Catecismo Romano ES 3700

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CAPITULO VII Séptimo mandamiento del Decálogo

Na robarás (Dt 5,19-)

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL MANDAMIENTO

Que este séptimo mandamiento se explicaba con frecuencia a los fieles ya en los primeros tiempos de la Iglesia, lo demuestran aquellas palabras del Apóstol: Tú, que enseñas a otros, ¿cómo no te enseñas a ti mismo? ¿Tú, que predicas que no se debe robar, robas? (Rm 2,21).

Con esta doctrina procuró siempre la Iglesia no sólo combatir el pecado del hurto -tan frecuente en aquellos tiempos-, sino extirpar en su raíz todo el conjunto doloroso de litigios, animadversiones y males similares, frutos frecuentísimos de este pecado.

Pecado y males subsiguientes que no sólo no han desaparecido en nuestros días, sino que vemos agravarse constantemente. Ello debe estimularnos eficazmente a insistir en el estudio y explicación de tan saludable precepto, siguiendo las directrices de los Santos Padres y autores espirituales.

Y, ante todo, subrayemos la admirable providencia de Dios con el hombre: no contento con proteger en su ley nuestros personales intereses del cuerpo y alma-No matarás. No adulterarás-, se ha dignado alargar su paternal protección hasta los mismos medios externos de la vida, nuestras fortunas y bienes materiales: No robarás. El séptimo mandamiento-situado en la idéntica línea de los preceptos anteriores-prohíbe la violación o destrucción de los bienes del hombre, que están, como todas las demás cosas, bajo la absoluta tutela de Dios.

Su fiel observancia por nuestra parte será la mayor y mejor prueba de reconocida gratitud al Señor por tan insigne beneficio.

II. DOBLE ASPECTO DEL PRECEPTO

Y como ya notamos en los preceptos anteriores, también éste presenta dos aspectos distintos: a) Negativamente, prohíbe el hurto, b) Positivamente, ordena que seamos caritativos y generosos con el prójimo.

III. ASPECTO NEGATIVO

A) El robo

"Hurto" no sólo significa sustraer secretamente y contra su voluntad una cosa a su dueño, sino, en general, tomar y retener cualquier cosa contra la voluntad de su dueño.

El apóstol San Pablo condena explícitamente la rapiña hecha con violencia e injuria: Ni los ladrones ni los rapaces poseerán el reino de Dios (1Co 5,9-10), y prohíbe todo contacto y solidaridad con los raptores (1).

El mandamiento habla en general del hurto y no de la rapiña-no obstante ser este pecado más grave, por unir a la apropiación indebida la violencia contra la persona robada-, porque el ámbito del robo es más extenso y comprende otros muchos aspectos del pecado; la rapiña, en cambio, sólo pueden cometerla quienes aventajan a los robados en poder y fuerza. Es evidente, por lo demás, que la explícita condenación de una culpa más ligera implica forzosamente a fortiori la prohibición de la misma culpa en sus formas más graves.

1) DIVERSAS ESPECIES. - Son varios los nombres-por la diversidad de las mismas cosas robadas-con que se significa la substracción indebida de una cosa. Así, apropiarse injustamente un bien privado, sin que su legítimo dueño lo sepa, es hurto; substraer alguna cosa del bien público es peculado; reducir a la esclavitud a un hombre libre es violencia (plagiado); robar una cosa sagrada es sacrilegio. Esta última forma del robo es la más grave, por substraer a Dios, pervirtiéndolos y haciéndolos servir para usos privados y personales ambiciones, los bienes destinados al culto, a la Iglesia o a los pobres.

Como en todo pecado, está prohibido en el hurto no sólo el acto externo de robar, sino también la intención y deseo de hacerlo. Toda ley divina es de naturaleza eminentemente espiritual y ha sido impuesta al hombre para santificar su alma, última y esencial fuente de todos los pensamientos y propósitos: Del corazón -dice Cristo en San Mateo- provienen los malos pensamientos, los homicidios, las adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias (Mt 15,19).

2) GRAVEDAD DE ESTE PECADO. - La gravedad del pecado del hurto está determinada por la misma ley natural. Por él se quebranta la justicia-esencial en la vida de los hombres-, que exige dar a cada uno lo que es suyo.

La distribución de los bienes naturales entre los hombres se apoya fundamentalmente en el mismo derecho de naturaleza y ha sido sancionada por las leyes positivas, divinas y humanas. Y mantener el respeto a estas leyes fundamentales es de absoluta necesidad en orden a la misma convivencia humana: Ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maledicentes, ni los rapaces, poseerán el reino de Dios (1Co 6,10).

Y aparece más clara la gravedad del pecado contra la propiedad personal en las consecuencias funestas que de él se derivan: juicios temerarios, odios, enemistades, condenas injustas de inocentes, etc.

Ya se comprenderá la gravedad de la sanción divina, que impone al ladrón el deber de restituir. El hurto no puede ser perdonado-escribe San Agustín-si no se restituye lo robado (2). ¡Y cuan difícil-por no decir imposible-resulta este deber para quien ha convertido el robo en una costumbre constante! El profeta Habacuc exclamaba: ¡Ay del que amontona lo ajeno y acrecienta sin cesar el peso de su deuda! (Ha 2,6). Este "peso de deuda" -la posesión de las cosas ajenas-, del que, según la Escritura es casi imposible librarse, es una prueba más de la gravedad del pecado y de la triste situación a que pueden llegar sus víctimas.

Y baste lo dicho sobre el hurto para que podamos comprender y detestar la malicia de las demás formas del robo.

(1) Os escribí en caria que no os mezclarais con los fornicarios. No, cierto, con los fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con tos idólatras, porque para eso tendríais que sátiros de este mundo (1Co 5,9-10).
(2) SAN AGUSTÍN, Epist. 153: PL 33,662.


B) Otras transgresiones

1) Pecan también contra el precepto quienes compran cosas robadas o retienen para sí objetos encontrados o tomados de algún modo. San Agustín escribe: Si hallaste una cosa y no la devolviste, robaste (3).

Y cuando no sea posible dar con el dueño de la cosa encontrada, ésta debe pasar a los pobres. Quien no experimente este deber de restitución, bien claro manifiesta que será capaz de robar, si de alguna manera pudiera.

2) Se peca igualmente con el fraude y engaño en el comercio: vendiendo mercancías adulteradas como genuinas, engañando en el peso, medida o número, etc. No tendrás en tu bolso -prescribe el Deuteronomio- pesa grande y pesa chica (Dt 25,13)

En el Levítico: Ni hagáis injusticia, ni en los juicios ni en las medidas de longitud, ni en los pesos ni en las medidas de capacidad. Tened balanzas justas, pesos justos (Lv 19,35-36). Y en los Proverbios: Peso falso es abominable a Yavé y falsa balanza no está bien (Pr 20,23).

3) Es pecado también, por parte de los obreros y empleados, exigir una paga completa sin haber dado todo el rendimiento debido en su trabajo.

4) Hurtan igualmente los criados desleales y guardia nes infieles, que se aprovechan de sus oficios para apropiar se lo que no deben; forma de pecado más grave que otros, por cuanto implica un abuso de la confianza que en ellos depositan sus señores.

5) Es hurto el sacar dinero con cualquier ficción o simulada mendicidad; pecado agravado con la mentira.

6) Pecan contra este mandamiento, por último, los que, habiendo asumido un oficio o cargo, público o privado, descuidan notablemente su cumplimiento, sin renunciar por ello a la paga.

Sería muy difícil -por no decir imposible- agotar la serie, larga y compleja, de formas de hurtos excogitados por la detestable sed de dinero. En todo caso recordemos las palabras de San Pablo: Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas (1Tm 6,9). Óptimo correctivo para todos los casos será el consejo evangélico: Cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos, porque ésta es la Ley y los Profetas (Mt 7,12). Tratad a los hombres de la manera en que vosotros queréis ser de ellos tratados (Lc 6,31).

(3) SAN AGUSTÍN, Serm. de Verbis Apostolorum, 178: PL 78,965.


C) La rapiña

Mención especial merece también-entre las faltas contra el séptimo mandamiento-la rapiña, por su especial gravedad y la frecuencia de casos con que se presenta.

1) Es rapiña, en primer lugar, no pagar al obrero el justo salario. Él apóstol Santiago dice de estos rapiñadores:

Y vosotros, los ricos, llorad a gritos sobre las miserias que os amenazan. Vuestra riqueza está podrida (Jc 5,1).

Y añade la razón: Porque el jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, clama, y las gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos (Jc 5,4). Es éste un delito constante y severísimamente reprobado por Dios en la Escritura (4).

Deben incluirse en esta especie de pecados quienes no pagan o usurpan los décimos y tributos debidos a la Iglesia o al Estado.

2) Pecan de rapiña, en segundo lugar, los usureros y tiranos, que roban y sangran con sus usuras a la gente sencilla del pueblo.

Es usura el exigir, además del capital y un justo interés, una excesiva demasía en dinero o especie. El que sea justo-escribe el profeta-, no dé a logro ni reciba a usura…; contenga su mano de la iniquidad, no reciba usura ni interés (Ez 18,8 Ez 18,17). Y Cristo en el Evangelio: Prestad sin esperanza de remuneración (Lc 6,35).

Los mismos gentiles aborrecían siempre la gravedad de este delito, llegando a compararle con el homicidio, según el proverbio: El que hace usura, mata al hombre (5).

3) Cometen también rapiña los jueces que se dejan corromper y comprar por dinero y emiten sentencias falsas o juicios de favor contra la inocencia.

4) Son igualmente reos del pecado de rapiña los que defraudan a sus acreedores, los que niegan sus deudas, los que compran con la promesa de pagar a plazos y no cumplen su promesa. Con la circunstancia agravante de ser causa (estos últimos) de la elevación de precios por parte de los comerciantes, que querrán compensarse así de los daños sufridos y prevenir nuevos riesgos; todo lo cual repercute en daño de la sociedad entera. De ellos escribió David: Pide prestado el impío y no puede pagar (Ps 36,21).

Más grave aún es la culpa de los ricos que exigen la devolución del dinero prestado a los deudores pobres que en modo alguno pueden pagarles; y llegan hasta despojarles de lo más necesario y elemental para la vida, embargándoles sus cosas y prendas de vestir. Dios los condena en la Sagrada Escritura: Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de la puesta del sol, porque con eso se cubre él, con eso se viste su carne, y ¿con qué va a dormir? Clamará a mí, y yo le oiré, porque soy misericordioso (Ex 22,26-27)

5) Cometen este pecado, por último, los que en tiempos de carestía acaparan y esconden los artículos alimenticios, provocando así un recargo indebido en los precios y una dolorosa escasez de todo lo necesario para la vida. Al que acapare el trigo, le maldice el pueblo (Pr 11,26).

Es preciso predicar valientemente sobre tan horrendas maldades y hacer caer en la cuenta a los interesados de la gravedad de su pecado, recordándoles las penas con que el Señor los conmina en su Ley.

(4) No oprimas a tu prójimo ni le despojes violentamente. No quede en tu mano hasta el siguiente día el salario del jornalero (Lv 19,13). Si vendéis a vuestro prójimo o le compráis alguna cosa, nadie perjudique a su hermano (Lv 25,14; cf. Ml 3,5 Tb 4,15).
(5) Sentencia de Catón el Censor, que narra Cicerón en el abro 2 De los oficios, XXV.


IV. ASPECTO POSITIVO

A) Restitución

Expuestas las cosas que el mandamiento prohíbe, veamos las que ordena, empezando por la más importante de todas: la restitución. Sin ella no se perdona el pecado.

Y obliga este deber de restitución no solamente al ejecutor material del robo, sino también a todos cuantos de alguna manera participaron en él. Será preciso, por consiguiente, especificar estas responsabilidades relativas:

1) Participan en el robo, ante todo, los que lo mandan. Deben considerarse éstos, no solamente cómplices y autores del pecado, sino sus más principales responsables.

2) Siguen a éstos los instigadores y consejeros. Si bien su eficacia en el robo es menor que la de los anteriores, se equiparan a ellos en la perversidad del deseo y, por consiguiente, en la responsabilidad.

3) Son responsables del robo, en tercer lugar, los que consienten con los ladrones en el delito; los que participan en el hurto y sacan de él algún provecho-si puede llamarse provecho lo que les acarreará condenación eterna: Si ves a un ladrón, corres a unirte con él (Ps 49,18); los que pudiéndolo haber hecho, no impidieron el robo; los que, conociendo el hecho con absoluta certeza, no lo descubren, fingiéndose ignorantes del todo.

4) Por último, todos los cómplices, de cualquier género que sean: los guardias, patrocinadores, ocultadores de ladrones, etc. Como también de alguna manera: los que de un modo u otro aprueban o alaban el robo, los hijos que ocultamente sustraen dinero a sus padres y las mujeres que lo hacen con sus maridos.

B) Caridad hacia los necesitados

Nos ordena también este mandamiento la piedad con los desheredados de fortuna, los pobres y menesterosos, con quienes tenemos obligación de caridad por todos los modos posibles.

Es constante sobre esta materia la doctrina de la Iglesia y de los Santos Padres (cf. San Cipriano, San Juan Crisóstomo, San Gregorio Nacianceno, etc., en sus tratados Sobre la limosna).

El verdadero cristiano debe alimentar constantemente en su alma el sagrado fuego de la comprensión hacia las miserias de los demás y practicarla con obras de misericordia, temporales y espirituales.

Recordemos todos -sería muy serio olvidarlo- que, en el supremo día del juicio, Dios condenará al fuego eterno a quienes no tuvieron misericordia con sus hermanos necesitados; mientras los misericordiosos entrarán en el reino de los cielos. Las palabras de Cristo no pueden ser más explícitas: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer… (Mt 25,34); Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno…, porque tuve hambre y no me disteis de comer… (Mt 25,41); Dad y se os dará (Lc 6,38); En verdad os digo que no hay nadie que, habiendo dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o campos por amor de mí y del Evangelio, no reciba el céntuplo ahora en este tiempo… y la vida eterna en el siglo venidero (Mc 10,29); Con las riquezas injustas haceos amigos, para que, cuando éstas falten, os reciban en los eternos tabernáculos (Lc 16,9).

C) Expresiones de la caridad

1) Una primera manera de ser generosos con el prójimo es prestarle lo necesario para vivir-cuando no nos sea posible hacerle donación efectiva-, según la enseñanza de Cristo: Prestad sin esperanza de remuneración (Lc 6,35). Le va bien-exclama David-al varón que da y presta (Ps 111,5).

2) Es también caridad delicada ocuparnos en algún trabajo en pro de los necesitados. San Pablo exhortaba a los fieles de su tiempo: Sabéis bien cómo debéis imitarnos, pues no hemos vivido entre vosotros en ociosidad (2Th 3,7); Procurad llevar una vida quieta, laboriosa, en vuestros negocios y trabajando con vuestras manos como os lo hemos recomendado (1Th 4,11); El que robaba, ya no robe; antes bien, afánese trabajando con sus manos en algo de provecho de que poder dar al que tiene necesidad (Ep 4,23). Si a esto se une un especial cuidado de frugalidad en los pobres, no resultarán demasiado onerosos para los demás. Él mismo apóstol San Pablo nos daba en esto una ejemplar lección: Ya os acordaréis, hermanos, de nuestras penas y fatigas y de cómo día y noche trabajábamos para no ser gravosos a nadie, y así os predicamos el Evangelio de Dios (1Th 2,9); No comimos en balde el pan de nadie, sino que con afán y con fatiga trabajamos día y noche para no ser gravosos a ninguno de vosotros (2Th 3,8).

V. EXHORTACIONES DIVINAS

Y para más obligarnos a la observancia de este mandamiento, recordemos las terribles amenazas de Dios contra los que cometen hurtos y rapiñas.

El profeta Amos exclama: Escuchad esto los que aplastáis al pobre y querríais exterminar de la tierra a los infelices, diciendo: ¿Cuándo pasará el novilunio, que vendamos el trigo; y el sábado, que abramos los graneros; achicaremos la medida y agrandaremos el sido y falsearemos fraudulentamente los pesos?… Yavé ha jurado por la gloria de Jacob: No olvidaré yo nunca esto (Am 8,4-5).

Encontramos parecidas expresiones de Dios en Jeremías (6), los Proverbios (7), el Eclesiástico (8), etc., y es innegable que en esta avaricia de los bienes de la tierra hay que buscar la raíz de tan nefandos males como aquejan a nuestra época.

Dios, por otra parte, ha prometido sus bienes y sus premios, temporales y eternos, a quienes sepan demostrar piedad y liberalidad generosa con los pobres y necesitados de este mundo. Procuremos también meditar seriamente sobre estas perspectivas de las promesas divinas; será el más eficaz de todos los estímulos que nos decida a ajustar a ellos nuestra conducta.

(6) Oíd, pueblo mío e insensato: tenéis ojos y no veis, tenéis oídos y no oís (Jr 5,21 ss.). Mirad que os engañáis a vosotros mismos, confiando en palabras vanas, que de nada os servirán. ¡Pues qué! ¡Robar, matar… y venir luego a ponerse en mi presencia, en este lugar en que se invoca mi nombre, diciéndoos: ya estamos salvos, para luego volver a cometer esas iniquidades! ¿Veis, pues, en esta casa en que se invoca mi nombre una cueva de bandidos? Pues mirad, también yo la veo así, palabra de Yavé (Jr 7,8-11).
(7) Oprimir al pobre es para provecho suyo, dar al rico estirarlo (Pr 22,16).
(8) Jamás desdeña la súplica del huérfano ni la de la viuda si ante Él derrama sus súplicas (Si 35,17-18; cf. Si 10,9-10).


VI. EXCUSAS VANAS

No escasean, a pesar de todo, quienes pretenden buscar pretextos vanos para justificar sus robos. A estos tales hay que gritarles fuertemente que Dios no admite jamás excusas para el pecado.

1) Unos -los nobles- creen defenderse diciendo que, si despojan de sus bienes al prójimo, no es por codicia ambiciosa, sino para conservar la importancia de su familia y defender la consistencia patrimonial de su apellido.

Piensen estos tales que el único medio de conservar y acrecentar las riquezas, el poder y la gloria de sus antepasados, es obedecer a la voluntad de Dios y observar sus preceptos. Despreciándolos y violándolos con injustas opresiones de sus vasallos y prójimos, no conseguirán sino provocar la ira divina, que sabe reducir a cenizas riquezas y títulos, por muy seguros que estén. ¡Cómo sabe derrocar a los reyes y poderosos de sus tronos y levantar hasta ellos a hombres de bien ínfima condición!

Hacen temblar las palabras de Dios contra semejantes pecados: Tus príncipes son prevaricadores, compañeros de bandidos. Todos aman las dádivas y van teas los presentes; no hacen justicia al huérfano, no tiene a ellos acceso la causa de la viuda. Por eso dice el Señor, Yavé Sebaot, el Fuerte de Israel: Voy a tomar venganza de mis enemigos, voy a pedir satisfacción a mis adversarios. Y tenderé mi mano sobre ti, y purificaré en la hornaza tus escorias, y separaré el metal impuro (Is 1,23-25).

2) Otros invocan como excusas de sus robos, no el afán de mantener el lustre de sus casas y apellidos, sino las exigencias de una vida más cómoda. Hay que gritarles también muy fuerte que la voluntad de Dios está muy por encima de nuestras conveniencias terrenas y que el Señor sabe castigar con mano dura los delitos contra la propiedad del prójimo: Porque sobre el ladrón vendrá la confusión, y la condenación sobre el corazón doble (Si 5,17).

Y aunque en esta vida logren a veces sustraerse a los castigos divinos, siempre será cierto que deshonran a Dios y a su conciencia y se rebelan contra su divina Ley, lo que justamente debe hacerles temer la eterna condenación de su maldad.

3) Más idiota, si cabe, es la excusa de quienes dicen que en manera alguna pecan robando a los ricos y acomodados, quienes no sólo no padecen daños notables en semejantes sustracciones de sus bienes, mas ni siquiera lo notarán a veces.

4) Otros se excusan en el hábito contraído. San Pablo les intima: El que robaba, ya no robe (Ep 4,28). Y si, a pesar de todo, persisten en su mala costumbre contraída, piensen que algún día no tendrán más remedio que acostumbrarse igualmente al hábito de los castigos eternos.

5) Suelen también algunos excusarse en la ocasión, demasiado tentadora. Es cierto que "la ocasión hase al ladrón"; pero también lo es que el cristiano debe resistir a las tentaciones. Si fuera lícito al hombre aprovechar todas las ocasiones que le seducen, no habría frenos ni límites en el mundo para el pecado y la perversión. La excusa, pues, más que torpe defensa, es expresión clara de la desenfrenada codicia que anida en sus almas; pecarán siempre que se les presente la ocasión.

6) Ni es lícito robar-como pretenden otros-por venganza, porque otros lo hicieron con él. A nadie está permitida la venganza, ni nadie puede hacerse justicia a sí mismo; ni mucho menos sería justo hacer pagar a inocentes los daños que otros nos hicieron injustamente.

7) Finalmente, recurren otros, para justificar el robo, a la necesidad o apremio de deudas contraídas, que de otro modo no podrían jamás pagar. No olviden éstos que la máxima deuda y el más grave de los deberes del hombre es su deuda de justicia contraída con Dios y la obligación de observar su ley: Perdónanos-repetimos cada día en el Padrenuestro-nuestras deudas (Mt 6,12).

¡Sería verdadera locura preferir seguir debiendo a Dios -por el pecado- que pagar a los hombres! Cualquier sufrimiento terreno, y aun la misma cárcel, por insolvencia a los acreedores humanos, antes que abocarnos a la eterna cárcel del infierno. Siempre será cierto que es infinitamente más terrible ser condenado en el tribunal de Dios que en el de los hombres. Por lo demás, jamás falta Dios a sus hijos si humilde y confiadamente saben implorar su misericordia (9).


(9) Las causas que excusan del hurto son: 1) La necesidad. - a) El que se halla en necesidad, no meramente grave, sino extrema o cuasi-extrema, es decir, en peligro cierto o muy probable de perder un bien mucho más excelente que los de la fortuna, tiene derecho a tomar, por sí o por otro, de los bienes ajenos, cuanto le sea necesario y suficiente para salir de esa necesidad; más aún, una notable cantidad de dinero, cucudo se halla en extrema necesidad, según sentencia probable, a no ser que el dueño de la cosa tomada vaya a caer por eso en la misma necesidad, b) El objeto tomado en tales circunstancias y conservado, después de pasadas, debe restituirse al dueño; pero, si ya no lo conserva, no hay obligación de indemnizar, a no ser que, al tomarlo como un préstamo, tuviere el indigente, por lo menos en esperanza, algo equivalente. 2) Compensación oculta. - Es el acto por el cual el acreedor se satisface ocultamente de los bienes del deudor. Sus condiciones: Para que sea lícita y justa se requiere: a) Que la deuda sea de estricta justicia. b) Que sea moralmente cierta. c) Que no haya otro modo de cobrar la deuda sin grave inconveniente. Que se evite el daño del deudor (ARREGUI-ZALBA, Compendio de teología moral, p. 256-257).


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CAPITULO VIII Octavo mandamiento del Decálogo

No testificarás contra tu prójimo falso testimonio. (Ex 20,16)

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL MANDAMIENTO

De la importancia y trascendencia de este precepto-y, por consiguiente, del interés que debe ponerse también en su estudio-nos habían elocuentemente aquellas palabras del Apóstol Santiago: SÍ alguno no peca de palabra, es varón perfecto…; porque la lengua, con ser un miembro pequeño, se atreve a grandes cosas. Ved que un poco de fuego basta para quemar un gran bosque (Jc 3,2-5).

Dos graves reflexiones nos sugieren estas palabras:

1) Que es enorme la difusión del vicio de la lengua.

Todos los hombres-confirma el profeta-son engañosos (Ps 115,11). Es éste quizá el único pecado que a todos alcanza (1).

2) Que de él se derivan incalculables males.

Un hombre malediciente puede arruinar la riqueza, la fama, la vida y la misma salvación eterna, tanto de las demás, que, heridos por las injurias que se les hacen, se dejan dominar a su vez por sentimientos de ira y venganza, como de sí mismo, que, vencido por una mal entendida vergüenza, no se reducirá fácilmente a satisfacer a sus agraviados.

Oportunísimo, pues-y muy digno de nuestra gratitud-, es este mandamiento, por el que Dios prohíbe los falsos testimonios, defendiendo así tanto el buen nombre de los demás como nuestra misma reputación personal.

(1) Hay que confesar que Dios es veraz, y todo hombre falaz, según está escrito… (Rm 3,4 ss.). Porque ¿quién es el que no peca con su lengua? (Si 19,17).


II. DOBLE ASPECTO DEL PRECEPTO

Como hicimos en los mandamientos anteriores, distinguimos también en éste su doble aspecto:

a) Negativamente, prohíbe los falsos testimonios.

b) Positivamente, prescribe la verdad en todas nuestras palabras y acciones. Abrazados a la verdad-exhorta San Pablo-, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo (Ep 4,15).

III. ASPECTO NEGATIVO

A) Falsos testimonios y mentiras

1) La prohibición de "falsos testimonios" se refiere, en general, a todo aquello que de alguna manera afirmamos de nuestro prójimo. En particular, sin embargo, prohíbe la falsa declaración hecha contra alguno, con juramento, en un tribunal.

La razón de esta explícita prohibición es clara: jurándolo en el nombre de Dios, nuestro testimonio adquiere una credibilidad e importancia frecuentemente decisivas. Según la misma Sagrada Escritura, deben tomar estos testimonios los jueces como norma segura en la administración de la justicia, si no consta de alguna manera la mala fe del que testifica. En la palabra de dos o tres testigos se apoyará la sentencia (Dt 19,15) (2).

2) Prójimo, según el santo Evangelio, es todo hombre que tiene necesidad de nuestra ayuda, sea pariente o extraño, conciudadano o forastero, amigo o enemigo (3). Tan grave pecado sería testimoniar falsamente contra los amigos como contra los enemigos, a quienes-según el mandato de Cristo-hemos de amar como a hermanos (4).

Bajo el nombre de prójimo nos incluimos, además, nosotros mismos. Nadie más prójimo de sí mismo que cada uno. Quien levantara falso testimonio contra sí mismo, además de imprimirse una nota de torpe ignominia, ofendería a la Iglesia, cuyo miembro es, como ocurre en el caso del suicida, que, además de dañar su propia vida, infiere un serio agravio a la misma sociedad. Dice San Agustín: Alguno puede pensar que Dios no prohibió el falso testimonio contra sí mismo, porque dijo: "Contra tu prójimo". Mas esto es falso, porque el perfecto amador del prójimo debe tomar de su propia persona la norma de este amor, estando escrito: "Ama al prójimo como a ti mismo" (5).

3) Ni puede seguirse del hecho de que Dios prohíba "dañar" al prójimo con falsos testimonios, que sea lícito jurar en falso cuando con ello se puede acarrear algún bien a alguno de nuestros prójimos o parientes. La mentira es siempre ilícita, y mucho más lo es el perjurio. San Agustín escribe a Crescencio que "la mentira, según la doctrina del Apóstol, debe incluirse entre los falsos testimonios, aunque se utilice en alabanza falsa de alguno". San Pablo dice, en efecto, a los fieles de Corinto: Seremos falsos testigos de Dios, porque contra Dios testificamos que ha resucitado a Cristo, a quien no resucitó si los muertos no resucitan (1Co 15,15). Falso testimonio llama el Apóstol-sigue comentando San Agustín-aun al mentir en favor de Cristo y para darle alabanza (6).

Añádase a esto que frecuentemente con los falsos testimonios en un juicio, por querer favorecer a uno, se perjudica a otro, obligando con ello al juez a dictar sentencia contra justicia.

Más aún: el acusado, absuelto mediante los falsos testimonios dados en su favor, terminará por creer que puede permitirse cualquier mala acción, seguro de salir siempre impune gracias a los buenos informes de sus testigos falsos. De donde se seguiría un doble daño para el mismo testigo: su propia difamación ante el beneficiado, como mentiroso y perjuro, y el riesgo de aficionarse también él a recurrir a este medio de impiedad e injusticia en caso de necesidad.

Por esto la absoluta prohibición divina de toda falsedad y perjurio, no sólo en los testigos que deponen, sino también en todos aquellos que toman parte en la administración de la justicia: imputados, reos, abogados, procuradores, jueces, etc.

4) Notemos, por último, que Dios prohíbe la mentira y falso testimonio no sólo en el juicio, sino en todas las circunstancias: No hurtaréis ni os haréis engaño y mentira unos a otros (Lv 19,11); Das a la perdición al mentiroso (Ps 5,7).

(2) Si no te escucha, toma contigo a uno o dos, para que por la palabra de dos o tres testigos sea fallado todo el negocio (Mt 18,16). En vuestra ley está escrito que el testimonio de dos es verdadero (Jn 8,17). Cf. 2Co 21,1 Ac 10,28.
(3) Cf. Lc 10,29-37.
(4) Cf. Mt 5,44-48.
(5) SAN AGUSTÍN, De Civ. Dei, 1.1, c. 20: PL 41,34.
(6) SAN AGUSTÍN, De mendacio, c. l2: PL 40,502.


B) Difamación del prójimo

Con los falsos testimonios prohíbe también este mandamiento la difamación del prójimo, fuente de tantos y tan graves males.

Son muchos y tajantes los pasajes ecriturísticos donde se reprende y condena tan ruin vicio: Reduciré al silencio al que en secreto detrae a su prójimo (Ps 100,5); No murmuréis unos de otros, hermanos (Jc 4,11) (7).

Y junto a las prescripciones, numerosos casos aleccionadores. En el libro de Ester tenemos un significativo ejemplo de sus graves consecuencias: el ministro Aman maquinó contra los judíos tan perversamente, que el rey Asnero se decidió, por las falsas acusaciones de aquél, a dictar sentencia de exterminio de todo el pueblo (8).

La difamación no consiste solamente en la calumnia, sino también en la exageración de las culpas ajenas, en descubrir defectos y faltas ocultas, en divulgarlas cuando y a quien no tiene derecho de conocerlas, etc.

Particular gravedad asume la denigración de la doctrina de la Iglesia o de sus ministros, siendo reos de la misma maldad quienes exaltan autores o escritores de doctrinas erróneas.

Incurren en este mismo pecado quienes escuchan gustosamente la detracción y maledicencia, sin atajarla ni denunciarla. No se sabe-escriben San Jerónimo y San Bernardo-quien es más culpable, si el que calumnia o el que escucha, pues es claro que no habría detractores si no hu hiera quien les escuchara (9).

(7) CS Ex 22,28 Pr 4,24 Pr 10,11 Sg 1,11 Ps 33,13, etc.
(8) Cf. Est 3.
(9) SAN JERÓNIMO, Epist. 52, ad Nepot. : PL 22,538. SAN BERNARDO, De consider. ad. Eugenium 1. 2 c. 13: PL 182,756-757.


C) Sembrar discordias y romper amistades

Igualmente pecan quienes con perversas artes siembran la discordia en los ánimos y propalan falsedades, destruyendo amistades y encendiendo odios y venganzas. Dice el Señor: No vayas sembrando entre el pueblo la difamación (Lv 19,16).

La Escritura nos ofrece un ejemplo en los pésimos consejeros de Saúl, que no pararon hasta irritarle y sublevarle contra David (10).

(10) Y dijo luego a Saúl: ¿Por qué escuchas lo que te dicen algunos de que pretendo tu mal? (1R 24,10).


D) Adulación lisonjera

Grave pecado y pésimo arte es también el de la lisonja y adulación: ese insinuarse con halagos y fingidas alabanzas en el ánimo de aquellos de quienes esperamos favores (dinero, protección, cargos…), sin escrúpulo de llamar mal al bien y bien al mal (Is 5,20). David nos amonesta claramente que nos guardemos de esta ralea de oportunistas y aprovechados: Que me castigue el justo es un favor; que me reprenda es óleo sobre mi cabeza, que mi cabeza no rehúsa…; pero guardóme para que no caiga en el lazo de los que me dan caza, en los amasijos de los que obran el mal (Ps 140,5 Ps 140,9).

Es incalculable el daño que acarrean estos aduladores -aunque no siempre y necesariamente sean calumniadores del prójimo-alabando las faltas de los de arriba o induciéndoles a perseverar en ellas.

Mucho peor es, evidentemente, la adulación que abiertamente persigue la ruina y perdición del prójimo. Éste fue el caso de Saúl, que intentó entregar a David al furor de los filisteos con la lisonja de darle a su hija por mujer. Mira, te daré por mujer a mi hija mayor, Merob; pero has de mostrarte valiente y hacer las guerras de Yavé (1R 18,17). Y así también pretendieron los escribas y fariseos poner asechanzas al Señor: Maestro, sabemos que eres sincero y que con verdad enseñas el camino de Dios, sin darte cuidado de nadie, y que no tienes acepción de personas (Mt 22,16).

Particularmente grave sería el pecado de los padres y amigos que engañaran al enfermo moribundo con la lisonja de una pronta curación, impidiéndole así pensar en los medios extremos de su salud eterna.

Si siempre es inexcusable la mentira-sobre todo cuando acarrea daños al prójimo-, puede llegar a ser gravísima cuando se la utiliza como arma contra la religión o cosas y personas con ella relacionadas. Tanto cuando se hace de palabra como cuando se hace por medio de escritos infamantes.

Ni vale escudarse en la excusa del chiste, ni siquiera en la buena voluntad. La divisa del cristiano, según el Apóstol, debe ser siempre la verdad: Despojémonos de la mentira, hable cada uno verdad con su prójimo (Ep 4,25). La costumbre de engañar, aunque sólo sea por hacer gracia, inducirá fácilmente a un hábito de mentira, con riesgo de consecuencias más graves: perder la reputación y tener que recurrir al juramento en los casos más triviales para que nos crean.

E) Simulación

Se reprueba finalmente en este mandamiento toda simulación, tanto en las palabras como en la conducta, Cristo condenó muchas veces y con toda severidad la hipocresía y falsedad de los fariseos (11).

(11) ¡Hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí (Mt 15,7).


IV. ASPECTO POSITIVO

A) Deberes de los jueces

Toda la fuerza del mandamiento, tanto en su contenido como en su expresión, se dirige ante todo a la justicia en los juicios.

a) Todo juicio debe ser hecho por las leyes y según las leyes. Nadie puede arrogarse a su arbitrio la potestad de juzgar a los demás. ¿Quién eres tú-escribe San Pablo-para juzgar al criado ajeno? (Rm 14,4).

b) Ningún juicio debe ser emitido sin conocimiento de causa. En este pecado incurrieron los sacerdotes y escribas que condenaron a San Esteban (12). Por esto también la reprensión de San Pablo a los magistrados de Filipos: Después que a nosotros, ciudadanos romanas, nos- han azotado públicamente sin juzgarnos y nos han metido en la cárcel, ¿ahora en secreto nos quieren echar fuera? (Ac 16,37).

c) Ningún juicio puede condenar al inocente y absolver al culpable (13). Ni pueden los jueces dejarse comprar por dinero o actuar movidos por la pasión. Moisés amonestaba así a los ancianos, constituidos en jueces de Israel: Juzgad según justicia las diferencias que pueda haber o entre ellos o con extranjeros. No atenderéis en vuestros juicios a la apariencia de las personas; oíd a los pequeños como a los grandes, sin temor a nadie, porque de Dios es el juicio (Dt 1,16).

(12) Cf. Ac 6,12ss.
(13) Aléjate de toda mentira y no hagas morir al inocente y al justo, porque yo no absolveré al culpable de ellos (Ex 23,7).


B) Deberes de los reos

Por lo que se refiere a los reos e imputados, manda el Señor que siempre confiesen la verdad delante de los jueces. Esta confesión sincera es un testimonio de gloria y alabanza divina, según la Escritura. Josué, interrogando a Acán, le exhorta así a decir la verdad: Hijo mío, anda, da gloria a Yavé, Dios de Israel, y ríndele honor. Confiésame lo que has hecho, no me lo ocultes (Jos 7,19).

C) Deberes de los testigos

Esta obligación de decir la verdad alcanza sobre todo a los testigos. El mismo vastísimo uso que la justicia humana hace de las declaraciones de los testigos y la importancia que les dan antes de dictar sentencia, hablan de la absoluta necesidad de su estricta conformación con la verdad: El que oculta la verdad -escribe San Agustín- es tan, culpable como el que dice mentira; el primero, porque no quiere ayudar al hermano; el segundo, porque quiere dañarle (14).

Fuera del juicio es lícito, a veces, callar la verdad, pero nunca cuando un testigo es interrogado por el juez con las debidas fórmulas judiciales. Cierto que entonces, más que nunca, no deben los testigos-por el respeto debido a la verdad y a la justicia-fiarse demasiado de su memoria, afirmando con toda seguridad lo que no conocen con absoluta certeza.

(14) Graciano atribuye esta frase a San Agustín en ML 187,868.


D) Deberes de los abogados, procuradores y fiscales

Los abogados y procuradores, por obligación de justicia y de caridad, no deben negar a nadie su asistencia, especialmente si se trata de personas humildes y necesitadas. Ni pueden, evidentemente, defender causas injustas o alargar los pleitos por su afán de lucro.

Sean igualmente razonables y justos en la estipulación de sus honorarios.

Tanto los que defienden como los que acusan, no deben perjudicar a la parte contraria con acusaciones injustas, ni dejarse llevar por el odio u otras pasiones.

E) Deberes de todo cristiano

Fuera del ámbito de la justicia, nos impone el Señor por este mandamiento decir verdad a todos y siempre: en las reuniones públicas y en las conversaciones privadas con los amigos y enemigos, como conviene hacerlo entre hermanos y miembros de un mismo cuerpo.

V. VULGARIDAD Y BAJEZA DE LA MENTIRA

1) La Sagrada Escritura llama al demonio mentiroso y padre de la mentira, por no haberse mantenido desde el principio en la verdad, porque la verdad no estaba en él (Jn 8,44).

2) La mentira, además, es fuente de incalculables daños. Por ella ofendemos a Dios y nos hacemos merecedores de su odio: Seis cosas aborrece Yavé, y aun siete abomina su alma: ojos altaneros, lengua mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que trama iniquidades, pies que corren presurosos al mal, testigo fabo que difunde calumnias y enciende rencores entre hermanos (Pr 6,16-19).

3) De aquí las amenazas de Dios contra el mentiroso: ¿Qué cosa hay más torpe y detestable-escribe Santiago que utilizar para maldecir a los hombres, hechos a imagen de Dios, la misma lengua con que bendecimos al Señor y Padre nuestro? ¿Acaso la fuente echa por el mismo caño agua dulce y amarga? (Jc 3,9.11). No se puede dar gloria a Dios y al mismo tiempo llenarle de vituperio mintiendo.

Por esto el que no dice verdad será excluido del reino de los cielos. El profeta David interroga al Señor: ¿Quién es el que podrá habitar en tu tabernáculo, residir en tu monte santo? (Ps 14,1). Y Dios le responde: El que en su corazón habla verdad, el que con su lengua no detrae (Ps 14,3).

4) Y hay algo mucho más grave en la mentira: ser enfermedad incurable. El que peca acusando falsamente a su prójimo o quitándole la fama y el honor, no puede obtener perdón sino a cambio de reparar la injuria y restituir la fama quitada; y no es fácil que el mentiroso se humille a hacerlo, bien sea por una falsa vergüenza o por una mal entendida dignidad.

De ahí el grave riesgo a que se expone el mentiroso de tener que dar un día cuenta a Dios de su pecado, porque sin la debida satisfacción-pública o privada, según el género de delación-es inútil esperar el perdón.

5) El daño moral de la mentira se extiende fácilmente a otros muchos, corroyendo la lealtad y la verdad, fundamentos y vínculos estrechísimos de las relaciones sociales. Y, rotos éstos, fácilmente se sigue tal confusión y desorden en la vida, que la convivencia social de los hombres más parecerá demoníaca que humana.

6) íntimamente unida con la mentira está la excesiva locuacidad, portadora casi siempre del peligro de caer en apreciaciones inexactas o injustas, si es que no en verdaderas mentiras y calumnias (15).

(15) El que se goza en el mal será condenarlo y el que lleva y trae chismes ir cuentos está falto de sentido (Si 19,5).

VI. EXCUSAS VANAS

1) No pocos llegan, en su ineficaz afán de justificarla, a considerar la mentira como una verdadera necesidad y casi virtud. Saber mentir a tiempo-dicen-es verdadera prudencia. No olvidemos la doctrina del Apóstol: El apetito de la carne es muerte; pero el apetito del espirita es vida n paz (Rm 8 Rm 6).

Más que al artificio de la falsedad, debe recurrirse siempre a la confianza en Dios. En esto precisamente radíca la culpa del mentiroso: el fiarse más de sus artes de falsedad -prudencia de la carne- que en la sabiduría y poder de Dios.

2) Otros pretenden excusar su propia doblez en el hecho de haber sido ellos engañados antes. Mas a nadie es lícito vengarse a sí mismo o pagar el mal con el mal. San Pablo nos manda lo contrario: vencer al mal con el bien (16).

Y, aun en el caso de ser necesaria la venganza, ninguno puede vengar su propio daño. Sería mucho mayor el que se hiciese ante Dios mintiendo.

3) Otros alegan la fragilidad humana y la fuerza de la costumbre. Pero toda costumbre mala debe ser corregida y eliminada con hábitos contrarios. Y pecar por costumbre equivaldría a agravar o multiplicar los pecados.

4) Excusarse con el pretexto de que vivimos en un mundo en el cual todos somos falsos y perjuros, es vana pretensión. El que los demás-aunque fueran casi todos o todos-obren mal, nunca nos justificará para obrar también mal nosotros. Nuestro deber será no imitarles en su conducta, sino corregirles y reprenderles, sin rebajarnos también nosotros a perder nuestra dignidad y autoridad sentando plaza en ese gran ejército de mentirosos.

5) Otros, finalmente, escudan sus mentiras en el también vano pretexto de hacer chiste o en una razón de interés y utilidad egoísta. Desgraciado-llegan a decir-el que siempre diga la verdad: ¡no hará negocio! A unos y otros debe respondérseles: a los primeros, recordándoles que Dios nos ha de pedir un día cuenta de toda palabra ociosa (17), y que toda mentira, aun las jocosas, fácilmente ayuda a contraer el hábito de mentir; a los segundos se les dirá que han olvidado aquellas palabras de Cristo: Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 11,33).


(16) No volváis mal por mal procurad lo bueno a los ojos de todos los hombres (Rm 12,17). Cf. 1P 3,9.
(17) Y yo os digo que de toda palabra ociosa que hablaren los hombres habrán de dar cuenta el día del juicio (Mt 12,36).

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CAPITULO IX Nono y décimo mandamientos del Decálogo

No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de cuanto le pertenece. (Ex 20,17)

I. SIGNIFICADO Y VALOR DE LOS MANDAMIENTOS

El Señor ha querido dejarnos en estos dos últimos mandamientos de su ley el secreto de la observancia de todos los demás preceptos: saber regular y custodiar los deseos o codicias, últimos móviles de todos nuestros actos.

En realidad, quien sepa moderar sus desordenadas concupiscencias internas, se contentará fácilmente con lo que Dios le ha dado, sin desear lo ajeno; se alegrará de los dones concedidos a su prójimo; dará gracias y alabará al Dios inmortal, tributándole el debido culto en los días festivos; gustará las delicias de vivir en paz con él; honrará a los superiores; hará el bien y no ofenderá a los demás ni con palabras ni con acciones. Porque, según la Escritura, la raíz de todos los males es la avaricia, y machos, por dejarse llevar de ella, se extravían en la fe y a sí mismos se atormentan con muchos dolores (1Tm 6,10) (1), Y, aunque es la misma de su materia, y pueden, por consiguiente, explicarse conjuntamente estos dos mandamientos, son, sin embargo, distintos sus aspectos. San Agustín en los Comentarios al Éxodo distingue una doble concupiscencia procedente del corazón: la una, hacia las cosas externas, mira al provecho y utilidad; la otra, hacia las personas, apetece los placeres de la sensualidad. Hay quien atenta contra el dinero o las propiedades del prójimo por su propio lucro; y hay quien atenta contra la mujer ajena por lascivia (2).

Dios nos impuso explícitamente esto. s dos mandamientos por una doble razón:

1) Ante todo, para precisar mejor el alcance del sexto y séptimo preceptos. Claramente nos diré la misma razón natural que, prohibido un hecho o una determinada acción (el adulterio, por ejemplo), queda implícitamente prohibido su deseo. Si fuera lícito el desear, lo sería también el poseer. No obstante esta evidencia natural, la ceguera de juicio y la inclinación al pecado de los judíos llegaron a hacerles creer no ser pecaminosas las acciones puramente internas: los deseos. El mismo Jesús se verá obligado a echarles en cara: Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón (Mt 5,27-28): prueba evidente de que aun después de promulgada y conocida la ley, muchos de sus mismo intérpretes oficiales consideraban pecaminoso únicamente los hechos externos,

2) En segundo lugar, para prohibir explícita y distintamente lo que sólo implícitamente se contenía en el sexto y séptimo mandamientos. El séptimo, por ejemplo, prohíbe desear injustamente las cosas del prójimo; mas el nono prohíbe desear las cosas ajenas con daño de los demás, aun en el caso en que legalmente pudiéramos hacerlo.

(1) Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen. ¿Y de dónde entre vosotros tantas guerras y contiendas? ¿No es de las pasiones, que luchan en vuestros miembros? (Jc 1,14 Jc 4,1).
(2) SAN AGUSTÍN, Quaest. in Pent., 1. 2 q. 71: PL 34,620ss.


II. NUEVA PRUEBA DE LA BONDAD INFINITA DE DIOS PARA CON NOSOTROS

Los dos últimos mandamientos son una nueva prueba de la infinita bondad de Dios para con nosotros. Con los anteriores preceptos del Decálogo pretendió el Señor defender de posibles ofensas extrañas nuestra vida y nuestros bienes; con estos dos intenta evitar que cada uno se haga daño a sí mismo con el desenfreno de sus apetitos y la avidez de malos deseos.

Tienden estos divinos preceptos a refrenar los estímulos de las pasiones, los impulsos desordenados y, por consiguiente, dañosos, de manera que, vencedores y dueños de nuestros ciegos instintos internos, podamos más libremente dedicarnos a los supremos deberes del espíritu.

Quiso el Señor, además, advertirnos con estos mandamientos que su ley no se observa perfectamente con el mero cumplimiento material y exterior de los actos prescritos, sino con la íntima y generosa adhesión del alma. En esto precisamente radica una de las más profundas diferencias entre las leyes divinas y humanas; éstas se satisfacen con una pura observancia exterior; aquéllas, en cambio, exigen una verdadera, sincera e íntima adhesión del alma, porque Dios ve y penetra con su presencia toda la realidad del hombre: su cuerpo y los móviles más secretos de su espíritu (3).

Son, pues, estos preceptos divinos como un espejo, donde vemos reflejados los posibles vicios y deformaciones de nuestra naturaleza humana. Lo dice expresamente San Pablo: Yo no conocería la codicia si la ley no dijera: "No codiciarás" (Rm 7,7).

Nuestra concupiscencia -fomes peccati-, nacida del pecado, constituye un constante incentivo al mal y es una prueba permanente de que hemos nacido en pecado. Por esto sentimos la necesidad de refugiarnos suplicantes en Aquel que es el redentor de todo pecado.

(3) No ve Dios como el hombre; el hombre ve la figura, pero Yavé mira el corazón (1S 16,7). Dios, justo escudriñador del corazón y de los riñones (Ps 7,10). Cf. Jr 11,20 Jr 17,10.


III. DOBLE ASPECTO DE LOS PRECEPTOS

Coinciden también estos mandamientos con los anteriores en ofrecer un doble aspecto distinto: positivo y negativo.

IV. ASPECTO NEGATIVO

En su aspecto negativo, no prohíben de manera absoluta toda concupiscencia. Porque hay concupiscencias que no son culpables; tal, por ejemplo, la "del espíritu contra la carne", de que nos habla San Pablo (4), o la que instaba a David a pedir a Dios su justificación (5).

(4) Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis (Ga 5,17).
(5) Consúmese mi alma por el deseo constante de tus decretos (Ps 118,20).


A) Noción de concupiscencia

"Concupiscencia" es aquella conmoción o movimiento del alma que nos hace desear las cosas agradables que no poseemos (6). Ahora bien, no siempre es mala esta apetencia

y búsqueda de las cosas de que carecemos; no es malo, por ejemplo, apetecer la comida y bebida o buscar la defensa del frío y del calor; semejantes estímulos son espontáneos, puestos por el mismo Creador en nuestra naturaleza.

Lo que constituye el pecado de la concupiscencia es la depravación de nuestros estímulos, el deseo de lo que es contrario al espíritu y a la recta razón.

Si el apetito viene regulado por la razón y se mantiene en sus límites, no sólo no es malo, sino que puede convertirse en fuente de grandes ventajas: nos impulsará, por ejemplo, a buscar a Dios en la oración y a suplicarle las cosas que necesitamos, porque la plegaria es la expresión de nuestros deseos, y sólo bajo su estímulo se explica la floración de tantas oraciones en la Iglesia de Dios.

El mismo deseo escuchado por el Señor nos hará más gratos sus dones; dones tanto más estimados cuanto más ardientemente hayan sido pedidos y esperados. Y de la alegría de su posesión brotará también espontáneo nuestro reconocimiento agradecido al Dios dador de todos los bienes.

Es evidente, pues, que no toda concupiscencia es pecado. Y cuando San Pablo afirma que la concupiscencia es pecado (7), deben interpretarse sus palabras en el mismo sentido que tienen en Moisés, cuyo testimonio alega el Apóstol; es decir, referidas únicamente a la concupiscencia carnal (8); El mismo Apóstol lo específica a los Gálatas: Os digo, pues: Andad en espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne (Ga 5,16).

Si los estímulos de nuestros deseos naturales se mantienen sabiamente regulados, no constituyen culpa alguna; mucho menos cuando se trata de las tendencias espirituales del alma, que apetece lo bueno, lo santo, lo que repugna a la carne. A estas espirituales concupiscencias nos exhorta el mismo Dios en la Sagrada Escritura: Ansiad, pues, mis palabras; deseadlas e instruíos (Sg 6,11); Venid a mí cuantos me deseáis y saciaos de mis frutos (Si 24,26).

(6) Cf. SANTO TOMÁS, I-II 30,4.
(7) Pero entonces ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado que mora en mí, pues yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí (Rm 7,17-20).
(8) Cf. Ex 20,17.


B) Concupiscencias pecaminosas

Prohíben, por consiguiente, estos mandamientos, no la facultad de apetecer -que, indiferente, puede ponerse al servicio del bien o del mal-, sino únicamente los deseos depravados, que San Pablo llama "concupiscencia de la carne" y "fómite del pecado" (9). Sólo éstos, supuesto siempre el consentimiento de la voluntad, engendran la culpa. Deseos e impulsos que no respetan freno alguno de la razón ni se atienen a los límites señalados por Dios en sus leyes. Está condenada esta concupiscencia desde un doble punto de vista:

1) Porque apetece cosas esencialmente malas (adulterios, homicidios, etc.), de las que dice San Pablo: Esto fue en figura nuestra para ave no codiciemos lo malo, como lo hicieron ellos (los hebreos) (1Co 10,6);

2) o porque desea cosas de suyo buenas, pero prohibidas por alguna otra razón. Así Dios prohibió antiguamente poseer, y, por consiguiente, desear el oro y la plata, para evitar que los hebreos construyeran con ellos ídolos (10).

E igualmente hay muchas cosas de suyo buenas cuya posesión (y, por consiguiente, también su deseo) nos está prohibida por Dios o por la Iglesia, por tratarse de cosas pertenecientes a otros. El mandamiento precisa la casa, el siervo, la esclava, el campo, la mujer, el buey, el asno, etc. Estos deseos de cosas ajenas, si la voluntad consiente en ellos, son pecaminosos, y de ellos nacen espontáneamente los robos y pueden derivarse otros gravísimos delitos. Recordemos a este propósito las palabras del apóstol Santiago: Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen. Luego, la concupiscencia, cuando ha concebido, pare el pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte (Jc 1,14-15).

C) Prohibiciones concretas

La fórmula "No desearás" pretende frenar de una manera general y absoluta nuestros apetitos desordenados de cosas ajenas. La experiencia confirma que en el alma de todos los hombres late una secreta sed de las cosas del prójimo; sed que, según testimonio de la Escritura, difícilmente se ve saciada: El que ama el dinero no se ve harto de él (Qo 5,9); ¡Au de los que añaden casas a casas, de los que juntan campos y campos hasta acabar el término, siendo los únicos propietarios en medio de la tierra! (Is 5,8).

Supuesta esta general advertencia, desciende el mandamiento a múltiples y concretas prohibiciones, por las que podremos apreciar mejor la gravedad específica de determinadas apetencias culpables:

1) En primer lugar, la casa. Significa esta palabra no sólo el lugar donde se habita, sino también los bienes que la acompañan, especialmente las haciendas que se transmiten de padres a hijos. En el Éxodo, por ejemplo, se dice que el Señor edificó casa a las parteras (1), significando con ello que Dios aumentó y acrecentó sus posesiones.

El sentido de la ley es la prohibición de los deseos con que apetecemos ávidamente las riquezas de los demás, envidiando su posición, poder y nobleza. Se nos ordena, en cambio, el saber contentarnos cada uno con nuestro estado, humilde o elevado, rico o pobre. Se nos prohíbe igualmente la envidia de la gloria o fama de los demás, que también es un bien de la casa de cada uno.

2) Cuando añade el Señor: Ni su buey ni su asno, nos advierte que no sólo no hemos de apetecer las cosas ajenas de mayor valor (riqueza, nobleza o gloria de una casa), mas ni siguiera las más pequeñas y despreciables.

3) Continúa el mandamiento: Ni su siervo, ni su sierva, significando que la prohibición de los malos deseos se extiende también al hecho de no sobornar o comprar con dinero o promesas la servidumbre ajena, induciéndola a romper los contratos de servicio y abandonar a sus amos. Por el contrario, si abandonan a sus patronos antes de cumplir los pactos establecidos, débeseles exhortar a volver de nuevo al servicio concertado.

4) Al referirse explícitamente al prójimo, parece significar el mandamiento la culpa de quienes alimentan culpables apetencias de las posesiones del vecino: las casas y campos que limitan con sus propiedades. La vecindad viene a ser como un vínculo de amistad, y sería grave pecado convertir la amistad en odio bajo el impulso de la avaricia o la envidia.

Es claro, sin embargo, que no cometería falta alguna quien estuviese dispuesto a comprar por su justo precio las casas o fincas colindantes con las suyas, sin recurrir a medios injustos, engaños o culpables violencias.

5) Prohíbe el mandamiento, por último, codiciar la mujer del prójimo, tanto si se trata del deseo de poseerla adúlteramente como si se trata del deseo de contraer matrimonio con ella.

Estando permitido en la ley mosaica el libelo de repudio (12), podría suceder fácilmente que la esposa repudiada fuese aceptada por otro como mujer. El Señor prohibió esto rigurosamente para que ni los maridos fuesen demasiado fáciles en repudiarlas, ni las mujeres se volviesen tan desagradables e impertinentes con sus maridos que les obligasen a repudiarlas.

En la ley evangélica el pecado sería mucho más grave, porque una mujer divorciada o separada de su marido no puede contraer matrimonio sino después de muerto su legítimo esposo (13).

Poder codiciar la mujer ajena equivaldría a un diabólico crescendo de deseos pecaminosos de adulterio y aun de la misma muerte del legítimo marido.

Extiéndese también la prohibición a las mujeres ligadas a sus prometidos con el sagrado vínculo de los esponsales o con simple promesa formal de matrimonio.

Gravísimo pecado sería, evidentemente, codiciar la mujer consagrada a Dios con votos religiosos.

Es claro, por lo demás, que, si alguno deseare contraer matrimonio con una mujer casada a quien él cree soltera, en modo alguno faltaría contra el mandamiento, pues si él supiese que estaba casada con otro, no desearía casarse con ella. Tal fue el caso de Faraón y de Abimelec, que desearon casarse con Sara, a quien juzgaron hermana y no esposa de Abraham (14).

(9) Os digo, pues: andad en espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Ahora bien, las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación… Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias (Ga 5,16 Ga 19,24). Os ruego, carísimos, que, como peregrinos advenedizos, os abstengáis de los apetitos carnales que combaten contra el alma (1P 2,11). Cf. 1Jn 2,11.
(10) Consumirás por el fuego las imágenes esculpidas de sus dioses; no codicies la plata y el oro que haya sobre ellas, apropiándotelo… (Dt 7,25).
(11) Cf. Dt 1,21.
(12) Si un hombre toma una mujer y es su marido, y ésta luego no le agrada, porque ha notado en ella algo de torpe, le escribirá el libelo de repudio, y, poniéndoselo en la mano, la mandará a su casa… ( ss).
(13) También se ha dicho: El que repudiase a su mujer, déle libelo de repudio. Pero yo os digo que quien repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, la expone al adulterio, y el que se casa con la repudiada comete adulterio (Mt 5,31-32). Cf. Mt 19,9 Mc 10,7-12 Lc 16,18 Rm 7,3 1Co 7,3-11.
(14) Gn 12,11 Gn 20,2ss.

V. ASPECTO POSITIVO

A) Lucha contra la concupiscencia

1) Para arrancar de raíz esta baja pasión de la codicia procuremos en primer lugar no apegar nuestro corazón a las riquezas si Dios nos las concede (Ps 61,11). Antes bien, estemos dispuestos a emplearlas en servicio de Dios y del prójimo con verdadero y piadoso espíritu de caridad (15).

Y si el Señor nos hizo nacer pobres, convenzámonos que el mejor modo de soportar la pobreza es la serenidad de ánimo y aun la alegría. Si de verdad todos nos sintiéramos libres de desordenados apetitos de las cosas terrenas, apagaríamos en su raíz la codicia de los bienes ajenos.

La Sagrada Escritura y toda la literatura cristiana están llenas de alabanzas a la pobreza y al desprecio de las riquezas (16).

2) Exige este precepto, además, que centremos los cristianos nuestros mejores y más ardientes deseos en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Jesucristo nos enseñó en la oración del Padrenuestro que hemos de desear se cumpla siempre, no lo que nosotros queremos, sino lo que Dios quiera. Y la voluntad de Dios es clara: que tendamos a la santidad, conservando nuestras almas puras y limpias de toda mancha; que nos ejercitemos constantemente en los deberes espirituales, por contrarios y aun repugnantes que resulten a nuestros bajos instintos; que ordenemos nuestros apetitos, sometiéndolos a los dictámenes de la razón y de la ley divina; que domemos nuestras concupiscencias y refrenemos las violentas acometidas de los sentidos, fragua de todas nuestras codicias y liviandades.

Por último, nos ayudará muchísimo para apagar el ardor de nuestros desordenados apetitos la consideración y valoración de los daños que de ellos provienen:

a) Ante todo, se afirma con ellos en nosotros el poderoso influjo del pecado. San Pablo escribe: No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal obedeciendo a las concupiscencias (Rm 6,12).

Dominadas las pasiones, el pecado pierde su fuerza sobre nosotros; mas, si nos dejamos esclavizar por ellas, el reino de Dios desaparece de nuestro corazón, instaurándose, en cambio, la dominación del mal (17).

b) En las concupiscencias desordenadas se alimentan, además, todos los pecados, según la expresión del apóstol Santiago (18). Igualmente escribía San Juan: Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo (1Jn 2,16).

c) De ellos procede, por último, aquel oscurecimiento del recto juicio que nos lleva a considerar como honesto y lícito cuanto apetecen nuestras pasiones.

De ahí el gravísimo daño y durísimo riesgo de que quede sofocada y despreciada la misma palabra divina que amorosamente sembró el Señor en nuestras almas: Otros hay para quienes la siembra cae entre espinas; ésos son los que oyen la palabra; pero sobrevienen los cuidados del siglo, la fascinación de las riquezas y las demás codicias, y la ahogan, quedando sin dar fruto (Mc 4,18-19).

(15) Díjole Jesús: Si quietes ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sigúeme (Mt 19,21).
(16) Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los cielos (Mt 5,3). Él, levantando sus ojos sobre los discípulos, decía: Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios (Lc 6,20). Cf. Ac 4,34-35 Ac 5,1.
(17) ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo quiera Dios! (1Co 6,15).
(18) Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen. Luego la concupiscencia, cuando ha concebido, pare el pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte (Jc 1,14-15).


B) Aplicaciones prácticas

Y para concluir señalemos algunas categorías de personas que de manera especial deben reflexionar seriamente sobre las obligaciones de estos dos mandamientos, por encontrarse en mayor peligro de llegar a ser víctimas de los desordenados deseos. Tales son: los aficionados a juegos deshonestos; los comerciantes y proveedores de mercancías que desean carestías y desórdenes para aprovecharse con acaparamientos y especulaciones; los soldados que desean la guerra para robar y saquear; los médicos que quieren que haya enfermos para especular con ellos; los abogados y magistrados deseosos de causas y litigios; los industriales que, en su afán de lucro y para aprovecharse económicamente, procuran oscilaciones y desórdenes en la distribución de los productos necesarios para la vida…, etc.

Y en la misma línea, los que, ambiciosos de glorias y alabanzas, tratan de procurárselas a toda costa, con medios sutiles e indignos, y a veces hasta con la calumnia de quienes las merecen más que ellos. ¡Como si la fama y la gloria fuesen recompensa de la nulidad y de la pereza y no del valor y del trabajo!





Catecismo Romano ES 3700