Catecismo Romano ES 4001

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CAPITULO I Pórtico de la oración dominical

Padre nuestro, que estás en los cielos. (@Mt 6,9@)

I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTAS PALABRAS

Antes de formular cada una de las peticiones concretas de que consta la oración del Padrenuestro, quiso Jesucristo, su divino autor, precederla de una fórmula introductiva que ayudase al alma a entrar devotamente en la presencia de Dios Padre, con plena confianza de ser escuchada por Él. Son pocas palabras, pero llenas de significado y de misterio: Padre nuestro, que estás en los cielos.

II. "PADRE"

Ésta es la palabra con que, por expreso mandato divino, hemos de comenzar nuestra oración. Hubiera podido elegir Jesús una palabra más solemne, más majestuosa: Creador, Señor… Pero quiso eliminar todo cuanto pudiera infundirnos temor, y eligió el término que más amor y confianza pudiera inspirarnos en el momento de nuestro encuentro con Dios; la palabra más grata y suave a nuestros oídos; el sinónimo de amor y ternura: ¡Padre!

A) Padre por creación, por providencia y por redención

Por lo demás, Dios es efectivamente nuestro Padre. Y lo es, entre otros muchos, por este triple título:

1) Por creación. - Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; cosa que no hizo con las demás criaturas. Y en este privilegio singular radica precisamente la paternidad divina respecto de todos los hombres, creyentes y paganos (1).

2) Por providencia. - Dios se manifiesta Padre, en segundo lugar, por su singular providencia en favor de todos los hombres (2).

Un aspecto concreto y bien significativo de esta divina providencia se revela en los ángeles, bajo cuya tutela estamos todos los hombres. La amorosa bondad de Dios, nuestro Padre, ha confiado a estos espíritus puros la misión de custodiar y defender al género humano y la de vigilar al lado de cada hombre para su protección y defensa.

Así como los padres de la tierra eligen guías y tutores para los hijos que han de realizar un largo viaje por regiones difíciles y peligrosas, del mismo modo nuestro Padre celestial, en este camino que nos ha de llevar hasta la patria del cielo, se cuidó de asignar a cada uno de sus hijos un ángel que esté a su lado en los peligros, que le sostenga en las dificultades, que le libre de las asechanzas de los enemigos y le proteja contra los asaltos del mal; un ángel que le mantenga firme en el camino recto y le impida extraviarse por sendas equivocadas, víctima de las dificultades y de las emboscadas del enemigo (3).

La Sagrada Escritura nos ofrece preciosos documentos sobre la importancia y eficacia de este ministerio de los ángeles, criaturas intermedias entre Dios y los hombres. En ella aparecen frecuentemente estos espíritus angélicos, enviados por Dios para realizar visiblemente gestas admirables en defensa y protección de los hombres: prueba evidente de su constante presencia y del continuo ejercicio de su tutela en nuestro favor, aunque no siempre podamos experimentarlo de una manera sensible.

El ángel Rafael, por ejemplo, se une a Tobías como compañero y guía de su viaje y le devuelve incólume al padre, después de haberle salvado de la voracidad del pez y de las asechanzas del demonio; le amaestra en los deberes de la vida conyugal y devuelve la vista a su padre, anciano y ciego (4).

Un ángel liberó también a San Pedro de la cárcel, despertándole del sueño, desatándole las cadenas y obligándole a seguirle hasta dejarle libre y salvo (5).

Ejemplos parecidos se encuentran a cada paso en las Sagradas Escrituras (6), y ellos son índices de la importancia suprema que tiene el ministerio de los ángeles, no sólo en ciertas circunstancias concretas, sino habitualmente, en favor de los hombres, a quienes guían y protegen desde la cuna a la tumba en su caminar hacia la salvación eterna.

Esta doctrina debe suscitar en nosotros no sólo un sentimiento de profundo alivio y consuelo, sino, sobre todo, una gratitud infinita hacia la paternal providencia de Dios, nuestro Padre, que tan amorosos cuidados se toma por nosotros, sus criaturas.

Y no es sólo esto. Las manifestaciones de la Providencia divina hacia el hombre constituyen una gama de riquezas casi infinita. No habiendo cesado nosotros de ofenderle desde el principio del mundo hasta hoy con innumerables maldades, Él no sólo no se cansa de amarnos, mas ni siquiera de excogitar constantes v paternales cuidados en nuestro favor. La peor de las ofensas que puede el hombre en su locura inferir a Dios, es el dudar de su amor de Padre. Jamás se indignó tanto contra su pueblo israelítico como cuando éste, blasfemando, afirmó que había sido abandonado por Él: Habían tentado a Y ave, diciendo: ¿Está Yavé en medio de nosotros o no? (Ex 17,7). Y de nuevo en Ezequiel se indigna el Señor contra su pueblo, que se atrevió a murmurar: Yavé no nos ve; se ha alejado de la tierra (Ez 8,12).

No. Dios no puede olvidarse del hombre. En Isaías leemos que el pueblo hebreo se lamentaba de haber sido abandonado por Dios, y el Señor le responde con aquella delicadísima comparación: Sión decía: Yavé me ha abandonado, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Y aunque ella se olvidara, yo no te olvidaría. Mira, te tengo grabada en mis manos (Is 49,14-16).

Ahí están como confirmación las páginas bíblicas, tan negras por un lado y tan luminosas por otro, de la historia de nuestros primeros padres. Cuando las repasamos y vemos a Adán y a Eva pecadores bajo el peso de la terrible sentencia de Dios: Por haber escuchado a tu mujer, comiendo del árbol que te prohibí comer…, por ti será maldita la tierra; con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás de las hierbas del campo (Gn 3,17-18); cuando les vemos arrojados del paraíso y leemos que fue colocado a su puerta un querubín con la espada de fuego, para que perdieran toda esperanza de retorno (Gn 3,24); cuando, por último, les contemplamos oprimidos con toda clase de males por Dios, vengador de su pecado, ¿cómo no pensar que todo acabó ya para el hombre? Sin la ayuda de Dios, quedará a merced de todos los pecados.

Y, sin embargo, precisamente entonces, entre los tremendos signos de la ira divina, aparecerá para él la luz de la misericordia. El Dios que les condena, con sus mismas manos hizo dos túnicas de pieles para Adán y para Eva, y los vistió (Gn 3,21). ¡Él auxilio divino del Padre no faltaría jamás a los hombres!

David expresó magníficamente este misterio de la caridad de Dios, jamás vencida ni igualada por las ofensas del hombre: ¿Se ha olvidado acaso Dios de hacer clemencia, o ha cerrado airado su misericordia? (Ps 76,100). Habacuc se vuelve al Señor para decirle: En la ira no te olvides de la misericordia (Ha 3,2). Y Miqueas: ¿Qué Dios como tú, que perdonas la maldad y olvidas el pecado del resto de la heredad? No persiste por siempre en su enojo, porque ama la misericordia (Mi 7,16).

Es un hecho que cuando nos creemos más perdidos y nos sentimos más privados del socorro divino, es cuando Dios tiene más compasión de nosotros y más se nos acerca y asiste su infinita bondad. Precisamente en sus iras suspende la espada de la justicia y no cesa de derramar los inagotables tesoros de su misericordia.

3) Por redención. - Es éste un tercer hecho en el que, más aún que en la misma creación y providencia, resalta lá voluntad decidida que Dios tiene de proteger y salvar al hombre. Porque esta fue la máxima prueba de amor que pudo darnos: redimirnos del pecado, haciéndonos hijos suyos. A cuantos le recibieron, dióles poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre; que no de la ¡sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios, somos nacidos (Jn 1,12-13).

Por esto precisamente llamamos al bautismo -primera prenda y señal de la redención- "el sacramento de la regeneración": porque en él renacemos como hijos de Dios. Lo que nace del Espíritu es espíritu. No te maravilles de que te he dicho: es preciso nacer de arriba (Jn 3,6-7). Y el apóstol San Pedro: Habéis sido engendrados no de semilla corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios (1P 1,23).

En virtud de la redención recibimos el Espíritu Santo y fuimos hechos dignos de la gracia de Dios y, mediante ella, de la divina filiación adoptiva: Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción por el que clamamos: ¡Abba, Padre! (Rm 8,15). Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos (1Jn 3,1).

(1) ¿Así pagas a Yavé, pueblo loco y necio? ¿No es Él el padre que te crió; Él, que por sí mismo te hizo y te formó? (Dt 32,6; cf. Is 63,16 Is 64,8 Ml 1,6 Jr 3,4-19 Mt 6,8-15 Mt 10,20 Lc 6,36 Lc 11,2-13).
(2) Cf. Mt 6,25ss.
(3) Cf. Gn 48,16 Tb 5,21 Ps 90,11 Mt 18,10 Ac 12,15 He 1,14.
(4) Tb 5,51 Tb 5,62-63 Tb 6,8 Tb 8,3 Tb 6,16ss.; Tb 11,7-8 Tb 15, etc.
(5) Cf. Ac 12,7ss.
(6) Cf. Gn 6 Gn 7 Gn 8 Gn 12 Gn 28, etc.


B) Y nosotros, sus hijos

Es lógico que al amor del Padre-Creador, Conservador y Redentor-corresponda el cristiano con todo su amor. Amor que necesariamente debe importar obediencia, veneración y confianza ilimitadas.

Y ante todo salgamos al paso de una posible objeción, fruto de ignorancia y no pocas veces de perversidad. Es fácil creer en el amor de Dios -oímos decir a veces- cuando en la vida nos asiste la fortuna y todo nos sonríe; mas, ¿cómo será posible sostener que Dios nos quiere bien y piensa y se preocupa de nosotros con amor de Padre, cuando todo nos sale al revés y no cesan de oprimirnos obstinadamente una tras otra las peores calamidades? ¿No será más lógico pensar en estos casos que Dios se ha alejado de nosotros, y aun que se nos ha vuelto hostil?

La falsedad de estas palabras es evidente. El amor de Dios, nuestro Padre, no desaparece ni disminuye jamás. Y aun cuando encarnizadamente se acumulen sobre nosotros las pruebas, aun cuando parezca que nos hiere la mano de Dios (Jb 19,21), no lo hace el Señor porque nos odie, sino porque nos ama. Su mano es siempre de amigo y de Padre: Parece que hiere y, sin embargo, sana (Dt 32,39); y lo que parece una herida, se convierte en medicina.

Así castiga Dios a los pecadores, para que comprendan el mal en que han incurrido y se conviertan, salvándoles de este modo del peligro de eterna condenación. Si castiga con la vara nuestras rebeliones y con azotes nuestros pecados, su mano es movida siempre por la misericordia (Ps 88,33).

Aprendamos, pues, a descubrir en semejantes castigos el amor paternal del Señor y a repetir con el santo Job: Él es el que hace la herida, Él quien la venda; Él quien hiere y quien cura con su mano (Jb 5,18). Y con Jeremías: Tú me has castigado, y yo recibí el castigo; yo era coma toro indómito: conviérteme y yo me convertiré, pues tú eres Y ave, mi Dios (Jr 31,18). También Tobías supo descubrir en su ceguera la mano de Dios que le hería: ¡Bendito tú, oh Dios, y bendito sea tu nombre!… Porque después de azotarme, has tenido misericordia de mí (Tb 11,14). Ni pensemos jamás en medio de la tribulación que Dios se despreocupa de nosotros, y mucho menos que desconoce nuestros males, cuando Él mismo nos ha dicho: No se perderá ni un solo cabello de vuestra cabeza (Lc 21,18). Consolémonos, en cambio, con aquellas palabras de San Juan: Yo reprendo y corrijo a cuantos amo (Ap 3,19), y con aquella exhortación de San Pablo: Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor y no desmayes reprendido por Él; porque el Señor a quien ama le reprende, y azota a iodo el que recibe por hijo. Soportad la corrección. Como con hijos se porta Dios con vosotros. ¿Pues qué hijo hay a quien su padre no corrija? Pero, si no os alcanzase la corrección de la cual todos han participado, argumento sería de que erais bastardos y no legítimos. Por otra parte, hemos tenido a nuestros padres carnales, que nos corregían, y nosotros los respetábamos: ¿no hemos de someternos mucho más al Padre de tos espíritus para alcanzar la vida? (He 12,5-9).

III. "NUESTRO"

A.) Padre de todos. Y nosotros" todos hermanos

Aun cuando recemos privadamente la oración dominical, decimos siempre los cristianos: "Padre nuestro", y no: "Padre mío", porque el don de la divina adopción nos constituye miembros de una comunidad cristiana en la que todos somos hermanos y hemos de amarnos con amor fraterno. Porque todos vosotros sois hermanos… Y uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos (Mt 23,8-9).

De ahí el nombre de hermanos, tan común en la literatura apostólica, con que se designaban los primeros cristianos. De aquí también la realidad sublime-consecuencia obligada de la divina adopción-de nuestra fraternidad con Cristo, Hijo unigénito del Padre: Porque Él no se avergüenza de llamarnos hermanos, diciendo: Anunciaré tu nombre a mis hermanos (He 2,11-12). Realidad vaticinada hacía ya muchos siglos por el profeta David (7). Y el mismo Cristo dijo a las piadosas mujeres: No temáis; id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me verán (Mt 28,10).

El mismo hecho de que Jesucristo use esta expresión después de resucitado, demuestra claramente que nuestra fraternidad con él no estuvo limitada al tiempo de su vida mortal en la tierra, sino que sigue subsistiendo en la inmortalidad de la gloria, después de su resurrección y ascensión, y seguirá subsistiendo por toda la eternidad. El Evangelio nos dice que en el supremo día, cuando venga a juzgar a todos los hombres, desde el trono de su majestad, Jesús llamará hermanos a todos los hombres, por pobres y humildes que hayan sido en la tierra (8).

Doctrina ampliamente desarrollada por San Pablo. Según él, somos coherederos del cielo con Cristo (9); siendo Él el primogénito y el heredero universal (10), con Él participaremos, como hermanos, en la heredad de los bienes celestiales, según la medida de la caridad con que nos hayamos mostrado ministros y coadjutores del Espíritu Santo".

Por este Espíritu divino somos movidos a la virtud y a las obras buenas, y al mismo tiempo, sostenidos en la batalla por la salvación; y al final de la vida, después de la lucha victoriosa, recibiremos del Padre el premio de la corona reservada para cuantos siguieron a Cristo en el combate (12): Porque no es Dios justo para que se olvide de vuestra obra y del amor que habéis mostrado hacia su nombre, habiendo servido a los santos y perseverando en servirles (He 6,10).

Hemos de pronunciar, pues, con profundo y sobrenatural sentimiento filial las palabras "Padre nuestro", sabiendo -como explica San Juan Crisóstomo-que Dios escucha con agrado la plegaria que hacemos por los hermanos. Porque pedir cada uno para sí mismo es natural; pero pedir también por los demás es fruto de la gracia. A lo primero nos impulsa la necesidad; lo segundo brota de la caridad. Y más agrada a Dios esta oración que la plegaria que brota a impulso de la sola necesidad personal (13).

Sentimiento de fraterna caridad, que debe ser el alma no sólo de nuestra oración, sino de todos nuestros contactos con el prójimo. En la Iglesia tiene que haber diversos grados, diversas condiciones y oficios; mas esta variedad no debe ofuscar en lo más mínimo el espíritu de íntima unidad y santa fraternidad que vincula entre sí a todos los redimidos; lo mismo que en el cuerpo la distinta función y las diversas cualidades de los miembros no quitan de hecho a esta o aquella parte ni el nombre ni la cualidad de miembro de un único organismo (14).

Dígase lo mismo de la vida social. Por muy elevado que se encuentre uno en dignidad (aun los mismos reyes) no puede olvidar ni dejar de reconocer que es hermano de todos sus súbditos, unidos a él en la comunidad de la misma fe cristiana. Porque los reyes no fueron creados por un Dios distinto del que creó a los súbditos, ni los ricos o poderosos por otro distinto del de los pobres y humildes. No hay más que un Dios, Padre y Señor de todos.

No existe, por consiguiente, más que una nobleza espiritual de origen, idéntica para todos los hombres; una única dignidad y un único esplendor de raza: todos somos igualmente hijos de Dios y herederos de su cielo; todos tenemos un mismo Espíritu y participamos de una misma fe (15); no es distinto el Cristo de los ricos y poderosos que el de los pobres y humildes; ni son distintos para unos y para otros los sacramentos de la vida cristiana; ni será diverso el destino final de unos y otros. Todos somos miembros de su cuerpo (Ep 5,30); todos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque cuantos en Cristo hemos sido bautizados, nos hemos vestido de Cristo. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos somos uno en Cristo Jesús (Ga 3,26.27 y 28) (16).

Son preceptos estos muy dignos de ser meditados con la más profunda atención, porque el principio de nuestra sobrenatural igualdad y fraternidad alentará y animará a los pobres y sencillos y será a la vez el correctivo más eficaz del orgullo y arrogancia de los sabios y poderosos según el mundo (17).

(7) Que pueda yo hablar en tu nombre a mis hermanos y ensalzarte en medio de la congregación (Ps 21,23).
(8) Y el Rey les dirá: En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40).
(9) El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo… (Rm 8,16-17).
(10) Él (Cristo) es la cabeza del cuerpo de la Iglesia; Él es el principio, el primogénito de los muertos… (Col 1,18; cf. He 1,2).
(11) Porque nosotros sólo somos cooperadores de Dios, y vosotros sois arada de Dios, edificación de Dios (1Co 3,9).
(12) ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, pero uno solo alcanza el premio? (1Co 9,24; cf. Ap 2,10).
(13) SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom, 19 in Mt: PG 57,278-280.
(14) Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros (Rm 12,4-5; cf. 1Co 12,12 Ep 4,7).
(15) Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos (Jn 3,5; cf. Rm 6,3 Col 2,38).
(16) Cf. Jn 17,2 Ac 4,32 1Co 10,17 Col 3,11.
(17) ¡Tanto como se habla hoy de cuestiones sociales!… En la doctrina expuesta aquí se halla la verdadera y cristiana solución a todas las cuestiones agitadas en torno a este problema.


B) Oremos siempre con espíritu filial

Cada vez, pues, que un cristiano recite esta plegaria, acuérdese que llega a la presencia de Dios como un hijo a la de su padre. Y al repetir: Padre nuestro, piense que la divina bondad le ha levantado a un honor infinito: no quiere Dios que oremos como siervos temerosos y atemorizados, sino como hijos que se abandonan con confianza y amor en el corazón de su Padre.

De esta consideración brotará espontáneo el sentimiento que debe animar constantemente nuestra piedad: el deseo de ser y mostrarnos cada vez más dignos de nuestra cualidad de "hijos de Dios" y el esforzarnos por que nuestra oración no desdiga de aquella estirpe divina a la que por infinita bondad pertenecemos (18). San Pablo nos dice: Sed, en fin, imitadores de Dios como hijos amados (Ep 5,1). Que pueda de verdad decirse de todo cristiano que reza el Padrenuestro lo que el Apóstol decía de los fieles de Tesalónica: Todos sois hijos de la luz e hijos del día, no lo sois de la noche ni de las tinieblas (1Th 5,5).

(18) Siendo, pues, linaje de Dios, no sabemos pensar que la divinidad es semejante al oro… (Ac 17,29).

IV. "QUE ESTÁS EN LOS CIELOS"

A) Omnipresencia divina

Dios está en todo el mundo: en todas sus partes y en todas sus criaturas. Mas no se interprete esto como una distribución y presencia local (como si fuera un compuesto de muchas partes, distribuidas cada una de ellas en distintos lugares), sino como una infinita, universal e íntima presencia espiritual. Porque Dios es espíritu puro, y repugna a su esencia divina toda composición y división.

Él mismo dice de sí en Jeremías: Por mucho que uno se oculte en escondrijos, ¿no le veré yo? Palabra de Y ave. ¿No lleno yo los cielos y la tierra? Palabra de Yavé (Jr 23,24). Cielos y tierra: todo el universo existente con todas las cosas que en él se contienen. Todo lo ocupa Dios, todo lo abraza con su poder y lo domina con su virtud, sin que por esto esté contenido Él y circunscrito en algún lugar o en alguna cosa. Porque Dios está presente a todos los seres y en todas las cosas, creándolas y conservándolas en su ser creado, pero no limitado por ninguna de ellas, de manera que deje de estar presente en todo lugar por esencia y potencia, según aquella expresión de David: Si subiere a los cielos, allí estás tú; si bajare a los abismos, allí estás presente (Ps 138,8).

B) El cielo, morada de Dios

Dios, pues, está presente en todo lugar y en todas las cosas sin circunscripción ni limitación de ninguna clase. La Escritura, sin embargo, afirma frecuentemente que su morada es el cielo (19). Con semejante expresión quiso el Señor acomodarse a nuestro lenguaje de hombres, para quienes el cielo es la más bella y noble de todas las cosas creadas. El esplendor y pureza luminosa que irradia, la grandeza y belleza sublime de que está revestido, las mismas leyes inmutables que le regulan, hacen que el cielo se nos presente como la sede menos indigna de Dios, cuyo divino poder y majestad cantan constantemente. Por esto afirma la Escritura que en él tiene Dios su morada, sin que por ello dejen de notar los mismos Libros Sagrados con insistente constancia la omnipresencia divina, afirmando expresamente que Dios se encuentra en todas partes por esencia, presencia y potencia.

(19) Ps 2 Ps 10 Ps 113, etc.

C) Reflexiones

Y así, cuando repetimos el Padrenuestro, contemplamos a nuestro Dios no sólo como el Padre común, sino también como el Rey de cielos y tierra. Este pensamiento levantará hasta Él nuestro espíritu, despegándole de las cosas de aquí abajo. Y a la esperanza y confianza filial -que su nombre de "Padre" nos inspira- uniremos la humildad y adoración con que debe acercarse la criatura a la majestad divina del Padre, "que está en los cielos".

Y una nueva lección de estas palabras será la naturaleza de las cosas que hemos de pedir. Un hijo puede pedir a su padre todo cuanto necesita; pero el cristiano debe saber que todas las cosas de la tierra deben pedirse con relación al cielo, para el cual fuimos creados y al cual nos dirigimos como a último fin. San Pablo nos amonesta: Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra (Col 3,1-2).




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CAPITULO II Primera petición del Padrenuestro

Santificado sea tu nombre. (Mt 6,9)

I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTA PETICIÓN

Cristo, nuestro Señor y Maestro, nos dejó señalado en el Padrenuestro el orden riguroso con que debemos presentar nuestras peticiones ante Dios. Siendo la oración mensajera e intérprete de nuestros sentimientos de hijos hacia el Padre, el orden de nuestras peticiones será razonable en la medida en que éstas se conformen con el orden de las cosas que deben desearse y amarse.

Y, ante todo, el amor del cristiano debe centrarse con toda la fuerza del corazón en Dios, único y supremo bien por sí mismo. Él debe ser amado primero con un amor singular, superior a todo otro posible amor; debe ser amado con un amor único.

Todas las cosas de la tierra y todas las criaturas que puedan merecernos el nombre de "buenas" deben estar subordinadas a este supremo Bien, de quien proceden todos los demás bienes.

Justamente, pues, puso el Señor a la cabeza de las peticiones del Padrenuestro la búsqueda de este supremo bien. Antes que las mismas cosas necesarias para nosotros o para nuestros prójimos, hemos de buscar y pedir la gloria y el honor de Dios. Este orden debe constituir nuestro supremo anhelo de criaturas y de hijos, porque en esto está el único y verdadero orden de nuestro amor: amar a Dios antes que a nosotros mismos y buscar sus cosas antes que las nuestras.

II. "SANTIFICADO SEA TU NOMBRE"

Y puesto que sólo puede desearse y, por consiguiente, pedirse aquello de que se carece, ¿qué cosas podrá desear el hombre y pedir para Dios?

Dios tiene la plenitud del ser, y en modo alguno puede ser aumentada o perfeccionada su naturaleza divina, que posee de manera inefable todas las perfecciones.

Es evidente, pues, que sólo podemos desear y pedir para Dios cosas que estén fuera de su esencia: su glorificación externa.

A) Extensión del reino de Dios en el mundo

1) Deseamos y pedimos que su nombre sea más conocido y se difunda entre las gentes; que se extienda su reino y que las almas y los pueblos se sometan cada día más a su divina voluntad. Tres cosas -nombre reino y obediencia- totalmente extrínsecas a la íntima esencia de Dios; de manera que a cada una de estas tres peticiones pueden aplicarse y unirse perfectamente las palabras añadidas en el Padrenuestro únicamente a la última: Así en la tierra como en el cielo.

Cuando pedimos que "sea santificado su nombre", deseamos que crezca la santidad y gloria del nombre de Dios. Esto no significa que el nombre divino pueda ser santificado en la tierra" del mismo modo que en el cielo, ya que la glorificación terrena en modo alguno puede llegar a igualar la glorificación que Dios recibe en los cielos. Cristo pretendió significar con estas palabras únicamente que debe ser igual el espíritu e impulso de esta doble glorificación: el amor.

Es cierto que el nombre de Dios no necesita por sí ser santificado, siendo ya por esencia santo y terrible (Ps 110,9), como es santo el mismo Dios por esencia.

Por consiguiente, ni a Dios ni a su santo nombre puede añadírsele santidad alguna que no posea ya desde toda la eternidad. Pedimos, sin embargo, que sea santificado el nombre de Dios para significar que deben los hombres honrarlo y exaltarlo con alabanzas y plegarias, a imitación de la gloria que recibe de los santos en el cielo; que deben cesar de ofenderle con ultrajes y blasfemias; que el honor y culto de Dios debe estar constantemente en los labios, en la mente y en el corazón de todos los hombres, traduciéndose en respetuosa veneración y en expresiones de alabanza al Dios sublime, santo y glorioso.

Pedimos que se actúe también en la tierra aquel magnífico y armónico concierto de alabanzas con que el cielo exalta a Dios en su gloria (1) de forma que todos los hombres-comulgando en idéntico cántico de fe y caridad cristianas-conozcan a Dios, le adoren y le sirvan, reconociendo en el nombre del Padre, que está en los cielos, la fuente de toda santidad, de toda grandeza, de toda fuerza posible en la vida de aquí abajo.

B) Universalidad del bautismo

San Pablo afirma que la Iglesia fue purificada, mediante el lavado del agua, con la palabra (Ep 5,26); esto es, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, en el cual fuimos bautizados y santificados. No hay, pues, redención ni salvación posible para aquel sobre el cual no haya sido invocado el nombre de Dios.

Esto pedimos también cuando rezamos: Santificado sea tu nombre: que la humanidad entera, arrancada de las tinieblas del paganismo, sea iluminada con el esplendor de la verdad divina y reconozca el poder del nombre del verdadero Dios, alcanzando en él su santidad; y que en el nombre de la Trinidad santísima-mediante la recepción del bautismo-obtenga la redención y la salvación.

C) Conversión de los pecadores

Y hemos de pensar también, al repetir estas palabras, en aquellos que por el desorden del pecado perdieron la santidad e inocencia bautismal, recayendo bajo el yugo del espíritu del mal (2). Deseamos y pedimos que en ellos se restablezca la alabanza del nombre de Dios, de manera que, mediante una sincera conversión y confesión de sus culpas, restauren en sus almas el primitivo y espléndido templo de inocencia y santidad.

D) Reconocimiento de los dones divinos

Pedirnos, además, a Dios que infunda su luz en todas las mentes, para que los hombres tengan conciencia de que todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces (Jb 1,17). Todo don: la templanza y la justicia, la vida y la salud, los bienes del alma y los del cuerpo, los auxilios externos para la vida y la salud. Todo desciende de Dios; todo, por consiguiente, debe referirse a Él y servirle (3).

Por disposición divina, utilizamos y nos servimos de muchas cosas y de muchos dones: del sol y de su luz, de las leyes celestes y de las leyes del mundo, del aire para respirar y de la fecundidad de la tierra para alimentarnos; de las mismas legislaciones humanas, para vivir en orden y tranquilidad. Todos estos bienes y otros parecidos no son, en último análisis, más que dones de la munificencia divina. Y todas aquellas cosas que los filósofos llaman "causas segundas"- realidades que concurren de alguna manera a nuestra vida y bienestar - no son más que las manos de Dios", instrumentos creados y admirablemente dispuestos por la divina omnipotencia para servicio de nuestras múltiples necesidades; medios con los que Él nos distribuye y derrama sus bienes con infinita largueza.

E) Santidad de la Iglesia

Notemos, por último, que estas palabras: Santificado sea tu nombre, incluyen un reconocimiento de la función y misión sobrenatural de la Iglesia, la Esposa de Cristo. Porque sólo en ella ha establecido Dios los medios de expiación y purificación de los pecados y la fuente inagotable de la gracia: los sacramentos saludables y santificadores, por los que, como por divinos acueductos, derrama Dios sobre nosotros la mística fecundidad de la inocencia. Sólo a la Iglesia y a cuantos abriga en su seno y regazo pertenece la invocación de aquel nombre divino, el único que nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos (Ac 4,12).

III. LA VIDA DEL CRISTIANO COMO ALABANZA DE DIOS

Es obligación del cristiano, hijo de Dios, alabar el santísimo nombre de su Padre, no sólo con ruido de palabras, sino también, y sobre todo, con el esplendor de una auténtica vida y conducta cristiana.

Es tristísimo e inexplicable que clamemos con los labios: Santificado sea tu nombre, cuando no tenemos inconveniente en mancharlo y afearlo en la realidad práctica de nuestros hechos. Y no pocas veces semejantes divorcios de palabra y vida son causa de maldiciones y blasfemias en quienes nos contemplan. Ya en su tiempo el apóstol Pablo tuvo que protestar enérgicamente: Por causa vuestra es blasfemado entre los gentiles el nombre de Dios (Rm 2,24); y el profeta Ezequiel: Y llegados a las gentes a donde fueron, éstas profanaron mi santo nombre, diciendo de ellos: ¡Éstos son el pueblo de Yavé; han sido echados de su tierra! (Ez 36,20).

Son muchos los que juzgan de la verdad de la religión y de su Autor por la vida de los cristianos. Según esto, quienes de verdad profesan la fe y saben conformar sus vidas con ella, ejercen el mejor de los apostolados, excitando en los demás el deseo afectivo de glorificar el nombre del Padre celestial.

El mismo Cristo nos mandó explícitamente provocar con la bondad y el esplendor de nuestras vidas las alabanzas y bendiciones de Dios: Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos (Mt 5,16); y San Pedro escribe: Observad entre los gentiles una conducta ejemplar, a fin de que, en lo mismo por lo que os afrentan como malhechores, considerando vuestras buenas obras, glorifiquen a Dios en el día de la visitación (1P 2,12).


(1) Bienaventurados los que moran en tu casa y continuamente te alaban (Ps 83,5; cf. Ap 4,8).
(2) Cf. Mt 11,3ss.; Lc 11,26.
(3) ¡Oh Dios!, de quien todos los bienes proceden, concede a los que te pedimos, pensar por tu inspiración rectamente y oforar rectamente también por tu dirección (Colecta de la misa del domingo V después de Pascua).




Catecismo Romano ES 4001