Catecismo Romano ES 4600

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CAPITULO VII Sexta petición del Padrenuestro

No nos dejes caer en la tentación (Mt 6,13)

I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTA PETICIÓN

Es un dato de experiencia espiritual que precisamente cuando los hijos de Dios han conseguido el perdón de sus pecados y, animados de generosos propósitos, se consagran enteramente al servicio de Dios y a la extensión de su reino por la fiel sumisión a su voluntad y providencia amorosa, el enemigo rabia más que nunca contra ellos y trata de combatirles y vencerles con nuevos ardides y más poderosos obstáculos (1).

Y no es infrecuente el caso de quienes, enfriados los primeros fervores, recaen de nuevo en la vida del pecado y aun llegan a peores extremos que antes. San Pedro escribió de ellos: Mejor les hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia que, después de conocerlo, abandonar los santos preceptos que les fueron dados (2P 2,21).

Por esto nos mandó Cristo hacer esta nueva petición: No nos dejes caer en la tentación. Para que aprendiéramos a implorar cada día la poderosa y paternal ayuda de Dios, convencidos de que sin el apoyo de su divino auxilio caeremos en los lazos del enemigo de nuestras almas. También en el discurso de la última Cena, refiriéndose a la guarda de la pureza del corazón, recomendaba Cristo a los apóstoles: Velad y orad pava no caer en la tentación (Mt 26,41).

(1) Cuando un espíritu impuro sale de un hombre, recorre los lugares áridos buscando reposo, y no hallándolo, se dice: volveré a la casa de donde salí; y viniendo la encuentra barrida y aderezada. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él, y, entrando, habitan allí, y vienen a ser las postrimerías de aquel hombre peores que los principios (Lc 11,24-26).


II. SU NECESIDAD

A.) Por la debilidad y miserias que en nosotros dejó el pecado de origen

Plegaria necesaria a todos - y conviene inculcarlo muchísimo a los fieles -, porque la vida de todos se desenvuelve entre continuos y graves peligros.

Una nueva constatación de la necesidad que el hombre tiene de esta divina ayuda es la misma debilidad de nuestra naturaleza, constantemente inclinada al mal; debilidad subrayada por Jesús en aquellas palabras tan profundamente verdaderas: El espíritu está pronto, pero la carne es flaca (Mt 26,41). Ella es precisamente la causa de tantas y tan serias caídas, frecuentemente irreparables.

Un ejemplo bien significativo de esto lo tenemos en los apóstoles, quienes, habiendo afirmado hacía poco que seguirían al Maestro a toda costa, a la primera señal de peligro huyen y le abandonan (2). Pedro había asegurado: Aunque tenga que morir contigo, no te negaré (Mt 26,35); y bien pronto, atemorizado por las palabras de una simple sirvienta, afirmará con juramento que no conoce a Jesús (3).

Si, pues, los mismos santos temblaron y cayeron por la debilidad de la naturaleza humana, en que habían confiado, ¿qué no seremos capaces de hacer quienes tan lejos nos encontramos de la santidad?

La vida del hombre sobre la tierra es lucha continua y tremenda, porque esta nuestra alma que llevamos en cuerpos frágiles y mortales se ve asediada y asaltada por todas partes por la carne, el mundo y el demonio (4). Cada día experimentamos las punzadas de todos los pecados capitales y apetitos inferiores; cada día sufrimos sus rabiosos ataques y sentimos en nuestras carnes sus mordiscos (5). ¡Qué difícil nos resulta no recibir alguna herida de muerte!

(2) Entonces iodos los discípulos le abandonaron y huyeron (Mt 26,56).
(3) Entre tanto Pedro estaba sentado fuera en el atrio; se le acercó una sierva, diciendo: Tú también estabas con Jesús de Galilea. Él negó ante todos... Y de nuevo negó con juramento (Mt 26,69-72 Mc 14,76ss.).
(4) ¿No es milicia la vida del hombre sobre la tierra? (Jb 7,1). Os envío como ovejas en medio de lobos (Mt 10,16 1Jn 2,16).
(5) He venido a separar al hombre de su padre, y a la hija, de su madre…, y los enemigos del hombre serán los de su casa (Mt 10,36).


B) Por el poder del demonio

Batalla tanto más difícil cuanto, según testimonio de San Pablo, hemos de combatir no solamente contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires (Ep 6,12).

Las luchas de Satanás y de los demonios contra el hombre unas veces son externas (cuando abiertamente nos asaltan) y otras internas (cuando tratan de insinuarse y penetrar subrepticiamente en el alma, de manera que apenas podamos defendernos).

San Pablo llama a los demonios con diversos nombres:

a) Principados, por la excelencia de su naturaleza, que es espiritual y supera en perfección a la de las cosas y a la del mismo hombre;

b) Potestades, porque también su poder supera a las fuerzas del hombre;

c) Dominadores de este mundo tenebroso, porque no habitan y custodian el mundo de la luz -las almas de los justos-, sino el de las tinieblas -los pobres encenagados en una vida de desórdenes y pecados-;

d) Espíritus malos, porque hay dos clases de males: los del espíritu y los de la carne; éstos proceden del deseo de los bienes sensibles y no paran hasta precipitarnos en la lujuria; aquéllos los constituyen los deseos de las pasiones, que actúan en la parte superior del alma: deseos interiores tanto más innobles y culpables cuanto que la mente y la razón son la más alta nobleza del hombre.

e) Espíritus de los aires, ya por su naturaleza espiritual de ángeles caídos, ya porque pretenden con la malicia de su lucha privarnos de la felicidad celestial.

Por estas palabras del Apóstol podrá fácilmente entenderse de cuan grandes fuerzas disponen los demonios, el odio inmenso que sienten hacia nosotros y la terribilidad de la guerra incesante que promueven sin paz y sin tregua.

Su desmesurada audacia aparece en aquellas palabras de Satanás: Subiré a los cielos; en lo alto, sobre las estrellas de Dios, elevaré mi trono (Is 14,13); y en los asaltos a los primeros padres en el paraíso (6), a los profetas (7), a los apóstoles, queriéndoles cribar como al trigo (Lc 22,31), y aun al mismo Jesucristo (8).

De su insaciable ambición y su incansable actividad nos dice San Pedro: Vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar (1P 5,8).

Frecuentemente, además, no es un sólo demonio, sino muchos y coligados quienes nos acometen para perdernos. Preguntando Cristo a un poseso por su nombre, respondió el demonio: Legión es mi nombre (Lc 8,9). Y en otra ocasión el mismo Señor nos dice que el demonio va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando habitan allí, viniendo a ser las postrimerías de aquel hombre peores que sus principios (Mt 12,45). Muchos hombres, porque no experimentan físicamente estos asaltos del demonio, llegan a dudar de su misma existencia. Quizá no necesiten efectivamente ser asaltados ni tentados, porque son posesión segura del enemigo por su falta de piedad, de caridad y de otras virtudes cristianas (9). No hay en ellos intereses que conquistar y el demonio se guarda muy bien de turbar a quien ya posee y en cuyas almas ha establecido, con voluntario consentimiento de los mismos, su morada permanente. En cambio, se cuida muy bien de acechar, odiar y combatir con los más encarnizados medios a quienes, totalmente entregados a las exigencias de la vida cristiana, procuran vivir en la tierra una vida digna del cielo.

La Sagrada Escritura nos ofrece numerosos y muy significativos ejemplos en Adán, David, Salomón, etc., quienes bien tristemente experimentaron las violencias y astucias del demonio, a quien no es posible resistir con las solas fuerzas humanas (10). ¿Cómo habremos de sentirnos, pues, seguros nosotros?

No nos queda otro remedio que rogar a Dios con pureza de intención y fervor de voluntad para que no permita que seamos tentados sobre nuestras fuerzas, antes disponga con la tentación el éxito para que podamos resistirla (1Co 10,13).

La fe nos asegura que, refugiados en el puerto de la oración, nada podrán contra nosotros las más embravecidas olas de las tentaciones. Satanás, con todo su poder y con todo su odio, no puede tentarnos ni asaltarnos cuanto o cuando quiere, porque su poder, en último término, depende absolutamente del poder y permisión de Dios. Job no pudo ser tentado hasta que el Señor no dio permiso a Satanás: Mira, todo cuanto tiene lo dejo en tus manos (Jb 1,12); como nada pudo hacer contra su persona, por la limitación que Dios puso en su poder: Pero a él no le toques (Jb 1,12). Tan vinculada está la fuerza del demonio, que no puede siquiera disponer de las cosas ni de los animales. Sólo con expreso permiso de Cristo pudieron invadir la manada de cerdos de que nos habla el Evangelio (11).

(6) Cf. Gn 3,1.
(7) Cf. Jb 1,6 Jb 2,1 1Ch 2,1.
(8) Y, acercándose el tentador, le dijo: Si eres Hijo de Dios… (Mt 4,3).
(9) Díjole Holofeones: … yo nunca hice daño a nadie que estuviera dispuesto a servir a Nabucodonosor (Jdt 11,1). Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece (Jn 15,19).
(10) Cf. Gn 3,2 2R 11,2-3; 1R 11; Jdt 16,4; 2R 4,13 Ez 4 2R 20,3.
(11) Cf. Mt 8,31 Mc 5,1 Lc 8,32.


III. "NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN"

Para llegar a comprender todo el sentido y valor de esta plegaria será necesario primero conocer qué es la tentación y qué es caer en ella.

A) La tentación

1) "Tentar" significa, de una manera general, hacer un experimento (una prueba) para poder conocer lo que ignoramos y deseamos averiguar. Dios no tiene necesidad de tentarnos de esta manera, porque conoce perfectamente todas las cosas: No hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia (He 4,13).

2) Más concretamente, la tentación es una prueba que utilizamos para conocer el bien o el mal.

a) El bien: cuando se pone a una persona en situación de ejercitar la virtud para poder premiarla y presentarla como ejemplo. Y este modo de tentar es el único que conviene a Dios en relación con las almas. El Deuteronomio dice: Te prueba Y ave, tu Dios, para saber si amas a Yavé, tu Dios (Dt 13,3).

Así nos tienta el Señor con pobreza, enfermedad y otras adversidades para probar nuestra paciencia y fidelidad. Abraham fue tentado de esta manera con la imposición del sacrificio de su hijo, y por su obediencia vino a ser modelo de fe y de sacrificio (12). Y de Tobías dice la Escritura: Por lo mismo que eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación te probase (Tb 12,13).

b) El mal: cuando una persona es inducida al pecado.

Y ésta es la misión propia del demonio, llamado precisamente en la Escritura el tentador (Mt 4,3). Unas veces se vale para ello de estímulos internos, utilizando como medios los mismos sentimientos y apetitos de las almas; otras veces nos ataca con medios externos, por medio de las riquezas y bienes terrenos, para ensoberbecernos, o por medio de hombres pecaminosos, de que quiere valerse para desviarnos. Entre estas criaturas, verdaderos emisarios de Satanás, figuran en primera línea los herejes, que, levantados en la cátedra de la pestilencia. (Ps 1,1), difunden el veneno de sus doctrinas erróneas, induciendo a las almas, ya inclinadas al mal o vacilantes e inciertas entre la virtud y el vicio, a errores frecuentemente fatales.

(12) Cf. Gn 22,1.


B) La caída

Caemos en la tentación cuando cedemos a ella. Y esto puede suceder de dos maneras:

1) Cuando, removidos de nuestro estado, nos precipitamos en el mal, al que nos empujó la tentación. En este sentido, ninguno puede ser inducido a la tentación por Dios, porque para nadie puede ser causa de pecado el Dios que odia a los obradores de la maldad (Ps 5,6). El apóstol Santiago dice: Nadie en la tentación diga: soy tentado por Dios. Porque Dios ni puede ser tentado al mal ni tienta a nadie (Jc 1,13).

2) Cuando alguno, sin tentarnos él personalmente, no impide -pudiéndolo hacer- que otros nos tienten ni impide que caigamos en la tentación. De esta manera puede permitir el Señor que sean probados los justos, aunque nunca deja de concederles las gracias necesarias para poder vencer.

A veces el Señor, por justos y misteriosos motivos o porque así lo exigen nuestros pecados, nos abandona a nuestras solas fuerzas y caemos.

Dícese también que Dios nos induce a la tentación cuando somos nosotros los que, utilizando para el mal los beneficios que Él nos concede para el bien, cometemos el pecado, como el hijo pródigo, que despilfarró en una vida lujuriosa la herencia recibida del padre (13).

San Pablo dice: Hallé que el precepto que era pava vida, fue para muerte (Rm 7,10).

El profeta Ezequiel aduce un ejemplo histórico. La ciudad de Jerusalén, enriquecida por Dios con tal cantidad de riquezas y dones que hizo exclamar al profeta: Extendióse entre las gentes la fama de tu hermosura, porque era acabada la hermosura que yo puse en ti (Ez 16,14), lejos de agradecérselo al Señor, tan magnífico con ella, y de servirse de los beneficios divinos para el bien y para la salvación eterna, rechazado todo pensamiento de los frutos celestes, se arrojó desordenadamente a los placeres terrenos y pecaminosos. El profeta la reprocha severamente en nombre de Dios y la amenaza con castigos terribles (14).

Caen en la misma nota de ingratitud a Dios quienes, colmados de beneficios y bienes divinos, se sirven de ellos para una vida viciosa. Ésto, ciertamente, no sucede sin la permisión del Señor. La Sagrada Escritura lo afirma con palabras tan expresivas, que han de interpretarse muy rectamente para no llegar a creer que Dios obra directamente el mal: Yo endureceré el corazón de Faraón (Ex 4,21); Endurece el corazón de ese pueblo, tapa sus oídos (Is 6,10); Los entregó Dios a las pasiones vergonzosas… y a su réprobo sentir (Rm 1,26-28). Expresiones todas que indican no una acción directa de Dios, sino una mera permisión divina del mal voluntario del hombre.

(13) Cf. Lc 15,1-14.


C) Qué no pedimos y qué pedimos

Supuestas estas premisas doctrinales, no será ya difícil precisar el objeto de esta petición.

1) Es claro que no pedimos en ella vernos absolutamente inmunes de toda posible tentación. Porque la vida del hombre sobre la tierra-ha escrito Job-es milicia (Jb 7,1).

Más aún: la tentación es útil como prueba eficaz de nuestras fuerzas espirituales; por ella nos humillamos bajo la poderosa mano de Dios (1P 5,6) y, luchando con energía, esperamos la corona inmarcesible de la gloria (1P 5,4), porque no será coronado en el estadio sino el que compita legítimamente (2Tm 2,5). Santiago añade: Bienaventurado el varón que soporta la tentación, porque, probado, recibirá la corona de la vida que Dios prometió a los que le aman (Jc 1,12). Y cuando más dura nos resulte la lucha, pensemos que tenemos en nuestro favor un Pontífice que puede compadecerse de nuestras flaquezas, habiendo sido Él mismo tentado antes en todo (He 4,15).

2) Pedimos en esta invocación el socorro divino necesario para no consentir, engañados, en las tentaciones ni ceder a ellas por cansancio; pedimos que nos ayude la divina gracia contra los asaltos del mal y que nos reanime cuando desfallezcan nuestras energías de resistencia.

De aquí la necesidad de una constante súplica del auxilio divino contra las fuerzas del mal, y especialmente cuando se presente de hecho la tentación y nos veamos en peligro de caer. David oraba de esta manera contra la tentación de mentir: No quites jamás de mi boca las palabras de verdad (Ps 118,43); contra las de avaricia: Inclina mi corazón a tus consejos, no a la avaricia (Ps 118,36); y contra la vanidad y los halagos de los apetitos: Aparta mis ojos de la vista de la vanidad (Ps 118,37). Y así hemos de orar nosotros para que no condescendamos con los deseos de la carne, para que no nos cansemos de luchar ni nos apartemos del camino de la virtud (15); para que sepamos conservar siempre sereno en Dios nuestro espíritu, lo mismo en la alegría que en el dolor; para que nunca nos veamos privados de la necesaria ayuda divina; para que sepamos superar y vencer todos los asaltos de Satanás centra nuestra vida espiritual.

(14) También el pan que yo te diera… se lo ofreciste en ofrenda de suave olor… Y a más de esto, tomaste a tus hijos y a tus hijas, los que habías engendrado para mí, y se los sacrificaste… (Ez 16,19-20).
(15) Traed, pues, a vuestra consideración al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo, para que no decaigáis de ánimo rendidos por la fatiga (Ac 12,3).

D) Confianza en Dios

Contiene, por último, esta petición del Padrenuestro algunos frutos de vida y profunda meditación para nuestras almas.

1) En primer lugar, nos recuerda nuestra inmensa fragilidad y humana debilidad. De esta consideración brotará una profunda desconfianza en nuestras fuerzas, y una ilimitada confianza en la misericordia de Dios, y una animosa serenidad en los peligros, fruto de la confianza en ese valiosísimo y seguro auxilio divino.

¡Cuántas cosas aleccionadoras nos narra la Sagrada Escritura! José fue librado por Dios de los vergonzosos deseos de aquella mujer impúdica y, por la victoria de la tentación, levantado a la gloria del poder (16); Susana fue defendida de las nefandas acusaciones de aquellos dos viejos procaces porque su corazón estaba lleno de confianza en Dios (Da 13,34); Job pudo triunfar del mundo, del demonio de la carne (17).

2) Pensemos en segundo lugar que es Jesucristo, nuestro Señor, el divino jefe que nos guía por la lucha a la victoria. Él venció al demonio (18); Él es el más fuerte, que le vencerá, le quitará las armas en que confiaba y repartirá sus despojos (Lc 11,22). Él mismo nos dice por San Juan: Confiad: yo he vencido al mundo (Jn 16,33). Y en el Apocalipsis se le llama el león vencedor… que salió victorioso y para vencer aún (Ap 5,5 Ap 6,2). Y en esta su victoria radica y se funda para todo cristiano la certeza de vencer también con Cristo.

San Pablo, en su Epístola a los Hebreos, enumera las espléndidas victorias de los buenos, que por medio de la fe subyugaron reinos… y obstruyeron la boca de los leones (He 11,33). Y cada día las almas santas, unidas a Cristo por la fe, esperanza y caridad, continúan la serie gloriosa de estos triunfos, internos y externos, sobre el poder de los demonios: triunfos tan espléndidos, que, si nos fuese dado contemplarlos con los ojos del cuerpo, juzgaríamos que el mundo no puede ofrecernos espectáculo más sublime. De estas espirituales victorias escribirá San Juan: Os escribo, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno (Jn 2,14).

3) Las armas de nuestra lucha no son la ociosidad, el sueño, el vino o la lujuria, sino la oración, el trabajo, la vigilancia, la mortificación y la castidad. Velad y orad -nos dice el Señor-para no caer en la tentación (Mt 26,41). Huid al diablo-comenta Santiago-, y huirá de vosotros (Jc 4,7).

4) La fuerza de nuestra victoria está sólo en el poder de Dios. Nadie puede complacerse en los triunfos como si fueran suyos, ni ensoberbecerse con ellos, ni confiar en sus solas fuerzas. No está en nuestro poder la victoria, ni podemos fiarnos para nada de nuestra impotente fragilidad humana. Es Dios quien nos concede las energías para luchar, y es Él quien adiestra nuestras manas para el combate, y nuestros brazos para tender el arco de bronce (Ps 17,36), por cuya virtud rompióse el arco de los poderosos y se ciñeron los débiles de fortaleza (1R 2,4); Él es el que nos entrega su salvador escudo, su diestra la que nos fortalece y su solicitud la que nos engrandece (Ps 17,36); Él es quien adiestra nuestras manos para la guerra y nuestros dedos para el combate (Ps 143,1).

5) De aquí el agradecido reconocimiento que debemos a Dios por la ayuda en la lucha y en la alegría del triunfo. Gracias sean dadas a Dios-escribe San Pablo-, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo (1Co 15,57). Y San Juan en el Apocalipsis: Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque fue precipitado el acusador de nuestros hermanos…, pero ellos le han vencido por la sangre del Cordero (Ap 12,10-11). Y en otro pasaje: Éstos pelearán con el Cordero, y el Cordero leus vencerá (Ap 17,14).

E) La esperanza del premio

Una última palabra sobre los premios -"coronas", en frase de San Pablo- que Dios reserva y concederá a los victoriosos.

El vencedor -recuerda el Apocalipsis- no sufrirá daño de la segunda muerte…; el que venciere, ése se vestirá de vestiduras blancas, jamás borraré su nombre del libro de la vida v confesaré su nombre delante de mi Padre u delante de sus ángeles…; al vencedor yo le haré columna en el templo de mi Dios y no saldrá ya jamás fuera de él…; al que venciere le haré sentarse conmigo en mi trono, así como también vencí, y me senté con mi Padre en su trono (Ap 2,11 Ap 3,5 Ap 3,12 Ap 3,21).

Y, descrita la gloria de los santos y los bienes eternos de que gozarán en el cielo, concluye San Juan: El que venciere, heredará estas cosas, y seré su Dios, y él será mi hijo (Ap 21,7).


(16) Cf. Gn 39,7ss.
(17) Cf. todo el libro de Job.
(18) Dijole Jesús: También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios (Mt 44,7).



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CAPITULO VIII Séptima petición del Padrenuestro

Líbranos del mal (Mt 6,13).

I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTA PETICIÓN

En esta última petición del Padrenuestro resumió Jesucristo, en cierta manera, todas las anteriores. De ella se sirvió Él mismo en la última Cena para invocar de su Padre la salvación de todos los hombres: Te pido que los guardes del mal (Jn 17,15).

Todo el espíritu y significado de la oración dominical está comprendido en esta última plegaria con que el Señor nos mandó-dándonos Él ejemplo-orar. Obtenido lo que en ella se pide-comenta San Cipriano-, nada nos resta por desear. En ella vedimos de manera absoluta la protección de Dios contra el mal; conseguida ésta, saldremos victoriosos con absoluta certeza de los asaltos del mundo y del demonio (1).

Si en la petición anterior pedíamos el poder evitar la culpa, en esta pedimos ser librados de la vena. No es necesario insistir en el número y en la gravedad de los males, desgracias y adversidades que constantemente nos oprimen, como tampoco en la absoluta necesidad que tenemos de la ayuda de Dios. Sin necesidad de recurrir a los muchos y extensos tratados-tanto sagrados como profanos-escritos sobre esta materia, bástenos la propia y ajena experiencia cotidiana de los mismos. El hombre, nacido de mujer, vive corto tiempo y lleno de miserias: brota como una flor, y se marchita; huye como sombra, y no subsiste (Jb 14,1-2).

Cada día es para nosotros un nuevo dolor, según testimonio del mismo Cristo: Bástele a cada día su afán (Mt 6,34); porque, si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame (Lc 9,23).

En tan difícil y peligrosa situación, el hombre siente necesidad imperiosa de acercarse a Dios para que le libre del mal Nada nos estimula tanto a pedir como la necesidad, el deseo y la esperanza de vernos libres de los males que nos oprimen o amenazan. Y sólo Dios es el refugio instintivo del hombre que sufre. Por esto dijo David: Cubre su rostro de ignominia y busquen tu nombre, ¡oh Yavé! (Ps 82,17); Multiplican sus dolores los que se van tras los dioses ajenos (Ps 15,4).

(1) SAN CIPRIANO Setm. 6 de Orat. Domini: PL 2,525.


II. ESPÍRITU CON QUE DEBE HACERSE

Es cierto que las almas acuden espontáneamente a Dios cuando las visita alqún dolor y peligro; pero también lo es que, aunque se sufre mucho y se ora mucho en el sufrimiento, no siempre se sufre y se ora como se debe. Convendrá, pues, aclarar convenientemente estos conceptos.

1) Hay muchos que oran trastornando comnletamente el orden establecido por Cristo. Porque el mismo Señor, que nos manda refugiarnos en Él en el día de la desventura (Ps 49,15), nos ordena también pedir, antes que la liberación de nuestros males, la santificación del nombre divino, el advenimiento de su reino y el cumplimiento de su voluntad. A estos cristianos, en cambio, frecuentemente les hace ser más solícitos un simple dolor de cabeza o de pies, una ruina económica, un peligro terreno, el hambre, la guerra, la sequía de los campos…, que los grandes y supremos intereses espirituales. Buscad primero el reino y su justicia -nos ha dicho Jesús-, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6,33).

Quienes saben pedir como deben, subordinan a la gloria de Dios y al bien de su alma la misma liberación de los males terrenos. Por esto David, después de haber suplicado: ¡Oh Yavé!, no me castigues en tu ira, añade inmediatamente: Pues en la muerte no se hace memoria de ti, y en el sepulcro, ¿quién te alabará? (Ps 6,2 Ps 6). Y en otra ocasión, después de haber implorado la misericordia divina (2), agrega: Yo enseñaré a los malos tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti (Ps 50,15).

Así debe ser siempre la oración de todo cristiano.

2) Aquí radica la diferencia esencial entre la oración cristiana u la de los paganos. También éstos piden a Dios que les libre de sus enfermedades y males; pero ponen su principal esperanza en sí mismos, en las fuerzas de la naturaleza, de la medicina, de la magia y aun del demonio. Recurren a cualquier medio y se agarran a cualquier esperanza con tal de conseguir el bienestar humano, supremo interés de su vida y plegarias.

El cristiano, en cambio, en la enfermedad y en lo adverso busca su refugio fundamentalmente en Dios, a quien reconoce como autor de todo bien y único liberador del mal; cree además que toda la eficacia de los remedios humanos se deriva de Él y debe siempre subordinarse a su divino querer y gloria. Es el Señor - dice el Eclesiástico - quien hace brotar de la tierra los remedios, y el hombre prudente no los desecha (Si 38,4). Los hijos de Dios, más que en la medicina, creen en el Dios de su salud. La Sagrada Escritura reprende enérgicamente a aquellos que, fiados en las ciencias humanas y en sus inventos, se olvidan de invocar el auxilio divino.

Los que creen y esperan en Él, en cambio, deben abstenerse de todos los remedios que consta no han sido ordenados por Dios para la salud del hombre, especialmente si son sospechosos de magia o superstición, que han de ser siempre rechazados, aunque nos constase que por ellos habíamos de conseguir la salud (3).

El cristiano debe poner toda su confianza en Dios. La Escritura nos ofrece numerosos ejemplos de su intervención en favor de quienes, llenos de esta confianza, buscaron en la oración el remedio de sus males. Recordemos los casos de Abraham, de Jacob, de Lot, de José, de David, etcétera (4). Y en el Nuevo Testamento se repetirán de nuevo los numerosos ejemplos, que no es necesario aducir. Concluyamos con el salmista: Clamaron los justos, y Yavé los oyó y los libró de todas sus angustias (Ps 33,18).

(2) ¡Apiádate de mí, oh Dios, según tus piedades! Según la muchedumbre de tu misericordia borra mi iniquidad (Ps 50,3).
(3) Enfermó Asa de los pies…; pero tampoco en su enfermedad buscó a Yavé, sino a los médicos (2Ch 16,12 Jr 9 Jr 46,11).
(4) Cf. Gn 12,2 Gn 17,2 Gn 28,14 Gn 39,2 1R 14,15.


III. "LÍBRANOS DEL MAL"

A) Qué no debemos pedir y qué pedimos

No pedimos aquí ser librados absolutamente de todos los males, porque hay cosas que a nosotros nos parecen malas, cuando en realidad son buenas. Recordemos aquel "aguijón" que tanto. hacía sufrir a San Pablo, y que por revelación divina supo le había sido dado para acrisolar y perfeccionar su virtud con el auxilio divino (5).

Si conociéramos el valor eficacísimo de muchos de nuestros dolores, no sólo no pediríamos al Señor ser librados de ellos, sino que los estimaríamos y agradeceríamos como verdaderos regalos de Dios.

Pedimos únicamente que el Señor aleje de nosotros todos y sólo aquellos males que no acarrean utilidad alguna a nuestra alma, dispuestos a soportar todos aquellos que puedan proporcionarnos algún fruto espiritual para la vida eterna.

Éste es, por consiguiente, el sentido de la petición: que, una vez liberados del pecado y de la tentación, lo seamos también de todos los males internos y externos: del agua y del fuego, del granizo y del rayo, de la carestía y de la guerra, de las enfermedades y de las pestes, de las cárceles y destierros, de las traiciones, asechanzas y todos los demás males corporales y espirituales.

Y entendemos por "mal" no sólo lo que como tal es tenido por el consentimiento unánime de los hombres, sino también las cosas comúnmente consideradas como buenas (riquezas, salud, honores, fuerzas, la misma vida), si en algún caso determinado hubieran de redundar en daño de los intereses de nuestra alma.

Pedimos también a Dios que nos libre de la muerte repentina; que no se extienda sobre nosotros su ira divina; que no incurramos en los castigos eternos, reservados para los impíos, ni seamos un día atormentados con el fuego del purgatorio. La Iglesia y la Liturgia interpretan esta petición de una manera general: Te rogamos. Señor, que nos libres de todos los males pasados, presentes y futuros (6).

(5) Para que yo no me engría, fuéme dado el aguijón de la carne, el ángel de Satanás, que me abofetea para que no me ensoberbezca (2Co 12,7).
(6) Misal Romano, canon de la misa, oración "Líbranos Señor", después del Padrenuestro.


B) Respuesta de Dios

Los modos con que la omnipotencia divina nos libra de] mal son innumerables. A Jacob le libró de sus enemigos, excitados contra él por la matanza de los siquimitas, invadiendo de terror a la ciudad y a sus habitantes: Se extendió el terror de Dios por las ciudades del contorno, y no los persiguieron (Gn 35,5). Y así por modos muy distintos libró Dios de todo posible mal a los bienaventurados que reinan con Cristo en los cielos.

Y si bien es cierto que no quiere el Señor que sus elegidos se vean libres de todo sufrimiento mientras son peregrinos del cielo, mas no pocas veces acude en su socorro, sin contar que ya es verdadera y no pequeña liberación del mal la consolación que Dios nos concede en medio de las adversidades que nos oprimen. El salmista decía: Y en las grandes angustias de mi corazón alegraban mi alma tus consuelos (Ps 93,19). Y no raras veces interviene personalmente el mismo Dios de manera prodigiosa en nuestro favor, concediéndonos incolumidad en los peligros, como sucedió a los tres niños arrojados al horno encendido (7) y a Daniel en la cueva de los leones (8).

(7) Cf. Da 3,21-22.
(8) Cf. Da 6,22 Da 14-39.


C) El gran mal: el demonio

También y de manera especialísima hemos de considerar como mal al demonio, autor de la caída del hombre y de sus pecados, el gran mal de la humanidad, según testimonio de los Padres (9).

De él se sirve el Señor como de ministro para exigir a los pecadores el castigo de sus culpas: porque es Dios quien da a los hombres el mal que padecen por sus pecados (10). En este mismo sentido se expresa la Sagrada Escritura: ¿Habrá en la ciudad calamidad cuyo autor no sea Yavé? (Am 3,6): Yo soy Y ave, no hay ningún otro. Yo formo la luz y creo las tineblas, yo doy la paz, yo creo la desdicha (Is 45,7).

Llámase también "mal" al demonio porque, sin haberle hecho nosotros daño alguno, mueve guerra perpetua contra nuestras almas y nos persigue obstinadamente con un odio mortal. Cierto que no puede dañarnos si estamos defendidos por la fe y la inocencia; pero jamás cesa de tentarnos con males externos y por cuantos medios tiene a su disposición. Por esto, y en este sentido, pedimos a Dios que nos libre del mal.

Y nótese que decimos del mal y no de los males, porque todos los males que nos vienen del prójimo tienen como último instigador y autor a Satanás. Por consiguiente, no hemos de emprenderla con nuestros hermanos, sino contra el demonio, quien impele a los hombres a ofender a los demás. Y cuando hacemos esta petición: Mas líbranos del mal, no sólo pedimos por nosotros directamente, sino también para que Dios arranque de las manos de Satanás a todos nuestros prójimos.

(9) SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. 20 sobre San Mateo: PG 57,286-294.
(10) SAN JUAN DAMASCENO, De la fe, 1.4 c. 20: PG 94,1194.


IV. LA PACIENCIA EN EL DOLOR

Cuando no somos escuchados en la oración y permite el Señor que el mal siga afligiéndonos de cualquier modo, sepamos unir a la plegaria la paciencia y creamos ser voluntad de Dios que padezcamos con resignación.

Es injusto impacientarnos con el Señor y mucho peor enojarnos con Él, porque no atiende nuestros ruegos. Sepamos respetar los amorosos designios de su voluntad y pensemos que Dios nos dispensa siempre lo más conveniente para el alma.

No debemos conformarnos con una forzosa resignación; sepamos hacer alegre la aceptación de sus divinas disposiciones: Todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones (2Tm 3,12); Es preciso entrar en el reino de Dios con muchas tribulaciones (Ac 14,21); ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto u entrase así en su gloria? (Lc 24,26).

No es justo -comenta San Bernardo (11)- que el siervo sea de mejor condición que el señor; ni es decoroso que seamos miembros delicados bajo una cabeza coronada de espinas. Es elocuente la respuesta de Urías, invitado por David para permanecer en su casa: El arca, Israel y Judá habitan en tiendas… ¿E iba yo a entrar en mi casa? (2R 11,11).

Si acompañamos nuestra petición de estos sentimientos, cuando nos veamos rodeados por todas partes de males y adversidades, saldremos de ellas, si no ilesos como los tres niños del horno, sí al menos con la fuerza y constancia necesarias para soportarlos como los Macabeos (12), o como los apóstoles, que, azotados y encarcelados, se alegraban de haber sido hallados dignos de padecer por el nombre de Jesucristo (13).

Como ellos, podremos también repetir nosotros: Persiguiéronme sin causa los príncipes, pero mi corazón temía tus palabras. Tan contento estoy con tus palabras como quien halla abundante presa (Ps 118,161-162).


(11) SAN BERNARDO, Serm. 5 de Todos los Santos: PL 185,205ss.
(12) Cf. 1M 2,16.
(13) Ellos se fueron contentos de la presencia del consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús (Ac 5,41).



CAPITULO IX Broche de oro de la oración dominical

I. SELLO FINAL

San Jerónimo en sus Comentarios a San Mateo llama a la palabra amén "sello final del Padrenuestro" (1). Y en realidad lo es, porque resume en sí los sentimientos que deben animar el corazón del cristiano cuando concluye su oración. Sentimientos de igual importancia a las disposiciones preliminares que exigíamos a toda alma cuando se dispone a rezar el Padrenuestro.

Detengámonos en su atenta consideración con el mismo interés con que lo hicimos entonces, pues, si tiene su importancia el comenzar con diligencia y devoción la plegaria, no la tiene menos el saber acabarla debidamente.

1) Muchos y muy fecundos son los frutos que debe reportarnos una digna conclusión en el rezo del Padrenuestro; pero el más rico y anhelado será el saber que han sido escuchadas u obtenidas nuestras peticiones.

2) Con la gracia de ser escuchados en nuestros ruegos, se significan y piden en el "Amén" otros muchos dones. Cuando un alma habla con Dios en la oración -escribe San Cipriano-, se le avecina de manera misteriosa la majestad del Señor, la posee y la llena con su munificencia. Y así como el que se arrima al fuego, sí está frío, se calienta, y, si ya estaba caliente, arde, de igual modo, el alma que se acerca a Dios por la oración se enfervoriza en la devoción y en la fe, se inflama en la gloria del Señor, se ilumina por el Espíritu Santo y queda colmada de dones celestiales (2).

En este sentido dice la Sagrada Escritura: Te le adelantaste con faustas bendiciones (Ps 20,4). Tenemos un ejemplo bien significativo en Moisés, que bajó del coloquio con Dios sobre el Sinaí radiante de un esplendor tal, que los israelitas no podían sostener la vista en su rostro (3).

3) De manera especial quien ora con fervor goza, de la divina misericordia y de la divina majestad. Temprano me pongo ante ti, esperándote. Pues no eres Dios tú que se agrade del impío (Ps 5,4-5). Y cuanto más se abandona el corazón, con tanto mayor ardor y más profunda devoción desea a Dios y busca su presencia, porque Dios es suave con los que en Él confían.

En la luz divina, el alma valora mejor toda su humildad frente a la majestad de Dios, porque es profundamente verdadera la norma agustiniana: Conózcate a ti, Señor, y me conoceré a mí (4).

4) De aquí la desconfianza en nuestras fuerzas y el completo abandono en la voluntad divina, confiando que el amor de Dios nos abrazará paternalmente y nos proveerá de todo lo necesario para la vida y para la salvación eterna.

5) Estos sentimientos harán brotar en el alma una gratitud infinita al Señor por todos sus beneficios. David empieza así su oración: Sálvame de cuantos me persiguen, y la termina gritando: Yo alabaré a Yavé por su justicia y cantaré el nombre del Señor Altísimo (Ps 7,2.18).

Todos los santos se arrodillan, al ciar, con temor, y se levantan llenos de esperanza, de amor y de alegría. Tenemos ejemplos maravillosos en casi todos los salmos de David. Suele comenzar el salmista sus plegarias temblando: ¡Oh Yavé! ¡Cómo se han multiplicado mis enemigos! ¡Cuántos son los que se alzan contra mí! ¡Cuántos los que de mi vida dicen: No tiene ya en Dios salvación! (Ps 3,2-3); pero en seguida se reanima exultante: No: temo a los muchos millones del pueblo que en derredor se vuelven contra mí (Ps 3,7). En el salmo siguiente empieza también llorando amargamente su miseria (5), para terminar con el alma rebosante de alegría: En paz me duermo luego en cuanto me acuesto, porque tú, ¡oh Yavé!, a mí, desolado, me das seguridad (Ps 4,9). Y'en otra ocasión comienza igualmente tembloroso y pálido: ¡Oh Yavé!, no me castigues en tu ira, no me aflijas en tu indignación (Ps 6,12), para volver de nuevo a exclamar inundado de confianza y alegría: Apartaos de mí todos los obradores de la maldad, pues ha oído Yavé la voz de mis llantos (Ps 6,9). Ante la ira furiosa de Saúl implora humildemente la ayuda de Dios: Sálvame, ¡oh Dios!, por el honor de tu nombre; defiéndeme con tu poder (Ps 53,3); pero en seguida estalla en un ímpetu de alegría- Es Dios quien me defiende; es el Señor el sostén de mi vida (Ps 53,6).

Sólo con fe y esperanza podremos sostener nuestra oración ante Dios; sólo con estas virtudes lograremos entrar en el corazón del Padre y podremos esperar de sus tesoros infinitos todo cuanto necesitamos para la vida y para la eternidad.

II. RESPUESTA DE DIOS

"Amén" es palabra hebrea, usada frecuentemente por Cristo en su oración. El Espíritu Santo quiso que se conservase en la Iglesia.

Su significado es "un consentimiento", y, puesta al final de la oración, quiere significar el gesto de Dios, que des" pide al orante, después de asegurarle que ha sido escuchado.

Esta significación de la palabra "amén" ha sido reconocida por toda la tradición de la Iglesia, la cual en la misa, después de la recitación del "Padrenuestro", hace responder "amén", no al monaguillo o al pueblo, sino al mismo sacerdote, el cual, como mediador entre Dios y los hombres, es el único que puede asegurar con autoridad a los asistentes: Dios os ha escuchado. Rito que no es común para todas las oraciones, sino exclusivo del Padrenuestro, porque sólo en éste se significa el asentimiento de Dios a nuestras peticiones.

III. "AMÉN"

La palabra amén ha sido interpretada y traducida diversamente. La versión griega de los Setenta la traduce: Hágase; Aquila: Fielmente; otros: Verdaderamente.

La cosa en sí no tiene demasiada importancia, con tal de que se retenga su genuino significado: que Dios responde afirmativamente a nuestros ruegos. Éste era el pensamiento de San Pablo cuando escribía: Pues todas cuan-tas promesas hay de Dios, son en El sí; y por Él decimos amén, para gloria de Dios en nosotros (2Co 1,20).

El saber que Dios escucha nuestras plegarias y está pronto a responderlas con su "sí" majestuoso, debe engendrar en nosotros una profunda atención cuando oramos, sin permitir que nuestra mente se pierda en vanas distracciones. La conciencia de tener ya con nosotros, misericordioso y bueno, al Dios que nos escucha, nos hará cantar con el profeta: Es Dios quien me defiende; es el Señor el sostén de mi vida (Ps 53,6).

Y nadie dudará que Dios se conmueve ante el nombre y plegaria de su Hijo Jesucristo, siempre escuchado-según San Pablo-por su reverencia al temor (He 5,7), y de quien es la gloría y el imperio por los siglas de los siglos (1P 4,11).


(1) SAN JERÓNIMO, C. 6 a S. Mt: PL 26,45.
(2) SAN CIPRIANO, Ser. de Orat. Domini: PL 4,537.
(3) Los hijos de Israel veían la radiante faz de Moisés, y Moisés volvía después a cubrir su rostro con el velo (Ex 34,35; cf. 2Co 3,13).
(4) SAN AGUSTÍN, Soliloq. 1. 2 el: PL 32,885.
(5) ¡Óyeme, pues te invoco. Dios de mis justicias! Tú en la angustia me salvas. Ten piedad de mí y oye mis súplicas (Ps 4,2).

Catecismo Romano ES 4600