Homilias Crisostomo 2 29000

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XX HOMILÍA en honor del sagrado MÁRTIR FOCAS;

y contra los herejes; y acerca del salmo ciento cuarenta y uno que dice: "Clamé al Señor con mi voz, con mi voz he rogado a Dios". Fue predicada esta Homilía en Constantinopla, como se ve por lo que al principio afirma el santo acerca de la ciudad imperial y de la asistencia de los emperadores a la celebridad. Por lo demás, la referencia al mártir es muy breve. En seguida acomete el Crisóstomo a los herejes. Se trata de los anomeos contra los cuales tuvo que luchar así en Antioquía como en Constantinopla. Cuanto al año, es probable que fuera predicada la Homilía a fines del 403 o comienzos del 404; puesto que en ella afirma el santo encontrarse ya avezado a sufrir persecución y no a perseguir, a ser maltratado y no a maltratar, cosa que no parece pueda referirse sino a su primer destierro y regreso. Podría en todo caso referirse a los padecimientos posteriores. Cuanto al santo mártir Focas, es de notar que hubo dos del mismo nombre, ambos nacidos en Sínope del Ponto. Pero uno fue obispo de Sínope, hijo de Panfilo y de María, preclaro por sus milagros ya desde su niñez. Referían que a éste una paloma se le había posado en la cabeza y le había impuesto una corona, y que al mismo tiempo se oyó una voz humana salida de la paloma, que decía: "¡El cáliz está preparado y es necesario que lo bebas!" Sufrió el martirio en tiempo de Trajano por la espada y el fuego, y después de su muerte brilló con muchos milagros. Su natalicio se celebraba el (5) de marzo; el comienzo de su episcopado en Sínope, el 22 de junio; y la traslación de sus reliquias a Constantinopla, el 22 de septiembre. El otro Focas, también de Sínope y también mártir, recibió, según contaban, en hospedaje a los sicarios que lo buscaban; y luego él mismo se les descubrió e identificó; y le cortaron la cabeza y murió mártir. De éste se dice que era hortelano. La Homilía parece ser en honor del primero, puesto que tiene en el título puesto por los estenógrafos el epíteto de "sagrado mártir" o "Hieromártir", que generalmente se aplicaba sólo a los obispos y sacerdotes.

¡BRILLANTE SE NOS MOSTRÓ la ciudad el día de ayer! ¡brillante, y además ilustre, no por las columnatas que posee, sino porque acompañó al mártir que desde el Ponto vino a nosotros! ¡Vio él vuestra hospitalidad y os colmó de bendiciones! ¡alabó vuestra prontitud de ánimo y bendijo a cuantos asistieron! ¡Por mi parte, tuve como felices a quienes se reunieron y participaron del buen olor de santidad del mártir, y a quienes estuvieron ausentes los tuve por miserables! Mas, con el objeto de que el daño recibido por estos últimos no fuera irreparable, he aquí que ahora, es decir al siguiente día, de nuevo predicamos acerca de él, para que quienes ayer faltaron por negligencia, obtengan ahora del mártir con su diligencia una doble bendición!

Porque no cesaré de repetir lo que ya muchas veces he dicho: ¡no deseo yo el castigo de los pecadores, sino aprontarles la medicina! ¿Estuviste ayer ausente? ¡Ven a lo menos ahora, a fin de que veas al mártir cuando sea llevado a su propio sitio! ¿Lo contemplaste ayer cuando pasaba por el foro? ¡Contémplalo ahora navegando por el mar, para llenar de bendiciones ambos elementos! (1) ¡Que nadie falte a esta sagrada solemnidad! ¡que no permanezca la doncella en su casa, que la esposa no se encierre en sus habitaciones! ¡dejemos sola la ciudad y corramos al sepulcro del mártir, ya que incluso los emperadores nos acompañan en la fiesta! ¿Qué perdón merecerá el hombre privado, cuando los emperadores abandonan sus regios palacios con tal de encontrarse cercanos al sepulcro del mártir? ¡Tan grande es la virtud de los mártires que no sólo a los particulares, sino también a los que portan corona los encierra en su red! ¡Esto es vergüenza para los gentiles, oprobio para sus errores, ruina de los demonios, nobleza nuestra y corona de la Iglesia!

¡Me lleno de regocijo y hago fiesta con los mártires, cuando, en vez de prados, contemplo sus trofeos; porque ellos, en vez de fuentes, vertieron su sangre! ¡Sus huesos se redujeron a polvo, pero su memoria es cada día más nueva! ¡Porque así como no es posible que se apague el sol, así tampoco el que perezca la memoria de los mártires! Ya lo dijo Cristo: ¡pasarán el cielo y la tierra, pero mis palabras no pasarán! (2)

Con todo, dejemos las alabanzas del mártir para su tiempo oportuno, puesto que ya mucho dijimos de ellas por caridad para con quienes debieron congregarse y celebrar esta festividad. Lo que ayer dije, hoy lo repito: ¡ninguna gloria resultará para el mártir de la multitud que se halla presente, mientras que para vosotros habrá ganancia de bendiciones por haberos acercado al mártir! Porque a la manera que quien convierte sus ojos al sol ciertamente no hace más radiante al astro, sino que inunda de luz sus propias pupilas, del mismo modo, quien honra a un mártir, a éste no lo hace más preclaro, mientras que él sí recibe del mártir la bendición de la luz.

Hagamos pues de nuevo al mar sitio de reunión yendo hasta él con antorchas, humedeciendo el fuego y llenando de fuegos el agua. ¡Nadie tema al mar! ¡El mártir no temió la muerte! y tú ¿temes al agua? Pero… ya dijimos bastante acerca de este asunto. ¡Ea, pues! ¡sirvamos a la mesa también las cosas que hoy se nos han leído! ¡a la mesa acostumbrada! Porque, aunque vuestros cuerpos se encuentren oprimidos, el ánimo debe levantarse a lo alto. ¡No atiendo yo a que vosotros os encontréis apretujados, sino a la prontitud de vuestro ánimo! ¡También el mar agitado por las olas es grato al timonel, lo mismo que al Doctor que enseña lo es una reunión que rebosa de multitudes! ¡En estas aguas no hay amarguras de sal, ni escollos, ni monstruos marinos; sino que este mar y toda su extensión, están repletos de suaves aromas! ¡Hay aquí naves que no conducen de un país a otro país, sino de la tierra al cielo; y que no llevan en su seno riquezas y abundancia de oro y plata, sino de fe y caridad, de celo y de sabiduría!

¡Ea, pues! ¡con toda diligencia echemos hacia alta mar esta nave que nunca perece ni sufre naufragio! Pero vosotros, atended con cuidado a las cosas que os voy a decir; porque hoy el salmo leído nos lleva a pelear contra los herejes. Y esto, no precisamente porque ellos estén en pie y nosotros vayamos a derribarlos, sino para que a ellos que yacen por tierra los levantemos. Puesto que esta es la naturaleza de nuestra guerra: no da muerte a los vivos, sino que a los muertos les da vida, mediante la mansedumbre y con abundante benignidad. Porque yo no los combato con hechos, sino con palabras; no combato al hereje sino su herejía; no aborrezco al hombre, sino que odio únicamente el error, y me esfuerzo por apartar al hombre de él. No tengo guerra contra la sustancia humana, que es obra de Dios, sino quiero corregir la mente que corrompió el demonio.

Del mismo modo el médico que cura al enfermo, no ataca al cuerpo sino que procura quitar del cuerpo lo enfermo. Así yo, aunque hago la guerra a los herejes, no peleo contra los hombres, sino lo que quiero es echar fuera el error y limpiar la podredumbre. Acostumbrado estoy a padecer persecución, no a perseguir; a ser afligido y no a afligir. Porque así vencía Cristo: no crucificando, sino crucificado; no abofeteando, sino abofeteado. Si he hablado mal, dice, da testimonio de lo malo; pero si bien ¿por qué me hieres? (3) El Señor de todo el orbe de la tierra, se justifica delante del siervo del Pontífice cuando ha sido golpeado en la boca; ¡la boca de donde salió una palabra y a Lázaro, de cuatro días de muerto, lo sacó de entre los muertos, y enfrenó al mar, y a su sonido huían los males y las enfermedades eran curadas, y los pecados eran perdonados! Este es el milagro del Crucificado. Porque, pudiendo haber lanzado rayos y sacudido la tierra y dejado seca la mano del siervo, nada de eso hizo; sino solamente se justificó; y venció por su benignidad; y te dio ejemplo para que nunca te irrites, pues eres un simple mortal.

Aunque seas crucificado y aunque recibas bofetadas, dirás únicamente lo que tu Señor: ¡Si he hablado mal, da testimonio de lo malo; pero si bien ¿por qué me hieres? Observa su mansedumbre y cómo vindica lo que toca a sus siervos, pero calla lo que a El atañe. Hubo en otro tiempo un profeta que amonestaba a un rey porque procedía con impiedad. Y acercándosele, le decía: ¡Altar, altar! ¡oye! (4) De manera que, como el rey Jeroboán estuviera ofreciendo un sacrificio a los ídolos, el profeta se le acercó y habló con el altar. ¿Qué es, oh profeta, lo que haces? ¿Dejas a un lado al hombre y hablas con el altar? ¡Así es, contesta! ¿por qué? ¡Puesto que el hombre se ha hecho más insensato y necio que la piedra, lo hago a un lado y hablo con ésta! ¡Esto a fin de que entiendas tú cómo la piedra oye y el hombre no oye!

¡Oye, altar! ¡oye! Y repentinamente el altar se hizo pedazos. Y como quisiera el rey coger al profeta y castigarlo, extendió la mano, pero no pudo retraerla de nuevo. ¿Ves, pues, cómo sí oyó el altar y el rey no oyó? ¿Ves cómo, dejando a un lado al que estaba dotado de razón, habló al que no participaba de la razón, para corregir mediante la obediencia de éste la necedad y malicia de aquél? ¡El altar se quebrantó, pero la malicia del rey no se quebrantó! Y nota lo que luego sucedió. ¡Extendió su mano el rey para coger al profeta, y al punto su mano quedó árida! Puesto que con el castigo impuesto al altar no mejoró el rey, se le enseña a obedecer a Dios mediante un castigo personal. ¡Yo, perdonando tu persona, quise volver mi ira contra la piedra; pero como la lección de la piedra no te ha enseñado, recibe tu propio castigo! ¡Y la mano quedó convertida en trofeo del profeta, y el rey no podía retraerla!

¿Dónde está la diadema? ¿dónde las vestes de púrpura? ¿dónde la loriga, dónde los escudos, dónde los ejércitos, dónde las lanzas? ¡Lo ordenó Dios y todas esas cosas quedaron inútiles! ¡En torno estaban los sátrapas y en nada podían socorrerlo, sino que Dios los volvió como simples espectadores! ¡Y extendió el rey su mano, y su mano se secó! ¡Cuando quedó árida fue cuando produjo fruto! Observa, como un ejemplo, lo que sucedió en el árbol del paraíso, y lo que aconteció en el árbol de la cruz. ¡Porque aquel árbol, estando verde, produjo la muerte; mientras que el árbol de la cruz, aunque estaba árido, produjo la vida! Así aconteció con la mano del rey. Cuando estaba verde y sana engendró la impiedad, y cuando quedó seca produjo la obediencia. ¡Observa cuan admirables son las obras de Dios!

Pero, volviendo a lo que decía: cuando era herido Cristo con bofetadas no hacía mal alguno al que lo hería; y en cambio, acá, cuando el siervo iba a sufrir una injuria, entonces castigó al rey. Fue esto para enseñarte a vindicar las cosas que a Dios pertenecen y dejar a un lado las que a ti atañen. Como si dijera: así como yo hago a un lado lo que me pertenece, y en cambio vengo lo tuyo, así tú vindica lo mío y haz a un lado lo tuyo. Pero, poned atención (porque en donde hay ocasión de discutir ahí es necesario que los oyentes estén con los oídos atentos); y advertid con diligencia de qué manera ato y de qué manera desato los errores de los adversarios; de qué manera lucho y de qué manera causo las heridas. Porque, si los que están en el teatro sentados mientras dos luchan estiran sus miembros y alargan los ojos y se inclinan para contemplar y observar certámenes que causan vergüenza absoluta y que sería deshonroso imitar, mucho más conviene que nosotros prestemos oídos atentos para escuchar las Sagradas Escrituras.

Si alabas al atleta ¿por qué no te haces atleta? Y si es vergonzoso ser atleta ¿por qué imitas las alabanzas que otros les hacen? Los combates que aquí se presentan no son de ese género, sino igualmente útiles a todos, ya sea a los que hablan, ya a los que escuchan. Porque yo lucho contra los herejes, con el objeto de que vosotros os convirtáis en atletas; a fin de que no solamente con el canto de los salmos, sino también con vuestras conversaciones reprimáis sus lenguas. ¿Qué dice, pues, el profeta? ¡Con mi voz he clamado al Señor, con mi voz he rogado a Dios! (5) Llámame aquí a un hereje, ya sea que esté por ahí presente o que no lo esté. Si lo está, para que sea enseñado por nuestra lengua; si no lo está, para que de vosotros, que me habéis oído, lo aprenda.

Mas, como decía: yo no persigo a ese que está aquí presente; sino que a ese que está aquí presente y padece persecución, yo lo acojo. Digo que padece persecución no de mí sino de su conciencia, conforme al que dijo: ¡Huye el impío sin que nadie le persiga! (6) ¡Madre de sus hijos es la Iglesia! ¡a ellos los recibe y a los extraños también abre sus senos! Teatro común era el arca de Noé, pero la Iglesia lo es mejor. Porque el arca recibía a los brutos animales, y brutos los conservaba; en cambio, ésta, brutos los recibe y luego los transforma. Por ejemplo: si entrare uña zorra, digo un hereje, lo convierte en oveja; si entra lobo, lo hago cordero, en cuanto está de mi parte. Y si él no quiere, eso no es culpa mía sino maldad suya. Porque Cristo doce discípulos tuvo y uno de ellos se convirtió en traidor, no por culpa de Cristo sino de su ánimo viciado. También Elíseo tuvo un discípulo avaro, pero no por necedad de su maestro sino por negligencia del discípulo.

Yo lanzo mi semilla. Si eres tierra fecunda que recibe la simiente, darás fruto; pero si eres piedra estéril, eso no es culpa mía. Yo no cesaré de repetirte las sentencias espirituales y de curar tus llagas, para no ir a escuchar en el día del juicio: ¡Siervo malo! ¡debiste entregar mis haberes a los banqueros! (7) ¡Con mi voz he clamado al Señor, con mi voz he rogado a Dios! ¿Qué dices?, oh hereje. ¿De quién dice esto el profeta y a quién llama Señor y Dios? Porque se trata de una misma persona. No advierten los herejes que, adulterando por su daño las Escrituras, y buscando constantemente argumentos contra su propia salvación, a sí mismos se precipitan en el abismo de la perdición. Porque al Hijo de Dios ni quien lo alaba lo hace más ilustre, ni lo daña quien lo persigue con blasfemias e injurias. Su naturaleza incorpórea no necesita de alabanzas humanas. Porque así como el que llama espléndido al sol no le añade luz, ni quien lo llama tenebroso le quita nada de su substancia, sino únicamente profiere una sentencia manifestadora de su propia ceguera, así quien al Hijo de Dios no lo llama Hijo sino criatura da un argumento de su propia necedad; mientras que quien reconoce su substancia, manifiesta su propia cordura. Y ni éste le añade beneficios, ni aquél lo daña en algo; sino que éste lucha por su salvación y aquél en contra de su salvación. Pues, como decía: adulterando las Escrituras, unas cosas las pasan en silencio, mientras que al mismo tiempo andan buscando a ver si en algún pasaje topan con algún argumento que parezca favorecer y apoyar su enfermedad. Ni vayas a decirme que la culpa la tienen las Escrituras. La culpa no está en las Escrituras sino en la maldad de ellos. También la miel es dulce y sin embargo el que está enfermo la encuentra amarga, lo cual no es culpa de la miel sino de la enfermedad. Del mismo modo, quienes están poseídos de locura no distinguen las cosas que ven; pero esto no es culpa de las cosas que se ven, sino vicio de la mente del loco. Dios creó el cielo a fin de que admiremos la obra y adoremos al artífice; y los gentiles a la obra la hicieron dios; pero esto no es culpa de la obra, sino de la maldad de ellos. Y así como al ímprobo nadie le ayuda, así el probo incluso se ayuda a sí mismo.

¿Quién es igual a Cristo? ¡Y con todo, Judas no fue ayudado por Cristo! ¿Qué hay más malvado que el demonio? ¡Y Job, por el demonio fue coronado! De manera que ni a Judas le ayudó Cristo, porque aquél era un malvado; ni a Job le dañó el demonio, porque Job era bueno. Digo todo esto para que nadie acuse a las Sagradas Escrituras, sino a la mente que interpreta no recta sino malamente lo que ellas dicen. Porque los herejes, mientras intentan demostrar que el Hijo es menor que el Padre, andan dando vueltas en busca de nombres extraños cuidadosamente. Y así, en cuanto a las palabras Dios y Señor, dicen que Dios designa al Padre y Señor al Hijo; y así hacen división en los nombres: la palabra Dios la atribuyen al Padre y la palabra Señor al Hijo, como si fueran ellos los que les distribuyeran la divinidad y les dividieran las herencias divinas.

¿La Escritura llama Señor al Hijo? ¿Eso dices? ¿Acaso no has oído este salmo que a una misma persona habla hoy y le dice: ¡Con mi voz he clamado al Señor, con mi voz he suplicado a Dios! De manera que a uno mismo llama Señor y Dios. ¿Qué escoges? ¿qué Dios sea el Padre o el Hijo? Me dirás que estos dos nombres son propios del Padre. Entonces sin duda el Hijo es Dios y el Padre es Señor. Pues ¿por qué divides los nombres y en una expresión lo añades y en la otra lo separas? Porque Pablo dice (y ojalá que escucharas a Pablo y serías bienaventurado): Con todo, para nosotros, hay un solo Dios, el Padre, del que se ha originado todo; y un solo Señor Jesucristo por el cual se ha hecho todo. (8) ¿Acaso ha llamado Dios al Hijo? ¿Qué pues? ¡Lo ha llamado Señor! Pero yo pregunto ¿por qué ha de ser más glorioso el nombre de Dios que el de Señor, o por qué lo ha de ser menos el de Señor que el de Dios?
Atended con toda diligencia, os ruego. Si acaso yo demuestro que ambos nombres son una misma cosa, ¿qué dirás? ¿Dices que el nombre Dios es mayor y en cambio el nombre Señor es menor? Pues oye al profeta que dice: Este es el Señor que fabricó el cielo; este es el Dios que creó la tierra. (9) Dice Señor hablando del cielo y dice Dios hablando de la tierra. De manera que designó con el nombre Señor y con el nombre Dios a una misma persona. Y además añade: ¡Oye, Israel! ¡El Señor tu Dios es Señor único! (10) Dos veces lo llama Señor y una Dios; y primeramente Señor y hasta después Dios, y luego de nuevo lo llama Señor. Pero, si este segundo nombre es inferior y aquel otro es superior, cierto es que no habría usado el profeta el nombre inferior y puéstolo en primer lugar para designar aquella sustancia mayor y más excelente; sino que, una vez que hubiera puesto la palabra que es superior, con ésa se habría contentado, y no habría añadido la otra inferior.

¿Entendéis lo que se acaba de decir? ¡Voy a repetirlo! Porque no es esta una reunión para lucirse, sino para enseñar y para compungirse; no para que de ella salgáis sin armas, sino para que salgáis armados. ¡Oh hereje! ¿Afirmas que el nombre Dios es mayor y que es menor el nombre Señor? Pues ya te he puesto delante al profeta que dice: ¡El Señor que fabricó el cielo, el Dios que hizo la tierra! Y ahora te traigo también a Moisés quien dice: ¡Oye, Israel! ¡El Señor tu Dios es Señor único! Pero, me dirás: "¿cómo puede ser único si son dos los nombres; uno de una substancia mayor y otro de una menor? ¡Evidentemente una misma substancia no puede ser mayor y menor que ella misma! ¡Es igual a sí misma e indivisa! ¡El Señor Dios tuyo es Señor único!"

Observa que te demuestro cómo el nombre Señor equivale y es el mismo que el nombre Dios. En resumen: si el nombre Señor es inferior, y el nombre Dios es mayor ¿cuál de ellos es entonces el que le conviene? ¿El de Señor, que es menor, o el de Dios, que es mayor? Si acaso El te preguntara ¿Cuál es mi nombre? ¿qué le responderías, oh hereje? ¿Acaso que el nombre de Señor es más propio del Hijo y el otro de Dios es más propio del Padre? Pero, si te demuestro que el nombre Señor, que es inferior, denota al mismo Padre, ¿qué harás? ¡Pues bien! el profeta dice: ¡Sepan que tu nombre es Señor! (11) ¿Acaso dijo Dios? Y si el nombre Dios es mayor ¿por qué el profeta no dijo: Conozcan que tu nombre es Dios? Porque si lo propio y peculiar suyo es el nombre Dios, y en cambio el otro de Señor no le corresponde por ser inferior, ¿por qué dice: ¡Conozcan que tu nombre es Señor!, dándole así el nombre inferior, más pequeño y menor en majestad y en dignidad; y ¿por qué no le da aquel otro grande y sublime y digno de su substancia? Pues, para que conozcas que este nombre de Señor no es pequeño ni inferior, sino que tiene la misma fuerza que el otro, dice el profeta: ¡Conozcan que tu nombre es Señor: Tú solo eres altísimo sobre toda la tierra!

Y con todo, no abandonas el combate, sino que arguyes de nuevo: el nombre Dios es mayor, el nombre Señor es menor. Entonces, si yo te demuestro que el Hijo ha sido llamado con ese nombre mayor ¿qué dirás? ¿darás por terminada la discusión? ¿dejarás de combatir? ¿reconocerás en dónde está tu salvación? ¿te despojarás de tu locura? ¿Entiendes esto que digo? Porque los herejes atribuyen al Hijo el nombre de Señor y el de Dios al Padre como a mayor. Si pues yo demuestro que el Hijo es llamado con ese nombre mayor, la lucha se ha terminado puesto que te venzo con tus mismas armas, con tus mismas alas te supero.

Dijiste que el nombre Dios es mayor y que el nombre Señor es menor. Pues quiero demostrarte que el nombre menor no convendría al Padre si el Padre fuera mayor; y que el nombre mayor no convendría al Hijo si el Hijo fuera menor. Oye al profeta que dice: ¡Este es nuestro Dios! ¡no se estimará otro delante de El! ¡ha encontrado la vía de todo conocimiento! ¡Y tras de esto, fue visto en la tierra y conversó con los hombres! (12) ¿Qué dices a esto? ¿contradices estas palabras? ¡Pero esto no te es posible porque la verdad permanece y lanza un resplandor que ofusca los ojos de los herejes que se niegan a creerla! (13)

Y aunque nos reunamos una o dos veces por semana, no conviene que seas oyente perezoso. Porque si en saliendo de este recinto alguno te preguntara: ¿De qué habló el predicador? tú le podrás responder: ¡Habló contra los herejes! Y si te insta: Y ¿qué fue lo que dijo? y tú no lo recuerdas, eso te servirá de grande ignominia. Pero si se lo puedes decir, con eso lo punzarás. De manera que si es algún hereje, lo corregirás; y si es algún amigo negligente, lo acuciarás; y si es alguna mujer desenvuelta, la volverás temperante: porque también a las mujeres debes tú saber darles razón de tu fe. Por esto dice Pablo: Las mujeres en la Iglesia callen. Y si alguna cosa desean saber, pregunten a sus maridos allá en el hogar. (14)

Si entras en tu casa y tu mujer te pregunta ¿qué me trajiste de la iglesia? respóndele: no carne, no vino, ni oro, ni ornatos para tu cuerpo, sino palabras con que el alma se vuelve más prudente y sabia. Y cuando llegues a hablar con tu mujer, sírvele una mesa espiritual. Dile, antes que todo, mientras está fresca la memoria: ¡Gocemos de las cosas espirituales y después gozaremos de la otra mesa que perciben los sentidos! Porque, si así disponemos nuestros negocios, Dios estará en medio de nosotros, tanto para bendecir nuestra mesa como para ceñirnos la corona. Demos, pues, gracias por todo esto al mismo Padre juntamente con el Hijo y el Espíritu Santo, ahora y siempre y por todos los siglos de los siglos. Amén.

(1) Parece, por la alusión, que para llevar al mártir a su último descanso en Constantinopla iba a ser necesario cruzar o el estrecho o bien la bahía llamada Cuerno de Oro. Estas procesiones a través de las aguas no fueron raras en esos tiempos. La otra Homilía no se nos ha conservado.

(2) Mt 24,35.

(3) Jn 18,23.

(4) 1R 13,2.

(5) Ps 141,1. Usa el santo la versión de los LXX en toda la Homilía. El texto hebreo no distingue: dice siempre Yavé.

(6) Pr 28,1.

(7) Mt 25,26.

(8) 1Co 8,6.

(9) Is 45,18.

(10) Dt 6,4.

(11) Ps 82,19.

(12) Ba 3,36-38.

(13) A primera vista no deja de ser un tanto compleja para los oyentes. Aunque estos combates son largos y es mucho el calor que la demostración que usa el santo, tomada toda de la Sagrada Escritura, como era obvio, por tratarse de un dogma que no conocemos sino por la revelación. El final de la Homilía parece dejar entrever que el auditorio daba muestras de cansancio o aburrimiento. El mismo predicador parece no moverse a sus anchas en ese campo de agudezas. ¡Cuan grande es la diferencia entre la parte primera dedicada al mártir y esta segunda! En la primera la dicción toda es florida y poética y se desarrolla con una facilidad asombrosa. En la segunda hace, con todo, más alto es el discurso y supera con mucho a las incomodidades del auditorio; y por lo que hace al calor, lo mitiga el rocío de la doctrina.

(14) 1Co 14,34-35.


XXI HOMILÍA encomiástica en honor del santo HIERO MÁRTIR IGNACIO,

deífero, consagrado obispo de la gran Antioquía, conducido a Roma y allá martirizado y de allá traído nuevamente a Antioquía. Parece que predicó el santo esta Homilía el 20 de diciembre, aunque el año no puede determinarse; ciertamente poco después de las Homilías en honor de Santa Pelagia. Parece que hubo tres traslaciones de las reliquias de este santo mártir Ignacio, celebérrimo en toda la Iglesia. Una fue desde Roma a Antioquía, al cementerio que quedaba fuera de la Puerta de Dafne; otra, que se llevó a cabo, imperando Teodosio II, cuando por su mandato los huesos del mártir fueron llevados desde el cementerio al que había sido templo de la diosa Fortuna o Tyje; la tercera fue desde Antioquía a Roma de nuevo, y allá sus reliquias fueron depositadas en la iglesia de S. Clemente, como lo conmemora el martirologio romano.

QUIENES SE DELEITAN con suntuosos y ricos banquetes, los celebran con frecuencia y se invitan unos a otros, tanto para demostrar la abundancia de sus riquezas propias, como para dar a conocer su benevolencia respecto de sus amigos. Del mismo modo la gracia del Espíritu Santo, haciendo ostentación delante de nosotros de su propia virtud y demostrándonos su ingente benevolencia para con los amigos de Dios, nos pone delante continuamente y nos prepara con los mártires mutuos y continuos banquetes. Hace apenas unos pocos días, una doncella del todo jovencita y virginal, la bienaventurada Pelagia, nos alimentó con grande placer; y el día ele hoy de nuevo y a su turno, a la fiesta de aquélla se sucede la del bienaventurado y nobilísimo mártir Ignacio. ¡Varían los semblantes, pero uno mismo es el banquete! ¡Diferentes son los combates, pero una misma la corona! ¡Variados los certámenes, pero uno mismo es el premio!

Y a la verdad, en los certámenes del siglo, por ser los ejercicios con el cuerpo, razonablemente sólo se admiten los varones. Pero acá, como el certamen todo pertenece al espíritu, se abre el estadio a ambos sexos y de ambos sexos son los espectadores. Ni se ciñen para la lucha únicamente los varones; y esto a fin de que las mujeres no vayan a creer que tienen una gloriosa defensa con recurrir a la fragilidad de su naturaleza; ni tampoco se portan esforzadamente sólo las mujeres, a fin de que no quede avergonzado el linaje de los varones. Sino que de uno y otro sexo muchos son proclamados vencedores y alcanzan las coronas; y esto, para que por las obras comprendas que en Cristo Jesús no hay varón ni hembra, ni sexo, ni fragilidad del cuerpo, ni edad, ni otro impedimento alguno que pueda estorbar a quienes van llevando a cabo la carrera de la piedad, con tal de que haya una generosa prontitud y un ánimo levantado y un fervoroso temor de Dios, que esté bien encendido y haya echado raíces en nuestras almas. Por esto, las doncellas y los varones, los jóvenes y los ancianos, los esclavos y los libres, y toda dignidad y toda edad y ambos sexos, entraron en estos certámenes y por ninguna de esas cosas sufrieron detrimento: ¡porque llevaron a estos combates una generosa determinación! La ocasión nos llama ya a referir las hazañas de este bienaventurado. Pero el raciocinio se nos perturba y aterra, no sabiendo qué decir en primer lugar, ni qué en segundo, ni qué en tercero: ¡tan grande es el torrente que por todos lados nos envuelve con la abundancia de encomios! Nos sucede exactamente lo mismo que a quien hubiese entrado en un jardín, y observando las muchas clases de rosas, y las muchas violetas, y tan grande cantidad de lirios y de otras variadas y diferentes flores primaverales, estuviera dudoso en cuál de ellas fijaría primero su vista y en cuál otra en segundo lugar, porque cada una de las que mira arrastra en pos de ella sus miradas. Pues de ese modo nosotros, habiendo entrado en este espiritual jardín de las proezas de Ignacio, y habiendo visto en el alma de éste no flores primaverales sino el mismísimo variado y diferente fruto del Espíritu Santo, nos aterramos; y nos paramos dudosos de por dónde comenzaremos primeramente nuestro discurso, puesto que cada una de las cosas que vemos nos aparta de las otras a ella vecinas y nos arrastra la mirada interior del alma a la contemplación de su propia belleza. (1)

Porque, ¡observad! Este estuvo al frente de nuestra iglesia con tanta generosidad y nobleza y con diligencia tanta cuanta requiere Cristo. Porque éste realizó en sus obras la regla que Cristo estableció para los obispos como la cumbre más alta. Habiendo oído a Cristo que le decía: ¡El buen pastor entrega la vida por sus ovejas!, (2) él la entregó por las suyas con absoluta fortaleza. El conversó dignamente con los apóstoles y gozó sus espirituales corrientes. ¿Cuál, pues, debió ser razonablemente quien con ellos se educaba y a todas partes los acompañaba y comunicaba todas cuantas cosas dijeron y cuantas no dijeron, sencillas y sublimes, y fue por ellos juzgado apto para tan excelsa dignidad? Vino luego un tiempo en que fue necesaria la fortaleza de alma, y de un alma que despreciara todas las cosas presentes, y que ardiera en el amor divino, y estimara en más las cosas invisibles que las visibles. Y entonces este bienaventurado se despojó de la carne con la misma facilidad con que otro cambiaría de vestidos.

¿Qué referiremos, pues, en primer lugar? ¿La doctrina apostólica que comprobó perfectamente con sus obras, o el desprecio de la vida presente o el cuidado en el ejercicio de las virtudes con que administró la primera dignidad de nuestra iglesia? ¿A quién alabaremos primero? ¿al mártir, al obispo o al apóstol? Porque la gracia del Espíritu Santo, habiendo entretejido una triple corona, con ella ciñó aquella venerable cabeza. O mejor aún: la ciñó con una corona múltiple. Porque cada una de esas tres coronas, si alguno con cuidado las despliega, encontrará que germina otras coronas. (3)

¡Vengamos, si queréis, al encomio de su episcopado! ¿Acaso no parece ser sólo una corona? ¡Ea, pues! ¡despleguémosla con el discurso y veréis engendradas de ella hasta dos y hasta tres y aun muchas más! Por mi parte yo no admiro a este varón únicamente por haber aparecido como digno de este principado, sino porque tal dignidad la alcanzó de parte de aquellos santos, y fueron las manos bienaventuradas de los apóstoles las que tocaron la sagrada cabeza de éste. Y no es pequeña, para encomio, esta consideración. Y la razón es no solamente porque él alcanzó de esta manera una mayor gracia de lo alto, ni solamente porque ellos hicieron descender sobre él una más abundante fuerza del Espíritu Santo, sino porque de este modo testificaron que había en él todas las virtudes que en los hombres existen.

Porque, escribiendo Pablo a Tito… ¡y cuando digo Pablo no me refiero a sólo éste sino también a Pedro y a Santiago y a Juan y a todo el coro de los apóstoles! Porque así como en la lira, siendo ella una sola, hay diferentes cuerdas, pero la armonía es única, así en el coro de los apóstoles, diferentes eran las personas pero una sola doctrina, porque también era uno solo el artista o sea el Espíritu Santo que movía sus almas. Y esto declarando decía Pablo: Pues tanto yo como ellos esto predicamos. (4) Escribiendo pues a Tito y explicándole cuál conviene que sea el que es obispo, le dice: Porque es preciso que el obispo sea inculpable, como administrador de Dios; no soberbio, ni iracundo, ni dado al vino, ni pendenciero, ni codicioso de torpes ganancias; sino hospitalario, benigno, prudente, sobrio, justo, santo, continente, guardador de la palabra fiel, que se ajuste a la doctrina, de suerte que pueda exhortar a otros con sana doctrina y argüir a los contradictores. (5)

Y escribiendo a Timoteo acerca de lo mismo, le dice de esta manera: Si alguno desea el episcopado, buena obra desea. Pero es preciso que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, morigerado, hospitalario, capaz de enseñar, no dado al vino ni pendenciero, sino ecuánime, pacífico y no codicioso. (6) ¿Observas cuán grande excelencia de virtud requiere en el obispo? Porque, a la manera de un excelente pintor que mezcla varios colores cuando ha de ejecutar la imagen prototipo de lo que debe ser un rey, trabaja con toda diligencia, con el fin de que quienes hayan de imitarla y reproducirla tengan por medio de ella una idea acabada, del mismo modo el bienaventurado Pablo, como si pintara una imagen regia y preparara el arquetipo de ella, habiendo mezclado los variados colores de las virtudes, nos esculpió, nos presentó los caracteres más adaptados a lo que es el episcopado, con el objeto de que cada uno de los que ascienden a esta dignidad, mirando cuidadosamente hacia esta imagen, ordene conforme a ella sus propios procederes. Diría yo, en consecuencia y no sin atrevimiento, que el bienaventurado Ignacio toda esa forma la modeló en su alma y se mostró irreprensible, sin crimen, ni soberbio, ni iracundo, ni dado al vino, ni pendenciero, ni codicioso, sino justo, santo, continente, acogedor de la palabra fiel que es conforme a la doctrina, sobrio, prudente, ordenado y todo lo demás que Pablo exigió.

Y ¿cuál es la demostración de esto?, me dirás. ¡Que aquellos mismos que tales cosas dijeron y exigieron de los prelados, ésos fueron quienes a él lo eligieron! Y ciertamente quienes con tanta exactitud exhortaban a otros a sujetar a probación a los que habían de ordenar y subir al trono de esta dignidad, sin duda que ellos mismos no lo habrían practicado con descuido. Al revés, si no hubieran advertido en el alma de este mártir todo ese conjunto de virtudes perfectamente connaturalizado, no le habrían puesto en las manos tal dignidad. Puesto que tenían bien sabido cuan peligroso es y cuánto les amenaza a quienes hacen a la ventura y con simplicidad semejantes elecciones.

Declarando esto mismo Pablo decía en su carta a Timoteo: ¡No impongas tus manos apresuradamente sobre ninguno, ni participes en los pecados ajenos! (7) ¿Qué dices? Otro fue el que pecó ¿y yo voy a ser participante de sus pecados y de su castigo? ¡Sí, responde! ¡Porque presentas oportunidades para la maldad! Y a la manera que quien proporciona una espada aguda a un loco furioso, del asesinato que él con ella cometa sale causante y lleva la culpa porque ha proporcionado la espada, así quien proporciona a uno que vive indignamente el poder hacer mal desde esta dignidad, atrae sobre su cabeza el fuego de todos los pecados de aquél y de sus crímenes. Puesto que en todas partes, quien proporciona la raíz se tiene como causante de los frutos que de ella brotan. (8) ¿Ves cómo la corona del episcopado se muestra doble, puesto que la dignidad de aquellos que le impusieron las manos la vuelve más esplendorosa y es además una demostración perfecta de su virtud?

¿Deseáis que os descubra otra corona que de esta misma germina? ¡Reflexionemos acerca de la ocasión en que le fue conferida esta dignidad! Porque no es lo mismo administrar la Iglesia en el tiempo presente que en aquel entonces; como no es lo mismo andar un camino perfectamente trillado y acondicionado y en compañía de muchos, que andar otro que ahora por primera vez hay que desbrozar, y que abunda en pedruzcos y barrancos y rebosa de fieras salvajes, y no ha recibido aún la huella de viandante alguno. Actualmente, por la gracia de Dios, no hay peligro ninguno para los obispos, sino que existe por todas partes una paz firmemente establecida, y todos gozamos de tranquilidad, la palabra de la piedad se ha extendido sobre toda la tierra habitada, al mismo tiempo que los que nos gobiernan cuidan empeñosamente de la fe.

Pero en aquellos tiempos nada de esto había. Sino que por cualquier parte por donde alguno tendiera la vista, por ahí había precipicios, abismos, enemigos, batallas y peligros; y los magistrados y los reyes y los pueblos y las ciudades y las tribus y los domésticos y los extraños, ponían asechanzas a los creyentes. Ni era esto solamente lo terrible, sino que muchos de los mismos que ya habían creído, como quienes por vez primera gustaban de los dogmas nuevos, necesitaban de grande benevolencia, y estaban aún débiles y muchas veces eran engañados. Y era esto lo que no menos, antes mucho más que las guerras exteriores, entristecía a los maestros en la fe. Porque las luchas exteriores y las asechanzas, más bien les producían un gozo grande por la esperanza de premios mayores que les estaban reservados.

Por este motivo los apóstoles salían del tribunal alegres por haber sido azotados. Y Pablo clama y dice: ¡Me gozo en mis padecimientos! (9) y se gloría por todas partes de sus tribulaciones. En cambio, las heridas de los domésticos y las caídas de los hermanos no los dejaban ni siquiera respirar, sino que siempre, a la manera de un pesado yugo, oprimían el cuello de sus almas y constantemente las molestaban. Oye, en confirmación, cómo Pablo, aquel que así se gozaba en sus padecimientos, se lamenta amargamente de ellas: Porque ¿quién, dice, enferma y yo no me enfermo? ¿quién se escandaliza y yo no me inflamo? (10) Y también: ¡Temo no sea que al ir no os encuentre tales como yo quería; y que a mí me encontréis cual no me queréis! (11) Y poco después: ¡No sea que cuando de nuevo vuelva a visitaros me humille Dios y tenga que llorar a muchos de los que antes pecaron y no hicieron penitencia de sus impurezas y fornicaciones y de la impudicia en que incurrieron! (12)

Y en todo tiempo se le encuentra entre lágrimas y gemidos a causa de los domésticos, y temeroso y temblando continua mente por los que ya una vez habían creído. A la manera que admiramos al piloto no cuando puede conducir a salvo a quienes hacen la travesía mientras está el mar en calma y sopla un viento favorable que empuja al bajel, sino cuando, enloquecido el mar y levantadas en alto las olas y puestos en discusiones los mismos que van en la nave, mientras un huracán terrible sitia por dentro y por fuera a los navegantes, él, a pesar de todo, puede enderezar el rumbo de la barquilla con toda seguridad: así conviene quedar suspensos de admiración ante aquellos que en semejantes días condujeron la Iglesia; y esto mucho más que ante los que ahora la administran; en aquellos días cuando las guerras estallaban dentro y fuera de ella; cuando aún estaba tierna la planta de la fe, y necesitada de abundantes cuidados; cuando, como un niño recién nacido, la multitud de la Iglesia necesitaba de mayor prudencia y de grande sabiduría en el alma de quien la había de lactar.

Y para que más claramente veáis cuan dignos eran los que entonces estaban colocados al frente de la Iglesia, y cuántos trabajos y peligros entrañaba en aquellos principios y comienzos este negocio, os traeré ante todo los testimonios de Cristo que prueban lo que acabamos de decir y confirman nuestra sentencia. Porque habiendo visto a muchos que se acercaban a El, como quisiera demostrar a los apóstoles que los profetas habían trabajado más que ellos, les dice: ¡Otros trabajaron y vosotros os habéis introducido en las labores de ellos! (13) ¡Y eso que los apóstoles habían en realidad trabajado más que los profetas! Pero, por razón de que aquellos antiguos sembraron la palabra de la piedad y atrajeron los ánimos de hombres rudos e ignorantes de la verdad, por esto la mayor parte de trabajo a ellos se les atribuye.

Porque no es lo mismo ¡no lo es! el enseñar cuando se llega después que ya muchos otros maestros enseñaron, y ser el primero en arrojar la semilla. Puesto que lo que ya está preparado mediante la meditación y ha llegado a ser costumbre de muchos, fácilmente se comprende. En cambio, lo que se oye por vez primera, alborota el pensamiento de los oyentes y da mucho quehacer a los que enseñan. Esto era lo que alborotaba en Atenas a los oyentes, y éstos se apartaban de Pablo y lo acusaban de que: ¡Cosas nuevas pones en nuestros oídos! (14) Pues si ahora, eso de estar al frente de la Iglesia acarrea muchos trabajos y sufrimientos a los que la gobiernan, ¡piensa tú cómo era doble y triple el trabajo y multiplicado, en aquel entonces, cuando los peligros y las luchas y las emboscadas y los terrores eran continuos! ¡No, no puede explicarse con palabras la dificultad que aquellos santos soportaron! ¡Solamente la conocerá aquel que haya hecho experiencia de ella!

Añadiré una cuarta corona, que del episcopado de éste brota. ¿Cuál es? ¡El haber tenido que gobernar a nuestra patria! Porque el gobernar aunque no sea sino a cien y aun a cincuenta hombres es cosa de excesivo trabajo; pero gobernar una ciudad tan célebre y que alcanza ya veinte miríadas de población (15) ¿cuán grande demostración de virtud y sabiduría piensas que es? Porque del mismo modo que en las legiones pretorianas que son más numerosas, se pone como jefes a los más entendidos de los estrategas, así sucede respecto de las ciudades: que las más grandes y más pobladas se confían a los jefes más peritos. Y Dios, como los hechos lo declararon, tuvo un especial cuidado con esta ciudad. Porque al príncipe de toda la tierra, a aquel a quien concedió las llaves de los cielos, y a quien confirió potestad omnímoda, a ése le ordenó que por mucho tiempo permaneciera en esta ciudad: ¡de manera que le pareció que sola nuestra ciudad hacía contrapeso a toda la tierra habitada!

Y ya que hemos hecho mención de Pedro, advierto en él el origen de la quinta corona entretejida: y es ella el que éste haya recibido el gobierno como sucesor de aquel Pedro. Porque, así como quien quita de los cimientos de un edificio una gran piedra, procura inmediatamente sustituirla con otra que se le iguale, si no quiere que todo el edificio se resienta y quede más debilitado, del mismo modo, como Pedro hubiera de alejarse de esta ciudad, la gracia del Espíritu Santo nos trajo, en lugar suyo, otro maestro equivalente a Pedro, con el objeto de que la construcción ya levantada no fuera a debilitarse por la ineptitud del sucesor.

De manera que hemos enumerado cinco coronas: por la grandeza de la dignidad; por la dignidad de los que lo consagraron; por la dificultad de aquellos tiempos; por la grandeza de nuestra ciudad; y por la excelsitud de aquel que en el cargo le precedió. A todas estas coronas que hemos tejido podríamos añadir la sexta y la séptima y muchas otras más. Pero, para no gastar todo el tiempo en los discursos acerca de su episcopado y tener que omitir la narración de su martirio, ¡ea! ¡marchemos ya hacia el certamen!

Grande guerra se había echado en aquel tiempo sobre la Iglesia; y como si una tiranía se hubiera apoderado de toda la tierra, los hombres todos eran arrebatados de la mitad de la plaza; y esto no porque se les acusara de algún crimen, sino porque, habiendo abjurado el error, corrían en pos de la verdad; y porque, habiéndose apartado del culto de los demonios, y habiendo reconocido al verdadero Dios, adoraban al Hijo Unigénito suyo; y, por las cosas por las que justamente habían de ser coronados y admirados y honrados, por ésas eran castigados y sufrían infinitos males, todos cuantos habían recibido la fe, pero antes que nadie los que estaban al frente de las iglesias. Porque el demonio, malvado y astuto como es para enhebrar semejantes asechanzas, esperaba que, si quitaba de enmedio a los pastores, podría más fácilmente destrozar los rebaños. Pero Aquel que envuelve a los astutos en sus mismas astucias, como quisiera demostrarle que no eran los hombres quienes gobernaban las iglesias, sino El quien personalmente apacienta a los que creen, permitió que todo eso sucediera, con el objeto de que, una vez quitados los pastores de enmedio, advirtiera el demonio que las cosas de la piedad no desmerecían ni se apagaba la predicación de la verdadera palabra, sino que más bien se acrecía; y aprendiera así, por los hechos mismos, él a su vez, y a su vez también los que en estas cosas de la persecución le servían como ministros, que no son cosas humanas las que nosotros traemos entre manos, sino que trae de los cielos su raíz la enseñanza de ellas y que es Dios el que por todas partes maneja las iglesias; y que a quien pelea contra Dios no le acontecerá jamás salir con la victoria.

Pero el demonio no procedió solamente a este mal, sino a otro no menor. Porque no toleraba que los obispos fueran degollados en las ciudades que gobernaban; sino que, habiéndolos sacado a otras extrañas, allá los mataba. Y esto lo hacía juntamente para cogerlos destituidos de sus amigos y parientes y para debilitarlos con los trabajos de las caminatas. Y así procedió con este bienaventurado santo. Porque desde nuestra ciudad lo citó a la de Roma, y le preparó largos rodeos en su carrera, porque esperaba con lo largo del camino y el número grande de días, echar por tierra su determinación: ¡ignoraba que teniendo a Jesús por compañero de viaje y como compañero en semejante destierro, lo hacía con esto más fuerte aún, y hacía mayor la demostración de la virtud que en el mártir había, y éste de una manera mejor confirmaba las iglesias! Porque las ciudades que estaban a su paso, corrían a ungir al atleta, y lo despedían con grande acompañamiento, y competían con él en las súplicas y en las oraciones. Aparte de que no era vulgar la consolación que esas ciudades recibían, al ver al mártir cómo corría hacia la muerte con tanto fervor: ¡con cuanto era necesario que tuviera quien era llamado por el Rey de los cielos!

¡Y aprendían, por sus obras mismas, que no era a la muerte a donde corría, dado su empeño nobilísimo y su alegría, sino que aquello era una marcha y un cambio y una ascensión a los cielos!

Dando esta lección caminaba por todas las ciudades; y la daba con sus palabras y juntamente con sus obras. Y así como sucedió con Pablo, que cuando los judíos lo ataron y lo enviaron a Roma creyeron ellos que lo enviaban a la muerte, y sólo lo enviaban para que predicara a los judíos que en Roma vivían, del mismo modo sucedió con Ignacio, y aun con cierta mayor excelencia. Porque éste marchaba como un admirable maestro no solamente de los que en Roma vivían, sino también de las ciudades que estaban en su camino, y las enseñaba a despreciar la vida presente, y a tener en nada las cosas que se ven, y a amar las futuras, y a mirar al cielo, y a no temer ninguno de los peligros de esta vida. ¡Caminaba enseñándoles estas y otras muchas cosas por medio de sus obras, como un sol que en su nacimiento se levanta y va corriendo a su ocaso! ¡Pero iba más resplandeciente que el sol! Porque éste sube a lo alto llevando la luz sensible; mientras que Ignacio corría acá abajo portando la luz intelectual de su enseñanza para las almas. Aparte de que aquel otro sol, una vez que corriendo ha llegado a las regiones del ocaso, se oculta y sobreviene la noche; mientras que este otro, apartándose hacia las regiones de occidente, desde allá se levantó más fúlgido aún y causó sumos bienes a todos cuantos encontró en su camino. (16) Más aún: una vez llegado a Roma, hizo que también ella aprendiera la sabiduría.

Por este motivo permitió Dios que fuera allá a terminar su vida, para que su muerte fuera enseñanza de piedad a todos los que en Roma habitaban. Vosotros, por beneficio de Dios, no necesitabais de mayor instrucción, una vez que estabais arraigados en la fe; pero los que en Roma habitaban, por haber entonces allá mayor impiedad, necesitaban de un auxilio mayor. Por eso Pedro y Pablo y éste tras ellos fueron allá sacrificados. Para que con su sangre purificaran aquella ciudad manchada con la sangre que se había ofrecido a los ídolos. Y también para que dieran testimonio de la resurrección de Jesucristo mediante sus obras, enseñando a los que en Roma vivían que ellos mismos no habrían despreciado con tanto placer la vida presente de no estar persuadidos con toda firmeza de que habían de ascender al lado de aquel Jesús crucificado y contemplarlo en los cielos.

Verdaderamente que es una demostración excelentísima de la resurrección el que Cristo, una vez inmolado, mostrara tan inmenso poder, hasta persuadir a los hombres que gozan de esta vida a despreciar su patria, su casa, sus amigos, sus parientes, su vida misma, por confesarlo a El; y escoger en vez de los presentes placeres, los azotes, los peligros y la muerte. Porque semejantes hazañas no son propias de uno que ha muerto ni de quien yace en el sepulcro, sino de uno que ha resucitado y vive. Pues ¿qué otra explicación tiene eso de que, mientras El vivía, todos los apóstoles, debilitados por el temor entregaran al Maestro y escaparan huyendo; y en cambio una vez que murió, no solamente Pedro y Pablo, sino también Ignacio, que nunca lo vio ni gozó de su convivencia, mostraran tanto celo que hasta llegaran a entregar por El su vida?

Pues con el fin de que esto aprendieran los que en Roma vivían, permitió Dios que allá muriera este bienaventurado mártir. Y que en realidad esta haya sido la causa, os lo haré creíble por el modo de su muerte. Porque fue condenado a morir no fuera de los muros, ni en algún abismo, ni en la cárcel, ni en algún sitio escondido; sino en mitad del teatro sufrió el martirio –mientras estaba sentada en las graderías la ciudad en pleno– por medio de las fieras azuzadas contra él. Todo con el fin de que, habiendo él erigido así un trofeo contra el demonio delante de los ojos de todos, a todos cuantos lo contemplaban los hiciera imitadores de su lucha; y esto no sólo por el hecho de morir tan noblemente sino además con tan grande alegría. Porque contempló las fieras tan regocijadamente que no semejaba un hombre a quien se le ha de arrancar la propia vida, sino a quien se le llama a otra vida más bella y más espiritual. ¿Cómo se comprueba esto? ¡Por las palabras que ya a punto de morir pronunció! Porque una vez que hubo entendido ser aquel el género de muerte que le estaba reservado, exclamó: ¡Yo disfrutaré de esas fieras! ¡Es que así hablan los que aman! ¡cuando padecen algo por aquellos a quienes aman, lo padecen llenos de gozo! ¡y les parece haber alcanzado el colmo de sus deseos cuando llegan al colmo de sus padecimientos! Que fue lo que a este bienaventurado mártir le sucedió. Porque él se apresuró a imitar a los apóstoles no sólo en la muerte sino además en la presteza para la muerte. Y sabiendo que aquéllos, una vez azotados, se retiraban del tribunal gozosísimos, determinó consigo imitar a estos sus maestros no solamente con la muerte sino también en el regocijo. Por esto exclamaba: ¡Yo disfrutaré de las fieras! Y tuvo por más suaves los hocicos de las fieras que las palabras de los tiranos. Y esto no sin razón: ¡puesto que éstas lo llamaban hacia el infierno, mientras que los hocicos de las fieras lo enviaban al cielo!

Y una vez que allá en Roma entregó su vida, o mejor dicho ascendió a los cielos, ahora regresa de aquella ciudad ceñido de su corona. Porque también esto sucedió por providencia divina: que de nuevo volviera el mártir a nosotros y a la vez fuera compartido por las otras ciudades. Roma recibió su sangre que goteaba; vosotros veneráis sus reliquias. Gozasteis vosotros de su episcopado, gozaron aquéllos de su martirio. Lo vieron aquéllos combatiendo y venciendo y coronado; vosotros lo poseéis perpetuamente. Lo apartó Dios de vosotros por un breve espacio de tiempo y luego os lo devolvió cubierto de una gloria mayor. Como los que toman dineros a rédito y vuelven después lo que habían tomado juntamente con sus intereses, así hizo Dios: habiéndoos tomado a rédito este precioso tesoro por algún tiempo, y habiéndolo mostrado a la otra ciudad, la de Roma, os lo ha devuelto con gloria más abundante. Porque lo despedisteis obispo y lo habéis recibido mártir; lo despedisteis con oraciones y lo recibís coronado. Y esto, no solamente vosotros, sino también todas las otras ciudades que median entre vosotros y Roma.

Porque ¿qué pensáis que sentirían ellas cuando vieron las reliquias que regresaban? ¿de cuánto gozo habrán disfrutado? ¿cómo se habrán alegrado? ¿cuántas alabanzas por todas partes a este mártir y sus coronas habrán tributado? Porque del mismo modo que a un atleta que ha vencido a todos sus fuertes competidores, y que con brillante gloria se retira de la tribuna donde presiden los jueces, al punto lo reciben los que presenciaban el certamen, y apenas si le permiten tocar con sus plantas el suelo, sino que lo toman en alto y lo cubren de alabanzas, y así lo llevan hasta sus mansiones; así entonces, las ciudades, por su orden, desde Roma, lo iban recibiendo y lo cargaban sobre sus hombros y lo condujeron hasta nuestra ciudad, y tributaban elogios a sus coronas, y cantaban himnos al luchador, y se burlaban del demonio, porque su astucia se había vuelto contra él mismo, y porque todo lo que él había tramado en contra del mártir, en favor del mártir se había convertido.

Y con esa ocasión el mártir aprovechó a todas las ciudades y a todas les propuso una bella lección. Luego a esta ciudad la ha colmado hasta el día de hoy de riquezas. Y a la manera de un tesoro inexhausto del que día por día se va sacando y con todo nunca se agota, sino que aumenta las riquezas de aquellos que lo participan, así este bienaventurado Ignacio, a quienes a él se acercan los vuelve a sus hogares colmados de bendiciones, de confianza, de magnanimidad y de extrema fortaleza.

¡No nos acerquemos, pues, a él, solamente el día de hoy, sino vengamos cada día a recoger sus frutos espirituales! Porque puede, puede en verdad, quien se llega a este sitio con fe, sacar abundantes y buenos frutos. No solamente los cuerpos de los mártires sino también sus urnas, están rebosando de gracias del espíritu. Porque si esto sucedió con aquel Elíseo, que habiendo tocado el sepulcro suyo un cadáver, éste rompió las ataduras de la muerte y volvió de nuevo a la vida, (17) mucho mejor sucederá ahora, cuando la gracia es más abundante, cuando es más amplia la virtud del Espíritu Santo; sucederá, digo, que si alguno toca con fe la urna, saque de ahí mayor fortaleza. Para esto Dios nos dejó las reliquias de los santos; porque quería que nosotros fuéramos como llevados de la mano por ellas hacia El con el mismo celo de ellos; y porque quería darnos un como puerto seguro y un firme consuelo en los males que continuamente se nos echan encima.

Así pues, a todos os exhorto; para que si acaso hay alguno que haya decaído de ánimo o se encuentra enfermo o le amenaza algún peligro o se ve en cualquiera otra necesidad de la vida o está sumido en lo profundo del pecado, ese tal se acerque aquí con fe, y quedará descargado de todos sus padecimientos, y regresará a su hogar regocijado y aliviada su conciencia con sola la contemplación de este bienaventurado mártir. Pero más aún: no solamente deben acercarse aquí los que se hallan en tribulación. Si acaso alguno se encuentra en quietud de ánimo y en honores y en dignidades y con abundante confianza delante de Dios, tampoco ése ha de menospreciar esta ganancia. Porque, llegándose aquí y habiendo contemplado a este mártir, poseerá esos bienes con mayor estabilidad, por persuadirse en su alma de que debe guardar moderación, a causa de las hazañas de este bienaventurado santo, y no permitirá que su conciencia se ensoberbezca por motivo de sus buenas obras.

Ni es cosa de poco momento que quienes van viento en popa en sus negocios, no se hinchen a causa de su buen suceso, sino que sepan llevar con moderación esa prosperidad. De manera que este tesoro resulta útil para todos y es un oportuno refugio tanto para quienes han caído a fin de que eviten las tentaciones, como para los que avanzan prósperamente a fin de que sus bienes permanezcan seguros; ¡para los enfermos a fin de que recobren su salud, y para los sanos a fin de que no caigan en enfermedad!

Considerando estas cosas, estimemos en más que todos los placeres y que todos los deleites este santo lugar, a fin de que participemos de la alegría y ganancia suyas; y allá en la otra vida, podamos llegar a ser cohabitantes y consocios de estos santos, por las oraciones de ellos mismos y por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea al Padre la gloria, juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.


(1) Esta comparación descriptiva que el santo encierra en un solo periodo perfectamente construido y lleno de sonoridad y naturalidad encantadora, nos descubre, como tantos otros rasgos de sus Homilías, las impresiones del joven Crisóstomo, cuando vagaba por los bellos jardines del Xystus, o los pradbs del oriente de Antioquía o los que bordeaban, al poniente, los aledaños de Dafne.

(2) Jn 10,11.

(3) He aquí un caso típico de lo que dejamos anotado en la Introd. n. 14. Toda la indicación del orador es aquí una proposición tripartita: tratará del mártir, el obispo, el apóstol, corona triple. Mas luego, al entrar en materia omite lo del apóstol y divide su discurso en solas dos partes: el obispo y el mártir. Fuera de esta pequeña inadvertencia del santo, el resto del discurso y todo él es una brillantísima pieza del todo conforme con las Reglas del discurso clásico que le había enseñado Libanio.

(4) .

(5) Tt 1,7-9.

(6) 1Tm 3,1-3.

(7) Ibid., V, 22.

(8) He aquí una indudable reminiscencia demosteniana. Compárese la frase del Crisóstomo ó yág rrv QÍ<XV 7ia.Qa.aoov na.vTaov ovrog xtov t avxrji; (pvofiévcov eariv aíno$ con la correspondiente de Demóstenes (Por la Corona, n. 159): (6) yá¡> TO onÉgfia naQaaxcov ovzog rü>v cpvvzcov tcaxóbv aíxiot;. Como ya advertimos, de propósito no hemos querido hacer estudio comparativo. Dejamos caer una que otra indicación como simples orientaciones. Aunque el Crisóstomo en esta Homilía magistral muestra del todo su genio, sería muy rara una coincidencia simple con Demóstenes hasta en las palabras.

(9) Col 1,24.

(10) 2Co 11,29.

(11) 2Co 12,20.

(12) 2Co 12,21.

(13) Jn 4,38.

(14) Ac 17,20.

(15) La cifra era ya convencional entre los oradores: 20 x 10,000: 200,000. Ciertamente Antioquía tenía más de 200,000 habitantes.

(16) Nótese lo propio de la comparación: Roma quedaba al occidente de Antioquía. Una imagen, la del sol, trajo al Crisóstomo la otra.

(17) 2R 13,21.



Homilias Crisostomo 2 29000