Catecismo Romano ES 4200

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CAPITULO III Segunda petición del Padrenuestro

Venga a nos el tu reino (Mt 6,10).

I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTA PETICIÓN

El reino de Dios que pedimos en esta segunda petición aparece en el Evangelio como el objeto al que tiende todo el anuncio de la Buena Nueva.

El Bautista empezó predicando: Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca (Mt 3,2), Jesucristo inicia su predicación apostólica afirmando la misma exigencia: Arrepentíos porque se acerca el Reino de Dios (Mt 4,17).

En el Sermón del monte, cuando nos habla de los caminos de la bienaventuranza, su argumento fundamental será también el reino de los cielos; Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los cielos (Mt 5,3). Y cuando las turbas quieren detenerle, da de nuevo como razón de su partida el anuncio del reino: Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades, porque para esto he sido enviado (Lc 4,43).

Más tarde dará como misión a los apóstoles la predicación de este reino (1); y a aquel que quería detenerse para sepultar a su padre muerto, le dirá: Deja a los muertos sepultar a sus muertos y tú vete y anuncia el reino de Dios (Lc 9,60). Después de la Resurrección, en los cuarenta días que permaneció aún en la tierra, no habló con los Doce más que del reino de Dios (2).

Todo esto nos dará idea del cuidadoso interés con que debe explicarse el valor y necesidad de esta petición. Tanto, que Jesucristo quiso no sólo que la repitiéramos con las demás peticiones reunidas en el Padrenuestro, sino sola y por separado: Buscad, pues, primero el reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6,33).

Con su reino pedimos a Dios, en último análisis, todas las cosas necesarias para la vida material- y espiritual (3). No merecería nombre de rey quien no se preocupase de las cosas necesarias para el bien de su pueblo. Y, si los monarcas terrenos, celosos de la prosperidad de sus reinos, se preocupan atentamente del bien de sus estados, ¿cuánto más no se cuidará Dios, Rey de reyes, con infinita providencia, de la vida y salud de los cristianos?

Deseando, pues, y pidiendo "el reino de Dios", pedimos todos los bienes necesarios para nuestra existencia de peregrinos en el destierro; bienes que Dios ha prometido darnos con aquellas palabras llenas de bondad: Todo lo demás se os dará por añadidura. Y, en realidad, Dios es Rey que provee con infinita generosidad al bien del género humano. Es Yavé mi pastor-canta David-; nacía me falta (Ps 22,1).

Pero no basta pedir con ardor el reino de Dios; es preciso añadir a nuestra plegaria el uso de todos los medios que han de ayudarnos a encontrar y poseer este reino. Las cinco vírgenes fatuas del Evangelio supieron pedir con ahinco: ¡Señor, Señor, ábrenos! (Mt 25,12); y, sin embargo, fueron justamente excluidas del banquete por no haber hecho lo que debían. Es palabra de Cristo: No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre (Mt 7,21).

(1) y en vuestro camino predicad diciendo: El reino de Dios se acerca (Mt 10,7).
(2) Después de su pasión, se dio a ver en muchas ocasiones, apareciéndoseles durante cuarenta días y habiéndoles del reino de Dios (Ac 1,3).
(3) Cf. Is 5,1ss.; Jr 2,21 Mt 21,23.


II. SU NECESIDAD

Premisa necesaria de esta petición es el deseo y búsqueda del reino de los cielos; deseo y búsqueda que brotan espontáneamente de la consideración de nuestro estado de pecadores. Si miramos, en efecto, nuestra mísera condición y levantamos los ojos a la felicidad y bienes inefables de que rebosa la casa de Dios, nuestro Padre, el corazón se encenderá en ardoroso deseo de ser admitido en ella.

Somos desterrados y moradores de una tierra infectada de demonios que nos asedian terrible e implacablemente (4). Añádanse a esto las trágicas luchas que intervienen entre el cuerpo y el alma, entre la carne y el espíritu (5); luchas que maquinan nuestra caída en cada momento, y la consiguen apenas dejamos de apoyarnos en el brazo de Dios. San Pablo gemía y gritaba: ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rm 7,24).

Condición la del hombre mucho más dolorosa si se la compara con las demás criaturas. Éstas, aunque privadas de inteligencia y aun de sensibilidad, siguen inexorablemente, y sin posible desviación, las leyes de su naturaleza y por ellas consiguen su fin. Las bestias del campo, los peces, las aves, obedeciendo su instinto, llenan su misión; los mismos cielos, obedientes a las leyes fijas, llenan su fin sin desviaciones: Tu palabra, ¡oh Y ave!, es eterna, persiste tanto como el cielo (Ps 118,89). A cada uno de los astros señaló Dios su órbita y su revolución, y ninguno de ellos se desvía; la tierra tiene igualmente su ley y su camino (6).

El hombre, en cambio, cae y se desvía; puede perderse. Ve el bien, piensa rectamente, pero raramente se conforma con él. Se le presentan ideas buenas; las aprecia y de momento las secunda; pero pronto se cansa, si es que no se arrepiente y las abandona. ¿Por qué esta inconstancia y miseria? Porque desprecia al Espíritu Santo; porque no presta oídos a las voces de Dios, ni escucha los mandatos divinos, ni levanta la mirada a la luz que está en la alto (7).

Semejante condición de miseria y de pecado, de fragilidad e inconstancia, sólo podía curarse con la invocación y actuación del reino de Dios en nuestros corazones. Las admirables páginas de San Agustín, de San Juan Crisóstomo y de otros Padres (que pueden consultarse con provecho) ilustran profundamente esta doctrina (8). Bien instruidos en ella y ayudados siempre por la gracia divina, se levantarán los fieles-por pecadores que sean-y esperarán, como el pródigo de la parábola, reanimados por la nostalgia de la casa del padre (9).

(4) En la fe murieron todos sin recibir las promesas; pero viéndolas de tejos y saludándolas y confesándose peregrinos y huéspedes sobre la tierra (He 11,13). Vestíos de toda la armadura de Dios para que podáis resistir a las insidias del diablo, que no es nuestra lucha contra la sangre u la carne, sino contra los principados, contra las potestades (Ep 6,11-12).
(5) Velad y orad para no caer en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es flaca (Mt 26,41). Pues yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena. Porque querer el bien está en mí, pero el hacerlo no (Rm 7,18). Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu, tendencias contrarias a las de la carne (Ga 5,17).
(6) Sécase la hierba, marchítase la flor, cuando sobre ellas pasa el soplo de Yavé (Is 40,7).
(7) Yo estaba en la disposición de los que no me consultaban… Yo decía: Heme aquí, heme aquí, a gente que no invocaba mi nombre. Todo el día tendía yo mis manos a un pueblo rebelde, que iba por caminos malos..., que provocaba mi ira descaradamente (ss.; cf. Is 66,4 Pr 24 Jr 7 Jr 55,15).
(8) SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. 2 ad pop. antioch. : PG 49,33-47; SAN AGUSTÍN, Confesiones, 1,10 c. 28: PL 32,795-796.
(9) Cf. ss.


III. "VENGA A NOS TU REINO"

A) Diversos significados de la palabra "reino"

Reino es una palabra de amplio significado. Para precisarle mejor convendrá analizar las distintas expresiones con que frecuentemente aparece en la Sagrada Escritura.

1) En su sentido más obvio y común, el "reino de Dios" significa el poder que tiene el Señor sobre todo el género humano v sobre toda la creación y la admirable providencia con que rige y gobierna a todas las criaturas. Tiene en sus manos-escribe el profeta-las profundidades de la tierra, y suyas son también las cumbres de los montes (Ps 94,4). "Las profundidades de la tierra" equivale a decir todo lo creado, todo lo que en el mundo se contiene, aun lo más oculto y desconocido para el hombre. ¡Señor, Señor -exclama Mardoqueo en el libro de Ester-, Rey omnipotente, en cuyo poder se hallan todas las cosas, a quien nada podrá oponerse si quisieres salvar a Israel!… Tú eres dueño de todo y nada hay, Señor, que pueda resistirte (Est 13,9-11).

2) Se usa también, y de modo especial, "el reino de Dios" para significar el gobierno y providencia con que Dios rige y se cuida del hombre en la tierra, particularmente de los justos y santos: Es Yavé mi pastor; nada me falta (Ps 22,1); Yavé es nuestro Rey, él nos salva (Is 33,22).

B) El reino de Dios no es de este mundo

Y aunque ya en la vida terrena los justos viven sometidos a la ley de Dios, no obstante, según explícita afirmación de Cristo, su reino no es de este mundo (Jn 18,36). Es un reino que no tuvo su principio en el mundo ni acabará con él.

También los reyes, emperadores y jefes de Estado tienen su reino en el mundo; pero su soberanía tiene su origen en los hombres por medio de elecciones, de violencias o injusticias. Cristo, en cambio, fue constituido Rey y Señor por Dios (10); y su reino es el reino de la justicia: Porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo (Rm 14,17).

Reina en nosotros Cristo por las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad; por medio de ellas participamos de su reino, nos hacemos de modo singular súbditos de Dios y nos consagramos a su culto y veneración. Como San Pablo pudo escribir: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20), también nosotros podemos afirmar: Reino yo, mas no soy yo el que reino; reina en mí Cristo.

(10) Yo he constituido mi rey sobre Sión, mi monte santo (Ps 2,6).

C) El reino de la Gracia y el reino de la Gloria

Llámase a este reino justicia ("el reino de la Gracia") porque es fruto de la justica de Cristo nuestro Señor. Él mismo dice: El reino de Dios está dentro de vosotros (Lc 17,21). Porque aunque Jesucristo reina por la fe en todos los que pertenecen a la Iglesia, su reino se actúa de manera especial en quienes, animados por la fe, esperanza v caridad, son sus miembros puros, santos y vivos: miembros en los que se puede decir que reina la gracia de Dios.

Hay aún otro reino: el de la gloria de Dios. A él se refería Cristo en el Evangelio: Venid, benditos de mi Padre; tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo (Mt 35,24). Éste es el reino que pedía sobre la cruz el buen ladrón: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino (Lc 23,42). A este reino aludía también San Juan en el Evangelio: Quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos (Jn 3,5). Y San Pablo: Ningún fornicario, o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios (Ep 5,5). Es el reino anunciado por el Maestro en varias de sus parábolas (11).

El reino de la gracia precede necesariamente al reino de la gloria, porque es imposible que reine en el de la gloria quien no hubiera reinado antes en el de la gracia de Dios. Cristo nos dijo que la gracia es fuente de agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14).

La gloria, por lo demás, no es más que la gracia perfecta y absoluta. Mientras el hombre -durante la vida terrena- camina en el cuerpo débil y mortal lejos de la patria, tropieza y cae si rechaza el apoyo de la gracia; pero cuando, iluminado por el esplendor de la gloria, entre en la bienaventuranza del reino eterno y en la perfección del cielo, desaparecerá todo pecado y debilidad, sustituido por la plenitud perfecta de la vida (12), y después de nuestra final resurrección reinará Dios en el alma y en el cuerpo. (Cf. art. del Credo "Creo en la resurrección de la carne").

(11) Cf. v. gr. la del sembrador (Mt 13,24); la del grano de mostaza (Mt 13,31); la del pan fermentado (Mt 13,33); la del tesoro y la perla (Mt 13,44), etc.
(12) Al presente, nuestro conocimiento es imperfecto…, cuando llegue el fin desaparecerá eso que es imperfecto (1Co 13,10).


IV. UNIVERSALIDAD DE ESTA PETICIÓN

La petición "Venga a nos el tu reino" tiene una amplitud de intención universal. Pedimos en ella que el reino de Cristo-la Iglesia-se dilate por todas partes; que los infieles y judíos se conviertan a la fe de Jesucristo y reciban en sus corazones la revelación del Dios vivo y verdadero; que los herejes y cismáticos retornen a la verdadera fe y vuelvan a entrar en la comunión de la Iglesia, de la que viven separados.

Pedimos el cumplimiento de las palabras de Isaías: Ensancha el espacio de tu tienda, extiende las pieles que te cubren; no las recojas, alarga tus cuerdas y refuerza tus clavos, porque extenderás a derecha e izquierda, y tu descendencia poseerá las naciones y poblará las ciudades desiertas. Las gentes andarán en tu luz, y los reyes, a la claridad de tu aurora. Alza los ojos y mira en torno tuyo; todos se reúnen y vienen a ti; llegan de lejos tus hijos, y tus hijas son traídas a ancas (Is 54,2-5 Is 60,3-4).

Y puesto que hay muchos aun en la misma Iglesia que confiesan a Dios con las palabras y le niegan con las obras (Tt 1,16), porque-esclavos del demonio, que por el pecado habita en ellos como en casa propia- tienen una fe desfigurada y deforme, pedimos también al Padre que venga para ellos su reino, para que, ahuyentadas las tinieblas del mal, sean iluminados por los rayos de la luz divina y restituidos a su antigua dignidad de hijos de Dios.

Pedimos también para la heredad del Señor la victoria sobre los herejes y cismáticos, sobre los escandalosos y los viles, de manera que, purificado el campo de la Iglesia por el Padre celestial (13), pueda ésta tributarle el homenaje de un culto piadoso y santo en el gozo de una paz serena y tranquila.

Pedimos, por último, que sólo viva y reine en nosotros Dios; que no vuelva a repetirse en nuestras almas la muerte espiritual de que tantas veces fuimos víctimas; que sea absorbida ésta por la victoria de Cristo nuestro Señor, victorioso de todos los enemigos y soberano dominador de todas las cosas (14).

(13) Tiene ya el bieldo en su mano y limpiará su era y recogerá su trigo en el granero, pero quemará la paja en fuego inextinguible (Mt 3,12).
(14) Pero cada uno a su tiempo; el primero, Cristo; luego los de Cristo, cuando Él venga; después será el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino, cuando haya reducido a la nada todo principado, toda potestad y todo poder (1Co 15,23-24; cf. 1Co 15,54 Col 2,15).


V. DISPOSICIONES TARA PODER HACERLA

CONVENIENTEMENTE

Y para mejor penetrar el espíritu de esta petición y merecer ser escuchados por el cielo, recordemos las disposiciones con que deben presentarse al Señor:

1) Es necesario, ante todo, que penetremos el espíritu y sentido de aquella comparación del Maestro: El reino de Dios es semejante a un tesoro escondido en un campo, que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo (Mt 13,44).

Quien consiga formarse una idea adecuada de los tesoros de Cristo y de su reino, despreciará por ellos todas las demás cosas: bienes de fortuna, poder, honores y placeres. Todo lo tendrá por estiércol y por nada comparado con aquel sumo y único bien.

Los bienaventurados que logren conocer y estimar así las cosas no podrán menos de exclamar con San Pablo: Todo lo tengo por daño a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo (Ph 3,8). Ésta es la preciosa margarita de que nos habla el Evangelio; quien logre obtenerla, aunque sea a precio de todos sus bienes terrenos, gozará de la eterna bienaventuranza (15).

¡Que el Señor nos conceda la necesaria luz para poder contemplar en su infinito valor la perla de la divina gracia por la que Él reina en los suyos! Si así fuera, venderíamos con gusto todas nuestras cosas y haríamos la renuncia de nosotros mismos por poseerla y no perderla jamás. Y podríamos decir con verdad: ¿Quién nos arrebatará el amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? (Rm 8,35).

San Pablo nos habla de la divina excelencia de esta perla y del infinito valor de la gloria que nos merece: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman (1Co 2,9; cf. Is 64,3).

2) Una segunda disposición consistirá en saber estimarnos a nosotros mismos en lo que realmente somos: hijos de Adán, arrojados del paraíso y desterrados, dignos únicamente - por nuestros pecados - del odio de Dios y de la condenación eterna.

Esta sola consideración bastará para hacernos comprender con cuánta humildad y compunción hemos de formular a Dios nuestra plegaria. Totalmente desconfiados de nosotros mismos y profundamente confundidos, como el publicano del Evangelio (16), nos acogeremos a la bondad y misericordia de Dios, y lo atribuiremos todo a su benignidad, agradeciéndole profundamente el habernos dado su Espíritu divino, con el cual podemos invocarle: ¡Padre! (17).

Debe ir acompañada nuestra petición al mismo tiempo de una profunda conciencia de lo que hemos de hacer y de lo que hemos de evitar para poder alcanzar el reino que imploramos. Porque el Señor nos llamó no para estar ociosos e inertes (18), sino para la lucha y la conquista: Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora es entrado por fuerza el reino de los cielos y los violentos lo arrebatan (Mt 11,12): Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mt 19,17).

3) No basta, pues, pedir el reino de Dios; es preciso unir a la plegaria nuestros anhelos y nuestras obras. Porque hemos de ser coadjutores y ministros de la gracia de Dios en el camino por donde se llega al cielo (19).

Dios jamás nos abandonará, pues tiene empeñada palabra de estar siempre con nosotros (20); es a nosotros a quienes corresponde no abandonar a Dios ni abandonarnos a nosotros mismos.

De Dios son todas las cosas de que podemos disponer en la Iglesia para nuestra salvación eterna; suyas son las legiones de los ángeles; suya la divina revelación y suyo el tesoro de los sacramentos. Con tan admirables auxilios ha querido el Señor sostenernos y reforzarnos para que estemos seguros de la victoria sobre nuestros enemigos, seguros hasta de poder abatir y humillar al mismo príncipe del mal y a sus demonios.

(15) Es también semejante el reino de los cielos a un mercader que busca preciosa perla, y, hallando una de gran precio, va, vende iodo lo que tiene y la compra (Mt 13,45-46).
(16) El publicarlo se quedó allá lejos y ni se atrevió a levantar los ojos al cielo, y hería su pecho, diciendo: ¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador! (Lc 18,13).
(17) Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! (Rm 8,15).
(18) … Y les dijo: ¿Cómo estáis aquí sin hacer labor en todo el día? (Mt 20,7).
(19) Porque nosotros sólo somos cooperadores de Dios y vosotros sois arada de Dios, edificación de Dios (1Co 3,9).
(20) Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo (Mt 28,20).


VI. CONCLUSIÓN

En una palabra: pidamos ardientemente a Dios que nos haga obrar en todo según su santa voluntad; que venza al reino de Satanás, para que no tenga poder alguno sobre nosotros el último día; que venza y triunfe Jesucristo; que reine su Ley en el mundo entero y sean observados sus preceptos por todos los hombres; que ninguno de éstos se convierta en traidor o desertor de su causa; que todos, viviendo santamente, puedan presentarse un día sin temor en presencia de su divino Rey y entrar a poseer el reino de los cielos, preparado para ellos desde toda la eternidad, donde eternamente felices gocen con Cristo (21).


(21) Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: Venid, benditos de mi Padre… (Mt 25,24).





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CAPITULO IV Tercera petición del Padrenuestro

Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo (Mt 6,10)

I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTA PETICIÓN

Lo ha dicho Cristo en el Evangelio: No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos (Mt 7,21).

Es lógico, pues, que quien quiera entrar en el reino de los cielos pida a Dios el cumplimiento de su voluntad. Y ésta es la razón de haber puesto Cristo en el Padrenuestro esta tercera petición inmediatamente después de la del reino de Dios.

Brota además la necesidad de esta plegaria del hecho mismo de nuestra pobre condición, subsiguiente al pecado original. Por él cayó el hombre en tan extrema miseria espiritual, que corre grave peligro de llegar a perder la misma noción del mal y del bien y, por consiguiente, la misma posibilidad de salvarse.

Dios al crearle imprimió en el corazón del hombre el deseo del bien. Por natural inclinación, las criaturas deseaban y buscaban la consecución de su fin, del cual sota-mente podían desviarse por algún obstáculo externo. Existía, pues, en el hombre como un instinto de la búsqueda de Dios, principio V fin de toda felicidad; instinto elevado y ennoblecido por la razón.

Las criaturas inferiores conservaron siempre este inconsciente y congénito amor del Creador. Criaturas buenas por naturaleza, permanecieron siempre y permanecen aún en la misma condición de bondad.

El hombre, en cambio, abusó del don de la libertad y no se mantuvo en el recto camino de las leyes divinas.

Por el pecado no sólo perdió los bienes de la justicia original con que Dios había enriquecido y ennoblecido su naturaleza, sino también aquella natural inclinación a la virtud ínsita por Dios en su alma: Todos se han descarriado, todos se han corrompido; no hay quien haga el bien; no hay uno solo (Ps 52,4); Los deseos del corazón humano desde la adolescencia tienden al mal (Gn 8,21)

De aquí la general propensión al pecado, el instinto del mal, los malos pensamientos, el ardor de las pasiones desordenadas, la inclinación a la ira, al odio, a la soberbia, a la ambición y a toda clase de pecados (1).

Tan oscurecido y trastornado quedó nuestro espíritu, que ni siquiera advertimos el mal ni lo reconocemos como tal, siendo esta pérdida de conciencia el mayor de los males que pueden acaecemos. ¡Tal fue la extrema abyección y miseria a que nos redujo el pecado!

Víctimas de esta profunda ceguera, llegamos a apreciar y apetecer los mismos males, que nuestras concupiscencias y pasiones nos presentan como bienes; nos sentimos dominados por el irresistible deseo de lo malo y pernicioso y huimos con horror, como de cosa enemiga y odiosa, de la virtud y del bien. Es aquel pensamiento corrompido y aquel juicio pervertido de que hablaba el Señor por Isaías: ¡Ay de los que al mal llaman bien y al bien mal; que de la luz hacen tinieblas y de las tinieblas luz, u dan lo amargo por dulce y lo dulce por amar gol (Is 5,20).

Con justísimo parangón la Escritura dice que el hombre ha perdido el sentido del gusto y, huyendo de los alimentos sanos, apetece ansiosamente los corrompidos y venenosos (2). Como el enfermo, que no tiene ni las fuerzas ni la capacidad del sano, el hombre caído no puede, sin la gracia de Dios, ejercitarse en la virtud ni hacer obras meritorias (3).

Y, aunque lo quisiéramos, el bien que en tales condiciones pudiéramos hacer sería bien pobre cosa, de poca o ninguna importancia para conseguir la eterna salvación. Son demasiado sublimes y superiores a nuestras fuerzas humanas el amor y veneración a Dios tributados de modo digno; jamás podrá conseguir el hombre realizarlos dignamente sin la ayuda de la gracia. Porque somos como los niños inconsiderados, que sin la vigilancia materna se arrojan sobre lo primero que ven, sin reparar si es bueno o peligroso; como niños imprudentes, manejamos alegremente palabras y obras ele destrucción y de muerte: ¿Hasta cuándo, simples, amaréis la simpleza, y petulantes, os complaceréis en la petulancia, y aborreceréis, necios, la disciplina? (Pr 1,22).

Y San Pablo nos exhorta: Hermanos, no seáis niños en el juicio (1Co 14,20).

Mayores son nuestros errores y cegueras que las de los niños, porque a éstos no les falta más que el desarrollo y uso de la prudencia humana, a la que llegarán más tarde con la edad: nosotros, en cambio, estamos privados de la prudencia sobrenatural -necesaria para la salvación eterna-, a la cual jamás podremos aspirar sin la intervención del auxilio divino. Si Dios, pues, no nos socorre y salva con la gracia, rechazaremos los verdaderos bienes y voluntariamente nos precipitaremos en la muerte eterna.

II. NECESIDAD DE UNA LEY

En semejantes condiciones, quien por la gracia de Dios haya conseguido disipar las tinieblas del mal que ofuscan su espíritu y, bajo el látigo de las pasiones, gime por la lucha entablada entre su carne y su alma, atenazado por el espíritu, del mal que le arrastra, ¿cómo podrá dejar de sentir el deseo ardiente de una ayuda y la necesidad de una fuerza superior que de algún modo le salve? ¿Cómo no ha de implorar con urgencia una ley saludable a la que pueda conformar su vida de cristiano? Y esto precisamente es lo que pedimos cuando rezamos: Hágase tu voluntad.

Por rebelión y desobediencia a la ley divina caímos; y es de nuevo su voluntad y ley el remedio eficaz que Dios ofrece a quien invoca su ayuda, para que, conformando a ellas nuestros pensamientos y obras, alcancemos de nuevo la salvación.

Y con el mismo fervor deben pedir este cumplimiento de la voluntad divina quienes viven de Dios, y en cuyo corazón-iluminado con la luz inefable y el gozo del amor- reina ya como soberano el divino querer. Porque también en ellos -aunque vivan en gracia- subsiste la lucha y subsisten las malas tendencias, ínsitas en lo profundo de nuestro ser. La vida de todo cristiano, por privilegiado que sea, se desenvuelve siempre entre continuos peligros de volubilidad y seducción, porque en los miembros de todos permanecen activas las concupiscencias, que pueden desviarnos en cualquier instante del camino de salvación (4). Por esto nos avisaba el Señor: Velad y orad para no caer en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es flaca (Mt 26,41).

No está en la mano del hombre, aunque se trate de justificados por la gracia, vencer definitivamente los apetitos carnales, ni evitar que puedan despertar cuando menos se espere; porque la gracia de Dios sana el alma de los que justifica, pero no la carne, de la cual escribe San Pablo: Pues yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo, no (Rm 7,18). Perdida la justicia original, freno de los apetitos carnales, no puede ya contenernos la sola razón, llegando aquéllos a apetecer contra la misma razón. San Pablo ha escrito que en la carne tiene su sede el pecado, o mejor, el incentivo del pecado (5), significando con ello que el pecado reside en nosotros no como un huésped temporáneo, sino como estable y fija condición de nuestra vida humana. Combatidos constantemente desde dentro y desde fuera, no nos queda otra salida ni otro refugio que la ayuda de Dios; el auxilio divino que imploramos cuando decimos: Hágase tu voluntad.

III. "HÁGASE TU VOLUNTAD"

A) Voluntad de "signo"

La voluntad divina, cuyo cumplimiento imploramos en esta petición, es aquella que los teólogos llaman "voluntad de signo", es decir, la voluntad con que Dios significa al hombre lo que debe hacer y lo que debe evitar. Comprende, por consiguiente, todos los preceptos necesarios para alcanzar la salvación eterna, tanto en materia de fe como en materia de moral y costumbres; todo aquello, en una palabra, que Cristo nuestro Señor-directamente o por medio de su Iglesia-nos ha preceptuado o prohibido hacer. A ella se refería San Pablo cuando escribió: Por esto no seáis insensatos, sino entendidos de cuál es la voluntad del Señor (Ep 5,17); No os conforméis a este siglo…, sino procurad conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta (Rm 12,2).

Por consiguiente, rezar Hágase tu voluntad equivale a pedir la gracia necesaria para obedecer a los divinos mandamientos y para servir a Dios con santidad y justicia todos los días de nuestra vida (Lc 1,74). En otras palabras: imploramos la gracia necesaria para obrar según los deseos del Señor y cumplir fielmente todo cuanto la Escritura dispone y determina como deber de quien ha nacido no del deseo de la carne, sino de Dios (Jn 1,12); para imitar a Cristo, obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Ph 2,8), dispuestos a sufrir cualquier cosa antes que desviarnos de la Ley del Señor.

Quien haya comprendido, por la gracia de Dios, la dignidad y nobleza que hay en servir a Dios, formulará esta plegaria con ardentísimo amor, porque no sólo es cierto que servir a Dios es reinar, sino también que cualquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mt 12,50), es decir, está unido a mí con los lazos más estrechos del amor y de la benevolencia.

Todos los santos se forjaron en la escuela de esta petición; todos pidieron ardientemente la gracia que encierra, multiplicando, a impulsos del ardor que les quemaba, las distintas fórmulas de presentarla: Ojalá sean firmes mis caminos-exclamaba David-en la guarda de tus preceptos (Ps 118,5); Haz que vaya por la senda de tus mandamientos (Ps 118,35); Dirige mis pasos con tus palabras y no dejes que me domine iniquidad alguna (Ps 118,133); Dame entendimiento para saber tus mandamientos (Ps 118,73); Enséñame tus decretos (Ps 118,108); Dame entendimiento para conocer tus mandamientos (Ps 118,125).

B) Detestación de los malos deseos

En segundo lugar quiere ser esta invocación de la voluntad de Dios una explícita detestación de las obras de la carne. De ellas escribe San Pablo: Ahora bien: las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios, embriagueces, orgías y otras como éstas, de las cuales os prevengo, como antes lo hice, que quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios (Ga 5,19-21). Y en otro lugar: Si vivís según la carne, moriréis (Rm 8,12).

Pedimos, pues, a Dios que no nos abandone a los deseos de los sentidos, a nuestra concupiscencia y fragilidad, sino que rija y modele nuestra voluntad en plena conformidad con la suya.

En contraste con el divino querer está especialmente la voluptuosidad, impregnada totalmente de pensamientos, deseos y cuidados de los placeres terrenos. Sus pobres víctimas no conocen obstáculos ni límites a sus deseos impuros y ponen su felicidad en el logro de sus placeres, considerándose plenamente dichosos cuando pueden probar cuanto apetecen. El cristiano, por el contrario, pide a Dios el saber y poder resistir a las concupiscencias de los sentidos, cumpliendo en todo la voluntad de Dios (6).

Ciertamente, no es fácil resistir a las pasiones, y no pocas veces nuestra petición chocará con dificultades no pequeñas. Nos parecerá que, al hacerla, nos odiamos a nosotros mismos; y el mundo nos lo juzgará y echará en cara abiertamente como locura. Sepamos entonces aceptar el insulto por Cristo, fieles a sus consignas: El que quiera venir en pos de mí, niegúese a sí mismo y tome su cruz y sígame (Mt 16,24). Siempre será preferible lo justo y lo honesto a lo ilícito, deforme y contrario a la ley divina y a la misma razón natural, y mejor es haber luchado contra el mal por el bien que conseguir el placer del mal a costa del bien.

C) Renuncia a nuestras equivocadas aspiraciones

Y no sólo pedimos a Dios en esta plegaria que impida el mal que neciamente pudiéramos haber deseado, sino también que nos escuche cuando queremos alguna cosa que nos parece buena-engañados inconscientemente por el enemigo-, pero que en realidad es contraria a la divina voluntad (7). Sincera y buena era, sin duda, la intención de Pedro cuando trataba de convencer al Maestro de que no debía ir al encuentro de la muerte (8); sin embargo, el Señor le reprende ásperamente, porque eran las suyas, aunque buenas, razones dictadas por el sentimiento humano y no por el Espíritu divino. Expresión sincera de un gran amor a Cristo fueron, sin duda, también las palabras de los "hijos del trueno", Santiago y Juan, cuando invocaban del cielo el castigo del fuego sobre los samaritanos, que no quisieron recibir y hospedar a su Maestro; y el Señor les responde igualmente: No sabéis a qué espíritu pertenecéis; porque el Hijo del hombre no vino a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas (Lc 9,56).

Hemos de pedir a Dios el cumplimiento de su voluntad cuando nuestros deseos, aunque no se trate de cosas en sí malas, no se conforman, sin embargo, al querer y disposiciones de su divino beneplácito. La naturaleza, por ejemplo, nos impulsa instintivamente a desear y pedir todo lo que representa algún bien para la vida material y a rehusar todo lo que pueda resultarnos doloroso o difícil. Norma estupenda de oración debe ser siempre para nosotros el abandono absoluto en manos de Dios, a quien debemos la salud y la vida, como lo hizo Cristo en Getsemaní, estremecido ante la eminencia de su dolorosísima pasión y muerte: Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22,42).

D) Ayuda divina

No olvidemos, por último, que, aun después de haber conseguido victoria sobre nuestras pasiones, sobre nuestros gustos y deseos naturales, y aun después de haber sometido generosamente nuestra voluntad a la divina, aun entonces tío nos será posible evitar el pecado sin la ayuda divina. Tanta es la corrupción de nuestra naturaleza, que, si Dios no nos protege del mal y nos sostiene en el bien, seguiremos cayendo aún.

Humildemente hemos de pedir en esta petición la ayuda y protección divina, suplicando a Dios que perfeccione la obra comenzada, que refrene las continuas rebeliones de nuestros sentidos, que las someta definitivamente a los deseos de la razón; en una palabra, que conforme a su divino querer toda nuestra vida y se realice su voluntad en todos los hombres (9). Abrazamos así, con nuestra plegaria, a la humanidad entera, pidiendo a Dios que el misterio divino escondido desde los siglos y desde las generaciones sea revelado y manifestado a todas las gentes (Col 1,26).

IV. "ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO*'

A) Como los ángeles y santos

Expresa, además, esta petición del Padrenuestro el modo de nuestra conformidad con el divino querer: "Como en el cielo"; es decir, como viven los ángeles y santos en el cielo el divino beneplácito: con la máxima espontaneidad y con la más suprema alegría.

Quiere el Señor que la obediencia y alabanza del hombre vaya siempre animada por el amor, pero un amor puro y ardentísimo; y que solamente nos estimule la esperanza del premio, en cuanto plugo al Señor infundírnosla como un nuevo don de su amor. Toda nuestra esperanza, por consiguiente, debe basarse en el amor de Dios, que quiso fijar la felicidad del cielo como premio a. nuestro amor a Él.

No es el amor el que debe depender de la esperanza, sino la esperanza del amor; de manera que, sin el premio ni la recompensa, el hombre debe amar y servir a su Señor movido únicamente por la caridad filial. El saber que con ello agradamos al Padre que está en los cielos será nuestra mayor y mejor recompensa. Otra cosa sería interés egoísta, pero nunca amor verdadero.

La expresión Así en la tierra como en el cielo índica, pues, la norma de nuestro servicio: semejante al de los ángeles, cuya perfectísima sumisión y obediencia a Dios expresaba David en aquellas palabras: Bendecid a Yavé vosotras, todas sus milicias, que le servís y obedecéis su voluntad (Ps 102,21).

San Cipriano y otros autores, en las palabras en el cielo y en la tierra ven designados a los buenos y a los malos, al espíritu y a la carne, entendiendo así la totalidad de las cosas sometidas al divino querer: todas y en todo obedeciendo a Dios (10).

B) Reconocida gratitud

Contiene además esta petición un sentimiento de reconocida gratitud. Al invocar y venerar la divina voluntad, veneramos y ensalzamos a Dios, que con su infinito poder creó todas las cosas, y, convencidos de que todo lo ha hecho bien, le agradecemos cuanto en nosotros y por nosotros se ha dignado obrar.

Él es, en efecto, la Omnipotencia que ha creado todo cuanto existe; y Él es el Sumo Bien, que todo lo hizo bien, derramando en todas las cosas su misma bondad infinita.

Y, si no siempre somos capaces de penetrar los divinos designios, acordémonos siempre de aquellas palabras escritas sin duda para nuestra limitada capacidad: ¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuan insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! (Rm 11,33).

Acatemos agradecidos la voluntad de Dios, nuestro Padre, que nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor (Col 1,13).

V. DISPOSICIONES CON QUE DEBE RECITARSE

ESTA PETICIÓN

A) Humildad

Insistamos en la profunda humildad con que debe el hombre, de rodillas, recitar esta plegaria. Humilde, porque se ve inclinado al mal e impotente frente a sus desordenadas pasiones. Humilde y sonrojado, al sentirse superado por las criaturas inferiores en su sumisión y obediencia al Creador; mientras de ellas pudo decir la Escritura: Todo te sirve (Ps 118,91), el hombre se siente tan débil, que no solamente no puede acabar por sí solo cualquier obra buena y agradable al Señor, mas ni siquiera iniciarla sin la ayuda divina (11).

B) Alegría

Con la humildad debe acompañar nuestra plegaria la alegría más intensa. Porque nada hay ni puede haber más grande y magnífico que servir a Dios siguiendo sus caminos y conformar nuestra vida a su beneplácito, abdicando completamente de nuestra voluntad. La Sagrada Escritura está llena de terribles ejemplos y de castigos con los que Dios sabe castigar y humillar a quienes se rebelan contra su voluntad (12).

C) Santo abandono

Y junto a la humildad y alegría, sepamos poner en nuestra petición una saliente nota de sencillo y total abandono en la voluntad divina. En este santo abandono encontrará el cristiano su mayor fuente de fortaleza y fidelidad; cada uno deberá perseverar en el deber y en el bien, aunque lo valore inferior a sus méritos (13); perseverará en el deber y en el bien, aunque haya de renunciar a sus propios criterios y gustos, por uniformarse totalmente al divino querer. Todo lo aceptará de Aquel que sabe proveer, mejor que nosotros mismos, a nuestra vida, sabiendo que la pobreza, las enfermedades, persecuciones, dificultades y cruces no suceden sin o contra la voluntad de Dios, en quien hay que buscar la razón última de todas las cosas. Nada, por consiguiente, será capaz de abatirnos, ni mucho menos de hacernos desesperar. Con invicta constancia y supremo amor, siempre y en todo repetiremos: Hágase la voluntad del Señor (Ac 21,14); o como el santo Job: Yavé me lo dio, Yavé me lo ha quitado. ¡Sea bendito el nombre de Yavé! (Jb 1,21).


(1) Pero, sí hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí; por consiguiente, tengo en mí esta leu: que queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega (Rm 7,21-22).
(2) Ya no beben el vino entre cantares, v las bebidas son amargas al que las bebe (Is 24,9). Los padres comieron los agraces y los dientes de tos hijos tienen dentera (Ez 18,2).
(3) Ten misericordia de mí, ¡oh Yavé!, pues que soy débil. Sáname, Yavé, tiemblan todos mis huesos (Ps 6,2; cf. Ps 196,12).
(4) Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen (Jc 1,14; cf. Jc 4,1).
(5) Pero, sí hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí (Rm 7,20).
(6) Antes vestíos del Señor Jesucristo, y no os deis a la carne para satisfacer sus concupiscencias (Rm 13,14).
(7) Y no os maraville, pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz (2Co 11,14).
(8) Cf. Mt 16,22-23.
(9) El cual quiere (Dios) que tocios los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad (1Tm 2,4).
(10) SAN CIPRIANO. Sermo de Otat. Domini: PL 2,546-548.
(11) Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me confirió no ha sido estéril… (1Co 15).
(12) Cf. el caso del Faraón, Ex 4,5-6ss.
(13) Cada uno permanezca en el estado en que fue llamado. Así, pues, os exhorto yo, preso en el Señor, a andar de vna manera digna de la vocación con que fuisteis llamados (Ep 4,1).





Catecismo Romano ES 4200