajará lo debido para desterrarla de entre los fieles. Tanto más cuanto que diabólicamente se ha ido acentuando esta horrenda costumbre, no bastando ya la ley para refrenarla, y siendo necesario recurrir a las amenazas y a los castigos. Es innegable que aprovechará mucho a los cristianos esta consideración, pues así como nada daña tanto como una incauta seguridad, nada igualmente hace tanto bien como la conciencia de la propia flaqueza.

Notemos, por último, que Dios no ha querido precisar este o aquel castigo para quienes le niegan el honor que le es debido; únicamente ha anunciado con terrible gravedad que los culpables no podrán huir a su divina venganza. En las pruebas de cada día-fruto, sin duda, del incumplimiento de este precepto-vemos que Dios no falta a su palabra de justicia. Y si en el día del juicio ha de pedir cuenta de toda palabra ociosa (18), ¿cuánto no habrán de temer su divina ira quienes se atreven a ofender y menospreciar su santísimo Nombre?


(17) Que Dios no hizo la muerte, ni se goza en la pérdida de los vivientes (Sg 1,13).
(18) Y os digo, que de toda palabra ociosa que hablaren los hombres habrán de dar cuenta en el día del juicio (Mt 12,36).


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Catecismo Romano ES 3000